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Año: 14 Número 313
engo mucho para contarles de mi visita a Antojitos Carmen, ubicado en Columbus Junction, IA. Una hora después, salí de ese lugar sonriendo y con el corazón contento. Y cómo no iba a salir caminando feliz, si llevaba el estómago rellenito con un platillo de tortillas hechas a mano, barbacoa de borrego en salsa verde, exquisitas costillas de cerdo con nopalitos, frijoles y un arroz como para soñar. ¡Ah! y para beber, un delicioso refresco de pepino con zumo de limón. Esta comida -dije al levantarme de la mesa-, merece una calificación de cinco estrellas y… un poquito más. Para información de mis lectores, Antojitos Carmen ha recibido otras calificaciones similares como premio a su calidad y buen sabor, de medios de comunicación muy importantes; entre ellos, Los Angeles Times. A ver, dónde leí esa nota, podría ser la pregunta. Pues, esa y otras once notas de reconocimiento penden, en sendos cuadros, de las paredes del restaurante donde hoy fui a comer. Allí mismo, leí las notas y sentí admiración por la excelencia en el trabajo de los propietarios: Doña María del Carmen Ortega, originaria de Yurécuaro, Michoacán y de don Salvador Ortega Hernández, del Distrito Federal. Salvador fue de paseo a Yurécuaro y se hospedó en la casa de Carmen. En ese momento, ambos tenían once años de edad. Esa semana jugaron, gritaron y corrieron juntos. A esa edad, su principal preocupación era jugar. El futuro estaba lejos y, aunque hubieran querido, no lo podían ver. Luego de esa semana de diversión, cada uno siguió su camino y por ocho años no se volvieron a ver. El dichoso reencuentro tuvo lugar en una quinceañera en el Distrito Federal. Carmen en esa fiesta era una joven hermosa de 19
primaveras. A Salvador, aquella chamaca le pareció conocida. “Mira -le dijo a su sobrino, Aldo Alfredo, de 12 años de edad-, ve y pregúntale a aquella señorita si desea bailar conmigo.” “No, no quiero ir” -contestó la joven de ojos color café. Aquel joven mensajero regresó dos veces más y cada vez repitió la invitación. A la tercera, Carmen respondió. “Bueno, iré, solo si ese joven, viene aquí y él mismo me invita a bailar.” Once meses después, un 18 de febrero, salieron juntos de la iglesia, con el corazón llenito de amor. Carmen vino a este país a probar suerte. En ese momento, Salvador se desempeñaba, allá en México como profesor en el centro educativo, Cebtis #57. La separación no fue muy larga; no podía ser. El resto de la
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familia arribó a California unos meses después, todos traían un pasaporte en la mano y en el pecho mucha felicidad. A partir de aquí, solo les quedaba trabajar y ahorrar para un después. Al año de ahorrar, para sorpresa de muchos, compraron con cash su primera camioneta nueva Aerostar. Ahora si era muy importante para Carmen y Salvador pensar en el futuro de ellos y en el de sus hijos: María del Carmen, Abraham Salvador, Daniel Octavio, Esteban y Andrew David. Carmen trabajó primero en un restaurante francés, luego sintió el deseo de independizarse. Con esa meta en mente, compró un asador y salió a la calle a vender tacos. El primer día vendió poco, $75.00, el segundo, $300. Al contar la venta de ese segundo
04 de aseptiembre 2013
día, dijo: “¡No vuelvo a trabajar para nadie!”. Ayer, conversando conmigo la escuché decir: “Mi esposo y yo nunca nos hemos sentado por falta de quehacer. Para nosotros, ojalá la noche fuera día para trabajar, o como dice un dicho: nosotros descansamos haciendo adobes.” En mi vida había escuchado tal refrán. Al oírlo me dio por reír. Salvador y Carmen arribaron a Iowa siguiendo a su hija María del Carmen, a seis nietos y a un bisnieto. “Aquí vas a sentarte a jugar con tus nietos y a escuchar los pájaros”, les dijo su hija. A los días, Carmen dijo, eso de escuchar pájaros no es para mí. Y por eso ahora, Antojitos Carmen es toda una realidad. Por: Oscar Argueta