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El personaje nómade. Registro del terror y el olvido
De igual modo, las rutas pintadas en la piel de los desplazados se extienden como lugar alternativo para repensar los ordenamientos políticos y cuestionar el poder gubernamental colombiano que, en su precariedad e indolencia, no garantiza la vida y el bienestar de todos los ciudadanos. Como trazos narrativos, tales mapas inscriben de nuevo en la esfera social las vidas de los desplazados; son imágenes que, al igual que el simbolismo del tatuaje en la escritura de Gamboa y Restrepo, recalan en la vivencia de un momento traumático, registran parte de una vida y se erigen como memoria, tanto personal como colectiva, de la realidad abrumadora del país. Para cerrar esta parte, podemos sintetizar que la formulación literaria de las fronteras corporales en Hot Sur y Plegarias Nocturnas se compone, recompone y descompone en un sinnúmero de imágenes alegóricas de lenguajes contestatarios, que llevan al lector a salirse de su horizonte habitual para atravesar nuevas coordenadas conceptuales sobre la categorización de los cuerpos y su consecuente sentido de lo humano e inhumano. Las novelas contienen una savia ética que pone en tela de juicio las verdades en que creemos ciegamente. Lo literario ataca “el núcleo de nuestros hábitos intelectuales, la rutina de nuestros corazones y cerebros. Nos persigue hasta nuestras estancias más privadas y descubre aquello que se encuentra oculto bajo las sábanas y que preferimos no ver” (Ovejero, 2012: 65). Las dos novelas abordadas en este apartado, tienen la fuerza para remover la raíz de la certidumbre y confrontarnos con la realidad abrumadora que nos acosa como sujetos y comunidad vulnerable.
EL PERSONAJE NÓMADE. REGISTRO DEL TERROR Y EL OLVIDO
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Entre los artilugios estéticos que dan forma y densidad a lo afectivo, las propuestas de escritura rediseñan el personaje caminante, flâneur o nómade. Quien cuenta aparece en el escenario ficcional en constante movimiento, es presencia que se desplaza por espacios donde el terror ha dejado su huella. Los hechos se desencadenan a razón de este transitar, pues a medida que el personaje camina surge la realidad que se narra. En Los ejércitos (2007), Ismael Pasos, narrador principal, va contando el desmoronamiento de su pueblo mientras recorre diferentes lugares buscando a su esposa, quien ha desaparecido cuando los militares invaden la población –el nombre mismo del personaje es indicativo de su papel en el relato–. El andar de Ismael es fatigoso y aterrado, su enfermedad y el profundo horror de la guerra
que lo acosa guían un relato alucinado de la experiencia inmediata de la violencia atroz. El registro de la guerra, que todo lo destruye con su voracidad feroz, se encadena al trasegar de este “flâneur de la miseria y la muerte” (Valencia Solanilla, 2010: 110). Los derrotados (2012), por su parte, propone dos personajes nómades: Santiago Hernández, un joven botánico que desilusionado por las injusticias sociales decide alistarse en la guerrilla con la esperanza de cambiar la realidad del país; a partir de las andanzas de este héroe, la escritura de Montoya configura la experiencia de la insurgencia desde su propio seno. Una realidad de pesadumbre y sobrevivencia, que aplasta el “sueño romántico” de quien creyó ver en este tipo de lucha una salvación para el país. Andrés Ramírez, es el otro personaje, caminante asimismo del desastre, su oficio lo lleva a lugares destazados por la violencia. Como fotógrafo de guerra, Ramírez hace un registro visual de los “territorios del miedo”, transita por poblaciones exterminadas mientras enfoca con su cámara los rostros del horror y el desamparo:
La verdad es que Ramírez lleva varios días sin dormir. Desde que trabaja para El Colombiano, cubriendo las zonas de guerra en Antioquia, el sueño le falta […] Una vez, cuando regresó de Segovia, donde cubría la masacre de Machuca, durmió tres días seguidos en su apartamento […] Su cuerpo, por fortuna respondía bien a esas pruebas físicas. En ocasiones lo sorprendían fatigas depresivas, pero ellas sucedían en los días de asueto. Los ojos vuelven a cerrársele en tanto fotografía a un niño que dormita, arrodillado, sobre las escaleras del atrio. Está descalzo, tiene una pantaloneta que le queda grande y una camisilla estrecha para su estómago inflado. Después se dirige hacia un grupo de campesinos que han montado fogones (Montoya, 2012: 153).
El principio del desplazamiento también lo podemos rastrear en El ruido de las cosas al caer, recuérdese que Antonio Yammara, protagonista de los hechos, emprende la búsqueda del nefasto pasado que lo marcó recorriendo diversos lugares de Bogotá, específicamente, el sitio donde ocurrió el atentado homicida, y visitando ciudades cercanas, casas, museos y diversos lugares, para ubicar y entender su propia experiencia y el colapso de la nación a manos del narcotráfico. Laura Restrepo sitúa también en el campo literario reciente dos personajes femeninos representativos del transitar. En Delirio, Agustina logra descubrir la razón de su enfermedad síquica desandando lo vivido, desplazándose hasta el escondite de Midas McAlister, y a través del testimonio de este reconocer no solo
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su historia personal, sino también la de un país hundido en el dolor y la angustia a causa de la violencia desatada por el negocio de la droga. Y en Hot Sur aparece María Paz; de la mano de esta heroína transitamos sitios específicos, que son alegoría del odio, el rechazo y la abyección –la cárcel–. La tragedia del migrante colombiano en países del “primer mundo” se significa en el andar intranquilo y en constante escape de este personaje. Hot Sur registra las condiciones de desamparo y vulnerabilidad que atraviesan al ciudadano forzado a salir de su propio país. De otro lado, los personajes de Santiago Gamboa viven, de igual manera, en constante huida. Gran parte de lo narrado en Plegarias nocturnas toma forma en la recta final de un largo camino transitado por sus dos protagonistas, Manuel y Juana. Manuel, a pocas horas de terminar por mano propia con su vida, se traslada al pasado y recorre cada uno de los espacios que lo llevaron hasta una cárcel de Bangkok. Nuevamente, la desaparición de un ser querido empuja la errancia del héroe y con ello la representación de lo íntimo lacerado. Por su parte, el narrador de El olvido que seremos, un alter ego del autor, dirige su vista al pasado para emprender también, por el espacio y el tiempo, la búsqueda minuciosa de diversos registros sobre un momento histórico preciso de un país, Colombia. La narración viaja a diferentes lugares como acto necesario para recuperar la memoria del padre asesinado. El recuerdo personal entra en el relato como elemento activo que vivifica lo propio y representa, a su vez, el pasado lacerante del país durante la década de los ochenta. En definitiva, la huida, la cárcel, la corrupción, el pasado destruido, son elementos que agrupan a los héroes en una especie de “fraternidad de la desgracia”. Lo narrado se configura como “testimonio ambulante”, construido al ritmo del trasegar de los protagonistas. El motivo del personaje-caminante, un tipo de “flâneur anacrónico”, aparece en las novelas para encarnar los síntomas característicos de una sociedad en proceso de descomposición. Quien camina para contar, va articulando un registro coherente de los despojos y restos de la violencia, y en los intersticios de esta práctica, el miedo, la amargura, el rencor logran ubicarse en el espacio narrativo y ser reconocidos como emociones que nos atraviesan en nuestra condición de colombianos. Graciela Speranza (2012), afirma que el narrador latinoamericano contemporáneo recupera
[…] la tradición del paseo urbano, el desvío o la deriva, para crear objetos y relatos porosos, capaces de albergar los desechos y las diferencias. En la marcha, componen fábulas que extrañan o reencantan el paisaje caótico o
disciplinado, o simplemente confiesan que ya no hay iluminaciones posibles en las ciudades latinoamericanas (81).
Los personajes caminantes, en efecto, tienen una relación estrecha con el paisaje citadino. La naturaleza del desplazamiento se proyecta como fenómeno para indagar lo urbano como espacio fluido, plural y contingente, aunque agresivo y problemático. Con el migrante citadino lo marginal aparece ahora en el centro, y se visibiliza la lucha para dar al otro un lugar y reconocer la alteridad (Jaramillo, Osorio y Robledo, 2000: 69). Ahora bien, es importante reflexionar sobre el uso excesivo, y quizás indiscriminado, que la crítica literaria ha dado a la figura del flâneur, con la idea de indagar la novelística que incorpora el principio del desplazamiento. Beatriz Sarlo (2000), en su texto Olvidar a Benjamin, expresa lo siguiente sobre tal aspecto:
[…] extranjeros, marginales, conspiradores, dandies, coleccionistas, asesinos, panoramas, galerías, escaparates, maniquíes, modernidad y ruinas de la modernidad, shopping-centers y autopistas. Un murmullo donde las palabras flâneur y flânerie se usan como inesperados sinónimos de prácticamente cualquier cosa que tenga lugar en los espacios públicos. Se habla de la flânerie en ciudades donde, por definición, sería imposible la existencia de un flâneur (78).
Sin duda, en la representación literaria de las ciudades contemporáneas resultaría “problemático” avocar a la práctica del paseo urbano, conforme se hizo en la capital decimonónica europea: París, específicamente. El peatón de hoy no tiene derecho a la velocidad del vagabundeo, marcha más bien a un ritmo vertiginoso en la poco caminable urbe contemporánea (Luiselli, 2010: 39). El recorrido citadino –la flânerie– como momento para la reflexión y la evasión surte entonces una serie de cambios en la narrativa de ciudad más reciente. Si bien, se sigue acudiendo a tal figura por su principio de desplazamiento, el “flâneur contemporáneo”, evidentemente, debe adaptarse a las calles, los ritmos y la vida de la caótica ciudad de hoy. A pesar de su anacronismo, la flânerie sigue siendo atractiva para descubrir los entramados de la ciudad textual. Santos López (2009), en un estudio sobre la relación del personaje detective de la novela negra chilena con la urbe contemporánea, justamente, reformula la categoría flâneur. Para el investigador, los detectives ficcionales son “practicadores de la nueva flânerie en Latinoamérica” (79). La solución de los casos exige al personaje los recorridos
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urbanos; los devaneos callejeros y la disección visual de la ciudad proyectan las lógicas del flâneur. Según Jorge Locane (2016)106, el flâneur y la flânerie abandonan su contexto de nacimiento y sobrevienen, necesariamente, en figura retórica. Sin importar cuál sea el uso específico que se les quiera dar, esos dos fenómenos –estrechamente ligados– resultan especialmente fructíferos, para significar los atributos del espacio urbano y, sobre todo, de la metrópoli sometida a transformaciones abruptas (169). Los espacios urbanos tomaron forma y se consolidaron como ciudad moderna a partir de los procesos de modernización. Tanto la ciudad del siglo XIX europeo como la actual de América Latina, son producto del caótico proceso modernizador. Así entonces, como advierte Keith Tester (1994), si el flâneur representa la capacidad de observar y buscar significado a su modernidad, no es contradictorio que siga apareciendo como recurso literario. Las ciudades de la novelística reciente, se conforman de los procesos absolutistas y agresivos de la modernización y el neoliberalismo, por consiguiente, la función del flâneur se reactualiza, aparece de nuevo en este contexto social e histórico para seguir nombrando la ciudad como proyecto moderno inconcluso. Las particularidades que distinguieron al caminante urbano del siglo XIX se adaptan entonces de manera coherente a la representación de los territorios urbanos de hoy. La reactualización literaria del flâneur lo convierte en un “paradigma abierto” (Neumeyer, 1999: 17), capaz de definir y resignificar la flânerie contemporánea como fenómeno que sigue marcando travesías, para la comprensión de las estructuras sociales y los ritmos vertiginosos de la urbe. Desde esta perspectiva, se indaga aquí las especificidades de los protagonistas del corpus de novelas en cuestión. Viajar, caminar o recorrer territorios inéditos han sido praxis asociadas, tradicionalmente, al ideal de fundar un nuevo mundo, y con ello explicarse y proyectarse como persona. La utopía, entendida como el deseo constante de un lugar alternativo donde ubicar la existencia propia, surge en relativa concordancia con el continuo desplazamiento. La creación, imaginaria o real, de ciudades y espacios se anclan a la aspiración de otro “topos”. Por ejemplo, el flâneur de Benjamin ([1982] 2005) o el “caballero andante” de Maffesoli ([1997] 2004) toman realidad cuando se proyectan hacia un horizonte habitable; estas figuras recorren los espacios con la esperanza de nuevas experiencias que alivianen la pesadez tóxica de lo dado. El desplazamiento, así entendido, funda un espacio nuevo en el cual encontrar las explicaciones a la pregunta por sí mismo o como lugar
106 Este investigador realiza un notable estudio sobre la figura del flâneur en narrativas latinoamericanas recientes. Propone la categoría “Flânerie anacrónica” (159-213), para indagar las características de los personajes que aparecen en las caóticas capitales de América del Sur.
para la evasión. El caso de Macondo, en Cien años de soledad es paradigmático de la urgencia del escritor de inventar un lugar alterno. Este territorio mítico garciamarquiano busca dar respuesta a una escisión o disconformidad con lo real. Los personajes caminantes de las novelas en cuestión fracturan ese molde primario del paseante futurizado y con cierto grado de esperanza. Se deslindan del flâneur benjaminiano y del andante de Maffesoli. Si bien, la escritura conserva el principio de movimiento y, además, muestra a un caminante en búsqueda decidida de algo, el vagabundeo se desvía del deseo de creación de una realidad nueva, para orientarse, más bien, hacia la recuperación de la existencia arrebatada por la violencia. La voluntad utópica se ancla así a la reconstrucción del lugar perdido. La creación de una sociedad con unos rasgos específicos, distribuida y dispuesta espacialmente, solo es imaginable a partir de la recuperación de la realidad arrebatada. Cuestión sumamente difícil cuando la violencia atroz ha arrancado desde la raíz el universo que unía al personaje al territorio habitado. Los ejércitos, por caso, ilustra con esmero no solo la pérdida abyecta del lugar propio sino también la angustiosa imposibilidad de recobrarlo. El caminar desesperado del narrador va dando forma a una “geografía de la hecatombe”, a una cartografía de la no pertenencia, donde el sujeto devastado es símbolo del desplazamiento y el terror.
La naturaleza de los lugares en la realidad ficcional influye poderosamente en el narrador-caminante. La situación de violencia empuja al movimiento continuo para resguardar la vida, o en otros momentos como medio para registrar los acontecimientos y tratar de recuperar del olvido a aquellos que ya no están. En los modos como el caminante toma consistencia en la escritura, se reconocen los procesos de des-subjetivación derivados de la des-territorialización. Cuando se pierden los referentes espaciales se pierde también parte de la identidad del sujeto y del reconocimiento de la tradición. Con la pérdida abrupta del territorio propio, recuerda Pécaut (1999), se fragmentan las raíces culturales y la herencia del pasado. Situación que influye en los procesos de recordación, porque la memoria individual se sitúa en el vacío, no tiene un lugar concreto donde posicionarse. Si la conciencia topográfica del escritor ha imaginado ciudades, mundos, villas, calles, parques, etc., como sitios alternativos donde ubicar la experiencia anímica y anclar la memoria, por triste que fuera, en las narrativas que estudiamos, la invención del lugar da paso al vacío del mismo. Los caminantes-narradores no fundan nuevos territorios, son testigos de la destrucción de estos; su nomadismo se enfoca en dejar registro de la pérdida:
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Ramírez solo permaneció en la iglesia de Bojayá media hora. El olor era insoportable, lo dejaron entrar con varios hombres. Estos sacaron los cuerpos mutilados y los metieron en bolsas (…) recorrió los vestigios del templo. En algún momento hizo una pausa para mirar dónde pisaba. Vio un perro carbonizado. Vio un manojo de miembros humanos que no logró identificar. Vio el Cristo crucificado (…) Se distanció, enfocó su cámara y disparó. La cabeza, el tórax sin brazos y un pedazo de pierna del Cristo están en primer plano. Bancas, ropas, tablas, libros, cocas, platos destrozados en medio de la tierra y el agua. Al fondo está la puerta y las ventanas derruidas. La luz de afuera entra por ellas con sed descomunal (Montoya, 2012: 235).
La cita es indicativa del tipo de relación entre lugar y sujeto que la escritura propone. El acercamiento a los detalles materiales de la masacre se hace exponiendo el cuerpo del narrador, se experimenta con los sentidos –con la vista, el olfato, las manos, el oído– las minucias de un territorio herido, que los documentos públicos y mediatizados poco nombran. Ramírez sabe que, en su oficio, es necesario estar suficientemente cerca de los hechos para atrapar lo impalpable de la situación. Y “estar cerca de los acontecimientos [es] estar cerca de la desgracia” (Montoya, 2012: 106), sin duda. Una visión panorámica de lo sucedido es impensable para el narrador, no solo no captaría aspectos particulares, sino que asignaría al espectador un rol pasivo, impidiéndole reaccionar ante lo que la imagen configura. La mirada detallista a la que se someten los lugares se complementa con el andar, a través de estas prácticas la verdad de los hechos toma realidad. “La historia comienza al ras del suelo, con los pasos” (109), afirma De Certeau ([1990] 2010), y si a ellos se suma la mirada, el corazón del territorio logra expresarse. El enfoque del narrador en los detalles escabrosos genera una sensación de horror, efecto que toma mayor fuerza cuando se reconoce que, en este caso, la realidad ficcional es una especie de prolongación de la vivencia real de la guerra. La fotografía que alimenta este pasaje es verídica107, es registro fehaciente de un suceso histórico en Bojayá, municipio colombiano108. Los “marcos de guerra” de Los derrotados, en este orden, fijan un acto de ver insumiso porque muestran lo más tétrico de la guerra, muestran aquello que el Estado no quiere que se
107 Recuérdese que la novela de Montoya se apoya en fotografías reales. Este recurso literario lo trabajamos en el capítulo dos. 108 La masacre de Bojayá se inscribe en el continuo y cruento enfrentamiento que entre el 20 de abril y el 7 de mayo de 2002 sostuvieron la guerrilla de las FARC y un comando paramilitar en las inmediaciones de las cabeceras municipales de Bojayá. La población se vio enlutada tras la explosión de una pipeta de gas llena de metralla que las FARC lanzaron contra los paramilitares, quienes se ocultaban tras el recinto de la iglesia donde se refugiaban más de 300 personas.
muestre. Asimismo, las imágenes ubicadas a lo largo del decurso narrativo son rastro del principio nómade que la narración personifica, ellas son el mapa visual de los territorios del horror que el protagonista ha transitado. La contradicción entre el país sufriente y el representado por la retórica oficial, se refleja en el desplazamiento de Andrés Ramírez por los pueblos arrasados. Ciertamente, el señalamiento de la condición infame a la que el gobierno y demás fuerzas de poder ha sometido a miles de colombianos, se hace posible en el movimiento incesante por los lugares del miedo del protagonista fotógrafo. Es posible establecer una relación directa entre el lugar de la arremetida de la guerra que Ramírez ha fotografiado y el espacio ficcional que Rosero construye en Los ejércitos:
Estas sombras que veo temblar alrededor, igual o peor que yo, me sumergen en un torbellino de voces y caras desquiciadas por el miedo […] otros soldados han hecho su entrada por la esquina de arriba, y se gritan con los de abajo, precipitados; los tiros, los estallidos se recrudecen […] ¿a dónde correr? […] “Guerrilleros” grita de pronto, abarcándonos con un gesto de mano, “ustedes son los guerrilleros” […] apuntó al grupo y disparó una vez; alguien cayó a nuestro lado, pero nadie quiso saber quién, todos hipnotizados en la figura que seguía encañonándonos […] Todos corrimos ahora, en distintas direcciones, y algunos, como yo, iban y volvían al mismo sitio, sin consultarnos, como si no nos conociéramos […] Una tremenda explosión se escuchó al borde de la plaza, el mismo corazón del pueblo: la grisosa nube de humo se esfumó y ya no vi a nadie; detrás de la polvareda emergió únicamente un perro, cojeando y dando aullidos […] otra detonación, un estampido más fuerte aún se remeció en el aire, al otro lado de la plaza, por los lados de la escuela. Entonces me encaminé a la escuela, hundido en el peor presentimiento (95-97).
Esta escena de espanto y fuga podría ser la masacre que Ramírez enfoca después con su cámara. Las propuestas de escritura de Montoya y Rosero coinciden no solo en la representación del estado de horror a causa de la guerra, sino también en las figuras narrativas que transitan en diferente momento los mismos espacios devastados. Los cuerpos mutilados que la foto de Ramírez muestra podrían ser los despojos de los vecinos de Ismael. Figuradamente, es como si el personaje fotógrafo de Los derrotados se desplazará hasta el espacio ficcional de Los ejércitos para dejar registro visual de la masacre del pueblo. Y, a su
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vez, en el testimonio ambulante y horrorizado de Ismael pareciera aclararse lo que la foto de Ramírez enmarca. Otro espacio narrativo importante es el jardín de la casa. Este lugar se ubica como antesala en la novela de Rosero. Se entra a la realidad ficcional siguiendo la mirada indiscreta y gozosa de un anciano que espía a su vecina desnuda, mientras esta toma el sol en el jardín: un lugar de regocijo y encuentro. El narrador, subido en una escalera, apoyada en el naranjo, mientras recoge sus frutos y los “arroja al gran cesto de palma” (11), proyecta una visión paradisiaca de su propio jardín, y del jardín contiguo, el de la vecina, quien vitaliza el panorama edénico con su cuerpo desnudo, libre, expuesto voluntariamente a la mirada del protagonista:
La mujer del brasilero, Geraldina, buscaba el calor de su terraza, completamente desnuda, tumbada bocabajo en la roja colcha floreada. A su lado, a la sombra refrescante de la ceiba, las manos enormes del brasilero merodeaban sabias por su guitarra, y su voz se elevaba, plácida y persistente, entre la risa dulce de las guacamayas; así avanzaban las horas en su terraza, de sol y de música (Rosero, 2007: 11).
Si bien, la imagen del jardín aparece al inicio de la narración como refugio sensorial y de embeleso, en el que la naturaleza colorida y la sensualidad femenina le dan un tono pintoresco, de corte tropical (Van der Linde, 2017), su figuración no llega a corresponderse totalmente con un ambiente paradisiaco. A medida que el narrador descubre el paisaje sinuoso, sus colores, murmullos, fulgores, se van anudando, a su vez, una secuencia de imágenes inquietantes que desdibujan la idea de estar ubicados en el lugar fantástico, amoroso o místico, que proponen los míticos jardines del imaginario colectivo universal, veamos: “platos y tazas llameaban en sus manos trigueñas: de vez en cuando un cuchillo dentado asomaba, luminoso y feliz, pero en todo caso como ensangrentado. También yo padecía […] ese cuchillo como ensangrentado” (Rosero, 2007: 12), Aunque, quien observa y cuenta el jardín lo tiñe de sus deseos y emociones, proyectándolo como lugar que protege de la amenaza exterior, no deja de apreciarse la mirada testimonial que descubre la violencia como fenómeno latente, que acecha el ambiente preciado. Este tratamiento del espacio ficcional da, desde el inicio de la novela, un carácter consciente y crítico a la situación real que viven los personajes. El “espacio feliz” del jardín, adquiere capital sentido en la escritura de Rosero porque se propone como imagen totalizante de la paulatina degradación que sufren los personajes y los lugares que habitan, a manos de los ejércitos que revientan
el pueblo. El jardín de la casa, no solo introduce lo narrado sino que también se ubica como epílogo. Es una entidad ambivalente, que recoge en sí misma las dos caras de la realidad de los pobladores: la primera, al inicio del relato, llena de luz y esperanza, pese a los antecedentes violentos; la segunda, en las páginas finales, invadida de oscuridad y absoluta fatalidad. En efecto, el último lugar de la realidad ficcional, que también recorremos al lado del anciano-narrador, es el mismo jardín de las primeras líneas, pero transformado ahora en “topos del horror”. El jardín de las Delicias, como bien podría identificarse el espacio que inaugura la novela, resulta convertido en los párrafos finales en un jardín de la Náusea, que provoca la arcada ante el panorama repulsivo de la muerte bestial y de la anulación total del sujeto:
Fui al huerto. Aún había luz en el cielo: la noche salvadora seguía lejana […] Allí estaba la piscina; allí me asomé como a un foso: en mitad de las hojas marchitas que el viento empujaba, en mitad del estiércol de pájaros, de la basura desparramada, cerca de los cadáveres petrificados de las guacamayas, increíblemente pálido yacía el cadáver de Eusebito [el hijo de Geraldina] y era más pálido por lo desnudo, los brazos debajo de la cabeza, la sangre como un hilo parecía todavía brotar de su oreja […] Pensé en Geraldina y me dirigí a la puerta de vidrio, abierta de par en par […] pude entrever los quietos perfiles de varios hombres, todos de pie […] Entre los brazos de una mecedora de mimbre, estaba –abierta a plenitud, desmadejada, Geraldina desnuda, la cabeza sacudiéndose a uno y otro lado, y encima uno de los hombres la abrazaba, uno de los hombres hurgaba a Geraldina, uno de los hombres la violaba: todavía demoré en comprender que se trataba del cadáver de Geraldina, era su cadáver, expuesto ante los hombres que aguardaban (Rosero, 2007: 201-202).
El cadáver de Eusebito, tirado entre los residuos, y la profanación del cuerpo de Geraldina evidencian el núcleo mismo de la malevolencia gubernativa, de quienes manipulan lo político como máquina de muerte y degradación. La destrucción del pueblo como cuerpo social se asimila en los cadáveres saboteados, humillados: quizás por el ejército nacional, quizás por la guerrilla, quizás por los paramilitares, por todos a la vez. El ensañamiento contra el cuerpo de los personajes es una forma de implantar un clima de horror en el pueblo. Esta violencia atroz, que no se conforma con dar muerte sino que aniquila al otro en su condición humana misma, contamina el espacio natural, la casa y el pueblo mismo. El horror
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desfigura el poder protector de los lugares familiares. El jardín de Rosero deja de ser la tentativa de organizar el espacio e inventar un mundo a imagen y semejanza de las ensoñaciones propias, para convertirse en un lugar perdido para siempre. La destrucción progresiva de los lugares de Los ejércitos gira en alegoría del aniquilamiento mismo del personaje, no solo como cuerpo susceptible a la desaparición sino, y sobre todo, como sujeto con una identidad, una cultura y una memoria. A medida que Ismael Pasos recorre su villa en proceso de destrucción, paradójicamente, también va dejando registro de su lugar en el mundo; un lugar que va cayendo de la manera más atroz y arrastrando en tal dinámica, la total existencia de quien lo habita. El derrumbe de los referentes espaciales es liquidación del pasado personal. El andar aterrado del héroe es signo del trascurso de desterritorialización al que lo han sometido los actores de la guerra. Todo ser humano está sujeto a una trayectoria espacial: a la casa habitada, la plaza, la escuela, el lugar de solaz, por lo tanto, cuando no queda nada de estos sitios una conmoción interna desgarra lo propio del sujeto; la vida “vivida” no encuentra sitio concreto donde posicionarse. Los lugares perdidos son también la pérdida del sí mismo. El principio de desplazamiento que las novelas incorporan traza una trayectoria de la violencia en la que voces entrecortadas, escombros y gestos alterados componen un lenguaje, que si bien no logra reintegrar materialmente lo perdido, sí consigue nombrar a quien sufre, dar voz y forma al terror y al trauma, para rescatar del silencio la verdad real de la guerra. Armar un discurso coherente de lo innombrable y fugitivo de la violencia se convierte en un reto para el escritor. En el caso de Los derrotados y Los ejércitos, la ubicación espacial del narrador es la estrategia que da representación a ese tipo de circunstancias del conflicto. Cada propuesta se ubica en el seno mismo de la masacre, aunque en momentos diferentes: el instante mismo de la arremetida y el después de ese suceso. Si bien, en ambas novelas el desplazamiento es la fuerza propulsora del relato, la narración de Ismael transcurre en el instante mismo de la masacre, mientras que la de Ramírez se hace después de lo sucedido. Estas circunstancias determinan el tono y la escritura de la violencia. Se puede decir que en Los derrotados la inflexión del relato obedece más a la percepción razonada de alguien que mira los sucesos sangrientos desde “afuera”; aunque ubicado en el propio lugar de la masacre, la percepción de Ramírez es claramente la de alguien que no ha sido agredido directamente. El héroe, sin dejar de sentirse impactado ante el panorama espeluznante, se toma el tiempo de fijar la atención en detalles precisos a medida que recorre el lugar; su discurso, en