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CRÍTICA / INVENCIÓN VARIA / Aguascalientes, México. DICIEMBRE 2019 / Año10 No. 159

Don Juan y el fin del mundo Especulación acerca de por qué no nos importa la crisis ambiental Jorge Alfonso Chávez Gallo Y tú irás hasta el fin, y reposarás, y te levantarás para recibir tu heredad al fin de los días. Daniel 12:13 Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Apocalipsis 21:1

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na de las principales aportaciones del cristianismo a la cultura (y una de las más nocivas) es la propagación1, que no la invención, de la idea del fin del mundo: que una catástrofe final cerrará el curso de la historia, que una conflagración universal habrá de clausurar definitivamente el tiempo de los hombres para dar paso a una eternidad que separará a los justos de los malvados. Entre tanto, el mundo fue convirtiéndose en el permanente campo de batalla de unos justos contra otros. La idea se ha vuelto popular precisamente en esa versión en la que se acompaña de la expectativa de un mundo mejor que éste que quedaría clausurado para siempre con sus incertidumbres y con sus constantes amenazas (por supuesto, los promotores de la idea se han ubicado siempre a ellos mismos del lado de los que gozarán esa eternidad). Pero, independientemente de que en la historia se la haya pensado así, o no, otra versión es concebible: una en la que el mundo se derrumba, y listo, no hay nada después. Parece claro que esta versión no habría podido volverse tan popular como la otra. ¿A quién le agrada 1 Parece que el aciago invento ha de atribuirse al autor del libro de Daniel, alrededor del año 167 antes de nuestra era, en los inicios de la revuelta del sector conservador del pueblo judío contra la helenización impulsada por el imperio de Alejandro. La idea de un más allá o incluso de un paraíso supraterrenal es mucho más antigua, los faraones del antiguo Egipto fueron los primeros en asegurarse un pasaje de ida al más allá, luego la idea se popularizó y se mezcló con la concepción del mundo como escenario de una guerra entre el Bien y el Mal (que se remonta, a su vez, hasta Zaratustra, por ahí del 1,200 antes de nuestra era), y entonces se volvió requisito de ingreso estar del lado del Bien. La gestación del cristianismo, que abarca al menos un par de siglos (suponiendo que iniciara con Jesús de Nazaret), consiste en gran medida en la mezcolanza de estos y otros ingredientes sobrenaturales. Para una extensa exposición de los ires y venires de estas ideas léase la Historia de las creencias contada por un ateo, de Matthew Kneale (Taurus, 2014).

pensar no ya meramente en su propia aniquilación, sino en la de la entera estirpe de los hombres? Habría que pensar que el éxito de la idea del fin del mundo se debe más a este anexo ultraterrenal que a ella misma, y que ella ha servido, paradójicamente, para evitarnos pensar en esa aniquilación cuya concepción difunde; que la aparente inminencia del fin de este mundo ha servido únicamente para alimentar el anhelo de otro mundo. Acaso también la idea de un más allá dichoso demandaba ya la otra idea de la erradicación de este infeliz más acá. Por supuesto, la idea del fin del mundo ha tomado diversas formas a lo largo de la historia, y en tiempos recientes se ha secularizado, aunque este proceso no necesariamente implique su separación de la parte mesiánica (como ilustraron, durante el siglo pasado, la perspectiva marxista de la revolución o la promesa del Nazismo de una era dorada2). Lo que se espera ya no es el juicio final imaginado por Platón y divulado por la Iglesia Católica, sino el inicio de una era en la que la humanidad por fin encuentra la forma de vivir felizmente en la tierra, o al menos en paz: una vez evaporado el celoso propietario del Edén, los humanos pueden colarse de nuevo en él (y en una de esas, ahora sí comer aunque sea un poco del fruto del otro árbol, el de la Vida, y ser por fin como los dioses ausentes —gracias no ya a la gracia divina, sino al dominio tecno-científico del mundo). El asunto es que, al parecer, estamos tan acostumbrados a pensar la idea del fin del mundo tan sólo como periodo de transición hacia algo mejor, como una crisis devastadora, sí, pero pasajera y conducente a algo mejor, que su torva mirada nos espanta a la vez que nos resulta esperanzadora. Quizás por eso nos mostramos tan tranquilos ante la amenaza real de un fin del mundo que representa la crisis ambiental actual (que en realidad tiene ya más de medio siglo, pero nos hemos empeñado en mirar hacia otro lado). No parece atemorizarnos o no tanto como debería, puesto que, por ejemplo, seguimos pariendo inocentes para el sacrificio (a estas alturas, en efecto, ¿qué padres no son a la vez victimarios de su prole?); puesto que seguimos viviendo como si nada ocurriera... 2

Para un análisis extenso de los alcances del pensamiento apocalíptico o el milenarismo desde la Ilustración hasta los inicios del siglo XXI, léase Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía, de John Gray (traducción de Albino Santos Mosquera, editorial Sexto piso, 2017).

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Pues bien, esa es la visión optimista del asunto, si puede decirse así: como los perros de Pavlov, cuando escuchamos las trompetas horrísonas del fin del mundo la promesa de un mundo mejor nos hace agua la boca. Así, según esto, mientras contemplamos la catástrofe ambiental salivamos inadvertida e inevitablemente por un mundo mejor... (¿el planeta Marte, quizás?). Cabe pensar en otra forma, menos alegre, de apreciar lo que sucede, a saber, que en el fondo deseamos que este mundo inicuo y atroz termine de una vez por todas. Esta realidad es incapaz de brindarnos bienaventuranza, parece incluso usar ese señuelo tan solo para divertirse a nuestra costa. ¿No sería una justa revancha su devastación, incluso aunque nosotros también caigamos hechos polvo? Más aún, ¿no es mejor no haber venido a este mundo en absoluto? ¿Y no sería su final estrepitoso, por ende, una justa retribución para todas sus víctimas? Fue Nietzsche quien supo olfatear este resentimiento en la propagación del cristianismo (y habría que agregar sus derivados y similares): un odio callado contra el mundo, un resentimiento que cultiva meticulosamente su venganza es lo que encuentra su cauce y difusión en el modo cristiano de pensar y hacer apetecible la nada (nihil) misma, la aniquilación. Coda: Así que, en resumen, somos como adictos al tabaco: sabemos que hacer esto (quemar petróleo, usar diversos plásticos, fumar, etcétera) nos traerá consecuencias negativas; sabemos que muy probablemente será lo que termine por matarnos, pero de aquí a entonces se siente rico («¡Cuán largo me lo fiáis!»3, decía Don Juan ante las advertencias de su condenación). ¿Será pues que no hemos sido capaces de separar la promesa de felicidad de la idea de la catástrofe, y por eso no podemos dejar de llenarlo todo de humo? O bien, ¿será que a cada bocanada saboreamos nuestra propia aniquilación, y el sabor amargo del humo que tanto disfrutamos es el de una venganza discretamente anhelada? En fin, ¿podremos librarnos todavía de nuestros sucios, pero placenteros, hábitos? ¿Queremos? ¿O, como a Don Juan, nos ha condenado ya nuestra lascivia? 3 En el clásico Don Juan Tenorio, de José Zorrilla.

CONTENIDO: Don Juan y el fin del mundo. Especulación acerca de por qué no nos importa la crisis ambiental JORGE ALFONSO CHÁVEZ GALLO Guadalupanismo: ¿un mecanismo de control o simplemente fe? ALEXIS RICARDO SÁNCHEZ MARMOLEJO CARLOS ANDRÉS PÉREZ HERNÁNDEZ Fe trascendente y desconfianza intramundana PÁVEL ERNESTO ZAVALA MEDINA Alt/guardar SALVADOR GALLARDO CABRERA Muerte y finitud: la víspera del Año Nuevo. GABRIELA MARTÍNEZ ORTIZ


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