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Año: 14 Número 344

lejandro Ramírez Cebrero tenía 20 años cuando dejó su natal Guayabillo, Guerrero. El 20 de marzo de 1998 tomó un avión y voló desde el Distrito Federal hasta la ciudad fronteriza de Nogales. Toda su atención la traía puesta en el llamado de la fiebre del oro. “Allá, en Chicago –pensaba-, me haré rico pronto y todo será felicidad.” “¡No te vayas! -le dijo su papá- Tenemos todas estas vaquitas y de allí podemos sacar para costearte tus estudios. Claro, no tenemos millones, pero con la ayuda de Dios tenemos para irla pasando…” Así, contestó el joven estudiante de derecho: “Papá te voy a ser franco, yo no quiero vivir toda mi vida aquí, solo para medio pasarla. Allá en el norte me voy a ser rico en un dos por tres. Déjame ir…” Ya subido en el avión recordó algo. “¡Ah! Pepe Aguilar iba a dar un concierto hoy por la noche en mi rancho.” Con la misma cerró y los ojos y encontró consuelo con esta frase: “Allá en Chicago lo voy a poder ver; allá llegan todos los artistas.” A este punto, la aventura iba viento en popa y nada lo iba a detener o cambiar de rumbo. Con los pies sobre la orilla del desierto de Nogales, pensó, ya estoy cerca. Cuando ya iba entrando la noche escuchó del coyote. Prepárense, esta noche vamos a empezar a cruzar. El grupo caminó esa primera noche y luego otra y otra y en vez de pasar a la tierra prometida, ya sin agua y sin fuerzas iban a pasar, pero a mejor vida. Por ejemplo, un miembro del grupo fracasó en su intento de beberse sus propios orines. Al primer trago empezó a vomitar y a vomitar. Al fin encontraron un charco de agua, todo anegado de estiércol de vaca. Alejandro se quitó su playera y empezó a colar en el improvisado lienzo el agua verdosa y hedionda. Era el quinto y día y la muerte los

tenía sitiados. No obstante, el terror y la desesperanza, en la mente de Alejandro, Chicago estaba cerca, muy cerca… Una vez en la tierra prometida, Alejandro sintió una inmensa alegría. Abrazar a su hermano Jaime y ver la gran ciudad de Chicago compensó todo sufrimiento, toda angustia a morir de sed, calcinado por el sol o terminar preso de algún desvarío mental. Con ese renovado ánimo en su corazón, pensó: “Por seguro, mañana voy a empezar a trabajar.” No, no fue así. Pasó uno, pasaron dos meses y nada. Al fin, la suerte tocó a su puerta y en sus manos mojadas de sudor el ansiado oro verde se hizo realidad. “Esto es de celebrarlo”, le dijo a su primo Marco. Era sábado por la noche y había baile en el restaurante La Rosa. Un

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DJ tocaba la música de Pepe Aguilar. De pronto, vio a una muchacha vestida de negro con adornos plateados, la volvió a ver y a través del brillo de su mirada le pareció como un tierno clavel. Compró un peluche, rosas y chocolates y se las mandó a obsequiar con una de las meseras. El siguiente paso era sacarla a bailar. A la primera invitación la joven bonita, dijo, no. Y así entre una y otra mirada furtiva iba pasando la noche. Al escuchar anunciar al DJ. “y esta es la de la despedida.” Alejandro le dijo a su primo. Ahora o nunca. Dicho esto se puso de pie y avanzó determinado a perder o a ganar, a vivir o a morir. Ya frente a frente al objeto de sus suspiros, le dijo: “Eres tan bonita…” Luego le extendió la mano y agregó: “…daría la vida por tener tu cabeza aquí

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en mi pecho para siempre.” Adriana, sonrió. Con el corazón atravesado por una flecha incendiada de amor sintió desmayarse y caer al piso. En vez de eso cayó en los brazos de Alejandro o de Cupido, el flechador. La noche terminó y cada quien se fue a su casa a descansar. Los días pasaron y un día de compras en la tienda Target Alejandro le dijo a Arquímedes, su amigo: “Mira, allá esta Adriana, la muchacha de Tuxpan, Michoacán. Alejandro corrió y al tenerla a un paso, le dijo: “Quisiera platicar con usted, pero en privado.” “¿Y por qué en privado?”, preguntó ella (...)

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Por: Oscar Argueta


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