CRÍTICA / INVENCIÓN VARIA / Aguascalientes, México. DICIEMBRE 2019 / Año10 No. 159
Don Juan y el fin del mundo Especulación acerca de por qué no nos importa la crisis ambiental Jorge Alfonso Chávez Gallo Y tú irás hasta el fin, y reposarás, y te levantarás para recibir tu heredad al fin de los días. Daniel 12:13 Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Apocalipsis 21:1
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na de las principales aportaciones del cristianismo a la cultura (y una de las más nocivas) es la propagación1, que no la invención, de la idea del fin del mundo: que una catástrofe final cerrará el curso de la historia, que una conflagración universal habrá de clausurar definitivamente el tiempo de los hombres para dar paso a una eternidad que separará a los justos de los malvados. Entre tanto, el mundo fue convirtiéndose en el permanente campo de batalla de unos justos contra otros. La idea se ha vuelto popular precisamente en esa versión en la que se acompaña de la expectativa de un mundo mejor que éste que quedaría clausurado para siempre con sus incertidumbres y con sus constantes amenazas (por supuesto, los promotores de la idea se han ubicado siempre a ellos mismos del lado de los que gozarán esa eternidad). Pero, independientemente de que en la historia se la haya pensado así, o no, otra versión es concebible: una en la que el mundo se derrumba, y listo, no hay nada después. Parece claro que esta versión no habría podido volverse tan popular como la otra. ¿A quién le agrada 1 Parece que el aciago invento ha de atribuirse al autor del libro de Daniel, alrededor del año 167 antes de nuestra era, en los inicios de la revuelta del sector conservador del pueblo judío contra la helenización impulsada por el imperio de Alejandro. La idea de un más allá o incluso de un paraíso supraterrenal es mucho más antigua, los faraones del antiguo Egipto fueron los primeros en asegurarse un pasaje de ida al más allá, luego la idea se popularizó y se mezcló con la concepción del mundo como escenario de una guerra entre el Bien y el Mal (que se remonta, a su vez, hasta Zaratustra, por ahí del 1,200 antes de nuestra era), y entonces se volvió requisito de ingreso estar del lado del Bien. La gestación del cristianismo, que abarca al menos un par de siglos (suponiendo que iniciara con Jesús de Nazaret), consiste en gran medida en la mezcolanza de estos y otros ingredientes sobrenaturales. Para una extensa exposición de los ires y venires de estas ideas léase la Historia de las creencias contada por un ateo, de Matthew Kneale (Taurus, 2014).
pensar no ya meramente en su propia aniquilación, sino en la de la entera estirpe de los hombres? Habría que pensar que el éxito de la idea del fin del mundo se debe más a este anexo ultraterrenal que a ella misma, y que ella ha servido, paradójicamente, para evitarnos pensar en esa aniquilación cuya concepción difunde; que la aparente inminencia del fin de este mundo ha servido únicamente para alimentar el anhelo de otro mundo. Acaso también la idea de un más allá dichoso demandaba ya la otra idea de la erradicación de este infeliz más acá. Por supuesto, la idea del fin del mundo ha tomado diversas formas a lo largo de la historia, y en tiempos recientes se ha secularizado, aunque este proceso no necesariamente implique su separación de la parte mesiánica (como ilustraron, durante el siglo pasado, la perspectiva marxista de la revolución o la promesa del Nazismo de una era dorada2). Lo que se espera ya no es el juicio final imaginado por Platón y divulado por la Iglesia Católica, sino el inicio de una era en la que la humanidad por fin encuentra la forma de vivir felizmente en la tierra, o al menos en paz: una vez evaporado el celoso propietario del Edén, los humanos pueden colarse de nuevo en él (y en una de esas, ahora sí comer aunque sea un poco del fruto del otro árbol, el de la Vida, y ser por fin como los dioses ausentes —gracias no ya a la gracia divina, sino al dominio tecno-científico del mundo). El asunto es que, al parecer, estamos tan acostumbrados a pensar la idea del fin del mundo tan sólo como periodo de transición hacia algo mejor, como una crisis devastadora, sí, pero pasajera y conducente a algo mejor, que su torva mirada nos espanta a la vez que nos resulta esperanzadora. Quizás por eso nos mostramos tan tranquilos ante la amenaza real de un fin del mundo que representa la crisis ambiental actual (que en realidad tiene ya más de medio siglo, pero nos hemos empeñado en mirar hacia otro lado). No parece atemorizarnos o no tanto como debería, puesto que, por ejemplo, seguimos pariendo inocentes para el sacrificio (a estas alturas, en efecto, ¿qué padres no son a la vez victimarios de su prole?); puesto que seguimos viviendo como si nada ocurriera... 2
Para un análisis extenso de los alcances del pensamiento apocalíptico o el milenarismo desde la Ilustración hasta los inicios del siglo XXI, léase Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía, de John Gray (traducción de Albino Santos Mosquera, editorial Sexto piso, 2017).
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Pues bien, esa es la visión optimista del asunto, si puede decirse así: como los perros de Pavlov, cuando escuchamos las trompetas horrísonas del fin del mundo la promesa de un mundo mejor nos hace agua la boca. Así, según esto, mientras contemplamos la catástrofe ambiental salivamos inadvertida e inevitablemente por un mundo mejor... (¿el planeta Marte, quizás?). Cabe pensar en otra forma, menos alegre, de apreciar lo que sucede, a saber, que en el fondo deseamos que este mundo inicuo y atroz termine de una vez por todas. Esta realidad es incapaz de brindarnos bienaventuranza, parece incluso usar ese señuelo tan solo para divertirse a nuestra costa. ¿No sería una justa revancha su devastación, incluso aunque nosotros también caigamos hechos polvo? Más aún, ¿no es mejor no haber venido a este mundo en absoluto? ¿Y no sería su final estrepitoso, por ende, una justa retribución para todas sus víctimas? Fue Nietzsche quien supo olfatear este resentimiento en la propagación del cristianismo (y habría que agregar sus derivados y similares): un odio callado contra el mundo, un resentimiento que cultiva meticulosamente su venganza es lo que encuentra su cauce y difusión en el modo cristiano de pensar y hacer apetecible la nada (nihil) misma, la aniquilación. Coda: Así que, en resumen, somos como adictos al tabaco: sabemos que hacer esto (quemar petróleo, usar diversos plásticos, fumar, etcétera) nos traerá consecuencias negativas; sabemos que muy probablemente será lo que termine por matarnos, pero de aquí a entonces se siente rico («¡Cuán largo me lo fiáis!»3, decía Don Juan ante las advertencias de su condenación). ¿Será pues que no hemos sido capaces de separar la promesa de felicidad de la idea de la catástrofe, y por eso no podemos dejar de llenarlo todo de humo? O bien, ¿será que a cada bocanada saboreamos nuestra propia aniquilación, y el sabor amargo del humo que tanto disfrutamos es el de una venganza discretamente anhelada? En fin, ¿podremos librarnos todavía de nuestros sucios, pero placenteros, hábitos? ¿Queremos? ¿O, como a Don Juan, nos ha condenado ya nuestra lascivia? 3 En el clásico Don Juan Tenorio, de José Zorrilla.
CONTENIDO: Don Juan y el fin del mundo. Especulación acerca de por qué no nos importa la crisis ambiental JORGE ALFONSO CHÁVEZ GALLO Guadalupanismo: ¿un mecanismo de control o simplemente fe? ALEXIS RICARDO SÁNCHEZ MARMOLEJO CARLOS ANDRÉS PÉREZ HERNÁNDEZ Fe trascendente y desconfianza intramundana PÁVEL ERNESTO ZAVALA MEDINA Alt/guardar SALVADOR GALLARDO CABRERA Muerte y finitud: la víspera del Año Nuevo. GABRIELA MARTÍNEZ ORTIZ
Guadalupanismo:
¿un mecanismo de control o simplemente fe? Alexis Ricardo Sánchez Marmolejo1 / Carlos Andrés Pérez Hernández2
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ara los mexicanos la fiesta de la Virgen de Guadalupe es la más importante a nivel nacional. Cada 12 de diciembre millones de mexicanos realizan peregrinaciones utilizando diferentes medios de transporte, sea en automóvil, camión, bicicleta o caminando, desde distintas partes de México que tienen como objetivo llegar a la Basílica del Tepeyac, un lugar de culto donde se encuentra la imagen de la ‘Guadalupana’, a quien se le ha atribuido ser la madre de todos los mexicanos. Pero estas largas peregrinaciones que hacen los creyentes tienen un motivo: normalmente realizan una “manda” a la Virgen porque se encomendaron a ella en alguna dificultad que les ayudó a superar. Esto significa realizar un sacrificio físico que simbolice agradecimiento, devoción y los haga sentir en paz. Sin embargo, para el grupo de no creyentes esto refleja la ignorancia del pueblo mexicano, asegurando que esta divinidad fue una creación española durante el proceso de conquista para mantener el control de los indígenas mexicanos. Ante esta afirmación, un texto del filósofo Bolívar Echeverría, El guadalupanismo y el ethos barroco en América, nos sirve para profundizar sobre esta cuestión. Aquí se exponen ciertos aspectos que causan curiosidad sobre la aparición de la Virgen de Guadalupe al indio macehual Juan Diego: 1. El deseo de aparecerse en el lugar de culto de Tonantzin y pedir que fuese allí donde se construyera su santuario. 2. La decisión de aparecerse ante un indio pobre y sencillo que recientemente se había convertido al cristianismo, y no a un miembro conocido de la nobleza indígena. 3. Su autodefinición como madre compasiva de indios y españoles. 4. La decisión de plasmarse como imagen en la tilma de Juan Diego. Pero lo que tiene una carga metafórica que podría conjuntar estos puntos es el hecho de las flores de castilla, las cuales se hicieron presente en el Cerro del Tepeyac, ‘una loma dónde apenas florecían arbustos y matorrales’, tal como lo relata el Nican Mopohua, atribuido a Antonio Valeriano, sabio indígena y aventajado discípulo de fray Bernardino de Sahagún, este acontecimiento dio fundamento a las apariciones de la Virgen de Guadalupe y significó el inicio de la conquista espiritual europea frente a la religiosidad de los pueblos originarios. Recordemos que el objetivo de la conquista por parte de españoles a las tribus indígenas de México era hacerse de su territorio y riquezas, además de eliminar sus creencias en diversos dioses, llevando a los territorios nuevos ‘la verdadera religión’, para lo cual ordenaron traer frailes que se encargaran de educar a los indios y convertirlos al cristianismo. Sin embargo, esto no fue de forma pacífica, sino que la violencia fue un factor determinante para lograr su cometido. Incluso los europeos creían que los nuevos individuos a los que se enfrentaban carecían de alma, los consideraban animales incapaces de sentir. Este hecho lo refleja la Junta de Valladolid, donde el filósofo Ginés de Se1 Para contacto con el autor: alexismarmolejo32@outlook.com 2 Para contacto con el autor: carand9011@gmail.com
púlveda defendía el dominio español y aseguraba la inferioridad de los naturales, y Fray Bartolomé de las Casas, quien defendía sus derechos humanos. Cuando el indio Juan Diego se le presenta al Obispo de México, Fray Juan de Zumárraga, la impresión en la tilma, tela hecha de fibras de maguey dónde se apareció la imagen de la Virgen, se hizo ver seguido de un gran número de rosas de Castilla, tal como se ha mencionado con anterioridad. Ante esto, mucho se dice acerca de que dicho suceso ha sido para manifestar la supremacía del conquistador sobre el conquistado, de que usando la religión es cómo se controla a la población. Pero sucede algo distinto con el milagro de la Virgen de Guadalupe. Y es que ante las opiniones de quienes siendo no creyentes indican que sólo ha sido un ardid para que se haya podido controlar a una población que se estaba cansando de los españoles, por motivo de que se hayan apropiado sus pertenencias y que el culto a sus deidades estuviera estrictamente prohibido, el milagro que se manifestó en ese trozo de tela tiene relevancia para la fe, así como para el sentido estético y de cohesión social. Cuatro hechos son significativos para la aparición de la Virgen y que nos hacen pensar acerca de su veracidad: 1. La tilma tiene cualidades que son prácticamente imposibles de reproducir por el ser humano. Al ser de una consistencia áspera y rugosa, la tilma no presenta las condiciones pertinentes para
que se pudiera plasmar ahí pintura, siendo que la tilma de la Virgen es suave en donde se encuentra su imagen y en los lugares en dónde no, sigue siendo áspera, además de que el paso del tiempo ha tenido que dañarla, a lo que no hay una explicación. 2. Se dice que es sólo una pintura, pero la ciencia ha dicho lo contrario. El paso del tiempo es uno de los factores para que una pintura pierda sus tinturas si es que se trata de una réplica o de falsificación. Así mismo, el pintor novohispano Miguel Cabrera escribió un texto dónde indica la dificultad de recrear imágenes incluso en las mejores superficies. 3. Las diversas características mostradas en la tilma. Elementos que indican que la mujer representada en la imagen está encinta (el cordón sobre su vientre y la Nahui Ollín, símbolo del Sol y de la plenitud) y los ojos de la virgen, dónde, al realizar estudios, presenta los movimientos de una retina humana viva, y en los que se encuentra plasmado la imagen de un varón, el Obispo de México, Juan de Zumárraga. 4. Parece ser indestructible. Tras ser vaciado accidentalmente ácido y de haber estallado dinamita cerca de la tilma, esta no sufrió daño alguno, así como el vidrio que la protegía. A pesar de estos hechos, queda la incertidumbre y la duda de lo que representa el guadalupanismo, ¿es meramente una progresión de discursos enfocados a la conquista espiritual de los indígenas? o ¿representó la Virgen de Guadalupe para los indígenas un reencuentro con sus raíces, con el culto que ofrecían a una deidad denominada Tonantzin? Lo cierto es que este acontecimiento transformó al cristianismo ortodoxo, convirtiéndose así en lo que hoy conocemos como catolicismo mexicano, dotado de danzas, peregrinaciones y demás costumbres ancestrales que parece conjuntar la cultura española y las prehispánicas, conformando así nuestra identidad mexicana y nuestra cultura mestiza, expresadas en el gran valor artístico que se deriva y de la amplia gama de la manifestación de la religiosidad popular en nuestro país.
Fe trascendente
y desconfianza intramundana Pável Ernesto Zavala Medina
“D
ios y hombre son contrarios”, sostiene Ludwig Feuerbach en sus Escritos en torno a La esencia del cristianismo, en los que comienza analizando a la fe del protestantismo luterano que, en su opinión, tiene una concepción muy pobre del hombre: “La nulidad del hombre es el presupuesto de la esencialidad de Dios; afirmar a Dios significa negar al hombre, honrar a Dios despreciar al hombre, alabar a Dios denostar al hombre. La majestad de Dios se funda únicamente en la bajeza del hombre; la bienaventuranza divina, en la miseria humana; la sabiduría divina, solamente en la necedad humana; el poder divino, en la humana debilidad.”1 La tesis de Feuerbach sostiene que la esencia del cristianismo, y de toda otra forma de religiosidad, radica en la esencia de los sentimientos humanos, el secreto de la teología está en la antropología: para comprender a Dios, hay que entender primero al hombre.
1 Feuerbach, Ludwig, Escritos en torno a La esencia del cristianismo, 1ª reimp.), España, Editorial Tecnos, 1993 (2001), p. 5.
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Y sin embargo, para Feuerbach resulta desconcertante que el luteranismo rebaje tanto al hombre, disolviendo en él cualquier virtud o valor, y poniendo todo lo valioso únicamente en Dios. La consecuencia de esto es que del hombre sólo se puede esperar lo peor: las traiciones, las decepciones, las faltas, los vicios y los crímenes, son obra del ser humano. Ante tal concepción antropológica, ¿cómo se puede confiar en las personas?, ¿cómo esperar de ellas algo más que decepciones y traiciones? La respuesta, he aquí la hipótesis del presente texto, se encuentra en un concepto teológico: la fe. Para poder confiar en alguien primero es necesario tenerle fe. Hasta ahora la fe ha permanecido dentro del campo semántico de lo trascendente y lo sagrado: se ha asociado con una entidad transmundana, toda perfección y grandeza. Y esa es, precisamente, la razón por la cual no es posible tener fe en los humanos, y en consecuencia, no se puede, en el fondo, confiar en ellos. Y es que resulta muchos
más fácil tener fe, y por ende confianza absoluta, en un ser que resulta constante e infalible que en seres mudables y falibles. Que dios es constante e infalible no es evidente a partir de esa oscura, densa e ininteligible teología pseudo filosófica de la Baja Edad Media, sino de uno de aquellos fragmentos veterotestamentarios, verdaderos testimonios de la sensibilidad y espiritualidad de pueblos mucho más vulnerables que los que habitamos actualmente el planeta, fragmentos considerados sapienciales, y que rezan: “El señor es mi pastor, con él nada me faltará; a prados de fresca hierba me conduce. Aunque ande por caminos oscuros, no temeré ningún mal, pues él está conmigo.” He ahí el motivo de que los seres humanos no puedan tener fe en otros seres humanos y que se decepcionen tan fácilmente. En ese pequeño fragmento se hace patente que no importa qué tan mal lo esté pasando una persona, en tanto tenga fe llegará, al final, a un buen lugar, habrá un bien esperando para él o ella del otro lado de la tormenta. Y no importa si esos pesares y males duran el resto de su vida, ya que el reino de Dios no es de este mundo, y cuando sostiene que Él guiará a sus devotos a campos de fresca hierba no significaba que fuera en este
mundo o en esta vida, sino en una vida posterior, en una realidad transmundana. En otras palabras, Dios nunca decepcionará, nunca fallará, sea en esta vida o en la otra, Él cumplirá su palabra con sus devotos. Con los seres humanos es harina de otro costal: los seres humanos pueden fallar, pueden romper sus promesas, sus votos, pueden decepcionar y traicionar la confianza que depositamos en ellos en cualquier momento. Y la decepción es más evidente si se tiene como punto de comparación a un ser absolutamente infalible como Dios. Tener fe en Dios atenúa la capacidad de tener fe y confianza en los seres humanos, hace a las personas desconfiadas y las lleva a buscar atar a los otros a sus promesas y sus palabras por temer a la decepción: el derecho y sus contratos, con sus castigos y amenazas serían el instrumento por el que nos aseguramos de que el otro no nos traicione y cumpla con su palabra, el derecho es el sucedáneo de la fe que no le tenemos a los seres humanos. De lo anterior se desprende que quien carezca de fe en un ser trascendente, sea capaz de poner toda su fe en los seres humanos que le rodean, una fe rayana en la infinitud. La confianza puede perderse
con el primer viento adverso, con la primera vacilación o duda; la fe no, esta persiste, persevera, no se rinde: cristianos y judíos son los testimonios perfectos de esto último, pues ambos pueblos llevan siglos esperando la salvación y la redención del mundo, y aunque los siglos de espera se sigan amontonando, no parece factible que abandonen sus esperanzas. Pero la fe también puede perderse, necesita límites, pues de no tenerlo dejaría de ser una actitud sana y se convertiría en un vicio. ¿Cuándo se pierde la fe en una persona? No al primer error, pues, como dijera Aristóteles y la sabiduría popular, una golondrina no hace primavera. La fe en los seres humanos se pierde cuando la decepción es constante, cuando el error es una constante y no una mera variable ocasional, cuando es incesante y no un caso azaroso. Sólo entonces la fe se pierde. Es preferible arriesgarse y tener fe en los seres humanos, quienes pueden decepcionarnos o pueden maravillarnos, que esperar a una vida más allá de este mundo, que sigue siendo un supuesto y no una certeza, para poder descubrir si Dios es digno de confianza o no.
Alt/guardar
dominación. La hermenéutica de las tecnologías del yo, emprendida por Michel Foucault, mostró cómo se emplazaba la memoria dentro de los procedimientos del examen introspectivo en la apertura del espacio para el cuidado de sí mismo. El examen de sí incluía un recuento de lo que se había hecho durante el día, de lo que tendría que haber sido hecho y de su comparación. Era una introspección conectada con el afuera; no era cerrada como sí lo sería la cristiana. En la tradición pitagórica –retomada por Peter Handke el año que pasó en la bahía de nadieese recuento servía como filtro de purificación; permitía dormir bien y tener buenos sueños. Handke: “... yo imaginaba que, con este mirar hacia atrás con el pensamiento, en lugar de cambiar de raíz, que es lo que tal vez Pitágoras tenía en mente, lo que ocurriría sería que veríamos cómo estábamos hechos”. Muchos estoicos trenzaron el recurso mnemotécnico con la escritura: los “pensamientos” de Marco Aurelio pueden leerse como el recuento nocturno de un día que abarca toda una vida. La escritura se convirtió en un ejercicio de re-flexión; permitía conducir la mirada hacia atrás y retroceder. Tal ejercicio se volvió regla en diversas sectas –en la antigüedad grecorromana la filosofía era cosa de sectas. Fue un paso extraño, pues las reglas distraen del fin que está tras ellas y privilegian el cumplimiento irreflexivo de tal o cual ejercicio. El fin primordial queda desplazado por la observación de las reglas; el cuidado de sí se dilata en su cumplimiento. Aparece entonces como una digresión en el curso de una vida; no se sabe ya qué significa uno mismo en tanto que objeto de cuidado. En algunos periodos resultaba contradictorio conocerse y cuidarse uno mismo y hacerse, a la vez, de los medios por los que el cuidado de uno mismo pudiera conducir a una técnica de gobierno de los otros. Para los cínicos y muchos estoicos las reglas de la vida en sociedad eran convenciones –esa convicción surgiría también en la Roma imperial: Marco Aurelio tenía el deber de asistir al Circo y lo cumplía “como ciudadano y romano”, pero siempre se cuidaba de llevar algo que leer. La autodisciplina significó la apertura de un nuevo espacio después de la crisis provocada por la desaparición de la dimensión socio-política y ética de la polis ante la anomalía macedonia. La heroicidad de la libertad autárquica en vez de la heroicidad de la libertad en la pertenencia, propia de la Grecia clásica. El nexo entre el sabio y la ciudad se
había roto. El trabajo sobre uno mismo semejaba un refinamiento de locos sagrados. Los cínicos, por ejemplo, se remontaron hasta la Edad de Oro para imaginar de nuevo la vida reunida: allí no existía la escritura y la memoria no podía ir más atrás. “Al sabio los siglos le sirven como a un dios”, escribió Séneca en De la brevedad de la vida. El tiempo que ha pasado es recogido por el sabio con el recuerdo. El porvenir puede disponerlo; y el tiempo presente, lo emplea. Por medio de esta utilización del tiempo el sabio queda exento de las leyes del género humano, rompe sus estancias temporales, fusiona todos los tiempos en uno y hace de esa fusión una técnica para alargar su vida. No porque viva muchos años sino porque vive su vida desde un tiempo único. Mas para los estoicos el modelo del sabio es pura virtualidad; los sabios son una especie muy rara. Cuando Séneca hace memoria del estoicismo sólo encuentra dos o tres. El sabio estoico vive cada día como si fuera el último de su vida; tal como un legionario del Ala III Thracum en campaña. Sólo que el esfuerzo que hace el sabio estoico sobre sí mismo no desemboca en un ensanchamiento, sino, como observa Paul Veyne, conduce a un estado de reducción, a una dicha sin deseo, a una seguridad sin fallas, a una fortaleza, sí, pero vacía. ¿Qué se puede recordar y escribir en el vacío? Según los grandes retóricos la escritura contenía las raíces y fundamentos de la elocuencia; sin su ejercicio el orador sólo produciría vana locuacidad y palabras como nacidas de los labios. Pero para la época del imperio, en Roma, la retórica era ya un arcaísmo social, un dispositivo vacío. En su escritura desde el último día, Marco Aurelio agradece a los dioses por “no haber avanzado más en retórica y en otras disciplinas que me habrían estancado si hubiera sentido que progresaba en ellas”. La sinceridad heroica existía en las palabras y en los discursos pero no se sustentaba ya en la retórica. Era imprescindible anteponer a la retórica la práctica de la filosofía. Y la filosofía era el estoicismo. Mas ¿cómo se antepone un vacío a otro? Entonces, el cuidado de sí no implicaba una transformación. El pasado se convertía así en humo y ceniza. La memoria fluctuaba sobre espacios desiertos, al borde del abismo infinito de lo que ya pasó, aunque no podía perderse, porque ¿cómo podría perderse algo que no se tenía? Ese abismo sólo podía cruzarse como estoico, con la gravedad perfecta y natural de quien ha puesto orden en sí
Salvador Gallardo Cabrera
N
uestra memoria ha trascendido el olvido y hoy se proyecta como ausencia. Con la cultura del flujo de datos se está creando una gran memoria artificial que pronto volverá obsoletos muchos de nuestros recuerdos –incluidas cadenas enteras de contenidos genéticos. La cultura del flujo de datos ha puesto en línea la memoria y el conocimiento pero la memoria artificial no se construye con relación al olvido. El olvido no significa ya un obstáculo por superar ni ejerce una función selectiva o tendida sobre el azar. En otras épocas, el olvido funcionaba como enlace con el futuro; sumergirse en el río del olvido hacía posible la vida nueva. La memoria aseguraba un tránsito entre el pasado –espacio desierto- recordado, el presente desde donde se recuerda y un tiempo futuro de proyección y actualización de lo recordado: la conmemoración enuncia ese tránsito entre el deber de guardar memoria y la posibilidad de olvidar. “Conservar la memoria significa meditar el olvido”, decía Heidegger. Ese tránsito ha sido extraído de la retórica; es un modo del recuerdo ya desaparecido. Nosotros, cuando recordamos, lo hacemos desde un espacio de incorporación descentrado; el recuerdo no avanza desde un pasado hasta un presente ni puede restringirse a su función lineal. ¿Sabemos, de memoria, si una especie fija sus conocimientos en un cuerpo y si el cuerpo de esa especie se transforma en un corpus cogitum? El imperativo de la informática es almacenar la mayor cantidad de información posible en microespacios. Se intenta replicar así la capacidad de memoria de las células y del ADN; el esquema de almacenamiento parece ser el mismo. La diferencia es que el ADN lleva en sí sus atavismos y éstos, vistos desde la cultura del flujo de datos, aparecen como obsolescencias que restan velocidad y precisión. El sueño de la ingeniería genética y de la biomecánica nano es hacer una poda de esos atavismos. Alcanzar una memoria específicamente productiva; aislarla de la red protectora del olvido, de la tara y del azar. La memoria ha sido usada como una disciplina de autodominio, expansión personal y técnica de
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mismo, uniendo en un movimiento de flujo-reflujo la escritura memoriosa del último día con la caligrafía titubeante de la primera frase matinal: “desde la aurora haz de decirte: tropezaré hoy con un entrometido, un ingrato, un insolente, un embustero, un envidioso, un egoísta... no puedo recibir daño de alguno de ellos”. En ese tránsito de la memoria de marea fluye el discurso de una vida entera. Extraño pensamiento. El estoicismo es, como observa Paul Veyne, la filosofía más increíble para nosotros. Pero su doctrina de la autonomía del yo y la posibilidad de un esfuerzo de constitución de
sí mismo se ha convertido para nuestra época en una ilusión de supervivencia; en un espacio blindado contra un mundo sin dios, ni naturaleza, ni tradición o imperativo. No es gratuito que Veyne feche el resurgimiento del interés por Séneca y el estoicismo en los últimos años de la vida de Michel Foucault y en un círculo que vivía bajo la amenaza del sida. A nosotros, los huérfanos de todo, quizás podría entusiasmarnos saber cómo a partir de esas excrecencias del yo se logra alcanzar un cierto equilibrio personal. Sin embargo, al trascender el olvido y proyectarse como ausencia nuestra memoria no puede guiarnos.
Muerte y finitud:
la víspera del Año Nuevo. Gabriela Martínez Ortiz1
E
ste mes se cumple un año de la muerte de mi padre. Como se podría imaginar ha sido un año singular: triste y muy duro, pero a la vez lleno de vida y de nuevas perspectivas frente a lo cotidiano. Siempre me ha parecido que uno de los acentos más interesantes dentro de la filosofía está dado en torno a la reflexión sobre la muerte. La filosofía reflexiona sobre la muerte más allá de su significado como hecho biológico de cesación de las funciones orgánicas; asimismo, no se detiene exclusivamente en la experiencia desdichada y funesta, sino que la muerte cobra un sentido simbólico en tanto constituye el ejemplo por excelencia de la materialización de la finitud humana. Hace ya unos cuantos años, porque llega el punto en la vida que una puede comenzar a contar el tiempo en décadas, llegó a mis manos El amor, las mujeres y la muerte de Arthur Schopenhauer. Este texto fue uno de los primeros acercamientos personales con la filosofía. No fue un texto que me dejaron leer para hacer un reporte o alguna tarea, sino un texto que leí por pura convicción personal, aunque debo confesar fue una decisión un poco desinformada. En este recorrido discursivo me encontré con un pensar la muerte como el pretexto que encontraron el arte y la filosofía para su desarrollo; es decir, el fin de la vida es el inicio de las reflexiones y representaciones sobre ésta y sobre la misma existencia. Lo anterior lo podemos entender de la siguiente forma: debido a que los seres humanos somos capaces de darnos cuenta que vamos a morir, la necesidad de trascender se convierte en el designio de nuestra existencia. Sin embargo, la consciencia sobre la muerte traspasa al hecho de que los seres humanos somos capaces de darnos cuenta de que todos y todas vamos a morir. La muerte como hecho concreto subraya la finitud de nuestra existencia biológica y nuestro estar en el mundo; pero no sólo no somos eternos, sino que no todo está bajo nuestro control, no podemos estar en todas partes, no todo depende de nosotros, entre otras cosas. En este 1 Para contacto con la autora: gabrielamo85@gmail.com
sentido, la consciencia de la finitud implica también reconocer que tenemos límites físicos, cognoscitivos, personales, históricos, económicos y demás. Pero como señalé en un principio, la muerte, o más precisamente, la finitud es un tema importante para la filosofía. Antes que apareciera Schopenhauer con su dejo romántico, Kant se preguntó cómo es posible llegar a la verdad siendo sujetos finitos. ¿Cómo puede el ser humano llegar a conocer algo verdaderamente a partir de su condición subjetiva y limitada? Puede una imaginarse al filósofo de Königsberg confeccionando sus reflexiones epistemológicas a la par de su pensamiento estético; es decir, fantaseo ver a Kant estar en medio del bosque o en lo más alto de una montaña sintiéndose pequeñito y examinando la posibilidad de llegar a un conocimiento verdadero. En ese sentido el sentimiento de lo sublime en Kant se vuelve una experiencia existencial que puede llegar a ser aterradora, sentirse insignificante frente a lo inconmensurable, como si no fuéramos nada frente a la infinitud del universo no es precisamente (es) la mejor de las experiencias. Así, más allá de una disertación epistemológica o estética particular de la academia, el sentimiento de lo sublime como experiencia existencial nos arroja hacia la necesidad de reflexionar de manera profunda acerca de nuestra condición finita, temporal y delimitada en el mundo; asimismo, nos lleva a pensar sobre el devenir de nuestra vida entrelazada con o dentro de la propia vida del universo. Sin embargo no necesitamos leer a Kant para experimentar la sensación de que la vida y que nuestro tiempo se nos esfuma rápidamente. Cada ‘fin de año’, la mirada hacia atrás renueva nuestras cavilaciones sobre lo que no hicimos, lo que no valoramos o lo que no disfrutamos como deberíamos. Cada arribo de diciembre en el calendario nos pone el dedo en la llaga acerca de la huella que ha dejado nuestro ser: qué hemos hecho y hacia dónde nos estamos dirigiendo. O si nuestra vida trazara un mapa, ¿qué recorrido estaría ilustrado? Para mí, las festividades decembrinas del año pasado se sucedieron de una forma fantasmagórica. La reflexión de fin de año me sobrepasó
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PÉNDULO 21 Publicación mensual Diciembre 2019 Año 10, No. 159
EDITOR Enrique Luján Salazar DISEÑO Genaro Ruiz Flores González
COMITÉ EDITORIAL Ignacio Ruelas Olvera Cynthia Ramírez Félix Walkiria Torres Soto
• PÉNDULO21 / 4 / DICIEMBRE2019 •
La cultura del flujo de datos es, como explica Gabriel Zaid, inabarcable; nuestras sociedades son ineptas con respecto a su inmenso repertorio de posibilidades. Memoria sin olvido y conocimiento inabarcable. ¿No necesitamos a cada momento un respaldo para almacenar nuestros conocimientos o para apuntalarnos a nosotros mismos? ¿No es esto lo que explica el boom de la ética en nuestros días? Un respaldo, un respaldo neutro y seguro. -Observen a K. frente al espejo del baño recitando su letanía matutina de control mientras repasa sus citas en una palm: lo habita una memoria ausente.
irremediablemente. A pesar de leer a Schopenhauer y a Kant nunca había experimentado nada más sublime que la finitud per se de la existencia humana, es decir, me tocó estar ante la muerte de una persona que en este caso era mi padre. La incertidumbre dada por un pensamiento agnóstico, por no confesar que ateo, me invadió de lleno al no saber hacia dónde se va después de que se exhala el último aliento; la necesidad de un último diálogo para demostrar quién tenía la razón: hay vida después de la muerte o somos polvo de estrellas, así como afrontar la vida ahora sin él me hizo darme cuenta que no hay nada que se pueda hacer ante lo inevitable, que se esté donde se esté, en la cima de la montaña o en la recámara de los padres, se es pequeñita frente al orden del universo, frente al cosmos. Retomo mi enunciación sobre lo fantasmagórico desde la alegoría del espíritu navideño. Recuerdo que de niña mi padre nos contaba a mis hermanas y a mí un cuento sobre la última persona en morir durante el año; a esta alma desdichada le tocaría conducir en el siguiente la carreta de la muerte. Recordé ese cuento a unas horas de haber muerto mi padre, y sentí consuelo al “saber” que a él no le tocaría ese trabajo. También agradecí la ineludible condición de la muerte, entender que la enfermedad y el dolor tampoco son eternos. Comprendí que la finitud humana es una certeza frente a ella misma, y que la trascendencia se da en lo inmediato y cotidiano sin importar que como a Kant o a Schopenhauer alguien, al otro lado del mundo, sepa quién fuiste doscientos años después. En la víspera del Año Nuevo la finitud se convierte en un alivio. Tener la certeza que “todo pasa” alimenta la esperanza frente a la posibilidad. La muerte de una persona o la conclusión de un año se transfigura en la afirmación de la vida misma: las cosas cambian, la vida sigue y nosotros continuamos, aunque sea por un tiempo. Al final, el funeral de mi padre se vivió más como una celebración que como una tragedia; fue una ceremonia de despedida. Así también fue el último día que sostuvimos su mano y que hablamos con él mientras como último deseo pidió escuchar Jesus bleibet meine Freude, de la cantata 147 de Bach, o como él la conocía “Jesús alegría de los hombres”. De esta forma subió a la balsa rumbo al Elíseo. Todo lo tuvo claro: la muerte era el siguiente paso. ¿Quién me diría que mi padre fue más shopenhaueriano que yo misma? Schopenhauer cierra su ensayo sobre el arte de la siguiente forma: “Cuando oigo música, mi imaginación juega a menudo con la idea de que la vida de todos los hombres y la mía propia no son más que sueños de un espíritu eterno, buenos o malos sueños, de que cada muerte es un despertar” (Schopenhauer, 1819/2001; pág. 153).2
2 Schopenhauer, A. (1819/2001). El amor, las mujeres y la muerte. Madrid: EDAF.