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Carlitos y Carlos

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La ciudad perdida

La ciudad perdida

Desde que Carlitos tenía uso de razón, nunca le gustó madrugar y cada vez que sonaba el despertador era un suplicio. Al levantarse de la cama, se dirigía casi dormido al cuarto de baño, se miraba al espejo y se repetía “porque tengo que ir a estudiar”. Se dirigía a paso lento a recoger sus cosas y luego tomar el desayuno, mientras sus padres le animaban a comenzar el día con entusiasmo. Le decían “venga, Carlitos anímate, ya verás qué bien lo pasarás”.

Carlitos solo respondía: pues yo no quiero ir. Al llegar a la casa, descargaba la mochila llena de libros, que según él no valían para nada. Como de costumbres, su madre le preguntaba si había hecho los deberes, su respuesta era siempre: “sí, ya lo he hecho mamá”. Pero no si antes arremeter en contra de los profesores diciendo que ellos le tenían manía.

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Y así pasaron los años, la rutina de Carlitos se repetía día a día, su felicidad era plena cuando llegaba el verano y las navidades. Cuando no tenía la odiosa obligación de ir a estudiar. Ya en su adolescencia, pero no en su total madurez, decidió abandonar el colegio, se ocupó de trabajar en lo que podía, disfrutar de la vida sin el esfuerzo de deberes, ni tampoco veía la necesidad de lo importante que sería para su futuro terminar al menos sus estudios básicos. Carlitos y muchos como él, tomaron la decisión de dejar los estudios y se convirtieron en: novios, esposos, padres, tíos, y hasta abuelos. Hicieron amigos fuera del cole, viajaron, consiguieron buenos empleos, algunos de ellos fueron exitosos, dando por entendido que un abogado termina de taxista y una persona sin estudios podría convertirse en el dueño de una compañía exitosa. Este pensamiento y la falta de carácter de sus padres lo condujeron al abandono de los estudios. Ya no era Carlitos, ahora le llamaban Carlos, ahora tenía hijos, a quienes tenía la obligación de ayudarlos en sus deberes. Le pesaba el no tener los estudios para avanzar en la empresa en donde claramente tenía más experiencia que aquel nuevo trabajador de 20 años que ocu-

paba un cargo por arriba del suyo. Y entonces comprendió la necesidad de estudiar.

Un día Carlos tomó la decisión. Era un asunto personal y de superación. Sabía que si lo hacía no sería fácil y debería tener la disciplina, había decidido volver a estudiar. Pensó mucho, hizo muchas preguntas. ¿Y si estoy muy mayor para volver a estudiar? ¿Me costará mucho entender las clases? ¿Se van a reír de mí? ¿Cuánto tiempo me tomará? Lo consultó con sus familiares, quienes lo animaron. Pues Carlos tenía un proyecto y para ello debería de terminar lo que no hizo de pequeño, siendo Carlitos.

Y Carlos volvió a la escuela. Ahora le costaba madrugar por el cansancio de combinar ser trabajador y padre a la vez. Ya no tenía a los padres que lo animaban, ahora tenía a toda una sociedad que le hacía ver que estaba ya un poco mayor para estudiar, ya solo contaba con su propia voluntad para continuar.

Ahora en la mochila no solo llevaba útiles, también llevaba su fiambrera de una larga jornada de trabajo, documentos, su billetera, teléfono, pastillas para los dolores propios de la edad, entre otras muchas cosas de adultos.

Y Carlos volvió al colegio. Estaba sentado en un colegio para adultos, acordándose de niño en aquel colegio al que no quiso volver nunca más. Se dio cuenta de lo difícil que es retomar los estudios, aprender aquellas cosas básicas que debió aprender siendo Carlitos. Aprendió que las cosas cuestan y nunca es tarde, tenemos la capacidad de adaptarnos, evolucionar, aprender y también disfrutar de volver a estar estudiando. Lo importante es que no debemos abandonar los estudios, además de ser un derecho es un deber que la sociedad debe inculcar en los niños y jóvenes, debemos animar a todos a estudiar. Y si, por alguna razón, de niños o jóvenes dejamos los estudios, también debemos animar a los adultos, no importa la edad que se tenga para estudiar. Nunca será tarde para aprender.

Jesús María Zubillaga

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