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Año: 14 Número 320

sta historia la escuché en el restaurante La Cabaña, localizada en el centro de Ottumwa, IA. Empieza en Santa Ana, El Salvador, en 1988; y trata sobre un retazo de la vida de Noemí Marroquín. Había, en esa época, guerra en el Pulgarcito de América y, sentada sobre un trono manchado de sangre, reinaba la inseguridad. A los hijos de aquella nación centroamericana solo les quedaba un camino: huir de la patria querida, unirse en el camino a otros miles de compatriotas y avanzar hacia donde hubiera paz y los retumbos de las bombas no estremecieran el corazón. Noemí y su sobrino cruzaron a Guatemala por la frontera de San Cristóbal. Después de aventurarse por la selva lacandona arribaron a las riberas del río Usumacinta. A tientas y a ciegas 20 pasajeros abordaron un frágil cayuco y protegidos por las sombras de la noche avanzaron a merced de aquel avasallador fronterizo caudal. Empapados de sudor y de miedo, las mujeres lloraban y los hombres remaban. Aquella noche era solo el principio de una larga jornada de casi 30 días, por un suelo mexicano incierto e interminable. Conocí a Noemí, a su esposo Martín Solís en septiembre. Trabajaban hombro a hombro remodelando el local donde ahora funciona el restaurante La Cabaña. Apenas pude caminar por entre un mar de escombros. “Vamos a inaugurarlo pronto, en dos o tres semanas”, escuché. Esto quise responderles: “No, eso no va a suceder así tan rápido”. No lo hice. No quise sonar ave de mal agüero y por eso me contuve y evite dar mi opinión. A mi juicio, ese trabajo llevaría, trabajando a brazo partido, unos seis meses o más. Amén de gastarse un muy cuantioso

capital. De esto estaba seguro, de aquellas cenizas solo Dios los podía levantar o salvar. Y así fue. A eso del veinte de noviembre pasé a visitarlos. De aquel desatino de polvo y suciedad había surgido un local de ambientes amplios, agradables y de un aire muy acogedor. Claro, allí parado con la boca abierta, solo me quedo decir: “¡Aquí sucedió un milagro!” Al decir eso, agaché la cabeza y me toqué la frente. Estaba avergonzado por haber emitido un juicio, a todas luces, falto de esperanza, o no muy halagador. Entre escucharme decir una y otra palabra de admiración, Noemí invita al escenario de nuestra conversación a una persona muy importante en su vida: Martin Solís. “Sin ese hombre a mi lado, nada de

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esto estaría usted viendo aquí. Gracias a su apoyo y entrega podemos ver y experimentar este milagro. En cada espacio, en los pisos y en cada pared están las marcas del trabajo de sus manos. Mire, si yo expreso un deseo, Martín me lo cumple…” A este punto, Cathy, una chica con cara de ángel nos interrumpe y sin pedírselo abraza a su mamá. Noemí tiene los ojos humedecidos. En este estado de felicidad, no tiene lugar para pensar en aquella peligrosa travesía por México, ni en la devastadora guerra en su país en la década de los ochenta. “Mi hija Cathy es un verdadero ángel para mí”, escucho decir a Noemí. Ojalá nada opacara la felicidad de Noemí. Así lo desearía ella y su familia, pero diez años de trabajo

08 de Enero 2014

en producción en plantas empacadoras de carne menoscabaron su salud y ahora padece de mucho dolor muscular difuso, intenso y rebelde. Un día, Noemí, no aguantó más, guardó los cuchillos y fue a la enfermería y de allí la llevaron al hospital. De allí, siguió un calvario de dolor y más dolor. Noemí, soñaba con tener su propio negocio. La familia ahorró por años y cuando el momento llegó estaban preparados para lanzarse a la aventura. “Aquí -mira en derredor-, me siento realizada y por sentirme tan feliz se me hace más fácil sobrellevar mi enfermedad”. Este triunfo -digo yo-, merece un aplauso y una sincera felicitación. Por: Oscar Argueta


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