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Año: 13 Número 294
abía lirios en los valles y las laderas habían empezado a pintarse de suaves colores. Matorrales de albahacas y romeros perfumaban los pies de pastores y peregrinos. Las tardes tibias eran de seda y los pájaros cantaban sobre las ramas su alegría. El torrente de los arroyos sonreía a Dios. Al paisaje oriental lo besaban las azules cortinas del cielo. La primavera vestía sus mejores galas. En las alturas, un coro de ángeles ensayaba cantos de gloria. Una nueva y potente estrella alumbraría la más sublime de las noches. María, la del vientre bendito, guardaba todas estas maravillas en su corazón. El humilde José iba y venía solícito. El carpintero de manos firmes, a veces atizaba el fogón y, de cuando en cuando, le daba de comer al burro y al buey. Entre uno y otro ajetreo, y este y aquel afán, rogaba por inspiración para llevar a cabo con éxito sus tareas de inexperto comadrón. Así nació el hijo del Altísimo. Así creció, sin pretender grandeza. No posesión alguna entorpeció jamás su camino, su progreso, su ideal. Dueño de tanta gracia y majestad, ni siquiera tuvo un lugar propio donde recostar su cabeza. Las noches las pasaba en la soledad de algún monte alto. La oración era su deleite. Era su mayor necesidad. Así, la conquista de su carne no la obtuvo sin orar al Padre con gran clamor y lágrimas. A coro podríamos decir: Tanto dominio, tanta perfección no la obtuvo sin prueba, sin obstáculo alguno. Aquel Varón experimentado en quebranto, como bien lo hemos sabido, sufrió tentaciones, pero jamás cedió a ninguna de ellas. No, no es vanidad pensar del Hijo del Hombre, así: Habiendo
podido juzgar y condenar con todo derecho a quienes lo repudiaron, no lo hizo. En cambio, con toda bondad les permitió a sus trasquiladores juzgarse a si mismos, dignos o indignos del Reino de los Cielos. La virgen María ahora descansa sobre un limpio y oloroso acolchado de paja. Abrazado contra su pecho duerme el niño bendito. José, el humilde José, con los brazos cruzados, a los dos observa con el más hondo y dulce cariño. A su pecho lo agita un torrente de felicidad. Ante el hermosísimo cuadro de la joven parturienta y el recién nacido solo puede sentirse embelesado. No es para menos, haber recibido con sus manos de carpintero, al Crío de Dios. Tampoco es para
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menos haber recibido semejante llamamiento, el de ser maestro, ejemplo y guía de un infante tan especial. Tal privilegio le estremece el alma. Con el corazón lleno de tan cristalinos sentimientos levanta la vista hacia el cielo. Los ojos los tiene humedecidos. Esto siente: La preparación para llevar a cabo semejante misión no la obtuvo en la sinagoga local. La obtuvo en alguna esfera más elevada, antes de venir a esta tierra, quizás. El joven Jesús ama estar en los negocios de su Padre. A los doctores de la ley asombra. A cualquier pregunta responde no con estrechez de pensamiento, sino con anchura espiritual. Aquellos intrigados eruditos nunca habían visto a un adolescente portarse con
05 de Diciembre 2012
tanto decoro, ni participar en una conversación de alcances eternos más allá de su edad. El tiempo rueda en sus alas y su hora está por llegar. Enseñará con autoridad, no como enseñaban los escribas o fariseos de su época. Una noche, mientras sus discípulos duermen, Jesús ora. En su angustia infinita desearía no beber de la amarga copa y desmayar. La bebida es amarga como la hiel. Al sentir tan letal efecto siente un dolor infinito o sinfín. Ahora derrama por cada poro, no una, sino mil gotas de sangre. En la siguiente escena, un ángel baja para fortalecerle. El Autor de nuestra salvación, en las postrimerías de su misión, anunció: “Yo para esto he nacido”. Por: Oscar Argueta