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La puerta del espacio-tiempo

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La ciudad perdida

La ciudad perdida

D A N D O F O R M A 7 LA PUERTA DEL ESPACIO-TIEMPO

La pareja se mostraba exultante. Por fin iban a conseguir llevar a cabo el objetivo, que se habían propuesto tiempo atrás, de realizar un viaje a las Islas Bermudas. Algunos de sus amigos de la infancia, con los que mantenían asiduo contacto, y que trabajaban allí como altos ejecutivos de grandes empresas multinacionales, dedicadas a las finanzas, les contaban maravillas sobre el clima, la calidad de vida, los lugares de ocio, la amabilidad y atenciones de su gente, y las playas de aguas cristalinas. Por ello planearon pasar allí unas vacaciones y abandonar el frio invierno de VitoriaGasteiz para comprobar de primera mano lo que les decían, obviando las veintinueve ho-

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ras que emplearían haciendo escala en Barcelona, Inglaterra, y de allí a Hamilton, capital de la isla Gran Bermuda. Luis y Valentina habían llegado a aquel paraíso. Nunca lo habrían imaginado así a pesar de todo lo que les habían contado, y el reencuentro con sus compañeros fue entrañable. Como Luis había obtenido, en Madrid, la licencia de piloto privado de avioneta con sus correspondientes horas de vuelo, al siguiente día decidieron, mientras sus amigos cumplían con el horario de sus respectivos trabajos, alquilar una avioneta, medio muy apropiado y confortable para realizar viajes cortos, y visitar algunas de las ciento cincuenta islas que se distribuían por el mar de los Sargazos. Se dirigieron al aeropuerto internacional de L.F. Wade donde les proporcionaron, una vez cumplimentada la oportuna documentación, la pequeña avioneta que les llevaría a Horseshoe Bay, al sur de la Gran Bermuda. Lucía el sol y la temperatura era agradable, aunque la previsión del tiempo había anunciado la entrada de una pequeña borrasca acompañada con viento de fuerza ocho para última hora de la tarde. A pesar de ello decidieron seguir adelante con la excursión. No regresarían tarde pues el alquiler del aparato era por tiempo limitado. El viaje se desarrollaba de forma tranquila y agradable, pero repentinamente se vieron inmersos en un área de fuertes turbulencias seguidas de una espesa niebla. El avión comenzó a hacer movimientos bruscos, el altímetro marcaba que perdían altura y el cuadro de mandos amenazaba con apagados intermitentes. Valentina estaba aterrada. Luis procuraba mantener la calma, como le habían enseñado en la escuela de vuelo, intentando enderezar el aparato y vislumbrar una zona donde poder aterrizar, de la manera menos caótica, en la isla que se aparecía delante de ellos. No fue fácil, pero el avión finalmente se frenó hasta pararse. Se abrazaron. Se encontraban bien, no estaban heridos y el aparato aparentemente no presentaba ningún desperfecto a excepción del panel de control que se había oscurecido mágicamente. Debian encontrarse alejados de su trayectoria, pero habían tenido mucha suerte. Comunicarse por radio con la torre de control del aeropuerto era labor imposible y al querer hacerlo con sus teléfonos móviles, vieron que se habían apagado al igual que el panel de control. Mientras Luis manipulaba los mandos para intentar ponerlo en marcha nuevamente, Va-

lentina dominando su nerviosismo, echó un vistazo a través de su ventana para ubicarse. Lo que vio la dejó paralizada. A cierta distancia vislumbraba un grupo de personas que caminaban en dirección al avión. Alertó a Luis que seguía enfrascado en su labor.

Pensaban que era una alucinación. Aquella gente vestía de manera extraña. Ellos ataviados con chaquetas largas, ceñidas a la cintura mediante un ancho cinturón, pantalones hasta la rodilla y calzaban botines. En la cabeza portaban un casco en forma de medialuna, y una lanza en la mano unos y una espada otros. Las mujeres con el pelo recogido en gruesas trenzas portaban largas faldas, amplias camisolas y los pies desnudos. Abría la marcha un hombre de pelo algo largo y poblada barba. Sobre su cabeza, una especie de boina ladeada, pero con vestimenta más elegante que el resto del grupo. Se movían lentamente. Cada vez estaban más cerca y examinaban el avión vigilantes y temerosos a la vez. Súbitamente Luis y Valentina se agazaparon en el pequeño habitáculo de la cabina aguantando la respiración. Estaban muertos de miedo. En su cabeza se agolparon un sinfín de preguntas: quiénes eran aquellas gentes, qué pretendían, qué les iban a hacer. Además, llevaban armas. Se quedaron bloqueados por el miedo atenazador que les invadía. Aquellas gentes sabían que había alguien en el avión. Al momento sonó una voz atronadora que hablaba de forma extraña. En las islas todos se expresaban en inglés pues eran colonias británicas y lo que oían no lo era. Sonaba más parecido al español. - ¡Ah del pájaro! ¿Quién vive? ¿Quiénes sois vuesas mercedes? - Yo soy Juan de Bermúdez, súbdito de su majestad Fernando I de Castilla, rey de España, y descubridor de estas islas a las que bauticé como Garza, en honor a mi querida y naufragada carabela, en el año del Señor de 1505. A Valentina, como licenciada en historia, aquel nombre le era familiar. Juan de Bermúdez descubridor de las islas Bermudas, cuyo nombre le fue puesto en su honor. No daba crédito. Cómo era posible lo que estaba oyendo si aquellos hechos había acontecido en el siglo XVI. Qué hacía allí aquella gente que no pertenecían a esta época Donde habían aterrizado. Se asomó con sigilo a la ventana del avión y la voz resonó de nuevo: - Os ordeno que os dispongáis a descender del extraño pájaro. ¿Qué razones tenéis para irrumpir en nuestra isla? ¿Qué pretensiones traéis? ¡Daos a conocer! Luis y Valentina eran conscientes que no había otra salida y bajaron hasta la blanca y fina arena sin movimientos bruscos De Inmediato Bermúdez dio una orden. Luis se encontró rodeado por los hombres y Valentina dentro del círculo formado por las mujeres que miraban con curiosidad su cuerpo cubierto por una liviana camisa, por la que se transparentaba el sostén de su colorido bikini, tocaban su rubia y rizada melena, sus largas piernas sin bello tapadas con un mínimo pantalón. Prendas que no se parecían en nada a las suyas. No se atrevían a hablar. Cuando la comitiva comprobó que eran inofensivos y no contaban con armas los dirigieron a su campamento. - No temáis, seréis nuestros huéspedes. Allí escucharon la versión de los hechos que

los jóvenes tenían que contarles: quienes eran, de donde venían, a que se dedicaban, como habían llegado a la isla, así como los conocimientos que tenían sobre sus descubrimientos. Juan de Bermúdez no podía creer lo relatado. ¡No entiendo nada, vive Dios! ¡Lugar siniestro este mundo, caballeros! El sol comenzaba a ocultarse así que encendieron unas hogueras y prepararon algo de comer. Asaron unos Petreles que ellos mismos habían cazado, así como una variedad de peces. Además, según les dijeron contaban para su dieta con salazones, bizcochos, galletas, legumbres secas, arroz, aceite, vinagre, vino y agua que racionaban, pues empezaba a escasear y que transportaban en la carabela Garza con cuyas maderas habían construido las chozas una vez que la marea las había arrimado a la orilla después del naufragio, al chocar la embarcación contra la barrera de arrecifes que bordeaba el archipiélago y en medio de una tempestad en la que la macilenta luz de los rayos iluminaba el cielo. Luis y Valentina comieron con gran apetito. Era lo único que habían ingerido desde que habían salido de Hamilton. Después de dar cuenta de la reconfortante cena todos se retiraron a descansar. Había sido un día lleno novedades extravagantes para ambos. Luis y Valentina no durmieron en toda la noche. Solo pensaban en cómo salir de allí, pero no lo veían claro A la mañana siguiente con la salida del sol volvieron a intentar poner el avión en marcha. Todo fue en vano. Juan de Bermúdez entendía que aquella pareja debía volver a su civilización y que debían hacer todo lo posible por ayudarles en su cometido, pero no disponían de ningún otro medio que no fuera su fe y confianza en la Virgen María, como madre protectora, y en el apóstol Santiago como guerrero celestial, cuyas imágenes los acompañaban siempre en sus expediciones. El descubridor, bajo su condición de clérigo, ayudado por los soldados y mujeres, tomaron ambas imágenes e iniciaron un desfile a modo de procesión a lo largo de la isla mientras imploraban con cánticos y rezos un milagro que pusiera en el aire al pájaro de hierro. Luis no era creyente, pero aquello lo dejó in albis. Se dirigió al avión y dio los botones de contacto. El panel de control se iluminó de manera inmediata y el avión se puso en marcha. De inmediato comenzaron las despedidas y mientras los navegantes daban gracias a sus protectores por el milagro obrado, Luis y Valentina despegaron y retomaron el vuelo rumbo a Hamilton, al tiempo que seguían dudando si todo era sueño o realidad. Al llegar al hotel, el recepcionista, sin mostrar alarma o preocupación, les preguntó si no les había gustado la excursión pues le extrañaba que hubieran regresado tan pronto, ya que no les esperaban hasta el anochecer. Luis y Valentina se miraron atónitos. Habían estado ausentes más de un día y nadie les había echado en falta ¿Se estarían volviendo locos? Sacaron sus teléfonos móviles, que ya funcionaban con normalidad, para comprobar la hora y la fecha. ¡Solo habían pasado unas horas desde que habían tomado el avión! No entendían nada. Nunca habían dado demasiada importancia a los innumerables mitos o verdades sobre el triángulo de las Bermudas que aparecían en los medios de comunicación y en las redes sociales. Valentina recordó haber leído que incluso Cristóbal Colón cuando navegó por estos mares en su primer viaje al Nuevo Mundo, informó que una gran llama de fuego se estrelló en el mar una noche y que una extraña luz apareció en la distancia unas semanas más tarde. E incluso escribió sobre lecturas imprevisibles y caprichosas de la brújula de la nave. ¿Se habrían metido en una de las puertas del espacio-tiempo de las que algunos entendidos hablaban? El recepcionista sonreía con sarcasmo.

Nita Prego

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