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El “eco mudo” de Gorgo

(169). “La escisión de lo que nos mira en lo que vemos” (169), esto es, el vacío de la muerte, toma fuerza en la desazón que impone “la imagen imposible de ver” (20), en lo que haría de mí esa cabeza desmembrada: hacerme igual y semejante a ella, mi propio destino paralizado ante el horror del inesperado ojo asesino. En suma, es la desazón de mirar de frente a lo que me mira, la angustia de quedar librado a la cuestión de saber en qué se convierte mi propio rostro, mi ser, cuando se abre al vacío de la mirada gorgoneana. Medusa, como vamos razonando, es símbolo del horror en estado puro, previo a todo, asociado al espanto, la persecución y el dolor extremo; es la amenaza latente que hiela los corazones. Mirarla a los ojos es “dejar de ser uno mismo, un ser vivo, para volverse, como ella, Potencia de muerte […] transformarse en piedra ciega y opaca” (Vernant, [1985] 2001: 104). Por esta razón, si, en paralelismo simbólico, se observan los retratos de Ramírez como si del reflejo de Medusa se tratase, el ver se transforma aquí en una operación de sujeto, por lo tanto una operación hendida, agitada y abierta (Didi-Huberman, [1992] 2011: 47); la mirada sobre esos rostros nos sacude hasta lo más recóndito de nuestro ser. Para sintetizar, las cincuenta miradas de Gorgo que expone el “Catálogo de muertos” ubican al “lector-vidente” de frente a Medusa. Al observarlas, por una especie de efecto de fascinación mórbida, el lector es arrancado de sí mismo, despojado de su mirada, cercado e invadido por la cara que lo enfrenta. La imagen de la muerte escabrosa agita a quien la mira y simboliza en su mueca funesta el horror de la alteridad radical. Ese Catálogo es también un trabajo de documentación que muestra la bestialidad del conflicto militar colombiano, a la vez, que recupera la dignidad de las víctimas cuando les da un espacio para ser miradas. Como registro literario reescribe la simbología de la decapitación inherente a la figura de Medusa, y como crónica visual, denuncia las violaciones de la guerra, la inaceptabilidad de la muerte, la tortura y la degradación de lo humano cuando es objeto de manipulación por quienes se han hecho al poder y al dominio de territorios, a través de la criminalidad y el miedo.

EL “ECO MUDO” DE GORGO

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La representación clásica de Medusa retiene tanto el gesto de mirada colérica como la mueca del grito aterrador; “lo ‘inmirable’, como cuerpo desmembrado, ultrajado en su singularidad, según Cavarero ([2007] 2009), “se da también como alarido […] que expresa el mismo ultraje” (37). No obstante, como explica la filósofa

italiana, por tratarse de una imagen, el grito de la Gorgona es insonoro, permanece mudo, “el horror se revela sin palabras y sin sonido” (38). Pero esto no quiere decir que no se genere la impresión de que lo escuchamos; aunque las características estéticas de la representación plástica no permiten la sonoridad física, sí produce un efectismo sonoro en nuestra percepción íntima cuando miramos una imagen o escultura de Medusa78. Frente a su rostro y su boca abierta la vemos y oímos gritar. Al observarla, no logramos evadir la resonancia que brota de ella, es inmediata la invasión del alarido que se desprende de su boca: abierta en rictus ocupando todo el ancho de la cara. Es un “grito mudo”, un “vértigo del silencio” (Sichère, [1995] 1997: 194) que causa escozor y espanta, del que se desea huir pero ante el que se permanece paralizado como si nos hundiéramos en lo aterrador de la escena. Evelio Rosero propone un texto que hace del impacto emocional inmediato de la violencia, el núcleo de su narración. La novela titulada significativamente Los ejércitos, refleja con virtuosismo literario la vivencia cotidiana del terror sin acudir a la explicación de sus referentes políticos –mas dejando latente en el relato que estos son la causa–. El personaje narrador, un viejo profesor jubilado, cuenta los golpes diarios de la guerra a los que se ven sometidos tanto él como sus vecinos. Ismael, protagonista central, experimenta con alucinado terror la devastación de su pueblo a manos de unos “ejércitos anónimos”. Estos ejércitos pueden ser del gobierno, de la guerrilla y de los paramilitares, pero la novela no hace distinción entre ellos porque “nada importan las diferencias entre los tres ejércitos para el anciano narrador y los habitantes de ese poblado, civiles víctimas de la impunidad, hundidos en el mayor de los desamparos” (Castellanos Moya, 2010: 62-63). Para un sociólogo o especialista quizás sea evidente la confrontación por el poder, pero para un sujeto desamparado, en medio del cruce armado, resulta imposible e incluso intrascendente entender cómo funciona la dinámica militar que lo arrasa. Por esta razón, en la realidad ficcional los bandidos “son todos [Estado constitucional y Estado de facto] pues afectan del mismo modo al ciudadano, que no reconoce el conflicto como suyo sino en tanto lo padece” (Hoyos, 2012: 285). Con Rosero la escritura del miedo, que a momentos se transforma en estado de horror puro, simboliza la insensatez de la guerra en Colombia, la crisis de la razón y la negación de todo discurso que pretende darle una lógica a la historia del conflicto. El lector, se ubica ante un paisaje trágico que le presenta la intrincada penetración de la guerra en los meandros de la vida ordinaria y su capacidad asombrosa de minar las fronteras del yo (Moraña, 2010: 195).

78 Hacemos referencia al prototipo de Medusa que Vernant define. Ejemplos precisos de esta representación son el cuadro Cabeza de Medusa, de Caravaggio y la escultura Una cabeza de Medusa, tallada en malaquita por Damien Hirst.

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El tono íntimo y mesurado con que el narrador cuenta su propio estado emocional, devela una sensibilidad que parece habituada a convivir con el terror. “Rosero configura el estado mental […] la manera como viven los colombianos la guerra” (Padilla Chasing, 2012: 122). El miedo, en este sentido, es efecto no de una amenaza que surge de manera inesperada, sino de la suma de diversos momentos surcados por actos de violencia; es una especie de ambiente afectivo que se instala a lo largo del tiempo y del espacio. El testimonio personal de Ismael, en este orden, “más que registrar datos de la realidad, cuenta la experiencia del horror” (Van Der Linde, 2017: 189). Desde el comienzo de la narración nos enteramos que la percepción individual del pasado, el presente y el destino del pueblo y sus habitantes está regida por circunstancias violentas. La experiencia del miedo abre historias pasadas de asociación cuando el narrador revive conmociones traumáticas de su juventud. De hecho, la novela toma forma a partir de esa lógica asociativa de la experiencia del miedo. La historia entre Ismael y Otilia es resultado de esta lógica. Recuérdese que el narrador rememora que cuando ve por primera vez en la terminal de buses a quien será su mujer, un hombre es asesinado, justo en ese momento y lugar. La pareja de esposos es testigo, a lo largo de sus años de convivencia, de la intensificación de la guerra, y en el presente de la realidad ficcional son víctimas directas por la desaparición de Otilia. Con ella desaparece también el pueblo mismo y la existencia propiamente humana del narrador. “El deterioro físico y mental [y emocional] de Ismael progresa al ritmo de la violencia creciente” (Van Der Linde, 2017: 181). Al final de la novela, el narrador no es más que una presencia fantasmal tratando de conservar la memoria del país (Fonseca, 2017: 163-174), que es justamente la memoria del dolor y el miedo. Lo emocional traumático derivado de la guerra, en consecuencia, deviene fenómeno articulado al recorrido existencial del héroe, es hilo que se teje a sus deseos y desesperanzas:

En la montaña de enfrente, a esta hora del amanecer, se ven como imperecederas las viviendas diseminadas, lejos una de otra, pero unidas en todo caso porque están y estarán siempre en la misma montaña, alta y azul. Hace años […] me imaginaba viviendo en una de ellas el resto de la vida. Nadie las habita, hoy, o son muy pocas las habitadas; no hace más de dos años había cerca de noventa familias, y con la presencia de la guerra […] solo permanecen unas dieciséis. Muchos murieron, los más debieron marcharse por fuerza: de aquí en adelante quién sabe cuántas familias irán a quedar, ¿quedaremos nosotros?, aparto mis ojos del paisaje porque por

primera vez no lo soporto, ha cambiado todo, hoy –pero no como se debe, digo yo, maldita sea (Rosero, 2010: 61).

La cita deja ver que la conmoción afectiva del personaje no puede entenderse sin relacionar su pasado personal, pero tampoco sin mencionar la historia de su propio pueblo. La angustia del narrador, no es solamente la recordación de proyectos particulares frustrados, es también la negociación con el tiempo histórico de la violencia política del país. Aunque expresión de la experiencia individual de la violencia, el estado emocional de Ismael es además revelación de los afectos colectivos, del clima emocional de la sociedad. Rosero, en efecto, no da forma a emociones inocentes y casuales emanadas de la psiquis perturbada de un individuo, sino que ante todo personifica de modo notable, la sensibilidad de una sociedad socavada por décadas de violencia. La tentativa de la narración de dar voz a un estado emocional como el horror, explora de modo sugestivo “las conexiones entre sentimiento y conocimiento, subjetividad, empiria y discurso, realidades materiales y simbólicas, historia y ética” (Moraña, 2010: 193). En suma, la vindicación estética de lo afectivo, que no implica la cancelación del elemento racional, logra significar los diversos matices del conflicto de manera más decisiva que si la novela estuviese atravesada por un discurso de país o manifiesto político. En Los ejércitos hay un pasaje que simboliza de manera magistral el grito de Medusa. El personaje narrador, Ismael Pasos, experimenta con alucinado terror la representación de Gorgo y su chillido extremo. Un grito suspendido en el tiempo, que traspasa el espacio y le persigue hasta hacerlo desfallecer psíquicamente:

Busqué la esquina donde Oye se paraba eternamente a vender sus empanadas. Escuché el grito. Volvió el escalofrío porque otra vez me pareció que brotaba de todos los sitios, de todas las cosas, incluso de adentro de mí mismo. “Entonces es posible que esté imaginando el grito” dije en voz alta, y oí mi propia voz como si fuera de otro, es tu locura, Ismael, dije, y el viento siguió al grito, un viento frío, distinto, y la esquina de Oye apareció sin buscarla, en mi camino. No lo vi a él: solo la estufa rodante, ante mí, pero el grito se escuchó de nuevo, “Entonces no me imagino el grito”, pensé, “el que grita tiene que encontrarse en algún sitio.” Otro grito, mayor aún, se dejó oír, dentro de la esquina, y se multiplicaba con fuerza ascendente, era un redoble de voz, afilado, que me obligó a taparme los oídos. Vi que la estufa rodante se cubría velozmente de una costra de arena rojiza, una miríada de hormigas que zigzagueaban aquí y allá, y, en la paila, como si

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antes de verla ya la presintiera, medio hundida en el aceite frío y negro, como petrificada, la cabeza de Oye: en mitad de la frente una cucaracha apareció, brillante, como apareció otra vez, el grito: la locura tiene que ser eso, pensaba, huyendo, saber que en realidad el grito no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real; huí del grito, físico, patente, y lo seguí escuchando tendido al fin en mi casa, en mi cama, bocarriba, la almohada en mi cara, cubriendo mi nariz y mis oídos como si pretendiera asfixiarme para no oír más (Rosero, 2010: 199-200).

En esta escena el grito pavoroso invade la totalidad del momento y espacio representado, brota como una fuerza siniestra connotando el horror de la decapitación79. El tono que asume la narración de la experiencia y el ambiente lúgubre que la cubre manifiestan la estrecha concomitancia entre lo acústico y la expresión del terror. El pavor del héroe a causa de los sucesos violentos que han destruido a su pueblo, y sobre todo por encontrarse de frente, sin buscarla, con la cabeza de Oye: cercenada, con un balazo en la frente como una “cucaracha brillante”, toma consistencia en el sonido amenazante que surge de lo invisible, en el eco intemporal que enmascarado de “potencia de ultratumba” (Vernant, [1985] 2001: 76), retumba siniestramente por las calles del poblado. Tal circunstancia hace pensar en la creencia de los antiguos griegos sobre las presencias infernales, que regresaban de lo profundo del Hades a acosar a los vivos. Rastreamos cierta analogía simbólica entre esas figuras infernales y la aparición acuciante del grito fantasmático en el pasaje de Rosero: pareciera que Oye, subsumido en chillido puro, regresara de “ese más allá” a modo de un alástor trastornado, un espectro afligido que por morir decapitado no logra encontrar la tranquilidad y entonces “regresa” a agitar y aterrar a Ismael, y a todo aquel que lo escuche, a nosotros como lectores, incluso. Oye en su afán angustiado de ser oído desde el horror del “más allá” gira en alegoría poderosa del ultraje y el tormento de quienes han sucumbido en escenarios de guerra. El horror del ultraje que ha padecido el decapitado invade con mayor fuerza la psiquis del vivo. Sabemos que la sola presencia de cualquier cadáver, como advierte Kristeva ([1980] 2004), “trastorna […] violentamente […] la identidad de aquel que se le confronta como un azar frágil y engañoso” (10). La muerte es, quizás, el fenómeno más contundente para señalar al humano su condición finita, para recordar que todo cuerpo será un desecho repugnante que provocaría el desvanecimiento y la expulsión del “yo” de quien lo observe. En efecto, el “cadáver

79 Antes de este pasaje la novela ha escenificado ya la decapitación de otro personaje. Ismael presencia tirada en un rincón de una cabaña la cabeza del maestro Claudino (Rosero, 2010: 113). Mas elegimos para nuestro estudio la escena de la decapitación de Oye por el ambiente particular que la envuelve.

–visto sin Dios y fuera de la ciencia– es el colmo de la abyección. Es la muerte infestando la vida […] algo rechazado del que uno no se separa […] Extrañeza imaginaria y amenaza real, nos llama y termina por sumergirnos” (Kristeva, [1980] 2004: 11). De este modo, si el cadáver connota ya un desorden y perturba la interioridad del ser, con más potencia lo hace cuando ha sido sometido a vejaciones extremas como el desmembramiento o la decapitación, este acto deja al descubierto no solo la malignidad del criminal, que reduce el cuerpo de la víctima a una cosa expulsada del límite simbólico de lo humano, sino que también rompe el equilibrio íntimo del sujeto que observa. La “violencia estrepitosa” (Kristeva, [1980] 2004: 10) que refleja la decapitación empuja a quien la ve a un fuera de sí. Al tener en cuenta la complejidad del simbolismo aciago de la muerte escabrosa, sorprende la notable habilidad escritural de Rosero para exponer el dolor extremo, aquel que aniquila toda posibilidad de identidad y rompe todas las formas de inteligibilidad del mundo. Sofsky ([1996] 2006) sobre la figuración del dolor afirma que, “en la literatura se habla mucho de [éste]. Pero el acento recae casi siempre en el sufrimiento anímico, no en el tormento físico. El cuerpo doliente se cierra a la representación lingüística” (65). Son varios los estudios que tratan de descifrar la “imposibilidad” de la instancia narrativa de Los ejércitos, pues si se tiene en cuenta el terror que persigue y aplasta al personaje que narra, desde una lógica no ficcional y punto de vista narratológico, es imposible que se pueda articular un discurso con la lucidez expresiva como la que se desarrolla a lo largo de toda la narración (Moraña, 2010; Fonseca 2017). Para entender esa imposibilidad del agente narrativo que Rosero inventa, Lotte Buiting (2014) actualiza la idea del “narrador imposible” de Agambem80. La autora sostiene que la imposibilidad de la narración y la inhumanidad experimentada y confrontada por el personaje narrador de Los ejércitos, están inextricablemente relacionadas, por tanto, las técnicas narrativas utilizadas por el autor colombiano se fusionan de manera estratégica, se logra la verosimilitud en la conjugación de los elementos ficcionales. Teniendo presentes estos estudios y las ideas de Sofsky ([1996] 2006), acerca de la imposibilidad de lo literario para nombrar el dolor en sí mismo, se deduce que Rosero desafía esa lógica de lo impronunciable del sufrimiento y arriba a darle forma y a nombrarlo, es decir, la interioridad anímica y el grito de dolor generado por la violencia extrema se expresa en la escena de Oye. Si volvemos al último pasaje citado de Los ejércitos, reconocemos que la escritura significa

80 A grandes rasgos, el narrador imposible de Agambem es la voz que corresponde a un testigo imposible y no al testigo real, esto porque quien ha vivido circunstancias extremas de violencia y terror está muerto o ha retornado mudo. Así entonces, el testigo imposible habla sobre un hecho imposible de decir, de ahí lo figurativo de su presencia y lenguaje (Agamben, 2000: 143-180)

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