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La memoria: entre lo emocional y lo político

el recuerdo afectivo como experimentación retórica reconstruye la dimensión real del homicidio. La veracidad de lo narrado, en fin, se nombra y significa en la representación del mundo emocional del hijo-narrador.

LA MEMORIA: ENTRE LO EMOCIONAL Y LO POLÍTICO

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La vida emocional representada en El olvido que seremos, traza asimismo una ruta de acceso a la realidad social generada de la violencia política colombiana. Contar la vida propia al lado del padre se encadena, necesariamente, al devenir político del contexto de referencia, en particular al cruento periodo de los asesinatos en serie de los militantes del partido político “Unión Patriótica”. El trabajo de generación del recuerdo, como precisa Villarruel Oviedo (2011), aunque se gesta en los dominios de la singularidad mental, produce imágenes inexorablemente ligadas a un cuadro social, al espectro de una época y de los que la habitan. Narrar el recuerdo individual es reconocer la memoria de un colectivo, construir un espacio para nombrar e indagar el pasado adverso de una sociedad. En la compleja relación entre lo emocional y lo político, Abad Faciolince evidencia el olvido y la desmemoria como fenómenos que erosionan el reconocimiento del pasado en sus hechos más crudos:

Eso se está olvidando [la persecución y matanza de los integrantes de la UP], aunque no hayan pasado demasiados años. Tengo que escribirlo, aunque me dé pudor, para que no se olvide […] Quiero que se sepa otra cosa, otra historia. Volvamos de nuevo al 25 de agosto de 1987. Ese año, tan cercano para mi historia personal, parece ya muy viejo para la historia del mundo: Internet no había sido inventada aún, no se había caído el muro de Berlín, estábamos todavía en los estertores de la Guerra Fría, la resistencia palestina era comunista y no islámica, en Afganistán los talibanes eran aliados de Estados Unidos contra los invasores soviéticos. En Colombia, por esa época, se había desatado una terrible cacería de brujas: el Ejército y los paramilitares asesinaban a los militantes de la UP, también a los guerrilleros desmovilizados y, en general, a todo aquello que les oliera a izquierda o comunismo (Abad Faciolince, 2006: 267).

La cita se presta a diversas interpretaciones, una de ellas es el cuestionamiento del fácil olvido en que cae el pasado traumático del país. Las palabras del narrador alientan al lector a responsabilizarse por la pervivencia de la memoria social. La escritura propone la memoria como un compromiso colectivo, un deber ético que

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debemos asumir para resistir al silencio y a los desvíos que el discurso oficial impone. La memoria como palabra y acto concreto debe siempre proyectarse más allá de los avatares de la historia, propone Arfuch (2013). Otro sentido que asoma en el pasaje anterior es la cuestión por la temporalidad de la memoria. Si la memoria social está sujeta a una temporalidad desplazada, es decir, a un presente necesario que la reconstruye y la trasforma en palabra, para ser contada y, a su vez, para ser escuchada, debemos preguntarnos: ¿qué tan dispuestos estamos como colombianos a contar, pero, especialmente, a escuchar la experiencia dolorosa y el recuerdo punzante, desde una actitud ética y respetuosa de la sensibilidad de la víctima? A continuación se reflexiona sobre esta situación. El énfasis de Abad Faciolince en la importancia de la memoria traumática como elemento necesario de todo relato que articule la historia del país, es uno de los temas que más llama la atención a los estudiosos de su obra89. La memoria, como fuerza propulsora del relato, permite el análisis de la posición ética y el interés político del escritor ante acontecimientos que deben leerse más allá de las consecuencias personales. El carácter subjetivo del recuerdo y la representación de lo emocional íntimo de El Olvido, restauran tanto la experiencia propia de la violencia como el clima afectivo de la sociedad referenciada. Es evidente que la escritura de Abad Faciolince se orienta en función de un imaginario social contemporáneo; el gran efecto que ha tenido en la esfera pública90 es inseparable de la manera como lo narrado se apropia de la faceta afectiva de la sociedad colombiana, para dar forma a una memoria histórica, plural, emocional, que concierne a todos. La escritura de lo propio gira en alegoría de una época y sociedad situada, se ubica en el espacio público y motiva el diálogo en círculos sociales y mediáticos. La voz del autor es, entonces, representación de la relación social, histórica y política en sus diferentes aristas. Lo colectivo y lo social de El olvido que seremos hace pensar en el enfoque político o ideológico de las narraciones públicas, que buscan recoger la “memoria cultural”91 de una sociedad como la colombiana. Surge la inquietud, por

89 Otra narrativa clave en la que el escritor aborda el tema de la memoria de la violencia política es La oculta (2014). Esta novela recoge la desazón y la lucha de las familias que tienen fincas o haciendas cuando son asediadas por el vandalismo de la guerrilla o el paramilitarismo. La oculta es el territorio familiar, un lugar entrañable de tres hermanos, que en determinado momento tuvieron que abandonar para salvar la vida de las amenazas, el boleteo y extorsión de los diversos ejércitos. Volver a la casa de infancia y adolescencia es recobrar el pasado, no solo personal y familiar, sino también la memoria de una región, Antioquia, y de un país, Colombia. 90 El libro fue publicado en noviembre del año 2006, a la fecha, julio de 2019, ha alcanzado más de cuarenta ediciones y más de doscientos mil ejemplares vendidos en Colombia. Puede decirse que es uno de los libros más leídos en el país en la última década. 91 El concepto de “memoria cultural” lo tomamos de Jan Assmann (1995), quien la define como el conjunto de discursos, imágenes, rituales reutilizables y específicos de sociedades determinadas, cuyo “cultivo” sirve para estabilizar y transmitir una imagen continua y coherente de cada comunidad y con ello sentar las bases de la unidad y consciencia del grupo.

ejemplo, de cómo se viene contando en los textos autorreferenciales el pasado reciente del país. En Colombia el énfasis mediático en delincuentes de todo tipo (narcotraficantes, políticos corruptos, sicarios, paramilitares, etc.) ha precipitado una serie de publicaciones sucias que restituyen al criminal como figura heroica y digna. La circulación indiscriminada de esta clase de relatos ha ido convirtiendo al narcotraficante, por ejemplo, en una especie de símbolo cultural colombiano. Caso concreto de tal situación es la amplia edición de textos –impresos y audiovisuales- referentes a la vida de Pablo Escobar. Publicaciones como El patrón: vida y muerte de Pablo Escobar (1994), de Luís Cañón; Mi hermano Pablo (2000), de Roberto Escobar Gaviria; El verdadero Pablo: Sangre, traición y muerte (2005), de Astrid Legarda; Amando a Pablo, odiando a Escobar (2007), de Virginia Vallejo; Mi vida y mi cárcel con Pablo Escobar (2018), de María Isabel Santos Caballero, entre otras, han deformado la identidad criminal de este señor hasta transformarlo en una figura épica de leyenda92 . Para Diana Palaversich (2015), la narcotelenovela es el medio por excelencia que ha construido una imagen atractiva de Escobar; el registro fílmico lo convirtió en un mito en vida. Según la investigadora, mientras varias de sus víctimas, inclusive, las más notables de la historia política colombiana, han pasado al olvido, la figura de Escobar permanece intacta en el imaginario social; de hecho, hay quienes suelen decir que “es el muerto más vivo de Colombia”. Esta situación es indicativa de los modos como se cuenta y se escucha la narración de la memoria pública. Las narrativas biográficas que toman como protagonista a personajes tan polémicos, generalmente, son consumidas por un grupo masivo de lectores y espectadores, que, como “masa pública”, responden también públicamente sobre lo visto o leído. Es decir, el conocimiento y opinión pública sobre la memoria compartida y el pasado reciente del país descansa, en gran medida, sobre narraciones de dudoso registro, en el consumo indiscriminado de esas narraciones y su lectura acrítica, masiva. Si la memoria, como afirma Sarlo (2005), “es un bien común, un deber y una necesidad jurídica, moral y política” (62), debe estar sujeta al debate sobre el tipo de discurso que la ubica en el espacio público: su forma de producción y las circunstancias del marco cultural y político. El momento de fuerte subjetividad que vive el mundo contemporáneo facilita la edición y el consumo indistinto de relatos que, aunque fundados en la experiencia y la voz personal, son ventana de acceso a situaciones sociales y políticas, a la historia y la memoria compartida. La revelación de lo privado se establece hoy como punto de mira para proyectar lo público. Este fenómeno narrativo ha favorecido la construcción de las memorias

92 Entre ese tipo de textos se pueden rescatar narraciones más objetivas y rigurosas como La parábola de Pablo (2012), de Alonso Salazar.

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eclipsadas por la historia oficial, sobre todo, aquellas que referencian los abusos del poder político y los hechos más abrumadores de la vida de un país. Por ejemplo, son valiosos los relatos de memoria de las víctimas de la dictadura del Cono Sur como medio facilitador de los procesos jurídicos. Así también, los testimonios de las víctimas de la violencia política en Colombia que, paulatinamente, han ido construyendo sus propios espacios de verdad y reconocimiento: el Museo de la memoria, los diversos centros especializados para la construcción de la memoria y la paz, son casos precisos. Empero, ante la afirmación de la verdad subjetiva que el registro de memoria personal entrega, es necesario indagar los intereses éticos y morales de quien cuenta. No hay que correr el riesgo de pensar que toda memoria alterna a la ofrecida por la voz oficial es la forma más válida de acercarse al pasado93. No son pocas las narraciones autorreferenciales ancladas a intereses egoístas con el objeto de negar y tergiversar los sucesos, para justificar los abusos de poder y comportamientos delictivos. En Colombia son varias las auto-publicaciones de jefes guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes que cuentan sus actos terroristas como necesarios y justos. No son narraciones sostenidas sobre el principio fundamental de las producciones estéticas que abogan por la construcción de una memoria como lugar alternativo, para visibilizar identidades o sucesos negados en los relatos oficiales. Esos textos son, más bien, producciones mezquinas, evasoras de la responsabilidad personal en hechos atroces. No hay en la escritura del criminal la motivación moral del relato del “yo”, que bien mira al pasado con el propósito de resarcir un vacío emocional, o de revisar con ojo crítico el componente cultural y social, que constituye lo social colombiano. Abad Faciolince reconoce el elemento peligroso de esos “relatos obscenos” que pretenden calar en la memoria y el imaginario nacional, por esta razón su propuesta de escritura cuestiona abiertamente el abuso del texto (auto)biográfico como género en el que, aparentemente, todo cabe. El olvido que seremos acusa el registro del “yo” que se ancla a una memoria manipulada con el propósito de legitimar los actos atroces como medio necesario para construir país, veamos:

93 Estudios en torno al campo literario, la identidad y la memoria han problematizado la idea de considerar los registros de memoria alterna como fuentes válidas y cristalinas de recuperación de los valores propios y nacionales. Mónica Quijano (2013), apoyada en varios pensadores, cuestiona la idea de la memoria recuperada en algunos discursos literarios como registros más “auténticos” para acercarse al pasado, en oposición a una memoria oficial “inauténtica”. Dice la autora, que esos modos de concebir la memoria necesitan revisión, porque muchas veces se idealiza el pasado y se vuelve a caer en la defensa de identidades fijas que se presentan como verdaderas. Si bien, en esta pesquisa se cuestiona el abuso de los textos del “yo” como medio de publicación de una memoria engañosa, que busca justificar actos criminales, tergiversar el pasado de la nación y silenciar el dolor de las víctimas, entre otros, la discusión de Quijano sobre la revisión cuidadosa de las memorias alternas como referentes de validación de la identidad de una cultura, sirven de apoyo para nuestros propósitos de indagación.

Carlos Castaño, el jefe de las AUC [Autodefensas Unidas de Colombia, o paramilitares], ese asesino que escribió una parte de la historia de Colombia con tinta de sangre y con pluma de plomo, ese asesino a quien al parecer mataron por orden de su propio hermano, dijo algo macabro sobre esa época. Él, como todos los megalómanos, tiene la desvergüenza de sentir orgullo por sus crímenes, y confiesa sin pena en un libro sucio: “Me dediqué a anularles el cerebro a los que en verdad actuaban como subversivos de ciudad. ¡De esto no me arrepiento ni me arrepentiré jamás! Para mí esa determinación fue sabia. He tenido que ejecutar menos gente al apuntar donde es. La guerra la hubiera prolongado más. Ahora estoy convencido de que soy quien lleva la guerra a su final. Si para algo me ha iluminado Dios es para entender esto” […] No voy a citar más a este patriota, se me ensucian los dedos (Abad Faciolince, 2006: 267-268).

En efecto, la auto-representación de Carlos Castaño94 en el libro Mi confesión (2001), busca asentarse como verdad para justificar su participación asesina en “la construcción de una Colombia mejor” (67). Estas confesiones fulleras recurren al eufemismo del lenguaje para ocultar el real propósito de los crímenes atroces: “nosotros no secuestramos, solo extorsionamos con cariño y casi concertado” (Aranguren, 2001: 119). Ante este tipo de declaraciones la escritura de Abad cobra importancia, la propuesta de nuevas coordenadas del pasado nos lleva a recorrer y revisar lo sucedido. El género autoficcional, desde este propósito, se presta no solo como legado de una memoria, sino también como relato capaz de desmontar confidencias tramposas de hechos criminales. El olvido que seremos es entonces memoria en potencia, trazo de un camino distinto donde reubicar las imágenes del pasado e indicar un punto de mira diferente hacia los sucesos que nos condicionan como colombianos. Una memoria dialogante nos ofrece Abad Faciolince, capaz de circular como referente común de una sociedad. El carácter malintencionado de la confesión de Castaño atiza la inquietud sobre los límites de la representación del espacio biográfico. Su memoria, como relato de una verdad personal, pone en evidencia el abuso de la capacidad expresiva de la narrativa autorreferencial, para enmascarar un discurso desvergonzado. Esta situación genera interrogantes acerca del límite de lo decible de los géneros que comprometen un elemento de verdad, conduce a la pesquisa de las ventajas y desventajas de la narración autorreferencial como espacio privilegiado para explorar la memoria de hechos que han tocado la sensibilidad común.

94 Carlos Castaño Gil fue líder paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC); es acusado, junto a sus hermanos, de la planeación y ejecución de decenas de masacres colectivas y asesinatos de numerosas personalidades del mundo político colombiano (entre ellas, la de Héctor Abad Gómez, padre del escritor Héctor Abad Faciolince). Su libro tiene más de una docena de ediciones con la editorial Oveja Negra.

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Desde los estudios de Bajtín, se reconoce que todo discurso individual se alimenta de lenguajes sociales. La articulación del discurso personal, aunque producto de una mirada íntima, está en estrecha relación con el discurso social heredado. De esta manera, cuando se decide poner en palabras la existencia propia, lo narrado debe articular un compromiso moral; la memoria y la verdad subjetiva que comprometen un pasado social no pueden desligarse de la responsabilidad de lo público. El olvido que seremos, aunque articulado desde la ambigüedad de la memoria, no deja de encarnar una promesa de verdad y proponer con ello una lectura cercana a los sucesos atroces; además de visibilizar el estado traumático de una sociedad: situación vedada por el discurso oficial. La memoria escrita por Abad Faciolince reconoce el dolor y el miedo como elemento vector desde el cual enfocar no solo la sensibilidad herida de quien narra, sino también la del sujeto colombiano, tanto en su faceta individual como social. En síntesis, la fusión en la escritura de autor/personaje/narrador/narrado configura una dialéctica identitaria de quien escribe y, a su vez, propone una vía para articular la tensión entre memoria y recuerdo, realidad y ficción. La propuesta de escritura de Abad Faciolince leída como autoficción consolida un discurso estético que discute en torno a ideas como la memoria plural, la responsabilidad ética de los relatos del “sí mismo” y la representación de la experiencia traumática. La construcción narrativa de un “yo” es tan reveladora de una psique como de una cultura, explica Molloy (2001). Cada imagen recuperada del pasado en la propuesta de escritura de Abad Faciolince, tiende a modular la opinión pública e influir de manera decisiva en el imaginario social y en la identidad comunitaria. Vale señalar, como dato de cierre de capítulo, que el campo de la teoría y la crítica literaria en Colombia necesita fortalecer el terreno conceptual del papel de las narrativas autorreferenciales; urge reflexionar con mayor cuidado la tensión entre texto autobiográfico, memoria y esfera pública95. Necesitamos construir una base interpretativa sólida capaz de descifrar el efecto individual y colectivo que generan los relatos del espacio biográfico asociados a la violencia política.

95 Reconocemos que actualmente hay estudios notables sobre narrativas testimoniales como los realizados por Luz Mary Giraldo, Blanca Inés Gómez, María Helena Rueda, entre otros.

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PERSONAJES DEL MIEDO: PRESENCIAS DE LA DESDICHA Y EL RESENTIMIENTO

Colombia es un país que produce escapados. Las cifras oficiales estiman que 4,7 millones de colombianos residen actualmente en el exterior, esto corresponde a un 10% de la población total, porcentaje que ubica al país con el mayor número de migrantes de Suramérica. El fenómeno migratorio, se sabe, es global y está en ascenso, sin embargo, en Colombia ha sido una constante desde la década de los setenta del siglo pasado. Los estudios señalan tres olas o etapas de salida de nacionales hacia otros países: inicios de los setenta, entre mediados de los años ochenta y noventa, y la primera parte del siglo XXI (Viventa, 2018; Cancillería de Colombia, 2019). La expansión de la modernidad y el acoplamiento a las políticas neoliberales a partir de finales de los setenta produjo cambios notorios en la configuración de los espacios políticos, económicos y sociales. Algunas de las problemáticas ligadas a estos hechos, y que continúan en este inicio de siglo XXI, son el carácter patrimonial y hereditario del régimen de poder político y de la violencia; la desarticulación entre políticas agrarias e industriales; el desarrollo urbano y su ambiguo impacto en la vida económica y espiritual de la población; el desplazamiento de la comunidad rural y el robo de sus tierras, lo cual explica en gran parte el surgimiento de nuevas violencias y el recrudecimiento de las ya existentes (Melo, 1991: 280). Ante tales situaciones, que se traducen en falta de oportunidades laborales, un elevado costo de los servicios básicos –educación, vivienda, alimentación– y la amenaza directa de la violencia política, el colombiano

busca un destino internacional con la idea de mejorar su calidad de vida, sortear la situación crítica o resguardar la vida propia. Estas circunstancias se expresan en la literatura que incorpora el dilema del exilio, la diáspora y el desplazamiento a causa de la crisis de la nación y de la lucha consigo mismo ante un estado de cosas que no satisface el sentido de pertenencia. Estudios pormenorizados acerca del desplazamiento y la emigración en la narrativa colombiana (Rueda, 2004; Giraldo, 2008), recorren un amplio panorama de novelas y cuentos que significan la condición de crisis del personaje migrante. La búsqueda desesperada de un lugar donde resguardar la vida y ubicar los sueños, apunta hacia el profundo sentimiento de pérdida y conflicto frente a la identidad, el hogar perdido o la patria ausente (Giraldo, 2008, 2011). Mirar a los que se fueron y a los que llegaron, la familia deshecha, la sangre propia y la de otros derramada, la vida sin raíces, el deseo de regresar al paraíso, ha sido preocupación de los escritores colombianos desde fines del siglo XIX hasta nuestros días. Esta tendencia, que aún no concluye, según Giraldo (2011), muestra que la historia literaria no puede desprenderse de la historia social y política, y que una situación agobiante no solo reclama un tipo de creaciones, sino formalizaciones específicas que retomen los imaginarios de cada momento, de cada autor y de cada generación (127). Es más bien escasa la narrativa colombiana reciente que aborda el tema de la migración internacional96. Los escritores elegidos para esta investigación si bien todos tocan el tema del desplazamiento y la migración a causa de la violencia, Laura Restrepo y Santiago Gamboa son quienes lo abordan como argumento eje a partir de un protagonista, un personaje escapado, que huye hacia otro continente. La categoría personaje escapado es propuesta en este libro para caracterizar los diversos movimientos de población colombiana que se producen en el territorio internacional97. Sabemos, que los conceptos migrante, refugiado, desplazado, exiliado político, entre otros, empiezan a problematizarse porque la situación actual de migración en el panorama internacional desborda sus sentidos, son términos que empiezan a mostrarse insuficientes para abarcar la compleja problemática migratoria contemporánea. Los escapados, en este espacio teórico, son los personajes obligados a dejar su lugar de origen a causa de las circunstancias sociales, políticas y personales que los estrechan.

96 Paraíso Travel (2001), de Jorge Franco Ramos; Zanahorias voladoras (2004), de Antonio Ungar, El síndrome de Ulises (2005) y Plegarias Nocturnas (2012), de Santiago Gamboa, son parte del conjunto de novelas que sitúan un personaje inmigrante colombiano en capitales internacionales. 97 Esta categoría surge de la frase “Colombia produce escapados, eso es verdad”, que el narrador de El ruido de las cosas al caer pronuncia en un momento de reflexión sobre el destino de muchos jóvenes durante la década del noventa, a causa del narcoterrorismo en Colombia (Vásquez, 2011: 254).

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