5 minute read

Un aspirante a escritor

Next Article
La decisión

La decisión

base del cuello, allí donde aparece el nacimiento de su pelo. Genoveva no puede con la presión de no alcanzar el nivel; siente el miedo, como esas personas que notan el pánico rodeándoles hasta provocar asfixia. Por eso prefieren la muerte; o la suya propia porque son incapaces de vivir cada día, o la del otro, que suele ser el arma peor.

Cristina se desviste frente al espejo de su cuarto. Detrás, Genoveva saca el cúter de su bolso de Louis Vuitton y lo clava siete veces en la espalda desnuda de Cristina. Sentada en el borde de la cama, mira el cadáver recorrido por siete hilos de sangre; hilos con que tejer la soga de la condena. Genoveva cumple doble. La primera, quince años en una cárcel donde siempre fue la reina; y la segunda, cadena perpetua. Ayer, día de todos los santos, quince años y una semana después, Genoveva fue al cementerio a ver el nicho de la pobre Cristina. Había un ramito de margaritas mustias; al lado puso las flores que ella traía, un enorme ramo de flores con olor a ambientador de espray. Al salir, se dio la vuelta y vio que mientras las margaritas reverdecían, el aroma de sus flores se esfumaba.

Advertisement

Juan Diego Cavia

Cándido Pérez es un aspirante a escritor de los que llaman blando, sentimental y chapado a la antigua. Es normal; comenzó leyendo novelas del diecinueve y ahí sigue, enfrascado en historias de mujeres vaporosas que descienden por escaleras forradas con terciopelo rojo y de caballeros de bigotes perfectos que las esperan abajo, mientras se les desmigaja el corazón. Cuando escribe piensa en ella, en su mujer; en sus noches de pasión desesperada, en su figura quijotesca paseando por entre abedules desnudos; y la convierte en Ana Karenina arrojándose al amor sin salida de un andén de estación; en Ana Ozores cayendo rendida en los brazos del Magistral. Ella le inspira ver, sobre la superficie turbia de un charco, un puñado de estrellas tiritando; o en mo

mentos de angustia urbana, al caer la tarde, la aparición entre dos edificios, de una ventana con vistas al campo; entonces se cogen ambos de la mano y se imaginan huyendo de la ciudad. Y las frases le salen así, sin más, quizás algo edulcoradas para los tiempos de hoy en día. Pero Cándido tiene su público, femenino en su mayor parte, aunque también cuenta entre sus lectores con un puñado de hombres de esos que denominan sensibleros. Y cuando ella falla, aparece otra ella. Y recuerda, siendo niño, a su madre, paseando juntos por enfrente de la catedral, poco más alta que los edificios de alrededor; entonces ella, transformando sus manos en tijeras, recorta el hotel Bahía y el banco de España, los convierte en cromos y los pega uno encima del otro, sobre el techo de la pequeña catedral, convertida de repente en el mayor ejemplo gótico que sus ojos vieron jamás.

Los textos de Cándido han ido evolucionando del realismo romántico hacia un naturalismo influenciado por sus lecturas de novela francesa, transformando sus folletines en relatos de más calado; no siguiendo un patrón establecido sino bebiendo del cuenco primitivo que de ellas aprendió; mostrando la capacidad humana de amar, de sufrir y de perdonar. Así, el aspirante Pérez, viendo caminar a una chica entrada en carnes, se imagina a su Naná peligrosa, a su Bola de Sebo toda repleta de ternura, y sueña con ser Emile Zola o Guy de Maupassant. Hasta que por fin se convirtió en escritor profesional; su primera novela se tituló “Ellas”. La presentación que hizo en el ateneo fue digna de recordar. A su lado, el editor, y frente a ellos, una sala repleta. Contó cómo se fraguó aquella historia de amor correspondido entre un hombre y una mujer. Ella, al principio, se entregaba a oscuras, casi sin mirarse; más tarde, con las cortinas descorridas y con la luz de la luna alumbrando los ojos de los dos; mirándose cuando estallaban de placer. Y mientras sus lectores le escuchaban embelesados, anticipó que luego vendría el hastío, el adulterio cometido, el engaño recibido, y quien sabe si la reconciliación; porque si, en las novelas románticas siempre solía haber un final feliz. Tras una ráfaga de aplausos entusiasmados, llegó el turno para las preguntas. Y allí, en la segunda fila, una chica cogió el micrófono y dijo: ─Señor Pérez, se le acusa de que es su mujer quien ha escrito la novela. ¿Tiene algo que decir?

La sala se quedó muda; solo un grupo de señoras de la penúltima fila cuchicheaba entre risitas. El editor iba a salir en defensa del señor Pérez, cuando Cándido se acercó al micrófono y contestó:

─En efecto señorita, es ella quien me dicta las historias; ella y otras mujeres como ella, mi madre, su madre seguramente también; las veo ir y venir con esa feminidad incrustada, donantes y receptoras de cariño y amor, y al seguir su rastro delicado, me dejo llevar pensando que pensaran, y ya está, yo solo escribo… como Juan Ramón Jiménez. Llegado el momento de las firmas, Cándido Pérez levanta un instante la mirada y ve a la chica levantarse; chocando sus piernas, vestidas con un chándal dos tallas más grandes, con las piernas del resto de la gente. Y al verla pasar frente a él, se fija mejor; llevaba la chica un pendiente en la oreja izquierda, tres en la derecha y uno con forma de aro en la nariz; y a Cándido se le vino a la mente el recuerdo de aquel toro del pueblo que llevaba un arigón en el morro. Le hizo burla también, y al abrir la boca dejó ver el brillo de otro pendiente en la punta de la lengua. Ella se alejaba por el pasillo, con paso de ganso, la cabeza rapada, por un lado, y por el otro, un mechón de pelo de color morado. Al final del pasillo, la esperaban las señoras de los cuchicheos y las risitas, y todas a una hicieron una peineta y gritaron algo con voz muy poco femenina. La novela va por la tercera edición. Está recopilando ideas para la siguiente. Quiere dar un paso más. Se le pasa a menudo por la cabeza introducir nuevos personajes; por ejemplo uno feo, muy feo; como un espantapájaros con chepa y todo, que en vez de dientes de marfil tenga pendientes en la lengua, incapaz de sonreír, que en vez de sedosas melenas rubias tenga el pelo lacio, de mirada sucia y esquiva, que al caminar mueva los brazos como los cuervos agitan sus alas negras; y sobre todo que represente la falta de lo que sus lectores llaman romanticismo. Y piensa en ella, claro, también en la otra ella; porque cualquiera que pase por la calle es digna de aparecer en una novela. Solo es cuestión de imaginación.

Juan Diego Cavia

This article is from: