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Así fue: Nos ayudó en el traslado con muebles e instalarnos en la casa del Escorial tan bonita y escogida por él para que, dado que era verano, tuviéramos de paso un veraneo. Instalamos los muebles, él clavó clavos para los cuadros y, cuando estaba ya todo bonito y arreglado, él dijo: «Ahora me iré yo mismo a presentar». Qué pena, decíamos nosotros. Se fue creo que a la Plaza de las Valesas, donde estaba antes el Juzgado, fue a la entrada de los calabozos. El guarda le pregunta: «Que quisiera, visitar a un recluso?» «No, entrar yo mismo.»
Ya estábamos mas cerca de Gonzalo, ¡menos mal! Los domingos tuvimos la posibilidad de visitarlo. Uno yo solita y el otro con los hijos. Me dijeron que desde El Escorial no tendría que pasar por Madrid para ir a Carabanchel sino por Pozuelo. Fui a Pozuelo pero no sabía que camino tomar. Vi a un cura con sotana al borde de la carretera y pensé: Le preguntaré a él que debe de estar acostumbrado a esas cosas. (Yo creía que Carabanchel era solo la prisión). El me contestó: «Sígame». Cogió su coche y yo le seguí hasta la mismísima prisión. Ahí se despidió dándome la mano y deseándome mucha suerte.
Al siguiente domingo les tocaba a los niños. Tenían 4, 6, 8, 10, 11, y 12 años en esa época. Nos levantamos pronto, se pusieron los bonitos trajes e íbamos a desayunar cuando yo dije: «¡No tenemos pan!» Diego, el segundo por abajo, dijo yo voy. Había una tiendecita abierta los domingos. Cuando volvió dijo ingenuamente: «Me preguntó la María que a donde voy tan elegante y le dije que a la prisión a ver a mi padre.» «¿Eso has dicho?» le gritaron todos los hermanos a la vez. Diego se quedó asustado y no sabía qué contestar. Dije yo: «Ha dicho la verdad y no solo hombres malos entran en prisión sino muchas veces hasta muy buenos». «Yo hablaré con la María y le contaré todo.» Entonces se quedaron tranquilos.
Era una experiencia muy buena para los niños. Era un gran salón. A lo ancho de una pared estaban los locutorios (pequeños departamentos separados por tabiques) De frente tenían doble pared de grueso plástico agujereado para oír la voz. Veíamos a Gonzalo pero difícil oíamos la voz. Había que gritar mucho. Eso les pasaba a todos en quizás 20 apartamentitos en el salón. ¡Era un griterío! Pero los niños que estaban apegados al plástico, entendían todo y hacían mil preguntas. Gonzalo les decía que vivía como en un hotel, que tenía un patio para pasear, que le daban buena comida, etc. Gonzalo también les hacía preguntas a ellos y nos reíamos mucho. De repente se oyó un fuerte timbre y aparecía detrás de cada recluso un guardia que les invitaba a despedirse. Gonzalo cogió su pañuelo y lo movía en el aire. No hubo lágrimas sino todo lo contrario: A la salida, fl anqueados por guardias se contaba uno al otro lo que le había dicho su padre. Se reían todavía y parecía que salían de un circo. Los guardias se quedaban asombrados. Luego les invitaba yo en un chiringuito a la Casa de Campo y así fue la fi esta entera.
El colofón de todas las visitas a la prisión fue una muy especial: Era el día de la Patrona de los Presos. Como gran regalo había un decreto que los presos podían recibir para el día entero la visita de sus hijos conviviendo con ellos. Lo malo era que sólo se permitía la visita de niños y niñas desde un mes hasta los 8 años, así es que Marta, Diego y Mario. «¡Qué ilusión!» decían. Tempranito, sobre las 10 de la mañana, había que estar ahí en la verja cerrada de la prisión. Éramos un montón de madres ahí en la carretera. Madres con bebés en brazos, envueltos en toquillas con bolsas de pañales y biberones. Luego los chiquitines que apenas sabían andar y los más mayorcitos. Había una fi la de guardias que se ponían a lo ancho de la verja abierta uno pegadito al otro. Empezaron por los bebés. Cogían a los bultos en brazos y las bolsas adjuntas y se los llevaban diciendo: «A las 6 en punto la recogida» Ya había otra fi la de guardias preparada. Los siguientes por favor. Y casi al fi nal les tocó a los mayorcitos. Cada niño con su guardia. Movían la mano para decir adiós y ya está. Adentro se les ponía a cada uno sus nombres al cuello y la galería a donde iban.
¡Qué ansia tenía yo a que dieran las 6 de la tarde! No fui mientras tanto al Escorial sino a la casa de una hermana que tenía en Aluche. Por fi n, ya antes de las 6 estaba yo allí y no sólo yo. ¡Casi todas las madres! Hablábamos entre nosotras mientras esperábamos. ¡Ya se abre la puerta! y ya venían, uno por uno, los guardias con un paquete en brazos. Lo alzaban con los dos brazos al aire y gritaban: «¿De quien es esto?» Enseguida gritaba una mujer: «¡Mío, mío!» Por fi n empiezan a correr los mayorcitos, esos no se dejan agarrar por la mano sino se abalanzan hacia la verja con globos en las manos y bolsas de caramelos como si volvieran de un gran festín. Diego, como siempre el descuidado, se cae en la rampa al salir pero rápido recoge sus caramelos y sigue a sus hermanos. Ni siquiera abrazos y besos sino gritos de alegría: «Nos bañamos en la fuente, comimos tarta y pasteles, jugamos con otros niños, era como un cumpleaños. Todos los presos se habían volcado con los niños, sean o no los suyos. Como muchos presos prefi eren la comida de casa, y no como Gonzalo que comía el rancho, habían recibido comidas especiales aparte de la de la prisión que en ese día era especial, había de todo y de lo mejor, que los nuestros nunca habían ni probado. «¡En la cárcel se vive muy bien, hay de todo, mamá!».
Cuando, a los pocos meses volvió su padre, ya no decían: en la cárcel se vive mejor, lo mejor de lo mejor era, tener a su padre en casita, aunque siempre esté sentado en su despacho, porque siempre les escuchaba, nunca decía que está ocupado y, cuando venían los domingos, salíamos al campo, a ver otras ciudades o pueblos, como Ávila, Toledo o Segovia.
Yo quiero añadir, que en la galería donde Gonzalo estaba con los presos políticos, me admitían, previamente inspeccionados, trabajos de parte de la UNESCO para que los tradujera, le admitieron su máquina de escribir y encima le descontaron días de prisión por redención de trabajo.
Todo este relato parece muy bonito, contado así pero la realidad es otra, ya os podéis imaginar. Eran demasiadas veces, cada vez que entraba de nuevo le saludaba Marcelino Camacho: «¿Pero Gonzalo, otra vez aquí?». Y Gonzalo respondía: «¿Pero Marcelino, todavía aquí?». Ahí también pudo saludar a un buen amigo de Francia, al comunista Antonio Azcárate y a otros muchos más. Y no todas las veces fueron en Carabanchel, luego en Algeciras después de sus saltos de la verja desde Gibraltar. Ahí hasta los mayores, que, acostumbrados a sus aventuras, le acompañaron en ir o a nado o con barquita de goma para luego saltar la verja todos juntos. Sonia, Mario, Diego y Marta.
Mario puede presumir de haber pasado algunos días en la prisión de Algeciras y Sonia, que fue a nado a Gibraltar, estuvo presa ahí poco tiempo porque escogió al abogado Sir Joshua Hassan que era entonces el Primer Ministro.
Con la ayuda de Dios, eso si tengo que decir, lo hemos superado todo y hemos vivido 52 años juntos. Dios gracias.
Hilde Dietrich Cortes de la Frontera, 11 de julio de 2008