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La carta de tarot maldita
from Dando Forma nº 4
by Javier Arbea
“El olor de los gases anestésicos que impregnaban el aire, revolvió el estómago del joven juez de guardia del juzgado provincial. Tras varios años como abogado de oficio en una ciudad local, se había estrenado en el cargo tras aprobar recientemente las últimas oposiciones. Poco acostumbrado a escenas dantescas y más a los dosieres mecanografiados de su mesa del despacho, nunca se hubiera imaginado que el primer levantamiento de cadáver lo habría de realizar en los quirófanos del hospital de la ciudad”
Gabrielle de Felice dejó de escribir. Le gustaba iniciar la narración así, tan directa y bruscamente. Atrapar al lector desde el primer renglón de sus relatos. Recolocó mejor los cojines hasta encontrar una posición en la que escribir más cómodamente y continuó.
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Gabrielle de Felice dejó nuevamente de escribir. El ordenador anunciaba bajo de batería. Lo enchufó a la red, acomodó nuevamente los cojines en el sofá y se tapó con la manta. Tenía el estómago revuelto, se encontraba destemplada y aún somnolienta a pesar de ser ya más de las once y media de la mañana.
“Desde la puerta de entrada al hospital, alguien uniformado le acompañó por el laberinto de pasillos (un subterráneo claustrofóbico que daba acceso al área quirúrgica). Al llegar al lugar de los hechos continuó sólo.
El joven juez atravesó las puertas metálicas que daban acceso al quirófano. La primera imagen le impactó de lleno. Sobre la mesa de quirófano yacía desnudo el cuerpo sin vida de un hombre, en color blanco marmóreo, abierto en canal y bañado en sangre. Bruscamente, una profunda arcada vació de forma incontrolada todos los fluidos de su revuelto estómago”.
Gabrielle apartó el portátil, se levantó bruscamente para ir corriendo al baño y vomitó de nuevo. Toda bilis y algo de agua. Hoy era ya la tercera vez. En el quinto mes de embarazo y seguía vomitando todas las mañanas. Había perdido ya siete kilos. De perfil ante el espejo, apenas una incipiente curva insinuaba su vientre. Poco más que si se hubiera tragado el hueso de una aceituna.
Prosiguió escribiendo.
“Evitó volver a mirar el cadáver. Con la cabeza bajada, observaba las pisadas sobre el chapapote rojo que embadurnaba el suelo. Rojo, rojo, azul, rojo. Parecía un óleo abstracto de un pintor demente. La obra improvisada de un alumno de Kandinsky atormentado. Un fotógrafo tomaba las instantáneas. Los flashes fortalecían el rojo, azul, verde, rojo, rojo, rojo…No pudo continuar. Atravesó de nuevo apresuradamente las puertas metálicas de salida del quirófano. Afuera difícilmente se pudo sobreponer. En los pasillos, la policía interrogaba a los componentes del equipo quirúrgico”.
A Gabrielle de Felice le costaba redactar el relato. No se encontraba a gusto con él, pero se veía moralmente obligada con la editorial. Como graduada en Psicología, le habían pedido que aprovechara sus conocimientos para crear un protagonista con un perfil psicológico alterado. Pero ponerse en la piel de alguien que sufre un problema mental no le era tarea fácil.
En tus manos está”, “En tus manos está“
Por su aspecto lo reconocerás”.
Las semanas avanzan, el embarazo también.
Hoy Gabrielle de Felice se encuentra mejor de salud. Las náuseas han ido cesando. Por la mañana aprovecha su bienestar para salir a pasear por las callejuelas. Se acerca a la plaza del Campo de Fiori para comprar un rico queso parmesano e incluso se da el capricho de entrar en “Venci”, su bombonería favorita. Regresa a casa.
Desde la ventana de su apartamento en Roma, contempla la fontana de Trevi. Después de dos semanas de lluvia continua sobre los mármoles pulidos, hoy luce espectacular. Los rayos del sol intensos del mediodía, poco frecuentes para un mes de febrero, magnifican a Neptuno.
Aprovecha su buen estado de ánimo y comienza nuevamente a escribir.
“La familia Monterroso regentaba un modesto restaurante a la orilla del mar en el pintoresco pueblo de Vernazza, en la Cinque Terre italina. En el exterior del local nueve mesas con mantelitos a cuadros rojos y blancos se disputaban los turistas pasajeros desde primera hora de la mañana. El trasiego era continuo en la terraza. Unos venían de Australia, otros de Francia, algunos de Argentina y otros llegaban hasta de Corea y Japón. Unas jardineras con vistosas flores de temporada colgaban de una barandilla de forja que en veinte metros cuadrados abrazaban al mundo. En frente se alzaba la iglesia de Santa Margherita con su reloj, su campana y su campanario. Cuatro barcos de pesca adornaban una pequeña cala de arena desgastada, donde solían jugar los niños. Éste abigarrado pueblo rodeado de montañas que caían al mar era todo su mundo y el hogar de la familia Monterroso.
Francesca, la madre de Carlo Stefano, había heredado el negocio familiar. No había paladar que se resistiera a sus raviolis al pesto ni a sus ñoquis al queso. La nona María se encargaba de la masa de las pizzas. Encima del restaurante, en las dos primeras plantas del edificio, vivía la familia. Era una familia de arraigada tradición católica. En el hall de entrada de la vivienda colgaba la foto de boda del matrimonio rodeada de las de los tres hijos el día de la comunión. En el salón, la foto del hermano de Francesca el día que tomó los hábitos del sacerdocio. Sobre el cabecero de la cama de matrimonio, un retablo bien hermoso de la Madonna. Y adornando las mesitas de noche, las imágenes de San Pietro y San Venéreo.
Carlo Stefano era el menor de los tres hermanos. Durante el verano ayudaba a sus padres sirviendo en la terraza y a veces a su tío, los domingos en la iglesia. Y de frente el mar, siempre mirando al mar. Un mar en el que los reflejos del sol sobre el agua azul del Mediterráneo nunca llegaron a cegar sus sueños. El estudio de la medicina”.
Gabrielle de Felice ha introducido ya al protagonista principal de su novela. Debe de seguir el relato sobre él y lo hace con todo el cariño y respeto que se merece una persona ejemplar.
“Todo empezó en los primeros años de la universidad. Las primeras voces de fondo. Al principio eran sólo susurros leves al oído. Murmullos casi inaudibles que ignoraba sin problemas, como el ruido del tráfico o una conversación ajena. Se esforzó por ignorarlo y en estudiar con ahínco, al igual que desde niño - un expediente brillante del que siempre sus padres estuvieron orgullosos-. Las voces habían ido aumentando con el tiempo en intensidad. Ya no descansaba ni dormía bien. Le criticaban su comportamiento, su falta de decisión. Hasta escuchar lo que la gente le hablaba le resultaba a veces difícil. También habían aumentado su frecuencia de aparición. Unas veces le despertaban en la noche,
otras no le dejaban dormir. Se acompañaban de ruidos de puertas que se abrían y cerraban. Se colaban timbres, campanillas, pitidos… Seguía intentando aislarlas, tenía experiencia. Al igual que hacía cuando repartía los menús en la torre de Babel de la terraza su restaurante.
No recuerda cuando empezaron las primeras órdenes tajantes. “Tú eres el elegido”. “En tus manos está”, “sólo en tus manos está”. “Debes de salvar al mundo del diablo”. “La reencarnación del diablo en forma humana”. “Por su aspecto lo reconocerás”.
Gabrielle de Felice se está encariñando con el personaje. Quizás el instinto maternal que se está fraguando dentro de ella sea el responsable. Se siente afligida por él. Por su padecimiento. Siente la necesidad de salir a la calle e ir a su encuentro. Baja a la plaza. Le busca. Le busca entre cientos de rostros desconocidos. Busca sus ojos tristes, su mirada perdida, su semblante vacío. Se pierde entre cientos de callejuelas tras una búsqueda infructuosa que le llevan hasta la plaza del Pópolo. Regresa a casa decepcionada, cansada, con los pies doloridos de pisar sobre tanto adoquín maltrecho. Y escribe. Escribe para decirle que quiere estar a su lado, que hay tratamiento y solución a su sufrimiento. Que ella le apoyará, le protegerá y le cuidará como va a cuidar de su bebé.
“Carlo Stefano se levantó cansado y ojeroso. Arrastraba muchas horas de desvelo. Por fin ya era viernes, llegaba Semana Santa. Había solicitado unos días de vacaciones. Deseaba aislarse de los demás, encerrarse en casa y descansar. Huir; del trabajo, de los amigos, del peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Y además ahora la misión.
¿Él, el elegido? ¿Por qué él? ¿Por qué esa carga de responsabilidad ahora?
Por suerte el programa quirúrgico de hoy era sencillo. Un par de operaciones que no revestían importancia, no más de media hora cada una. Pan comido para un cirujano de su experiencia. Iba de camino. Llegaba tarde. Mejor. Su ayudante seguro que había empezado ya con los preparativos.
Se quedó paralizado ante de la mesa de quirófano. Varón, edad media, pelo rizado. ¡Tatuaje en el pecho! Se volcaron en su mente las órdenes tanto tiempo soportadas. “La reencarnación del diablo en forma humana”. “Por su aspecto lo reconocerás”. ¡Lo tenía delante!
Dejó de escuchar las indicaciones del equipo quirúrgico. Dentro de su cabeza solo podía oír la misma voz de siempre atormentándole. Cada vez más fuerte, más alto, con más insistencia. Ordenándole actuar. Imposibilitándole pensar con claridad. Doblegando su voluntad. “Sólo tú eres el elegido para llevar a cabo la misión”, “solo en tus manos está”. Aceptar la misión significaba la violación del juramento hipocrático.
Se jugaba lo que más le gustaba en esta vida, su profesión, su gran pasión. No le permitirían volver a ejercer. Si no aceptaba, ¡el fin del mundo y de la humanidad!
¡Nunca se lo podían haber puesto más difícil! ¡Ni más fácil! Con el bisturí firme en su mano derecha, se debatía sobre qué decisión tomar. De repente saltaron las alarmas en el monitor. El sonido brusco le recordó el repique de campanas de la iglesia de Santa Margherita donde se casaron sus padres. Volvió a su pueblo. Vio a sus sobrinos jugando en la playa, a los turistas en la plaza, la gelateria donde trabajaba su hermana, las casas de colores… Regresó a su infancia. Le invadió el aroma de la masa recién horneada de las pizzas de la nona María, del salitre en las redes del malecón, del olor fresco del pescado que traía su padre al mediodía. Volvió a su hogar. El viento de poniente le curtía la tez. Podía sentir el vaivén de las olas golpeando el casco del barco a sus pies. Navegaba hacia el Golfo de los Poetas en un atardecer de fuego.
¡Todo acabó! La vela temblorosa se despliega a la brisa del mar, y yo dejo esta playa … Y rompiendo las olas de los mares, a tierra extraña, patria iré a buscar; mas no hallaré consuelo a mis pesares, y pensaré desde extranjeros lares... ¡Oh, Byron! ¿Sigues ahí?
Sobre la cabeza de Carlo Stefano colgaba la lámpara de quirófano. Levantó la cara. Su mirada se enfrentó a los focos de luz. Una explosión de calor irradio todo su cuerpo. Ante él se abrió el techo de la Capilla Sixtina. Se iluminaron los frescos. Se vio claramente retratado en uno de ellos. Desnudo, musculoso, bien dotado. Reclinado ante las barbas pobladas de un Dios enérgico creador del universo, y su brazo fiero señalándole con determinación directamente a él. Solamente a él. ¡A él! ¡Lo vio! ¡Lo tuvo claro! Él era el elegido por Dios para salvar el mundo del diablo.
“En tus manos está”, “en tus manos está”. Repetía continuamente el eco de su agonía. Tenía que tomar una decisión. “Alea jacta est”. La suerte estaba echada. Salió la carta del tarot maldita”.
Gabrielle de Felice nota una patada brusca en el interior de su vientre. Por su vitalidad, el bebé evoluciona bien. Aparta el ordenador. Da unos paseos por la casa. Picotea algo en la cocina para saciar un par de antojos y prosigue escribiendo. Sabe que debe acabar el libro antes de dar a luz, después los cuidados del bebe no le dejarán tiempo para escribir.
“Fue rápido, preciso, eficaz. Una disección limpia, tajante. Seccionó la arteria elegida, en el punto exacto donde no había posibilidad ninguna de reparación. Era bueno. Él lo sabía. El mejor.
Ante el estupor de los profesionales del quirófano, incapaces de comprender lo que había sucedido, la sangre comenzó a manar a borbotones sin control. Desbordados. De nada sirvió la rapidez de actuación. Atónitos. De nada sirvió la experiencia de años adquirida. Perplejos. De nada sirvió la atropina, la adrenalina en vena, el stress, los nervios, el sudor…De nada sirvió. ¡De nada! Aquello había sido una disección limpia en el punto clave de la anatomía humana sin posibilidad ninguna de resucitación. En breves minutos la línea plana en el electrocardiograma diagnosticaba el fatal desenlace. Lo había hecho. Por fin. Él había salvado al mundo y se había liberado a la vez de su pesadilla.
La llegada del forense fue una tabla de salvación para el joven juez. Le permitió momentáneamente abandonar el macabro lugar. Necesitaba sentir el aire fresco y la luz del exterior. En su intento de huir, torpemente volvía a perderse por los sótanos. Tropezó con el personal. Todos uniformados por igual, sin distintivo de identificación. Clones verdes, con gorro y mascarillas. Reunidos en grupos de a dos o tres. Escuchó conversaciones entrecortadas. Frases sueltas como en secreto de confesión.
-…Le han oído hablar solo, ¿por qué yo el elegido? Lo decía enfadado…Sí, muy raro
-…Sí, sí, últimamente tenía aspecto descuidado…
-…Parecía que no te escuchara cuando le hablabas. Decía cosas sin sentido.
- ¿Te acuerdas lo que me contestó las Navidades pasadas, cuando le pregunté si le gustaba cómo había quedado decorado el árbol de Navidad?
-…Sí, sí, evasivo. Ya no tomaba el café con los demás.
“Ajeno a todo revuelo externo, sentado sobre un pequeño taburete en una esquina del quirófano, permanecía aún el joven cirujano. En un compás de espera, casi desapercibido y sin reparar nadie en él. Se retiró la mascarilla. Tenía una mirada serena, casi dulce y una total sensación de paz”.
Desde su apartamento Gabrielle de Felice se asoma a la ventana atraída por el rumor del agua. Como todos los días, abajo en la plaza docenas de turistas ruidosos. Una marea humana que nunca cesa. En la recta final de su embarazo se cuestiona traer un nuevo ser vivo al mundo. ¿No somos ya demasiados en él?
A la luz de una farola, sobre la escalinata de la derecha, ve a una joven parejita haciéndose un selfi. Torpemente, como quién no quiere la cosa, el chico posa la rodilla derecha en el suelo, toma la mano derecha de la chica y sacando del bolsillo de la chaqueta un anillo se lo coloca en el dedo anular. Presencia una declaración de amor eterno.
La chica no repara en el anillo. A esa edad, ¿qué importaba si tenía brillantes o no? ¿Qué importaba si era de oro, de plata o de latón? La chica responde impetuosa. Se lanza y le planta un besazo en los labios. Ajenos a las decenas de turistas de alrededor, la joven pareja se funde en un largo beso. Un beso fresco y limpio, como el agua que mana a borbotones por los caños de la fontana de Trevi.
Gabrielle siente cómo de su vientre comienza a manar un líquido también. Un líquido tibio y cálido que discurre resbaladizo por la cara interna del muslo y moja sus piernas. Se forma un pequeño charco en el parqué.
En lo alto del cielo una luna terriblemente llena, blanca y luminosa sonríe pícara y le anuncia que la hora del parto se acerca.
Gabrielle de Felice