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Elaboración política del miedo

La reflexión sobre emociones como el resentimiento a causa de la injusticia, el asco ante el inmigrante, la ira frente a ideologías políticas opuestas a las propias, no solo proporciona bases teóricas sobre el comportamiento emocional social, sino, y, más aún, posibilita la evaluación de las coordenadas sociopolíticas que recurren a la manipulación de las emociones colectivas, para dictar una especie de doctrina sobre quién es considerado como “persona” y quién se queda por fuera de ese “estatus” (Butler, [2009] 2010). Hacemos énfasis en esta última observación porque, justamente, una vez ubicados en discutir sobre la emoción de “miedo” y su manipulación política enfatizamos en su carácter dominante y trágico, que excluye al otro como persona y condiciona la psiquis social, favoreciendo de este modo la instalación de climas de angustia y terror. La literatura es uno de los referentes estéticos más significativos en la representación de lo emocional. La escena literaria ingenia un espacio de confrontación y develamiento sobre el cual desplegar otras formas de sensibilidad y comprensión de lo humano. La literatura colombiana, especialmente la narrativa, se ha destacado por la riqueza simbólica de su lenguaje al momento de figurar las realidades derivadas de la vida social determinada por la violencia extrema. No es aventurado decir que, quizás, la estética literaria sea uno de los ángulos que abarca con mayor interés el fenómeno de las emociones individuales y colectivas, producto de las numerosas violencias que han dado forma a la nación. Inclusive, si se trazara una línea de tiempo y espacio a partir de las primeras narraciones colombianas publicadas hasta las que siguen editándose actualmente, en ella convergería el tema de las violencias y sus efectos psíquico-emocionales como eje articulador de las diégesis. Como veremos más adelante, la novela colombiana se presta como fuente epistémica para elaborar y estudiar una genealogía de las emociones públicas, específicamente aquellas asociadas al “miedo y su administración” (Virilio, [2010] 2012), en estas se encarnan maneras muy particulares del funcionamiento del poder político.

ELABORACIÓN POLÍTICA DEL MIEDO

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El miedo es una de las emociones que ha despertado mayor interés en los estudios políticos y filosóficos sobre la sociedad contemporánea. Entender las dinámicas del andamiaje gubernamental de las naciones de hoy reclama la comprensión del miedo como estrategia de poder y sometimiento del otro. Si bien el miedo es afecto natural que surge espontáneamente ante la percepción de peligro, puede

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encauzarse y manipularse con fines precisos, relativizando de esta forma su condición primigenia9. Como producto del artificio del poder, esta emoción anida en el corazón mismo de las relaciones políticas de los sistemas e ideologías. Ha sido desde siempre elemento capital en el arte de gobernar (Delumeau [1978] 2002; Robin, [2004] 2009). En el plano político los miedos del imaginario colectivo son fructíferos para la implantación de regímenes. La invención del enemigo, que es en la política actual la estrategia más efectiva para conservar el poder, surge justamente de los temores, angustias y emociones traumáticas de la población. Es en la esfera de la imaginación donde la naturaleza del miedo devela la falta de límites del poder estatal o de facto. Una antropología de tal emoción demostraría que en el plano político y cultural son especialmente importantes los efectos del imaginario colectivo en el desarrollo de los miedos, porque ese imaginario puede crearse, inflarse y manipularse, transmitirse y difundirse hasta convertirlo en pánico o en situaciones desenfrenadas de terror y horror absoluto (Mongardini, [2004] 2007). El “miedo político” puede entenderse como un tipo de afecto que emana de un colectivo de personas, por la agresión al bienestar común a manos de otros grupos sociales o de entes gubernativos. Este fenómeno tiene siempre intereses de gobierno y dominación sobre los otros, se enfoca en imponer un poder en detrimento del bienestar grupal. Se califica de político porque necesariamente está enraizado a los temores y angustias de la sociedad y tiene consecuencias para esta. Las tradiciones y creencias populares, así como el cálculo racional subyacente de las realidades del poder social y político, concretan los principios activos del miedo como emoción pública. El miedo y lo político conviven en estrecho vínculo. Los miedos privados o personales, como el terror a las arañas, por ejemplo, son elaboraciones de la propia psicología o de la experiencia íntima, que poco inciden más allá de uno mismo. El miedo político, por el contrario, surge de conflictos entre sociedades y tiene consecuencias para todos, es síntoma de confrontaciones constantes y de frustración política (Robin, [2004] 2009: 15-17).

9 Para identificar el modo como el miedo es manipulado, Delumeau ([1978] 2002) lo divide en dos grandes tipos: espontáneo y reflejo. El miedo espontáneo es la sensación de incertidumbre que surge naturalmente; se manifiesta a su vez como fenómeno que puede ser permanente y/o cíclico. Los miedos permanentes se asocian con las creencias humanas: el temor a las aguas profundas, la oscuridad, los fantasmas, lo inexplicable del “más allá de la muerte”, entre otros. De su parte, el miedo reflejo, es una emoción traumática provocada por fuerzas de poder que apelan a marcos morales y de costumbres para definirlo. Este tipo de miedo da forma a un imaginario social a partir de la institución de principios educativos y morales. El proceso de construcción de los miedos reflejos se sirve de los miedos espontáneos con el propósito de gobernar y cimentar la cultura. Estos dos tipos de miedo comparten a su vez el carácter de cíclicos por su capacidad de repetición. Los sucesos o actos atroces naturales o culturales se repiten a lo largo de la historia de las sociedades: las guerras, la enfermedad, el aumento de los impuestos, etc. Sintetizando, hablar de miedo reflejo es señalar el miedo político porque se deriva de la manipulación de los miedos permanentes y cíclicos.

El uso del miedo perpetúa la injusticia porque este sostiene los sistemas de dominación, dentro de los cuales solo una parte muy reducida de personas disfruta de los placeres de la vida, mientras que las demás son privadas de tales beneficios (Robin, 2015: 58-61). La concreción del miedo en actos de injusticia demuestra que el miedo no es abstracto ni metafísico, tiene efectos concretos y tangibles en la esfera social. Pensar el funcionamiento de las sociedades contemporáneas es decididamente pensar en los modos como el miedo fue y sigue siendo administrado, en las formas como se le canaliza a favor del mantenimiento del poder, ya sea para sostener un equilibrio de fuerzas entre gobernantes y gobernados o para avasallar a estos últimos. El uso del miedo para sostener el poder es una práctica que caracteriza, asimismo, a las figuras que se ubican en las fronteras de la gobernabilidad legal. La insurgencia armada, el paramilitarismo, por ejemplo, controlan el territorio y sus habitantes a través de actos materiales y simbólicos de miedo y horror. Payre (2015), propone el miedo como unidad de medida de los proyectos políticos y de la razón de Estado:

El miedo [es] “una piedra de toque para juzgar el carácter autoritario o no del poder” […] es sobre todo un marcador de las ambigüedades del ejercicio del poder, especialmente en las sociedades democráticas. El miedo revela el carácter extremadamente tenue de la frontera entre el poder autoritario y el poder liberal, entre tiranía y democracia (21).

Evidentemente, el miedo no es privativo de gobiernos tiranos o autoritarios, hace parte también del engranaje de las democracias. Una situación de paz, en palabras de Robin (2015), no significa que el miedo no azote el seno de la sociedad. Hasta para mantener el estado de paz es necesario conservar el monopolio y el control de los instrumentos de la violencia. Si este monopolio es efectivo, una forma de sostenerlo es fijarlo a un miedo real. En este orden, el núcleo del problema no sería la oposición entre presencia o ausencia de miedo, sino más bien evaluar si el uso del miedo es políticamente moral y saludable. Es cierto que los regímenes represivos hacen uso y “publicitan” con mayor rigor el miedo que un sistema democrático, pero es también evidente que “en las democracias más igualitarias existen formas de dictadura que dan tanto miedo [como] las del ámbito estrictamente político” (Pérez Jiménez, 2007: 32). Baste ver los métodos del capitalismo o las lógicas del mercado global y su incuestionable influencia en los altos y degradantes niveles de injusticia social. Así entonces, podemos sintetizar

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que el miedo está presente en todos los intersticios de las relaciones humanas que impliquen vínculos de poder. Uno de los enfoques de estudio sobre los usos del miedo, lo asocia a la euforia y el movimiento como vía para sortear el ennui10, tedio o inercia de la vida rutinaria que se impone al individuo y a la sociedad. “El miedo es creador de euforia”, recuerda con recelo Robin (2015: 59). Esta idea, heredada quizás de la modernidad (Steiner, [1971] 2013), anida aún en el pensamiento de un gran número de intelectuales y políticos. Una buena parte de la política actual: alimentada de imaginarios culturales de la modernidad, supone que “una sociedad en estado de paz es una sociedad decadente, desprovista de heroísmo y de grandeza” (Robin, 2015: 59), mientras que lo peligroso, y por tanto la conmoción temerosa, es fuente de vitalidad. Aunque no se reconozca abiertamente, tales planteamientos influyen poderosamente en la contemporaneidad y sus procesos de producción de identidad y cultura. Si se mira con detenimiento el proceder político de los gobiernos actuales es inevitable notar que muchos de los regímenes –democráticos y no democráticos- basan sus principios de gobierno en imaginarios de lo heroico y la grandeza nacional. Estos aspectos se proyectan, a su vez, como pilares básicos del poder, la identidad y la superioridad, lo que desemboca en la fijación de fronteras ideológicas, sociales, económicas y culturales. Y una vez instaladas esas fronteras en la concepción que la persona tiene de sí misma y del territorio al que pertenece, la socialización y la convivencia con quienes se ubican por fuera de tales límites tiende a degenerar en conductas de rechazo hacia lo “extranjero” y en sensaciones de amenaza. Se instala fácilmente un clima de miedo. Cada país encarna bajo la idea de lo propio y lo nacional un miedo en potencia que pueden desembocar en conflicto bélico o violencia social. Para evitar ese tipo de confrontación las naciones recurren a un trato concertado y pacífico, pero no por ello deja de estar latente la amenaza. Las relaciones internacionales, en este sentido, se sostienen sobre el “equilibrio del terror” (Virilio [2010] 2012: 25), es decir, sobre una suerte de inmovilidad recíproca de la intimidación. A propósito de la analogía entre ennui y experiencia anodina, Georges Steiner ([1971] 2013) propone una explicación de los ritmos de percepción anímica que los ciudadanos franceses del siglo XIX, hicieron de su propia realidad o vida cotidiana después de los avatares de la Revolución. Frente a un pasado revolucionario

10 El ennui –término francés– puede entenderse como cierto sentimiento de hastío, frustración o cansancio frente a una realidad rutinaria o cotidiana, que no ofrece ninguna experiencia de exaltación de la sensibilidad o de los sentidos. Tal estado afectivo fue extensamente metaforizado por poetas, escritores, pintores y demás artistas del periodo del Romanticismo y el Realismo, siglo XIX.

que apresuró el compás del tiempo y que se proyectó, románticamente, como motivador de la excitación íntima, el entusiasmo y la aventura, los hombres y mujeres de la Francia decimonónica no podían sino sentir un aburridísimo sopor por la realidad, que ya no ofrecía expectaciones de progreso ni de liberación personal. El largo periodo de continuismo y calma posterior a las contiendas revolucionarias segregaron un veneno en la sangre, produciendo un ácido letargo. Un estar apesadumbrado, un espíritu de época melancólico, que Steiner ([1971] 2013) define como “nostalgia del desastre” (31):

La generación romántica estaba celosa de sus padres. Los “antihéroes”, los dandies, acometidos por el spleen del mundo de Stendhal, Musset, Byron y Pushkin, se mueven a través de la ciudad burguesa como condottieri sin trabajo. O peor, como condottieri magramente jubilados antes de haber dado su primera batalla. Además, la ciudad misma, otrora festiva con los toques a rebato de la revolución, se había convertido en una cárcel (Steiner, [1971] 2013: 29).

La ciudad moderna del siglo XIX en Europa, que después de la Revolución se fue estableciendo sobre una economía creciente y los flujos acelerados de la técnica y la ciencia, impuso al individuo un estado de quietud, de sometimiento a lo cotidiano, de inmovilidad social. Situación que, de manera ambigua, despertó en el seno de la sociedad el deseo de un cambio radical, aunque ello implicara la amenaza del terror y la destrucción. “Un hombre [debía] dejar su marca en la inmensidad indiferente de la ciudad pues de otro modo quedaría excluido”, asegura Steiner ([1971] 2013: 30). Este sentir emocional fue la fuerza que caracterizó a la sociedad europea posrevolución. Al respecto, Alexis Tocqueville (1856) agrega: “un verdadero espíritu de independencia, la ambición de grandes cosas, la fe en uno mismo y en una causa” son “virtudes masculinas”, que se necesitan en la construcción de nación (XIV). La originalidad política reside en la obligación de ser creativos en los actos de gobierno y en la oportunidad de demostrarlos. El poder político revitalizante, según el filósofo y político francés, anida en la fuerza vital de continuar con el ímpetu emocional que provocó la Revolución francesa. No es admisible ser un mero actor político, que repite las líneas que otro ha escrito, más bien se debe ser un autor político, generador de cambios brillantes y originales, en esto, incluso, reside la libertad y el ser mismo del hombre como ciudadano en democracia. De esta manera, como bien deduce Robin ([2004] 2009), el siglo XIX europeo se caracterizó por una política como lugar de pasiones y garbo;

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como actividad para conjurar el sopor y el estancamiento que amenazaban con ahogar a Francia y, de hecho, a toda Europa (174). Pero, si bien toda esa añoranza de agitación política insufló nueva energía al espíritu de tal época, caracterizó los imaginarios sociales y motivó cambios notables a nivel cultural, planeó asimismo con macabro cuidado el despliegue de nuevas y terribles guerras. Steiner ([1971] 2013) explica estas consecuencias asociándolas con la producción estética que surge en tal momento, veamos:

Precisamente a partir de la década de 1830 podemos observar cómo nace un característico “contrasueño”, la visión de la ciudad devastada, las fantasías de invasiones de escitas y vándalos, los corceles de los mongoles apagando su sed en las fuentes de los jardines de las Tullerías. Desarróllase entonces una singular escuela de pintura: cuadros de Londres, París o Berlín como colosales ruinas, como famosos monumentos incendiados, destruidos o situados en un horripilante vacío entre raigones chamuscados y aguas estancadas. La fantasía romántica se anticipa a la vengadora promesa de Brecht, según la cual nada quedará de las grandes ciudades salvo los vientos que soplan a través de ellas. Exactamente cien años después estas imágenes apocalípticas y estos cuadros del fin de Pompeya habrían de ser nuestras fotografías de Varsovia y Dresde. No se necesita recurrir al psicoanálisis para comprender hasta qué punto era fuerte la realización del deseo que alentaba en estos inicios del siglo XIX (30-31).

Benjamin ([1936] 1989) igualmente comprendió que “la autoalienación de la humanidad es de tal calibre que puede experimentar su propia autodestrucción como un goce estético de primer orden” (57). La fenomenología del ennui asociada con el anhelo de la disolución violenta de lo cotidiano puede rastrearse también en las reflexiones de Edmund Burke ([1757] 2005), quien fue contemporáneo de los avatares de la Revolución francesa, y uno de sus más acérrimos detractores por considerarla fuerza catastrófica para el orden político y la estabilidad de las naciones europeas. Sin embargo, y paradójicamente, Burke, en su libro De lo sublime y de lo bello, sostiene que la experiencia de lo sublime, del movimiento y la grandeza, encuentra su origen en el terror, mientras que la experiencia de la belleza adormece lo íntimo y aquieta el espíritu. El alma, según Burke, en la contemplación de lo bello, de lo equilibrado, del orden: experiencias poco “electrizantes”, entra en un estado de abatimiento y desespero, que puede desembocar en suicidio. En cambio, si se vive en la experiencia del terror, lo sublime renace, el sujeto siente euforia y el deseo de experimentación.

Los procesos de manipulación y producción del miedo, Robin (2015) los organiza en tres etapas. La primera etapa consiste en identificar un objeto al que el público teme o debería temer: este objeto emerge precisamente de una de las problemáticas reales que afectan al colectivo; la segunda etapa se centra en interpretar la naturaleza de ese objeto y en explicar las razones de su peligrosidad; en este momento, el demagogo político encausa la amenaza a favor de su programa de gobierno para así justificar la tercera etapa, que es hacerle frente a ese “miedo artificioso” y justificar, de este modo, cualquier tipo de abuso. Es claro que esta manipulación del miedo se inclina hacia el interés de retener el poder y no hacia el proyecto de garantizar seguridad a los ciudadanos. Esta maniobra en tres tiempos, enfatiza Robin (2015), “representa una fuente inagotable de poder político” (50), un proceder indicativo del miedo político como fenómeno no inocente de la psicología de masa, como proyecto gubernativo que toma consistencia a través de las autoridades, la ideología y la acción colectiva11 . Una situación que puede ilustrar los argumentos del párrafo anterior es el programa de gobierno: “Seguridad Democrática”, implementado durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez, 2002-2006 y 2006-2010, en Colombia. La estrategia consistió en canalizar el miedo de la sociedad al narcoterrorismo de la guerrilla, hacia estrategias políticas militares y paramilitares. Las políticas de guerra durante el gobierno de Uribe Vélez se soportaron sobre la idea de contrarrestar la amenaza guerrillera y fortalecer la protección de la ciudadanía. Combatir “la politiquería, la corrupción y el clientelismo” fue la consigna general y, por tanto, la justificación a la urgencia autoritaria presidencial de lograr la seguridad. Sin embargo, a lo largo del periodo de gobierno las problemáticas reales no cambiaron, no hubo certeras soluciones y el contexto derivó en ambientes de mayor violencia, inseguridad y muertes. Paralelamente, se dio un creciente deterioro de las políticas sociales, a raíz del empoderamiento económico neoliberal. Más allá de cumplir los propósitos de la “Seguridad democrática”, el “uribismo” sirvió con eficiencia a la aceleración de las transformaciones correspondientes a la nueva fase del capital, en el contexto de una limitada y disminuida economía (Moncayo Cruz, 2012: 141-144). El “uribismo” se apoyó estratégicamente en la crisis de los procesos de negociación con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y en la

11 A propósito de la psicología de masa ante la amenaza, Delumeau ([1978] 2002) la explica como una potencia más que devela las complejas relaciones entre miedo, política y sociedad. El carácter absoluto de los juicios que la masa sostiene, su influencia, la rapidez de “los contagios” que la atraviesan, la pérdida del espíritu crítico, la relativización del sentido de responsabilidad personal, su aptitud para pasar inesperadamente del entusiasmo al horror, entre otros, están ligados, por lo menos en primer momento, a los modos como el poder político proyecta el miedo o la peligrosidad del enemigo.

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degradación del conflicto a manos de los grupos paramilitares. Con este telón de fondo, la figura de Uribe Vélez apareció ante la sociedad como la fuerza “salvadora del país”. Sus estratagemas populistas12 le dieron validez ante los ciudadanos, la opinión pública lo agigantó y proyectó como la figura de autoridad que el país necesitaba. En consecuencia, aunque la violencia y el terror seguía en escalada y los cambios políticos iban en detrimento de las garantías sociales, paradójicamente, fue elegido para un segundo mandato, lamentablemente para el país13 . Descifrar lo que nos sucede hoy como sociedad necesita de la indagación de la respuesta psíquico-afectiva de quien sobrelleva los estragos de la dominación del poder criminal. El miedo y la angustia de gran parte de la población colombiana a causa de la violencia, así como el hastío y el resentimiento contra sistemas políticos anteriores, fue el estado emocional público que el régimen de Uribe Vélez aprovechó, para entronizar su imagen y enmascarar a su vez sus principios gubernativos armamentistas y neoliberales. El fenómeno emocional evidencia aquello que motiva y sostiene los imaginarios sociales contemporáneos. Responder a ¿cómo se gobiernan las emociones? ¿cómo se las suscitan? y, sobre todo, ¿cómo se las controlan? (Payre, 2015: 12), estructura meticulosamente el panorama gubernativo de la nación y visibiliza lo emocional y su control, como pilar básico de la empresa política del país. De esta manera, la novela, entendida como producción estético-simbólica que se articula en relativa concordancia con los procesos sociales, significa la violencia en tanto práctica que conmociona material y anímicamente a la comunidad, así como en el modo en que va siendo razonada y representada. Parte de la narrativa colombiana, paulatinamente, viene configurando de renovada manera las emociones traumáticas como estrategia para explorar el estado emocional, la identidad afectiva de una nación atravesada durante mucho tiempo por praxis atroces de poder. Estas circunstancias motivan el propósito de este libro, buscamos entender las formas como el miedo toma significación literaria y descifra el clima emocional que interviene los imaginarios sociales del colombiano común. El capítulo uno, revisa el fenómeno de la violencia y su impacto en la sociedad y la cultura colombiana. Hacemos énfasis en el carácter político de la violencia y en

12 Fue un político que vendió su imagen teatralizando los rasgos carismáticos del buen “trabajador paisa”, su máxima principal fue “trabajar, trabajar y trabajar”; hizo gala de sus actitudes cristianas y de su valor frente a las amenazas; impidió toda controversia sustancial para concentrarse en lo inmediato y práctico; utilizó el lenguaje coloquial y parroquiano; introdujo una forma nueva de reverenciar los símbolos patrios con la mano en el corazón, y empleó lo medios de comunicación para indicar que, a diferencia de otros, tenía especial contacto con el pueblo (Moncayo Cruz, 2012: 140). 13 Plegarias Nocturnas, de Santiago Gamboa, novela que hace parte de nuestro corpus de estudio, retoma los acontecimientos violentos más simbólicos del periodo presidencial de Uribe Vélez, para enfatizar en el impacto emocional que un mal gobierno tiene sobre la persona, como individuo y ser social.

su asociación con el miedo como elemento constitutivo de todo poder gubernativo. Reconocemos también la capacidad de la narrativa para reubicar con renovado sentido los imaginarios de violencia; la manifestación material y afectiva del miedo, el terror y el horror confluye en la narración como pensamiento y símbolo de una “emocionalidad de época”. Asimismo, en este apartado presentamos un panorama del tratamiento estético que ha hecho la literatura colombiana de las últimas décadas de la violencia política. Disertamos sobre las relaciones particulares entre violencia del narcotráfico y políticas del horror que un conjunto de novelas de reciente data –que abarca parte del corpus seleccionado para esta investigación– se ha empeñado en significar: centrando justamente la atención en la degeneración moral y psicológica del cuerpo social y en la crisis y degradación emocional del sujeto. El propósito de este capítulo inicial es articular un panorama teórico que muestre la correlación entre los sucesos más simbólicos de la violencia política colombiana, el miedo y los modos como los escritores nacionales han simbolizado estos fenómenos en sus obras. Buscamos con ello, dar forma a un referente críticoteórico confiable con el cual dialogar y cotejar las categorías de análisis que guían el estudio del conjunto de narrativas elegidas. El capítulo dos, se interesa por los procedimientos estéticos que articulan el corpus en cuestión como propuestas de escritura simbólicas e innovadoras. En correlación con referentes conceptuales del miedo político, y sin dejar de referir las preocupaciones del imaginario del escritor por la historia de la violencia colombiana, se indagan las técnicas narrativas que significan y dan consistencia a lo emocional, a la realidad intangible, derivada de la experiencia traumática. Se examina la representación literaria de la imagen visual –fotografía, pintura– de sucesos atroces, como estrategia narrativa que dinamiza las acciones. Las imágenes se articulan con total naturalidad en el discurso literario y posibilitan la entrada al mundo afectivo de los personajes, estos son metáfora de una época y contexto social. Asimismo, consideramos las características fundamentales de la Medusa y su potencia alegórica de la decapitación y la maldad radical del sujeto contemporáneo. Con la escenificación de la cabeza desgarrada, la narrativa da forma a un vocabulario capaz de articular lo inefable. A partir de la actualización del mito de Medusa, la experiencia del dolor, la muerte y el horror se visibilizan en la ficción y logran tener representación. En este capítulo también discutimos en torno a la hibridación genérica de la narrativa. El carácter histórico y emocional de la realidad traumática que los textos configuran problematizan los límites de los géneros narrativos. La verbalización de la realidad, del pasado personal y del recuerdo colectivo abre otras vías de acceso a la historia del país.

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El capítulo tres, ofrece una reflexión de la peculiaridad estética de los personajes de las propuestas de escritura que indagamos. Las presencias narrativas se instalan en el relato a modo de umbral por donde transita la realidad emocional de una sociedad signada por prácticas de injusticia y crueldad. Estos personajes comparten una serie de características en sus modos de comprensión y relación con el contexto nacional que les circunda; pese a que son protagonistas específicos, con mundos propios y facetas individuales, conservan entre ellos rasgos comunes que indican un estado anímico social, un clima de miedo, en tiempos y espacios particulares. La reconceptualización de la respuesta psíquica y afectiva de quien padece las violencias generadas del negocio de la droga, la criminalidad y la corrupción política de las últimas décadas en Colombia, se significa en las diferentes posiciones de sujeto que los personajes constituyen. El dolor, el resentimiento y la desesperanza son rasgos afectivos que hermanan a los narradores. Cada quien cuenta su experiencia vital desde una sensibilidad lacerada. No obstante, aun cuando los protagonistas se reconocen como “víctimas”, y son conscientes de la realidad fracturada y el pasado destruido, no se asumen como sujetos pasivos, reivindican y revalorizan sus pérdidas como focos de conservación de la dignidad y resistencia al olvido. A través de este tipo de héroes las narrativas responden a: cómo se vive con los efectos de la guerra y del narcotráfico, en qué se han convertido las nuevas generaciones después de décadas de amenaza y miedo, quién responde ante la sensación de vulnerabilidad que siempre ha acompañado al colombiano, quiénes son los responsables de la destrucción de la esperanza y los sueños. En la correlación de los ejes de análisis propuestos se intenta demostrar que el mundo íntimo de quien sufre es el espacio habilitado por parte de la narrativa colombiana reciente, para exponer otras verdades de los avatares de un país. Los usos poéticos del lenguaje constituyen una estética de lo emocional traumático, para reescribir las imágenes de memoria del acontecer de la sociedad colombiana contemporánea, y avivar, a su vez, nuevos sentidos del simbolismo histórico. Este proceso de indagación dilucida, sobre todo, la vindicación literaria de los afectos como eje articulador de un imaginario emocional de la violencia. Imaginario que se establece, fundamentalmente, en estructura epistémica alternativa al desgaste de los discursos y producciones estéticas canónicos sobre el pasado y el presente nacional. Los referentes conceptuales y categorías de análisis que se proponen en este libro, pueden extenderse hacia estudios –comparativos, relacionales– de la novelística que se interesa por la violencia de periodos diferentes del que

abordamos en esta investigación. Se podría rastrear también la configuración de otras emociones: la indignación, el odio, la vergüenza. Sabemos que, en el panorama de la novela colombiana de reciente publicación, existen propuestas que revisitan violencias de épocas anteriores y que, además, presentan ciertas afinidades estéticas con el corpus que hemos elegido para esta investigación. La Trilogía del 9 de Abril, de Miguel Torres, es muestra de ello14. Asimismo, resultaría interesante revisar la relación de los afectos con el discurso de autor que las obras articulan. Ciertamente, las ficciones incorporan una serie de imaginarios y razonamientos del escritor, que asociados entre sí pueden llegar a constituir una red o entramado intelecto-emocional. Esto daría pie para escrutar el pensamiento y la posición ética que el intelectual contemporáneo tiene sobre los contextos y realidades del mundo que lo enmarca. Para terminar este apartado introductorio, es importante precisar que si bien algunos temas tratados en este libro se fueron socializando en espacios académicos y revistas de estudios literarios a lo largo de la investigación (Vanegas 2015, 2017, 2019), conforme esta vez se retoman no los aleja de su carácter de inéditos, en el sentido que aportan nuevos enfoques, se sistematizan en una unidad temática coherente e indagan otras obras; además de reorganizarse y complementarse con las lecturas más recientes del proceso final de la pesquisa.

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14 En El incendio de abril (2012) –que narra el Bogotazo: la barbarie desencadenada horas después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948– el enfoque del tema se hace desde el dolor, la angustia y la desesperación de los capitalinos ante las circunstancias históricas que el país imponía. Los sucesos ficcionales giran en torno al miedo y la consternación de personas comunes, que huyen del lugar del atentado y de quienes no encuentran a sus seres queridos: desaparecidos durante la reyerta. El asesinato del caudillo aparece solo como escenario de fondo. No prima la idea de reubicar la memoria de Gaitán y valorizarlo como actor destacado de la historia política del país, es la presencia afectiva derivada de ese momento caótico lo que palpita en la palabra. Lo afectivo, en este orden, abre otros horizontes hacia la comprensión de las dinámicas sociales y la historia. La Trilogía del 9 de abril narra el Bogotazo, las novelas que la componen son El crimen del siglo (2006), El incendio de abril (2012) y La invención del pasado (2016).

AGRADECIMIENTOS

He disfrutado de una comisión de estudios de doctorado que me ha permitido durante cinco años (2014-2019) investigar el tema que conforma este libro. Quiero agradecer a la Universidad del Tolima por la oportunidad y el apoyo ofrecido, para concentrarme con la tranquilidad y el tiempo necesario para la indagación, reflexión y escritura. La Mención de honor otorgada a esta investigación por el Doctorado en Letras, de la Universidad Nacional de Cuyo, no hubiese sido posible sin los aportes de quienes me acompañaron en el transcurso. Por esta razón, quiero expresar mi gratitud al profesor Claudio Maíz, por sus ideas y acogida durante mi estancia en Argentina. A Amor Hernández, amiga de academia, pero sobre todo de corazón, por sus reflexiones valiosas, que ayudaron a guiar la escritura de esta investigación. Y también, quiero dar las gracias a los profesores Carolina Sancholuz, Ramiro Zó y Marcos Olalla, jurados de este proceso, que leyeron y evaluaron mi trabajo, y quienes con sus expertas observaciones lo fortalecieron.

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ESTÉTICA DE LA VIOLENCIA: CONTINUUM DEL HACER LITERARIO EN COLOMBIA

Al emprender este capítulo se nos ofrece convenientemente el siguiente razonamiento:

Además de una situación devastadora y de larga data, con secuelas traumáticas para millones de personas, la violencia en Colombia es una realidad que circula en múltiples relatos que se refieren a ella, en diversos formatos y lenguajes, configurando al respecto no solo un conjunto de conocimientos, sino también emociones, ansiedades y deseos, que marcan la vida social en el país. Las imágenes, discursos, saberes e historias de la violencia colombiana son parte fundamental de los actos asociados a dicha violencia, y en cuanto tal ofrecen no solo recursos para entenderla sino también alternativas de participación social en el contexto de la misma. Si la práctica de la violencia se sustenta en patrones de comportamiento asociados con un discurso que la justifica, en el seno de ese mismo discurso surgen también expresiones culturales que la cuestionan y la problematizan. Por esta razón, existe en años recientes un gran interés por entender cómo dichas expresiones ofrecen vías de intervención que erosionan las bases mismas de las prácticas violentas (Rueda, 2011: 9-10).

De acuerdo con María Helena Rueda, las violencias que han determinado la realidad del colombiano siguen siendo motivo de constantes indagaciones en diversos campos de estudio, y motivo de representación simbólica cultural. Varios

pensadores de la historia y la cultura discuten desde su mirada especializada, los modos como la violencia y sus variantes configura el estar del sujeto en la sociedad contemporánea y las formas como este responde intelectual, emocional o estéticamente a un universo mediado por tal flagelo. Ciertamente, las causas y consecuencias de la violencia atraviesan múltiples discursos y expresiones estéticas, conformando, de esta manera, un campo expresivo para entenderla y problematizarla. Es variado el lenguaje especializado, científico, artístico, que construye vías de intervención para discutir los paradigmas explicativos de la violencia. Debatir, por ejemplo, si precisamente la incapacidad histórica del ser humano de no saber cómo salir del “estado de violencia”, gira en condición de la propia violencia, es manifestación de sus formas de producción y extensión. Sea guerra o racismo, agresión o represión, dominación o inseguridad, desencadenamiento brutal o amenaza latente, la violencia y las violencias, son, en parte, la derivación de no saber cómo salir del propio estado de violencia (Balibar, 2010: 9-10). En Colombia múltiples son los estudios y proyectos en contexto que han buscado entender, y hasta solucionar, las problemáticas derivadas de las prácticas violentas; incluso, surge en el campo de las ciencias sociales un enfoque de investigación llamado Violentología con el objetivo de ampliar la mirada sobre las violencias asociadas a las problemáticas políticas. Los “violentólogos” reflexionan y conceptualizan la violencia sociopolítica como tal, su amenaza latente, praxis explícita e impacto social y cultural. Abordar la historia del país es, indefectiblemente, retomar los sucesos simbólicos de la violencia sociopolítica. Narrar una memoria nacional retrotrae y desvela acontecimientos anclados a las confrontaciones por el poder. La literatura se ha caracterizado siempre por su interés en el pasado, reciente o lejano, de las naciones; y esto es contar la historia de la violencia, de los abusos y los crímenes sobre los que se sostienen ideales de nación, política e identidad. En la invención de una memoria literaria, que parece ser “inventada”, personal y limitada, hay una particular manera de recordar colectivamente, de producir una realidad que dice mucho más del pasado de un país, que los discursos oficiales o los anales ofrecidos por la Historia. Nemrava (2015) recuerda que, el dinamismo entre los mundos ficcionales y los reales es recíproco, por esto un conocimiento más próximo o consciente de la violencia puede surgir de la representación literaria (23-24). A esto hay que agregar, que la especial manera como la ficción trata las realidades históricas influye decisivamente en sus modos de recepción y circulación. Vale citar aquí la

llamativa metáfora de Vásquez (2018)sobre la capacidad de la literatura de llenar de vida la historia personal, que el discurso oficial y la generalización tienden a desecar:

Después de que la experiencia individual se ha depurado, casi edulcorado, y se ha transformado en la historia que, a falta de mejor palabra, llamaremos objetiva, el novelista la vuelve a transformar en algo que le pasa a alguien. Es como volver a llenar un vaso de agua que se ha evaporado, donde el vaso es la historia y el agua, la experiencia humana. Con el tiempo, la experiencia del individuo se evapora, dejando nada más que el hecho desnudo, su vertiente numérica o estadística, su descripción escueta y deshumanizada. El novelista vuelve a llenar la cifra con el destino particular, el sufrimiento particular, la victoria o la derrota particulares de un solo hombre. Y los lectores lo entendemos ya no con una comprensión fría y distante, sino a través de la singular manera de comprender la realidad que tiene la novela: relativa, intuitiva, desprovista de verdades absolutas pero provista de una absoluta humanidad: la manera de la empatía (146-147).

Este tratamiento de la historia se extiende, por supuesto, hacia los sucesos de violencia. Figurar la faceta más traumática de una sociedad como realidad viva, humanizada, a través de los efectos poéticos de la palabra, logra aproximar al lector a la violencia misma, motivar en él una mirada atenta y cuidadosa de un fenómeno que, muchas veces, aunque le estrecha, simula pasar inadvertido. Los horrores generados por la guerra y el narcoterrorismo en Colombia parecen cobrar realidad y mayor intensidad cuando son “imaginados” por la literatura. Para el lector atento, el estado trágico del país que descubre en la novela es sentido con la fuerza de lo real. De otro lado, analizar un texto ficcional que narra una historia de la violencia requiere de la revisión de diversos estudios que la hayan explorado en sus diversas facetas y manifestaciones. La indagación de narrativas, que abordan los avatares traumáticos políticos, necesita de una mirada interdisciplinar que interpele las obras en sí mismas y en referencia con el contexto del que surgen. Si bien la literatura conduce a preguntas profundas sobre el origen y el sentido de las acciones violentas de los seres humanos, como individuos y como miembros de una sociedad (Rueda, 2011), y es fuente epistémica sobre tal fenómeno, necesita de la ilación conceptual de otros campos del conocimiento, igualmente interesados en el análisis de lo violento. De esta forma, el estudio de su representación literaria gana

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en dimensión y sentido. Como Osorio (2014), consideramos necesario repensar la necesidad del estudio cuidadoso de la violencia como concepto. No es posible evadir este fenómeno en su dimensión teórica y reflexiva si realmente se busca indagar con acierto un corpus literario que lo aborda. Osorio (2014) cuestiona los investigadores que dejan de lado la conceptualización de la violencia y señala tres situaciones frente a esta problemática:

La primera, que la violencia es una realidad de tal contundencia y tan ampliamente comunicada que su precisión conceptual resulta innecesaria para un estudio de su representación literaria; la segunda, que el fenómeno ha sido estudiado profundamente desde otras disciplinas, cuyas conclusiones han ayudado a moldear una imagen de la violencia que hace parte por tanto de las condiciones genésicas de las ficciones que de ella se ocupan como del universo de referencia de los lectores; la tercera, que el objeto de estudio no es el hecho histórico en sí sino su representación literaria (23).

Investigar el referente contextual de las propuestas literarias, en efecto, es siempre trabajo espinoso. Cuando se reconoce que el conflicto armado en Colombia ha estado sujeto a múltiples factores a lo largo de su historia, que el concepto de violencia política no es unívoco y, que sus líneas de investigación arman un entramado teórico muy complejo y de diversas variantes, el estudioso de lo literario se enfrenta a la dificultad de dar forma a un análisis que discuta la idea de violencia en correlación con los artilugios estéticos que la ficción propone. Según el enfoque disciplinar la definición de violencia toma matices y giros epistémicos particulares. No es posible aspirar a una teoría especializada que presente una “definición universal” de lo violento, esto sería, entre otras cosas, reducir o simplificar la magnitud del fenómeno. Sin embargo, aunque se reconoce la imposibilidad de reunir en un solo entramado teórico el sinnúmero de enfoques en torno a la violencia, es necesario precisar las características más notables. A continuación discutimos diversos planteamientos de la violencia y sus variantes desde reconocidos expertos. Lo primero que hace Pilar Calveiro (2013, 2015) cuando define la violencia, es desligarla de la idea de elemento innato al ser humano. La conducta violenta no es producto de una naturaleza del mal anclada en el seno del sujeto sino, y sobre todo, se deriva del deseo racional de “imponer o disputar un poder”. El acto violento proviene entonces de circunstancias de confrontación, en las que determinado sujeto quiere ostentar el poder e imponerse a la fuerza sobre los

demás. A razón de esta pugna la violencia es siempre política (Calveiro, 2015: 888889). Todo choque de poderes determina la coexistencia entre los integrantes de una comunidad, y es esta tensión la que da a la violencia un valor político. En tal orden, si la violencia contiene en sí misma un elemento político, este rasgo se hace más evidente en el poder que se arrogan las figuras gubernativas. Para Calveiro (2015) toda violencia es política, pero hay algunas que son específicamente políticas porque “se ejercen para sostener o modificar el control sobre recursos, territorios, poblaciones, es decir, las estructuras sociales de poder” (889). Un repaso de los modos como la literatura colombiana representa las violencias, deja ver que los sucesos escenificados están siempre bajo el ángulo de situaciones netamente políticas. Las violencias específicamente políticas son las que definen la particularidad del tema, la caracterización de los personajes y la proyección de tiempos y espacios en la realidad ficcional. La discusión sobre el carácter político o no de la violencia resulta relevante para definir los imaginarios que sobre ella la literatura nacional viene configurando. Los estudios especializados en violencia no coinciden siempre en atribuir a toda violencia un valor político. Investigadores notables como Daniel Pécaut (1997), por ejemplo, sugieren que hay una despolitización de la guerra colombiana de las últimas décadas porque los grupos armados que la ejercen, concentran sus esfuerzos en acumular ganancias pecuniarias y poder territorial. Estas confrontaciones, por tanto, desde la perspectiva del sociólogo francés, son impolíticas, pues dejan de lado los fines sociales que respaldaron en determinado momento las estrategias bélicas. Los ciudadanos, argumenta Pécaut, atrapados entre las relaciones violentas de los diversos actores armados, no leen ya en términos políticos esas confrontaciones. Es decir, que las referencias a la ideología, recursos y objetivos específicos que buscan confrontar el orden estatal han perdido todo significado para la población que sufre los efectos de la guerra. Así lo muestran las tasas de abstención electoral. Incluso las mismas guerrillas dan testimonio de la desvalorización de la política, cuando se conforman con controlar la población sin pretender ganarse su lealtad; no se pone en juego un imaginario gubernativo ni se difunde una representación general de un antagonismo político (Pécaut, 1997). En esta línea de indagación sobre la caracterización política o no de la violencia, Sánchez Gómez (2012), en consonancia con Pécaut, considera que lo político de la guerra en Colombia se ha desvalorizado notablemente a causa de los modos terroristas que ha adoptado la guerrilla actualmente. Las dinámicas de expansión económica, militar y geográfica de las guerrillas de las últimas dos

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décadas han desembocado en actos de involución política (Sánchez Gómez, 2012). Esta involución es consecuencia, en gran medida, de los nexos con el negocio de la droga y la práctica del secuestro. Negociaciones que produjeron grandes beneficios económicos pero con altos costos éticos. Por esta razón,

de una violencia con claros objetivos políticos, con horizontes éticonormativos definidos y con criterios de acción regulados o autorregulados, se ha ido pasando a una creciente indiferenciación de fronteras con la criminalidad común […] Si de las guerrillas de los cincuenta se ha podido decir que se movían hacia la cualificación, de las de hoy, pese a los numerosos códigos guerrilleros [es decir políticos], habría que decir que se mueven, en muchos aspectos, hacia la degradación o involución (Sánchez Gómez, 2012: 52, 57).

Tanto Pécaut como Sánchez Gómez coinciden en la crítica y señalamiento del delito criminal y del narcotráfico operado por las guerrillas, como actos que conllevan a la despolitización del conflicto armado en el contexto colombiano. Los síntomas de despolitización o involución política de la violencia, consideramos, hay que entenderlos dentro del carácter explícitamente político de los grupos insurgentes, es decir, que la lectura de una violencia despolitizada se refiere al desvío de los objetivos sociales e ideológicos que guiaron en sus inicios a la oposición armada contra el aparataje estatal. Esta precisión es necesaria porque si tenemos en cuenta la afirmación de Calveiro (2015) acerca de que toda violencia es política, podríamos entrar en una contradicción cuando se sugiere que los actos vandálicos de los grupos guerrilleros no son políticos. Puede ser que mirados desde un marco ideológico tales hechos desvíen su intención política, empero, desde la naturaleza y caracterización de la violencia que Calveiro (2015) propone, la violencia vandálica y criminal en que se ha convertido la lucha guerrillera es netamente política, pues sigue siendo la imposición de un poder nefasto contra los otros para obtener beneficios propios, que repercute, además, de modo contundente en las dinámicas sociales y culturales del país. Por otra parte, muchas de las violencias contemporáneas ejercidas por las grandes redes delictivas, la criminalidad común o la de los mismos grupos de insurgencia: que han degenerado su lucha a la práctica del terror, tiende a definirse solamente como violencia social porque, aparentemente, no están enfrentadas al orden estatal. Esta comprensión de la violencia como situación escindida de la responsabilidad del Estado y, en muchos casos, de la relación de este con grupos criminales u opositores, obnubila su dimensión política, encausa el razonamiento

de la violencia hacia la idea de que los efectos nocivos, que se desprenden de ella, no son políticos porque carecen de un sustento ideológico o de lazos explícitos con el orden gubernativo. Empero, cuando se indagan las causas de esa violencia “social-generalizada”, se advierte que, justamente, su propagación se facilita por el estrecho vínculo que tiene con diversas figuras del poder gubernativo. El tráfico de drogas, la trata de personas, el mercado negro de armas, por ejemplo, son todos hechos de violencia que han ganado territorio gracias al padrinazgo de sectores de la economía legal y a su relación directa con instancias estatales corruptas. Sobre esta situación, Calveiro (2015) reflexiona acerca de la autonomía de los poderes políticos locales o nacionales, para aliarse con redes mafiosas y convenir con su desarrollo por cuestiones económicas y políticas de diversa índole. Asegura la politóloga argentina, “que las redes criminales, que se extienden a nivel global, generan grandes flujos de recursos que penetran en la economía formal, vitalizándola, así como en los circuitos políticos, financiándolos y corrompiéndolos” (889). La articulación de lo legal con lo ilegal y de lo público con la privado indica una reorganización de las relaciones de poder que solo pueden ser explicadas en su elemento político.

No estamos frente a una lucha del Estado contra las redes delictivas [insiste Calveiro], sino a una articulación de unos y otros, en nuevas formas de acumulación y concentración de la riqueza. Las violencias principales provienen de las luchas por el control de territorios de diferentes grupos, en el seno de los cuales se hallan actores estatales y privados que se apoyan mutuamente (2015: 889).

En este orden de ideas, si uno de los efectos de la violencia es el miedo, se infiere sin ambages que esta emoción es netamente política, pues la violencia y los efectos y afectos que genera, en todos sus órdenes y consecuencias, deviene de la imposición de un poder, que se desprende de un proceso orgánico, políticamente organizado. Cuando un grupo armado, oficial, insurgente o paramilitar opera con violencia criminal busca, calculadamente, su repercusión política. Repercusión que se traduce en los efectos psicosociales traumáticos y en el clima de miedo que se instala en la sociedad. En Colombia, las masacres, desmembramiento de cuerpos, decapitaciones, violaciones, acompañadas a menudo de destrucción de viviendas, saqueo de víveres y despojo de animales, tienen por objeto aterrorizar a la comunidad, golpear su economía y dejar constancia sangrienta de control territorial (Sánchez Gómez, 2012: 61). Este escenario del poder desmedido, donde la violencia abyecta

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es la estrategia para la ganancia económica, revela que los grupos guerrilleros y demás milicias –que lucharon en sus inicios contra las políticas capitalistas–, se vienen reposicionando en el contexto contemporáneo como un actor más del régimen neoliberal. Sus actos vandálicos los separan, simbólica y materialmente, de principios que buscaban el bienestar popular y la “liberación del pueblo”. Los “grupos insurgentes” de hoy, aunque muchos de ellos regidos por los mismos cabecillas que les dieron origen, actúan como cualquier otro que busca posicionarse, a través del crimen y el terror, en el sistema de poder y de consumo del capitalismo. La violencia en Colombia se deriva, en mayor medida, de la guerra entre diversas tropas insurrectas y la fuerza pública. Confrontaciones endémicas y permanentes que han arrasado la vida de los ciudadanos durante décadas. Las dinámicas bélicas, como indica Sánchez Gómez (2008), han marcado profundamente la vida de la nación desde las guerras de Independencia. Quizás, el periodo de violencia del país más determinante del siglo XX fue el que se generó a partir del asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. “Colombia nunca se va a levantar de esta”, dijo en su momento Juan Domingo Perón. En efecto, repercuten hasta hoy los efectos de la terrible contienda entre miembros de los partidos Liberal y Conservador. La Violencia, con mayúscula, como se reconoce tal periodo, comprometió varios actores y recogió diversas situaciones de inconformismo, que ya se venían incubando en el seno social desde décadas atrás. Para Sánchez Gómez (2008), este conflicto refleja la tensión de las guerras civiles decimonónicas, así como la lucha entre las clases dominantes y el movimiento popular. Solo hasta 1958 se reducen las afrentas cuando se firma el pacto político del Frente Nacional15 . Varios estudiosos de lo literario en Colombia consideran el vínculo directo de la literatura con el periodo de la Violencia como punto coyuntural en el que la estética escritural del país, comienza a tomar distancia de la herencia europea. La Violencia y El Bogotazo: revuelta armada que se desató en la capital colombiana a causa del asesinato de Gaitán,

15 El pacto del Frente Nacional acordó la división del poder gubernativo entre liberales y conservadores durante cuatro periodos presidenciales de cuatro años cada uno. Sin embargo, las promisorias intenciones políticas de dicho acuerdo se cumplieron muy parcialmente porque en el ámbito nacional ya se iniciaban las primeras células guerrilleras, tomaba forma una tercera fuerza política basada en los preceptos del Socialismo, que, aunque en principio luchó por los derechos y beneficios para los ciudadanos, más tarde desencadenó en la lucha armada y criminal por el poder: contra la esfera gubernativa, pero ante todo contra los habitantes, ampliando de este modo el periodo de violencia sociopolítica. Asimismo, pese a la paridad de este sistema de gobierno, la dinámica cultural se empobreció porque desconoció las formaciones culturales de sectores alejados a los círculos de poder, aunque se superaron algunas intolerancias ligadas al bipartidismo político, el Frente Nacional dio paso a otras formas de intransigencia y hechos violentos (Sánchez Gómez, 2008; Jaramillo, Osorio y Robledo, 2000).

conforman el núcleo temático de, al menos, setenta y cuatro relatos escritos, la mayoría de ellos, entre 1946 y 1965. Han sido, además, consignados en documentales y películas, recreados por los medios cada año, evocados a través de testimonios, y permanecen en la memoria del pueblo colombiano que, sin embargo, no ha dimensionado [en toda su magnitud] sus consecuencias y su impacto sobre la nación (Jaramillo, Osorio y Robledo, 2000: 31).

Las narrativas de la Violencia han sido objeto de múltiples estudios, para revelar las tensiones entre lo literario y lo político; asimismo, existe una considerable bibliografía que explora los modos como se la ha narrado literariamente. Rueda (2011) considera que a partir de los sucesos desencadenados a razón del asesinato de Gaitán, la violencia política comienza a ser tematizada como tal, se convierte en objeto de fabulación y de estudio que domina hasta nuestros días el imaginario social colombiano.

Fue en gran parte a través de las llamadas “novelas de la Violencia”, publicadas en esos tiempos y haciendo referencia directa a los hechos sangrientos que tenían lugar entonces, como los habitantes de Colombia comenzaron a tomar conciencia del drama que trajeron consigo los enfrentamientos partidistas que durante aquellos años causaron numerosas masacres, desplazamientos y traumatismos en todo el territorio nacional (Rueda, 2011: 28).

Para Lucila Inés Mena (1978), las obras representativas del ciclo de la violencia no solo proporcionan una interpretación de ese fenómeno político, sino que también facilitan una mirada sobre los odios heredados que marcaron a generaciones enteras de colombianos. Bajo esta idea, la investigadora sugiere que definir la novelística de la violencia debe contemplar tanto las obras producidas durante la época de la Violencia, como las novelas que se editan en etapas posteriores y significan ese pasado, con el propósito de encontrar las raíces de tal flagelo (Mena, 1978: 98-99). Es cierto que, antes de la tendencia de los escritores nacionales a escribir explícitamente sobre la violencia sociopolítica, existían ya varias publicaciones que abordaban el tema de ese flagelo en el ámbito social; recuérdese, por ejemplo, la emblemática novela de José Eustasio Rivera, La vorágine (1924), considerada como una de las primeras expresiones literarias más valiosas sobre los desafueros fratricidas de quienes buscan imponerse sobre el territorio y la población. Rivera

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aborda los horrores sufridos por los caucheros a manos de los colonizadores de la cuenca amazónica, “un proceso en el que los abusos ocurrían, además, entrecruzados por patrones de raza y género, afectando en forma desproporcionada a los grupos más vulnerables en la configuración social” (Rueda, 2011: 44). Como la novela de Rivera, varias fueron las obras que escenificaron las problemáticas sociales producto de los proyectos nacionales del siglo XIX: centrados especialmente en la delimitación de fronteras territoriales y en el control de recursos de explotación. La novelística de ese momento, frente a esa situación, se enfocó no tanto en la idea de nación como vínculo que une a todos los miembros de la misma, sino en los conflictos existentes dentro de esa nación. Son obras que hacen parte de la llamada “novela social”: representada por autores como Mariano Azuela, Ciro Alegría y Rómulo Gallegos16. De La vorágine se valora su notable tratamiento estético de la violencia, la reflexión que propone acerca de los mecanismos del poder y la segregación homicida que este produce, además de su consideración sobre lo que implica leer y escribir sobre tal flagelo. Por estas razones, la narración de Rivera es valorada como notable antecedente literario de la narrativa de la violencia sociopolítica en Colombia. La literatura colombiana está sellada irremediablemente por los sucesos históricos, siempre violentos, del país. Laura Restrepo publicó en 1985 uno de los primeros análisis retrospectivos sobre la influencia de la Violencia en la novela, dice la autora que ese periodo “ha sido el punto de referencia obligado de casi tres decenios de narrativa: no hay autor que no pase, directa o indirectamente, por el tema; este está siempre presente, subyacente o explícito, en cada obra” (124). En este orden, en Los derrotados (2012), de Pablo Montoya, a través del personaje que asume el rol del escritor en la novela, y se constituye asimismo como un alter ego del autor, se exponen una serie de reflexiones indicativas de las propuestas de escritura en Colombia y su directo vínculo con las diversas violencias. Nos permitimos citar todo el pasaje para tener una mirada completa del fenómeno literario que se analiza:

Creo que el único tema que tenemos los escritores de este país es la violencia […] La cuestión es simple: si uno obedece la cláusula, tan vieja como Homero que aconseja al escritor escribir sobre su realidad, no hay otro remedio que

16 Jaramillo, Osorio y Robledo (2000), en el estudio preliminar a la compilación Literatura y cultura: narrativa colombiana del siglo XX, presentan un panorama bastante completo de la narrativa editada antes del fenómeno de las narrativas de la Violencia. Las investigadoras reconocen las particularidades y constantes estéticas y temáticas de las diversas propuestas literarias que configuraron los ritmos sociales, las dinámicas del modernismo en el país y su consecuente imaginario de Nación Moderna.

enfrentarse a la nuestra. Ésta, no hay que ser iluminado para saberlo, siempre ha estado signada por el crimen. Y cuando se escribe de otra cosa que no sea el delito, el robo, la extorsión, el magnicidio, la respectiva masacre, el desaparecido de turno, el escritor termina siendo falso, pedantemente modernista, incapaz de resolver el tema único y escabroso exigido por nuestra historia. Y si no es la violencia de lo que se debe escribir, sale al paso su consecuencia inevitable: la humillación, la vergüenza y la derrota. Claro que se puede escribir sobre otros asuntos, ni más faltaba. Una novela sobre la desnudez y el voyerismo, cuentos sobre música clásica, diarios de viaje a Europa, ensayos sobre artes plásticas, fotografía y botánica. Pero tarde o temprano te darás cuenta, si eres escritor colombiano de verdad, de que la realidad que nutre estas circunstancias, digamos íntimas, o subjetivas, o extraterritoriales, está urdida por la violencia. Las mejores obras de nuestra literatura, o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido (145, énfasis nuestro)17 .

Uno de los aspectos que llama la atención en esta cita es el énfasis del narrador-escritor en la necesaria relación de la violencia con la creación literaria; “si eres escritor colombiano de verdad” no es posible evadir la realidad violenta que ha determinado el devenir individual y colectivo de todo un país. Ciertamente, el discurrir incesante de la violencia a lo largo de la historia colombiana va en relativo paralelismo con la también incesante producción literaria nacional. De otra parte, el acento de la última cita en el trayecto imparable de la violencia recuerda uno de los imaginarios problemáticos de este fenómeno. La violencia política suele ser dimensionada, por gran parte de la población, como algo que ha estado siempre presente, como elemento “cuasi natural” a los procesos de construcción del país; poco se le explica en sus particularidades y mucho menos se le entiende como realidad política. Hablar de la violencia como ciclo invariable o natural, y sin distinguir sus particularidades históricas, va dando forma a una versión fragmentada, a un relato armado de “retazos”, que poco enfoca las causas de los sucesos. Las voces varias que tratan de articular el hecho sangriento, visto u oído, narran especialmente el dolor individual, mientras que la raíz política e histórica

17 Las referencias a la tradición literaria en esta cita aluden a La vorágine, novela de José Eustasio Rivera, a Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y quizás a la novelística de Fernando Vallejo: La virgen de los sicarios, El desbarrancadero, entre otras.

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mínimamente se referencia. El papel de los reales protagonistas y sus intereses personales en este tipo de narración pasa a un segundo plano. Los analistas consideran que esta forma de recordar el pasado entorpece la construcción de una memoria colectiva. Los registros subjetivos son, sin duda valiosos, pero deben ir más allá del recuerdo personal y articularse, sobre todo, con los hechos históricos y políticos de cada momento. La memoria individual dolorosa debe ligarse a otros relatos hasta conformar un discurso común, que sea capaz de explicar los sucesos desde diversas perspectivas y, especialmente, a partir de sus aspectos políticos. Una memoria fragmentada y personal da forma a una visión generalizada de la violencia, considera Pécaut (1997). Esta es la causa, por la que es común escuchar en Colombia que el “pasado no pasa”, para señalar la presencia perenne de la guerra. Los actos atroces parecen percibirse como un contínuum indiferenciado: las confrontaciones actuales entre diversas bandas criminales, paramilitares y (ex) guerrilleras devienen de la arremetida del narcotráfico contra el país entre los años noventa y ochenta; y la guerra del narcotráfico se relaciona a su vez con la violencia de la fuerza pública y de las guerrillas izquierdistas entre los ochenta y sesenta; y la guerra de las guerrillas surge desde los sesenta a causa del inconformismo de los espacios políticos definidos por el Frente Nacional ante la Violencia desatada entre 1948 y 1957; por su lado, la violencia de 1948 es la continuación de la de 19321933; y la de 1932-1933 la continuación de la Guerra de los Mil Días, y la Guerra de los Mil Días la continuación de todas las guerras civiles del siglo XIX. A pesar de las fechas y episodios precisos, el imaginario general percibe la violencia de forma atemporal, tiende a confundir los límites entre el ayer y el hoy. Una situación que se explica como “consecuencia de un conflicto armado interno que, al remontarse al inicio mismo de la república independiente en el siglo XIX, parece un trauma imposible de superar” (Astorga, Ayala y Campos, 2012: 11-12). Los actores y escenarios de la violencia, obviamente, son muy diferentes en 1930, en 1950, 1960-70, en 1990, y en las primeras décadas del siglo XXI. Sin embargo, los episodios se suceden con tal frecuencia que se tiene la sensación de continuidad. Y bien sabemos que los procesos de construcción social de la memoria y la integración de los hechos en una historia se complican cuando hay ausencia de puntos de referencia o fijación (Pécaut, 1997: 30). La evocación del pasado desligada de puntos históricos precisos proyecta la violencia política como fenómeno anónimo o catástrofe comparable al desastre natural. La memoria construida sin tiempos y espacios precisos, sin sus razones sociales y políticas, es incapaz de articular una narración coherente con las causas reales del conflicto. La explicación de la Violencia bipartidista, por caso, ha sido reducida a la confrontación criminal entre simpatizantes de dos partidos políticos contrarios.

De ese periodo se cuentan con mayor énfasis los hechos atroces y los sufrimientos personales, mientras que las razones económicas y culturales, que fueron las que desencadenaron esa guerra, poco se reconocen. La interpretación generalizada de la Violencia ha dejado de lado aspectos fundamentales como: explicar el poder de las élites para someter a la clase popular a sus fines gubernativos, advertir los intereses económicos que empujaron sin miramiento la aplicación de estrategias devastadoras. Habría que mirar si este discurso del pasado, en el que se omite ese tipo de información, no está impulsado por los mismos intereses gubernativos. Sabemos que las maneras como la historia se oficializa, es decir, se cuenta, reconoce y circula, responde a las estratagemas del Estado, la Nación, la Iglesia. Estas instituciones, como advierte Vásquez (2018), son grandes narradores, “tienen a su disposición todas las armas del mejor novelista y algunas que el novelista no tiene” (148). Una lectura de lo sucedido en el país sin el enlace a sus referentes históricos concretos, desemboca en una construcción “a-histórica”, mítica; los acontecimientos se perciben cíclicos, sin punto de inicio ni trazo final (Pécaut, 1997). La violencia así dimensionada naturaliza su carácter, es fenómeno cíclico, repetitivo, no disponible para la transformación histórica. Sánchez Gómez (2012), sin desconocer el trabajo que se viene adelantando en el país para la construcción de discursos de memoria, inclusivos de los intereses subjetivos y el referente histórico, reconoce que,

a diferencia del Cono sur en donde el olvido y la memoria de la violencia fueron teatralizados y exorcizados en el gran Proceso, en el Nunca Más (Taylor, 1993: 192-203) en Colombia, la violencia, la masacre, tienden a ser rutinizadas y reubicadas incesantemente en una especie de frontera entre la memoria y la no-memoria (42).

La necesidad de dar forma a la memoria histórica, como camino hacia la compresión de lo que nos ha sucedido como sociedad, debe primar en los proyectos institucionales enfocados en contar la realidad olvidada de la violencia. La construcción de una memoria social confiable debe dar cuenta de las implicaciones políticas y económicas del desastre, valorizar puntos de vista individuales, que conformen una narración en la que confluyan diversos ángulos de lo sucedido. Son quizás estas circunstancias las que han motivado un giro en las investigaciones de la cultura y de la sociedad colombiana. Los estudios empiezan a demostrar especial interés por temas como el miedo, el dolor y el trauma: afectos ligados a los flujos políticos del país. En otras palabras, es urgente seguir dando forma a un entramado conceptual y simbólico en el que se entrecrucen los relatos

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