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Desarticulaciones del “sí mismo” y la memoria dolorosa
presenta la narrativa colombiana, se vuelve una afrenta poderosa contra el olvido y registro punitivo contra quienes se han arrogado el derecho de eviscerar al otro sin miramientos. Por último, Los derrotados de Pablo Montoya y Los ejércitos de Evelio Rosero se inscriben en las obras que Ovejero (2012) clasifica como “literatura de la crueldad” (72). Los textos, sin duda, fijan los hechos atroces82 del conflicto armado, pero sobre todo, confrontan al lector con sus propias expectativas y silencios. Parafraseando a Ovejero (2012), el aspecto subversivo de los libros estudiados cambia el foco: lo retira del objeto central –la decapitación– y lo vuelve hacia el “lector-vidente”. Y este, una vez “iluminado”, comprende que no es un transeúnte por el exterior de los acontecimientos, tampoco es un testigo, más bien es cómplice del robo de significado de la realidad de los vencidos. Bajo el foco es difícil ocultar o evadir la mirada y la voz de los hechos brutales, que definen el día a día de muchas sociedades. El Escritor-Perseo con su novela-escudo, en definitiva, reubica la realidad de la violencia excesiva en toda su dimensión, la desenmascara presentándola con el rostro vivo del dolor y la incertidumbre que se ha querido negar o silenciar.
DESARTICULACIONES DEL “SÍ MISMO” Y LA MEMORIA DOLOROSA
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El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, toma forma en torno a la vida del padre del escritor: la convivencia familiar, la vida política y profesional, y su asesinato a manos de los paramilitares. La narración es publicada veinte años después del homicidio del padre. La composición de este relato fue para el autor una forma de sublimar el dolor y el rencor, además de retener en el tiempo la presencia del progenitor y de hacer memoria de un pasado funesto, que marcó irremediablemente la vida personal y la de muchos colombianos. El texto hace uso de la primera persona y de la “narración del yo” para referir la vida propia y la del padre, desde un prisma emocional. A continuación se reflexiona sobre los modos como el autor-narrador-narrado construye un “sí mismo” afectivo, y en ese transcurso consolida un relato que no se circunscribe a un género narrativo específico. También, nos interesa entender cómo Abad Faciolince se apoya en la idea de la responsabilidad de una “memoria real”, mas sin dejar de “inventar” parte de esa memoria. La narración, paradójicamente, se ancla a una lúdica imaginativa de la memoria, que intensifica el valor del pasado personal y social.
82 Es necesario precisar que José Ovejero (2012) es explícito en decir que el libro cruel no exige necesariamente violencia física. Puede que vaya unida a ella, porque el “autor cruel”, al buscar la transgresión, tiende a encontrarla en aquellos ámbitos que rondan el tabú, como la violencia despiadada y el sexo desaforado. Pero se puede ser cruel sin que corra la sangre.
Antes de entrar plenamente en el tema, es importante precisar que en esta reflexión recurrimos a otro texto de Abad Faciolince, Traiciones de la memoria (2009), libro de carácter autobiográfico, que recoge en uno de sus capítulos la experiencia de escritura de El olvido que seremos. En el relato “Un poema en el bolsillo” 83, el escritor recrea la polémica que surgió en Colombia sobre la publicación de un poema de Jorge Luis Borges en El olvido que seremos84. El autor aprovecha esta historia, para dar forma a una narración en la que reflexiona sobre la imposibilidad de la memoria fiel y los laberintos del pasado que la escritura hace transitar. Traiciones de la memoria ubica en un nuevo ángulo de lectura a El olvido que seremos. Sin desconocer la autonomía de cada obra, se puede decir que los dos se complementan y se hacen necesarios en un análisis que aborde sus procesos de escritura. De los estudios literarios sobre El olvido que seremos llama la atención la variedad genérica en la que lo ubican los ensayistas. Por ejemplo, Fanta Castro (2009), lo nombra a lo largo de todo su escrito como “texto” y, aunque la autora explicita al inicio de su reflexión, en una nota a pie de página, que el libro de Abad Faciolince es “una especie de autobiografía mezclada con la biografía de su padre” (30), no se decide a estudiarlo en relación con la estética de estos géneros en el cuerpo del ensayo; de hecho, el libro se asocia más a la novela cuando se sitúa junto a las producciones ficcionales que metaforizan la injusticia y la impunidad (32). Por su parte, Reigana de Lima (2010), reconoce el relato de Abad como autobiográfico (7), mientras que Pérez Sepúlveda (2014), lo analiza como biografía. Para Vélez Restrepo (2013) es una novela autobiográfica, no obstante, en algunos apartados, parece indagarlo solamente como novela. Y Escobar Mesa (2011), lo ubica entre biografía y autobiografía, dice este ensayista que El olvido que seremos “es un texto polimorfo que puede leerse como novela, crónica testimonial o confesión” (178). La irresolución genérica presentada por los académicos obedece a la posición liminar de la narración entre autobiografía y novela85. Enfrentarse a lo narrado en El olvido que seremos provoca, en un primer momento, cierta perplejidad porque el lector no reconoce el pacto de lectura que se le propone.
83 “Un poema en el bolsillo” es el apartado de mayor extensión del libro de Traiciones de la memoria; los otros dos textos son “Un camino equivocado” y “Exfuturos”. 84 El poema que provoca la discusión entre algunos escritores colombianos es Epitafio de Jorge Luís Borges, que había sido transcrito por el padre del escritor y fue encontrado en el bolsillo del abrigo que este llevaba puesto el día de su asesinato. Este poema fue retomado en El olvido que seremos y, de él, justamente, se apropia el primer verso para titular dicho libro. En su momento, una vez publicado el texto, causó sospecha y malentendidos entre algunos expertos la originalidad de los versos del escritor argentino. Sobre esto se reflexiona en Traiciones de la memoria y también se discute en una entrevista con el autor, a cargo de José Zepeda (2011). 85 Las traducciones del libro a diversos idiomas entran a alimentar su complejidad genérica. Si bien, en su edición en español no hay marcas paratextuales de género, en francés se lo tradujo como roman –novela– y en inglés como memoirs –memorias.
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La compleja relación entre lo real y lo imaginario logra expresarse abiertamente en la ambigüedad del pacto literario que el autor propone. En entrevista con José Zepeda (2011), Abad Faciolince reconoce su inclinación estética por “mezclar” lo real con lo imaginario, y viceversa. Afirma que su texto, si bien configura la experiencia personal de un pasado, lo escribió como una novela, y no solo por los recursos del lenguaje que en él despliega, sino también por la imaginación creativa que se filtra en lo memorizado. Incluso, dice el autor, resulta mucho más interesante que El olvido sea leído como novela que como exclusivo relato autobiográfico o biografía. La escritura de un “yo”, que se mueve entre lo real y lo ficcional da al personaje central de la narración la caracterización de héroe literario. En efecto, Abad Faciolince buscó dar un “aura” de personaje novelesco al padre representado en la escritura: estrategia literaria que resulta ofreciendo al padre un valor dramático mucho más significativo cuando se le ubica más allá de las fronteras de la realidad propia. Dice el escritor que su progenitor puede ser visto en el relato como un
[…] héroe romántico que llevó una vida muy estética […] con unas simetrías especiales […] que amaba la belleza […] que visto como personaje literario, podrá vivir para siempre en el recuerdo de la gente […] no pocas veces el personaje literario tiene más vida que cualquier persona que realmente haya existido (Abad Faciolince y Zepeda, 2011).
La cita deja ver que para el autor la trascendencia de lo memorado no se soporta sobre el criterio de realidad o ficción, sino, más bien, sobre la capacidad de mantener en el tiempo aquello que se rememora. La escritura parece aquí un artificio diseñado para sostener la fragilidad identitaria; Abad necesita del suplemento de ficción sin el cual la existencia del padre y la propia carecería de entidad suficiente (Alberca, 2007). El padre leído como figura ficcional no pierde su componente de realidad, pero sí gana el poder de proyectarse en un horizonte temporal indefinido. Esta ambigüedad entre realidad y ficción y su relación con el pasado se discute en Traiciones de la memoria. Acá el escritor argumenta que “la verdad y el recuerdo están siempre salpicados de olvidos o de deformaciones del recuerdo que no se reconocen como tales” (141). La verdad del pasado descansa entonces sobre una memoria imperfecta, que desde la mirada literaria de Abad Faciolince es la más confiable. Este tema se retomará más adelante. Al hilo del régimen de los hechos y la complejidad del acto literario de El olvido que seremos, consideramos que soporta una lectura desde la óptica de la
autoficción. En la escritura de Abad Faciolince las vidas representadas pasan a ser presencias de ficción sin deshacerse de su rastro de no-ficción. La narración, aunque de rasgo autobiográfico, se camufla bajo los artificios literarios de la novela proponiendo una lectura en clave ficcional. A diferencia de la novela autobiográfica la autoficción no disfraza su relación con el autor, todo lo contrario, la expone sin fingimiento (Alberca, 2007). El escritor colombiano, convertido en narrador ficcional de su propia obra, se desnuda ante la vista del lector sugiriéndole un pacto de lectura diferente, que reafirma el contenido fictivo de la escritura. El relato del “sí mismo” propuesto por la autoficción franquea así la línea de autenticidad –exigida al texto netamente autobiográfico–, además de desvanecer de manera reflexiva los límites entre acontecimientos reales o ficticios; de este modo se acentúa la divergencia constitutiva entre vida y escritura (Arfuch, 2009). Ahora bien, no sobra recordar que lo ficcional de los textos autofigurativos es efecto directo del discurso literario y, por tanto, ajeno a lo ficticio: que sería una particularidad de lo falso. De esta manera, si la obra autoficcional promete una verdad al estar anclada a la vida del escritor, no es seguro que sea la “verdad misma”, que “el lector en el acto de lectura, intente leer una verdad en el texto, no quiere decir que esa verdad exista” (Amícola, 2007: 32). En otras palabras, en el relato autoficcional, como en todo relato del “yo”, se reconoce también que cuando el escritor se aventura a narrarse a sí mismo tiene plena conciencia de que lo contado, por estar sujeto a la memoria y la imaginación, comprende un alto grado de ficción, así se respete la autenticidad de la historia86 . La entidad narrativa es uno de los mayores aciertos de El olvido que seremos. El autor, a medida que va narrando la experiencia propia, se adueña del “yo” del padre para también narrarlo. Es decir, que la escritura construye un “sí mismo” que a su vez da forma a “un otro”. Esta calculada estrategia narrativa se explica en el ambiguo proceso de identificación subjetiva del escritor con su padre, la manera como se va contando la experiencia surte el efecto de una fusión de identidades, en la que “yo es otro” y “otro es yo”. En palabras más precisas sería, “yo soy mi padre” a la vez que “mi padre soy yo”. Justamente, el epígrafe al inicio de la narración indica esta auto-representación ambigua: “Y por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre”, frase del poeta israelí Yehuda Amijai. Se trata del renacimiento del padre en la mirada del hijo. O más concretamente, la vivificación narrativa del
86 Para Molloy (2001) la lucidez literaria del escritor profesional que se decide a escribir sobre su vida le lleva a reconocer, conscientemente, lo que significa verter el “yo” en una construcción retórica; su conocimiento de los artificios literarios le hacen prever la complejidad de constituirse como sujeto en la escritura.
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progenitor se hace posible en la voz del hijo. La escena en la que quizás se aprecia con mayor contundencia esta circunstancia de identificación, es el instante mismo del asesinato del padre, dice Abad Faciolince: “Durante casi veinte años he tratado de ser él ahí, frente a la muerte, en ese momento. Me imagino a mis 65 años, vestido de saco y corbata, preguntando en la puerta de un sindicato por el velorio del líder asesinado” (Abad Faciolince, 2006: 243). La narración del asesinato es un nefasto recuerdo imaginado, aunque “realmente vivido” en el propio cuerpo del escritor, veamos:
Mi papá mira hacia el suelo, a sus pies, como si quisiera ver la sangre del maestro asesinado. No ve rastros de nada, pero oye unos pasos apresurados que se acercan, y una respiración atropellada que parece resoplar contra su cuello. Levanta la vista y ve la cara malévola del asesino, ve los fogonazos que salen del cañón de la pistola, oye al mismo tiempo los tiros y siente que un golpe en el pecho lo derriba. Cae de espaldas, sus anteojos saltan y se quiebran, y desde el suelo, mientras piensa por último, estoy seguro, en todos los que ama, con el costado transido de dolor, alcanza a ver confusamente la boca del revolver que escupe fuego otra vez y lo remata con varios tiros en la cabeza, en el cuello, y de nuevo en el pecho (Abad Faciolince, 2006: 243)
En este pasaje llama la atención que la narración del homicidio se haga desde la perspectiva consternada del padre, pero confesada por la voz del hijo. De manera imaginada, el autor-narrador-hijo se ubica, en tiempo y espacio, como testigo íntimo del papá para experimentar con él ese momento aterrador. Recordamos que Abad Faciolince no lo acompañaba durante el atentado. La posibilidad de revelar el instante del asesinato, como experiencia que tocó el cuerpo sin ser testigo presencial, Fanta Castro (2009) lo explica desde la habilidad lingüística de la narración al conjugar dos tiempos verbales. La yuxtaposición de las temporalidades, donde el pasado y el presente coinciden, permiten a lo imposible ser posible: saber algo que es desconocido. A esta interpretación nosotros agregamos que junto a la correlación de tiempos disímiles, la estrategia de escritura del autor diluye también el límite entre dos identidades, la de él mismo y la del padre, para dar paso a una sola presencia narrativa en el relato. Esta coincidencia de “yoes” en la narración biográfica infringiría el principio ético de
no confundirse con el biografiado (Holroyd, [2002] 2011: 72), sin embargo, en el campo autoficcional es totalmente plausible, de hecho, tal transgresión enriquece la capacidad expresiva, estilística y ética de la entidad narrativa. Ahora bien, la coincidencia de “yoes” de la identidad narrativa que la escritura de Abad Faciolince propone, no se relaciona con la clásica fórmula de Rimbaud resumida en su célebre frase Je est un autre –“yo es un otro”–, en la que la extrañeza del escritor que se ve como otro de sí mismo define la marca de inscripción del “yo” en el decurso narrativo. La construcción del sujeto “otro” que El olvido sugiere, lo entendemos más bien desde la idea de Sarlo (2005) acerca de la condición del testigo de experiencias traumáticas87. La persona que toma la palabra de aquel que ya no está a causa de una violencia radical: la tortura mortal, el asesinato, la desaparición, etc. Así entonces, la voz que narra en El olvido que seremos está en remplazo de otra: de la voz del padre. La voz del escritor-narrador es vicaria de la memoria traumática y de otros sucesos de la existencia del progenitor. Abad Faciolince, en su relato, se construye como la voz testigo que ha sido elegida por las condiciones extratextuales –anímicas, éticas, históricas, políticas–, para contar la muerte del padre como si de la suya se tratase –simbólicamente, algo del autor también muere con el padre–. Esta intención narrativa de no dejar en el silencio un momento de tal magnitud resguarda, a su vez, la intención de representar la interioridad emocional del escritor. La autoficción, en ese orden, se construye como espacio expresivo del dolor, la tristeza y la memoria. Contar la vida propia al lado del padre demandó del escritor “vistas de pasado”88. Después de veinte años del asesinato, Abad Faciolince tuvo que ubicarse en un tiempo presente para mirar al pasado y reconstruir, desde esta perspectiva temporal, lo que la memoria y el recuerdo aún conservaban. El relato autoficcional, aunque por principio tiene la libertad de incluir en su recorrido elementos ficcionales, se ancla poderosamente a la memoria del escritor. Esta memoria, precisamos, no debe entenderse como una memoria fiel u original a los hechos, pues bien sabemos que lo memorado es solo una versión esquematizada
87 La idea sobre el “narrador testigo” entra en estrecha relación con la categoría “narrador imposible” de Agamben, que referenciamos páginas atrás. En efecto, ambas figuras son voz vicaria que busca dar representación lingüística, para dotar de realidad y sentido, a una realidad brutal, o a la vivencia atroz de aquel que quedó sumido en el silencio, ya sea por la presión del trauma o por la muerte certera. 88 Sintagma utilizado por Benveniste ([1971] 1974) para explicar la relación entre lengua y tiempo. Afirma el autor que el único tiempo inherente a la lengua es el presente, es este el eje de referencia del discurso y del sujeto. Toda evocación o proyección depende del presente, es decir, que el pasado y el futuro son construcciones de tiempos a partir del momento presente.
de aquello que vivimos. Con el tiempo la memoria “funciona de modo encubridor a través de desplazamientos, condensaciones, inversiones, etc.”, recuerda Amícola (2007: 37). Lo que se cuenta como “verdad memorada” consiente la imaginación de posibles experiencias, que se aferran a lo vivido dotando de realidad a la narración. Sobre los procesos de la recuperación del pasado Paolo Rossi ([1991] 2003) propone dos categorías, la primera es la memoria, que sería la persistencia espontánea de una realidad que continúa muy vívida en nuestro interior, y la segunda es el recuerdo, intrínseco a la memoria, pero que consiste más bien en el esfuerzo voluntario de la mente en reconocer e imaginar las emociones vividas, y con ello dar densidad a lo evocado (21). Bajo el ángulo de esta idea, puede comprenderse la manera como el pasado familiar y la experiencia traumática entran en la narración de Abad Faciolince como experiencia auténtica. El asesinato del padre pervive en la memoria, se conserva como hecho concreto o histórico, mientras que la narración de los detalles ambientales, de la rabia y “la tristeza seca, sin lágrimas” (Abad Faciolince, 2006: 245), solo el recuerdo los hace posibles. La imagen nítida del padre y de varios sucesos específicos son conservados en la memoria del narrador como una imagen concreta del pasado, y esta memoria se enriquece con los recuerdos de circunstancias particulares, de emociones que quizás envolvieron el momento recordado o, incluso, de cosas y presencias que solo pueden ser producto de la imaginación de quien recuerda. La narración autoficcional acopla así memoria y recuerdo, lo real y lo potencialmente ficcional, y en este juego, no solo llena los vacíos del pasado, sino que, igualmente, la realidad narrada adquiere volumen y se enriquece. Como se puede apreciar en el siguiente pasaje, el narrador conserva en su memoria los viajes del padre al exterior, sin embargo, puede apreciarse claramente que los detalles y cada gesto emocional son producto del recuerdo, es decir, de una construcción ficcional. Entre lo memorado y lo recordado se da forma a una narración que dota de profundidad existencial al padre y escenifica de manera verosímil un suceso real:
Recuerdo cuando mi papá volvía después de lo que para mí eran viajes de años a Indonesia o Filipinas (después supe que en total habrían sido quince o veinte meses de orfandad, repartida en varias etapas), la honda sensación que tenía, en el aeropuerto, antes de volverlo a ver. Era una sensación de miedo mezclada con euforia. Era como la agitación que se siente antes de ver el mar, cuando uno huele en el aire que está cerca, y hasta oye los rugidos de las olas a lo lejos, pero no lo vislumbra todavía, solo lo intuye, lo presiente, y lo imagina. Me veo en el balcón del aeropuerto Olaya Herrera,
una gran terraza con mirador sobre la pista, mis rodillas metidas entre los barrotes, mis brazos casi tocando las alas de los aviones, el anuncio por los altoparlantes, “Avión HK-2142, proveniente de Panamá, próximo a aterrizar”, y el rugido lejano de los motores, la vista del aluminio iluminado que se acercaba entre destellos solares, denso, pesado, majestuoso, por un costado del cerro Nutibara, rozando la cima con una cercanía de tragedia y vértigo. Al fin aterrizaba el Superconstellation que traía a mi papá, ballena formidable que se llevaba toda la pista para al fin frenar en los últimos metros, y lentamente giraba y se acercaba a la plataforma, lento como un transatlántico a punto de atracar, demasiado despacio para mis ansias (yo tenía que brincar en el sitio para contenerlas), apagaba sus cuatro motores de hélice que casi no dejaban de girar, las aspas invisibles formando una niebla de aire licuado, y hasta que no paraban no se abría la puerta, mientras los peones empujaban y ajustaban la escalerilla blanca con letras azules. La respiración se agitaba, mis hermanas estaban todas vestidas de fiesta, con falditas de encaje, empezaban a asomarse cuerpos que salían en fila del vientre del avión, por la puerta de adelante. Ese no es, ese no es, ese no es, ese tampoco, hasta que al fin, en lo más alto de la escalerilla, aparecía él, inconfundible, con su traje oscuro, de corbata, con su calva brillante, sus gafas gruesas de marco cuadrado y su mirada feliz, saludándonos con la mano desde lejos, sonriendo desde lo alto, un héroe para nosotros, el papá que volvía de una misión en lo más hondo de Asia, cargado de regalos […] de carcajadas, de historias, de alegría, a rescatarme (Abad Faciolince, 2006: 111-112).
La dinámica de escritura entre memoria y recuerdo recupera un imaginario infantil del autor, que representa no solo el hecho concreto del regreso del padre sino, y con mayor fuerza, el universo afectivo de un niño que añoraba estar siempre al lado de su progenitor. Es notable la articulación de lo emocional en el relato como aspecto protagónico del suceso narrado. Sobre la base de las concepciones y emociones del presente y de la conciencia del pasado, el hijo-narrador-adulto revive una vivencia afectiva de la niñez. El padre-héroe del imaginario infantil se recupera en la eficacia narrativa del recuerdo del hijo-adulto. La mezcla de emociones se ciñen a la escena otorgando un efecto de realidad al evento contado. Daniel Link (2017), respecto del pasado infantil que recuperamos cuando ya adultos sugiere que siempre está marcado por la ambigüedad. “Muchas veces al recuerdo propio se superpone algo que los demás recuerdan sobre nosotros, o
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pensamos que es un recuerdo algo que nunca pasó, que meramente imaginamos” (24). La rememoración de un pasado, por cercano que sea, siempre tiene algo de imaginación, difícil resultaría aceptar que la memoria se conserva fiel al acto tal cual sucedió. Abad Faciolince reconoce, por supuesto, estos matices creativos de la (des)memoria. Traiciones de la memoria demuestra cómo la experiencia vivida no se recuerda tal como ocurrió, sino tal como se la relata en el último recuerdo (149). El acto de narrar y el recuerdo mismo son los que dan sustento de verdad a la memoria; por lo tanto, El olvido que seremos sería una representación sincera del pasado del escritor, así lo narrado pueda no coincidir con la experiencia original. Ahora, con un poco más de claridad sobre la traición que nos juega la memoria cuando intentamos recuperar el pasado vivido, podemos indagar de nuevo el pasaje literario que narra el momento en que el padre está siendo asesinado. Precisamente, la intención narrativa de Abad Faciolince de sentirse uno con el padre, para lograr significar una realidad que no experimentó en cuerpo propio, se ancla a la verosimilitud de un pasado narrado entre el recuerdo, la memoria y la imaginación. La manera de retener en la escritura la memoria continua de ese momento atroz, se enraíza a la particularidad de la entidad narrativa y a las formas caprichosas del recuerdo, estos dos elementos recuperan y concretizan la realidad emocional del narrador. En el plano narrativo, la vivencia personal del asesinato del padre por parte del narrador-hijo, además de la descripción de los detalles que rodean la escena, son elaboraciones de la ficción; cada impresión de estupefacción y desgarro contada desde la perspectiva del padre es una conmovedora suposición. Sin embargo, no por eso la experiencia de dolor y rabia que se actualiza deja de ser auténtica. La escritura recoge entonces la emoción punzante que ha resistido al tiempo. Una sensación veraz de terrible tristeza y desamparo se encarna en la narración, esta reintegra la experiencia íntima del dolor innombrable de quien sintió morirse con el padre idolatrado. Lo inenarrable emocional, en resultado, adquiere realidad y sentido en la estrategia narrativa que el escritor ingenia. Para cerrar este apartado podemos sintetizar que, en El olvido que seremos el “recuerdo emocional imaginado” resulta de mayor eficacia que la “memoria auténtica” en la elaboración del duelo y lo afectivo doloroso. La escritura autoficcional recobra los afectos originales a través de sucesos imaginados. Narrar el asesinato del padre como vivencia que ha tocado el cuerpo propio, remite, en efecto, a la experiencia íntima del dolor: se encarna en las palabras la realidad emocional. Quizás, el pasaje podría tildarse de confesión engañosa por insinuar que el hijo vivió junto al padre ese momento fatídico, pero no por ello deja de ser confesión, “una práctica de la verdad con potencia de transformación” (Giordano, 2011: 48). En la capacidad de simbolizar el sufrimiento íntimo del autor,