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Relatos Cortos de APCH
Letras Brillantes
A continuación el cuento y la anécdota que obtuvieron el tercer puesto en el concurso de Relatos Cortos de APCH
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En busca del viejo herbolario
Autor: Julio César Zavala Vega Tercer lugar categoría Cuento
La curiosidad por conocer el origen chino de su apellido castizo impulsó a Julio César Zavala Vega a imaginar y plasmar en este cuento el arduo viaje que realizaron sus antepasados para llegar a nuestro país, los oficios que ejercieron y el recuerdo de un negocio con fragancias aromáticas y yerbas medicinales. Pero su pasión por la literatura no es nueva. Estudió Psicología y Literatura en la Universidad de San Marcos. Hace tres años abrió la librería Escena Libre, en el Centro Cultural de la PUCP, y el año pasado publicó su primer libro “Inevitable catástrofe. Naufragio nacional”.
“No quiso luchar contra la necedad con lo que llamamos inteligencia, llevó una vida muy apartada y se enfrascó en un sueño lúcido”.
Gao Xingjian “La montaña del alma”
“Don Augusto había desembarcado una mañana de agosto en el Callao, hacía unos treinta años, sin más equipaje que una vieja maleta de cuero y veinte dólares en los bolsillos, estos últimos el producto de la venta de un pedazo de tierra de cultivo y el ahorro de varios años de duro trabajo en una tabaquería de Cantón. Durante los catorce años que siguieron don Augusto comió y vivió frugalmente, recibió callado todas las humillaciones que sus empleadores le dispensaban y se abstuvo de jugar Mah-jong, su principal vicio, hasta que el viejo Chou le traspasó la tienda”.
Siu Kam Wen, “El deterioro”
La vieja vajilla erigida de manera ceremoniosa en el interior de la vitrina exhibía el asunto de comer como una prioridad cotidiana. Pero estaban también los recuerdos de los abuelos, las imágenes, los platos con grullas y pinos moviéndose por un viento capaz de arrojarlos a una realidad diferente, las grandes cucharas de porcelana para tomar los caldos. Habíamos crecido en un hogar distinto, sin las carencias que ellos tuvieron que sufrir y nos lo harían recordar por el resto de sus vidas. Yo era la mayor de las tres hermanas: Rosa, Delia y Emilia Li Echenique. De ancestros chinos por ambas partes, que se notaba en la palidez de nuestra piel y los ojos rasgados que serían tan elogiados como víctimas de hostigamiento. Como buenas hijas aprendimos del silencio. A no realizar pregunta a nuestros mayores, a guarecernos en la cocina o en el cuarto donde las mujeres debían procurarse descanso después del arduo trabajo en casa. Y hubiese quedado así, de manera confidencial, sino fuese por el diario y las fotos de mamá Aurelia. Ella habría de recortar la historia de su padre, aquel “Chui chai Jac”, ese chanchito viajero que llegó a Lima a mediados del siglo XIX, con la esperanza atenazada junto a su bolso lleno de plantas aromáticas, su cuenco y algunas cartas de juego. La trenza hasta debajo de la cintura a sus veinte años colmados de sueños y frustraciones, para encontrar un lugar donde guarecerse de tantas humillaciones y desdichas.
“La curación del cuerpo fue siempre motivo de mi asombro. Padre nos inculcó el conocimiento de las plantas, de la circulación que equilibra los ritmos de los cuerpos. Tomar el pulso, detectar la enfermedad. Lee Sung y su hermano Chiang decidieron embarcarse en Macao, cruzando en un pequeño sampán los ciento setenta y siete li que separaban Cantón de Macao. Salieron huyendo por motivos de la práctica médica. Una mujer con dificultades en el parto llegó a la casa buscando a padre. La atendimos mi pequeño hermano y yo, descubriendo la condición avanzada de su alumbramiento. Molimos las flores blancas del P’ai shao, que ayuda en las complicaciones del parto. Pero fue demasiado tarde. El frío se fue adueñando de los órganos internos. La suavidad de su piel era como los pétalos de la flor de loto. La mujer y la criatura perecieron y el esposo nos maldijo, prometiendo volver a vengar sus muertes”.
Del bisabuelo Julio hallamos algunos documentos que la abuela guardó y describen sucesos después de su llegada, alrededor de 1867. Su contrato de trabajo en una hacienda en las afueras de lo que hoy es Ate Vitarte. Su trabajo en la construcción del ferrocarril, su retorno a Lima, junto a la abuela Juana, de Canta. Sus primeros años en el callejón Otayza, donde nacería la abuela Aurelia. Fotos antiguas de la familia que emprendía el negocio de la tienda junto a un perrito blanco y pequeño. La mirada congelada del abuelo, la ternura cautelosa de la abuela, las vidas de un hombre que creaba una pared con sus recuerdos y en donde el presente era más importante que cualquier evocación de un silencioso pasado, casi en tinieblas.
“Como semillas de pino, llegarán hacia la tierra que les toque enraizar. Provenimos de una raíz profunda que rompe la piedra y es capaz de dominar cualquier territorio donde le toque propagarse. Esto dijo padre y con los ojos poblados de lágrimas nos embarcamos hacia el nuevo mundo. Mi hermano tenía 17 años y una gran sonrisa. A diferencia mía que siempre tuve un semblante adusto, pero él me hacía brotar carcajadas. Nos preparamos para un largo viaje. Con el poco dinero que nos brindó nuestro padre, formamos una larga fila hasta recibir información de los pasajes. No alcanzaba para salir de China, pero hubo un señor occidental, acompañado de un traductor, que ofrecía un contrato de trabajo hacia la tierra de las montañas de oro: California, Perú, Australia, muchos lugares para forjar un futuro de oportunidades, lejos de una tierra que empezaba a llenarse de guerras, de grupos que buscaban obtener el poder a cualquier costo”.
Encontramos una publicidad del negocio con el nombre del abuelo: “Julio Li Sung /Médico y Herbolario (chino) / Cura con solo el empleo de yerbas medicinales/ TODA CLASE DE ENFERMEDADES/ numerosos testimonios de gratitud sobre curaciones / Oficina: Calle Zavala N° 153 / cvci”. En papel Ayacucho, los volantes anunciaban el noble oficio que terminó obrando el abuelo. De la botica china aprisionó el recuerdo de un negocio lleno de yerbas, plantas aromáticas y semillas en muchas bolsas de papel, sobre grandes mesas de madera que el abuelo fabricó con sus propias manos. Letreros en papel rojo con el nombre y el precio de los productos en caracteres chinos y en español. Anaqueles llenos de pomos de vidrio, jarabes y tónicos para combatir el dolor de espalda, el mal aliento, desintoxicar el hígado. Imágenes en porcelana, balanzas de bronce que pendulan en una mano, el ábaco para calcular el monto exacto de las ventas de la tienda. La gente llegaba a atenderse con el abuelo, mientras todo parecía girar en ese espacio mágico y en donde había improvisado un pequeño consultorio en lo que sería el almacén de la tienda.
“Nuestro contrato fue suscrito el cuarto año del emperador Guang Xu, en la décima luna (noviembre de 1874), nos encerraron como animales con otros semejantes, que mantenían la mirada perdida, casi resignada a lo que el futuro les pudiera deparar. Las mareas golpeaban la embarcación con el estrépito que insinúa el infortunio y todo hacía evidenciar que llegaba una tempestad. El cielo dejaba de tener colores claros y cristalinos para adquirir los matices grises y oscuros que adelantaban la noche. Vómitos y caídas se daban en simultáneo cuando nos pidieron no abandonar las galeras. El fuego estaba prohibido y en la noche prematura la desgracia se fue acrecentando como el nerviosismo de la tripulación. Abrazado a mi hermano, nos quedamos sumidos en la oscuridad e intentando disimular los mareos junto a otros cuerpos que eran arrastrados por el movimiento del barco”.
Mientras tanto, ayudábamos a nuestras tías que tenían un negocio de lavandería y planchado de manteles en restaurantes cercanos. La tía Clotilde, prima de mi madre, junto a sus hijas, lavaba centenares de telas, que luego planchaban calentando el artefacto en las brasas de la cocina que prodigaba el carbón. Las extensas jornadas de trabajo eran habituales en la comunidad. Después de atender el negocio iba donde ellas, que siempre agradecían el poder tener más manos para acabar con la infinita faena. Los domingos el abuelo Julio cocinaba, pero teníamos que dejar todo picado y listo para la preparación: Las algas marinas frescas, la carne de cerdo y pollo en trozos diminutos, así como las demás especias. El wok era puesto a calentar con mucho aceite de ajonjolí y el abuelo empezaba su ceremonia culinaria: El kion calentaba junto a la pimienta de Sichuán y la canela china. Siempre solía meter mi dedo en el mensí y el abuelo me miraba con rencor hasta percibir mi miedo, y en ese momento sonreía. La comida siempre era familiar y llegaban muchas personas a la casa. El olor de la comida creaba una atmósfera de felicidad donde se masticaba con ferocidad y alegría, se comía el arroz, el chancho con tamarindo, el nabo encurtido. Puedo jurar que en esas ocasiones el abuelo era tremendamente feliz.
“Nos alimentaron muy mal, arroz y carne en descomposición por más de setenta días y con agua de lluvia. Parecía que faltaba mucho para llegar a nuestro destino. Chiang empezó a sentir dolores musculares y náuseas por el mal alimento. Diarreas y vómitos que no se detuvieron y me hicieron pedir auxilio a los marinos de la tripulación. Me proporcionaron agua caliente con lo que pude hacer algunas yerbas. Chiang no mejoró. Peinaba su larga trenza a la vez que lo veía dormir prolongadas horas. Siempre despertaba con una sonrisa, hasta que lo trágico fue llegando. ‘Lee Sung, has sido un gran hermano y ejemplo para mí, las fuerzas me abandonan y anuncian que no terminaré este viaje. Quiero que me prometas que tú continuarás esta travesía, que llevarás mi trenza a esa nueva tierra donde te toque caminar y no abandonarás la vida por mi causa, pues ahora tienes que vivir por los dos, por el legado de nuestra familia, los Dioses Celestiales me esperan y no tengo miedo de lo que sigue, prométeme que tú seguirás nuestro camino’. Llorando y pidiéndole que luchara por su vida le prometí seguir la travesía. Dormí abrazado a la figura de mi pequeño hermano, hasta que varios marinos me cogieron de los brazos y me arrancaron su cuerpo para tirarlo al mar. Ni mis desgarradores gritos pudieron detener aquel espectáculo en que el cuerpo de mi hermano se perdía en algún lugar del infinito océano”.
Del Abuelo guardamos un peine que tiene la imagen de dos grullas que prodigan descanso en las ramas de un pino torcido. Ese peine viajó miles de kilómetros con él y es uno de los recuerdos que más concita mi atención en la vitrina de la sala. Junto a su bastón con la empuñadura de plata con la que se acompañó a caminar los últimos años de su vida. Había llegado desde el extremo sur de China, de un pueblito de Guandong. Trabajó en la construcción de los ferrocarriles que unieron Lima con Ancón y Chancay con Lurín.
“A la hora del crepúsculo descubriste que tus sueños estaban muy lejos de cumplirse en esa extraña ciudad costera. Te llevaron encadenado como un animal peligroso a cumplir con el propósito de tu contrato: Finalizar un proyecto ferroviario. El estruendo de los picos y palas al crepitar las rocas, descubriste nuevas formas de luz. Cavaste zanjas donde la imaginaria línea metálica conduciría a un tren en algún momento. Fueron cinco años los que decía tu contrato y que se prolongaron a ocho. El pequeño cuarto donde dormías en el descampado de una hacienda guarecía las pocas cosas que poseías en el mundo: El peine de tu hermano, tu tazón de porcelana con el diseño de las grullas, una alforja blanca con bocetos de color verde que atesoraban semillas y hojas secas de yerbas que te acompañaron a cruzar el océano. Las tablillas de bambú. La caravana de hijos del celeste imperio convertidos en servidumbre de la más baja estofa. Latigazos y castigos para los que intentaran escapar. El aullido de los perros al anochecer era singular en el país del polvo y la arena”.
La tienda se hizo célebre por las yerbas que combatían las fiebres y la malaria: “Quighaosu”. El abuelo había curado cientos de chinos y otros trabajadores del campo con la mezcla de una poca yerba que le quedaba en su alforja, y las hojas de mango que encontró junto con el ajenjo dulce. Así fue encontrando muchas otras plantas con las que hallaba similitudes a las estudiadas en su tierra. Descubrió el gran saber de ese pueblo milenario que se encontraba oprimido como él y aprendió a quererlo. Se dedicó al estudio de las huacas y otros espacios donde encontraba vasijas y otros tipos de material cerámico cuando cavaban tumbas para enterrar a miembros de la comunidad. Pero con toda esa acumulación no pudo comprar su libertad. La obtuvo mediante un juego de barajas muy popular entre los chinos y que fue cautivando a los capataces y los dueños de su precario destino.
“Dongguan Pai eran unas tablas de bambú con imágenes celestiales que después se convertirían en Mah-jong. Era un juego que originalmente impulsaba las virtudes confucianas de la benevolencia, sinceridad y piedad filial. En familia solíamos jugarlo con mucho énfasis, pero cuando dejamos de ser tres, las tablillas se quedaron en el fondo de la alforja en búsqueda de felices encuentros futuros. Esto no ocurrió hasta la mitad del año de mi primer cautiverio, en el momento en que, junto a otros compatriotas y compañeros de humillaciones, decidimos jugar a la luz de una pequeña hoguera para matar el tiempo antes del sueño. La amistad que se forjó en esos juegos lo popularizó en todo el campamento durante varios años y en una partida muy compleja le gané mi libertad al dueño de mi contrato”.
Los últimos años del abuelo Julio fueron felices. Nunca quiso volver a Cantón, como lo llamaban ahora, sus hijos y su vida se habían prolongado creando lazos indesligables de la tierra. Antes de mudarse a la casa definitiva en el corazón de La Victoria, vivió uno de los últimos pasajes amargos, que fue el desalojo del callejón Otayza. Mi padre lo recuerda bien, aunque era muy pequeño, pero lo evoca como un pequeño umbral donde la comunidad recreó sus orígenes. Era un espejo interminable, en donde la vida de cientos de familias cobijó cierta oportunidad de forjarse un destino. El abuelo sembró en sus jardines especies que fue pidiendo para proyectar su herbolario. La humedad de Lima le había hecho mucho daño al menor de sus siete hijos, que pereció durante el desalojo. Esto lo recuerdan mucho sus demás hijos, porque fue la única vez que vieron quebrantarse el adusto semblante del patriarca de la familia. Su jardín fue arrasado y con él se llevaban el cuerpo de su pequeño niño de 4 años. El tío Víctor descansa en el Presbítero y hasta ahora tiene flores en su nicho de infante. El abuelo se endeudó para pagarle una tumba digna, prometiéndose que nunca más el cuerpo de uno de los suyos sería enterrado en precariedad, así esto le costara pasar hambre e infortunio. Las fotos del álbum se van tornando más grises y las cerámicas chinas se contraponen a huacos y orfebrería prehispánica. En ambas, al girar, se puede leer la leyenda de sus pueblos y su búsqueda de supervivencia.
“Con la vejez llega la mágica sensación de hacernos invisibles. Mis hijos y nietos hicieron todo lo posible por hacerme sentir parte de la gran familia a la que pertenecía, pero un hombre anciano ve su mundo desmoronarse con la muerte de la esposa, de los amigos y de la generación con la que se trabajó hombro a hombro. Los Dioses tutelares de la casa fueron reemplazados por el crucifijo. Mi bautizo dejó en algún lugar de mi memoria a Lee Sung. Ese hombre que fui antes de cruzar el mar se convirtió en Julio Li, y me costó entender que en esta nueva vida nada sería logrado sin darle todo el esfuerzo de mi energía vital. Mi padre vio en mí un ‘Sung’, un pino, que creció en otra costa con la misma fuerza huracanada con las que se incrustan en las rocas y se niegan a ser quebrados por los vientos. Mi cuerpo dejó de responderme y bajar una escalera puede ser un intento de suicidio involuntario. La calma a mi alrededor me sugiere que mi destino se forjó en contradicciones, que la vida es también un constante arrepentirse y silencios. Alegrías y desconsuelos que van horadando la corteza de ese pino, de ese árbol que el tiempo invita a no rendirse, y siento en mis raíces la prolongación de esa vida de sufrimientos que quiero dejar. En mis silencios se abre una puerta para que los hijos de mis hijos encuentren su destino, con la evidencia de una chineidad que nos quebró la espalda, pero que también hizo lo que somos: Hijos del celeste imperio’”.
El señor T
Autor: María del Rosario Bazalar Ruiz Tercer lugar categoría Anécdota
Aunque comenzó estudiando Literatura, María del Rosario Bazalar Ruiz se encuentra ahora en el último año de Psicología, en la Universidad Federico Villarreal. Desde muy pequeña, quedó cautivada por la biblioteca llena de cuentos infantiles que encontró en la casa de su abuelo, lugar donde vive actualmente y en donde pasó la etapa más feliz de su infancia. Como homenaje a esos años llenos de historias de fantasmas o aparecidos, decidió escribir esta anécdota, revelando sus vivencias con este curioso personaje con sombrero de copa que siempre se infiltraba en las fotos familiares sin ser convocado.
Siempre acostumbrábamos a tomarnos fotos en casa de los abuelos.
Las reuniones familiares permanecían grabadas en papel fotográfico, incluidos nuestros juegos y las aventuras en el patio enrejado, colindante con la calle. Era la norma, que faltando unas pocas fotos antes de acabar el rollo, nos lo donaran para que jugáramos a ser fotógrafos, cuidando siempre de no abrir el compartimiento donde el rollo se hallaba, pues todo podría velarse.
Solo cuando me regalaron mi primera Polaroid, nos dejaron sin supervisión y dimos rienda suelta a nuestra imaginación, aprovechando que la teníamos para nuestro particular uso. Pero nuestros planes para lograr fotografías dignas de distinciones y llevadas directamente a exposiciones se vieron truncados por un detalle que nos atormentaba: los transeúntes y, en especial, el señor T. Nuestro vecino, con la boina gris que le cubría el cabello cano, aparecía como un alma al menor momento, arruinando nuestros recuerdos, siempre llevando esa expresión de asombro, manos en forma de garras y esa sonrisa de viejo malicioso. Incluso al ser precavidos, él hallaba la forma de aparecerse por un extremo de la reja y retratarse. Perdimos muy buenas instantáneas hasta que, antes de las vacaciones de julio, dejó de asomarse y nos llenamos de fotografías que colgábamos en la pizarra de corcho, ubicada en la cocina. Pasadas unas semanas, un sábado, vimos con horror cómo al esperar las instantáneas, ahí, en un extremo de ellas, aparecían unas manchas simulando ser manos en garras. Y el susto de muerte resultó en otra toma: la silueta de un hombre y la incomparable boina gris del señor T. No obstante, para nuestros padres, nada escépticos, se trataba de un velado por una mala manipulación. El detalle era que, aun comprando nuevos paquetes de papel, teníamos el curioso problema solo en ese lugar.
La verdad es que no volvimos a usar la Polaroid nunca más en casa de los abuelos. Las manchas intimidantes nos quitaron las ganas, ni ahora siendo adultos, porque todavía tememos que el señor T. vaya a colarse arruinando la foto, al igual que cuando éramos niños.