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Año: 12 Número 286

ra la una y media de la mañana del 27 de julio de 1980. A esa hora, Rigoberto García cruzaba el río Bravo. A su lado caminaba su primo, Miguel García. La corriente era mansa, los grillos dormían y los pocos oficiales de migración, acariciados por el rumor del famoso torrente, cabeceaban el cansancio de la noche. Los dos primos hermanos habían salido de su tierra natal, Josefino de Allende, Jalisco, con la mira de llegar al Norte, a Chicago para ser más específico. A Tijuana habían arribado el día anterior. Agazapados por entre unos montarrales habían esperado la hora más callada y ahora avanzaban con el agua hasta la cintura. Rigoberto cumpliría sus quince años a los pocos meses de arribar a Chicago. A esas alturas, no se sentía un niño, sino un hombre hecho y derecho, cruzando ríos, desiertos y desafiando a las autoridades migratorias del país más poderoso de la tierra. Tenía mucha razón para portarse valiente. Esa razón tenía nombre: Marta Alicia Rojas. A la tapatía más amable del mundo y de ojos vivos, la había conocido en su salón de clases, cuando cursaba el segundo año de primaria. El amor empezó en ese mismo lugar, tres años más tarde. La conversación con mi amigo Rigoberto la estamos llevando a cabo en su Restaurante Mexicano El Oasis, de Wapello, Iowa. La cita era a las dos y media de la tarde. Yo arribé puntual. Vi hacia la cocina, saludé. En ese momento mi amigo cocinaba afanado para cuatro rechonchos y rosados granjeros iowanos. Al desocuparse se limpió el sudor de la frente y sonriendo de alegría se acercó a conversar conmigo. Así prosiguió la conversación. -En Chicago lavé platos

tres años. Cuando ya había cumplido 18 y ya tenía mis documentos en regla me dieron un trabajo más serio y de más responsabilidad. Por diez años me desempeñé como cocinero. Como ve, no soy nuevo en este oficio. -¡No! ¡No es nuevo!-, le respondo. Digo eso porque lo he conocido por ocho años y durante ese tiempo, solo lo he visto hacer una cosa: cocinar. Marta Alicia escucha la conversación. Lleva veinticinco años de afanarse junto a su esposo. De eso yo mismo puedo dar fe, pues siempre los he visto trabajando juntos. Pero no fue así mientras eran escueleros bajo la tutoría de la maestra Esperanza. Al alumno Rigoberto le disgustaba tener una compañera de aula tan lista. Marta escribía las tareas

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y hacía las sumas y restas sin error. Los años pasaron y un buen día el profesor Pepito les llamó la atención por observar mala conducta en la clase. Un alumno había lanzado al aire un suéter. El suéter cayó en manos de Rigoberto. Cuando don Pepito entró al aula, el dichoso suéter iba volando hacia el escritorio de Marta. -El maestro-, agrega Marta – nos pidió a Rigoberto y a mí ponernos de pie; pasó seguido, nos pegó en las manos con una varita de árbol de membrillo. Para completar el castigo nos mandó al patio de la escuela a recoger basura-. Marta continúa. -Mientras recogíamos basura, vi a Rigoberto a los ojos. Para mi sorpresa, frente a mí, estaba el hombre más guapo del mundo. -¿Y usted sintió lo mismo?-, le

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pregunto a mi entrevistado. -En se momento, yo no pude hablar. Si hablaba, el corazón se me podía salir por la boca. ¡¡Ella es el amor de tu vida!! Me gritaba la voz dentro de mi pecho. El 16 de Septiembre de 1986, un tío de Rigoberto pidió, en nombre del enamorado ausente, la mano de Marta Alicia. El 13 de junio de 1987 cumplieron con el sacramento del matrimonio. De esa feliz unión ha nacido Mónica y Cristal. En la boda se mataron tres becerros, se comió birria y se bebió Tequila. Rigoberto y Marta ahora son fieles a Cristo, en la iglesia Pentecostal Torre Fuerte de Muscatine. Por: Oscar Argueta


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