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Crónica de una visita al supermercado (T. Leonhardt)……………….Pág

Crónica de una visita al supermercado ¿Por qué ir al supermercado cambia el humor?

Los precios disparatados, el comportamiento de los clientes y las colas interminables en las cajas, transforman en una odisea el simple hecho de salir a hacer las compras. Comer es indispensable, por eso nadie deja de ir al supermercado. El reloj apenas marca las 10. Es sábado y aquí en el Super Vea, ubicado en la calle 1810, reina la calma y la tranquilidad. Solo la música de fondo corta en rodajas la quietud del ambiente. El local está definitivamente muy iluminado, de alguna manera, reluciente. Del piso al techo un mar de colores inunda el ambiente. Cada sector está representado por uno de ellos: celeste, perfumería; naranja, panadería; verde, verdulería... Las lámparas, vestidas de celeste y blanco al igual que las cintas que se entrelazan con los productos, dan la bienvenida a los pocos clientes que a esta hora llegan al lugar. A un costado se encuentran los changos, cuanto más grandes, mejor. Hay algunos chiquitos de color verde, pero son los menos. Todos perfectamente ordenados. Las ofertas se anuncian en forma digital y también en cartelera, siendo la parada obligatoria de los clientes, que en este 2022 ven cómo los precios suben y suben y suben. Por eso, antes de comprar, la gente mira primero las ofertas y luego recorre de punta a punta las góndolas, averiguando precios. Un guardia de seguridad vestido con un pulcro traje negro y una cajera con campera verde y gorrita del mismo color, charlan y ríen como niños. Entra una mujer embarazada, casi a punto de dar a luz, con un pequeño de no más de tres años al que intenta subir al chango. Parece una tarea imposible, el niño se niega y grita llamando la atención del guardia, que deja de conversar y acude en su ayuda. Ya embarcado y listo para la aventura, se apodera de un chocolate que se deja ver justo en la entrada. La madre le dice que en ese momento no se lo puede comprar y que si quiere algo, tiene que pedir permiso. Como es de esperar, comienza a llorar. Su cara es un mar de lágrimas y como si fuera poco

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comienza a dar gritos y alaridos. Mientras tanto el guardia vuelve a conversar con su compañera. Al llegar al sector de los lácteos la sangre del cliente se congela, no por las heladeras sino por el precio de sus productos. “Esto sí que es imposible” dice una señora, que parece ser jubilada. Mira el precio del paquete de queso que tiene en su mano y lo deja. A su derecha, una adolescente con cara de dormida, saca los dos últimos sachets de leche “La Serenísima” y se dirige a la caja. Ya van a dar las 11. “Corazón mentiroso” llena de alegría el ambiente. Por allá, una parejita discute por el gusto de galletitas que quieren llevar, uno las prefiere de chocolate y el otro no. Eligen las de chocolate. No usan carrito, llevan unos pocos productos en cada mano. A dos góndolas, la cara de un señor lo dice todo. Está enojado porque los fideos tirabuzón Lucchetti que estaban en oferta, desaparecieron. Algo parecido ocurre con el azúcar, que se permite llevar dos por persona, y el aceite, que a estas alturas brilla por su ausencia en la góndola. A unos metros de allí, un repositor ordena prolijamente unos paquetes de yerba, mientras conversa animadamente con otro que está colocando una tras otra las latas de tomate. Cerca de las 11:30 el movimiento de gente en este local comienza a tomar color. Una señora entrada en años, mira a través de sus anteojos el precio de una bandeja de milanesas, parece no estar conforme, por lo que opta por pedírsela al carnicero. En esta sección del supermercado no hay gente esperando, por lo que aplaude fuertemente. El “corta carnes” hace su aparición triunfal, tras 10 largos minutos de espera. La señora le pide medio kilo de milanesas y se queja por el precio de la carne.

La verdulería es otro mundo. Las manzanas brillan como si las hubieran lustrado. Hay buenas naranjas y peras maduras. Las bananas están algo pasadas y zapallitos hay para regalar, aunque los precios no son un regalo. Un aroma frutal inunda el ambiente y a esta hora muy cercana al mediodía, bien podría abrirle el apetito a un jabalí. A un costado dos señoras eligen paltas. Las amasan y aprietan descargando en ellas toda su energía. Mientras conversan animadamente, una naranja rueda por el piso. Un niño pasa, la patea, y va a parar debajo de la góndola. A unos metros, un joven está eligiendo papas. Ya puso en su carrito tomates y limones. A las 12 del mediodía las cajeras no dan abasto. En todas las cajas hay gente haciendo cola. Un señor terminó su compra y le toca pagar. Se fija que caja está más vacía y se decide por una. Por las dudas, sigue mirando a su alrededor para ver si se desocupa algún lugar. Pasan 15 minutos y la cola parece no moverse. La cajera se distrae, no tiene cambio, desconoce algunos precios... Mientras tanto, la cara del señor muestra malhumor. A nadie le gusta esperar y menos en una cola. Se muerde las uñas, protesta y hasta se inclina por tercera vez para ver cuántos productos lleva el chango que esta adelante suyo. Sigue avanzando lentamente. Ya quedan solo dos personas. Toma unas pilas que están justo sobre las cajas y las pone en el chango. Está a solo un comprador de la cajera, pero su buen humor no durará mucho. La persona de adelante tiene un problema con la tarjeta, por lo que llaman a la encargada. Al cabo de 10 minutos está poniendo la mercadería en la cinta. Al siguiente comprador le tocará el cambio de cajera. Más allá alguien se queja porque no le hicieron el descuento correspondiente…

Thiago Leonhrdt

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