V
Año: 12 Número 282
ean los rostros sonrientes de todas estas señoras de la aldea Los Olivos, de San Luis Rey de Francia. Ahora, vean los pies de cada una de estas alegres aldeanas. Están calzados con chancletas donadas por los lectores del Heraldo Hispano, de Iowa e Illinois. Al fondo, una señora se ocupa en cerrar el zipper de una de las maletas vacías. Es la esposa de don Santos Maximiliano, el dueño de la casa. Pongan también la vista en la humilde fachada de la vivienda, levantada con tablas rústicas y sin pintar. A la derecha, un tramo de leña se alza en forma de pared. Observen también, unos tanates colgados por aquí; y, otros, guindados por allá. Al final, en el cuadro, prevalece un ramillete de mujeres sonrientes luciendo las chancletas de la felicidad. Habiéndonos deleitado con la foto de esta portada, ahora, acompáñenme a viajar hasta encontrar aquella lejana región de Guatemala, donde las personas aún reciben un par de chancletas, con un corazón agradecido y las manos temblando de felicidad. La hora es avanzada. El sol pronto se ocultará. Marlon Sanchinel va al volante; atrás, hemos dejado a San Luis y ahora subimos por un camino pedregoso y solitario. En la palangana, del picop de doble cabina, van dos maletas repletas de ropa y chancletas de variado diseño y color. Al avanzar, por una vuelta empinada, vuelvo la vista. La carga aún va segura. El espectáculo de la blancura de las cúpulas y fachada de la iglesia, captura mi atención. El Palacio Municipal, con su torre y tejado marrón, parece
desearme un viaje placentero y feliz. Veinte minutos después arribamos a Los Amates. Nos recibe un caserío adormecido, un puente y un río cantarín. Un grupo de muchachos se zambulle en la corriente fresca y, bajo la sombra de un árbol de Amate, unos campesinos, con machete al cinto, luciendo sombrero de palma, charlan libres de la esclavitud del tic tac del tiempo o de la cercana puesta del sol. En otros veinte minutos habremos arribado a Los Olivos, nuestro destino final. Jonás, un amable joven aldeano, sale a nuestro encuentro y ofrece ayudarnos con una maleta. La otra, la llevan seis muchachas. Todas sonríen de oreja a oreja y bajan la pendiente como si fueran gacelas pastando en una llanura primaveral. Yo desciendo por la quebrada vereda con el instinto bien afinado. Un trompicón por
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aquí, una reculada por allá, pero bien o mal, desciendo. En las manos llevo un maletín repleto de chancletas; en el corazón, felicidad. Hemos arribado al lugar donde entregaremos ropa, chancletas y amistad. Unas quince señoras ya nos están esperando. Otras veinte, están por arribar. Una docena de niños se ha acurrucado a esperar el sencillo obsequio. Un chiquito, con ojos de conejo, se pasea por el patio de la casa, sobre un caballito de plástico de color gris. Lleva un pie descalzo y, el otro, calzado con una chancletita azul. Todos esperan con paciencia, nadie se apretuja contra nadie. Una buena parte del educado público ya recibió: chancletas, camisa y pantalón. -¡Miren! ¡Aún queda por abrir esta segunda maleta!-. Esa frase apacigua las ansias del resto del grupo y les dibuja una
06 de Junio 2012
sonrisa en los rostros quemados de montaña y de sol. ¡Milagro! Hubo ropa y chancletas para todos y aún sobró. Ahora viene el momento de los abrazos de despedida y de las fotos. -¡Tómenos una a nosotros!-, gritan los niños. -Quiero tomarme una, pero abrazando a las señoras-, le pido al fotógrafo. Mi clara intención es sentirme cerca de esas almas humildes y agradecidas. La mayoría rehúsa. Cuatro valientes traspasan los límites de la cultura y se acercan, no mucho… pero se acercan. El sol va ocultándose. En el camino de regreso nos caerán las cenizas de la noche. En mi corazón siento la abundante generosidad de los lectores del Heraldo Hispano. ¡Todo sea, por las chancletas de la felicidad!, sonrío feliz. Por: Oscar Argueta