Año: 12 Número 276
a puerta de la casa donde viven las tres Marías estaba entreabierta. Eran las seis de la mañana y los gallos habían dejado de cantar. A esa hora temprana, San Luis Rey de Francia ya había trabajado una cuarta parte de su diario jornal. Por lo tanto, no era un buen momento para interrumpir la vida atareada de ningún sanluiseño, fuera este, cantarero, vaquero o albañil. Contra todo pronóstico, entré a esa casa y me senté a conversar con esas tres mujeres alfareras de linaje maya Pocomam. Confieso, no lo hice adrede. Mi falta consistió en pasar por ese vecindario y quedarme viendo a las tres mujeres, afanadas en darle brillo a los cántaros de barro. Al verme allí, la más joven vino
L
hacia mí. -Buenos días, ¿busca a alguien? -Buenos días. No -respondí-. Solo me dio curiosidad ver como pulen los cántaros. No necesité decir más, ni siquiera presentarme. Con una sonrisa fui invitado a pasar. Una vez adentro de la humilde casa, la María de mediana edad trajo una silla y me dijo como dicen en San Luis: “Descanse, tome asiento.” Con prisa entré al mundo de esas últimas cantareras de San Luis. La oportunidad era de oro y no estaba dispuesto a perder el tiempo. El encuentro, digo ahora, pareció estar escrito en los cielos y tuvo el efecto de un amor a primera vista. Ambas partes estábamos muertos de curiosidad por saber más el uno
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del otro. De primas a primeras, La María más joven me confesó no estar contenta con su nombre. Había nacido un doce de diciembre y nunca había entendido por qué en vez de ponerle Guadalupe, le habían puesto María. De una cosa estaban seguras las tres. Yo no era su vecino y de seguro vivía en la capital o en los Estados Unidos. Al enterarse de mi procedencia, la cantarera descontenta con su nombre alzó su mano y dijo: -Entones usted debe de tener una caja de este tamaño llena de dólares-. La ocurrencia me hizo reír. Era aquella una conversación mágica, deliciosa, como el pan dulce de San Luis. En alas de la imaginación fui con ellas a todos lados. Por una hora caminamos
14 de Marzo 2012 hasta Tierra Blanca. Hasta los cerros de esa aldea las acompañé para conseguir el barro perfecto. Ya de regreso tomé mi turno para pulverizar y refinar sobre una piedra de moler los duros y negros terrones. Esa misma tarde fuimos a otra montaña para obtener tierra colorada, con ella pintaríamos los cántaros. De regreso, pasamos por los potreros y recogimos estiércol de las vacas, seco por el aire y por el sol. -Los cántaros no los quemamos con leña, sino con montes secos y boñiga de vaca-, me explicaron. -¡Ah! ¿Entonces no los queman con cualquier fuego?-, pensé. -Con esta semilla, con forma ojo de venado, le damos brillo a los cántaros-, continuaron explicándome. En esa tarea estaban ocupadas al momento de mi visita y conversación. Eso les lleva una hora de trabajo más o menos-, alcancé a decir. -A veces nos lleva más de eso-, fue la respuesta. No pude evitar sentirme cansado, al imaginar todo el trabajo involucrado para elaborar un cántaro. Cargar por horas, a mecapal, toda esa carga de barro, tierra colorada y estiércol era una tarea para robots y no para seres humanos, intenté decirles, pero no lo hice. En vez de continuar preguntando sobre ese arte ancestral, se me ocurrió decir: -¿Puedo regresar el jueves a comerme una gallina asada con ustedes? Las tres Marías sonrieron, cuando puse sobre la mesa el dinero para comprar el delicioso almuerzo. En una futura publicación les contaré más detalles de esta visita y de cómo la María mayor se preparó para tomarse la foto de esta portada. Por: Oscar Argueta