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Medusa y la narración del horror
MEDUSA Y LA NARRACIÓN DEL HORROR
Medusa como monstruo simbólico del horror ha sido motivo de indagación y de múltiples representaciones en las producciones culturales. Vernant ([1985] 2001) sugiere que la frontalidad y monstruosidad de la Gorgona fueron rasgos que la diferenciaron de las convenciones figurativas que presidieron el mundo pictórico griego de la era arcaica (43). En la época contemporánea, si bien se la sigue representando de frente, la monstruosidad de su aspecto ha variado. Es representada hoy como una especie de femme fatal infernal, de semblante humano, de bello rostro, aunque demoniaca y asesina, asimismo, se hace más énfasis en la cabellera de serpientes que en la mirada: su auténtica arma letal72. Para precisar el simbolismo de Medusa que nos interesa, recurrimos a la caracterización que hace Vernant ([1985] 2001) a partir de la Teogonía de Hesiodo y de otros textos de la antigua Grecia. Este investigador considera que cualesquiera fueran las modalidades de distorsión empleadas en el mundo antiguo, a la Gorgona se la representó siempre con cruzas de lo humano con lo bestial, asociados y mezclados de distintas maneras, veamos:
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La cabeza alargada y redonda recuerda una cara leonina, los ojos están desorbitados, la mirada es fija y penetrante, la cabellera es concebida como melena animal o erizada de serpientes, las orejas son grandes y deformes –en ocasiones como las de una vaca–, la frente suele mostrar cuernos, la boca abierta en rictus ocupa todo el ancho de la cara y muestra varias hileras de dientes como caninos de león o colmillos de jabalí, la lengua se proyecta hasta salir de la boca, el mentón es peludo o barbado, profundas arrugas surcan la piel (44).
La cita enfatiza en la imagen inhumana de Gorgo, es una presencia que se sitúa en la esfera de lo sobrenatural, que recoge lo aterrador y lo repugnante. La cabeza sin su cuerpo, en efecto, toma el simbolismo de una persona deshumanizada, a quien en el acto de la muerte escabrosa se la ha negado su condición humana. La destrucción del cuerpo como un todo corporal que compromete lo humano es ofensa a la dignidad ontológica del sujeto (Cavarero, 2009: 25-27). Medusa, que es una cabeza arrancada con violencia a un cuerpo, torna así en alegoría de quien es
72 Algunas producciones son: Medusa (199?), personaje de historieta, de Marvel Comics, creado por Jack Kirby y Stan Lee; el videojuego Castlevania: Lament of Innocence (2003), de la compañía japonesa Konami; Reflection (2007), de Patricia Satjawatcharaphong; la película Furia de titanes (2010), dirigida por Louis Leterrier; Medusa (2014), pintura del ilustrador Benjamin Lacombe.
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destazado como si de una bestia se tratase. El perfil horrendo del monstruo mítico representa la violencia extrema asociada a una “maldad radical”. La violencia de la decapitación, como acto maligno inconmensurable, busca siempre causar pavor y turbación en quien la padece o la mira. Entender la decapitación de un cuerpo en los escenarios de las violencias contemporáneas como un acto de absoluta malignidad, necesita de la precisión conceptual del mal como fin en sí mismo. El mal en esta pesquisa es entendido como una latencia en el seno humano. El hombre inmerso en un marco moral y consciente de su albedrío, es responsable de su acto perverso, por tanto, no hay ninguna fuerza exterior oscura que lo posea y lo domine73. Immanuel Kant ([1792] 1981), explica que la libertad humana –facultad de bien y de mal– negativamente concebida desemboca en una voluntad maligna, en una “perversidad del corazón que acoge lo malo como malo” (47). Es decir, que para Kant la malignidad del sujeto contiene no solo un aspecto natural –heredado de la condición animal–, sino también un elemento moral y antropológico producto de la resolución del pensamiento. El acto malo, desde los postulados kantianos, “se presenta como una tendencia del sujeto a ser mal intencionado con respecto al otro” (Rosenfield, [1990] 1993: 69). Las fuerzas de la personalidad: el amor propio, la conciencia de debilidad y de dependencia de los demás, dificultan el respeto mutuo y la reciprocidad, tanto en la vida personal como en la política. Fuerzas que son “ciertamente ‘radicales’ por cuanto no son la creación de una u otra cultura particular, sino que están enraizadas en la estructura misma del desarrollo personal humano: en nuestro desvalimiento físico y en nuestra sofisticación cognitiva” (Nussbaum, [2013] 2014: 231)74. De esta manera, la dimensión maligna del hombre aunque es parte de su personalidad, también se transforma al ritmo de acontecimientos concretos e históricamente situados: descomposición social, políticas corruptas, criminalidad atroz, ansia de dominio, etc. La literatura que simboliza la violencia salvaje abre un espacio significativo para el conocimiento y la reflexión sobre las diferentes figuras de la maldad radical, que agobian al hombre contemporáneo. En una sociedad donde las verdades trascendentes se han secularizado o desvanecido es indispensable
73 Recuérdese que la iglesia medieval instaló esta idea con el propósito de oponer una representación a la idea de Dios como algo en esencia bueno e inmaculado. El acto maligno era producto de cierta figura infernal, exterior, que se incubaba en el cuerpo y le hacía obrar mal. Esta perspectiva, aunque ya en desuso, permanece aún en el imaginario religioso de algunas comunidades. 74 Martha Nussbaum, en su libro Emociones políticas, considera que pese a lo difícil que resulta demostrar la existencia de una propensión presocial, Kant estaba seguramente en lo cierto al sugerir que las personas no tienen por qué haber recibido ninguna enseñanza social especial para comportarse mal y, de hecho, suelen actuar de ese modo aun después de haber recibido el mejor de los magisterios sociales.
inventar nuevas formas simbólicas capaces de significar el pensamiento sobre la maldad del sujeto y constituirlas en lugar explicativo para resistir a esa misma maldad. Cuando el texto narrativo entraña la violencia extrema, se convierte en una vigorosa fuente de indagación de la maldad y el horror, que al articularse con otros discursos devela las tensiones propias del cuerpo social y de la desazón que agobia al sujeto en su individualidad. La novela, en este orden, se convierte en el punto de convergencia de los fantasmas que atormentan a la sociedad y de las preocupaciones del escritor frente a la realidad que lo estrecha. Para Sichère, ([1995] 1997),
[el] escritor piensa en el mal, acecha el mal que anida en el seno de su comunidad y propone sus propios exorcismos a esa comunidad virtualmente infinita de sus lectores, pero en primer lugar a sus contemporáneos. Esta posición muy singular que ocupa el escritor hace de él un testigo irreemplazable y más que un testigo aun, lo convierte en alguien que discierne las figuras del mal dispersas en el seno de su comunidad, en alguien en suma que carga sobre sí el peso del mal difundido en todas partes para ponerlo en música y en pensamiento (225).
De este modo, y sintetizando la tesis de Sichère ([1995] 1997) sobre el poder simbólico de lo literario en el mundo contemporáneo, la novela colombiana motivo de estudio en este libro, viene a ser la palabra necesaria que se interroga sobre la maldad radical que subyace en la encrucijada entre subjetividad social y ser individual. Como estudiamos a continuación, la representación de la decapitación que las ficciones proponen, ubican de frente al lector con Medusa, una de las presencias más alegóricas del mal absoluto. Los textos abren un escenario donde autor, narrador y lector se ven enfocados por el ojo aterrador de Gorgo. Un cruce visual que nos sostiene al borde del abismo, desde el que contemplamos, con miedo al sentirnos también vulnerables, el valor emblemático de la Gorgona en las cabezas petrificadas que la narrativa muestra. Caravaggio, sugiere que “todo cuadro es una cabeza de Medusa. Se puede vencer el terror mediante la imagen del terror. Todo pintor es Perseo” (Chastel, 1967). Esta deducción, consideramos, se relaciona estrechamente con todo tipo de obra que tenga como objetivo significar la violencia atroz. El escritor, desde este punto de vista, sería asimismo figuración viva de Perseo. El acto de escritura somete el horror del crimen violento que aniquila la condición humana. La presencia estética de pasajes desgarrados sobre la decapitación que, por ejemplo, figuran
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Rosero y Montoya en sus textos, imponen una confrontación con lo “inmirable”75 , provocando una toma de conciencia ante los hechos narrados y con ello una respuesta ética o política frente a la realidad significada. Los derrotados, de Pablo Montoya, como se estudió en párrafos anteriores, incorpora la fotografía de guerra como estrategia narrativa en su obra. El tratamiento del tema de la decapitación se hace justamente a través de esta técnica. La foto de la víctima decapitada se significa en la descripción poética mientras, a su vez, se profundiza en su sentido con cuidado ético. El uso hábil de los recursos literarios diseñan la foto como foto pero también como narración; cada retrato se muestra por medio de la “palabra-imagen”; una estrategia que demanda de un “lector vidente”, en el sentido que este no solo lee el relato sobre la fotografía, sino que también la ve a través del artificio literario, es decir, transformamos en imágenes las palabras que leemos. El personaje fotógrafo de la novela, Andrés Ramírez, documenta de forma visual la barbarie de la narcoguerra colombiana, tiene entre sus registros visuales más valiosos uno que llama “Catálogo de muertos”. Es un archivo personal que se compone de
cincuenta fotografías seleccionadas, en un mismo formato y con los rostros de dimensiones similares, todos en posición de frente, la mirada extraviada, la boca haciendo el rictus de amarga sorpresa que deja la muerte […] cincuenta caras desencajadas que habían padecido un fin espantoso (Montoya, 2012: 109-110).
Es importante aclarar que el narrador no dice de manera explícita que son cabezas cercenadas, imágenes de decapitación, sin embargo, el enfoque visual y descriptivo apunta de forma exclusiva al rostro y la cabeza, el cuerpo queda por fuera del marco de la foto. La cita especifica que están todas en un mismo formato, de dimensiones similares, y que, además, han padecido un fin espantoso. Esta descripción lleva a inferir que el área total del papel fotográfico está ocupada por una cabeza cercenada. En cualquier caso, la intención de Ramírez es mostrar de frente el rostro más violento de la guerra, por eso con su cámara reproduce, en el corte mismo del encuadre, la imagen por excelencia de la barbarie excesiva: la decapitación. De manera alegórica, la escritura deja ver el paralelismo entre el acto fotográfico de enfocar solo la cabeza y el método de la decapitación. Wald Lasowski (2007), relaciona precisamente el funcionamiento mecánico de la guillotina con la captura focal de la cámara fotográfica. Según el ensayista
75 Téngase en cuenta que este término refiere a ese algo que por la repugnancia que produce no quiere ser mirado y, sin embargo, suscita el deseo de mirar.
francés, hay un anonimato tanto en la mecánica de la guillotina como en el de la cámara fotográfica, esto es, que su mecanismo es el que está directamente implicado en el acto, no quien lo acciona. La inmovilidad de la víctima: frente al lente o inclinada en el trangallo, la inmediatez del hecho y la instantaneidad del resultado son aspectos coincidentes en el acto de decapitar y de fotografiar. Lasowski incluso llega a sugerir que el funcionamiento de la guillotina, como técnica para decapitar, es figuración que predice el invento de la cámara fotográfica. En el marco de esta correspondencia, nosotros asimismo deducimos que el simbolismo ominoso de la cámara entra en cercana afinidad con el poder paralizador de Medusa. Es fácil advertir que el enfoque fotográfico resguarda cierta voluntad “gorgoneana” cuando inmoviliza todo aquello que cae bajo el corte de su mirada. Igualmente, si se fija la atención en la impresión de la cabeza decapitada sobre el papel fotográfico, puede decirse que este guarda una relación directa con el espejoescudo76, donde la Gorgona se refleja y reflecta su efecto devastador. La mirada de Medusa de sí misma sobre el escudo-espejo y la mirada de un espectador ante la fotografía del decapitado, son símbolo análogo de la conmoción interna ante el horror. La imagen del decapitado es alegoría del choque frontal con la mirada mortífera. Así las cosas, y volviendo al enfoque visual y punto de vista del narrador de Los derrotados, si bien no se explicita que las fotos muestran cabezas desprendidas, por la manera como se representan, no puede dejar de intuirse la fuerte relación entre el “Catálogo de muertos” y la decapitación. Quizás sea la brutalidad que connota el término decapitación lo que impide al fotógrafo, y al narrador, a dejar explícito lingüísticamente el tipo de asesinato al que han sido sometidas cada una de las víctimas documentadas. Acaso se evita conmocionar al espectador frente a un título de archivo que exprese “Catálogo de decapitados”. Una frase que, sin duda, impacta y produce espontáneamente un sentimiento mórbido ante lo que se nombra. Sontag ([2003] 2011) precisa que el “tropismo innato hacia lo espeluznante” (61) genera emociones perturbadoras que inhiben la respuesta consciente o interpretativa; es decir, que quien se siente tentado a observar fotografías del sufrimiento no necesariamente fortifica su conciencia ni la capacidad de compasión porque “las imágenes pasman” (Sontag, [1973] 2006: 38). Teniendo en cuenta estos argumentos, consideramos que, si bien es cierto que la exposición a la imagen atroz puede impedir la capacidad de respuesta ética del espectador, la foto, especialmente la de guerra, conserva siempre una postura política del contexto que la determina, y en este orden lograría apelar a nuestro
76 Nos referimos al espejo-escudo del mito de Perseo y Medusa, recuérdese que es a través de este elemento que el héroe logra vencer al monstruo.
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sentido de la obligación moral. Las fotografías son escenas estructuradoras de interpretación, actúan sobre nosotros, incluso, en contra de la voluntad propia. La foto violenta, como bien afirma Butler ([2009] 2010: 101-105), perturba tanto a quien la hace como a quien la mira, influyendo así en el tipo de juicios que luego se formularan sobre la realidad que ella enmarca. Conocedor del impacto de la imagen atroz en quien la mira y con plena conciencia de su oficio, el fotógrafo de Los derrotados trata con miramientos su “Catálogo de muertos”. Este registro no es público, acceden a él los amigos más cercanos, aspecto que revela el cuidado que la novela presta al tratamiento de la visualidad de la muerte violenta. En un primer momento, el personaje duda en imprimir los negativos porque teme justamente el impacto de lo atroz en la intimidad del otro, sin embargo, el registro toma forma porque la sensibilidad ética le dice al héroe que no imprimir lo fotografiado sería recaer en la negación de tal realidad, volver a “dejar esos rostros en el limbo de los negativos [es] someterlos a un olvido escabroso” (Montoya, 2012: 108). Ciertamente, el dilema en el que se sume Ramírez lo confronta a la problemática de saber cómo mostrar aquello que la foto enmarca, de esto depende notoriamente la respuesta del espectador. Las fotos de Ramírez son indicativas de sujetos particulares, cada imagen de decapitación muestra a alguien “único en su rostro [y] por ello incomparable” (Lévinas, [1991] 1993: 253), por esta razón, quien las enfrenta debe vislumbrar no solo la identidad de quien ha muerto de manera tan extrema, sino también descifrar lo humano en su fragilidad y precariedad. El cuidado de Ramírez con su “Catálogo de muertos” es ilustrativo toda esta situación. Si nos detenemos en las fotografías del “Catálogo de muertos” es inevitable ver que van más allá de lo documentado. “Expresan algo que nos afecta más de lo que podría afectarnos el mero conocimiento” (Batchen, [1997] 2004: 20). Un algo que en las fotos de los decapitados se traduce en el ser de cada persona fotografiada. El carácter indicial del archivo visual de lo atroz de la escritura de Montoya “remite únicamente a un solo referente determinado: el mismo que la ha causado y del cual es resultado físico y químico” (Dubois, [1983] 1986: 50). Por lo tanto, cuando se está ante la imagen de cada rostro de los decapitados, es su ser el que “nos escruta”; la foto de la cabeza desprendida es el referente que “rasga con la contundencia de lo espectral la continuidad del tiempo” (Barthes, [1980] 1989: 23). El poder de designación de esas imágenes traspasa las condiciones del tiempo y el espacio que la rodean para atestiguar la existencia de una realidad, en este caso abismal y macabra.
Desde una perspectiva barthesiana, el “Catálogo de muertos” es mucho más que una prueba documental porque no solo muestra a los hombres y mujeres que han sido, sino, y ante todo, demuestra que han sido77, permanece en él, en cierta medida, la intensidad de cada sujeto: la vida, su ser, lo que cada quien fue hasta que la violencia criminal lo aniquiló. Incluso, si se tiene en cuenta que el gesto de los decapitados es ajeno a la performance o a la transformación activa cuando se posa ante la cámara, reconocemos que no hay disociación entre la imagen y la realidad enmarcada, ni el advenimiento de un “yo” mismo como “otro”. La foto del decapitado es el sujeto que se observa. Quizás por esta circunstancia, el espectador no puede permanecer tranquilo ante lo que mira, el “punctum” (Barthes, [1980] 1989: 58) de la imagen lo punza y le hace ver lo invisible de lo revelado, lo que está más allá del rostro de la muerte, el “estado real” de horror puro del instante consciente de quien sabe que se muere:
Durante un rato se detuvo en las fotografías que tenían en la parte de abajo, una fecha y el nombre de un sitio. A Cadavid se le ocurría decir alguna cosa, una broma ligera, un chiste como para sacudirse la opresión que el catálogo provocaba. Pero un nudo en la garganta no lo dejaba hablar. Tosía para no dejarse atropellar por esos ojos sin luz, por esas bocas medio abiertas, por esas cabelleras un poco despeinadas (Montoya, 2012: 111-112).
La descripción de los rostros en este pasaje recuerda la frontalidad de la Gorgona, reproduce el gesto arquetípico del monstruo: su cara plena ante quien la contempla. Encarar esta frontalidad del horror es lo que causa la sensación angustiosa del desgarro propio en nosotros mismos, a la vez que somos desgarrados de ella, es decir, la mirada del decapitado nos escruta de frente abriendo en nosotros el vacío que vemos en lo que nos mira, una escisión que borra los límites en nuestra realidad psíquica entre vida y muerte, y nos suspende fugazmente en un abismo de angustia absoluta, al sentir petrificada nuestra existencia. Esta situación quiere decir, acoplando criterios teóricos de Didi-Huberman ([1992] 2011), que la imagen de Gorgo, como sucede con la mayoría de imágenes, “está estructurada como un umbral” (169), su registro peculiar del límite vacilante entre “lo que somos” y “lo que ya no somos” da “forma a nuestras heridas más íntimas”
77 Barthes ([1980] 1989: 58) en su libro La cámara lúcida dice que la fotografía no puede negar que la cosa enfocada ha estado allí. Y en esto se revela una doble posición conjunta: de realidad y de pasado. Y puesto que tal imperativo solo existe por sí mismo, dice el pensador, debemos considerarlo por reducción con la esencia misma, es decir, el noema de la fotografía. Así entonces, lo que se “intencionaliza” en una foto no es ni el arte, ni la comunicación, es ante todo la referencia, que es el orden fundador de la fotografía. Por esta razón, el nombre del noema de la fotografía sería “Esto ha sido”, o también: “lo intratable” (121-122).
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