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Contra la cicatrización del tiempo

CONTRA LA CICATRIZACIÓN DEL TIEMPO

Si bien el resentimiento no recupera lo perdido, ni reversa la historia, sí exterioriza y actualiza un pasado común. El conflicto emocional irresuelto de los personajes retiene la memoria social; el olvido que el tiempo impone o el silenciamiento de la Historia oficial se revierten en la queja moral que la escritura configura. El dolor o la rabia por el pasado traumático no es algo que el resentido quiera subsanar para lograr la reconciliación consigo mismo y con los otros; la voluntad de retener lo sucedido e insistir en su rastro aciago, aunque “lo clava a la cruz de su pasado destruido” (Améry, [1970] 2013: 149), posibilita el reconocimiento social e histórico de ese pasado y amarra al culpable a la responsabilidad de su crimen. Las propuestas de escritura plantean de diversas maneras la necesidad de la memoria del resentido: a través de los registros visuales o escritos de lo que aconteció, como las cartas, fotos, grabaciones de El ruido de las cosas al caer, o el relato oral en Delirio y Plegarias Nocturnas, o la escritura literaria misma, en Los derrotados, Hot Sur y El olvido que seremos. Las estrategias literarias coinciden en recomponer los hechos, dar coherencia narrativa a la vivencia de lo atroz y sumar lo individual a lo colectivo. Fijar la escritura a sucesos históricos da un carácter nemotécnico al resentimiento, que ubica al personaje de frente a su pasado, no hacia el futuro; la lógica del tiempo en las novelas no fluye hacia delante ni promete una salida a un horizonte por trazar. Acá, la negación del tiempo como paliativo que cura las heridas, permite la reconstrucción de la experiencia traumática de los personajes, para dar testimonio legítimo de la historia de la nación, ayudar a la comprensión del presente y resistir al olvido. No obstante, aunque la escritura cumple con estos propósitos se priva de apostar a un porvenir diferente, las situaciones ficcionales, tal como se desarrollan y dan conclusión al devenir de los protagonistas, no prometen ninguna forma de triunfo sobre la realidad que se quiere cambiar. El resentido sabe que mirar al pasado es entregarse “al dañino ejercicio de la memoria, que a fin de cuentas nada trae de bueno y solo sirve para entorpecer el normal funcionamiento” (Vásquez, 2011: 14), él reconoce y acepta este peso sobre sí, pues lo supone como la única vía posible para proteger la dignidad propia y, además, justificar su rabia y desamparo. El resentimiento así dimensionado se convierte en un gesto moral, en una “emoción saludable”, que si bien no conduce a cambios reales de orden individual, social o político, exterioriza las condiciones aciagas de la sociedad y señala a los causantes del hundimiento de la nación y de la amenaza al sujeto, en su calidad de persona.

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En Plegarias Nocturnas se significan diversos episodios de la historia reciente colombiana, los sucesos narrados surgen del cruce entre memoria y rencor. La reconstrucción de los hechos criminales, que marcaron la primera década del siglo XXI, demuestran que las desgracias políticas que impactan directamente en la vida personal de los habitantes, son provocadas por actos humanos, por decisiones de personas concretas que tienen el poder de direccionar la ruta del país. La intención estética de Gamboa de mezclar en el espacio narrativo personajes ficcionales con figuras auténticas de la vida política colombiana, de acercarlos a través de la representación de situaciones históricas precisas, busca dar rasgo moral a los descalabros gubernativos, es decir, atribuir una condición de contenido humano, ético-moral, a los abusos de poder, para acceder a su verdadera realidad. Ficcionalizar, por ejemplo, un personaje del mundo político como Andrés Felipe Arias114, vincularlo a la narración a través de la aventura sexual con Juana, personaje creado por Gamboa, exterioriza y nombra las estratagemas ilegales de un gobierno para legitimar su despotismo. Las novelas en cuestión, coinciden todas en correlacionar figuras ficcionales con personajes y hechos auténticos de la vida política colombiana: por ejemplo, la vida del Sabio Caldas y la referencia autoral de las fotos de las masacres en Los derrotados, o la personificación y simbolismo siniestro de figuras como Pablo Escobar, las FARC, Carlos Castaño, en Delirio y El olvido que seremos. El propósito de esta estrategia narrativa es dar rostro humano a una realidad aplastante, que para muchos parece generarse de manera espontánea, ser producto de una fuerza abstracta o del inevitable aparataje burocrático. Traer a la ficción la explicación de sucesos como los “Falsos Positivos”, las “Chuzadas del Das”115 o el desfalco de “Agro Ingreso Seguro”116 (Gamboa, 2011: 217235), en la voz de sus propios artífices, da dimensión humana a situaciones ilegales que tienden a entenderse de modo indeterminado, es decir, como consecuencia

114 Andrés Felipe Arias fue Ministro de Agricultura y Desarrollo Rural durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez. Extraditado de Estados Unidos a Colombia en julio de 2019, sigue condenado a prisión por su participación directa en la desviación de recursos oficiales a través de la asignación ilegal y corrupta de cupos del programa Agro Ingreso Seguro a grandes terratenientes. Esta manipulación de los recursos implicó la negación de oportunidad de desarrollo económico a los campesinos y, al contrario, favoreció la riqueza de hacendados poderosos, entre ellos familiares del mismísimo presidente. 115 El DAS fue el Departamento Administrativo de Seguridad hasta el 2011, cuando el presidente Juan Manuel Santos decretó su desaparición. Fue responsable de múltiples interceptaciones telefónicas y seguimientos ilegales a líderes de la oposición, magistrados y funcionarios del Estado, durante el gobierno de Uribe Vélez. Son varios los condenados por ese suceso, entre ellos su ex-directora María del Pilar Hurtado. 116 Agro Ingreso Seguro fue un programa para beneficiar a los campesinos frente a la internacionalización de la economía, creado durante el Gobierno de Uribe Vélez. Pero que se vio empañado por el beneficio fraudulento a personas, familias y empresas acaudaladas. Se estima que hubo un desvío de cerca de trescientos mil millones de pesos. Andrés Felipe Arias, Ministro de Agricultura y Desarrollo Rural está condenado por su participación directa en esa desviación de recursos.

inevitable del desastroso contexto estatal y su impacto en la dimensión ética al momento de gobernar. Sin negar estas circunstancias, la escritura de Gamboa indica que la corrupción política y su secuela en la vida cotidiana del sujeto común se deriva directamente de personas concretas vinculadas al gobierno: “pero que le vamos a hacer si vivimos en Colombia y este verraco país que tanto nos gusta nos obliga a hacer cosas complicadas ¿si me entiende?” (Gamboa, 2012: 231). Esta manera de narrar lo acontecido busca dar rasgo moral a la degeneración política, vincular al criminal a su acto vergonzoso y enfrentarlo con la verdad de su falta. La criminalidad gubernativa no es efecto abstracto de la objetivación de un proyecto o voluntad política, sino acto preciso cometido por alguien que ha decidido operar a beneficio propio y contra el bienestar social. El héroe resentido es una variación del derrotado político. Recuérdese, desde las tesis de Amar Sánchez (2010), que el perdedor ético o derrotado, es una figura atravesada por la historia, especialmente por los sucesos desencadenados en torno a las luchas revolucionarias; él es resultado de una coyuntura trágica, que ha decidido constituirse a sí mismo como tal por su decisión política, es decir, que después del fracaso de la lucha, deviene perdedor a partir de una consciente elección de vida (16). La aceptación de la frustración y la pérdida es gesto común del derrotado y el resentido; asimismo, ambos personajes hacen de su vida emocional un espacio de contestación de la realidad que los estrecha; persisten, igualmente, en la búsqueda de justicia social y la verdad desde el margen, fuera del sistema y lejos del poder. Con estos dos tipos de personajes la historia como memoria y como recuerdo siempre es una narrativa preocupada por el pasado. No obstante, siendo los derrotados y los resentidos metáforas de la historia política, difieren en su propósito ideológico de conservar la memoria. Mientras que rememorar y proyectar constituye el sine qua non del derrotado utópico, esto es, que la resistencia al olvido la hace mirando al futuro, apostando por la no repetición de la injusticia (Amar Sánchez, 2010: 27)117, el resentido, aunque carga también con el lastre del pasado, suprime toda vista al porvenir porque piensa que la historia está condenada a repetirse. Para este héroe la memoria, aunque exterioriza una verdad de la historia, no frena el horror que siempre ha caracterizado la vida de las naciones. Por ejemplo, la desesperanza del protagonista de Vásquez (2011) ante la realidad del país, se deriva de la constatación de que el testimonio de su fracaso estaba ya expresado en las memorias de Laverde: “aquella historia en que no aparecía mi nombre hablaba de mí en cada una de sus líneas” (138).

117 Para Amar Sánchez (2010), la resistencia al olvido del derrotado puede leerse como una puerta abierta a la esperanza, es decir, como una apuesta utópica y una ética de la memoria, que es también una apuesta por la búsqueda de la justicia en un futuro donde pueda evitarse la repetición del horror (119-124).

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Saber que otros ya tuvieron las mismas pérdidas, demuele en el héroe resentido cualquier posibilidad utópica. La rabia y desconsuelo ante el estado de cosas cancela la esperanza, de hecho, la cuestiona por considerarla portadora de sueños irrealizables, que terminan golpeando con mayor brutalidad cuando se constata la imposibilidad de estos. La novela de Montoya discute sobre las secuelas íntimas devastadoras de quienes alimentaron la utopía de las alternativas socialistas latinoamericanas, intentaron modificar la historia y enderezar el destino. Este pasado hermana a los derrotados de la generación anterior con los resentidos de esta época. A través de la figura del derrotado se interpretan las formas como las generaciones de la utopía política se relacionan con su presente, después de la “pérdida” de la lucha (Amar Sánchez, 2010). Santiago Hernández, protagonista de Los derrotados, es un exguerrillero del EPL118, uno de los ejércitos insurgentes durante la década del setenta en Colombia. Treinta años después de la experiencia miliciana, Hernández deduce lo siguiente:

Lo nuestro siempre fue una causa ajena a la victoria. Ahora que puedo recapacitar sobre lo sucedido, creo que amábamos por encima de todas las cosas la derrota. Decíamos creer en la felicidad del pueblo y cantábamos himnos para celebrar lo que simplemente era indigencia miliciana. El progreso nos parecía el producto de una burguesía caduca, colmada de vicios, de individuos que anhelábamos eliminar como si ellos representaran la imperfección de la historia. Y acaso lo sigan representando pero para nosotros fueron invencibles. A veces en el monte parodiábamos a Mao y decíamos que nuestra divisa era ir de derrota en derrota hasta el triunfo final. Quisimos hacer la revolución, pero incendiamos más al país. Y en lo que respecta al pueblo, su felicidad acaso resida en cosas menos complejas que esa dictadura igualitaria por la que peleábamos. La felicidad del pueblo […] está en mantener la barriga llena y comprar cosas para alegrarse un poco […] Ya pasó el momento […] O al menos el de nuestra generación. Ahora es el turno de otros. Ojalá hagan algo cuyo precio en vidas no sea tan alto (Montoya, 2012: 270).

118 Ejército Popular de Liberación. Organización guerrillera colombiana de “extrema izquierda”, de ideología Marxista-leninista. Hace parte de la insurgencia armada y de la guerra del país desde 1967. Aunque se oficializó su desmovilización en 1991, hay informes nacionales que confirman su pervivencia y operación en algunas regiones del país.

El héroe resentido es heredero de este pensamiento utópico residual, hace parte de la generación que crece cercada por un clima de desencanto escéptico, que brota de la frustración de quienes intentaron enderezar el futuro y terminaron aplastados por sus propias quimeras. El desencanto “sugiere no necesariamente muerte o inacción, sino desconfianza, desilusión, desengaño, y hasta desesperanza o desaliento. No aboga por ningún nuevo paradigma ni celebra la llegada de una utopía eufórica” (Garramuño, 2009: 56). En este ambiente emocional, la visión futurista de un mundo alternativo no logra anidar en los personajes resentidos; la adversidad que los golpea ha dado fin al impulso de la esperanza que alimentó a generaciones de otra época. En la escritura, la exclusión del futuro asociado con la añoranza desencantada de una sociedad ideal, se simboliza en los modos como los personajes asumen su momento en la historia de un país. La expresión del rencor y el hastío que provoca la realidad es un intento de la narrativa por rebatir los proyectos ideológicos anclados a la utopía política. “La sensación de haber perdido antes de salir, de que hay algo terriblemente equivocado en el punto inicial” (Gamboa, 2012: 68), es síntoma de la realidad inhóspita que atraviesa a los personajes de las narrativas en cuestión. El resentido, en la realidad ficcional, no tiene como telón de fondo un pasado que lo vivifique y tampoco en el presente acepta la lógica de la sociedad que lo representa. No hay una identidad política ni cultural que de densidad a su experiencia humana. Lo que el contexto le ofrece al héroe del resentimiento no le alcanza para verificar la conciencia de su identidad, de regresión o de nueva realización. Por esta razón, aun cuando el relato de los narradores comprometen el pasado traumático de la nación, y se supone, según Adorno ([1951] 1998), que rememorar constituye también un proyectar, la significación de la memoria en la escritura no compagina con la promesa de un bienestar. Ahora bien, la incompatibilidad entre resentimiento y utopía, quizás podría entenderse como expresión de un nuevo pensamiento utópico, pues si lo utópico se piensa como el deseo de un mundo alternativo o un tiempo distinto al vivido, cuando el resentido se queja por el pasado devastado anhela ubicar en su lugar una realidad diferente. Por ejemplo, cuando Manuel, narrador de Plegarias Nocturnas, recuerda su adolescencia, no solo se queja de la manera como esta transcurrió sino que también añora haberla vivido en otros términos: “yo soñaba con otras cosas […] darle un poco de realidad a lo que tenía por dentro” (Gamboa, 2012: 64). Es el deseo de revertir el tiempo como única posibilidad de cambiar el presente y proyectar un futuro. El anhelo de un pasado diferente se constituye en objeto de la utopía, es la quimera que alimenta la imaginación del resentido. Acá, también

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se sueña con situar la experiencia en otro lugar, solamente que este sueño no se enfoca hacia el futuro, sino que vuelve la vista al pasado para reescribir la historia y confrontarla con lo que debería haber sido. En este sentido, la representación de la memoria del resentido, como metáfora de la historia política, podría, finalmente, resguardar un rasgo de imaginación utópica. En el anhelo de revertir el pasado, de reubicar los sucesos, la figura del resentido estaría revelando una nueva posición de sujeto frente a los modos como tradicionalmente se entendió la imaginación utópica. Desde los razonamientos de Andreas Huyssen ([s/f] 2007), acerca de la transformación del pensamiento utópico en el espacio contemporáneo, la posición del resentido ante el porvenir lograría entenderse como “el resultado de un desplazamiento de la organización temporal de la imaginación utópica, que pasa del polo futurista al polo de la rememoración, no en el modo de un sentido radical, sino de un desplazamiento del énfasis” (251). El resentimiento en la ficción se constituye como una forma de memoria para defenderse del ataque del presente –proyectos frustrados, crisis íntima, recelo ante el porvenir– sobre el resto del tiempo. Así entonces, lo que impulsa la escritura del resentimiento es la utopía y el pasado, en lugar de la utopía y el futuro: como tradicionalmente se hizo. Lo que está en juego en este “desvío crono-tópico” es el retorno de la historia para dar curso a la memoria y trazar en esta diversas aristas de lo soñado y lo vivido. La orientación de la imaginación creadora hacia el futuro torna hacia el pasado, hacia la línea de la memoria. La valorización de los sueños, la búsqueda de sí mismo, la reescritura de la historia de la nación, serían producto de esta nueva focalización temporal del resentido frente a las posibilidades utópicas. En orden a lo discutido en este último apartado, podemos concluir que el resentimiento, entendido como queja moral y reservorio emocional de la memoria, se establece en la escritura como metáfora del pasado y resistencia a la historia narrada por la voz oficial. Desenmascarar a los responsables del derrumbe del país y reclamar justicia son gestos que se ligan al estatus específico del héroe resentido. La apelación al pasado da forma a una memoria de la historia política colombiana, como fenómeno que ha fracturado los sueños de cada generación. El reclamo de otra realidad en la cual ubicar la realización de los sueños, simboliza el inconformismo de la sociedad contemporánea ante los modos como el poder gubernativo dirige la ruta del país. La desgracia y la derrota operan, una vez más, como suerte de “adhesivo fraternal” entre los personajes. El relato del pasado derruido da forma a una textura emocional de época, que simboliza la manera como el ciudadano ha aprendido a convivir con los vacíos y roturas que deja la

violencia. En definitiva, el interés de los escritores colombianos por comprender los procesos sociales que constituyen el devenir de las generaciones recientes, da forma a una narración que explora la ilación íntima del resentimiento como emoción moral. Pensar el resentimiento como afecto particular de una época, de una generación, constituye un filtro a través del cual revisar los acontecimientos recientes de la historia política nacional y su impacto en la estabilidad psicoafectiva de la persona, como sujeto individual y social.

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CONCLUSIONES GENERALES

Variados y múltiples son los enfoques que centran la atención en los modos como la narrativa colombiana configura las violencias asociadas o derivadas del negocio de la droga, es uno de los tópicos que mayor interés despierta en la academia, no solo a nivel colombiano y latinoamericano (Figueroa, 2004; Jaramillo Morales, 2006; Rueda, 2011; Giraldo, 2011; Osorio, 2014; Fonseca, 2015; Jácome, 2016; Amar Sánchez y Avilés, 2015; López Badano, 2015; Adriaensen y Kunz, 2016, etc.). No obstante, si bien este amplio abanico de estudios, entre otros aspectos, ha abordado el lenguaje estético de los efectos psicosociales que tal tipo de violencia genera, la metáfora del miedo, como emoción traumática, íntima, y netamente política, es un tema mínimamente trabajado; paradójicamente, la crítica literaria poco le ha indagado en su posibilidad de sentido. Aunque se nombra en varias pesquisas sobre narrativa colombiana, el significado del miedo acaso aparece como tema eje, además tiende a interpretársele como simple efecto “natural” ante la amenaza. Sumada a esta circunstancia, también llama la atención el paulatino interés que varios escritores colombianos vienen mostrando por la red emocional de una sociedad asediada por décadas de violencia extrema. Son diversos los textos ficcionales publicados recientemente, que abordan los estados afectivos traumáticos como elemento irreductible de lo representado. Si parte de la novelística colombiana reciente vuelve sobre los periodos y los hechos más violentos a causa del fenómeno del narcotráfico, para proponer nuevos simbolismos, en los que el universo emocional de quien sufre directamente la violencia es figura protagónica; y la crítica literaria, dedicada al estudio de novela colombiana, muy poco ha reflexionado sobre la estética de los afectos enlazados

a la violencia política, este estudio, acerca de la configuración literaria del miedo como lenguaje emocional que nombra un nuevo imaginario de la violencia en Colombia, y como ámbito de acción de la escritura, para renovar los usos poéticos del lenguaje y exteriorizar con ello la realidad intangible de los contextos arrasados por la guerra, adquiere singular importancia. En la medida que la vindicación literaria de lo emocional es una respuesta al desgaste de las formas tradicionales de los discursos que definen la violencia sociopolítica colombiana, el miedo, como categoría crítica, demuestra no solo los modos como dicho desgaste reclama nuevos espacios epistémicos para entender la violencia desde otros ángulos, sino que también se ubica como dispositivo retórico, que interconecta los lugares de la ficción y de la historia, interpela al sujeto –narrado, narrador y narratario– como entidad social e individual, y relee el pasado reciente del país, el presente y el futuro posible, desde una lógica que se aleja de la racionalidad oficial e interroga las producciones canónicas de la cultura colombiana. La articulación del referente teórico-crítico que proponemos sobre el miedo, como emoción política, sus principales características y la valoración de su papel en la conformación de las sociedades a lo largo de la historia del ser humano; así como, la exploración de diversas manifestaciones estéticas que simbolizan la respuesta afectiva a las atrocidades de la violencia, además, del reconocimiento de los modos como la novelística colombiana ha incorporado a su estética un simbolismo de la violencia que circunscribe al país desde su nacimiento, confirman la hipótesis que dio inicio a este estudio. Esto es, que parte de la narrativa colombiana de reciente publicación muestra un renovado interés por revisitar las violencias que han golpeado con mayor fuerza la realidad nacional de las últimas décadas, especialmente las asociadas con el narcotráfico, para contarlas y simbolizarlas desde el ángulo de las emociones. La fuerte presencia de las emociones en la vida política y social del país se configura en las narrativas de estudio, como componente esencial que define el carácter de los personajes, los lugares, el tiempo, el tema y los recursos retóricos. Cada aspecto que da forma a las novelas como producciones estético-simbólicas se enlaza a la fuerza vital de los afectos. El miedo, en este espacio, toma lugar protagónico. Los escritores abordados lo configuran como componente inherente a la mentalidad y la sensibilidad del colombiano; es fenómeno, en la realidad ficcional, que recalibra los imaginarios de la violencia política y su impacto en la idea de nación, identidad y cultura, más allá del privilegio epistemológico otorgado a los discursos y estudios reconocidos, que explican la historia del país desde categorías paradigmáticas.

Las novelas escogidas para esta investigación, si bien no coinciden todas en representar el periodo en que la violencia del narcotráfico impactó con mayor fuerza en la vida de la nación, es decir, entre mediados de los años ochenta y de los noventa del siglo pasado, sí escenifican las violencias asociadas con este flagelo, las generadas a partir de tal periodo; aquellas que, de manera directa o indirecta, se relacionan con el negocio de las drogas. Las narraciones concuerdan, igualmente, en vincular la violencia con el gobierno político, ya sea de manera explícita o sesgada. En los modos como se configura la realidad referencial en la ficción está latente la idea de que la violencia no brota como especie de fuerza abstracta en el seno de la sociedad, sino que nace de los procesos gubernamentales; de esta manera, en la realidad ficcional, toda violencia es política y, por lo tanto, todo efecto emocional que brota de ella también lo es. A razón de estos aspectos, los personajes, el enfoque y el tono de la narración toman particular significado. Los héroes ficcionales están siempre en contacto inmediato con actos de violencia desmesurada, son figuras representativas del sujeto común, aterrorizado e impotente, en medio de territorios en conflicto. La escritura, en este sentido, paradójicamente, más que enfocar la violencia en sí misma, se interesa en descifrar su repercusión inmediata en la sensibilidad de la víctima. Las novelas concentran la atención en el “estado puro” de la emocionalidad de quien narra, en el desajuste psíquico-afectivo de quien está contando en el instante mismo en que está siendo golpeado, enajenado, por la realidad brutal. Esta particularidad traza una nueva arista al ángulo desde el cual usualmente se han narrado las violencias de las últimas décadas en Colombia. Investigar sobre las emociones, y puntualmente sobre la significación literaria del miedo político, nos planteó desafíos teóricos, metodológicos y también, como puede constatarse a lo largo del estudio, retos éticos y políticos. Para confrontar estos desafíos, nos inclinamos por seguir las reflexiones de fuentes de la filosofía política, la historia, la sociología y los estudios culturales, así como, retomar conceptos claves del psicoanálisis y de la psicología cognitiva. Fue necesario acudir a premisas teórico-metodológicas variadas y a la filiación disciplinar. La lectura paciente de antecedentes epistemológicos reconocidos permitió la selección estratégica de una serie de características, para dar forma a un marco teórico que interrelaciona, de manera coherente, lo que se entiende en este estudio por emoción, la caracterización del miedo como fenómeno político, las singularidades de la violencia en Colombia y los modos como la narrativa las ha configurado, además, del estado actual de la crítica literaria nacional sobre la novela que aborda las violencias relacionadas con el narcotráfico. Este fundamento

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conceptual lo alimentan también varios estudios de lo literario –relacionados con el tema– producidos en academias diferentes a la colombiana. La concreción del referente teórico fue primordial para definir y profundizar en las diferentes categorías de análisis de las narrativas elegidas. En efecto, una vez discutidos los conceptos más relevantes en torno al miedo, lo emocional, la violencia, las formas literarias que la configuran y el estado de la crítica literaria en torno a estas, se puntualizan dos líneas centrales de indagación del corpus literario: Narrar el miedo: una nueva construcción del imaginario de violencia y Personajes del miedo: presencias de la desdicha y el resentimiento. Estos dos caminos buscan responder a una de las preguntas iniciales y más apremiantes de la investigación: ¿De qué manera abordar las novelas para demostrar que su estética aprehende la intangibilidad del miedo y lo incorpora como símbolo de una “emocionalidad de época” y tropo en torno al cual se problematizan los vocabularios que insisten en explicar las violencias contemporáneas y su complejo proceso de estetización a partir de conceptos desgastados o anacrónicos? A continuación, especificamos las deducciones y razonamientos principales derivados de las dos rutas de análisis del corpus. La primera, Narrar el miedo: una nueva construcción del imaginario de violencia, indaga los diferentes procedimientos retóricos, usos poéticos del lenguaje y la habilidad creativa de los escritores, para poner en palabras la conmoción íntima del sujeto que está siendo avasallado por la violencia extrema. El horror, el miedo, el dolor, el duelo, el resentimiento, y toda suerte de afectos “innombrables”, que hunden a la persona en un abismo oscuro, la escritura los descifra y los hace tangibles. El simbolismo de los estados afectivos de los personajes se encadena siempre al contexto histórico que los determina, este aspecto aleja la idea de lo emocional como manifestación abstracta, vaga e irracional, emanada de una psiquis individual perturbada, para resignificarla como secuela directa de los modos como el poder político se impone sobre la persona. En las novelas en cuestión, los principios compositivos de la imagen visual articulados con la escritura conforman un registro iconopoético, en que los sucesos individuales toman carácter colectivo y se recomponen como imágenes simbólicas del pasado nacional, de una memoria que pertenece a todos. La recreación literaria de fotografías genuinas sobre los destrozos personales de la guerra se establece a modo de pasaje entre la realidad real y la verdad ficcional. Tanto el impacto íntimo que produce una foto de guerra como el gesto inenarrable que esta enmarca, motiva una narrativa en la que la fuerza de la metáfora revela la conmoción emocional, el estado de horror puro de quien sucumbe de la manera más atroz. El recurso visual

atiza la fuerza expresiva de la palabra para desentrañar el miedo y convertirlo en voz, en locución articulada. Lo “inmirable” de la violencia que las novelas escenifican, la manifestación del horror absoluto, procuramos explicarlo a partir de una relectura del simbolismo de Medusa. La condición de monstruosidad y repulsión que definen a esta figura, se materializa en la manera como en los escenarios de la violencia contemporánea el cuerpo de la víctima es decapitado y destazado. Este acto desplaza a la persona de las fronteras de lo humano. La interrelación analítica del simbolismo de la Gorgona, la representación literaria de la decapitación y el concepto de horrorismo, formulado por Cavarero ([2007] 2009), comprueba que el lenguaje literario refuta los discursos que insisten en explicar la violencia desde categorías paradigmáticas como “terrorismo” y “guerra”, en las que el núcleo del debate prioriza la condición del victimario. Si bien las novelas representan el terrorismo, no es el terrorista el que interesa, el enfoque se dirige a la víctima, se detiene especialmente en el horror, en el efecto del terrorismo, que es el estado de pérdida de sí mismo y de toda humanidad, que la persona sufre. La intención de descifrar el horror y el dolor expuesto en el gesto tenebroso de una cabeza decapitada, tal como aparece en las novelas de Montoya (2012) y Rosero (2007), por ejemplo, dice de la preocupación de la narrativa por revelar la violencia desde el acto inaudito de la deshumanización total de la víctima. Es la vulnerabilidad del sujeto la que constituye el primer plano en la ficción. El interés narrativo por recorrer de la mano de las víctimas la historia del país evidencia la postura ética y política de los autores. La mirada compasiva del escritor hacia sus personajes cuestiona los modos como los gobiernos colombianos han levantado el país sobre las bases de la barbarie y la infamia. El olvido que seremos, analizado en nuestro estudio como narración autoficcional, incorpora la vivencia de Abad Faciolince de la violencia política. La autoficción, en tanto ficción emocional del sí mismo, aprovecha el uso de las huellas referenciales para alterar la historia oficial y recuperar la auténtica identidad del padre asesinado. En este caso, la autoficción, puesta al servicio del duelo y la memoria, demuele las versiones publicadas por diversos terroristas que buscan justificar los crímenes atroces por ellos cometidos, como actos heroicos e inevitables en la construcción de una nación119. El padre del escritor, convertido en personaje ficcional, es metáfora de la memoria afectiva que indaga en la vida propia, el espacio familiar, el universo íntimo de aquellos que han sido objetivo militar en las refriegas del país.

119 Recuérdese lo que manifiesta el paramilitar Carlos Castaño cuando mal intenta justificar sus actos horrorosos de secuestro: “nosotros no secuestramos, solo extorsionamos con cariño y casi concertado” (Aranguren, 2001: 119).

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La segunda ruta de estudio, Personajes del miedo: presencias de la desdicha y el resentimiento, escruta la naturaleza de los protagonistas ficcionales como figuras simbólicas de los modos como la persona se constituye en sociedades condicionadas por las políticas del miedo. El nómada-flaneûr, el escapado y el resentido, son héroes que adquieren singularidad en relación con las estrategias del poder –oficial y de facto–, que motivan, controlan y dirigen las emociones colectivas. A través de este tipo de personajes, las novelas reflexionan sobre la situación de los afectos políticos y su impacto en la psiquis individual y social; los procesos que fundan principios de identidad, cultura y ciudadanía van fuertemente vinculados con la relación emocional que el personaje establece con el contexto socio-histórico que le enmarca. El personaje nómada, propuesto como derivación del flâneur arquetípico, se reactualiza en las novelas de estudio en su condición de desplazamiento incesante y de narrar todo lo que ve. Si bien es cierto que la idea del paseante de la ciudad decimonónica, que explica la experiencia de quien descubre los espacios urbanos producto de los ritmos de la modernidad (Benjamin, [1982] 2005), resulta anacrónica en el contexto contemporáneo, como figura literaria es intemporal, un “paradigma abierto” (Neumeyer, 1999; Locane, 2016) que rechaza cualquier tipo de esencialismo social e histórico determinante, su valor y actualidad es inmanente; el texto y el contexto histórico que la enmarca son los que le otorgan su función y plasticidad formal. Como recurso retórico, el héroe nómada es especialmente fructífero para reconocer los lugares ficcionales sometidos a transformaciones abruptas. Los autores que abordamos se sirven de este recurso estético para configurar los territorios arrasados por la violencia y narrarlos desde adentro. El fotógrafo de guerra, el escritor y el profesor son representados como caminantes que entran en contacto directo con la violencia y revelan su faceta más atroz a través de la poética de la imagen y del arte de la palabra. La novelística, en su intento de descubrir la realidad inmediata del lugar de la barbarie, ubica estos héroes nómadas en lugares calcinados, fincas, pueblos y ciudades derruidas, para no dejar en el olvido a aquellos que los habitaron y recuperar para la memoria del país lo que verdaderamente sucedió. Aunque se reconoce la imposibilidad de la memoria cuando se pierde el lugar propio (De Certeau, [1990] 2010), la narrativa, nuevamente, pugna contra lo imposible recorriendo los escenarios límites de la malignidad política a través de la expresión herida, pero consciente y clara, del flâneur de los territorios del miedo.

De su parte, el personaje escapado –nominado de este modo como alternativa a la insuficiencia del término migrante para abarcar todos los movimientos de desplazamiento forzados de la población colombiana– representa la diáspora nacional que habita en países del “primer mundo”. Este héroe toma profundidad semántica en la ecuación persona/no-persona derivada de las normativas políticas y su lucro de los afectos que atraviesan a las sociedades. El miedo y el odio son principios perentorios de un pensamiento nacionalista que ve en el extranjero “el otro”, para construirlo como enemigo que “amenaza” la identidad cultural propia. Esta problemática las novelas de estudio la incorporan a partir de un personaje que escapa de su país de origen a causa de la amenaza criminal y de las precarias condiciones económicas y sociales. La escritura, en este sentido, posibilita otros matices desde los cuales leer la realidad de quien es empujado a buscar un lugar ajeno donde vivir y refugiarse. Reconociendo que el desplazamiento interno120, el exilio, la migración forzada, son temas recurrentes en las narrativas en cuestión, que, además, han nutrido durante mucho tiempo la literatura colombiana y generado indagaciones en el campo de los estudios literarios, nuestro interés se inclinó por revisar el carácter particular que toma el héroe que huye hacia otro país cuando se lo mira bajo la luz de un constructo socioemocional excluyente. Decidimos este enfoque porque pocos son los casos en las letras colombianas de migración hacia afuera, y los estudiosos recién comienzan a explorarlos. Unido al interés simbólico del sujeto migrante, se intentó también analizar la demarcación y el funcionamiento de los límites territoriales e identitarios del cuerpo social en equiparación directa con las fronteras del cuerpo humano: la piel y los orificios corporales. La relación crítica entre los lindes de estos dos cuerpos: el social y el humano, evidencia que los escritores diseñan un personaje a través del cual detallar las causas, consecuencias, gestos y praxis, que señalan a alguien como entidad despreciada por una sociedad dominante. Por un lado, proponemos que así como los orificios corporales excretan sustancias que producen asco y miedo por la posibilidad del contagio, el cuerpo social de ciertos países también expulsa personas indeseadas, por las mismas razones. Sostenido sobre aparatajes legales, que insisten en condiciones de “raza” u “origen genético”, hay cuerpos

120 La agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR), con motivo del Día Mundial de los Refugiados, 20 de junio, difundía el nuevo informe anual, 2017-2018, sobre las cifras de refugiados a nivel internacional. En este informe, Colombia, lamentablemente, aparece en primer lugar, encabezando la lista sobre desplazamiento interno: 7,7 millones de desplazados dentro del territorio colombiano a causa de la violencia política.

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sociales que dejan siempre a alguien en condición de excluido, producen “no personas”, seres humanos abyectos, que por su lengua, color de piel, nacionalidad, son mirados con recelo y señalados como potencial enemigo. La representación literaria de la sangre menstrual y del aborto, distintivas del sujeto manqué (Douglas, [1966] 2007), se plantean en este estudio como símbolo del estatus del personaje expatriado, porque, aunque órgano activo de un cuerpo social, es eyectado del Sistema y, en consecuencia, negado en su condición humana y de persona. El asco y el miedo son dos tropos cruciales para entender cómo la narrativa configura el estado emocional de sociedades del “primer mundo” frente al migrante colombiano, obligado a dejar el país. Por otro lado, la piel, como espacio límite que contiene lo corporal, se vigoriza en su potencial semántico cuando es resignificada como especie de lienzo vivo y único sobre el cual registrar el yo, el deseo íntimo de ser, para recuperar la humanidad negada. Los tatuajes, escarificaciones, cicatrices, se configuran como trazos autobiográficos que hablan del trauma, las desventuras y los sueños de los héroes ficcionales sujetos a un exilio o migrancia dolorosa. El héroe resentido es otro de los protagonistas particulares de las ficciones del corpus; se propone en este estudio como pariente del paradigmático “héroe derrotado” (Amar Sánchez, 2010) y figura retórica representativa del estado anímico de la generación nacida en Colombia en la década del setenta del siglo pasado. Aquella que pasó su juventud temprana durante los años ochenta y noventa; cercada no solo por el clima emocional de derrota a causa del deterioro de las utopías políticas abanderadas por la generación anterior, sino también por el miedo y el terror procedente de las violencias del narcotráfico y las dinámicas opresivas del Estado. El aspecto principal que caracteriza al resentido es su deseo irracional de revertir el pasado para abolir la catástrofe que lo marcó; este gesto, paradójicamente, mantiene viva la memoria de ese pasado que se ansía sofocar. El resentimiento de los personajes posibilita desandar la historia reciente de Colombia, para esclarecer lo sucedido, pero, sobre todo, es útil para dar realidad moral, humana, a las consecuencias del mal gobierno. La narrativa, al señalar abiertamente a los culpables de la hecatombe política, registrar nombres propios de líderes nacionales y ubicar en el plano ficcional sucesos traumáticos de la historia colombiana, demuestra que la violencia no se genera de manera abstracta ni por los ritmos obligados del fenómeno político, sino por personas concretas, que han tomado deliberadamente las riendas del país abocándolo al abismo de la criminalidad y la catástrofe social. La queja del resentido pone de

frente al culpable con las consecuencias de sus actos y lo presiona a admitir la responsabilidad de estos. La protesta del personaje resentido, su persistencia con la memoria, el anhelo de otro pasado y, especialmente, su dificultad para visionar un porvenir prometedor, podría interpretarse como síntoma del agotamiento de las energías utópicas que señalan hacia un futuro de emancipación. Sin embargo, como se procura explicar, a la luz de los razonamientos de Huyssen ([s/f] 2007), la actitud de este héroe quizás esté representando más bien una nueva posición de sujeto frente a la imaginación utópica. En lugar de fijar su mirada en un horizonte futurista –para situar la realidad a la que aspira–, la desplaza hacia el pasado con el anhelo de invalidar lo sucedido, y poner en su lugar la realidad que hubiese querido vivir. No se trata entonces de rememorar y proyectar hacia el futuro, dialéctica que constituyó el pensamiento utópico moderno, sino de rememorar e idear hacia el pasado, esto es, reescribir y reconceptualizar la historia del país con un énfasis diferente al ofrecido por la versión oficial. Se recoge, en recíproco paralelismo, otra verdad de lo vivido y un deseo disruptivo: que, aunque irrealizable, se instala en el relato como medio que apunta hacia aquello que ha frustrado los sueños de realización. De esta manera, el resentimiento no subsume de manera pasiva al sujeto en su propia queja –como lo expresa Nietzsche–, más bien, resulta sustancialmente fértil, activo, para problematizar las dinámicas sociales y políticas. El héroe resentido narra otra memoria, la propia, que es, en definitiva, la representación de una realidad alterna. El pacto entre resentimiento y memoria altera la organización temporal de la imaginación utópica, no en el sentido de un giro radical sino de un “desplazamiento del énfasis”, que se traslada del eje que mira la realidad desde la utopía y el futuro hacia el eje de la utopía y la rememoración. El desplazamiento del personaje nómada por los lugares perdidos a causa del horror, la confrontación del héroe escapado con sociedades que le niegan su condición humana y la intención utópica del resentido de modificar el pasado, reescribir la historia y nombrar otra memoria, se constituyen en las novelas como figuras de rechazo al estado de cosas en un país. Entidades simbólicas de una sociedad insatisfecha con su presente y el contexto social y político que las determina. En relación contigua, la significación literaria del sujeto emocional frente a realidades derivadas del miedo político discrepa con el “ideal romántico”, que tiende a poner sobre los vencidos una aureola de heroísmo o a bordearlo con un resplandor de mártir (Steiner, [1971] 2013; Amar Sánchez, 2010). Las ficciones abordadas desvirtúan el espejismo del dolor emocional como especie de “prueba épica” o estatus distintivo que enaltece y da trascendencia a ciertas

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“almas sensibles”, a los valientes. La significación del rencor, el lamento, el vacío existencial, entendidos desde su razón política y no tanto desde una abstracción íntima o metafísica, demuestra que no son exclusivos a una persona heroica, son estados anímicos que turban amargamente el sentido de la vida, que bien podrían evitarse o mitigarse si las situaciones contextuales ofrecieran realidades más cercanas a la esperanza social e íntima del sujeto común. Si predomina en varios discursos sobre violencia la idea de una “despolitización” en las denominadas “violencias generalizadas” (Sánchez, 2008; Reguillo, 2008; Pécaut, 2013), y muchos estudios literarios indican que la novela colombiana preocupada por las secuelas del narcotráfico, presenta un quiebre en relación con la literatura de la violencia de etapas anteriores, por cuanto no le interesa proponer un discurso de país ni focalizar preocupación política alguna bajo la materialidad estética (Molina, 2011; Hoyos 2012; Fonseca, 2013; Osorio, 2014), el análisis presentado en este libro controvierte estas posturas y propone otros razonamientos. Se considera la representación literaria de lo emocional como una red epistémica capaz de articular las problemáticas de la historia del país desde la mirada de la persona inerme o la víctima, hecho que funda nuevos vocabularios sobre la violencia de todo tipo, como fenómeno siempre político (Robin, [2004] 2009; Cavarero, [2007] 2009; Butler, [2009] 2010; Calveiro, 2012, 2013; Nussbaum, [2012] 2013, [2013] 2014). Procuramos demostrar que el elemento político es inherente a las violencias que siguen sacudiendo a la sociedad colombiana y que los efectos emocionales, en consecuencia, se establecen como expresión política. El lenguaje emocional que la novelística propone descifra esta realidad y, si bien, no es explícito en discursos políticos, resguarda la intención y la necesidad de significar las condiciones del país sin negar tal aspecto. La narración emocional de la violencia recupera la dignidad de la víctima. Los personajes sufrientes afrontan con entereza los hechos atroces, se ubican en la realidad ficcional como sujetos sociales capaces de expresar su posición de rechazo a las circunstancias de la historia, abanderan con su palabra el deber de un cambio radical en los modos como el engranaje político ha dado forma a una sociedad, una cultura, una nación. Sin duda, la exteriorización literaria del estado emocional de la víctima debate la justificación de las prácticas violentas que, hasta cierto momento, fueron válidas en la defensa de posturas ideológicas. Las narrativas en cuestión insisten en descodificar las circunstancias sociales, morales y políticas del entramado social que justifica la violencia en Colombia; posibilitan también el desenmascaramiento de los directos culpables del estado de cosas en el país, pero, sobre todo, la escritura se empeña en comprobar que para quien sufre, las fronteras ideológicas y sociales se desvanecen, son intrascendentes

en la experiencia absoluta del miedo y el dolor. “Rojo” o “azul”121, rico o pobre, la persona que cae bajo la fuerza criminal del otro es víctima, sujeto sufriente. El resentimiento, el terror, la desesperanza invade todas las dimensiones de la vida, hunde al individuo y a la sociedad en general en un estado de miseria y retroceso. Responder a ¿qué se entiende como miedo? y ¿cómo se narra el miedo? demuestra que las novelas abordadas renuevan el panorama de la narrativa colombiana interesada en interpretar las violencias de las últimas décadas. La propuesta del miedo como lenguaje estético, en función tanto del referente histórico y socio-cultural como del reconocimiento de la forma, los giros estilísticos y demás innovaciones de la palabra, franquea el carácter “presentista”122 que diversos investigadores han cuestionado en pesquisas sobre los afectos y sus múltiples representaciones, por su tendencia a universalizar lo emocional y a restarle valor a su potencial cognitivo y moral, para entender e interrogar la sociedad, la cultura, la historia (Delumeau, [1978] 2002; Boquet y Nagy, 2009, 2011; Rosenwein, 2010; Peluffo, 2016). De esta manera, hemos intentado trazar otra vía de exploración de la novelística colombiana en el terreno de los estudios literarios; mirar las letras del país desde el ángulo de lo emocional, enlazado a un momento socio-histórico específico, ilumina otros usos poéticos del lenguaje, problematiza la simbología paradigmática de la violencia y desentraña diferentes realidades, distintas verdades, de la condición de una sociedad en la circularidad del terror y el miedo. En estudios futuros el enfoque del miedo en la novelística colombiana de reciente publicación, podría expandirse hacia la reflexión de distintos periodos literarios y de otros afectos (el odio, la envidia, la indignación, la (in)felicidad). Por ejemplo, se podrían considerar los procesos estéticos y simbólicos del miedo y sus complejas variantes afectivas en novelas que abordan acontecimientos de la época de Independencia, o de las luchas revolucionarias de los años sesenta y setenta del siglo pasado –publicadas en etapas anteriores o en la actual–. Sería interesante, asimismo, investigar la implicancia de las emociones en el discurso de “autor implícito” en la ficción: la reflexión del escritor acerca de lo literario, sus opiniones sobre la situación socio-política colombiana, las visiones de conjunto con relación a la contemporaneidad, entre otras. Con esto, posiblemente, se visibilice una red intelectual que articulada al simbolismo literario, deje al descubierto la

121 Nos referimos acá a los colores representativos de los dos partidos políticos más tradicionales de Colombia; enfrentados brutalmente durante el periodo conocido como la Violencia. Azul para los conservadores, Rojo para los liberales. 122 Recuérdese que el término “presentista” se refiere a enfoques de estudio que entienden la emoción como manifestación mecánica, fija, universal, que no se preguntan por su variabilidad en tiempo y espacio, o por su traza social, cultural e histórica.

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configuración y circulación de las ideas que se han ido estableciendo en las últimas décadas en el campo literario colombiano. Un proceso que reclamaría, a su vez, la revisión de eventuales giros semánticos en torno a categorías como ficción, escritor, violencia, política, víctima, enemigo, progreso, memoria, globalización, entre otras. Es de suponer que, dependiendo del tiempo y espacio desde donde se produce la escritura, surgirán divergencias y convergencias conceptuales significativas tanto en los intereses literarios, éticos y políticos del escritor, como en la representación literaria de las emociones que más han contribuido a la consolidación de imaginarios sociales de identidad, nación y cultura en Colombia.

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4. Crítica literaria sobre novela colombiana

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Orfa Kelita Vanegas (Doctora en Letras. Universidad Nacional de Cuyo, Argentina) es profesora de literatura en la Universidad del Tolima, Colombia. Es autora de La estética de la herejía en Héctor Escobar Gutiérrez (2007), coautora de Escenarios para el desarrollo del pensamiento crítico (2019). También ha publicado diversos artículos académicos en ediciones colectivas y revistas especializadas. Investigadora en temas referentes a la estética de las emociones, la diversidad de género y la configuración literaria de la violencia política en la narrativa latinoamericana.

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