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Tulio

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La ciudad perdida

La ciudad perdida

La llave giró dos veces en la cerradura. Abrió la puerta lentamente, como si temiera profanar el sacrosanto refugio del tío Tulio. Recordaba haber estado allí hacía unos años, cuando era un chaval y acudía con sus padres a recoger los regalos que los reyes Magos le habían dejado allí. Le gustaba ir, pues el tío Tulio siempre le regalaba libros que él devoraba con fruición sintiéndose el protagonista de aquellas aventuras legendarias. Avanzó por el pasillo, las puertas estaban todas abiertas invitando a entrar. El piso de Tulio no era ni grande ni pequeño, tenía un tamaño ideal para alguien que vivía solo. Era tal su amor por los libros que había dedicado dos habitaciones a sendas bibliotecas. Los tesoros de Tulio que su sobrino miraba con los ojos muy abiertos, como un niño ante el escaparate de una pastelería. Entró en su habitación, abrió su armario y sonrió. Aún conservaba los uniformes de cuando conducía el Alsa, porque Tulio fue uno de esos conductores de autobús que recibía a los pasajeros con una sonrisa y les saludaba con amabilidad. El stress del tráfico le pasó factura y sufrió un infarto que hizo que le trasladaran a las oficinas para que pudiera estar más tranquilo. Cuando el corazón le dio otro arrechucho, finalmente tuvo que jubilarse anticipadamente. Además, por mala suerte, bajando un día por la Cuesta de la Atalaya resbaló y tuvo una rotura de tibia que tardó mucho en curar, de hecho, nunca le curó del todo, y desde aquel accidente arrastró una leve cojera. Este hecho le cayó como una losa, se volvió taciturno y perdió todo interés en salir a la calle y como apenas tenía amigos y la familia se había distanciado de él, o más bien, él se había distanciado del mundo, volvieron a él los fantasmas de la niñez, cuando en la escuela le llamaban “Cuatro Ojos” y se reían de él porque no le gustaba el fútbol, sino que prefería leer, y lo que es peor, escribir y además solía escribir poesías. Un día le quitaron uno de sus poemas infantiles y estuvieron leyéndolo en voz alta con voz afectada, haciendo mofa de él y automáticamente pasó a ser ya por siempre, el rarito cuando no el mariquita. Toda aquella pesadilla se le puso en pie a Tulio y ya nada fue igual. Cada vez salía menos de casa. Descubrió que comprar por Internet era estupendo y le evitaba andar por la calle para que la gente le mirara con lástima, al pobre cojito. Se le metió en la cabeza que todos murmuraban a su paso y se reían de él, como en la escuela. Su médico siempre le decía que debiera salir a tomar el aire y dar paseos al menos de una hora diaria, por la Bahía, por el Sardinero... Le decía que sí, que sí... pero a la hora de la verdad no le hacía caso. Aquel dolor persistente en su pierna que no conseguía calmar con los analgésicos le tenía desesperado y comenzó a frecuentar a Falín, un vecino dos bloques más allá de su casa que era vox populi que movía sustancias sicotrópicas. Y Tulio comenzó a fumar maría pues vio que le apaciguaba sus dolores y abría su mente.

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