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I. El regreso

SEGUNDA PARTE

I. El regreso

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Hacía tiempo que no se veía un afilador por aquellos montes de Bande. Cuando en la limpia mañana de septiembre se oyó a lo lejos su asubío, las gentes en el campo detuvieron las labores, levantaron la cabeza, y lo buscaron por el camino entre los pinos. Subía cadencioso, pero rápido, empujando la rueda con esfuerzo, y cada poco, anunciado alegre su llegada con las notas silbantes de su chifre. “¡Un afiador!... ¡É Camilo!”, exclamaron los paisanos con sorpresa, agitando los brazos en el aire... El afilador se detuvo un instante, devolvió efusivo los saludos, y siguió su marcha asubiando con más fuerza... El campo se paralizó alborozado con el visitante, los labriegos levantaron los brazos a su paso... y hasta el viento, enroscado entre los árboles, silbaba fuerte como saludando al recién llegado... y arrastraba en su vuelo nervioso el balar de las ovejas... el mugir de las vacas en el pasto... el canto de los mirlos en el bosque... que también saludaban con regocijo… O Mouro, levantándose de la hierba como un rayo, salió ladrando enloquecido hacia el camino, y subido al pequeño muro que los separaba, esperó inquieto, sin parar ni un instante, agitando el rabo y ladrando sin cesar. Alguien muy querido llegaba...

Hasta que el afilador, ya próximo, se detuvo a un lado del sendero, y asentando la rueda en el suelo, se acercó al fin, y lo acarició con ternura. — ¿Y Monchiño? –le pregunta al perro, cogiéndolo por el hocico con las dos manos. O Mouro, después de unos ladridos quejosos, señaló con el morro a un muchacho que llegaba corriendo por el prado. — Moncho se fue a Montevideo con el tío

Benito.

— ¿Eres su hermano? — Sí, soy Roque. Camilo, recordando el encuentro de antaño, le pidió su navaja, se la afiló como entonces a su hermano... y luego, le pidió que la probara en unas hierbas, en unas ramas, en unas hojas... y Roque, encandilado, se lo agradeció con una amplia sonrisa.

Aunque Roque, de aquella era muy pequeño, se acordaba perfectamente del afilador. De su melódico asubío, y del entonado “aaaafiladooor y paragüeeeero”, que tantas veces había imitado con su hermano Moncho... y con o Mouro a la escucha, moviendo nervioso el rabo y ladrando al final de la imitación, como pidiendo que se repitiera... o tal vez reclamando la presencia de su amigoCamilo. “Roque, cuando sea mayor, me voy a ir por el mundo como el afilador”, le decía Moncho a menudo. Y así ocurrió, se había marchado hace un mes. El tío Benito, en su habitual visita del verano, se lo planteó medio en broma medio en serio, y al día siguiente, sin pensarlo más, su hermano hizo la

maleta para emigrar a Uruguay. En la despedida le dijo: “¡Roquiño, crece muy de prisa! Yo te voy a venir a buscar pronto.” Desde su marcha, Roque ya había crecido medio palmo. Se medía todas las mañanas en un manzano de la huerta, ante la preocupada mirada do Mouro, que parecía adivinar en aquel proceder un futuro incierto para él. Camilo continuó su camino hacia el pueblo, acelerando la marcha con impaciencia. Nunca el trayecto le había resultado tan largo como aquella mañana. Siguió cuesta arriba con esfuerzo, empujando una rueda desconocida, tan pesada en ese momento, que semejaba traerse a cuestas todas sus vivencias argentinas... una por una. Pasó la curva con ansias, buscó hueco entre los árboles... y ahora, ¡por fin!, ya se veía cercana la casa. Tras detenerse, se sacó el mandilón de trabajo que también usaba en los viajes, acicaló un poco sus ropas sacudiéndose el polvo, secó el sudor de la cara con un pañuelo, se peinó con cuidado, y de nuevo, echó a andar... pero tan excitado, que cada vez le costaba más arrastrar la vieja tarazana... Y en esta ocasión, rompiendo las costumbres ancestrales de un afilador, se presentaba en la entrada de la aldea en un completo silencio, sin el canto del chifre, sin su voz anunciadora en el aire, casi sin pisar en el suelo, incluso ahogando el sonido de la tarazana al rodar... Al llegar a la casa, delante del balcón, con las bonitas acacias de Pilar inundando la huerta y dándole una delicada bienvenida, detuvo la marcha, apoyo la rueda en tierra, se sacó el sombrero con cuidado, y miró al cielo un instante dando gracias.

Se santiguó con calma, y rezó a Dios una oración apresurada implorando suerte. Luego, como en éxtasis, arregló el pelo con la mano, lo peinó con rapidez, buscó algo en el bolsillo, y acercándolo a los labios, asubió las más bellas notas que nunca habían salido de su chifre...

Pilar disfrutaba de sus últimos días en Bande, a la espera de incorporarse a su primer destino como maestra. A principios de octubre, dentro de poco más de tres semanas, en Luintra, una pequeña villa del norte de la provincia ourensana, comenzaría una nueva etapa de su vida. Hasta ahora, a sus veintiún años, no había hecho otra cosa más que estudiar y aprender, además de divertirse cuanto podía. Dentro de pocas fechas, pasaría a ejercer la docencia, y se acabarían para siempre aquellas largas horas de frivolidad juvenil. Estaba preocupada e inquieta ante el cambio tan radical que se iba a producir, y no encontraba acougo con nada. Sus incesantes pensamientos no la dejaban ni un momento tranquila. A pesar de sentirse dichosa por terminar sus estudios, le invadía una enorme tristeza al verse obligada a abandonar aquel mundo estudiantil, despreocupado y sin responsabilidades, más atento a la diversión que a otra cosa, y en el que había vivido tan feliz hasta entonces. Ahora, dentro de unas semanas, cruzaría sin retorno esa línea imaginaria que separaba la juventud de la madurez. Pasaría al mundo adulto, con sus trabajos, su familia que atender, sus proyectos de

futuro, sus preocupaciones, sus obligaciones diarias...

Pero en este momento decisivo de su vida, a punto de convertirse en realidad sus viejas aspiraciones, se sentía acosada por aquel futuro desconocido que le aguardaba. Y sin embargo, aunque con el natural temor, ya deseaba incorporarse cuanto antes a su escuela. ¿Sería una buena maestra? ¿Enseñaría bien a sus alumnos? ¿Alcanzaría su respeto y consideración?... Mil dudas le venían a la cabeza, y a pesar de que se encontraba animada y segura de sí misma, no por ello dejaban de asaltarle los miedos.

Y todavía le quedaban otras novedades que afrontar, que aunque no fueran de la trascendencia de las anteriores, no dejaban por eso de agobiarla. Por primera vez en su vida iba a vivir sola, completamente sola, sin el calor del hogar paterno, y sin aquella camaradería alegre de la residencia ourensana de las monjas. En Luintra, no le esperaban ni familiares, ni amigas... ni tan siquiera, conocidos. Por añadidura, también se encontraba preocupada por la casa a donde iba a vivir, que además de ajena y desconocida, no había mediado para nada en su elección. No sabía si sería grande o pequeña, alegre o triste, qué muebles tendría, si habría huerta... Era la casa que el municipio de Luintra cedía a su maestra. Para más incertidumbre, llegaba a una aldea desconocida, muy lejos de la suya, sin nadie cercano en quién cobijarse, con gente extraña... Y también le surgían serias dudas de cómo recibirían a la nueva maestra, que venía a sustituir a la eterna doña

Encarna, toda una institución en el pueblo. La maestra que ocupaba este cargo en Luintra, jubilada hacía dos meses, debía ser muy querida en la aldea, a tenor de los comentarios y homenajes recibidos en su despedida. Y por si ya fuera poco el cambio -le había tocado en suerte, de todas las escuelas disponibles en la provincia de Ourense-, la más alejada de su hogar. Luintra era, con mucho, el pueblo más distante. Su padre, buen conocedor de aquella zona, le explicaba con detalle su ubicación en el mapa, y contestando a sus preguntas, le aclaraba, que entre el tren y el autobús de línea, tardaría casi un día en llegar desde casa. “...¡Tranquila, Pilar! Yo te acompañaré en el primer viaje. Todo saldrá bien. Conozco al dedillo aquellas tierras, tierras hermosas, ¡hija mía!, con buena gente, modesta pero honrada y trabajadora...”. También le había informado de paso, intentando animarla, que Luintra se encontraba muy cerca de Valdovento, la aldea de Camilo, el afilador... y al saberlo, algo iluminó su esperanza… ¿Por dónde andaría? Desde su traslado a Ourense para estudiar, habían vuelto a verse poco más de una docena de veces. Suficientes, sin embargo, para que a pesar de las largas ausencias, no dejara de pensar en él cada día. En el pueblo, aún le quedaban bastantes pretendientes, los más apasionados... y algunos, todavía seguían aguardándola, esperanzados en la suerte de un sí... Después de los cuatro años de estudios en Ourense, le surgieron muchos más... con títulos, con amplia cultura, con mundo y rango social, con

brillante porvenir, de las mejores familias ourensanas... con condiciones, en definitiva, muy superiores a las de los chicos de la aldea... pero tampoco conseguía ninguno de ellos hacerle olvidar a su afilador. “Volveré a por ti, Pilar, cuando sea un hombre de provecho y pueda ofrecerte el futuro que te mereces. Y estudiaré con todas mis fuerzas, para que consigas hablar conmigo de algo más que de afilar tijeras y arreglar paraguas. ¡Espérame!... y si no lo haces, también lo comprenderé.” Eso le dijo cuando se despedían en los muelles de Vigo, antes de embarcarse para América. Quedaron grabadas en su memoria palabra a palabra, sin olvidar ni cambiar ninguna. La dejó llorando, desolada... volvió a hacerlo a menudo... y sus lágrimas aumentaban con sus cartas... la última, de hace quince días, desde Buenos Aires. “Hija mía, si es un hombre honrado, trabajador, leal, y os queréis, su profesión y su condición social no importan. El amor superará cualquier contratiempo. ¡Piénsalo bien, Pilar! Si es así, no tengas dudas.”, le aconsejaba su padre, frente a los molestos comentarios sobre el afilador que la rodeaban. Sus amigas de Ourense, que por otro lado la querían mucho, la hicieron avergonzarse más de una vez, sin que ella supiera nunca cómo responder. El mismo Camilo se lo había confesado en algunas ocasiones:”No soy merecedor de tu cariño, Pilar. Un vulgar afilador y labriego como yo, ignorante y bruto, no puede aspirar a una mujer tan preparada,

tan bonita y de una categoría social tan superior. Lo razonable es que nos separemos. Te llevaré en el recuerdo para siempre." Y se fue: primero a Castilla, después al País Vasco, a la Rioja... llegó hasta Barcelona... hasta la frontera con Francia... anduvo por Portugal... y un buen día, siguiendo los andares del bisabuelo Olegario, se embarcó en Vigo con destino a las Américas.

Al despedirse, ante su insistencia por estudiar, Pilar le había dejado todos los libros de la escuela, y ya antes de irse, a veces, con prisas, le explicó alguna cosa atendiendo sus continuas preguntas. Camilo tenía inteligencia y tenacidad sobradas, pero era tanta la ignorancia que arrastraba, que le sería difícil comprender aquellos libros sin ayuda. En una de sus cartas desde Buenos Aires, le contaba que iba a una academia nocturna -menos mal, pensó-... y que ya sabía quién era Cristóbal Colón... que la Tierra era redonda... dónde se hallaban África y Asia... que multiplicaba y dividía... y muchas cosas más... Pero apuntillaba que, en cambio, a Bande y Valdovento no había forma de encontrarlos en los mapas... A veces, hasta dudaba de que aún existiesen. También declaraba de nuevo, como tantas veces, que por muchos caminos recorridos, cientos de ciudades y pueblos visitados, incluidos los de media Argentina, y después de conocer a su paso a gran cantidad de muchachas, rubias y morenas, altas y bajas, gordas y flacas... nunca había encontrado a ninguna a quién querer como a ella... ni que consiguiese hacerle olvidar a su Pilar un sólo día.

Pero su misma declaración de amor le traicionaba, porque tan pronto confesaba su creciente pasión, como en la línea siguiente se descartaba para un futuro a su lado, e insistía una vez más en que no era merecedor de su compañía, y que las enormes diferencias entre los dos se hacían insalvables. Menos práctico y más romántico, hasta la inducía, si es que aún significaba algo para ella, a que lo olvidase y atendiese a alguno de los muchos pretendientes que tenía por la aldea y por Ourense... ¡Y vaya si los tenía! Juntándolos, se podría cubrir con sus nombres todo el santoral. Sus compañeras de estudios de Magisterio la recriminaban con frecuencia por sus permanentes desdenes a los chicos. Había dejado buenas amigas en Ourense, que aunque algo tontitas, y algo “miradas”, le tenían mucho afecto, al que ella también correspondía. La habían integrado en su grupo desde el primer día. Participaba en sus paseos, en sus planes, se relacionaba con un sinfín de amistades, y por supuesto, la invitaban siempre a las muchas fiestas sociales que acostumbraban a celebrar. Cumpleaños, santos, despedidas... en casa de unas y otras... se buscaban continuamente algún motivo para organizarlas. Y como es natural, entre la escuela, las celebraciones, los familiares y amigos de la pandilla... había conocido a medio Ourense... y a muchos candidatos que allí quedaron. Entre ellos, más de un hermano de sus íntimas amigas, que aún ahora, acabado el curso y su estancia en la capital, le enviaban sus mensajes a través de las hermanas. Al encontrarse con ellas, pasado algún tiempo, le seguían preguntando: “Pilar, ¿pero aún piensas en el afila-

dor? ¡Quién nos diera a nosotras a algunos de los que desdeñas!”. Pilar ya sabía que la emigración de Camilo a Buenos Aires, no era más que una huida, un intento de olvidar un “amor imposible”, como él decía. Aunque justificase aquel viaje en repetidas ocasiones como “para hacer fortuna”, igual que su bisabuelo Olegario, ella conocía los verdaderos motivos. “... Para poder ofrecerte lo que mereces, Pilar.”, insistía. Pero siempre tuvo sus dudas, y muchas veces llegó a pensar que no volvería, conquistado finalmente por alguna bella argentina de hablar meloso, aunque él prometiese lo contrario en cada carta que escribía. Pocas personas se mantuvieron a su lado en aquel enamoramiento alocado e imparable. Su padre, Herminda, y también Elvira -mientras no se tuvo que marchar-, le hablaron con claridad de esas diferencias evidentes que había entre los dos, y sólo le pidieron prudencia y tiempo. Si después de sus años de estudio en Ourense, con la oportunidad de conocer otros ambientes, gentes distintas, relacionarse con chicos de superior nivel cultural y social... seguía pensando de la misma forma, y asumía la situación... ¿por qué no? Pero para entonces, ¿en dónde estaría Camilo?, se preguntaba Pilar cada día, dudando de todo... ¿En dónde estaría ahora?... ¿Por qué caminos andaría con la rueda en aquel momento?... ¿Seguiría en Buenos Aires?... ¿Ya no volvería más?... A diario le rezaba a San Antonio... aunque sus continuas plegarias iban a veces faltas de fe. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, y a pesar de los vaive-

nes de su ánimo, algo le decía muy adentro que regresaría cualquier día de aquellos... ¡De pronto!... ... Las notas silbantes de un chifre irrumpieron poderosas en el aire, la levantaron en vilo del sillón en el que meditaba, la asomaron un instante al balcón, y la llevaron en volandas escaleras abajo... con inmensa locura... y al llegar a donde aguardaba, uno enfrente del otro... se abrazaron en silencio... y lloraron de alegría.

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