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Año: 14 Número 338
l trabajo de Las Patronas me arranca las lágrimas. La bestia pasa veloz por su lugar y en los enganches entre uno y otro vagón viajan colgados cientos de inmigrantes. Las patronas les entregan bolsas con comida y agua. Los migrantes las atrapan; y con la misma, se pierden en la distancia. La escena es sencilla, pero impresionante. A mí me saca un río de lágrimas. En ese momento Las Patronas se convierten en hermanas de los indocumentados y en hermanas mías también. A ellos les ponen en el estómago pan, agua, arroz y frijol, a mí me llenan el alma con quintales de esperanza y toneladas de fe. Esto también pienso al ver esas escenas. Darle de comer una vez a un extraño es un acto de inconmensurable bondad; darle de comer dos, tres veces, muchos días y hasta años, es extraordinario. El bien mostrado a este grupo de peregrinos, con rumbo norte, nunca tendrá parangón. Por eso me siento como me siento cuando leo y veo a Las Patronas, afanarse entregando bolsas con comidas a mi hermanos centroamericanos, con hambre de tres o cuatro tortillas, pero también del pan de la solidaridad. Para mí, imponerse semejante tarea y llevarla a cabo con tanta energía y pasión, es asombroso. Cocinar hoy, cocinar mañana y hacerlo por años convierte a estas patronas mexicanas en verdaderos ángeles de misericordia. Ya las he visto cocinando en una cacerola gigante veinte y más kilos de arroz. Las he visto maniobrar una paleta de madera de unos dos metros de largo y con ella batir el exquisito y oloroso cocimiento de arroz. También las he observado agregar al mar de blanco grano, especies y sal. Y lleno de curiosidad me les he quedado viendo cuando riegan, a lo largo y ancho de la enorme
cazuela, una docena de chiles jalapeños cosechados en su natal Veracruz. Entonces me digo, bueno, una cosa es regalar comida y otra, regalarla, pero preparada con cariño, con gusto, con picante mexicano y con amor. He escuchado y visto sus apuros preparando las raciones en bolsas plásticas y salir corriendo de prisa para llegar a tiempo y ganarle al paso de la bestia, haya sombra o haya sol. Llevan las mejillas rojas, los ojos precisos y los brazos y las manos ágiles para entregar con éxito las bolsas con la santa comida a los hambrientos de pan, de misericordia y de dignidad. Y pues, además de atrevernos a calcular cuántas horas de trabajo les involucra a Las Patronas la preparación aquella cantidad de alimentos, también atrevámonos a calcular
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cuánto gozo sienten cuando embrocan las ollas, apagan el fuego y dan por terminado el muy honrado jornal. No, no diríamos mentira si dijéramos esto de las famosas patronas: la satisfacción de haber dado su voluntad a un grupo de viajeros desconocidos les debe causar una dicha enorme casi imposible de contener en el corazón. Y siempre es y será así o siempre causará un dulce ardor en el pecho cuando se da por el gusto de dar, sin esperar recompensa, aplauso o admiración. Y podría repetir: dar a los amigos es noble, pero dar a un grupo de desconocidos es convertirse en un verdadero hermano de ellos; o un imitador del buen samaritano de la biblia, contada por el dulce y benévolo Jesús. No, no puedo evitar al conocer de la iniciativa de
17 de Septiembre 2014
las patronas del caserío de Guadalupe, jurisdicción de Amatlán, sentir un caudal de gozo romper las compuertas de mis ojos y llorar. Esas grandes almas anteponen sus gustos, sus pasatiempos, sus propios intereses, su propio yo para dar a otros el oro de su tiempo y el fino diamante de su voluntad. Da consuelo y hasta exalta leer sobre estas patronas y su obra. Al dedicarse a hacer feliz a otros, olvidadas de su muy trillado y viejo yo, no han perdido nada. Al contrario, han encontrado un nuevo yo y ganado una nueva identidad. Tras esa identidad perdida, la de vivir para servir, quiero ir yo y ganarla con el mismo afán y entrega de las patronas de Guadalupe, jurisdicción de Amatlán, Veracruz. Por: Oscar Argueta