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Año: 14 Número 340
a abogada María Bribriesco tiene los ojos humedecidos y de su rostro claro emana luz. Son las once de la mañana y en las amplias salas de su casa en Bettendorf, Iowa, reina un espíritu alegre y cordial. Contagiado por tan iluminado y feliz ambiente bajo los hombros y me dispongo a escuchar a una mujer sencilla y extraordinaria a la vez. Invitado por su muy sincera sonrisa, iniciaremos la conversación abriendo un baúl donde ella guarda, en vez de joyas, memorias de gran valor. También haremos un viaje imaginario desde aquí, donde estamos sentados, hasta arribar a la pequeña comunidad de Mercedes, Texas. Aclaro, a veces nos detendremos un tanto, pues el caudal de sentimientos brotando a borbotones del corazón de la abogada Bribriesco, pareciera salirse de su cauce e inundar sus pupilas claras con la más pura felicidad. Es la década de 1970 y es una tarde cualquiera. En la radio Gallito está sonando la canción Frijolitos Pintos. María tiene el oído puesto en esa melodía campirana y sus ojos en su muy querida mamá, doña Berta Cano. Una señora, diríamos, muy guapa, muy sabia y muy hacendosa. Y, debemos agregar, guapura de porte, del alma y guapura para trabajar. Yo sonrió al escuchar: “¡Ah, de esas mujeres ya no hacen en estos tiempos! Mis ojos se quedaban fijos viendo como hacía las tortillas, con sus manos; como cuidaba a sus cinco hijos; y como trabajaba hombro a hombro con mi papá, don Hilario L. Cano. De verdad, no puedo dejar de sentir el alma blandita cuando desdoblo esas nostalgias y me veo con mi familia comiendo aquellos riquísimos frijoles, con tortillas de maíz. En mi afán por rescatar a María de ponerse a llorar y de hacerme llorar a mí, le pido contarme de cuando iba por los campos de Ohio y Michigan cosechando pepino y
betabel. Allá, va una niña de diez años, con sombrero y camisa manga larga, pero no va sola, va siguiendo a su familia por interminables sembríos de fresas o con un azadón en las manos deshierbando los tupidos surcos de betabel. El sol está fuerte y las hojas de los pepinos le hieren la piel; pero, a pesar de esa molestia, la pequeña trabajadora migrante sonríe. Aquel trabajo no parece tan duro, ni le causa malestar alguno. Así, la escucho decir: “Verá. Trabajar junto a mi familia en las labores del campo era para mí un agradable pasatiempo y no un castigo cruel”. ¡Vaya manera de apreciar y valorar a sus seres queridos!, le da por pensar a este su entrevistador. “Le digo algo. Mis papás siempre estuvieron atentos a mandarnos
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de regreso a la escuela al final de agosto. No importa donde estuviéramos, ni cuantos meses más se extendía el trabajo de la cosecha, siempre regresábamos a tiempo a Texas para estudiar. Déjeme decirle, mi papá solo había cursado el noveno grado, pero leía mucho; y siguiendo ese ejemplo, yo también me convertí en una lectora voraz. Leer, desde ese entonces, para mí siempre ha sido como abrir una ventana; y ver desde allí, un mundo más grande y un futuro más prometedor…” Aquellos eran los tiempos de César Chávez y de su lucha por los derechos de los trabajadores inmigrantes. “Yo -rememora María-, estaba por terminar la High School; y las noticias libertadoras fueron haciendo mella en mi conciencia. En verdad, nunca he podido permanecer
15 de Octubre 2014
indiferente al llamado de la justicia, al llamado de la solidaridad. He visto de primera mano la desigualdad. Mercedes, el caso más cercano a mi corazón, estaba dividido por la línea del tren. Al norte vivíamos los tejanos pobres y al sur los tejanos blancos ricos. Aquella línea bochornosa solo podía ser borrada por el conocimiento, la educación y el estímulo y consejo de mis padres. Y así fue. Por eso, siempre voy a decir, ‘la educación es y será siempre el vehículo para salir de la oscuridad a la luz. Para avanzar y alcanzar niveles más altos de satisfacción y bienestar...”'
PASA A LA PAGINA 21 Por: Oscar Argueta