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VII. El reencuentro Pilar no dejaba de pensar en Camilo desde el mismo instante de su partida. Por mucho que lo intentaba, no conseguía apartarlo de la cabeza, y eso, que si algo le sobraba en su vida cotidiana, eran, precisamente, admiradores a quién atender y dedicar sus pensamientos. Le rondaban cada día como moscones, y no sólo los tenía en el mismo pueblo, sino que también, muchos de ellos se acercaban desde villas próximas a cortejarla... y algunos, desde ya hacía bastante tiempo. A veces, hasta le resultaban insoportables por su insistencia. En medio de estas cavilaciones, sin apenas darse cuenta, los iba analizando a todos con detalle: a la mayoría, con el natural afecto que les guardaba, tras compartir escuela y pandilla desde la infancia; a unos pocos, con absoluta frialdad; otros, le resultaban pesados en exceso; algunos, que pretendían ser agradables y atentos con ella, no pasaban de poco más que de simples conocidos; también los había simpáticos, pero... Pedro, el nieto del médico, estudiante de Medicina en Santiago, era un buen chico, educado y culto... ¡pero soso! ; Marcos Brañas, le parecía, en cambio, un fantoche y un voceras, y siempre presumiendo de que su padre era el alcalde; Roquiño, su mejor amigo, resultaba tan simpático como bruto, y se divertía mucho con él... pero nada más; Berto, que trabajaba en la carpintería con su padre, era servicial y atento... y se le veía, sin disimulo, “coladi-