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La cabeza decapitada en el campo de batalla
claramente a través de la angustia anímica del narrador –Ismael– el tormento físico del personaje que ha sido desmembrado –Oye–. El grito de Oye gira en expresión verbal, se hace tangible en la «representación lingüística» del discurso que Ismael, en medio de su demencia aterrada, va articulando para sí mismo. Acto que representa una ambigua, pero sugerente, identificación subjetiva del narrador con el «yo sufriente» del personaje decapitado, donde quien cuenta se ha apoderado del dolor de aquel que ya no está, para dejar registro verbal del suplicio aterrador al que se le ha sometido. Así entonces, el dolor y el horror transmuta en palabra, se hace inteligible a través del desvarío lúcido del héroe que nombra el caos que lo acosa desde adentro.
LA CABEZA DECAPITADA EN EL CAMPO DE BATALLA
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Entre las características del simbolismo de Medusa destaca su vínculo con lo bélico. El campo de batalla es el escenario ideal donde aparece todo el poder infernal de Gorgo. En la literatura griega antigua su figura surge amenazante en los pasajes de guerra; por ejemplo, en La metamorfosis de Ovidio, Perseo aniquila a Cifeo, Atlas, Preto y Polidectes mostrándoles la cabeza cercenada de tal monstruo, los convierte en piedra. A pesar de que el semidios griego mata a Medusa y la reduce a una cabeza petrificada, esta incuba aún su potencia de muerte. Asimismo, en La Iliada, son varias las escenas que la muestran como la “Potencia de Terror” más certera para vencer al enemigo, veamos:
Atenea […] armada para la luctuosa guerra [suspende] de sus hombros la espantosa égida floqueada que el terror corona: allí están la Discordia, la Fuerza y la Persecución horrenda; Allí la cabeza de la Gorgona, monstruo cruel y horripilante, portento de Zeus, que lleva la égida [la diosa cubre su cabeza] con áureo casco de doble cimera y cuatro abolladuras, apto para resistir a la infantería de cien ciudades (Homero, 1927: 59).
El escudo de guerra de Agamenón también está coronado por la cabeza de Medusa (Homero, 1927: 114). En estas citas es fácil advertir que los personajes van preparados para la batalla con las armas más letales, la sola representación de Medusa en la égida es presencia amenazante que aparece en el escenario de guerra “como un prodigio, en forma de cabeza, terrible y aterradora” (Vernant, [1985] 2001: 56). Ellos enfrentan al enemigo en igualdad de condiciones, sus oponentes son otros guerreros portentosos y entrenados para combatir fieramente
hasta la muerte. Empero, no hay combatiente que no desfallezca de pavor frente a la potencia de muerte que se vislumbra en los escudos de Agamenón y Atenea. Vale traer aquí, para ampliar la indagación sobre el poder simbólico de la representación de la cabeza decapitada sobre un estandarte de guerra, el estudio de Rita Dolce (2006) sobre el tratamiento de las cabezas de los vencidos en el campo de batalla durante la era protohistórica arcaica en Oriente Próximo. Basada en documentación figurativa e iconológica de Mesopotamia y Siria, la investigadora enfatiza en la fuerza intimidante de la imagen de la cabeza decapitada plasmada sobre la bandera de guerra de Ebla; esta bandera, según Dolce (2006), sería el primer testimonio histórico, artístico e ideológico de una selección programada de actos bélicos representados. La escenificación de la decapitación en la bandera de guerra siria funcionó en dos niveles distintos de comunicación: por una parte, la visión de las cabezas cortadas era una forma de demostrar la supremacía sobre el enemigo humillado en su integridad humana; por otra, era la prueba manifiesta de la aniquilación de las fuerzas del adversario, proporcionalmente a su calidad y a su número, cargándose así de un fuerte valor favorable a la perspectiva de una larga duración de la conquista (42-43). En América Latina hay también registros sobre las prácticas de decapitación asociadas a la guerra y la cultura; la mitología mexicana, como precisamos en el capítulo primero de este libro, es indicativa de los diversos imaginarios religiosos y culturales vinculados al simbolismo de la cabeza decapitada. El valor mitológico, guerrerista y cósmico que los ancestros mexicanos dieron a la imagen de la decapitación fue notable, la referencia arqueológica de cabezas estacadas alrededor de espacios sagrados y de la representación pictórica de estas en múltiples códices, son muestra precisa. Al observar las características del escenario bélico que representa la literatura antigua, el estandarte de guerra de Ebla que Dolce analiza, y los referentes míticos aztecas, es inevitable comparar la realidad bélica que allí toma forma –tropas armadas con un simbolismo y representación concreta, además de la experiencia en la faena guerrera– con las fuerzas que se enfrentan hoy en los territorios de guerra. No existen, bajo ninguna circunstancia, oponentes en igualdad de condiciones en los conflictos armados contemporáneos, en el sentido que, son los civiles, totalmente indefensos, quienes se han vuelto el objetivo militar de todos los ejércitos. En el caso de Colombia –y, sin duda, de otros países– la refriega, más que darse entre las diferentes tropas colombianas: Fuerza Pública, FARC, ELN, AUC81, etc., se ha desviado hacia la ejecución criminal de poblados enteros como signo de retaliación y poder contra el enemigo. Una ofensiva injusta y siniestra
81 FARC: Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia; ELN: Ejército de Liberación Nacional; AUC: Autodefensas Unidas de Colombia.
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que toma al ciudadano común como “arma de guerra”, con la cual amenazan, expolian y provocan miedo. Como ejemplo palpable de esta situación, recuérdese solo uno de los casos más emblemáticos de la barbarie extrema cometida por las AUC: la masacre de El Tigre. La estigmatización como “pueblo guerrillero”, hizo de los pobladores de El Tigre el objetivo de asesinatos, tortura, violación y amenazas de muerte. La noche del 9 de enero de 1999, aproximadamente ciento cincuenta paramilitares del Bloque Sur Putumayo, unidad adscrita al Bloque Central Bolívar (BCB) de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), irrumpieron en la zona urbana del pueblo y asesinaron a 28 personas, violaron varias mujeres y produjeron el aborto a dos más, debido a los golpes que recibieron. Quemaron casas, vehículos y mataron animales domésticos. La memoria de esta atrocidad es narrada por los sobrevivientes de la siguiente manera:
Esa noche, ellos masacraron a la gente con machetes, cuchillos, hachas y pistolas; las descuartizaban y las echaban al río. Ese día nosotros sentimos una oscuridad. No estábamos preparados para algo así […] Los vamos a matar por guerrilleros, nos decían. En ese momento ellos se entretuvieron y yo me tiré al caño, yo solo corrí y los demás quedaron ahí. Yo amanecí en el monte y al otro día, cuando regresé a casa, todos mis amigos estaban muertos […] Esto dejó al pueblo en ruinas. Estas son las evidencias de la catástrofe que nunca se nos olvida (Centro Nacional de Memoria Histórica, Relato 3 y 4, Taller de memorias, 2010).
De este modo, si se analizan las condiciones de desamparo e indefensión de los habitantes de San José en la propuesta de escritura de Rosero –alegoría fiel de lo sucedido con los pobladores de El Tigre, y de muchos otros pueblos colombianos–, es imposible evadir la turbación al saber que son empujados a ser “el blanco” de una guerra que no les pertenece. Sin ningún miramiento, la población es avasallada por los ejércitos, que enfrentados entre sí, por el dominio del territorio y las rutas de la droga, arrasan comunidades enteras. En condición de inermes, Ismael y sus vecinos son puestos de frente con la máscara del horror de la manera más brutal. Una realidad ficcional que entraña la “realidad real”, tangible, espantosa, que ha aplastado durante décadas a miles de colombianos. Las masacres y el ensañamiento contra el cuerpo de la víctima, como se discutió en un apartado anterior, tienen el propósito de cosificar y animalizar a la persona, desligarla radicalmente de su condición humana y borrar todos sus lazos comunitarios. Los despojos a los que queda reducido un cuerpo imposibilitan su
inscripción en los registros de la vida de la comunidad, en sus lenguajes, memorias y relatos. Reducida a pedazos de cadáver la persona no puede reconocerse (Giorgi, 2014, 199). No se establece con el cuerpo mutilado ningún vínculo indentitario, pues no sabemos si lo mirado es un despojo animal o humano. Esto recuerda la reflexión de Virginia Woolf ([1938] 1999) al contemplar una fotografía de un cadáver fieramente acribillado durante la guerra: “puede ser el cuerpo de un hombre, o de una mujer. Está tan mutilado que también pudiera ser el cuerpo de un cerdo” (20). La decapitación y desmembramiento es lenguaje atroz de las violencias contemporáneas, especialmente de las asociadas con el narcotráfico. Estas prácticas, Rossana Reguillo (2012) las explica como evidencia de una “violencia expresiva”, que va en detrimento de una “violencia utilitaria” (45). Para la investigadora mexicana, la “violencia expresiva” se concentra en la particular manipulación que el victimario hace del cadáver a modo de firma. Un “sofisticado repertorio del horror […] que indica que estamos frente a un poder que busca exhibir […] en una caligrafía sangrienta, que ejecutar no es suficiente” (2014: 1). Sin desconocer los argumentos de la investigadora, consideramos que la categoría de “violencia expresiva” no se opone a la de “violencia utilitaria”, más bien la refuerza y complementa, pues la “violencia expresiva” funciona también como “violencia utilitaria”, porque es, asimismo, “operativa y útil” (Muchembled, [2008] 2010: 15), tiene un fin instrumental. En la exhibición de un cuerpo destazado, de la sensación de horror ante una cabeza suelta, la “violencia expresiva” funciona como lenguaje que afirma y exhibe los símbolos de un poder total, que busca también, como la “violencia utilitaria”, construir su propio “orden” sociopolítico, someter al otro y establecer un clima de miedo. Tal realidad queda demostrada en la forma como “los ejércitos” de Rosero imponen su poder y dominio con las prácticas de anulación total de quienes habitan en San José. En entrevista con Junieles (2007), el escritor enfatiza que en su novela los hechos son totalmente reales, están tomados de recortes de periódicos, noticias de televisión y testimonios de desplazados. Es una radiografía del horror del civil indefenso en territorio bélico, de los pueblos que han quedado “sin cabeza ni corazón” (Rosero, 2010: 189). Las razones expuestas hasta aquí, nos llevan a considerar que Los ejércitos, como “novela del miedo y la incertidumbre” (Padilla Chasing, 2012: 140), actualiza y configura el simbolismo profundo y aterrador de Medusa. Y en este mismo contexto del mito, se puede asimismo inferir que la narrativa que nombra la decapitación, alegóricamente, hace las veces de escudo de Atenea, en el sentido que así como la diosa al recibir de manos de Perseo la cabeza de Gorgo la estampa sobre su escudo como arma letal, el escritor apresa en su novela el horror supremo del aniquilamiento del ser. La imagen visual y literaria de los decapitados que
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