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REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA AÑO III. NO 128 / 30-10-2016
PROLOGO César Rengifo. Obra Teatro. ULA. Mérida 1999. Parte I Alexis Márquez Rodríguez 1988
No podríamos decir cuando exactamente conocimos a César Rengifo. Debió ser allá por 1947 o 48, cuando recién llegábamos a Caracas para iniciar estudios en el Instituto Pedagógico. Con toda seguridad nos vinculó la común militancia política, conjuntamente, desde luego, con la afinidad intelectual. Ocurre que Rengifo fue siempre para nosotros esa clase de amigos de los que uno siente que los ha conocido y querido toda la vida. Y de ese modo el afecto borra fronteras cronológicas entre el conocimiento y el no conocimiento. Lo que sí recordamos vivamente son los tiempos en que él realizaba el inmenso mural de la Plaza Diego Ibarra, en el Centro Simón Bolívar, cuando ya éramos buenos amigos, y con frecuencia, por las tardes casi siempre, ingresábamos en aquel extraño e inmenso cobertizo —que algo tenía de escenario teatral—, dentro del cual el artista y su equipo trabajaban diligentemente en la realización del mural, que poco a poco y de modo fascinante iba tomando forma y colorido. Algo parecido a la fascinación que se produce en el fotógrafo cuando, encerrado en la oscuridad de su laboratorio, va viendo en el papel que nada en la cubeta cómo van saliendo las imágenes, primero ligeros puntos y manchas tenues, hasta completarse la figura en todo su esplendor. Sólo que el efecto en el fotógrafo es rápido, y por ello mismo en cierto modo fugaz; mientras que en el caso del muralista la fascinación viene lentamente, día tras día, hasta completar meses y aun años, antes de tener la totalidad de la imagen integrada en el vasto territorio mural. Por eso allí estábamos con frecuencia numerosos amigos de César, abstraídos en la contemplación de aquel trabajo que paso a paso y trozo a trozo nos iba revelando el milagro siempre renovado de la creación artística. Con la paciencia que exigía aquella delicada labor —que no lo acompañaba del mismo modo en otros
menesteres, donde a menudo se imponía el temperamento nervioso y vehemente que a muchos sorprendía en su magra figura—, Rengifo se avenía a explicar a quien lo solicitara diversos detalles del trabajo y de la obra, haciendo gala de Una vocación y de una aptitud pedagógica que manifestó toda su vida, como docente, como conferencista, o en la simple tertulia o conversación informal, donde su inmensa Cultura le permitía ilustrar los más variados temas, pero nunca con pedantería de erudito ni arrogancia de magister. Año y medio duro en total el trabajo del mural, que al fin fue expuesto al público en 1955. Después seguimos viendo a César tras los cristales de una fraterna amistad, si bien físicamente nos frecuentábamos poco, y nuestros encuentros eran más bien esporádicos, y en cierto modo casuales. Pero había de parte y parte una especie de secreta comunicación, que nos hacía sentir aun de lejos que cada uno era amigo del otro. Expresión de algo que toda la vida hemos sentido muy vivamente, como una intuición qua nos advierte quiénes son nuestros verdaderos amigos, aunque uno nunca los vea, o se reúna con ellos sólo muy de tarde en tarde. En las últimos años de su vida nos unió más la entrañable amistad común de un hombre excepcional, Luben Avramov, entonces embajador de Bulgaria en Venezuela, y de Rumania, su extraordinaria compañera, con quienes nos reuníamos con mayor frecuencia hasta dejar ellos la embajada, llamados a otros importantes destinos. (invariablemente —valga la ocasión de decirlo—, cada vea que nos encontramos con los Avramov aún en vida de César y después de su muerte, él está pasante en nuestras conversaciones). Un día, precisamente en prueba de esa amistad intuida, Rengifo nos sorprendió gratamente con el pedido de un prólogo para un libro que reuniría cinco
¡¡¡CÉSAR RENGIFO EN EL PANTEÓN NACIONAL!!!