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Poética visual del horror

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NARRAR EL MIEDO: OTRA CONSTRUCCIÓN DEL IMAGINARIO DE VIOLENCIA

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Son notables los procedimientos retóricos, los usos poéticos del lenguaje y la habilidad creativa de los escritores elegidos, para poner en palabras la conmoción íntima del sujeto que está siendo avasallado por la violencia extrema. El horror, el miedo, el dolor, el duelo, y toda suerte de afectos “innombrables”, que hunden a la persona en un abismo oscuro, la escritura los descifra y los hace tangibles. El simbolismo de los estados afectivos de los personajes se encadena siempre al contexto histórico que los determina, circunstancia que aleja la idea de lo emocional como manifestación meramente fenoménica, abstracta o irracional, emanada de una psiquis individual perturbada, para resignificarse como secuela directa de los modos como el poder político se impone sobre la persona. A continuación, se busca identificar los mecanismos literarios sobre los que las novelas se estructuran, para dar consistencia y representación al clima de miedo que envuelve a los personajes.

POÉTICA VISUAL DEL HORROR

En el ámbito de estudio sobre el impacto de la imagen visual en la sociedad, la fotografía de guerra cumple una función política y articula diversos puntos de vista

acerca de las dinámicas criminales del poder. Judith Butler y Susan Sontag son dos pensadoras reconocidas, que han disertado sobre el poder de la foto bélica en la sociedad contemporánea y su alcance para estructurar imaginarios colectivos sobre la guerra. Ambas autoras fijan la atención sobre las fotos de tortura, humillación y violación que los soldados estadunidenses infligieron a los reclusos de Abu Ghraib y Guantánamo, para proyectarlas como símbolo absoluto del horror. Las autoras indagan las formas de poder social y estatal que estas imágenes incorporan y el efecto de horror político y repudio social que generan. Sontag ([1973] 2006), en un primer estudio sobre la naturaleza de la fotografía, considera que esta debe ir siempre respaldada por un discurso que la ubique en su contexto, no hay modo de conmover ética y políticamente al espectador si la dimensión visual de la guerra se abstiene de la palabra escrita (4245). Este estudio se ancla a la preocupación por el impacto fugaz de la imagen en el mundo contemporáneo. La ensayista añade que la limitante más fuerte de una foto es su momentaneidad, su fugacidad de sentido por carecer de continuidad narrativa. La foto, al no tener la estructura de un texto, un mecanismo propio que le dé profundidad explicativa a su contenido, puede llevar a una falta del “pathos ético”, y con ello una repuesta moral ligera frente a lo que se mira, una impresión efímera. El límite del conocimiento fotográfico del mundo, afirma Sontang, reside en que, si bien puede acicatear la conciencia, en definitiva nunca puede ser un conocimiento ético o político. El conocimiento obtenido mediante fotografías fijas siempre consistirá en una suerte de sentimentalismo (43). Si el hecho de violencia, en cambio, está representado de forma escrita: novela, noticia, crónica, ensayo, etc. compromete en mayor medida la capacidad de respuesta ética del receptor, o por lo menos es más profunda y por ende capaz de suscitar un razonamiento sólido. “Solo aquello que narra puede permitirnos comprender” (Sontag, [1973] 2006: 43). El registro narrativo compromete, desde la perspectiva de Sontag, un entendimiento claro de los hechos y garantiza una respuesta ética justa de la situación representada. La fotografía, por el contrario, no logra arribar a ese punto de comprensión, pues “la cámara opaca la realidad” (42). La impresión que causa la foto en el espectador es de momentánea sugestión afectiva; lo circunstancial y lo transitorio son parte de esa sugestión, por esta razón la realidad fotografiada no trasciende a otro nivel de significación. Judith Butler ([2009] 2010) debate la reflexión de Sontag sobre la imagen bélica. Para Butler, desde el momento mismo en que el lente enfoca una realidad caótica lleva implícito la intención interpretativa, resguarda una decisión sobre qué

se desea mostrar y qué no. En esta vía, el espectador que presencia una imagen de guerra tiende a asimilarla en su intención comunicativa y a adoptar una posición ética.

No tenemos necesidad de que se nos ofrezca un pie de foto o una narrativa cualquiera para entender que un trasfondo político está siendo explícitamente formulado y renovado mediante y por el marco, que el marco no solo funciona como frontera de la imagen sino también como estructurador de la imagen. Si la imagen estructura a su vez la manera como registramos la realidad, entonces está estrechamente relacionada con el escenario interpretativo en el que operamos (106).

Teniendo en cuenta aquello a lo que apela Butler, consideramos que cuando Sontag plantea la negación de la fotografía como “lugar en sí misma” de conocimiento, la dimensiona desde la categoría de índex, esto es, que se hace necesario conocer la situación enunciativa del acto fotográfico para acertar en la interpretación cabal del mensaje y el simbolismo del retrato57. Una foto que muestre las atrocidades de la guerra interpela directamente al espectador, le hace pensar qué hay más allá de lo que el marco deja ver; mirar una imagen de guerra sugiere la pregunta por el origen de la realidad enmarcada, cuestionar su sentido. En Ante la tortura de los demás ([2004] 2004), publicado casi tres décadas después de Sobre la fotografía (1977), Sontag hace un sugestivo análisis de las fotos de Abu Ghraib. La autora razona sobre la intención política de la imagen y su efecto perturbador en la sociedad, no retoma ya su idea sobre la ligereza de sentido a la que una foto podría conducir, más bien debate este enfoque y reconoce que todo retrato es susceptible de motivar a largo plazo pensamiento y emoción58. Esta vez,

57 Retomando la tricotomía peirciana icono/índex/símbolo, Dubois ([1983] 1986) afirma que como índex, la imagen fotográfica no tendría otra semántica que su propia pragmática. La naturaleza del índex proyecta la imagen fotográfica como impensable fuera del acto mismo que la hace ser, ya sea que este acto pase por el receptor, el productor o el referente de la imagen. El principio básico de la conexión física entre la imagen foto y el referente que ella denota, es lo que la convierte en huella (vestigio de algo). El acto fotográfico, por tanto, constituye una imagen indicial, en el sentido que remite exclusivamente a un solo referente, el mismo que la ha causado y del cual es resultado físico y químico. Al mismo tiempo, por el hecho de una foto estar ligada dinámicamente a un objeto único, y solo a él, esta foto adquiere un poder de designación exclusivo. Así las cosas, la foto llega a funcionar también como testimonio, ella atestigua la existencia de una realidad. La dimensión pragmática se deriva entonces del proceso de producción de la imagen. Bajo esta lógica, la fotografía no tiene significación en sí misma: su sentido es exterior a ella, está determinada por la relación afectiva con su objeto y con la situación de enunciación. La semántica de la foto, en definitiva, depende de su pragmática. 58 Con respecto a las fotos de la cárcel en Irak, Sontag enfatiza en que la cuestión central de las fotografías, no solo es la revelación de lo ocurrido a los “sospechosos” arrestados por Estados Unidos, sino, y, sobre todo, en que el horror mostrado en las fotografías no puede aislarse del horror del acto de fotografiar, de enfocar a los perpetradores posando victoriosos junto a sus cautivos torturados.

IMAGINARIOS POLÍTICOS DEL MIEDO EN LANARRATIVA COLOMBIANA RECIENTE

Sontag ubica la foto justamente en su contexto, va al índex, a aquello que indica las circunstancias de la realidad representada en la imagen y su posible impacto. Bajo este ángulo, las dos pensadoras no se opondrían entonces en sus argumentos sobre las causas y efectos de una imagen. Desde la idea de la necesidad del índex para interpretar la foto, tanto Butler como Sontag coinciden en la reflexión sobre la respuesta emocional y política que esta suscita. “La cuestión para la fotografía bélica no es solo, así, lo que muestra, sino también cómo muestra lo que muestra. El “cómo” no solo organiza la imagen sino que, además, trabaja para organizar nuestra percepción y nuestro pensamiento” (Butler, [2009] 2010: 106). La capacidad de la imagen bélica para producir pensamiento y generar realidad se demuestra justamente en la narrativa colombiana. Los derrotados (2012), de Pablo Montoya, se apoya en una serie de fotografías de guerra reales59 , para dar forma al “Capítulo diecisiete”. La escritura se ancla a una serie de fotos que registran situaciones concretas de la violencia política, en un momento y lugar determinado del territorio colombiano. Son imágenes que enfocan con especial atención los estragos de la guerra: rostros de víctimas, gestos de dolor y llanto, miradas de desamparo, pueblos destrozados. La técnica narrativa consiste en hacer una descripción poética de la imagen y, a su vez, imaginar una realidad ficcional que signifique lo fotografiado con la fuerza de lo real. Las fotos pasan a la novela a través de la “palabra-imagen”. Se equipara la foto como foto pero también como narración a través de la descripción metafórica. Durante la lectura las escenas son imaginadas con precisión plástica. La narración visual compromete, asimismo, un conocimiento explícito sobre el sentido ético y político de lo manifestado en la imagen, veamos:

Granada, Antioquia, diciembre de 2000 Escombros. Eso es Granada. Piedras sobre otras piedras. Casas de las que no han quedado sino fragmentos de puertas y ventanas, astillas de vidrio, huellas carbonizadas de alambres eléctricos, pocillos, platos. Pero en un extremo, hacia la izquierda, hay una gran pancarta que, de entrada, se confunde con las ruinas […] la pancarta muestra una mano que parece exigir por un momento la interrupción de la guerra. Debajo de ella, en letras mayúsculas dice: “Territorio de paz”. Se trata, en apariencia, de unas de esas paradojas de la guerra. Uno de los matices de la ironía que construyen los

59 Las fotos elegidas para este capítulo son autoría de Jesús Abad Colorado, reconocido fotógrafo documental colombiano, que ha registrado las diversas caras del conflicto armado en Colombia. Su archivo, logrado durante más de veinte años, muestra los estragos más terribles de la guerra: las masacres, el desplazamiento forzado, el sufrimiento de las comunidades afectadas y sus actos de resistencia. Sus fotos aspiran a recuperar la memoria dolorosa del país y generar conciencia sobre lo que nos ha pasado como sociedad.

hombres para sobrevivir en medio de la locura. Pues a Granada, por ser un sitio estratégico del Oriente antioqueño, otro corredor por donde pasa la droga, desde hace años se la disputan, como jaurías rabiosas, la guerrilla y los paramilitares. Al cabo de los segundos, el observador discierne a la muchedumbre que hay detrás de la pancarta. La primera impresión es que ella se confunde con las piedras. Que va a ser devorada irremediablemente por esa boca residual que es ahora Granada. Pero no es así. La gente está detenida en filas que manifiestan el orden y no el caos. Ella es la que define los escombros de otro modo. La que intenta otorgar un perfil a lo que es la destrucción (Montoya, 2012: 227-228).

Las trece “foto-relato” 60 que dan forma al capítulo son presentaciones poéticas del choque de los grupos armados contra la población civil. Señalan el cinismo de los victimarios y visibilizan la dignidad de la víctima, su dolor y su llanto. Son imágenes del silencio y la desolación, que testimonian la cotidianidad de la violencia en Colombia: poblaciones desplazadas, masacres colectivas, asesinatos sistemáticos, desaparecidos. Cada foto “muestra lo que está pasando y hace imaginar confusamente lo que pasó” (Montoya, 2012: 220). La narración de Montoya retoma estas miradas de la guerra y las ubica en tiempos y espacios precisos, entra en la verdad de los hechos y da forma a una realidad simbólica del sufrimiento y desamparo de quien sufre. El tratamiento literario de la imagen de guerra en la novela es una apuesta estética diferente y novedosa, que fusiona los principios de dos campos estéticos diferentes –la fotografía y la literatura–, para lograr expresar lo “inmirable” y lo “innombrable” de lo absoluto de la violencia. En la novela el papel del narrador, un alter ego de Pablo Montoya, destaca brillantemente en su manera de contar lo sucedido, su voz genera un efecto sensitivo y abre un espacio a la imaginación de la atrocidad del crimen. Los relatos, a pesar de la pavorosa realidad que significan, están cargados de belleza poética, realizan asimismo una crítica profunda a las dinámicas perversas de la guerra. La perspectiva narrativa es compasiva con los sufrientes, llama la atención no solo sobre su orfandad, sino que también valora la entereza con que se afronta el mundo después del despojo. Para el narrador las figuras activas del conflicto: Estado, Ejército nacional, paramilitares, guerrilleros, etc., son objeto de cuestionamiento y encono. La negligencia y el barbarismo de los actos bélicos son duramente cuestionados en Los derrotados.

60 Parte de los relatos referidos por Montoya están documentados por el Centro nacional de memoria histórica. Se puede encontrar en la página web del sitio todos los informes que han elaborado los investigadores sobre los diferentes atentados terroristas de los grupos armados a las poblaciones colombianas.

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La discusión en torno al poder de la imagen de guerra toma consistencia en la presencia y la voz de Andrés Ramírez, personaje fotógrafo a quien se le atribuyen las diversas imágenes en la realidad ficcional. Las reflexiones literarias nos hacen inferir que al narrador le preocupa el proceso de recepción y circulación que sufre una imagen escabrosa. Ciertamente, como advierte Sontag ([1973] 2006), una foto de lo atroz es equiparable en su transcurso de recepción a una imagen pornográfica, esto es, que el sentido-mensaje que afecta profundamente la psiquis del vidente se va degradando con la recepción repetida de la misma tipología de imágenes. El efecto de desconcierto o turbación cuando se han mirado unas cuantas imágenes de lo atroz termina en una indiferencia emocional y cognitiva. La fotografía violenta que satura el espacio contemporáneo decae en una percepción banal, muchas veces inevitable y hasta remota. Ante esta situación, Montoya lleva a su personaje a razonar sobre qué tipo de fotos podrían hacer parte de la mirada pública, en qué lugar y momento, y cuáles deberían quedarse como archivo personal o restringido a unos pocos espectadores. Por este motivo, las fotos de Ramírez que circulan en la prensa son cuidadosamente seleccionadas, si bien muestran la violencia lo hacen desde una estética de la sugerencia, que insinúan lo intangible de la guerra o lo que sucede más allá del marco, veamos:

Juradó, Chocó, diciembre de 1999 […] la imagen que nombra por antonomasia al país [s]e trata de un espejo roto en pedazos. Es una bagatela sin mayor valor económico. Uno de esos espejuelos que se venden a mil pesos en los mercados de abalorios de aldeas habitadas por indígenas y negros pobres. Ramírez ha caminado una vez más por uno de esos sectores devastados y ha mirado a sus pies. Porque el espejo está tirado en el suelo. Varias balas, que parecen cuscas de cigarrillo aceradas, lo rodean. La tierra de Juradó, como el espejo, está agrietada. En los pedazos del espejo, como en la tierra, no hay ningún reflejo (Montoya, 2012: 226).

El enfoque del conflicto presentado en este pasaje busca un acercamiento objetivo a los hechos, el lector-vidente se ve obligado a ir más allá de lo que la foto muestra. Dejar por fuera del marco la presencia explícita de los efectos más sangrientos y mostrar la guerra a partir de una “foto metafórica” se convierte en una declaración estética, que parece advertir que hay realidades que es mejor no exponerlas públicamente en la explicitud misma del lenguaje fotográfico. Esta especie de visualidad de “lo inmirable”, de lo que no puede mostrarse por

prevención al impacto paralizador que causa en el espectador resulta, quizás, más efectiva para visibilizar los estragos de la guerra. Las fotos de Ramírez focalizan el horror sin mostrarlo, lo sugieren, no lo esconden. Parafraseando a Sontag ([1973] 2006), las fotos públicas de Ramírez serían retratos de la ausencia, es decir, de la muerte sin los muertos. La brutalidad de los hechos reclama entonces una estructura narrativa que se sale del orden normal del discurso, del marco explícito de la realidad. Nombrar lo abyecto a través de una foto metafórica de la violencia provoca una experiencia sensorial y cognitiva que ubica a quien lee y mira en el meollo mismo de lo retratado. Podría tildarse de insincero o trucado el acto de presentar la violencia extrema a partir de fotos de cierta sugerencia estética, pues sabemos que la foto “tratada”, es decir, aquella en la que se ha jugado con el encuadre, el enfoque o la composición, pierde fuerza en su autenticidad y tiende a desvirtuar el suceso registrado. Sin embargo, cuando vemos las fotos de Ramírez a través de la palabra que les da espesor, reconocemos que, paradójicamente, están dotadas de una especial legitimidad a razón de su rasgo estético. La intensidad con que percibimos la realidad enmarcada obedece, justamente, a la manera como los elementos artísticos y poéticos recrean la imagen. Las fotos de Los derrotados, sin dejar de sugerir los horrores de la guerra, aprovechan los artificios visuales para apuntar directo al blanco afectivo del sujeto y motivar una respuesta ante lo que el relato devela. La figuración de la fotografía como imagen poética vigoriza el sentido profundo del contexto enmarcado, significa no solo los actos evidentes sino, y con mayor fuerza, el gesto anímico, la reacción afectiva de quienes son asolados por la violencia salvaje. Lo emocional traumático como metáfora visual logra revelarse y cobrar realidad:

Segovia, Antioquia, octubre de 1998 La multitud marcha en silencio. Los ataúdes que se cargan son diecinueve. Aunque contarlos es inútil […] Lo que prevalece son los rostros de los vivos. Son tan discernibles, tan comunes y corrientes, tan perfectamente campesinos, que el observador de la fotografía se reconoce de inmediato en ellos. Muchos tienen gorras, camisas de mangas cortas, camisetas de manga sisa. Todos sudan el calor tórrido de Machuca. Pero ninguno llora. Casi todos miran hacia abajo. Hay tres mujeres que se han encontrado con la cámara. Son esas tres miradas las que expresan la pequeña dignidad en medio de la desmesura del horror (Montoya, 2012: 222).

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