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Pepita (cuento

Pepita

(Cuento)*

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Rodolfo Eduardo de Roux, SJ. Abril 22, 1943 (Cali)

Pepita era la flor del rebaño. Nació en una noche de verano, apacible y silenciosa, los pomarrosos embalsamaban el aire y el centenario cachimbo desgranaba lentamente sus racimos de púrpura sobre la grama de la corraleja.

La vieja Pepa no brincó de alegría ni siquiera baló dichosa al husmear el tierno retoño que estiraba sus patitas débilmente y balaba con temor. Oveja más tosca y malgeniada no he visto jamás, siempre solitaria enfurruñada, y devorando en silencio las matitas de escoba… en la diaria caminata a través de las llanuras formaba punto aparte y, si llegaba a juntarse se alejaba balando hasta perderse entre los pajonales.

En la mañana siguiente, al llegar las ordeñadoras al corral precedidas por el abuelo, cuando todavía titilaban los luceros y la luna se bañaba en el torrente reidor, hallaron congregada la manada en torno a la recién nacida. Ni las furibundas y elocuentes miradas de la madre, ni su despectivo alejamiento habían logrado sobreponerse a la curiosidad del rebaño que se removía balando alegremente y calentaba con su aliento la ovejita trémula…

Empezaba a amanecer y un sonrosado resplandor rielaba sobre las nieves del Huila.

Ruidos extraños sorprendieron nuestro sueño esa mañana. El abuelo entró sonriente y puso sobre el suelo un níveo plumón de patitas negras y relucientes que ensayaba tímidos pasitos entre los muebles del dormitorio.

- ¿No querías una oveja? Exclamó balanceándose en el vano que unía mi pieza con la de Maruja. – pues bien. La vieja Pepa, esa maldita oveja que venderé en cuanto pueda, les depara la ocasión de criar ese lindo retoño. ¡No quiso ni mirarla! Tuvimos que amarrarla al bramadero y solo así dio de mamar a la ovejita hambrienta… ¡Le daba unas patadas! ¡Pobrecilla! – continuó teniendo entre sus brazos al tierno animalito que le miraba confiado. - ¿Cómo podré odiarte? Pepita te pondremos ¿Qué opinas? ¿Cómo les parece?

Maruja y yo corrimos a su lado y asentimos dichosos. ¡Estábamos tan contentos! Ni siquiera notamos que por primera vez estábamos de acuerdo. ¡Ya habría tiempo para discusiones!

Era tan bella nuestra ovejita, con sus ojitos negros temerosos e implorantes, sus patitas trémulas y lana blanca, sedosa, ¡formando motitas sobre la piel sonrosada!

Pepita creció velozmente. A la pasada inseguridad sucedió una pesadez y mansedumbre encantadoras.

Daba susto verla corretear tras de Lulú, la pekinesa de Maruja, si bien es verdad que demasiado pronto venía a recostar su cabecita cansada en mis rodillas. Un nuevo renglón se había abierto en la libreta de cuentas de mamá. “un chupón para Pepita”, rezaba siempre y a modo de posdata la lista de remesa. Yo, con un sentido de la economía bastante elástico, reía alegremente cada vez que, al colocar sobre la mesa de cocina el biberón de nuestra “hija adoptiva” gemía Marcela con desconsuelo.

- Pero, señora, esto es imposible. ¡Pepita rompió otra vez el chupón!... Ah pícara, si te veo sola un instante… Ya me las pagarás…

La oveja la miraba sorprendida y se alejaba rápidamente.

Maruja y yo estábamos felices con nuestra adquisición: un nuevo lazo de unión y otro motivo de pelea. Nos disputábamos sus favores con un ardor del que no podía menos de ser víctima la misma Pepita.

Los asientos de baqueta del comedor formaban el circo imaginario donde provistos de toallas, desafiábamos los embistes de nuestra ovejita en fantásticas corridas. Atronaba el corredor delantero con nuestros gritos y se agrupaban los cojines y esteras sobre viejos cajones cuando jugábamos a la diligencia o a las mulas de carga… Esto mientras el sol quemaba en las praderas y una quietud de muerte se extendía por los guaduales.

Pero después, ¡ah entonces sí que podíamos llamarnos dichosos! Venían las correrías por el huerto embalsamado de azahares y guayabas en sazón. La diaria inspección de los chiqueros, la búsqueda de venturosas entre los matorrales de Llano grande, con sus aromas deliciosos y sus terribles espinas que abrían desesperantes agujeros en nuestros vestidos.

Era de ver nuestro regresar cuando acariciados por las primeras brisas vespertinas, abultados los bolsillos con las guayabas y piñuelas, los cabellos húmedos y seguidos de cerca por Pepita que balanceaba su cabeza inocentona adornada con verbenas y ramitas de rabo-de-zorro… Maruja la miraba inocentona y de vez en cuando se inclinaba para arrancar algunas briznas de pasto y brindarlas a la oveja que balaba agradecida. Tal vez buscaba aligerar con estos trinos el peso fastidiosamente engalanado por su traviesa dueña. Por la tarde en el paseo precedía la caravana con el tintineo de su campana. Declinaba el día entre rasos de grana y alargan sus siluetas los ceibos gigantescos.

Lentamente las sombras se adueñaban del bosque de cañitas. Yo me agarraba temeroso a las faldas de mamá y hasta Maruja, de ordinario tan valiente, estrechaba en sus manos aquel brazo que nos brindaba amparo. Eran tan miedosas las sombras verde-oscuras de los carboneros al pintarse sobre el pantano enrojecido por los arreboles…

Los perros, grandes y chicos, fueron siempre una de las debilidades del abuelo. La vasta perrera, instalada en el subsuelo, se nos presentaba ataviada de los múltiples atractivos de una exposición canina Todas las especies estaban allí representadas: desde el flaco y gigantesco galgo, hasta el travieso falderillo y el criollo cariñoso. Cada día, cuando resonaban las espuelas del abuelo en las tablas del corredor aturdían la casa los brincos y carreras de sus consentidos. Le lamían la mano y ladraban moviendo las colas trunchas con sincera alegría. Era toda una fiesta que contemplaban, entre desdeñosos y semidormidos, lo viejos lobos, incansables compañeros de sus correrías.

Por intermedio de Lulú, amistóse Pepita con toda la manada. Para ella fueron el reemplazo de las compañeras que le sustrajeron el egoísmo de la vieja Pepa. Cada mañana, al emprender los perros su reconfortante paseo por los alrededores de la casa, se destacaba su blancura entre aquella nube de colas en continuo vaivén.

Todo cuanto hicimos por impedir a Pepita estos paseos fue inútil. Presentíamos un peligro para ella. Y si a aquellos gigantes se les venía en gana

una carrera, ¿qué haría nuestra mascota con sus patitas tan lindas y tan torpes?

Mi imaginación atormentada fingía cuadros espantosos: ora la veía perdida entre los zarzales de las ciénagas ya rodando a la deriva por el río acrecentado.

¿Pero, cómo pensar en detenerla? Ni encierros ni castigos; todo era insuficiente. A la mañana hallábamos desesperados el cuarto vacío, la cuerda por el suelo. ¡Vaya si era indómita nuestra pequeña oveja! Bien pronto los sucesos comprobaron nuestros fundados temores.

Una hermosa mañana, azul y oro esperábamos el regreso de Pepita dominando la llanura desde el amplio barandal interior. La brisa vagabunda traía hasta nosotros los chillidos de los monos desde los cachimbos de La Petaquilla.

Pasaron las horas.

El sol ya temblaba entre el follaje de los tamarindos.

En la casa se habían apagado todos los rumores. Los veraneantes galopaban desde temprano en los potreros.

- ¿Qué pasará? Preguntó Maruja clavando en mí aquellos ojazos azules tan queridos pero que me hacían temblar cuando me interrogaban airados.

- No me explico. Ya es hora de que estuvieran aquí. ¿Vos no los ves? Asomáte a la esquina del corredor, yo no alcanzo, repliqué al punto.

Corrió hasta el extremo e inclinándose sobre la baranda escrutó la llanura silenciosa y desierta.

- ¿Se habrá caído al río? Exclamó acercándoseme. –¡Es tan tonta! Vení pronto, digámoselo a Marcela.

Quiso hacerse la brava pero una lágrima delatora tembló en sus pestañas. Acudimos a la anciana carguera. Era ella, nuestra “mamá” como le decíamos con cariño, la cómplice de nuestras travesuras, la confidente de nuestras penas y el árbitro – muy parcial, según Maruja – de nuestras diarias peleas.

La encontramos atareada, amasando el pande-bono y apenas si nos miró; presentía una pérdida de tiempo resolviendo nuestros sencillos problemas.

- Mamá Marcela, exclamé agarrándome a su falda de vivos colores y tirando suavemente - se perdió Pepita…

Detrás Maruja corroboró mis palabras con un tenue sollozo.

Sin abandonar la masa que blanqueaba entre sus manos morenas, me apostrofó sacudiendo la amplia falda para que la soltara:

- ¿Perderse Pepita? Habráse visto pues… No sea bobo niño, esa pícara se las pela para pa esas andanzas, ¡como que nadie la pueda tocar! Pero hoy sí que se apronte para la pela aunque ustedes chillen lo que quieran. Ya me tiene hasta el cogote con sus necedades. - Pero mama Marcela, insistí, aunque ya arrepentido de haberla molestado. Podían ser vanos mis temores y sin motivo castigarían a Pepita.

Ella no me dejó terminar. Se volvió furiosa, colocó en jarra sus brazos gigantescos y con el tono que le era peculiar en sus bravatas replicóme:

- Mire usté mijo. No me venga con chismes y embelecos. Yo sé que usté va a ser abogado y que esos señores enredan lo más sencillo. Pero a mí

Fragmento del original escrito a máquina por el autor. Cortesía: Manuel Uribe Ramón, SJ

no me convence con palabrería, ¿mi oye? Lo que es Pepita lleva hoy su castigo.

Y tras lavarse las manos en lavaplatos continuó sin mirarnos su faena.

Cabizbajo di la vuelta.

(En otra ocasión hubiera discutido con furor aquellas palabras cuyo fondo de verdad no conocía yo entonces. Pero bastante preocupado me tenía el paradero de Pepita para detenerme a defender aquel ideal con que empezaba a soñar…) Maruja me tomó de la mano y en silencio corrimos a sentarnos frente a la enorme portada del corral.

El sol caldeaba las llanuras que se extendían ante nosotros inmensas limitadas a lo lejos por las palmeras soñolientas. Nada se destacaba sobre la verde monotonía de los pastales. De repente, Maruja se abrazó a mi cuello y gritó entre sollozos:

- ¡Pepita se está ahogando en el río! Mi ovejita tan linda

- Soltóse del cuello y continuó mirándome furiosa

- Y vos tenés la culpa. ¡Te he dicho mil veces que te levantés temprano pa que no la dejés ir! ¡Ahora por dormilón, nos quedamos sin ella! Acabó en un sollozo.

Quizás mi inteligencia era muy corta, ¡pero vaya si logré encontrarme culpable! ¿Por qué? Tan dueña era ella como yo y, por otra parte, cuántas veces no había intentado detenerla sin lograr nada. Mi conciencia no me reprochaba en lo más mínimo esa pérdida.

No contesté. Sabía que era inútil, pero cogí su mano que ella me abandonó y empecé a reconfortarla.

Estaba desesperada.

A poco empezó a faltarme la voz. La idea de mi oveja perdida entre los pajonales, hambrienta y desmayada me apretaba la garganta.

Me abracé a Maruja y empezamos a llorar ruidosamente…

A mediodía regresaron los perros.

Venían solos. Llegaron acezando y se echaron en sus rincones a dormir…

Sólo Lulú nos miraba aterrada y husmeaba por toda la casa aullando con dolor.

En sus ojitos negros leímos la tragedia de Pepita…

Aquella misma tarde comenzó la búsqueda. No quedó ciénaga ni potrero ni guadual en la que se buscara ya con desesperación. Cabalgatas de veraneantes y vaqueros que adoraban la ovejita, salía todas las tardes para regarse en los guaduales y regresar con el primer lucero, descorazonados y tristes.

Maruja y yo estábamos inconsolables. El abuelo, desesperado, nos ofrecía todo el rebaño para calmar nuestro incesante lloriqueo. Nuestros lamentos llenaban toda la casa y con la impertinencia de muchachos malcriados, los subíamos de tono al sentirnos oídos.

Para el domingo siguiente habían organizado una gran pesquería a orillas del Guachinque.

El verano tocaba a su fin. Amaneció Llano Grande cubierto de neblina y por encima de aquel mar de bruma levantaban las palmas sus penachos inmóviles. El arroyo, acrecentado por las primeras lluvias, tronaba entre la fronda y el lejano pantano. Herido por el sol y casi oculto entre la niebla hubiera sido fiel copia de algún paisaje nórdico a no ser por las garzas silenciosas, posadas en los pajonales que besaban las ondas. Era la melancolía del norte en estrecho abrazo con el embrujo tropical…

Desde temprano estuvo en pie toda la casa. En la pesebrera resonaban los gritos de los ensilladores, los relinchos de los potros y las carreras de la indómita yeguada en el corral delantero.

Después del desayuno y una vez rezado el trisagio que encabezara mamá, resonó la vieja escalera con los pasos de una veintena de alegres paseantes.

Recorrimos los potreros y empezamos a bordear los guaduales que al inclinarse movidos por las brisas mañaneras, formaban sutil techumbre sobre el río cristalino y soñoliento. El caballo de Maruja se retrasaba tercamente a pesar de sus gritos y de los vigorosos latigazos de Primo. Ella se removía furiosa en su sillita de vaquero y miraba furiosa el flamante látigo, que, en continuo vaivén, caía acompañando sobre las ancas de mi Congo. - Primo, ¡dame una ramita! ¡Imploró por fin! - Sí niña. Espérese un ratico, aquí no más hay un carbonero. Vuelvo enseguida. Contestó desviando del camino su cabalgadura.

Maruja y yo lo seguimos.

A poco chasqueaban a nuestros pies las hojas secas y las ramitas rotas por los caballos. Nos dirigimos a un frondoso carbonero que proyectaba su sombra a la orilla de un guadual.

Un olor espantoso llegó de golpe hasta nosotros. Primo se perdió entre la maleza y cuando intentamos seguirle, regresó cabizbajo.

- ¿Pepita? Preguntó con las lágrimas en los ojos. Hizo un signo afirmativo. ¿Y cómo murió? Preguntó Maruja con voz temblorosa.

- Está cogida entre los chuzos de guadua… ¡Debió morir de hambre! Pero vámonos de aquí.

- ¿Dejarla? Exclamé furioso. La llevaremos a la hacienda para enterrarla.

- Imposible, niño. Ya está casi descompuesta. Pero continuó al oír los sollozos de Maruja

- Si ustedes quieren, venimos a la tarde y la enterramos junto al río, a un ladito del guadual.

Aquella tarde, bajo las miradas condolidas de los veraneantes, emprendimos camino Prima, Maruja y yo.

Ella llevaba en la mano una matita de naranjo que insistía en sembrar sobre la tumba de Pepita. Fue inútil tratar de disuadirla. Lloró tan fuerte, que mamá adolorida, le regaló una de las que ella cuidaba con esmero.

Una brisa fresca comenzaba a agitar las ramas más altas de los gualandayes.

Llegamos.

Primo ató nuestros caballos a un robusto chaquiro que se inclinaba sobre los parasoles.

Al punto se internaba en el guadual. Oímos el ruido de las guaduas que caían bajo el filo de su machete, la maleza que rodaba destrozada y sus pasos hacia el río. No pudimos ver de nuevo nuestra oveja.

Cuando llegamos hasta él, ya le habían dado sepultura y Maruja, sollozando, le alargó la matita de naranjo…

El paseante que recorre hoy la orilla derecha del Guachinte, perdido entre espesos guaduales y floridos carboneros mirándose en las aguas cristalinas de un remanso donde flotan los florones rojos de los cachimbos y se humedecen los bejucos, encuentra un esbelto naranjo invadido por las venturosas. Los vaqueros de la hacienda y con ellos la gente de toda la región le llaman el naranjo de Pepita y es famoso por la dulzura de sus frutas.

Cuando volví a contemplarlo, muchos años después, las lágrimas asomaron a mis ojos.

Su níveo follaje que se desgranaba perfumado sobre la delicada grama y formaba a sus plantas una alfombra de nieve, evocó en un instante tantos recuerdos adormecidos, tantas dichas de un momento que irán siempre unidas a la dulce memoria de Pepita.

¡Quimera de una infancia transcurrida en la casa solariega! Dichosas horas refrescadas por brisas amigas, embalsamadas de perfumes familiares.

*Este cuento fue suministrado por el padre Manuel Uribe Ramón, SJ

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