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Año: 13 Número 311

as fotos en esta portada pertenecen a cuatro estudiantes de San Luis, rey de Francia. Hasta hace unos meses, estos jóvenes talentosos no tenían esperanzas de ver realizados sus sueños de estudiar y forjarse un mejor futuro. En seguida les cuento, como algunos lectores del Heraldo Hispano abrieron la ventana de su corazón y desde allí me preguntaron cómo podían contribuir a aumentar la felicidad de estos jóvenes, futuras promesas de la tierra del quetzal. Los mecenas de estos jóvenes son mexicanos luchadores, muy lejos de ser ricos o de tener de sobra. Ellos mismos trabajan a brazo partido para salir adelante. Y en eso consiste la grandeza de sus almas y la sinceridad de sus intenciones. Debo aclarar. Yo no fui a pedirles. Ellos vinieron a mí y con gusto ofrecieron compartir de su substancia y de su esencia. No me pidieron una muy bien estudiada y larga explicación de la situación de las familias de esos estudiantes. Algo sí me pidieron. No mencionar sus nombres. A eso sí me resistí a hacer y por eso al escribir esta historia, estoy faltando a esa promesa. Sucedió un día jueves, a eso de las tres de la tarde. Los propietarios del Restaurante el Oasis descansaban y almorzaban como Dios lo manda, en familia. “Me gustaría ayudar a algunos jóvenes de allá, de su tierra”, me dijo don Rigo. Tal ofrecimiento no pudo haber sido más inspirado. Pues, esa misma mañana, antes de salir a trabajar con el Heraldo, había recibido una carta de Tomasa Rutilia suplicándome algún tipo de ayuda para el estudio de sus tres hijos. En ese momento, de pie allí en el Oasis, el cielo pareció abrirse y derramar luz sobre aquella familia trabajadora con la frente perlada de sudor. El reflejo o el mágico resplandor, también había empapado mi mirada

con unos gruesos goterones de felicidad. La propietaria de la tienda El Gallito, en Tama, me lo dijo con una sonrisa. “Quiero ayudar a un joven de allá, de su pueblo”. La escena la tengo bien presente. Yo no pude decir nada. Unos fogonazos de felicidad me quemaban el pecho. Lean lo siguiente para comprender mi asombro y emoción. Pedro Enrique Morales Méndez me había escrito un email esa semana. Así me decía: “Soy un buen estudiante. Tengo un promedio de 97 puntos en mis notas, pero ya no puedo continuar estudiando. Somos labriegos y mis padres ya no me pueden seguir sosteniendo en mis estudios. A veces no voy a estudiar, porque no tengo dinero para pagar el bus de aquí hasta

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el pueblo.” Tengo la dicha de conocer dónde viven estoy jóvenes. Es un lugar montañoso, callado; y allá, de vez en cuando, alegran aquella quietud el canto de mil gallos. Viven de la agricultura, de sembrar maíz y frijol negro. El agua de mayo es la única esperanza de regar sus cultivos y asegurar una buena cosecha. Por eso, cuando despiden a una persona siempre le dicen. “Aquí lo vamos a estar esperando como agua de mayo”. Aquellos paisanos míos, son gente sencilla y como buenos hijos de esa tierra la respetan y la veneran como a una madre. No obstante, tanta sencillez y tanta humildad, los hijos de aquellas latitudes escabrosas, desean prepararse y, en el futuro, servir mejor a sus comunidades. Por eso, he de agradecer

07 de agosto 2013

a estos amigos mexicanos de alma grande y honrarlos escribiendo esta historia. Cuando estos jóvenes terminen sus estudios y encuentren el camino en la vida harán un alto y dirán: “bienaventurados los propietarios de aquellos negocios hispanos, allá en iowa, porque por ellos pudimos salir adelante”. Yo también, además de Bienaventurados, los llamaré “Pacificadores”, porque en medio un mundo egoísta y orgulloso han sembrado la semilla de la paz y de la concordia. La cosecha de bendiciones por seguro no será en agosto, como es costumbre, o como se espera en aquella tierra bendita, sino cuando la divina voluntad de Dios así lo quiera. Por: Oscar Argueta


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