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Vestido para Fumar
La transversalidad de García Márquez, De Palma, Todorv y Van Gogh, con un tabaco encendido en la mano
De todos modos, por las dudas, no volveré a leerlos, como nunca he vuelto a leer ninguno de mis libros, por temor de arrepentirme”. Gabriel García Márquez, Prólogo a 12 Cuentos Peregrinos.
Michel Iván Texier Verdugo
Este artículo, o mi historia –dado el concepto que me interesa transmitir– se podría construir con diversidad de citas. Como bien señala Tzvetan Todorov “…no se trata de establecer una verdad (lo que es imposible), sino de aproximársele, de dar la impresión de ella, y esta impresión será tanto más fuerte cuanto más hábil sea el relato…”. Porque la palabra, en general y en cualquiera de sus formas, adquirirá su relevancia, permanencia o trascendencia en función de una serie de variables accesorias que aportarán o restarán fuerza al relato.
Pensando sobre qué escribir este mes, recordé que desde hace mucho tiempo le daba vueltas al título (y al contenido) de uno de aquellos peregrinos cuentos de Gabo, en el que se menciona a Neruda, a Cuba y al malecón indomable de La Habana, que día a día confronta el embate irrefrenable del mar. Me alquilo para soñar, la historia de una mujer que se había pasado la vida contando sus sueños e interpretando y reinterpretando los ajenos.
El otro título corresponde a una película de Brian de Palma, Vestida para Matar, de 1980. Una de las primeras producciones de Hollywood que afronta la problemática Trans casi 40 años
antes de que la diversidad sexual tomara la agenda en los niveles actuales –cuando el autor no abandonaba del todo sus orientaciones iniciales–, y se podía notar aún el cómo y el porqué un estudiante brillante de Física se había reconvertido en director de cine –no entraba del todo a los trabajos por encargo–, que no en vano le permitieron poner la firma a clásicos de culto, como Scarface o Los Intocables.
Otro elemento en la construcción de esta historia es una versión que he escuchado en repetidas ocasiones sobre el porqué de la génesis del uso de anillas en la confección de puros y habanos: dado que fumar era una actividad elitista y muy vinculada a la etiqueta en el vestuario, se acostumbraba hacerlo con guantes blancos y la anilla surgió como una forma de protegerlos de las manchas que se generaban, producto de la manipulación del puro.
Al ignorar si dicha historia es o no cierta, no me atrevo a darle el carácter de cita ni atribuírsela a personaje alguno, para no caer en literatura fácil o derechamente irresponsable, como muchas publicaciones en redes sociales que muestran una bella foto acompañada de una máxima de dudoso valor aportativo, sellada con un nombre reconocido.
Esto permite al analfabeto funcional dar por hecho que lo mostrado fue efectivamente dicho o escrito por el firmante en cuestión, cuando hace falta apenas un mínimo de hábito de lectura o de interés intelectual para darse cuenta de que es poco probable que Shakespeare pudiese haber opinado sobre la eventual mala influencia de la televisión en el desarrollo emocional de nuestros infantes, o que Benjamín Franklin y Edgar Allan Poe difícilmente pudieron estar de acuerdo con las teorías de Naomi Klein o Francis Fukuyama.
No sé usted, pero yo, a veces, me visto para fumar. Es un ritual que puede comenzar incluso días antes del hecho en cuestión, cuando –por ejemplo– me pongo de acuerdo con amigos para encontrarnos a fumar en una fecha próxima y comienzo a considerar el contexto en el que la reunión habrá de desarrollarse, lo que me permite determinar la vestimenta sugerida para la ocasión.
Pienso en combinaciones de tonalidades, en condiciones climáticas y en características del espacio donde habremos de encontrarnos. Comienzo a escarbar, imaginariamente, en mi poco variado guardarropas, en el que hay casi nada formal y sí mucho deportivo; sin un estilo definido, pero cómodo, e intento escapar de lo aceptado convencionalmente para mi edad –52 apenas–, porque es fome, descolorido y apático.
Me inclino por colores llamativos, sombreros o boinas que me permitan lucir la barba sin reparar en la calvicie (que sólo para evitar la distracción, me resulta tan natural que me afeitaba la cabeza desde temprana edad, cuando el cabello aún me crecía), y accesorios para las muñecas y dedos, que son parte de un nuevo outfit –concepto de moda para intentar describir una combinación de vestuario, calzado y accesorios– que he venido desarrollando durante los últimos años con ayuda de amigos y amigas que han tenido a bien opinar, se los haya pedido, o no.
Y es que vestirse, como desvestirse, es un acto y acción que requiere tiempo e ideas. No puede tomarse a la ligera. Con demasiada frecuencia la autoestima reposa en la imagen que nos devuelve el espejo cuando estamos frente a él, y cobra fuerza en nuestra imaginación en función de un sentido de actualización permanente del cómo creemos vernos y nos ven los demás. Lo explica muy fácilmente, por ejemplo, la costumbre de revisar inmediatamente cómo aparecemos en una fotografía grupal o individual antes de aceptar conservarla, enviársela a alguien o publicarla en las redes sociales.
De hecho, el tema nunca me preocupó realmente antes de las redes sociales. Tengo pocas fotos buenas para contar mi historia previa a la masificación de la tecnología; en su mayoría no son de mi gusto y permiten darme cuenta de que si hubiese tenido más preocupación por el vestuario o la imagen personal, quizás ahora no me seguiría aventurando en la creación o desarrollo de un estilo.
Aunque no me molesta en absoluto, me hace aún más presente que lo mío siempre fue mucho más la palabra que la imagen. La clara conciencia de no contar con un visual reconocible fue impulsora para desarrollar un discurso característico que me permitiese –gracias al buen uso de la palabra–, alcanzar objetivos pertinentes, conquistar metas y estar satisfecho conmigo mismo durante casi toda la vida que puedo recordar.
Vestirse es un juego... y también, una aventura. Cubrirse de prendas es querer contar una historia, a la vez que ser parte de una. No en vano la moda es una industria transversal y multimillonaria: miles de horas de creatividad y confección fueron necesarias para que podamos contar con elementos que nos permitan mostrarnos frente a los demás, darles a entender lo que queremos o creemos ser.
Es permitir al prójimo la lectura de las tapas de nuestro libro, la portada de nuestra revista, el título de nuestro cuento; es un disfraz de lo que realmente somos, la coraza de nuestras ideas y a la vez que barrera, una invitación a descubrirnos, a encontrar lo esencial (no confundir con la esencia, porque nunca estaré de ánimo para liviandades existenciales que sólo nos distraen de lo relevante), e incluir una variable más en la felicidad que nos provoca fumar y en el grato recuerdo que nos deja siempre una buena tarde fumando con amigos.
Como bien le señalaba Vincent a su hermano Theo en una carta: “el molino ya no está, pero el viento sigue todavía”. Yo me visto para fumar, ¿y usted?