Local - Artístico - Independiente Enero 2020 - El Chaltén Santa Cruz - Número 48 EDITORIAL
E
l Japón o Nihon durante el período Edo permaneció cerrado al exterior por casi doscientos años. Durante esta época que algunos pueden considerar nefasta, logró una identidad única no solo en relación con occidente sino también con el resto de los países de ascendencia mongol. En 1853 comienza la Era Meiji, de apertura. Más allá de la gran influencia que ejerce la cultura europea y norteamericana en este estado insular, muchos de sus historiadores demarcan cómo ese nuevo conocimiento de lo distinto provocó una identificación con su propia cultura. Es decir, que Japón no se sabía distinto hasta que no se enfrentó a lo distinto. La confrontación con culturas tan diversas, logró una propia identificación consigo mismo. Como admite Lewis Karl en su libro El hombre como centro de la historia: “Quien nunca ha entrado en contacto con alguien diferente y ajeno, tampoco sabe lo que es él mismo. Tal contacto provoca dos cosas: comparación con y distinción de, pues sólo lo desigual o distinto admite comparación.” Es en ésta era que la pintura japonesa comienza a definirse como tal. Hasta ese momento solo se utilizaba para ornamentar objetos de uso cotidiano y es con el contacto con el arte europeo que se traslada al lienzo. En este dibujo el autor, para mí anónimo, representa con una técnica exquisita la llegada de la primavera en donde la protagonista, vestida con un kimono tradicional, se hace parte de la naturaleza con su color y movimiento. El viento no solo desplaza las flores, sino que la hace tambalear obligándola a sostener con fuerza el tronco. Como si fuera una flor más que intenta no dejarse llevar vaya a saber uno adónde. A su vez, uno de sus brazos parece entregarse al aire que la rodea casi acompañando el sentido de la tela que parece rescatar. Quizá el verdadero sentido del viento cuando nos rodea no sea tanto el dejarse llevar libremente como decía nuestro amigo Dylan, sino en encontrar el equilibrio entre ser parte de esa naturaleza y a la vez estar plantados, como una delicada flor de cerezo. Quizá el conocimiento del otro no sea más que una forma de encontrar ese equilibrio que no nos centra en nosotros mismos pero que tampoco deja nuestra existencia atrapada en la de los demás. Página 1