17 minute read
VII. El reencuentro
VII. El reencuentro
Pilar no dejaba de pensar en Camilo desde el mismo instante de su partida. Por mucho que lo intentaba, no conseguía apartarlo de la cabeza, y eso, que si algo le sobraba en su vida cotidiana, eran, precisamente, admiradores a quién atender y dedicar sus pensamientos. Le rondaban cada día como moscones, y no sólo los tenía en el mismo pueblo, sino que también, muchos de ellos se acercaban desde villas próximas a cortejarla... y algunos, desde ya hacía bastante tiempo. A veces, hasta le resultaban insoportables por su insistencia. En medio de estas cavilaciones, sin apenas darse cuenta, los iba analizando a todos con detalle: a la mayoría, con el natural afecto que les guardaba, tras compartir escuela y pandilla desde la infancia; a unos pocos, con absoluta frialdad; otros, le resultaban pesados en exceso; algunos, que pretendían ser agradables y atentos con ella, no pasaban de poco más que de simples conocidos; también los había simpáticos, pero... Pedro, el nieto del médico, estudiante de Medicina en Santiago, era un buen chico, educado y culto... ¡pero soso! ; Marcos Brañas, le parecía, en cambio, un fantoche y un voceras, y siempre presumiendo de que su padre era el alcalde; Roquiño, su mejor amigo, resultaba tan simpático como bruto, y se divertía mucho con él... pero nada más; Berto, que trabajaba en la carpintería con su padre, era servicial y atento... y se le veía, sin disimulo, “coladi-
Advertisement
to” por ella; Xinxo, era el guapo del pueblo, y todas las muchachas de Bande andaban locas detrás de él, pero a ella no le decía nada... y eso lo enfurecía, se le notaba; Yago, “Muy buen partido”, me decía Herminda, era hijo del Juez Comarcal, estudiaba Derecho, y se advertía a las claras su rango social, habitualmente bien vestido y pulcro, con modales correctos; “el Morriñas hijo”, tímido y discreto, sin que ella lo pudiera evitar y sin ninguna culpa por parte del muchacho, le olía a entierro...; Farruquiño ya conducía el camión de su padre, y andaba de arriba para abajo con el transporte... pero sólo sabía hablar de coches, de camiones y de su reparto; Paco, al cuidado del ganado de la mañana a la noche, no conseguía sacarse de encima aquel olor peculiar... y ella, eso no lo llevaba bien; Genarito, el sobrino del cura y su monaguillo, “o mea-pilas” le llamaban los compañeros con maldad, se le quedaba mirando embelesado cuando hablaban, como si ella fuese el mismo Jesús de sus devociones... Al final, concluía, el afilador, en sólo tres días, había logrado interesarle bastante más que los otros en muchos años de trato. En casa, su hermana Digna, la mayor, se iba a casar pronto con Arturo, carpintero de profesión y con taller propio en As Chavolas. Llevaban varios años de noviazgo, y hacían una buena pareja. Se les veía compenetrados, estables, y con suficiente madurez en su relación como para contraer matrimonio. Ya se hablaba de febrero como fecha indicada para la boda.
Consuelo y Pepiño, en cambio, son novios desde hace algo menos de un año, y de momento, parece que se entienden de maravilla. De seguir así, aún tendrán que pasar tres o cuatro años más para que su padre consienta en el casamiento. Las costumbres en el pueblo marcan ese tiempo como necesario para un enlace definitivo, y Papá Felipe, siempre había sido persona prudente y respetuosa con las tradiciones. Pilar simpatizaba bastante con sus dos posibles cuñados, cada uno en su estilo. A ella la trataban siempre con mucho cariño: Arturo solía interesarse en tono formal por sus estudios y futuros proyectos; Pepiño, le gastaba bromas continuamente, una tras otra. Ambos, la querían bien. Arturo, con cerca de treinta años, se mostraba como persona madura, responsable, ya bregada en la vida... Tosco, noble, de pocas palabras, un poco seco... Atendía, sin embargo muy amable, cualquier solicitud a su alcance que se le hiciera, y aunque con su habitual gesto serio, se le notaba, por lo general, de buen humor. Había pasado cuatro años en el Servicio Militar y le cogió de lleno la Guerra Civil. Por fortuna, salió ileso de la contienda, pero con la huella en su retina de muchas calamidades. Excelente artesano, estaba especializado en la fabricación de barriles, que los hacía de todos cuantos tamaños se pueda uno imaginar. Desde inmensas cubas para los bodegueros, hasta simples miniaturas utilizadas para licores selectos. Abastecía toda la zona del Ribeiro. A su hermana Digna se la veía complacida y segura en su compañía.
En el último cumpleaños de Pilar, Arturo le había regalado un collar de madera tan bonito, de tantos colores, que fue la envidia de todas sus amigas... y hasta Digna, se celó por no tener uno igual... Claro que, no tardó ni un par de días en recibirlo. El de ella, más elegante y adecuado, en colores marrón y crema. Pepiño, que no llega a los veintidós años, además de más joven, es completamente distinto. Alegre, jovial, siempre con chistes y bromas, prefirió acceder al puesto vacante de cartero para el Concello de Bande, que dedicarse, como la mayoría de los chicos del pueblo, al cuidado de los campos y del ganado. Tenía algo de estudios, que hubo de adquirir para acceder a Correos, y aunque modestos, le daban una pequeña cultura y una distinción que lo hacían destacar de los demás compañeros de la aldea. A Pilar le parecía, que esta condición del cartero, era lo que más le gustaba de él a su hermana.
Buen tipo, moreno, pelo revuelto, gestos nerviosos, extrovertido... Andaba con su bicicleta repartiendo el correo por los pueblos del Concello, siempre con prisas y sudoroso. Y como suele ocurrir al desempeñar ese puesto, pertenecía al escogido grupo de personajes populares de la comarca.“¡Demasiado popular!”, se quejaba Elvira celosa, sabiendo de sobra que Pepiño “se veía a diario” con todas las mozas de la zona, y que no dejaban de coquetear con él... de lo que pronto se enteraba. “¡Qué guapo está Pepiño! Ayer me contó un chiste... ¡graciosísimo!”, le co-
mentaba una amiga para “chinchar”, mientras Elvira bramaba por dentro... Pepiño, ya hacía un año, le había regalado “Mujercitas” en el día de su santo, el libro más bonito que leyó hasta ahora. “Aún eres muy pequeña para esas cosas”, le decían sus hermanas cuando hablaban de chicos. “Ya encontrarás uno por Ourense cuando te vayas a estudiar”. Y la verdad, es que de momento, Pilar nunca había pensado en nada sobre el particular, al menos en serio, a pesar de los muchos moscones que siempre llevaba alrededor. Los trataba a todos como buenos amigos: formaban parte de la pandilla, se acompañaban, compartían planes, y a veces preferían ir con ella antes que con otras chicas, porque era divertida, de fácil conversación, trato amable, y se avenía a cualquier posible entretenimiento -eso, al menos, le parecía a Pilar-. Ya fuera ir de excursión a una aldea vecina, como disfrazarse en Carnavales, o jugar a la pelota en el monte, o rezarle a San Jacobo para que todos aprobasen en los exámenes finales... Pero la buscaban también, porque les ayudó siempre en los deberes de la escuela, y con ese proceder, se había ganado su eterno afecto. No se separaban de ella desde muy niños... Sin embargo, con el paso de los años, tanto ellos como ellas, habían rebasado de largo los límites de la niñez. Los sentimientos de la pandilla, por lo tanto, empezaron a cambiar. Y los chicos mayores, con pocas excepciones, andaban medio enamoriscados de Pilar...
En aquel lunes soleado de septiembre, la aparición de Camilo en Bande, no sólo había interrumpido la monotonía cotidiana, sino que también había alterado la tranquilidad de Pilar. No se explicaba bien lo sucedido, y no sabía a ciencia cierta, si era la novedad de relacionarse con un chico desconocido, o su particular figura de afilador, o la madurez que fluía de su conversación, o la natural simpatía que mostraba en el trato... o su sonrisa irresistible... Lo cierto, es que no dejaba de pensar en él. Aún encima, para remarcar bien las diferencias mencionadas, el afilador era también muy guapo. Alto, fuerte, atlético, moreno, piel curtida por el sol, pelo negro brillante, gesto sonriente... “No había ni uno parecido en toda la comarca... Ni Xinxo que tenía tanta fama.”, se decía Pilar, convencida de sus razones. Y aunque se daba cuenta perfectamente, de que el afilador se había marchado, y de que, tal vez, no lo volvería a ver más, no por ello conseguía sacarlo de sus pensamientos ni un instante. — ¡Pilar! ¡Pilar! -le grita Pepiño desde la calle. Tienes carta de Vigo. Al oírlo desde el balcón, Pilar deja apresurada el libro que no conseguía leer, y baja las escaleras casi volando. Se acerca impaciente al cartero, y Pepiño, bromeando como de costumbre, le hace un amago de entrega y se escapa en la bicicleta unos metros... — ¡Pepiño...! - le grita Pilar enfurecida.
— ¡Calma, Pilar! Fue la “bici” que arrancó sola... ¡Uuuuy! ¡Qué coloraaaada...! –siguió Pepiño con la broma. Era carta de Camilo. Cumplía lo prometido. Se retiro nerviosa a la huerta, buscando intimidad para leerla. Fue abriendo el sobre por el camino, se sentó en el banco de piedra, y...
Srta. Dña. Pilar Silva Xuncal Bande (Ourense) Vigo, 25 de septiembre de 1943
Mi querida Pilar: Llegué hace unos días a Vigo, y aún no salí de mi asombro. No sé lo que me impresiona más: si la belleza de la ría, la enorme ciudad plagada de edificios, la multitud de gente que circula por las calles, la cantidad de barcos en el mar... o el abundante trabajo que encuentro por todos los sitios por donde me muevo, que dudo me permitan disfrutar con calma de tantas maravillas como hay aquí. Desde luego, de seguir esto así, en unos meses ahorraría tal fortuna, que no sería necesario emigrar a América, como hizo el bisabuelo Olegario. Aunque recuerda, ya te lo conté, que él reconocía siempre, que se había ido más en busca de aventura que de otra cosa. Dale las gracias a tu padre de mi parte, por la generosidad que mostró conmigo desde el primer día. No sé cómo podré pagárselo.
Aquí en Vigo, tengo mi hogar en el almacén, y duermo en un cómodo cuarto que me preparó Marcelo, el encargado. Dile a don Felipe que me trata como a un rey... bueno, de hecho, ya me llama “o rei dos afiadores”. Es un buen hombre, simpático, cariñoso, atento... y todos los días, antes de cerrar, me deja en la mesa un par de bocadillos, para que, cuando regrese de noche, encuentre algo que llevarme a la boca. El próximo domingo vamos a ir a Cangas en el barco de línea. Ya estoy ansioso aguardando el momento. En el tren conocí a un revisor, “el abuelo Nando”, que me contó un montón de historias de la Ría de Vigo: la Batalla de Rande, las leyendas de la Isla de San Simón y de las Islas Cíes... y me explicó dónde se había embarcado mi bisabuelo para viajar a América. Cuando nos veamos de nuevo, que espero sea pronto, ya te contaré con calma mis peripecias por Vigo. Aunque estoy bastante ocupado todo el día, y el trabajo me deja poco tiempo libre, me acuerdo mucho de ti, y te echo de menos, sobre todo, al final de la jornada. Tengo muy presente aquellas cenas en tu casa, la afectuosa acogida de tu familia, la sobremesa, las partidas de cartas... y tu compañía, Pilar. En casa, siento a menudo la falta de mi padre, y ahora, cuando voy por el mundo, alejado del hogar, acuso con intensa morriña las largas temporadas separado de mi madre y de mis hermanas. Pero algo ha cambiado desde que te conozco. Tu ausencia, Pilar, la percibo de una forma distinta, con una inquietud que, a veces, hasta me im-
pide dormir tranquilo. Tu recuerdo me ocupa el pensamiento, y me inunda el alma de ilusiones, soñando con tenerte cerca, y verte, y hablar... o contemplarnos en silencio, como ya ocurrió más de una vez. ¡Cuánto me gustaría pasear contigo por Vigo! A la orilla de este mar de mil colores; o por la arena de la Playa de Samil; o ir a los muelles de O Berbés a recibir a los barcos de pesca, y observar la descarga del pescado fresco; o caminar despacio por la calle del Príncipe, entre la gente, mirando las tiendas... Me consuelo pensando que con estos planes en los que sueña mi fantasía, no sé cuando iba a poder trabajar. Y lo primero es lo primero, el trabajo para atender mi casa, y también, ¿por qué no?, pensando en el futuro. Espero que algún día, ¿quién sabe cuándo?, podamos cumplir juntos estos deseos. Sería maravilloso y, en este momento, una quimera que pueda ocurrir pronto. Lo siento tan lejano, que hasta me entristece sólo el pensarlo... Pero confieso que me veo de tu mano paseando delante del mar, con el murmullo cercano de las olas, el vuelo de las gaviotas, el entrar y salir de los barcos por las Islas Cíes...
Me gustaría saber cuándo te vas a Ourense. Según me has dicho, el curso empieza en octubre, pero que irías un poco antes para buscar alojamiento, cubrir la matrícula, comprar los libros... Puedes escribirme al almacén de tu padre, pues aún estaré en Vigo, por lo menos, un mes más. ¡Ya estoy deseando recibir tus noticias!
En mi visita a Xanín, encontré a los abuelos tan envejecidos que ni siquiera me reconocieron. Las tías, en cambio, están muy bien, y me trataron con mucho cariño, insistiendo que me quedara algún día más. Antes de mi marcha, tuve que prometerles volver pronto, pero acompañado de mi madre y de mis hermanas. Se me está ocurriendo en este instante, que también yo podría acercarme a Bande un domingo de estos. Si el negocio sigue como hasta ahora, me parece que los ahorros me lo permitirán. Cojo el tren hasta Barbantes, y llegaré ahí a media mañana. Quedamos para dentro de dos domingos. ¡Espérame por el camino! No me van a pasar los días hasta que llegue el momento. Dale recuerdos a tus hermanas y a Herminda, y mis saludos agradecidos para don Felipe.
Te llevaré un obsequio. Un beso. Firmado:
Camilo
Pilar leyó una y otra vez la carta de Camilo. Se vio en su imaginación, tal como él le describía, paseando de su mano por Vigo, cerca del mar. Le iba contando, al mismo tiempo, de su estancia en Xanín, de sus andanzas por las ferias de O Carballiño y Ribadavia, de la llegada a Vigo, las historias del revisor... “¡Qué bien escribe Camilo!”, pensó Pilar con sorpresa.
— Mañana voy a Vigo. ¿Quién quiere acompañarme? Ya sabéis que hay que madrugar anuncia el padre después de la cena, con pocas esperanzas de compañía. — Voy yo, papá -contesta rápido Pilar. ¿A qué hora pasa el tren? — Si viene sin retraso, cosa que no se sabe, a las siete y media. Por lo tanto, tenemos que levantarnos a las seis, y andar con prisas. ¿De acuerdo? — Está bien, papá. ¿Y a qué hora regresa-
mos?
— Volveremos en el “exprés”, que sale de Vigo a las nueve de la tarde. Pilar estuvo inquieta todo el viaje, pensando en que ya no iban a encontrar a Camilo al llegar al almacén. Siempre salía muy temprano a trabajar, no pasaba nunca de las ocho, y la hora de llegada del tren estaba señalada para las nueve y cuarto, y eso, si no tenía retrasos. Apenas durmió en toda la noche, nerviosa por el madrugón -no se fuera a pasar la hora, ansiosa de ver a Camilo de nuevo, y preocupada de no poder estar con él. Aún encima, para agravar más la situación, iba pensando que Camilo no acostumbraba a volver a casa al mediodía, y en ese caso... Si al menos supiese dónde estaba trabajando, ella se acercaría hasta allí. Pero en una ciudad tan grande, ¡sabe Dios por dónde andaría!
Pilar bajaba tan nerviosa camino del almacén, que hasta su padre le preguntó qué le ocurría. — Papá, es que si no está Camilo, me voy a quedar sola todo el día. — ¡Ah, era eso! Seguro que Marcelo sabrá dónde poder encontrarlo. Se tranquilizó un poco con estas palabras... Pero al desembocar por la calle Colón en la Alameda, y mirar a la acera de enfrente, la cara se le iluminó con una amplia sonrisa. Una lluvia de chispas conocida, adornaba una ventana del almacén. Era Camilo. Pasaron juntos todo el día. Caminaron por los muelles delante del mar, el tranvía los llevó a Bouzas, llegaron andando hasta la playa de Samil, se mojaron los pies en la orilla, comieron unos bocadillos en el Bar Patouro, regresaron en el tranvía de Baiona, subieron al monte del Castro, pasaron por delante de varios sanatorios... — En este hospital -le explica Camilo, parándose ante la puerta principal, estoy citado mañana, a las ocho, con una enfermera vecina del almacén de tu padre. Parece que necesitan urgente de mis servicios de afilador, para poner a punto todo el material quirúrgico del centro, desde unas simples tijeras hasta los bisturís más delicados. — ¿Y qué enfermera? ¿Cómo la conociste? -pregunta Pilar... algo celosilla. — Es una señora muy simpática que vive encima del almacén de tu padre. Al verme pasar por la Alameda todos los días, una mañana, que coincidimos en los jardines, me consultó si podría
acercarme hasta allí. Quedamos para mañana. A veces, me paro a jugar a la pelota con sus dos hijos, y de paso, tengo que dejarles un rato conducir la tarazana... ayudándoles claro, que solos no podrían con ella. Doña Marina, así se llama, fue la que me descubrió una posible clientela, en la que nunca había pensado. De paso visitaré también los hospitales de la zona. — Pues a ver si tienes suerte, porque hospitales hay en todos los sitios, y pueden ser unos buenos clientes en el futuro. ¿Sabrás hacerlo bien? Las tijeras y cuchillos ya sé que sí, pero tanto los bisturís, como el resto de los instrumentos quirúrgicos, deben ser piezas muy delicados. ¡Anda con cuidado! ¡Pon atención! — No sé si podré, Pilar -le contesta, riéndose- Con las enfermeras tan guapas que debe haber, a lo mejor, se me va la vista. — Pues peor para ti. Seguro que van a ser unos clientes estupendos, y además, no te van a regatear como las amas de casa y las peixeiras... Lo único que querrán es un buen trabajo, y rápido. Así que, puedes ponerte a tontear con las chicas... Bajaron por la Gran Vía, por José Antonio -antes de la Guerra conocida por Calle Urzáiz-, y llegaron a la Calle del Príncipe; pasaron delante de la Cárcel, vieron los escaparates de las tiendas, se tomaron un pastel en la confitería Las Colonias, y luego, un helado en La Ibense. Siguieron hasta la Plaza del Capitán Carreró -antes Puerta del Sol-, y Pilar quiso pararse delante de La Villa de Paris, a curiosear las modas del
momento. Cruzaron a la acera de enfrente para seguir por Policarpo Sanz, y pasaron por El Sport, donde se exponían en sus escaparates un amplio surtido de navajas, tijeras, máquinas de cortar el pelo, navajas de afeitar... — Me gustaría regalarle a tu padre una navaja de afeitar. Esas de ahí -señalando la exposición, son alemanas, de la marca “Solingen”, dicen que las mejores del mundo. — Pero deben ser muy caras. — Lo son, ya me enteré. Pero don Felipe se merece eso, y mucho más. Al acabar la tarde, Camilo fue a despedirla a la estación, y de paso, le presentó al “abuelo Nando”, que en aquel momento, entraba de servicio en el “exprés”. — ¿De dónde eres? –le preguntó el abuelo. — Soy de Bande. — Seguro que conozco a tu familia. — Soy hija de Felipe Silva. Por cierto, ahí viene por el andén. Al verse, Felipe apresura el paso, y el “abuelo Nando” arranca rápido a su encuentro. Se abrazan efusivos un momento, y el revisor le espeta a viva voz: — ¡Serás cabronazo! ¡Vaya una hija tan guapa que tienes! Hasta en esto eres listo, coño. — ¡Ay Nandiño! Sigues tan exagerado y tan voceras como siempre. Ya sabía yo que ibas a andar por aquí trouleando. Después me buscas por el tren, que hay en la bolsa unas botellas para ti.
— ¡Estupendo! ¡Nos vemos, Felipe! -le contesta marchando al tren, y despidiéndose con la mano de los jóvenes. Camilo saludó respetuoso a don Felipe, que se interesó enseguida por su estancia en Vigo. Después de responderle que todo iba bien, el joven afilador, una vez más, le expresó su eterno agradecimiento por las numerosas atenciones recibidas, en especial la de Marcelo en aquel momento. Quedó en acercarse a Bande el próximo fin de semana, para ver a la familia, y, por supuesto, a Pilar, antes de que ésta se fuera a Ourense a empezar los estudios. Por primera vez en su vida, el afilador había abandonado su trabajo para dedicarse al ocio... bueno, al ocio no... a otra cosa.