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Una cuestión de geografía histórica: Tres artículos sobre el problema de Gibraltar
tion at Thurmaston, as the road runs southwards through Leicester, or very close to the center of the town. I leave this problem». G. Arias, «Grammar in the Antonine Itinerary. A challenge to British Archaeologists», Kobie 2002.
21. Se ha omitido en esta versión del texto la transcripción literal de la cita de van Berchem, que se ha reproducido en el primer párrafo de la sección anterior («Los planteamientos de Dennis van Berchem»). De igual modo, se ha alterado la frase de enlace con el párrafo siguiente, para mantener el sentido inicial [N. del Ed.]
22. Gerhard Radke, Viae publicae romanae, Bologna, 1981: 58
23. Raymond Chevallier, Voyages et déplacements dans l’Empire romain, París, 1988: 63
24. Yerra Benítez de Lugo, por ejemplo, al decir que «Arias defi ende la hipótesis de que las mansio se construían fuera de las vías por distintos motivos» (op. Cit., p.22, n. 14). Lo que yo he dicho en varios lugares es: a) que las grandes vías romanas seguían su rumbo dejando a menudo a las ciudades, especialmente a las indígenas, a un lado u otro; b) que las villae privadas podían no tener interés en estar a la vera de una vía frecuentada por unidades militares. Pero las mansiones, por supuesto, están al borde de las vías.
25. En la parte hispánica de los Vasos Apolinares la longitud de las etapas va de un mínimo de 9 millas a un máximo de 37. En el Itinerario de Antonino las oscilaciones son muchísimo mayores.
UNA CUESTIÓN DE GEOGRAFÍA HISTÓRICA: TRES ARTÍCULOS SOBRE EL PROBLEMA DE GIBRALTAR 1
¿UTRECHT? NO, GRACIAS
En Utrecht se fi rmó en 1713 el tratado que reorganizaba el mapa de Europa y el equilibrio de las potencias tras la Guerra de Sucesión de España, que había durado 12 años. Un solo artículo, el 10, se refería a Gibraltar. Los demás tratan de cuestiones que no tienen hoy la menor actualidad, incluido el artículo 11 por el que España cedía a Gran Bretaña la isla de Menorca. Cuando se habla, todavía hoy, de la vigencia de este tratado, hay que entender por lo tanto que se habla a lo más de su artículo 10, y en realidad a una pequeña parte de él, como veremos. Conviene, pues, conocer el texto exacto de aquel artículo para juzgar de la solidez o liviandad de la argumentación basada en el mismo. Helo aquí traducido del latín, que era entonces el idioma de los textos internacionales:
«El Rey católico, por sí, por sus herederos y por sus sucesores, cede por este Tratado a la corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto y las defensas y fortalezas que le pertenecen, dando la dicha propiedad para que la tenga y goce absolutamente, con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno; pero para evitar los abusos y fraudes que podría haber en la introducción de las mercancías, quiere el Rey católico, y supone que se entiende así: que la dicha propiedad se cede a la Gran Bretaña sin jurisdicción alguna territorial, y sin comunicación alguna abierta con la región circunvecina de parte de tierra. Y como la comunicación con las costas de España por vía marítima no puede estar abierta y segura en todos tiempos y de aquí puede resultar que los soldados de la guarnición de Gibraltar y los vecinos de aquella ciudad de Gibraltar se vean reducidos a grandes angustias, siendo la mente del Rey católico sólo evitar la introducción fraudulenta de mercancías como se ha dicho con el comercio de tierra, se ha convenido que en estos casos se pueda Adquisición de Publicaciones a dinero de contado en la región de España circunvecina la provisión y demás cosas necesarias para el uso de las tropas de la guarnición y de los vecinos y navíos que estuvieren en el puerto; pero si se aprehendieren algunas mercancías introducidas por Gibraltar ya para permuta de víveres, o ya para otro fi n, se adjudicarían al Fisco, y dando queja de esta contravención del presente Tratado, serán castigados severamente los culpables: Y S.M. Británica, a
1. Los tres artículos siguientes proceden de la web «Gibraltar, Puertas Abiertas», alojada en www.gonzaloarias.net
instancia del Rey católico, consiente y conviene en que no se permita por motivo alguno que Judíos ni Moros habiten, ni tengan domicilio en dicha ciudad de Gibraltar y que no se dé entrada ni acogida a los navíos de guerra de los moros en el puerto de aquella ciudad, con que se pueda cortar la comunicación de España a Ceuta, o ser infestadas las costas españolas por los Moros; y como hay tratados de amistad y libertad y frecuencia de comercio entre los vasallos Británicos y algunas regiones de la costa de África, se ha de entender siempre que no se les puede negar la entrada en el puerto de Gibraltar a los Moros y sus navíos que sólo vienen a comerciar. Promete también S.M. la Reina de la Gran Bretaña que a los habitantes de la dicha ciudad de Gibraltar se les concederá el uso libre de la religión católica Romana. Si en algún tiempo a la Corona de la Gran Bretaña le pareciera conveniente dar, vender o enajenar la dicha ciudad de Gibraltar, se ha convenido y concordado por este Tratado que se dará a la Corona de España la primera acción, antes que a otros para redimirla».
Tal es el añejo texto al que las artes de la diplomacia, desde el ministro Castiella, pretenden dar continuada vigencia. (No siempre fue así: el diplomático español José Lion Depetre defendió en 1954-55 la tesis de la caducidad del Tratado de Utrecht con abundantes argumentos: cláusula rebus sic stantibus, desaparición de 10 de los 17 Estados signatarios, incumplimiento, etc.) Castiella, desde mucho antes de ser ministro de Franco, sostuvo la tesis de la vigencia del susodicho artículo, creyendo ver en él una justifi cación de las medidas de bloqueo y un arma para reivindicar la soberanía. La tesis no sólo fue aceptada de buen grado por los negociadores británicos desde 1966 (¡se les servía en bandeja un título jurídico que validaba la presencia británica en el Peñón!), sino que por el cauce de esa interpretación jurídico-política han discurrido después todos nuestros ministros de asuntos exteriores sin excepción.
Pero ¿qué es lo que puede estar vigente del famoso artículo 10? Una lectura cuidadosa nos conduce a sistematizar así sus disposiciones:
1ª y principal: Se cede perpetuamente a Gran Bretaña la propiedad de la ciudad y el castillo de Gibraltar, con su puerto y las defensas y fortalezas que le pertenecen, pero «sin jurisdicción territorial». 2ª: No podrán introducirse en España mercancías procedentes de Gibraltar; las que se aprehendieren se adjudicarán al Fisco. 3ª: Para evitar tal introducción no habrá comunicación con la región circunvecina por parte de tierra. 4ª: No obstante, cuando la comunicación por mar sea insegura, podrán Adquisición de Publicacionesse provisiones en España para llevarlas a Gibraltar por tierra. 5ª: No habitarán en Gibraltar judíos ni moros. 6ª: No podrán entrar en el puerto navíos de guerra de los moros. 7ª: Se permitirá la práctica de la religión católica. 8ª: En caso de venta o enajenación de la ciudad, España tendrá la primera opción.
La primera disposición fue violada desde el momento de la fi rma por Gran Bretaña, que se apropió mucho más de los allí cedido. Es conocido el caso de las tierras del istmo, de cuya ocupación abusiva se ha hablado en todos los to
En trama, la zona cedida a Gran Bretaña en el Tratado de Utrecht.
nos. Pero sorprende que desde posiciones españolas no se advierta casi nunca que la extralimitación británica es muchísimo mayor. No deberían pasar a poder de los ingleses según lo convenido en Utrecht, por estar claramente extramuros, toda la parte meridional del Peñón, al sur de la Muralla de Carlos V, ni tampoco la escarpada costa oriental con la Caleta o Bahía de los Catalanes. Que la jurisdicción de la plaza cedida no ha de ir más allá de sus muros es una condición explícita en la expresión «sin jurisdicción territorial». (La tesis de Castiella según la cual esa expresión se traduciría «sin soberanía» es insostenible y ha sido abandonada por sus sucesores: basta observar que el artículo 11 del mismo tratado no contiene tal expresión cuando se trata de la cesión de la isla de Menorca. Ambas cesiones fueron cualitativamente iguales en lo jurídico, pero hubo una diferencia cuantitativa: una plaza fuerte sin campo contiguo en un caso, toda la isla en otro caso.)
En suma: esa primera disposición, interpretada literalmente, no puede aplicarse a mucho más de una quinta parte del Gibraltar actual. Y es que no se quiere ver que el artículo se redactó en Utrecht sin tener absolutamente en cuenta la topografía del lugar, tal vez por personas que nunca habían visto el Peñón ni disponían de mapas buenos ni malos. Ni una mención de la Roca, del istmo o de un topónimo menor orientador. Se diría que los negociadores de Utrecht imaginaban una típica ciudad costera, separada de la «región circunvecina» por un recinto amurallado más o menos semicircular.
Por supuesto que también España violó esta disposición. Lo hizo en 1727 y en 1779, cuando trató de recuperar por las armas lo que había «cedido» a perpetuidad. Y en buena lógica, si sostenemos que esta cesión perpetua está vigente, ¿cómo es que pedimos que el Peñón vuelva a España?
Las puertas en la muralla de Carlos V, límite sur de lo cedido en Utrecht. Junto a la puerta que lleva el escudo de Carlos V, la abierta por los británicos
Una vista poco conocida de la vertiente mediterranea del Peñón, no cedida por España según la interpretación literal del Tratado de Utrecht
La segunda disposición fue violada pronto, y cada vez con más continuidad y en mayor escala, sobre todo por ciudadanos españoles, aunque también británicos, de manera que había caído en desuso cuando Castiella entra en el gobierno. Los controles aduaneros que entonces y después se aplicaron y aún se aplican intermitentemente nada tienen que ver con la prohibición absoluta de 1713 respecto a la introducción de mercancías.
También la tercera disposición ha sido secularmente ignorada. No parece muy serio decir que el cierre de la frontera en el período 1969-1982 fue sencillamente la aplicación de una disposición de 1713 que por descuido había quedado en suspenso durante 256 años.
La cuarta disposición contiene una excepción según la cual se admite implícitamente la comunicación marítima (ofi cialmente prohibida o restringida por el Gobierno español en 1969-1982) y explícitamente la terrestre en ciertos casos. Es España la que ha infringido aquí lo convenido.
La quinta disposición no fue casi nunca cumplida, como es natural.
Sí lo fueron, en general, la sexta y la séptima.
La octava disposición fue violada, según Castiella, por el limitado grado de autonomía concedido por Gran Bretaña a los gibraltareños, y especialmente por el referéndum de 1967 que les dio la posibilidad de expresar su preferencia por la soberanía británica o española. (La palabra «autonomía» sólo empezó a utilizarse en las ofertas españolas a los gibraltareños en 1973, con López Bravo en Asuntos Exteriores.) Muy recientemente, marzo de 2001, el ministro Piqué ha aplicado de nuevo el criterio Castiella al protestar enfadado ante la perspectiva de una posible modifi cación de la constitución gibraltareña que reconozca el derecho de autodeterminación.
En resumen: de las ocho disposiciones en que hemos desmenuzado el manoseado artículo 10, sólo dos han sido y son bien observadas. Las otras seis son o han sido infringidas de manera fl agrante, como reconoce la propia doctrina ofi cial española, cuando no son nuestras mismas autoridades las que las infringen.
¿Tiene sentido entonces hablar de la vigencia de lo acordado en Utrecht? ¿Nos damos cuenta de lo ridículo que es sostener tal vigencia, y pedir al mismo tiempo a Gran Bretaña su consenso para rescindir el Tratado?
¿No sería mucho más sencillo, y sobre todo mucho más conforme a la verdad, declarar unilateralmente que el Tratado de Utrecht no tiene más valor que el histórico, ya que hoy las partes interesadas no lo cumplen, y no hay una autoridad supranacional que pueda obligarlas a cumplirlo?
Veo la objeción: si el Gobierno de España hiciera eso, perdería el derecho a la primera opción en caso de retirada británica, y dejaría el camino expedito para la independencia de la pequeña colonia. Lo que está vigente del Tratado de Utrecht -podría argumentarse- es sólo la disposición sobre retrocesión a España en caso de desistimiento británico.
Reconozco que esta forma de argumentar tiene alguna base jurídica, aunque quizá habría que precisar que la disposición sobre primera opción de España es válida no tanto por haber
sido acordada en Utrecht como por mutuo consenso de los gobiernos de nuestros días.
Llegados aquí, creo que hay que desmarcarse del análisis jurídico y plantearse otro tipo de preguntas.
¿Por qué ese empeño en obstaculizar la autodeterminación gibraltareña?
Para España y para los españoles, ¿es realmente un Gibraltar británico preferible a un Gibraltar gibraltareño?
El objetivo de un Gibraltar desmilitarizado, sin duda preferible para todos, ¿no es más alcanzable dando mayor poder de decisión a los gibraltareños?
La alarma y el peligro que el asunto del submarino Tireless han llevado a Gibraltar y al Campo de Gibraltar, ¿podrían repetirse si se consumara la total retirada del ejército británico del Peñón, y si los gibraltareños tuvieran el control real de su puerto?
Sinceramente: creo que ya es hora de dar por caducos los planteamientos jurídicos que un ministro de Franco, movido por un tipo de patriotismo que entonces parecía obligado, dio a la disputa sobre Gibraltar.
Asedio de Gibraltar en 1779-1782. Durante esos años los españoles ocuparon prácticamente todo el istmo, construyendo trincheras en la zona que en tiempos de paz se consideraba «neutral». Publicado originalmente en el libro «Gibraltareños y gibraltarófagos», 1975
LA TRILOGÍA MELILLA, CEUTA, GIBRALTAR 2
I – Un paralelismo que se pretende ignorar
El ex ministro Fernando Morán ha rememorado recientemente en El País la declaración relativa a Gibraltar fi rmada hace diez años en Bruselas por él mismo y el entonces titular del Foreign Offi ce británico, sir Geoffrey Howe. Considera Morán que aquel texto «fue un avance notable en el camino de la resolución del contencioso», incluso «uno de los más decisivos de la larguísima historia de nuestra reivindicación», y explica desde las primera líneas de su largo artículo que la importancia de aquel instrumento estriba en que «el Gobierno británico aceptó tratar todos los temas referentes a Gibraltar, incluido expresamente el de la soberanía».
Sea por puro azar, sea por una travesura del ajustador de páginas, el citado artículo iba fl anqueado en El País por un suelto que recogía las reacciones marroquíes ante la disposición mostrada días antes por Felipe González para dialogar sobre Ceuta y Melilla y la rotundidad con que el ministro Solana declaró inmediatamente después que «no hay nada que negociar en lo que concierne a la soberanía española» sobre estas dos ciudades. Hay que estar muy ciego para no ver que la diplomacia marroquí, consciente o inconscientemente, adopta respecto a las plazas hispanoafricanas unas orientaciones y unos argumentos que parecen calcados de la diplomacia española respecto al Peñón, y tropieza con resistencias y reticencias españolas que se parecen como un huevo a otro a las resistencias y reticencias británicas frente a la reivindicación española. En uno y otro caso asistimos al juego de conjugar los verbos «hablar», «tratar», «dialogar», «negociar» de, sobre, respecto a la soberanía, para marcar matices con los que se pretende contentar, en cada país, tanto a los partidarios de la fi rmeza como a los que apuestan por la fl exibilidad.
El lastre españolista
Fernando Morán, político socialista de cuya sincera opción por la democracia y la libertad no es lícito dudar, y que ha conservado un crédito de honradez, ecuanimidad, congruencia e inteligencia que para sí quisieran algunos de los que trataron de desacreditarle con bromas de gusto dudoso, arrastra sin embargo en la cuestión de Gibraltar el lastre de un tipo de nacionalismo españolista del que todavía no sabe librarse casi ningún político, incluidos los que dicen estar más a la izquierda que él. Es lástima. Somos muchos los que creemos que, en este asunto, tanto el pueblo llano como numerosos intelectuales y pensadores tienen más sensibilidad que los políticos para el espíritu de los tiempos.
Es cierto que los políticos de la democracia han rectifi cado algunos de los errores garrafales del franquismo respecto a Gibraltar. Se ha abierto la frontera (con restricciones), se ha abandonado el lenguaje injurioso frente a los yanitos, se
2. Un trabajo parecido sobre este tema, con el título «Gibraltar, Melilla, Ceuta: invitación a la congruencia», fue ofrecido al diario EL PAÍS en 1987. Se me dijo que el tema era interesante, pero su extensión excesiva. «Si puede usted reducir el artículo a unos tres folios y medio, es probable que pueda ser publicado en EL PAIS». Operada la reducción, no obtuve ya respuesta.
ha aceptado la presencia de sus representantes entre los negociadores (o dialogantes) británicos e incluso se habla —como lo hace Morán— de aceptar «la situación cultural, social, de nacionalidad de los habitantes». Pero está claro que esta pretendida generosidad no parece sufi ciente a los gibraltareños, quienes lo que no quieren es perder el control, de su territorio, aunque se les dore la píldora en forma de «condominio» durante un período de transición. ¿Tan difícil es esto de comprender? Pues quienes no lo comprendan deberían pensar en la respuesta que darían los habitantes de Ceuta y Melilla a una similar propuesta de condominio hispanomarroquí sobre sus ciudades como preparación para el traspaso cabal de soberanía.
Lo que diferencia, lo que separa
Por supuesto que hay notables diferencias demográfi cas, culturales, geográfi cas, históricas, políticas y otras que hacen que los tres enclaves no sean totalmente homologables, como los hay también, aunque menores, entre el caso de Ceuta y el de Melilla. Gibraltar es un crisol en el que se han fundido pobladores de diversos orígenes, mientras que las poblaciones de las otras dos ciudades son homogéneamente españolas, salvo la adición de una fuerte minoría de origen marroquí que no se mezcla con la mayoría. La presencia constante de la lengua española en Gibraltar junto a la inglesa contrasta con la nula presencia de las lenguas africanas en el sector mayoritario de las plazas hispanoafricanas. Por su estilo de vida, sus costumbres, su cultura y su religión, los gibraltareños están mucho más cerca de los españoles que los ceutíes y melillenses de los marroquíes. Ceutíes y melillenses son y se sienten españoles por la sangre, mientras que la opción británica de los yanitos tiene más bien bases políticas, históricas y sociales. En cuanto a los respectivos territorios, las fronteras ceutíes y melillenses se dilataron extraordinariamente el pasado siglo, cosa que no ocurrió en Gibraltar aunque algunos propagandistas españoles hayan pretendido otra cosa con una interpretación discutible de los hechos históricos. (De hecho, hubo una progresión cualitativa en la ocupación británica de la tierra llana al pie del Peñón, que de deshabitada y «neutral» en el sentido de «desmilitarizada» fue pasando a contener construcciones, el cementerio, cuarteles, el aeropuerto y viviendas; pero no una progresión cuantitativa, ya que el propio límite fronterizo permaneció prácticamente estacionario desde 1713.)
Hay que reconocer también la diferencia —cuya importancia capital se complacen en subrayar muchos de nuestros apologetas— que se refi ere a los mejores títulos históricos españoles sobre Ceuta y Melilla (o al menos sobre los núcleos originales de sus territorios) en comparación con la acción bélica que dio origen a la presencia británica en el Peñón. Ceuta, que ya era secularmente portuguesa en 1640, optó voluntariamente por permanecer fi el a la corona española cuando en esa fecha los portugueses se rebelaron contra Felipe IV. Melilla, se dice, estaba abandonada en una zona disputada entre los reinos de Fez y Tremecén cuando en 1497 fue ocupada por iniciativa del Duque de Medina Sidonia.
Todas estas diferencias pueden jugar un papel en el pleito político, y no siempre en el sentido que desearían quienes las esgrimen como argumentos en favor de una tesis determinada, como veremos en un próximo artículo. Pero en mi opinión no deben hacer olvidar el paralelismo profundo de las situaciones, al que he querido referirme con la palabra «trilogía». Una trilogía, dice el diccionario, es un «conjunto de tres obras dramáticas que tienen entre sí enlace histórico o unidad de pensamiento». Estamos escribiendo entre todos tres obras, que lógicamente deberían tener también una unidad de desenlace. Y a veces nos estremece el pensamiento de que algo de tragedia griega puede haber en efecto en estas tres historias, por la obstinación con que ciertos protagonistas -se supone que animados de nobles intenciones- acumulan gestos que van a labrar su propia desdicha, pese a las voces de alerta de quienes desean salvarlos y ante el asombro impotente de los espectadores. Pero no caigamos en el fatalismo. El desenlace no tiene por qué ser trágico.
II – Las fronteras
Decía en mi anterior artículo que los argumentos manejados en los pleitos paralelos de las tres ciudades mediterráneas no siempre obran en el sentido deseado por quienes los esgrimen. El apasionamiento nacionalista, los prejuicios y la
pereza mental hacen a menudo que demos por buenas sin someterlas a la criba de nuestra razón algunas afi rmaciones que se transmiten de autor en autor sencillamente porque nos parece que llevan el agua a nuestro molino. Pero cuando se trata de datos históricos comprobables, su manejo partidista, su ocultación o su presentación desfi gurada son peligrosos -cuando no inmorales-, pues pueden volverse contra nosotros. Eso ocurre con los aspectos territoriales de nuestros contenciosos, y a ambos lados del mar, como vamos a ver.
Un ejemplo de ocultación tendenciosa es lo que suele ocurrir con las fronteras de Ceuta y Melilla.
Los datos sobre Ceuta y Melilla
En el tomo II del Atlas de España de Aguilar publicado recientemente en fascículos por El País se incluyeron una serie de interesantes planos de las ciudades españolas con indicación de las etapas históricas de su crecimiento. Al llegar a Ceuta y Melilla, sin embargo, se las despachó con un par de fotos y algunos datos estadísticos, pero sin plano alguno, ni histórico ni actual. ¿Por qué? También es difícil encontrar en las publicaciones ofi ciales, incluidos los simples folletos de turismo, planos completos de las fronteras de estas ciudades. Uno no puede por menos de pensar que aquí hay gato encerrado.
Cuando dije que, en comparación con los títulos británicos sobre Gibraltar, podrían ser mejores los títulos históricos españoles sobre Ceuta y Melilla, añadí la restricción: o al menos sobre los núcleos originales de sus territorios. La restricción es tan importante que no sólo anula el argumento de los historiadores nacionalistas, sino que incluso se vuelve contra ellos. En efecto: ¿de qué sirve lavar el pecado original de agresión colonialista al 20 y al 5 por ciento respectivamente de los territorios ceutí y melillense, si a continuación hemos de reconocer que el 80 y el 95 por ciento restantes están manchados de ese pecado?
No faltará quien me tache de antipatriota por recordar estas cosas que muchos quisieran borrar u ocultar. Acepto el riesgo, pero quisiera afi rmar con fuerza mi convicción de que un recto patriotismo no puede basarse en la ocultación ni en la mentira. Sólo rindiendo homenaje a la verdad podremos forjar un futuro de concordia.
Y la verdad es que la mayor parte, con mucho, de los territorios que hoy tienen Ceuta y Melilla (alrededor del 80 por ciento en el primer caso y más del 95 por ciento en el segundo) fueron arrebatados a Marruecos por la fuerza de las armas el pasado siglo mediante guerras típicamente coloniales, hasta llegar a las fronteras actuales, consagradas esencialmente tras la batalla de Wad-Ras (1860). No es, pues, el argumento de los títulos históricos el que nos puede valer para afi rmar la españolidad de estas dos plazas.
Por fortuna puedo ofrecer a los lectores una prueba del aludido ensanchamiento de las fronteras españolas en África. Los planos que ilustran este artículo, bastante elocuentes para ahorrarnos más comentarios, están tomados de la obra de José Mª Cordero Torres Fronteras Hispánicas, editada por el Instituto de Estudios Políticos en 1960.
Los hechos en Gibraltar
Si pasamos ahora a la frontera de Gibraltar, encontraremos un parecido desconocimiento o presentación sesgada de hechos históricos por uno y otro lado, en un esfuerzo de cada cual por favorecer la que cree su causa.
Está ante todo la idea generalmente admitida de la vigencia del artículo X del Tratado de Utrecht de 1713, tesis defendida por el ministro Castiella en tiempos de Franco y acogida con complacencia por los ingleses. Castiella y su equipo querían subrayar así que la zona del istmo nunca había sido cedida, y los diplomáticos británicos se aferraron a Utrecht para dar una base jurídica, aunque fuese mínima, a su soberanía sobre el Peñón. Pero esta interpretación forzada de un documento histórico puede volverse contra los unos y contra los otros.
Contra los ingleses primero, y en mucho mayor medida de lo que se suele decir. Si en Utrecht se cedió únicamente «la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto y las defensas y fortalezas que le pertenecen», es evidente que no se cedió la zona del istmo en donde está hoy el aeropuerto; pero no menos evidente, aunque nadie hable de ello, es que no se cedió tampoco la extensa zona situada al sur de la Muralla de Carlos V, ni toda la vertiente mediterránea del Peñón, tierras situadas extramuros de la ciudad y en las que no había en 1713 defensas o fortalezas pertenecientes a ella.
Contra los españoles también: porque la idea misma de que la «extralimitación» inglesa respecto a Utrecht se extiende también a toda la mitad sur del Peñón, a la Caleta, etc., que por lo tanto serían hoy jurídicamente españolas, es tan insólita, que viene a ser una reductio ad absurdum que invalida el argumento de la vigencia de lo fi rmado tantos años atrás en la ciudad holandesa.
Lo mismo cabe decir del argumento que a veces se oye de que en Utrecht no se cedieron aguas territoriales, siendo por lo tanto españolas todas las aguas que circundan al Peñón, excepto las del puerto primitivo. De hecho, las autoridades españolas han admitido siempre el control británico sobre una buena parte de tales aguas, así como del espacio aéreo correspondiente, defi nido con precisión en el Libro Rojo de Castiella (1968).
Flanco oriental del Peñón, desde la playa de La Alcaidesa
Es sorprendente, en verdad, que tanto España como el Reino Unido coincidan en afi rmar la vigencia de un tratado que a lo largo de los siglos, y casi desde el momento de su fi rma, ha sido violado reiteradamente en casi todas sus disposiciones por ambas partes. ¿No sería más fácil, más realista y más conforme a la verdad decir que Gibraltar ha pasado a ser británico por la ley del más fuerte, la misma ley que ha hecho la mayoría de los cambios de fronteras en la historia?Pero atención: el reconocimiento de este hecho histórico no quiere decir que nosotros, ciudadanos de una época que pretende afi rmar como valores universales la democracia y los derechos humanos, debamos seguir acatando la ley del más fuerte, ni tratando de imponerla si ella nos favorece. Tampoco esa ley debería estar hoy vigente. Hay otros medios de resolver los confl ictos. A ello me referiré en el último artículo de esta serie.
III – Oteando el futuro
Un escenario complaciente
Pueden concebirse varios «escenarios» para el futuro de Melilla, Ceuta y Gibraltar. El que nuestros políticos se complacen en imaginar es al parecer la prolongación indefi nida de la soberanía española en las dos primeras ciudades y la recuperación de la tercera por decisión de un gobierno británico dispuesto a reparar viejos o no tan viejos agravios, sea por propio y generoso impulso, sea cediendo a unas represalias hostigadoras en la frontera que, a decir verdad, no parecen muy propiciatorias de arreglos pacífi cos. Cual
quiera que sea la verosimilitud de tal escenario —no mucha, a mi juicio—, hay que preguntarse si de esta manera se resolverían los problemas o si, por el contrario, se crearían otros mayores. Poca imaginación muestran nuestros patriotas reivindicacionistas al no pensar en el foco ulceroso que constituiría en el tejido nacional un Gibraltar reintegrado a España contra los deseos de sus habitantes, al no tener en cuenta la previsible degradación de la seguridad ciudadana, de la economía y de la convivencia en el Peñón y su entorno y, sobre todo, al cerrar los ojos al lógico efecto bumerán sobre Ceuta y Melilla. Un Gibraltar español actuaría como poderoso revulsivo sobre el nacionalismo marroquí y sería en defi nitiva una sentencia de muerte a la españolidad de Ceuta y Melilla.
Una hipótesis belicista
Otro escenario temible, y lamentablemente no inverosímil a plazo largo o medio, sería uno en que la alteración del status quo viniese de Marruecos. Que triunfe el islamismo integrista en el país vecino, con o sin derrocamiento de la monarquía, y las armas marroquíes —esas que ahora vende España— se volverán contra los enclaves españoles. Y es sabido —cualquier militar lo confi rmará— que Ceuta y Melilla son militarmente indefendibles, a no ser que se quiera hacer una guerra por todo lo alto con bombardeos destructores de Rabat, Fez, etc. Lo previsible en este caso si continúa la actual política del avestruz es, por lo tanto, la desbandada, la claudicación ante la violencia, la vergüenza nacional, el ridículo por haber alimentado el reivindicacionismo ajeno y no haber satisfecho el propio, las acusaciones y reproches de todos contra todos... ¡Desdichado el gobierno al que le
toque ese trance, aunque no sea más culpable de ceguera que los anteriores! Magro consuelo será que los historiadores digan el día de mañana que hubo antes de la catástrofe algunas voces previsoras que no fueron escuchadas.
La corriente abandonista
También cabe imaginar, aunque parezca poco probable, una cesión española progresiva, pactada y pacífi ca de las funciones de soberanía sobre Ceuta y Melilla. Hay que admitir que tanto entre los ciudadanos españoles en general como entre los políticos existe una corriente de pensamiento abandonista. Según este escenario, sería esa corriente la que llegase a defi nir la política nacional frente a las demandas marroquíes. Siempre sería más digna tal política que una de fanfarronería rematada con una catástrofe. Pero su viabilidad en un marco pacífi co tropezaría, como en el escenario primeramente evocado respecto a Gibraltar, con la segura oposición de los habitantes de las correspondientes ciudades.
Una alternativa más luminosa
¿No habrá entonces ningún escenario más luminoso, más deseable? Por supuesto que lo hay, y su visión anticipadora es el objetivo con el que quisiéramos concluir nuestras refl exiones.
Más de una vez he dicho que todo proceso de conciliación requiere que cada una de las partes en la disputa, en lugar de anclarse en la denuncia obstinada y reiterativa de los agravios recibidos de la parte contraria, empiece por reconocer sus propios yerros o entuertos: los marroquíes los suyos, los ingleses los suyos, los españoles los suyos. Soy español, y por eso no quiero referirme ahora a los entuertos que los otros deberían reconocer, sino sugerir los pasos de acercamiento que España podría dar.
Ante todo, reconocer que en nuestro tiempo no es de recibo el «patriotismo territorial», que pone la que llamaríamos «redondez» del territorio (integridad dicen ellos) por encima de los intereses, deseos y sentimientos de las poblaciones. Son las poblaciones, mucho más que las tierras, las que constituyen una patria. Es el principio democrático el criterio principal que ha de guiarnos hacia la solución de los confl ictos de soberanía. Esto signifi ca que es un agravio negar a los gibraltareños voz y voto en las negociaciones sobre su futuro. Signifi ca, incluso, que el primer e imprescindible paso español de acercamiento debe ser una declaración solemne de renuncia a imponer la soberanía española en Gibraltar mientras sus habitantes no la deseen. Tal declaración facilitaría muchas cosas, y por carambola nos daría una buena base negociadora ante Marruecos.
Frente a nuestro vecino del sur, el agravio en que hemos incurrido hasta ahora es el de negarnos a hablar de lo que ellos quieren (poco importa que a ese hablar se le llame «refl exionar juntos», «negociar», «dialogar»...). Hablemos de soberanía, ¿por qué no?, del mismo modo que los gobernantes británicos tuvieron un día el valor de hablar de soberanía sobre Gibraltar, aunque ello alarmase a los gibraltareños. Hablemos, aunque sólo sea para proclamar nuestra convicción de que no sería justo decidir algo entre Madrid y Rabat pasando por alto los sentimientos y deseos de las poblaciones interesadas. También debemos reconocer el agravio, todavía no remediado aunque se hayan adoptado algunas medidas positivas en ese sentido, del trato discriminatorio dado a los pobladores musulmanes de Ceuta y Melilla. No ya por justicia, sino por interés propio deberíamos fomentar con decisión una política social y cultural que haga sentirse a estos sectores de las poblaciones africanas (que por la tendencia demográfi ca llegarán un día a ser mayoritarios) plenamente a gusto bajo el pabellón español. Una auténtica política de acercamiento y convivencia interracial e intercultural sería el mejor antídoto frente al peligro antes evocado de que un día se despierte un integrismo islámico en Marruecos.
Abiertos al futuro
¿Estoy con estas sugerencias proponiendo unas políticas cuyo objetivo último sería el mantenimiento del régimen y de la soberanía actuales en las tres ciudades de que hablamos? No quisiera que se me entendiese así. Creo que un político realista y hábil es el que deja siempre ventanas abiertas hacia el futuro, y no el que se obstina en considerar inmutables tales o cuales esquemas jurídicos o políticos.
El principio esencial, insisto, es el democrático. Pero las poblaciones (su voluntad, sus intereses, sus sentimientos) son por naturaleza un ente en devenir, no un factor que quede anquilosado en la historia. A los diplomáticos, a los juristas y a los políticos de los tres países y de las tres ciudades de que tratamos incumbiría la misión de encontrar fórmulas para que se exprese periódicamente el sentir democrático. España no debe ni puede entregar a ceutíes y melillenses a una soberanía que ellos no desean; pero sí podría conceder al Gobierno marroquí el derecho a formular a ceutíes y melillenses cada diez, cada veinte o cada treinta años, por vía de referéndum, una pregunta sobre su españolidad o marroquinidad, o de presentarles una propuesta de reforma del estatuto de sus ciudades.
Parecido arreglo, mutatis mutandis, podría dejar abierto el futuro de Gibraltar. Los patriotas añorantes de la integridad territorial podrían así poner su empeño en conseguirla mediante un esfuerzo de concordia y acercamiento, y no intercambiando acusaciones e improperios.
ALEGATO POR UN GIBRALTAR GIBRALTAREÑO 1
¿Conocen ustedes la historia de los dos locos clasifi cromáticos? Yo se la contaré.
Hay muchas clases de locura, pero la clasifi cromacia no ha recibido sufi ciente atención de los siquiatras. ¿Ustedes tampoco han oído nunca hablar de ella? Pues sin embargo no debe ser tan infrecuente, porque un buen día coincidieron dos locos clasifi cromáticos en el Museo del Prado de Madrid.
Su chifl adura era al parecer inofensiva. La habían tomado con una obra maestra de Velázquez, el Cuadro de las Lanzas, y pretendían defi nirlo científi camente midiendo y clasifi cando todas las superfi cies cromáticas del mismo. Por ejemplo:
- Casaca del soldado holandés en primer plano, 5.310 centímetros cuadrados, color ocre. - Llave que entrega el vencido al vencedor, 13 centímetros cuadrados, negro verdoso. - Patas del caballo, 940 centímetros cuadrados, blanco.
Y, como su manía era coincidente, nuestros dos locos fueron así catalogando por color y extensión, tomándose muy en serio su trabajo, las vestimentas de los soldados, las banderas, las lanzas, y hasta los rostros, barbas y bigotes. Pero un día, después de catalogar el cuerpo del caballo, se atascaron en su cola.
- Es negra – decía uno. - Es castaña, como el caballo mismo – decía otro. - ¡Pero hombre, pareces daltónico! - ¡La daltónica será tu madre! Y como las voces se elevaban y la disputa tomaba mal cariz, intervino apaciguador un vigilante del museo. El cual, erigido en árbitro por ambas partes, dictaminó: - La cola del caballo es color... ¡cola de caballo!
Paréceme que muchos políticos miran el mapa de Europa (o de cualquier continente) con los mismos ojos que nuestros locos miraban su cuadro. Cada superfi cie terrestre tiene que tener su «color» convencional, no se admiten pinceladas inclasifi cables. Y me temo que si trato de aplicar este apólogo a la manía de quienes quieren creen imprescindible catalogar a Gibraltar como «inglés» o como «español», más de uno me llamará cosas peores que daltónico.
Se dice que la reivindicación de Gibraltar es una de las pocas cosas en que hay unanimidad entre los españoles. Apenas hay líder político, del gobierno o de la oposición,
1. Artículo publicado en Panorama (Gibraltar, enero de 1982) y en El Ciervo (Barcelona, febrero del mismo año)
que no haya hablado en términos de fervor patriótico de «recuperar Gibraltar», «devolver el Peñón a la soberanía española», «restaurar nuestra integridad territorial», etc. Es muy difícil para un español, por muy independiente e inconformista que pretenda ser, plantearse siquiera la pregunta de si la inmensa presión que ejercen sobre uno generaciones enteras de patriotas no nos está forzando a tomar partido irrefl exivamente, sin ejercitar nuestro propio sentido crítico. ¿Cuántos de los que dicen vibrar de amor patrio se han molestado en compulsar y analizar a la luz de su razón los datos geográfi cos con los humanos, en escuchar a los directamente interesados, en considerar si los planteamientos de tiempos de Felipe V siguen siendo hoy válidos?
Pues bien, ya es hora de que alguien se atreva a discrepar. Lancemos el desafío: NO ESTOY DE ACUERDO EN QUE ESPAÑA DEBA CONSIDERAR COMO OBJETIVO IRRENUNCIABLE DE SU POLÍTICA EXTERIOR LA INCLUSIÓN DE GIBRALTAR EN EL ÁMBITO DE SU SOBERANÍA. NO ESTOY DE ACUERDO EN QUE ESA SEA NECESARIAMENTE LA MEJOR SOLUCIÓN DEL PROBLEMA NI PARA LOS GIBRALTAREÑOS, NI PARA LOS CAMPOGIBRALTAREÑOS, NI PARA LOS ESPAÑOLES EN GENERAL (AUNQUE QUIZÁ LO FUERA PARA LOS INGLESES).
Ya está dicha la barbaridad. Preparémonos ahora a aguantar la tormenta.
Para tratar de pensar sin prejuicio, yo invitaría a los lectores, y en especial a los campogibraltareños, a dedicar una brevísima refl exión a algunos de los sectores del vivir cotidiano en que se manifi estan los atributos de la soberanía, tratando de imaginar lo que nosotros consideraríamos como solución más conveniente en cada caso. Estos sectores podrían ser:
Moneda: ¿Qué sería más práctico para unos y otros? ¿La adopción de la moneda española en Gibraltar o la continuación de la inglesa? Me refi ero naturalmente a una situación normal, de frontera abierta y contactos comerciales cotidianos. Sí, seguramente sería deseable la unifi cación monetaria con España. Muchos nos ahorraríamos el tener
que llevar dos monederos encima, y se simplifi carían los intercambios. En este aspecto, yo estaría de acuerdo en desear un Gibraltar español.[1]
Sellos de correos: ¿Qué imagen pondríamos en ellos? ¿La de Juan Carlos I o la de Isabel II? ¿O ninguna de las dos, como es lo más frecuente en la actualidad? A primera vista la cuestión parece nimia, pero no lo es tanto. La fi latelia tiene hoy una importante proyección cultural y comercial en el mundo y es sabido que en Gibraltar tiene muchos adictos. Más vale dejar a los gibraltareños su autonomía fi latélica.
Idioma ofi cial: Una vez aceptado ofi cialmente en España el biligüismo de ciertas regiones autónomas, se va abriendo paso entre nosotros —a veces con difi cultad— la idea de que un bilingüismo cultivado desde la infancia no sólo no es un estorbo, sino que enriquece la personalidad del individuo. Para Gibraltar, nadie dudará que lo ideal es corroborar y fomentar ofi cialmente el uso de ambos idiomas, inglés y español.
Enseñanza: Quien tenga alguna duda sobre los medios que las autoridades de Gibraltar y del Reino Unido ponen a disposición de las escuelas de la ciudad vecina, en comparación con los medios de que disponen las escuelas de La Línea, debería hacer una visita, aunque fuera breve, a unas y otras. Por favor, no quitemos a los yanitos una de las mejores cosas que Inglaterra les ha dado.
Hacienda pública: ¿Ganaría mucho el Campo de Gibraltar o España en general con que los habitantes del Peñón pagaran su impuesto sobre la renta a la Hacienda española?
Seguramente caben distintas respuestas a esta pregunta, pero en todo caso no hay que hacer abstracción de la otra cara del problema: la ayuda fi nanciera, directa o indirecta, que el Gobierno de Londres aporta actualmente a Gibraltar, que es muchísimo más elevada que lo que la metrópoli pueda obtener de los gibraltareños en impuestos. La carga fi nanciera que el Gobierno británico se quitaría de encima para echarla sobre el español, en caso de traspaso de soberanía, sería gordísima.
Regulación del tráfi co: Circulación por la derecha como en España, por supuesto. Ni el más feroz probritánico ha propuesto cambiar esto, que yo sepa.
Sistema jurídico: La concepción jurídica de los países latinos, con su culto a la lógica formal y a la norma escrita, puede preferirse en abstracto a la concepción anglosajona del derecho, más fl exible y con más margen para el arbitrio judicial. Pero digo lo mismo que respecto a las escuelas: conozcamos la actuación real de juzgados y tribunales de uno y otro lado de la verja, comparemos los plazos respectivos de solución de los litigios, y comprenderemos que los gibraltareños no deseen cambios, en este campo como en otros.
Aduana: Esta institución no le resulta simpática a ningún ciudadano. Ya que vamos hacia el Mercado Común, lo mejor sería que no hubiera aduana alguna entre Gibraltar y La Línea.
Orden público: He conocido por dentro un calabozo gibraltareño y bastantes españoles; ninguno es agradable. Puedo comparar por experiencia personal los métodos de actuación de las policías de uno y otro lado de la verja, y conozco bastantes gibraltareños que también pueden hacerlo. Pero no es necesario entrar en detalles. Los propios medios informativos españoles, incluida la televisión, ofrecen casi a diario a los gibraltareños argumentos en los que basar su preferencia por el bobby que presta su servicio sin armas, que ha salido de su propio pueblo y en el cual (salvo excepciones siempre posibles) se ve a un amigo. ¿Por qué hemos de hacer consistir nuestro patriotismo en contrariar esta preferencia tan explicable de nuestros vecinos?
Defensa: Sólo males y molestias, sin ventaja alguna, nos ha traído a los españoles la presencia del ejército británico en el Peñón desde 1704. (Me refi ero por supuesto al ejército en cuanto tal ejército; nada tiene que ver que uno pueda disfrutar, por ejemplo, escuchando un concierto de una banda militar cada lunes, en la ceremonia del relevo de la guardia.) En esto sí que ha parecido haber en algunos momentos real unanimidad entre los españoles, cuando el propio Castiella, ministro de Franco, denunciaba el peligro que la base militar británica suponía para las tierras vecinas y protestaba por la presencia en ella de la OTAN. Por desgracia, el «patriotismo» gubernamental se olvidó pronto de los argumentos de Castiella, y ahora va a ser España entera la que se entregue a la OTAN.
A primera vista, puede haber aquí un conflicto entre los intereses de los pueblos separados por la verja, ya que el gibraltareño a menudo argumenta que el ejército británico es el fundamento mismo de la economía de la ciudad, y que sin ese fundamento todo Gibraltar se vendría abajo. Pero la evolución reciente ha empezado a socavar esta creencia y se intuye ya una progresiva desmilitarización de la economía calpense que será el preludio de la desmilitarización total del Peñón. Por nuestra propia conveniencia, los españoles deberíamos facilitar ese proceso, alejando de nuestras mentes la burda idea de querer poner soldados españoles en los acuartelamientos hoy ocupados por británicos.
Podríamos llegar así a la descripción de un «Gibraltar deseable» para nosotros con rasgos como moneda española, sellos de correos propios, biligüismo oficial, enseñanza predominantemente británica, ayuda fi nanciera británica, circulación de vehículos por la derecha, jueces con peluca (pero que no necesiten intérprete para escuchar una declaración en español), unión aduanera con España, policía nativa, ejército inexistente... y podrían seguirse añadiendo pinceladas para completar el cuadro.
Ahora bien ¿es necesario preguntarse si el Gibraltar así imaginado sería «inglés» o «español»? ¿O sería un condominio, o una «cocolonia» —y perdónese la cacofonía? ¿Por qué no conformarse con decir que Gibraltar es Gibraltar, sin apellidos?
Existe Andorra, y nadie hace cuestión de amor propio su defi nición como territorio español o francés. Existe Mónaco, y a los franceses les tiene sin cuidado que este minúsculo enclave escape a su soberanía. Existe San Marino, y los italianos no por ello consideran que no esté realizada su integridad territorial. Existe Liechtenstein, sin que su existencia constituya motivo de confl icto entre Suiza y Austria. ¿Por