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BIOGRAFIAS ANIMALES
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ANIMALES ILUSTRACIONES DE
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EDICIONES PEUSER
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PRIMERA EDICION: MAYO DE 1953 BUENOS
AIRES
INDUSTRIA ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINA Derechos reservados - Hecho el dep贸sito que marca la ley 11723
A ADOLFO BARBOZ4 BASTOS dedica L. F.
SERMÓN DEL BOSQUE
UELE considerarse modernamente a los animales como a herS manos menores del hambre. El título alude a la preeminencia
intelectual del último. No puede aludir a otro aspecto. Ni como magnitud o potencia física, ni como salud, ni como belleza, ni como capacidad sensorial, ni como sabiduría del instinto, ni como bondad, tal vez el hombre puede aspirar al primer puesto sin caer en ridículo. ** Pese al sueño infantil de todos los pueblos, parece que nunca hubo gigantes humanos sobre la tierra. La zoología, sí, presentó y presenta colosos que superan en quinientas, en mil y más veces el peso medio del hombre. Aunque no todos lo saben, vive aún en el mundo el as de los gigantes de todos los tiempos: la ballena azul, que suele pasar de los treinta metros de longitud y llega a las ciento cincuenta toneladas de peso. ** Con una estatura y un peso más o menos iguales a los del hombre, o muy inferiores, los animales más conocidos lo superan holgadamente en el terreno de la gimnasia o el combate. Los dientes de la hiena pueden trozar el fémur de un buey. El león y el 9
jaguar pueden derribar a un toro y arrastrarlo a su sabor, y la pequeña cerasta puede derribar a un camello, como el gimnoto eléctrico a un caballo. El tigre puede llevar a un hombre en la boca tal como un gato lleva a un ratón. El puma sube a los árboles de un solo brinco, sin usar sus garras, y puede tirarse al suelo desde ramas alzadas sobre él dieciocho metros. ¿Mencionaremos la velocidad de viento del lebrel, el venado o el ñandú, la vista telescópica de ciertas aves de rapiña, el oído del murciélago, de la liebre o la mula, el olfato del lobo o el guanaco? ** Que el hombre sea el animal enfermo por excelencia, no es extraño, dadas las decisivas y con frecuencia absurdas alteraciones ¡ e innovaciones introducidas en su régimen más o menos natural / de albergue y alimentación, sin contar el invento del vestido o ¡ piel muerta. El animal es casi invariablemente un ente sano porque no acostumbra transgredir las leyes de su propia naturaleza. Después, o el animal muere de muerte violenta o, si enferma, deja obrar en sí, libremente, los poderosos elementos autocurativos que todo organismo vivo lleva en sí, es decir, a salvo de todo intervencionismo forastero, ése conque la medicina suele tan frecuentemente demorar o malograr la restauración espontánea. Glotón es el que come más de lo que necesita. El animal no lo es casi nunca. En la Naturaleza es difícil que se cometa el feo vicio por esta razón: y es que él trae grasa desproporcionada con el esqueleto y la musculatura del que la lleva, y eso, para un puro hijo de la Naturaleza, significa un agudo peligro de muerte; si es de los perseguidos, podrá difícilmente escapar a sus enemigos; si de los cazadores, sus presuntas presas se burlarán de él. Lo cual no significa que no haya glotones naturales que asustarían a los Gargantúas. El mayor tragón del mundo es el gusano de seda, que consume en alimentos una cantidad equivalente a cuatro mil veces su propio peso inicial. Pero es porque después - cosa común en la Naturaleza— debe someterse a un incorruptible ayuno. . * *
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Tampoco la Naturaleza parece haber reservado los mejores dones de la belleza viva para el hombre. (¡Que los inventos de sus poetas y demás artistas le sirvan de consuelo!) Indudablemente la criatura humana, ni aun como excepción, puede sostener bien el cotejo con ciertas formas del resto de la zoología: ni en esbeltez de líneas - antílopes, leopardos, cisnes -, ni en la gracia vivaz de los movimientos - culebras, panteras, ardillas, delfines, picaflores -, ni mucho menos en esplendidez de colores y matices que en ciertas criaturas salvajes llega a lo fabuloso: peces, coleópteros, mariposas, quetzales, faisanes, pavones. *** Cada actividad o conquista propia del mundo puramente humano, al parecer, tiene su modelo, viejo de millares de siglos, en la Naturaleza: los engaños, disimulos, trampas y atracos del hombre; todas las variedades de su trabajo; su arte de organizarse para la guerra o la paz, y hasta su don de explotar al prójimo o burlarse de él. Las termitas levantan sobre el suelo construcciones hasta de ocho metros de alto, vale decir, más de mil quinientas veces su propia estatura, hazaña bastante mayor que la erección de las pirámides egipcias o de los rascacielos de Nueva York. El recurso de guarecerse en cuevas o cavernas comienza no con la vida animal sobre la tierra sino ya dentro del mar. La coraza y el escudo son viejos como el mundo. Entre los peces es vulgarísimo el uso del pincho, del taladro, del escoplo, de la maza y del martillo. El pez sierra, el maquerodo, el castor y otros usaron o usan la sierra trozadora. La araña hila y teje una tela no igualada en su perfecta combinación de finura y resistencia, como que fué la primera en cazar con red. Cantidad de pájaros practican la canastería para sus nidos. Otros no tienen nada que envidiar de los inventos del hombre, pues ellos los conocían mucho antes. La prueba nos la da el hornero, el pájaro sastre, el pez espada... ¿. Es que el gimnoto no inventó la pila eléctrica millares de siglos antes que Volta? Y la linterna sorda, ¿no la usaban muchos hijos de los altos y bajos barrios del mar antes que la luciérnaga se la mostrara al
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hombre? La primera torre de observación que se alzó sobre la tierra fué, sin duda, la de la jirafa. Y la mofeta aplicó hace ya rato el gas asfixiante a la guerra. Y, ¿quién manejó primero la aguja de inyección hipodérmica, el hombre o la serpiente? Pero si vamos al caso, el rey de la creación, como él se llama con notoria modestia, no podría patentar ni el anzuelo ni la caña de pescar, porque varios pececillos de los sótanos marinos manejan, agazapados, un cordel con un anzuelo luminoso. Recordemos que quien legó a la arquitectura el arte de la construcción en bóveda fué nuestro modesto amigo el castor, y que fué él - no los ingenieros de la hidráulica china o egipcia el primero que ideó y erigió un dique y desvió y canalizó los ríos. ¿La agricultura? Darwin descubrió que todo el haz encimero de tierra vegetal debe pasar una vez por el cuerpo de las lombrices de tierra en el curso de algunos años. Lo cual significa que el arado no hace más que rasguñar torpemente el suelo ya entrañablemente removido y fertilizado por estos titanes de la agricultura que son los gusanos de tierra. Adviértase, finalmente, que el prurito de divertirse a costa del prójimo parece comenzar con los monos, y la benemérita hazaña de vivir del sudor ajeno se da con caracteres clásicos en la Formica rufe8cens, que Pierre Huber denunció el primero: hormiga negrera que depende en absoluto del trabajo de sus congéneres esclavas. ¿Qué le queda al hombre para sus infladas pretensiones de iniciador universal, de inventor único? ¿Que Aristóteles lo definió como el animal político por excelencia, es decir, como el creador de la vida social? Eso podía pasar en tiempos en que la zoología daba sus primeros pininos. Ni somos los primeros o únicos entes sociales, y ni siquiera lo somos, en cierto modo, en el grado de las hormigas o abejas o de los castores. "Cada trabajador -dice R. C. Macfie, refiriéndose a la colmena desempeña una tarea peculiar. Hay nodrizas que buscan a las ninfas y las larvas. Hay damas para asistir a la reina, y hay ventiladores suspendidos que son abejas que airean la colmena y evaporan el agua que destila la miel; hay arquitectos que hacen el panal; hay cosecheros que recolectan la miel, el polen, la sal y el agua; hay químicos que
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preservan la miel mediante el ácido fórmico; hay barrenderos que mantienen limpia la colmena y sus alrededores; hay soldados que guardan la colmena y la defienden de todos sus enemigos; hay la reina cuyo único deber es el de propagar la especie. Todo ese trabajo se desempeña de acuerdo con la ley tan fiel y exactamente como un reloj." * La verdad es que las aves dan idea de algo más espiritualiSon los visibles favoritos de la inocencia, la hermosura y la gracia, y sobre todo la intensidad y la alegría de vivir se dan en ellas como en ninguna otra criatura animada. En cuanto a esa sublimación del movimiento inventado por las aves para colonizar el cielo, advirtamos que ningún transporte aéreo facilitado por la mecánica ha logrado ni logrará alcanzar la poesía celeste del vuelo vivo, la libertad con alas. Pero no es todo. Cuando el hombre era sólo un mono gruñidor o chillador, la música existió sobre la tierra por las aves. Y aun falta lo mayor. Antes que en el hombre el amor alcanzó en las aves una complejidad emocional y psíquica, desconocida en las otras especies, incluso los mamíferos. Hoy mismo los hombres no han alcanzado la delicadeza de ciertas aves en el arte del festejo y la lealtad amorosa y en el mayor de hacer del amor un milagro de equilibrio entre lo fisiológico y lo afectivo. Miradas de otro ángulo, las aves son en su conjunto los tutores de la flora del mundo, los dioses menores del hombre. Sin ellas no sólo no habría agricultura, sino la vegetación misma, y con ello la vida humana, estarían más o menos condenadas o en gran peligro. No sólo son los lúcidos e implacables policías de nuestros huertos y campos. No es mucho decir que por cada brote la primavera trae un insecto dañino. El pájaro revisa el huerto y el bosque hoja por hoja y su pico es tan infalible como su ojo. Un solo dato puede dar idea del alcance de su obra. "Se ha calculado -dice Massingham - que zado que el hombre.
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las aves viajeras que frecuentan la parte oriental de Alaska destruyen más de ciento sesenta y dos millones de langostas en un día." *** He aquí que, mientras la sabiduría racional crece en el hombre, se amengua proporcionalmente en él la sabiduría mágica del instinto. En el animal se mantiene intacta. Los observadores más
responsables de hoy llegan a conclusiones cuando menos turbadoras para nuestro engreimiento habitual. Frente al instinto de orientación y emigración de aves y peces cualquier asombro humano resulta chico. El salmón que nace y se cría en el lecho de los ríos fríos, ya adolescente emprende una larga y peligrosa peregrinación a su Meca, el mar, en busca de clima para su pleno desarrollo, y un buen día regresa remontando los ríos con penurias y riesgos más agudos que los de Ulises, salvando afanosamente rápidos y cascadas, todo para ir a celebrar los ritos del misterio del amor en el mismo paraíso profundo que albergó su niñez. Paralela, pero mayor, es la hazaña de las aves migradoras. Un instinto que no es ciego ni mecánico, puesto que la ruta puede hacerse de norte a sur, de sur a norte, de este a oeste o viceversa, y el derrotero prefijado puede alterarse a voluntad si el alimento escasea, instinto no propiamente misterioso, al cabo, puesto que obedece sin duda a las leyes del amor y del hambre. Sólo que vuelos o viajes de treinta mil kilómetros o más, hechos casi siempre en la oscuridad y a gran altura constituyen sencillamente un prodigio y una de las pruebas más emocionantes de que lo llamado instinto y lo llamado razón son sólo reflejos de una inteligencia anterior que venció el caos y organizó el cosmos. *** Sin los animales el hombre no hubiera llegado jamás a la civilización. Su primera conquista, el perro, duplicó fácilmente su poder defensivo y ofensivo. La del caballo dilató desaforadamente su poder de exploración y posesión de la tierra. La de la oveja, la
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gallina, la vaca, lo salvó de su gitanismo milenario, le posibilito la proeza fundadora: hogar, ciudad, civilización. Eso fué hace incontables siglos. Sí, pero todavía hoy los ferrocarriles norteamericanos siguen las huellas que dejaron los bisontes: porque marcaban los mejores caminos a través de ríos y bosques.
Por otra parte, es falso que en la Naturaleza impere la ley de la pura violencia. Sí, la ley de la Necesidad es intergiversable, pero la Naturaleza está llena de previsión, de cautela, de paciencia, de laboriosidad, de lealtad al compañero y a la especie, de renuncias y sacrificios altruistas. No conoce trabajos forzados, calabozos, lazaretos, cámaras de torturas: su crueldad más aparente que real, es muy inferior a la del hombre. Después de fecundar a la reina madre, el zángano amante y sus compañeros saben que deben morir y mueren sin tragedia. El pájaro -el más vivaz, nervioso y veleidoso de los seres debe pasarse, cuando empolla, centenares de horas, con brevísimas pausas, aplastado sobre sus huevos, y cuando los pichones nacen armados de un apetito de ogro, los pobres padres deben consagrar todas las horas del día, sin un minuto de respiro, a buscarles alimento. El tigre salta sobre el fuego y el colibrí sobre el perro por defender sus hijos, y el mandril y el guanaco arrostran la muerte por defender a su tribu o a su familia. *** A designio hemos presentado las cosas un poco como abogados del diablo. ¿Qué puede oponer el hombre a las innumerables ventajas que los hijos de la zoología en su conjunto tienen sobre él? Una sola cosa: la inteligencia racional o sea el poder de innovar y aun revolucionar las cosas afuera y adentro de sí mismo, de romper muchos cercos milenarios, de invadir el futuro: esto es, de arriesgar algunos pasos en el camino ascendente. Mas por eso mismo su actitud frente a sus hermanos menores debe cambiar a fondo pasando del miope egocentrismo y la devastación y explo-
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tación contra natura - que, en última instancia, se vuelven contra él - a la comprensión inteligente y a la colaboración o tutoría cordial. Sólo que, para esto, el hombre debe terminar primero con el parasitismo y la tiranía que los menos infligen a los más dentro de su propia especie. El hombre moderno que tuvo más larga experiencia directa con animales extrajo de ella como saldo esta verdad: "Las fieras son mucho mejores que su fama", y lo que es más, descubrió que el camino a la psiquis del animal pasa por el amor. "Por la fuerza no se consigue ni la centésima parte de lo que se consigue por la bondad." ¿Pruebas? El rinoceronte, el animal más anticivilizado y arrojadizo del bosque, "una vez acostumbrado al que lo cuida, sigue la caravana como un perro." "La hermosa cebra de Grevy tiene un hermoso carácter y tratándola como es debido se puede convertir fácilmente en animal doméstico." Los nenes de madama elefanta son tan risueñamente juguetones como los de dos pies. "Luchan con el cornac. Y cuando consiguen derribarlo comienzan a galopar a su alrededor de pura alegría." Y entre los innumerables casos referentes a los educandos de peor fama, estaba el de un león de cinco años que con sólo dos meses de trato inteligente y cordial se acercaba a la reja lleno de satisfacción, dejándose rascar la cabeza por su maestro, y el de un tigre de Siberia criado y educado en libertad, vuelto dócil como un chucho. "Hubiera podido llevarlo conmigo a mi casa." Frente a todo ello cabe pensar que si pudiera hacerse una encuesta entre los animales, la contestación sería más o menos unánime: el hombre se les ha aparecido siempre como una hidra de tres cabezas: hipocresía, ferocidad y ceguera. Desde que allá en la prehistoria, el hombre, de animal frugívoro, se trocó en fiera cazadora, les mató el punto a todas las demás. En cualquier caso, los cazadores de todos los países, en los tiempos modernos, han llegado a una suerte de epilepsia carnicera que las fieras no conocen, matando infinitamente más de lo que podían aprovechar, no perdonando a las crías ni a las hembras preñadas, sacrificándolas a veces sólo por el cuero, o un par de colmillos, o dos plumas del copete, o por puro deporte, que es con frecuencia la gimnasia de la imbecilidad y la maldad. 16
Hasta comienzos de este siglo, en Sudáfrica, el rayado oleaje de las cebras golpeaba hasta las puertas de la Ciudad del Cabo, y antílopes sin número rebotaban elásticamente sobre los llanos aplastados de sol, y cruzábanlos las jirafas rumbo a los bebederos como alamedas en marcha, y doquier los elefantes aspergaban el cielo tórrido con sus fresquísimas trompas. Esas y muchas maravillas más, viejas de miríadas de siglos, están siendo borradas casi enteramente de la tierra. En la primera mitad del siglo pasado en el Perú y en el norte de Chile se cazaban ochenta mil vicuñas por año. El terrateniente Buffalo BilI asesinó en apenas dieciocho meses, más de cinco mil búfalos, y así, al no mucho tiempo, estuvieron a pique de desaparecer definitivamente manadas que se estrechaban en praderas tan grandes como la luna. Kipiing - que no tuvo por las enyugadas gentes de la India la simpatía que mostró por sus animales - ha contado en El libro de la jungla las peregrinaciones de una foca por los cinco océanos en busca de una sola isla donde los de su raza no fueran masacrados. Las últimas ballenas se han refugiado en los arrabales de ambos polos, pero ni eso las libra, por cierto, del alcance del inadjetivable arpón-granada. No hablemos de los chulengos, los rorros del guanaco - criaturas del más irresistible encanto - que, abandonados por sus padres enloquecidos de terror, se acercan buscando amparo en los propios chulengueros para caer bajo la puñalada al corazón o el rebencazo en la nuca. ¿Para qué seguir? El zoocidio en masa se repite en todas las tierras y las aguas y bajo todos los cielos, con el nioa, el avestruz Sansón, con las gacelas, con los gansos y ánades salvajes, con las garzas, con todos los pájaros de bello canto o bella pluma, o simplemente de carne mediocre. ¿No ha legado Axel Munthe al mundo el recuerdo de sus torturas en Capri, a causa de la destrucción legionaria de los inmigrantes alados que llegaban a la isla y el resultado de su ferviente interposición ante la reina que, como pudo verlo en su mesa, almorzaba.. . alondras, y ante otro personaje de más corona que se hacía conducir en silla de manos a sus jardines para presenciar la satánica cacería? Sin embargo,
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casi todos los pueblos antiguos creían que los animales merecían la protección especial de los dioses. Uno de ellos fué nuestro Yastay. Mas, sin duda, peor que cualquier destrucción, es el encarcelamiento vitalicio de tantas libérrimas criaturas de la Naturaleza por particulares, por circos o por jardines zoológicos. ¿ Para qué insistir en que no hay rejas de oro ni bocados de cardenal que rediman a un hijo del monte -pájaro o fiera - del infierno helado de la jaula, ese invento que sólo pudo salir del alma de una criatura desfigurada por toda suerte de cárceles? El llamado farisaicamente jardín zoológico, tiene mucho menos de zoológico que de infrahumano, mucho menos de jardín que de ergástula y purgatorio. En cuanto a las pobres fieras de circo, su pasión es completa y perpetua: encierros, traslados, ruidos de manicomio, aire pestilencial de la muchedumbre enclaustrada, y, sobre todo, ejercicios reglamentarios a fusta y hierro candente que deben serles tan atractivos como a los niños del Medioevo el aprendizaje del latín a encierro y palmeta. ¿Tenemos derecho a desnaturalizarlas, pues eso ocurre, ya que las veamos perder el brillo de su pelo o su pluma y el esplendor de sus almas salvajes, espectáculo que nos desnaturaliza a nosotros mismos, aunque lo ignoremos? ¿Es que el hombre no ve enturbiarse lo que debe ser su sueño angélico -la salvación de su libertad—, ante la sola vista de un lobo en su calabozo, que va y vuelve sin un instante de tregua, con monomanía furibunda, esperando contra toda esperanza la caída de los barrotes? El animal adulto, que tiene un alma conformada a la medida de la libertad absoluta, no se resigna casi nunca a perderla. Sencillamente prefiere morir. ¡Qué ejemplo para los hombres, que siguen idolatrando sus propias cadenas! La zoología abunda en especies en que el jefe de tribu o familia interviene para separar a dos de los suyos que se pelean. Pero el hombre ha elevado a la categoría de espectáculo artístico la pelea de perros, de gallos o de peces, para recrear su alma... ¿Puede imaginarse algo más lujosamente cruel y cobarde? Sin duda: el avatar español del circo romano llamado corrida de toros, y más aún ese circo romano, en que para espantar el aburrimiento 13
de los amos y de la chusma (dos clases de chusma, en verdad), se echaban presas humanas a las fieras. Y todavía algo más: ¿ quién si no el demonio legañoso que aun hospeda en sí pudo sugerirle hace siglos lo que la ciencia descubrió mucho después: que cegando al pájaro éste cantaría automáticamente? Y esto de que el hombre esté por debajo de la dignidad libertaria de las bestias salvajes, constituye la más insoportable de sus humillaciones. La Fontaine, que a fuer de buen entendedor y amador de los animales fruncía la nariz a la convicción de su amigo Racine sobre la santidad del vasallaje a los amos con corona, renovó con fervor la mejor de las historias conocidas hasta hoy: la del lobo muerto de hambre que huye a escape de las regalías con cadena del perro gordo... La verdad, no fábula, es que en la mayoría de los casos las bestias cautivas en la adultez prefieren dejarse morir de hambre y de solar nostalgia de la libertad - en sus jaulas. A todo esto ocurre que, como hoy lo advierten las mentes más desprejuiciadas, la Naturaleza no es propiamente cruel. Ni las fieras más impeorables, ni las serpientes más profesionalmente mortales, caen en la sevicia. Aquí la calumnia humana se ha mostrado tan fervorosa como la de las sectas religiosas entre sí. En todo caso, el instinto animal suele mostrarse casi siempre más decoroso que nuestra inteligencia. La fiera -grande o chica , mata para comer, y sólo en la cantidad que necesita, o mata por error, como la víbora que ataca al caballo creyéndose amenazada por él. Se hablará del chillido de espeluzno del conejo ante el hurón, o del pájaro ante la cabeza del buho o la yarará. . . Sí, eso e innumerables cosas por el estilo. Pero puestas sobre un mismo plano, la llamada crueldad de la Naturaleza es infinitamente inferior a la humana porque en ella no existen estas dos astas del diablo: el sufrimiento inútil y el terrorismo psíquico. En ella ningún animal sufre por lo que fué o por lo que será. La mayoría de los cazadores naturales - víboras, miriápodos, escorpiones, arañas, abejas, rayas - inyectan a sus víctimas, desde el primer momento, un poderoso anestésico con el objeto de paralizar su acción, claro está, pero que embota la sensibilidad y evita el sufrimiento. En otras especies -así en las víctimas de los
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felinos, las rapaces y muchos peces—, el terror súbito produce el mismo efecto. La capacidad de sufrimiento está en relación con el grado de desarrollo nervioso y cerebral. Por ende, los animales están bastante mejor defendidos frente al dolor. En cualquier caso, el dolor y la muerte en la Naturaleza son más o menos repentinos y breves. El hombre y sus trampas introducen en la zoología un dolor nuevo en intensidad y extensión. ¿Hay algo en la Naturaleza -para citar un solo caso- comparable en infelicidad tenebrosa a la suerte del pájaro a quien le cambian su bosque y su cielo por un cuarto metro de alambre tejido? La crueldad sabia es, por cierto, de peor olor que la otra. Así lo hecho a bordo de los submarinos con los canarios cuya exquisita sensibilidad a cualquier impureza del aire da a tiempo la señal de alarma, o con las carpas en cuya agua se ponen a remojar las máscaras sahumadas de gases asfixiantes, para que ellas avisen cuando el lavado del veneno está hecho... El hombre no ha interpretado religiosamente lo creado consonando con él: no ha tratado de hacer del orden humano una corona del orden natural. Procede frente a él como el tirano de mollera más estrecha o el verdugo más enamorado de su oficio. Cuántas especies animales borradas por él del haz de la tierra y cuántas amenazadas de igual suerte! ¿Qué mucho, si todavía su corazón es antropófago, aunque sus dientes ya no lo sean? Si representamos el homicidio aislado por una gota, cada guerra equivale a un diluvio. El hecho está ahí, vivito y coleando, pese a la grandiosidad y complejidad de los disfraces. La escasez de ideas claras corre pareja con la carencia de sentimientos nobles, y es más que probable que de guiarse por éstos, la humanidad erraría menos que guiándose casi exclusivamente por la ciencia y la técnica. La apoteosis de lo beocio se logra cuando se pontifica, como lo hacen en contrapunto pícaros y tontos, que las razones sentimentales están fatalmente reñidas con la utilidad y la conveniencia. «' * * Con pronunciar la palabra instinto y oponerla a la palabra inteligencia, creemos explicar mucho o todo. En realidad expli-
camos poco o nada. Sólo podemos, honradamente, advertir que el instinto es una sabiduría acumulada por millones de individuos en millones de años y transmitida a los que vienen. Que no es impulso ciego y mecánico sino poder clarividente y capaz de invención a su modo. Los animales no filosofan, eso es todo; pero razonan. "La zoología - observa Frances Pilt - ofrece innumerables ejemplos de acción deliberada, variables en el grado de juicio, pero mostrando un conjunto de actos inteligentes, totalmente distintos de la réplica o reacción inconsciente." El elefante se venga, aunque transcurra un tiempo, de quien lo ofende. El mono apila cajas y trepa sobre ellas para alcanzar la altura a que quiere llegar. Al perro parece sólo faltarle la / escalera del lenguaje articulado para llegar al nivel humano. En realidad los animales poseen una serie de facultades que la inteligencia humana, ofuscada de engreimiento, apenas puede I sospechar. (Ellos están en relación más profunda con los misteriosos poderes de la Naturaleza, y, en muchos casos, su entendi-
miento supera al del entendimiento humano.) Y no nos referimos sólo a la milagrosa actividad de sus sentidos. Sí, lo que es silencio para nuestras romas orejas está poblado de sonidos, voces y mensajes para el venado, el murciélago, la vicuña, la liebre y tantos otros, y el armiño puede oír el escándalo de la ratas desde una distancia de media legua. El ojo del águila logra localizar la presencia del topo desde su cielo raso de nubes. Nuestra nariz, ya casi analfabeta, nos humilla ante la inteligencia y erudición olfativas de cualquier animal, verbigracia el perro, capaz de oler un rastro viejo o de individualizar sin falla por su efluvio a cada hombre, como nosotros por la voz o la fisonomía. Todo lo anterior sea dicho sin tener en cuenta el milagroso poder de registro, en el mundo de la zoología, de los cambios meteorológicos. Pero eso aun es poco, puesto que su supersensibilidad llega a la virtud profética, con su insondable misterio. ¿No es cosa aceptada por muchos hombres de ciencia que las ratas desertan de los buques destinados al naufragio? El hueco orgullo ultramundano todavía sigue insuflándole al hombre el horror a su propia zoología, es decir, lo sigue induciendo 21
a la autodivinización. El mono sabihondo, el enano de los sueños de gigante, el aprendiz de dios, no alcanza aún a verse solo como parte integrante de la divinidad del Gran Todo y prefiere creerse el único usuario de la razón y el sentimiento. Sí, concesionario exclusivo de la sabiduría del mundo. Pero la verdad es que los animales tienen alma —la de ciertos pájaros es más exquisita que la del común de los hombres - y que el cerebro humano preluce gradualmente en el de la hormiga, la abeja, el castor, la foca, el antropoide. (Darwin llegó a pensar que, tal vez, el cerebro de la hormiga era la más maravillosa partícula de materia viviente, esto es, que el nuestro sólo lo superaba en quantum.) El hombre sediciente gran inventor, apenas si ha inventado algo, si vamos al fondo de las cosas, como ya vimos. No es, por cierto, el primero que se alzó sobre sus dos pies. Segundón, siempre plagió sus lágrimas a la foca - o, si preferís, al cocodrilo -, su risa a la hiena, su escupida al guanaco, su beso a la paloma y el elefante marino, su voz articulada al minah y al guacamayo, su cinegética sanguinaria a los felinos y los lobos, su inyección hipodérmica a la víbora, y su actitud de plegaria a la mantis religiosa. Decir que los animales tienen alma es decir que tienen individualidad, que en algunos puede llegar a la verdadera personalidad. Los individuos de una misma especie son más o menos inteligentes o tontos, crueles o mansos, ariscos, curiosos o apáticos, sinceros o cazurros. Naturalmente, los hay ineducables. Y los hay de talento extraordinario o genio. Un domador tuvo de alumno a un elefante que en un solo día aprendió a sentarse y a tenderse. Un naturalista escuchó en Inglaterra a un mirlo que era un Beethoven de los pájaros. Los visitantes del parque zoológico de Stellingen podían admirar a unas focas que tocaban el tambor, rasgueaban la guitarra, disparaban pistolas... ** El que esto escribe, sujeto no muy dado a ponerse boquiabierto ante las milagrerías de la superstición o de la ciencia del hombre, suele quedarse abismalmente embarazado ante algunas de las innumerables exhibiciones del genio de la Naturaleza. 22
El gimnoto eléctrico (¡una corriente de trescientos voltios, señores!) que ataca con la cola y la cabeza a un tiempo para cerrar el circuito. El oso y el murciélago que, pese a su sangre tórrida, se hacen una siestecita de meses. La vulgar araña de jardín, cuya mayor proeza no está en ser la mejor cazadora de red, sino en el arte con que evita quedar presa en su propio ingenio. Los camellos y las grandes tortugas, cisternas vivientes del desierto sitibundo. El cóndor, dejándose caer en picada desde siete mil metros de altura al plan de algún valle o a la orilla del mar sin precisar de aire acondicionado. La honrada sociedad de ayuda mutua entre el cangrejo ermitaño y la anémona parasitaria del mar. La gaviota y la una, poniendo en alguna angostísima saliente de una escollera huevos casi cónicos para evitar que rueden al abismo. El pez luchador de Siam, que tiene más tenacidad que el buldog, y cuyos duelos para diversión del hombre se contagian de belicosidad humana al punto que aun vencedor queda inútil para nuevos duelos. La hormiga terrestre y soterraña, que se pone alas únicamente para la danza del amor. El escarabajo, que trabaja para redimir la carroña y la boñiga y que lleva en su cuerpo todos los decoros de la luz. Ese algo más conmovedor en el mono que la inteligencia misma: la atención y el esfuerzo puestos en interpretar las voces, los gestos y ademanes del hombre. La mantis religiosa que, tal vez, iguala aunque no supera al hombre (por lo menos no a la fiera con enaguas de Belsen), ella, la escalofriante carnicera que aguarda con larga paciencia a su víctima, idílicamente confundida con el verde vegetal que la rodea, extendiendo las patas delanteras en actitud de orar. Las peregrinaciones transoceánicas o intercontinentales ele los pájaros que vuelven al mismo país, pago, árbol y nido dejado un año antes. 23
La lucha titánica de la estrella de mar, que ataca con diez mil ventosas a la ostra cuyas valvas son el modelo de las tenazas más tozudas. Los cocuyos, cuya luz es tan feérica, que las indias del trópico se enjoyan con esas esmeraldas parpadeantes y los indios alumbran con ella su camino en las noches más ciegas del bosque. Los privilegiados del color pájaros, peces, escarabajos, mariposas -, que se desplazan y giran sobre sí mismos para modificar el ángulo de incidencia de la luz a objeto de provocar el despliegue completo del abanico de esplendor que concretan en sí. El ornitorrinco, que pone huevos y los empolla para terminar dando de mamar a sus pichones como una nodriza. La amistad que para burlar la frialdad de la jaula puede encenderse entre el ratón y el gato, el lobo y la oveja, el tigre y el pavón. El ánade rabilargo, el faisán, la codorniz y tantos otros que, sorprendidos en el nido o a pique de serlo, huyen revoloteando entre caídas y arrastraduras, simulando estar heridos para tentar al intruso y alejarlo de sus huevos o sus crías. El escarabajo marino que desembarca en tierra, se hace peatón, aprende a trepar a los cocoteros y a vaciar los cocos de su pulpa como con cuchara: es decir, el más instintivo de los seres dando una réplica inteligentísima a una situación nueva. La metamorfosis de la vermicular y opaca oruga en mariposa alada y vestida de colores y esplendores: maravilla de las maravillas físicas y biológicas de donde ha salido el sueño falso de trocarse en ángel, pero que constituye, sin duda, el mejor desafío y la mejor promesa a la ambición espiritual del hombre.
El hombre se jacta, y no sin razón, de sus hazañas civilizadoras en la zoología. Ha hecho de la baba del gusano telas tan espléndidas como las mejores pieles o plumas naturales; trabaja de socio industrial de la abeja y la vaca, inventando ríos de miel y leche; obliga al bandido del hurón a cazar chinchillas y al demonio del chita a cazar ciervos para él; subvenciona a la civeta para 24
quitarle su perfume como si fuese una flor; ha convertido al perro en alter ego alquilón; arrienda por unos puñados de hierba sus patas de viento al caballo; paga al gato con una piltrafa sus servicios policiales contra la rata, quien, junto con la muerte, son sus únicos enemigos invictos hasta hoy. Pero tiende a olvidar bajunamente una cosa: que los animales lo civilizaron a él. O que se civilizó gracias a ellos. Vale decir, sólo gracias a la conquista del perro, del caballo, de la cabra, de la oveja y la gallina, dejó de ser, en parte al menos, fiera cazadora, bestia nómade, como tantas, para trocarse en dueño de una casa, una aldea, una ciudad. Alguien piensa que el hombre podría ampliar el área de sus domesticaciones, produciendo una raza de monos útiles para la agricultura y la industria; criando cocodrilos como si fueran visones para aprovechar sus cueros; dando entrada en nuestras quintas a la foca y al castor; hospedando en nuestros corrales a la garza, la cigüeña, el flamenco y aun a la golondrina de nidos comestibles. Podría ser. Pero hay algo, sin duda, más urgente que eso. Es la necesidad de reiniciar, con mayor inteligencia y constancia, la civilización de la inimitable vicuña y de la inimitable cebra de Grevy, salvándolas de su destino fúnebre. Salvar la vida de una sola de tantas bellas familias animales amenazadas de extinción, vale más que fundar nuevos museos de ciencia o de arte. Sarmiento - que, si no es el único, encabeza a los poquísimos sudamericanos que supieron mirar hacia delante— soñó concienzudamente en la domesticación del carpincho de piel suntuosa y carne intermedia entre la del cordero y el chancho; del mayuato, enemigo personal del bicho de cesto; de la mulita, lechón de la pampa, y, sobre todo, del más gentil de los osos, el hormiguero, muy superior a todos los ácidos antifórmicos. Sarmiento pensó también en propiciar la inmigración del camello (buen carguero y buen dador de leche, carne, cuero y cerda, y que vive de nada) en nuestras zonas desérticas, cosa de que aún estamos a tiempo, agregando la de la cebra y sobre todo la del yack tibetano, mejor cargador y peatón montañés que la misma mula, avezado al régimen nutritivo más árido y que cru25
zado con el vacuno da un mestizo de la más elástica resistencia para el frío y el calor. Pero hay algo más noble y no menos sensato que todo eso, algo que honra a nuestra civilización bastante más que el bombardeo en picada o el trabajo en cadena: la idea llevada a la realidad en Norteamérica y Sudáfrica -los parques Yellowstone y Kruger - de reconocer la ciudadanía animal, digo, el derecho de las bestias a vivir sus propias vidas libremente y en su ley,
dejándoles para su uso particular un paraíso virgen, o, si queréis, un arca de Noé tan grande como la Mesopotamia y más inviolable que el local de las embajadas extranjeras. Ya era tiempo. Porque es fuerza volver a lo consignado más arriba: en inteligencia y sensibilidad las fieras, y los animales en general, son superiores a su fama y a veces a ciertos hombres. De sólo recordar que la mona lleva en sus brazos por varios días a su hijito muerto, y que los cinocéfalos recogen a sus heridos, y rememorar de paso el fervor zoocida y homicida de los hijos de Adán, uno se siente medio apocado. ¿Qué decir de la conyugalidad perfecta de ciertas aves junto a los serrallos musulmanes o persas o los que en otras partes llevan otro nombre? Pese a su sangre escalofriada y a su encorvada y arrastrada vida, el pitón mismo llega a depositar confianza y afecto en su cuidador, en grado suficiente, al menos, como para lamerle el rostro. Y sólo la miopía para lo que pasa a un jeme de nuestras narices nos veda el deslumbramiento ante uno de los más abismales misterios de lo que vive, como lo es el de la ternura admirativa y leal hasta lo heroico que el perro más feroz testimonia a su amo, o el hecho de que el milenario devorador de ovejas se haya trocado en su guardián insobornable. El domador y tratante de fieras, Hagenbeck, tal vez el hombre que mejor las conoció hasta hoy, ha dejado enseñanzas inolvidables. l, que había conocido leones, tigres y osos, amaestrados que parecían prófugos de las cámaras de tortura de la policía de Hitler (u otras no menos eficientes), es decir, sometidos a la pedagogía del rigor y del terror hasta obligarlos a la antropofagia. . descubrió que las fieras cedían muchísimo menos al látigo y al fuego que a la comprensión, el amor y la paciencia. . . como los 26
meros niños atléticos que son! Más aún: en la fiera domada por sólo el miedo, hay siempre un enemigo agazapado que espera el instante del destino para vengarse; la fiera convencida por la inteligencia y la bondad deviene un amigo. Y el gran educador también advirtió que al frío de las carcelarias jaulas no se lo alivia con estufas por muy costosas que sean, porque sólo se remedia con libertad, a punto que, gracias a ella, nada más, el chimpancé podía pasearse por Europa en pleno invierno y el avestruz africano podía revolcarse en la nieve como en la propia arena de su Sahara. Los animales, tanto como de alimentos, precisan de libertad y amistad. Y ser tratados, no como cosas, sino como criaturas con alma. ¿Igual que los hombres? ¡Naturalmente! Y tanto que a la observación de un entendido de que en la época del celo ciertas fieras se ponen muy inquietas y tontas, podemos preguntar: ¿y qué mamífero de dos patas puede tirarles la primera piedra? ¿Que el hombre llegó a la civilización gracias a los animales? Hay algo más. Hoy mismo depende vitalmente de ellos, y sin su presencia zonas enteras dejarían de ser practicables para el hombre. Y eso no es todo. Hombres de alta responsabilidad profetizan el seguro y no lejano acabamiento de los combustibles que permiten la estruendosa motorización de la vida moderna. Entonces, el hombre tendrá que acercarse más que nunca a los animales y fraternizar con ellos. Y verá que Frank Einn no exageró un ápice: "Un automóvil es ciertamente un objeto maravilloso, pero no tanto como un elefante." Y comprenderá que el mero progreso externo, montado principalmente sobre las ruedas de las máquinas puede no significar gran cosa en sí mismo y aun puede ser en gran parte un autoengaño. El arribo a lo nuevo no es lo que importa, sino a lo mejor: "La lombriz solitaria en su suerte infeliz en el intestino humano -dice un veedor moderno - es un signo de evolución igual que el de la alondra en la puerta del cielo." ** Mucho me temo que lo precedente parezca un poco el alegato del abogado del diablo, o al menos de alguien que cree más en la 27
zoología que en la humanidad, más en la Naturaleza que en el espíritu. No hay tal. Con la sola salvedad de que no ve contradicción ni discontinuidad entre el cosmos y el alma, el que esto escribe no se avergüenza de vocear aquí su fe en el hombre, el más profundo, inquieto y valeroso de los animales -pese a todas sus bajezas e incongruencias - y el de mayor porvenir. Cree en aquel que inventó un lenguaje metafórico para llegar al pensamiento abstracto, y extrajo del aire una música más profunda que todas las conocidas: en aquel que inventó herramientas para cambiar su medio y cambiarse a sí mismo, es decir, en la criatura capaz de innovar y de invadir el futuro. Ni siquiera es cierto que el hombre sea el primer autor de muchas de las bellaquerías que practica. Algunos de sus vicios están ya en el mono y otros predecesores. Su tendencia al parasitismo se anticipa en el cuclillo que delega en otros el afán de la construcción del nido y la crianza de su prole. Y no olvidemos que fue la formica rufens quien inventó el arte de la explotación del prójimo por el prójimo, es decir, el esclavismo. Sí, pero por ser lo que ha llegado a ser, el hombre tiene mucha mayor responsabilidad ante sí mismo y ante la creación que las otras criaturas. Y no se trata de que se busque abochornar al hombre con el ideal de la compasión ciega y beata, en primer lugar porque ella implica un comienzo de desprecio y suele ser la máscara de los de corazón angosto; en segundo término, porque un exceso de compasión puede abortar en una defensa de lo feo y enfermizo, puede atentar contra la profunda armonía de las cosas, contra la belleza, la fuerza y la alegría de vivir. Sólo son abominables la crueldad inútil, los dolores injustos y evitables. ¡Ay de la piedad si no es justicia de algún modo! No despreciemos tontamente lo salvaje y aun lo zoológico que en nosotros queda, pues allí suele estar no sólo la raíz de nuestro coraje sino también de nuestra más heroica capacidad de sacrificio. No por cuidar el injerto olvidemos al patrón que lo alimenta. Eso sí, estamos obligados a amar todo lo que vive de acuerdo a la norma natural, porque somos parte de él, porque un parenma
teseo terrestre y celeste nos une al cuerpo y al alma universales. No menos lúgubre es el pecado de vanidad del que antes creía tener alas de ángel y hoy cree que le bastan las alas de los aviones. Nuestro gran progreso mecánico puede ser algo muy semejante al excesivo desarrollo muscular o a la excesiva armadura que aplastó a ciertas especies. No, el ideal del hombre no puede ser mecanizar el mundo y motorizar la vida, despejando el cielo de vuelos vivos y de cantos vivos para reemplazarlos por alas rígidas y ronquidos de motor y gases apestosos, ni despoblar a la tierra de la infinita variedad, utilidad y belleza de sus seres para poblarlo de ruedas y hélices y millones de homúnculos de cerebro mecanizado y voluntad dirigida. No, el hombre tendrá que volver a una relación de amor con el mundo de que es miembro: tierras, aguas, vientos, montes, estrellas, plantas y, sobre todo, animales, uno de los cuales es. No nos extrañe que quien practica aún en vasta escala el homicidio, persista aún en el zoocidio, ni de que quien siga venerando las cárceles y los campos de concentración no se atreva a jubilar las jaulas. ¿Pero es que el hombre está condenado por sus dioses a ser un sembrador y un cosechador de angustias y muertes? ¿A no poder jugar sin destriparlos, con los juguetes vivientes de la Naturaleza? No, sin duda. Confiemos en que el discípulo de Prometeo sabrá redimirse al fin de su milenaria herencia de inmolaciones y prisiones piadosas, guerreras o civiles. Un poco más de inteligencia y de ternura veraces bastará, sin duda, para poner en sus manos la nueva varita de Moisés que ha de hacer saltar dondequiera fuentes de vida y chorros de hermosura. Ni siquiera le faltan muestras aleccionadoras. Señalaré sólo el doble firmamento del mar y el cielo embanderándose pacíficamente de gaviotas, y el de la noche caminando descalza sobre la hierba para no despertar a los pájaros. Sí, lo más grande podrá ocurrir sobre la tierra: el hombre será capaz de terminar un día con los cocos policíacos de afuera y los que lleva adentro, es decir, de inaugurar una libertad y una fraternidad más profundas que las del bosque. 29
Otro sí digo. No es chica suerte la de poder reconocer que entre nosotros aparecieron algunos de los mejores campeones de la causa que aquí se ventila. Los argentinos en su gran mayoría -y no digamos los del resto de América— seguimos ignorando con entusiasmo el caso señeramente excepcional que la presencia de Sarmiento constituye aún en las tierras de habla castellana. Sólo queremos recordar que de la diversidad y profundidad del genio de este hercúleo servidor y propulsor de los hombres no son detalles menores su capacidad de ternura y su capacidad de belleza. Gran sentidor, digo, gran artista fué, por sobre todas las cosas, y lo que dijo de pasada de la Pampa, los gauchos, la boca del Amazonas o la palma real de los Trópicos, por ejemplo, hace olvidar fácilmente los cantos de nuestros poetas. ¿Qué mucho pues, que él iniciara entre nosotros, como tantas otras cosas, un cambio fundamental de actitud hacia los animales? Así fué. El intenso predicador de la "Sociedad Protectora de Animales" no se movió sólo por un sentimiento de lástima y tutela, sino también, y principalmente, de comprensión y admiración. Una de sus postreras preocupaciones fué convertir a la Mar Chiquita en "el último asilo", esto es, en el paraíso inviolable de "las aves que por millones embellecen estos lagos". De su amor infantil y paternal por los pájaros da testimonio una de sus páginas más aladas: Mis pajaritos. Del sentido de su voluntad civilizadora, la humanización del hombre, es un humilde pero revelador indicio su empeño en asociarlo amistosamente a los animales, como cuando propone nombrar al oso hormiguero guardián oficial de nuestras quintas yjardines, según ya indicamos. Tampoco lo saben todos, ni mucho menos, que en el siglo pasado nació en la Pampa y se pasó treinta años galopando por ella un gaucho de sangre inglesa nombrado Guillermo Hudson, que devino el mayor revelador que la belleza de los animales en libertad tuvo nunca. ¿Y quién, hablando de estas cosas, se atreverá a olvidar que pocos biógrafos de hombres pueden ponerse al lado de nuestro Horacio Quiroga desde el día en que se puso a mover buena parte de la selva del Trópico y uno de sus grandes ríos para trazar la biografía de Anaconda, la víbora sansona del mundo?
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EL DIOS DE OJOTAS
AzUoR de numerosa nombradía, Juan Lera. Cazador, y sólo
C eso. No sirvió ni quiso servir para otra cosa, cuando mozo, y cuando asomó la vejez halló sin duda que era demasiado tarde para cambiar de vida. ¿Quién muda caballo en medio del río? Por días y semanas, cuando no por meses, perdíase en los campos y quebradas para volver cualquier tarde seguido de su séquito de perros, con su carguilla de cueros y plumas, o su costal de huevos de ñandú, que vendía o cambalacheaba por provisiones o ropas en la pulpería, jugando el resto, si restaba algo, a los naipes o a la taba, para desaparecer de nuevo. No carecía de admiradores y envidiadores, Juan Lera. Ponderábase su innumerable baquía de cazador, la resistencia de su cuerpo al frío y al calor, a la sed y a la fatiga, no menos que el aguante de su alma solitaria al desamparo y al misterio de los campos brutos. Agregábase que pudiendo haberse trocado fácilmente en un salteador de caminos, persistía en ser lo contrario: el buen vecino único con que uno podía dar en el desierto, como que más de una vez había sacado a buen camino al descarriado o rescatado con un trago de sus chifles al que agonizaba de sed. Sí, pero no eran pocos los que preferían hacer la vista gorda a esto para sólo mirar sombríamente el otro costado. ¿ Por qué rehuía Juan Lera el lograr su pan con el sudor de su frente, como Dios manda, y la convivencia con sus semejantes, y hasta el buscar
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mujer e hijos? Todo eso es lo de menos -decían las viejas beatas - pero ¿quién lo ha visto alguna vez en misa? Ya veremos algún día si no muere sin confesión / comido por sus perros...
Había algo no menos bronco. Decíase que, acosado a veces por la necesidad, Juan Lera no respetaba ni los mandamientos de El Yastay. Sí, El Yastay, cuya flauta de hueso de cóndor repercutía en la alegría melodiosa de los pájaros y hacía bailar a las liebres; sí, el petiso dios de ojotas y sombrero ovejón que castiga misteriosamente al desalmado que no respeta a las crías ni a las hembras preñadas o cluecas. - * * Juan Lera troteaba aquella mañana por un cañadón en su caballejo tobiano (tan aguerrido para la sed como para trepar a lo gato una ladera o galopar un médano) seguido de su enjambre colmilludo: Clavel, el cuzco, que él solía llevar a veces a la grupa, jadeando debajo de un estribo; los demás chuchos a la zaga. De pronto, sobre el borde del barranco, un blancor y un claror como deben ser acaso los de los ángeles con que sueñan los niños. Pero, no; ¡era sólo un guanaco! ¿Guanaco blanco? Sí, aunque eso nunca viera él hasta ahora. Sujetar el caballo, contener con una seña y un bisbiseo a los perros, desprender, voltear y lanzar sus boleadoras; fué todo uno. Después un brinco y un relincho como de pifia del prófugo y los perros echándosele detrás enloquecidos de angurria... ¿Cómo había marrado él, boleador sin falla, ese tiro casi a boca de jarro? *
-
*
Eso fue al comenzar la mañana. Ya hace rato que el sol cayó detrás de los filos nevados del poniente y la noche comienza a salir de las quebradas y las cuevas. Juan Lera ha caminado sin tregua un día entero: durante horas a caballo, después a pie, por breñas y peñas y dunas, siguiendo primero el rastro de sus perros, intentando más tarde, sin conseguirlo, orientarse por el eco de ladridos remotos. 32
Juan Lera está materialmente exprimido por la sed y el cansancio. No menos abrumado está en su alma. ¿Cómo ha podido errar así semejante tiro de boleadoras, perder totalmente la huella de su perrada, desorientarse y aniquilarse de este modo? Sus pies parecen negarse ya a dar un paso más hacia adelante. Sólo que... debajo de aquel algarrobo... ¿ Eh?... ¡Sí, sí, sus pobres perros atados al tronco del árbol con sogas de chaguar, gimoteando y tiritando tan lastimosos como él!. . Juan Lera comprendió de golpe. Aquel guanaco tan irresistiblemente blanco como la nieve bajo el sol era El Yastay en persona, el padrecito de todos los animales del campo, y esta dura broma era sólo una advertencia.
ZUM-HU, PRIMER PEATÓN DE LA PAMPA
UM-HUM pasó escondido en lo más espeso de un cardal casi Z todo el día. A la madrugada siguiente caminó en una sola
dirección, tal vez leguas. Se detuvo, al fin, sin duda creyéndose suficientemente alejado y a resguardo de intrusos, y pasteó un buen rato. Se detuvo de nuevo, como cohibido. Algo se agitaba en él. No era la añoranza de sus hijos, ni hambre, ni sed. Anduvo de acá para allá, deteniéndose largos momentos, escuchando, como a la espera de que alguien apareciese o lo llamara. Al fin se escuchó en la soledad un rumor o una voz, tal vez, larga y vastamente zumbante, como viniendo de un hueco remoto de la tierra. Se estremeció él hasta lo más profundo. La voz llegó de nuevo, y sólo entonces pareció darse cuenta de que aquello salía de su propio pecho... Altamente erguido sobre sus patas, las alas entreabiertas, el cuello inflado hasta recordar menos el de la jirafa que el de un toro, el desmesurado gallo de la pampa dejaba escapar su voz, la voz más indescifrable del mundo: algo que parecía venir de todas partes, alzarse de la tierra, descender del cielo, poderosa como un viento emboscado o un verano con todos sus insectos, deviniendo al fin más insignificante que un suspiro. Vagó días así. Despertábase antes del alba, sintiendo que ésta tardaba en llegar. Alzábase entonces de su lecho solitario con menos ganas de comer que de retozar. Un poder nuevo y deseo34
nocido, algo como un numen, lo inspiraba. Lanzábase de repente a toda carrera, con las alas ahuecadas, como si quisiera despertar el aire para juguetear con él. Y eran saltos en alto, tendidas de costado, gambetas vertiginosas, abalanzamientos derechos como lista de telar, paradas bruscas, extendiendo el ala con arte y gracia únicos, para salir disparado en ángulo recto. Alguien, al fin, contestó un día. Y ese alguien era una hembra. El encanto de su soledad quedó roto. Pero a la mañana próxima la pareja se dió casi de manos a boca con un macho que traía un cortejo de seis hembras. Se produjo una pausa que no duró mucho. Los machos, como obedeciendo a una misma orden, comenzaron a esponjar el cuello. Cada uno avanzó un paso. El erizamiento de las plumas se trocó en tremor de los muslos y el cuerpo entero. Reiniciaron el avance, de soslayo ahora, ahuecando las alas, balanceando ligeramente el cuerpo, la cabeza tiritante como un puño cerrado con fuerza. Al fin se juntaron, en un atlético encontrón de pechos desnudos que resonó sordamente, trenzando después los cogotes como dos víboras enamoradas, y la pelea comenzó. Aquello duró casi una hora. Las hembras, en torno, miraban con interés y ansiedad grandes, como esperando una sentencia, pero pasado un rato su atención decayó, veleidosamente. Fué una lucha furiosa y entrañuda, como de dos enemigos que hubieran andado buscándose por años. Con los cuellos retorcidos y machihembrados, tirábanse hacia atrás tan vigorosamente que se alzaban algunas pulgadas en vilo, soltábanse, revolvíanse para apechugarse de nuevo golpeándose sin asco con las alas armadas de espolones, amordazándose perrunamente alguna vez la cabeza o el borde de un ala con el pico, chafando hierba y rastrillando el suelo con las patas, todo esto hasta que la fatiga comenzó a desgajarles las alas y a ahorcarles el aliento, y hasta que el desconocido optó por buscar alivio en la fuga, perseguido un largo trecho por Zum-Him que al fin regresó a recoger el trofeo de su victoria: las seis hembras que el vencido había subyugado con el imperio de su misteriosa voz de amor. Los días siguieron y Zum-Hum cumplió con caballeresco donaire sus deberes de esposo polígamo celebrando, sin descuidar
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ningún detalle, los ritos de amor de la especie. Con insinuante comedimiento o fogoso arrebato cortejaba a cada una de sus compañeras, olvidando un momento a las demás, buscando arrimo una vez y otra, con el cuello esponjado y arqueado, cloqueando un arrullo mugiente, desplazándose a derecha e izquierda con las alas entreabiertas y colgantes, disparándose de pronto como una flecha para terminar girando en círculo con las plumas tremantes como añorando el vuelo, avanzando lento y majestuoso ahora, como ofreciendo de alfombra el fleco de sus alas, en genuflexiones de zalema oriental. Cuando sintió llegada la época de la postura, Zum-Hum acreditó un gran sentido estratégico en la elección del sitio apropiado para el nido, descartando desde luego toda vecindad de matorral, hondón o lomada, que pudiera disimular la llegada del enemigo, de dos o cuatro patas. En medio de la alta maciega, pero en lugar despejado, el futuro padre eligió un punto cuya hierba comenzó a segar con el pico, arrojándola a la vuelta. Después, aplastándose en el centro del redondel con las canillas estiradas hacia adelante y apoyándose sobre el pecho calludo, comenzó a excavar la tierra, aflojándola con las uñas y echándola a la orilla mientras iba moviéndose en redondo. Se afanó y afanó hasta que su lomo quedó casi a ras del suelo, hundido el corpachón en una especie de tina. Sólo se llamó a sosiego cuando pudo tapizarlo con pajitas y briznas de hierba y alguna hilacha cerduda. El nido estaba hecho. Esa tarde una vez y varias al día siguiente, trajo a sus compañeras hasta el nido, como quien no quiere la cosa. Una de ellas entró y se echó, al fin; dos días después lo hizo otra; casi todas las demás fueron siguiendo el ejemplo. No faltó alguna que pese a los pechugones maritales se obstinó en poner sus huevos fuera de la cuna que el varón redondeara con su galante pecho. Los pajonales y herbazales de la primavera pampa no estaban hechos a escenas de tan donosa o soberbia galantería como las que ahora presenciaban cada mañana y cada tarde: el cortejo de las bellas y recientes desposadas con su aire de gustosas cautivas, y el archirnarido, que marchaba casi siempre precediéndolas, mientras avanzaba al parecer más cuidadoso del alto de-
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coro de su persona que de los bajunos reclamos de su buche: el cuello en arco, como un potro crinado de plumas erectas, la cabeza volcada hacia atrás con aire de desafío o de mando, flexionando las piernas como en trance de baile o esgrima y, por ratos, sacudiendo el pico en cloqueo retador. Al promediar la mañana, Zum-Hum llevaba a sus hermosas a la vecindad del nido, y por allí se demoraba, herborizando a la redonda, echando de cuando en cuando insinuantes o primorosos bramidos. Las que debían huevar ese día, hacíanlo sin tardar más de lo preciso en el lecho común, saliendo siempre en dirección opuesta al de la entrada. (Aun así no faltaban remisas que dejaban caer su preciosa carga afuera, es decir, a la intemperie.) Al final, el macho cubría de briznas la huevada. Aovando varias hembras y reiterando cada cual su postura cada dos, tres o cuatro días, no tardó el nido en verse colmado. Esa circunstancia, no el agotamiento, decidió el instante de iniciar la empolladura. .Zurn-Hurn ya estaba maduro para ella, es decir maternalmente clueco, pues, según es sabido, en su raza es €1 macho quien corre con todos los deberes y se arroga todos los derechos de la filoprogenitura, es decir, de la incubación, la saca y la cría. Clueco, dijimos. Cierto; crispado de plumas y de nervios como la gallina es igual trance, con un cloqueo ad hoc, enflaqueciendo día a día por la fiebre creadora, deshojando plumas de su pecho, de su vientre y aun de debajo de sus alas para mullir más su lecho y esconder y abrigar mejor sus huevos. Su nidada se componía de veintiún huevos cuya sola presencia fundía de ternura las entrañas de Zum-Hum. Ellos, con su forma elíptica, su color blanco cremoso finamente jaspeado y anchamente maculado de verdusco amarillento, con volumen igual a quince y más veces el de un huevo de gallina. Zum-Hum echábase sobre la nidada hincando las rodillas, esto es, con los tarsos hacia adelante, apoyándose en ellos no menos que en los firmes remates de tibias y talones y se inmovilizaba allí con el amoroso ensimismamiento de una tórtola. Empollaba toda la noche y en la mañana sólo hasta que apretaba el sol primaveral: hacíase relevar por él durante tres o cuatro 37
horas para echar algo al buche sin aflojar la guardia. Así fueron puestos en mal pie, en ocasiones sucesivas, un zorro y una mofeta. Otro día obligó a cambiar de rumbo a una caudalosa víbora negra. A veces, en las horas muy sofocantes del día, sin salir del nido, alzábase sobre él para desentumir las articulaciones, quedando un rato de plantón mientras con las alas entreabiertas ventilábase para refrescarse un poco. Con los días, sus abandonos del nido fueron haciéndose más raros. Salía para desperezarse una y otra vez, soliviándose sobre la punta de los dedos, torreando el cuello, o braceando un ala y otra, o sacudiéndolas de golpe. Después encaminábase a prisa hacia el bebedero distante más de una cuadra; regresaba, pasteaba a la ligera y volvía al nido. Salía también a la descubierta cuando sentía un ruido sospechoso. En cualquier caso, al regresar, examinaba siempre los aledaños y el interior del nido, pues cualquier rastro desconfiable, un simple cambio en la posición relativa de cada huevo dentro del nido - lo que él nunca hubiera dejado de reconocer -, habría bastado para que procediera a desparramarlos y romperlos sin piedad a patadas, no por un rapto de ciega y furiosa soberbia, sino al contrario, por sagaz inducción, pues descubierta su yacija por alguien cuya peligrosidad él sabía calcular bien, su vida y la de su futura prole quedaban pendientes de un hilo. "No hay animal más gaucho que el ñandú", decían los gauchos. Cuando transcurrió una luna entera Zum-Hum no dejaba ya su nido casi ni para comer o beber, sintiendo oscuramente que era capaz de cualquier cosa por mantenerlo inviolable. Una madrugada su oído siempre alerta registró un retumbo sordo y creciente. No tardó en identificar aquello como pisadas de caballo... de caballo con jinete. Dejó el nido, se alejó largo trecho escurriéndose por medio del pajonal plano, y al fin alzó la cabeza, oteando. Un jinete, ciertamente, marchaba como viniendo a su encuentro. Sin dudarlo mucho Zum-Hum salió al descampado. ¿Diremos que su figura tenía de todo menos de amable o indiferente? Flaquísimo sobre sus inmensas zancas, pecho y vientre desnudos, acortando o alargando el cuello híspido, encogido sobre sus garrones y medio batiendo el suelo con las alas, zapateando, gambeteando y sacu38
diendo un hueco matraqueo con el pico, cargó resueltamente como buscando el encuentro del sotreta.. . Este, que no debió haber entrevisto cosa semejante ni en sus pesadillas, se botó a un costado en una tendida de vida o muerte (¡su jinete no cayó por puro milagro!), mientras Zum-Hum zigzagueaba en dirección opuesta a la de su nido. Con heroicidad doble a la de las gallinas, Zum-Hum permaneció apelotonado sobre sus adorados mingos durante cuarenta y dos días, ni uno menos. Entonces sintió algo que golpeó y resonó en lo más escondido de sus entrañas: el piar embotellado y aun el suave y reiterado picoteo de dos nonatos afanosos de derribar por sí mismos el muro de tinieblas del cascarón y entrar en el mundo de la luz. (Sabido es que el polluelo, a fin de romper la cáscara que lo encarcela, pica siempre alrededor de un punto, moviéndose de izquierda a derecha, trabajando con ritmo tenaz, pero la hazaña se logra sólo gracias a la presencia de un duro tubérculo calcáreo en la mandíbula superior del pico blandujo, obrando aquél como herramienta de vidriero o picapedrero. . La saca duró tres días. Si la felicidad existe sobre la tierra la conoció Zum-Hum como pocos, sintiendo bajo su encallecido pecho y sus desflecadas alas bullir y piar, infinitos de suavidad y tibieza, los cuerpecillos de sus hijos. No latió menos henchido de corazón cuando pudo abandonar el nido y ver a sus pichones de vario tamaño y piar uniforme desbordar en torno suyo. Monísimos, de veras, con su traje amarillo oscuro a rayitas negras, su esbelta estampa, su grácil soltura y la agilísima obediencia de sus canillas y su cuello de cisne, o cuando lo rodeaban con su piante sibilar lleno de gracia, que parecía no ser de ellos, pues salía por los orificios de la nariz sin abrirles el pico. . . Aptos para comer y correr al salir del huevo, picoteaban de lo lindo, a los tres días, brotes e insectos (las hierbas vendrían después), y a la semana no les hubiera dado alcance un hombre. A los quince días, con una vara de estatura, eran ya mozos de cuenta. Zum-Hum parecía renacer cuando en las madrugadas o al promediar las tardes los charabones entregábanse, como pez en el agua, a la gloria de correr y correr por puro gusto, desde luego, pero también llevados por el oscuro aunque imperioso afán de 39
que la especie, vieja de millares de siglos, conservase el campeonato en un arte al que debía el poder seguir picando verde sobre la tierra. Con el cuerpo tendido de costado por la profundidad del impulso —y como accionados no por propio albedrío, sino como arreados por el viento— lanzábanse a todo escape, y cuando la oblicuidad devenía a ojos vistas, una amenaza, recobraban el equilibrio sin más que jugar el ala del costado opuesto, o avanzando a fondo como una emplumada flecha india, quebraban en ángulo recto la dirección de la carrera y sin perder velocidad, gracias al mismo consabido juego. Esguinces maestros, gambeteos inimitables, remolinear de molino de viento, toda la gracia sin fin de sus movimientos circunflejos obrados con las alas de timón o velamen. En verdad que no superaban ni siquiera igualaban ese casi aéreo donaire ni los hijos de la gama o la vicuña sobre la tierra, ni la garza sobre el río, ni el velero sobre el mar. Pero Zum-Huni, como vigía en su torre, no descuidaba un instante su guardia. Sabía que, de noche como de día y desde el huevo, la vida del ñandú está asediada de enemigos tan pudientes como hipócritas. (Favorecido por la oscuridad o la indecisa lumbre de los crepúsculos, brujuleado por el tufo o el zumbido del ñandú, solía llegar el yaguareté o, más elástico, mañoso e implacable, el gatazo amarillo, el puma.) Bien se acordaba aún del fin de su primera nidada. Pasteaba por allí cerca, y se había apenas alejado en busca de agua cuando lo hizo volver sobre sus huellas un ruido, sordo y reincidente, como de alguien que castigara el suelo. Al aproximarse al nido descubrió la forma recién vista de alguien que debía ser el padre de todos los lagartos (supo después que era la iguana) que se entretenía en sorber los huevos de su nido, rompiéndolos a latigazos, es decir, a golpes de aquella cola capaz de cortar en dos una víbora o un lazo trenzado. Cargó él sin miedo, aunque con prudencia, sobre el maldito, que se batió en retirada tratando de dislocarle un ala o una canilla al encrespado Zum-Hum, quien sin dejarse tocar una pluma, bailaba sobre el maleante con sus uñuclas patas que sostenían un peso de setenta y cinco libras.
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Pero ése era cuento viejo. No así el lance de ayer, que fué la nueva reiteración, con algunas variantes, de otros anteriores. Uno de los pollones se había acercado a la orilla del pajonal, cuando Zum-Hum, que sabía mirar hacia atrás tan bien como a los costados, alcanzó a notar su desaparición casi instantánea y sin ruido. Allá cayó como un golpe de viento y tanto que el zorro soltó su presa, aún viva, para evitar el choque, sin conseguirlo no obstante: alcanzado a medio camino, se tendió de lomo, con las patas encogidas, presentando dientes y uñas al agresor. Ni por esas: Zum-Hum cruzó y recruzó sobre las bajeras del ladrón - chafando con sus patas, hiriendo con sus uñas - con tan huracanada prisa, que el yacente no logró acertar uno solo de sus tarascones lanzados entre ¡cuac! ¡cuac! más de espanto que de enojo. Se dió por feliz cuando consiguió reanudar la fuga, mientras Zum-Hum se resolvía, por fin, a prestar oído a la alarmada silbatina de sus pipiolos. Tan cauteloso como sagaz, tan tierno como bravo, era en todo tiempo el desempeño del gran nodrizo. Cuando en los días destemplados hacíase sentir más tiritante el piar de su prole, el padre anticipaba la hora del reposo extendiendo los escamosos tarsos en tierra y ofreciendo el ralo pero caliente poncho de sus alas a los frioleros. Llegó a hacerse entender de sus pupilos a tal punto que según fuese la especial inflexión de su voz de alarma, ellos alcanzaban si debían echarse, borrándose entre la hierba, o fugar en busca de escondite a otra parte, mientras, y a fin de que tuvieran tiempo de hacerlo, Zum-Hum cubría la retaguardia, zigzagueando mañosamente y desplegando aparatosas pantomimas, es decir, exponiendo sencillamente su vida. *** Cuando lo que puede llamarse propiamente crianza tocaba a su fin, los infantes y su padre comenzaron poco a poco a tolerar la vecindad de las hembras adultas. A no mucho andar se reconstituyó la familia integral de la especie. Zum-Hum vagaba todo el día desde el alba, por la ancha zona que se asignara como hábitat. A ciertas horas de descanso dábase un baño de 41
arena o tierra liviana. En las peripecias del pastaje, no trepidaba en mezclarse con las piaras de venados, y aun de vacunos y yeguarizos, cosa que permitía aflojar la guardia, es decir, comer con más sosiego. Según es sabido la dieta del ñandú descansa sobre los tres reinos de la naturaleza: mineral, vegetal y animal. Onmívoro por necesidad, sin duda, pero vegetariano por convicción. Hojas de toda hierba - con preferencia de verdolaga y trébol - componían la base de su menú. Un día encontró una planta de flor morada que le gustó bárbaramente. Agregaba las frutas del edén pampeano - camambú y arazá, ante todo -, y semillas de toda clase, sin exceptuar las más duras o ásperas, buscando lo que más precisa su nutrición: fécula y mucílago. (No poseyendo papilas nerviosas en la lengua, no tenía para qué exagerar la delicadeza de su gusto.) Lagartijas y culebras, después de uno o más picotazos preparatorios, también entraban en su buche. Aunque mostraba más ternura por los insectos dedicándoles el más estudioso interés. El ñandú acercábase al pequeño volante con el convincente aire de no haberse dado cuenta de su presencia. (Sólo que él, como los turnios, podía mirar hacia un lado y ver hacia otro.) Entretanto, su largo cuello iba arqueándose en dirección del blanco. Cuando el insecto creía alzar el vuelo, el pobre estaba ya iniciando el descenso por el buche del ñandú, el más soterraño de los calabozos. Tampoco a la lagartija le valían sus ojos y patas. Zum-Hum y los suyos incursionaban también en la mineralogía, confiados sin duda en la potencia mecánica y química (digo, la gran fuerza muscular y digestiva) de su calludo estómago, cuyos jugos llegan a lijar vidrios y metales... Ingerían así piedras y conchas de moluscos y otros cuerpos de discutible suculencia. Es claro que eso de que no bebían agua era un calumnioso chisme pueblerino referido a ellos como a cualquier gente de sangre roja y más o menos caldeada. Bebíanla ciertamente, y en la época del calor, una y más veces al día, en tragos presurosos, alzando después la cabeza hacia las nubes para que el agua bajase cuesta abajo hasta el remoto plan del buche. **
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El ñandú, que puede disfrutar hasta de treinta primaveras, tiene tiempo de aprender algo. Zum-Hum y los suyos sabían no pocas cosas. No ser glotones, por ejemplo -aunque lo pareciesen—, pues un corredor profesional debe huir de la sobra de grasa más que del galgo y las boleadoras. ¿Y cómo, sin gran sobriedad, podría aguantarse esa prueba punitiva que es la seca? (En realidad, el ñandú es como el ombú, su hermano de crianza: esponjoso y liviano, parco y sufrido.) Y sabían también echarse durante una tempestad, pues el viento podría arrearlos hasta el mar, aprovechando el velamen de sus alas. Sabían, asimismo, paliar el rigor de las sequías, levantándose antes del alba, aunque veían poco en lo oscuro, para poder cobijarse a la sombra en las horas insoladas. Y sabían, finalmente, que el revuelo y el sube y baja de gallinazos y caranchos en determinado lugar significa que el puma está por cazar o ha cazado y se halla comiendo o escondiendo su presa. Los últimos gauchos
Al promediar el siglo pasado los pagos de la gran llanura del sur estaban quedando sin hombres ni caballos de servicio. Todo el arbitrio que puede atesorar un gobierno lo tenía en sus manos un hombre que venido de la ciudad se había acabado de criar en estos remansados pagos de la pampa, y había aprendido a conocer casi todos los secretos de la tierra, con sus huellas y pastos y bestiajes, y todas las artes ecuestres del gaucho (menos la de a pie - la esgrima - y la de su alma: la payada), pero que, a la vez, tenía toda la angurria de tierras y plata de algunos gringos y el mandonismo cachondo de los puebleros, y así el que parecía un perfecto gaucho por fuera era su perfecta negación por dentro. Bien pudieron advertirlo, así que fué gobierno, los que más lo ayudaron en el camino de subida, ellos, los hijos del campo, aunque ya fué demasiado tarde. El gaucho había hecho el ensayo, quizá único, de vivir sólo de libertad - de hecho ni el patrón ni el cura le echaron su sombra encima -, como de lo único que importa al hombre, sacrificándole cualquier necesidad o comodidad, aun las más elementales. 43
Comía carne y bebía mate amargo, su casa no tenía más ventajas que la del hornero, por cama tenía su montura - sin desensillar a veces y el cuchillo era, él solo, su arma y su herramienta, el petiso de todos sus mandados. Gastaba, sí, un lujo, pero era de su corazón y su fantasía: la guitarra. Frente a eso, el vistoso gaucho de similor, ahora con bastón de mando, se había convertido para todos, y para los gauchos en primer lugar, en una especie de abrazo de boa. ¿No les había prohibido hasta el pato, juego ecuestre amado hasta la idolatría por los implacables jinetes? Su hermano Prudencio ¿no había cercado a tapia lo mejor de la laguna de Chascomús? Eso, con ser algo, era apenas moco de pavo junto al resto. El echar el lazo a una vaca cimarrona para aviarse de carne y cambiar su cuero por yerba era ya sólo un recuerdo o una gloria de los tiempos de antes. Ahora hasta la vaca más mugre de los millones que se multiplicaron y criaron solas en el desierto verde tenía dueño, y ni decir que con los caballos ocurría lo propio, y tocar uno solo era más delito que matar un indio o un cristiano, y se pagaba con cinco años -o veinte - de servicio en el ejército, es decir, el infierno con muchos diablos. Y también resultaba que de la tierra pampa, tan inacabable y orejana como era, no quedaba ni un jeme sobrante para ningún gaucho vago, pues toda se la habían dado Dios y la Ley a los estancieros, buena parte de los cuales eran gringos recién apeados en el país. ¿No iba ya el poncho inglés desterrando al casero? Y aun no era todo: ningún gaucho podía vivir suelto, es decir, sin amo, y el que no pudiera mostrar la boleta dada por su patrón, quedaba ya convertido en "patrio", como los sotretas mochos de igual suerte: es decir, destinados a la guerra civil o a los fortines de la frontera, a pelear con los indios para defender la tierra de los estancieros. Mas pese a las bendiciones y las acciones de gracias, la santa causa del gobierno peligraba siempre, y como casi todo gaucho de barba o de bozo ya estaba marcando el paso, ahora se conformaba con soldados hasta de quince o catorce años. Los gauchos se habían abierto en dos: unos se llamaron o los llamaron federales y se hicieron peones, milicos y aun gendarmes; los otros siguieron siendo y llamándose gauchos y escapando de la 44
leva, o desertando del contingente fueron a buscar de aparceros a los indios o a los perros cimarrones para salvar su libertad a diente y uña como ellos. (Cada cual llevaba dentro de sí ese sueño que nunca habían aclarado, ni aun formulado, pero que sentían vivo como una espina: una tierra sin dueños para hombres sin amos.) Eran de éstos los que esa tarde se hallaban acampados a la orilla de una laguna perdida en los campos del sur: dos mocetones y dos hombres de barba. Uno de ellos, nombrado Juan Galván, tranquilo vecino que fuera de uno de los pagos de la zona, sacado un día de en medio de su mujer y sus hijos y arreado a uno de los fortines de la frontera, había logrado, al fin, zafarse de allí después de dos años de sufrir las del purgatorio. Castigos desmesurados como una sequía o un malón; azotes de cincuenta para arriba, de modo que lo que quedaba después de la prueba (si no quedaba el cadáver) era con frecuencia apenas una cosa que se movía encorvada y a quejidos, cuando no escupiendo sangre; también el cepo, que no era nada si soltaba al reo sin desviarle el espinazo o el cogote, y finalmente la estaqueada o crucifixión criolla: horizontal y con correas crudas en vez de clavos, corno debía ser en la pampa. Pero ni estas cosas, ni la desnudez, ni los
piojos, ni el frío, ni el hambre - para el que era regalo un costillar de mula - nada de eso podía hombrearse con las angustias de la humillación: porque, al revés del siervo o del perro, que tras el castigo suelen apegarse más aciagamente al amo, el hombre libre (o que lo fué) siente que la vergüenza animal de los azotes o las injurias le queman la sangre día y noche o le infaman la frente como marca a hierro. Juan Galván no pudo, dicho está, volver a su casa y su pueblo sino de matute y a favor de la noche. Vivió a monte, sobre el ¡quién vive! confiando en las orejas y las patas de su tobiano como en el destino y dispuesto a venderse a buen precio si llegaban a embretarlo. Diego Bracamonte, desposeído de su campito por el estanciero colindante, enderezó su hierro contra el juez que legalizó el robo. Había ido a apatriarse entre los indios, donde al cabo de un año se le volvió insufrible el sentimiento de que no había arrimo posi45
ble con el alma de aquellos hombres de ojos de puma que buscaban hartazgo en la carne cruda y la sangre caliente y cuya risa abortaba en hipo y cuya música era ruido sólo. Los otros dos, Lucas Moreno y Pedro Rueda, mozos de apenas más de veinte años, habían escapado hacía tres de la leva, sabiendo lo que ella importaba. Estos hombres, que solían cruzarse alguna vez en el ajetreo de su vivir furtivo, habíanse convocado días atrás, fijando hora y punto, para un propósito apenas sospechable. Tratábase de que queriendo poner un paréntesis de olvido a aquella vida tan desalmada que venían corriendo, convinieron en echar mano de la única sobra que la suerte les tiraba bajo la mesa, como quien dice: una corrida de flanduces en los campos de afuera, deporte más suntuoso que los de reyes y lores. (Y eso que ya no era la gloria de los tiempos de antes, al cerco: cuando algunas docenas y centenas de ñanduces, venados y baguales sin rey ni ley, sentían ceñirse paulatinamente en torno suyo, bajando como un meteoro, el desmesurado anillo de piedras girantes.) Estribando en botón y acompasando la marcha con el fiero llanto de las espuelas, cada uno con su pequeña tropilla por delante, menos Bracamonte, quien traía sólo un ladero que galopaba emparejado al montado como si ambos tiraran de un mismo coche. Bajadas las monturas, maneadas las madrinas y mientras los caballos se abrevaban en la laguna o pasteaban en la orilla, los hombres, improvisando un fuego de viznaga y cardo y duraznillo y leña de vaca, es decir, huesos, para el churrasco y cimarrón, entraron a tratar del grave asunto del día siguiente - como jefes en vísperas de una batalla—, cambiando noticias y pareceres o bajando a los detalles más menudos. Los hombres venían con los aprestos indispensables o, al menos, con los posibles para ellos en los azares de sus libérrimas y miserables vidas. Los de boca reducíanse a una pava y unos puñados de hierba para el mate, sal y ají para el churrasco y alguien trajo un poco de maíz tostado por pan; eso, y un manojo de tabaco y el yesquero de cola de mulita, y los chifles aguateros, era todo. Bastante mayor atención merecían los implementos de
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cazar y cabalgar. De éstos, del bozal a la cincha y del cabestro a la manea, todo era nuevo o bien conservado y de ley, como para la doma, pues el quedar a pie en la pampa es como naufragar lejos de la costa, y la forzosidad de ensillar chúcaro o redomón puede presentarse donde menos se espera. (Y ésta era una muestra de la poderosa autonomía del gaucho: bolear o enlazar, él sólo, un potro en el desamparo, ponerle freno de tiento, ajustarle el recado al lomo, saltar y partir campo afuera, entre grito, corcovo y lonjazo.) Y por cierto que no faltaba a ninguno, guardado con esmero bajo la corona, el bien sobado hijar de cuero de potro que puede servir -sin contar diez usos más -, de toldo en el desierto. De las armas propiamente dichas, los lazos se lucían como para la venta: engrasados y curados con guano de vaca. Pero éstos por hoy cedían el primer puesto a las boleadoras, con sus retobos de cuero cabelluno y sus soguillas de tendones de ñandú o yerga de toro: las ííanduceras, con mingos del tamaño de un huevo de tero - de las que cada campeador llevaba tres o cuatro pares liados a la cintura—, y las potreadoras, tamañas como un puño, amarradas al borrén delantero de la silla, en previsión de una última extremidad, o de algún alzado o bagual a mano. Las boleadoras debieron ser y fueron inventadas por el primer inquilino de la pampa, el indio, como respuesta a la carrera inatajable de las piezas mayores (guanaco, ñandú, venado) en una tierra que era el paraíso del galope, y a la rigurosa escasez de piedras proyectiles, esto es, a la necesidad de ahorrarlas atándolas con sogas. El gaucho las adaptó y las subió de jerarquía al convertirlas en misil de jinete. Esgrima de desmesurado alcance, requiere brazo tan potente como onduloso, ojo tan veloz como certero, cosas ambas que no se adquieren sino con la más tozuda gimnasia comenzada en la niñez. Arma que puede convertir la alada fuga incoercible del ñandú en un tirado plumero viejo - y al jinete de escape más intenso y esbelto en un revoltijo de risa-: arma que apeó generales y ganó batallas: arma nombrada tres Marías por sus dos bolas de ataque y su manijera, pero que también puede ser bimembre (y entonces es de braceo más difícil, y no para todos, aunque de eficacia mayor) de tres vueltas o sesenta varas, ya de
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dos vueltas, o de una, y aun de media, es decir, de bolear bajo el freno. Mas dicho está que sólo al subir a caballo las boleadoras desplegaron todo su vuelo. Eso sí, al lado de la carrera vertiginosamente descoyuntada del ñandú, la del caballo, aun igualándolo o sobrándolo en velocidad, es dura, mecánica y casi ciega. Sólo que el freno y el cuerpo del jinete gaucho pueden darle a un caballo como una boca de seda, quiero decir, jarretes y espinazo tan persuadibles como el acero. No eran de otra laya los de nuestros cuatro amigos. Entresacados de entre muchos, no por sus bellas líneas precisamente, aunque sin olvidarlas nunca, sino por su profundidad; sonsacándolos con maña y sin prisa en numerosas pruebas y estrechándolos más cada día hasta hacerles soltar todos los rollos de su aguante y ligereza. Sólo entonces pudo comenzar su educación verdadera hasta dejarlos -digamos sin mentir mucho - como un trompo en la boca y sueltos de cuerpo como una víbora. El de Diego Bracamonte era un pangaré traído de los toldos y montado en ellos, lo que ya es decir bastante, porque el cuidado o dulzura que no pone en sus mujeres o cautivas, la pedagogía que no gasta en sus niños, las fatigas que ahorra en el trabajo, el indio los emplea en la educación de sus potros. Así, pues, aquel rangoso flete del desierto, que sólo dejábase montar por la zurda y que se quedaba de plantón donde le bajasen la rienda, podía galopar sobre el médano como si tal cosa o pasar cuerpeando sobre los troncos de un chañaral sin apocar la marcha. El tobiano de Juan Galván podía remolinear sobre un cuero de vaca sin ofender el suelo, y boleado en pleno galope sabía continuarlo a salto de gamo. Estos dos y todos los de las tropillas, que apenas se creían menos, andaban por ahí, a la orilla de la laguna, pastando trébol y alfilerillo salpicados de margaritas y macachines, apaciguados por el llanto dulzaino de los cencerros. Mañana los flanduces dirían mejor quién era quién. (Los caballos de Bracamonte, sin madrina, pasarían la noche a manea larga, para que no se entumieran.) ***
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Los hombres rodeaban el fuego, conversando con pausa, interrumpiéndose a veces con largos silencios, como sojuzgados por la desolación de los campos y de sus vidas; pese a todo, pues, se sentían casi felices, sin saberlo, menos por las vísperas de la ansiada jugarreta próxima que por esta ocasión de poder cruzar un par de frases de buena voluntad con el prójimo, de compartir con él el fuego y la sal de la amistad, esa cosa buena entre las mejores. (Sólo una ausencia, ay, para la que no había consuelo: ¡la guitarra!) Para mejor, los mozos, matrereando juntos esa tarde, habían enredado las de piedra a un zancarrudo, y en el momento de cuerearlo y abrirlo junto al fuego, celebraron la buena fortuna: era hembra y estaba llena de huevos, uno de ellos ya en su cascarón calizo. Mientras los otros cebaban mate, Bracamonte se encargó de cocinar el ñandú. En la cocina familiar, del ñandú no se desperdicia ni las tripas ni la enjundia. Toda su carne, de un color que la ubica entre las rojas y las negras, y de un olor con dejo a potro, quizá excesivo para un pueblero pero no para un paisano, es tan sustanciosa como fresca, y asimilable para cualquier estómago sin prejuicios. Pero la cocina cimarrona debió conformarse en la ocasión con las achuras de regalo. En asador de duraznillo verde, pareja y despaciosamente expuestas a las llamas, que no a las brasas ausentes, fueron asándose y dorándose y destilando su aceitosa gordura, los alones y el pecho. También la picana o anca que en otros pagos se asa embutiéndole piedras caldeadas. Así, sin más condimento que un poco de ají y sal, sin otra compañía que maíz tostado, resultaron bocado de mi flor para tan aguerridos apetitos. Lo sobrante viajaría mañana bien alojado entre las caronas, para servir de fiambre a su tiempo. Pero la cena no había concluido, ni mucho menos. Estaba listo ya el segundo plato, esto es, el huevo asado por Pedro Rueda, uno de los mozos, después de perforarlo y bandearlo de punta a punta (exacta y pulcramente y sin perder gota) con una varilla que hizo de asador giratorio. Todo ello mientras Bracamonte, secundado por el otro mozo, sirviéndose del esternón del ave como de sartén, preparaba con los huevos en fárfara con49
dinientado, revolviendo y cociendo el todo con mañosa paciencia, una tortilla digna por su cuerpo, sustancia y sabor, de un gigante en ayunas. *** Corno dice de entrada el donaire hierático de su estampa y su porte, el ñandú es de prosapia antediluviana. Lo confirman, tasándolo al detalle, la hendedura de boca de reptil de su pico; su párpado superior inmóvil; su pluma que tiene algo de pelo por lo caedizo de su tallo y lo despeinado de su barba; su voz, ese mugido suspiroso que parece más de mamífero que de ave; sus alas o aletas remadoras, mejor, como los peces, y, lo que no es menos, esos orbes de su nido: esos huevos pasados por agua para Goliates. Con razón algunos indios veían en la nube arreada por el viento un ñandú en fuga. Y otros creían percibir un gigantesco ñandú oscuro entre las estrellas del cielo. Pero digamos antes que no por arcaicos su catadura y sus ademanes tienen menos nobleza, ya sea de pie, con las alas esponjadas, llamando a su cortejo femenino, ya marchando con la cabeza enhiesta, juntando en uno su aire de inocencia y su porte majestuoso. Y para qué mentar su fuga, rica como una caja de sorpresas. Lejos de ser chica para su cuerpo, su cabeza guarda con él la misma exacta proporción que la del caballo o la gacela con el suyo, y no debiendo hender los aires, no le es menester ser aguda como la de los pájaros. Su largo cuello contórsil autoriza todas las maniobras del ojeo. Tampoco su ala es corta ni débil como la de los brevipennes: con humerales y tendones dignos de la reciedumbre de sus patas, las alas del ñandú son tan pudientes en la carrera como las del halcón en el vuelo. Y, singularidad única entre las aves, sus alas plegadas, cubren el dorso y todo el cuerpo como un manto real o un poncho gaucho. Si existe en el mundo una correspondencia perfecta entre una criatura y su medio, esa es la del ñandú y la pampa. Son uña y carne. ¡La calle mayor del mundo para el rey de los peatones! Se resigna a valles o altiplanicies o desiertos ondulados, pero
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su paraíso debía ser esa pista sin fin, afelpada de innumerables hierbas: esa tierra siempre ganosa de anchura para contener el cielo que la inunda a la redonda: donde el horizonte cae a la altura de los pies como en el mar: la pampa, donde todas las distancias están acostadas. Porque el caballo sabe correr, sin duda, con su carrera que homologa al viento y apresura los latidos de la tierra; y sabe correr el venado, con su fuga hilvanada de rebotes, y el guanaco y la liebre, y otros también son corredores de maravillas, pero es preciso ver la carrera del ñandú, igualable en rapidez sin duda, pero ni vagamente aproximable en elasticidad y tornabilidad, para comprender que los demás son apenas aprendices en el arte en que el ñandú es maestro. La vicuña, el lebrel y los demás, disparan sólo con sus patas de viento; pero el ñandú dispara también con las suyas y además con sus plumas veleras. El corredor número uno sobre la cancha número uno de la tierra. Está bien. Pero hay otras cosas. El ñandú tiene oído de mula y, sobre todo, tiene una mirada que corre algo más de una legua. Con su pardo ojo a flor de cara, lleno de diafanidad y serenidad, con su pupila de retinta redondez y clara inocencia, puede descubrir a su peor enemigo —;las boleadoras a caballo!— mucho antes de que él sospeche su presencia. Y todavía hay que su cuerpo color de bruma o color de cardo se confunde con las neblinas de la humedad y la distancia. Y acuclillado él en el herbazal, ¿quién va a maliciar que aquel ahilado pescuezo que sirve de torre a su ojo es eso y no un tallo de hierba? (Porque es claro que su zancarruda y cogotuda estampa está hecha adrede para gobernar un ancho horizonte.) Aplastado contra el suelo se sabe siempre tan protegido por la providencia del mimetismo como la misma perdiz, lo que, dado su generoso corpazo no es chica hazaña. Pero esta profunda alianza entre la pampa y su gran pajarraco tiene sus secretos de entrecasa. Al ñandú se lo ha tenido o tiene, por gente de flaca sesera, por una especie de estudiante grandulón y retardado. Ahora bien; de los grandes locatarios remotos de la pampa — el peludo gigante o gliptodonte que alquilaba su concha para rancho enterizo al encorvado aprendiz de hombre de su época, el tigre espadachín con dos sables por colmi51
lbs, el gran oso, cuyo abrazo era como la caída de un cedro, y otros— ninguno ha sobrevivido hasta nuestros días, ninguno fuera del ñandú... Ahora bien; el aguante y lubricidad de sus músculos y poleas, la torrentosa potencia de todos sus resortes de progresión, junto con la sabiduría estratégica y táctica de todos sus recursos de defensa ante sus variados enemigos, indican, según alguien, que en los viejos días el ñandú debió tener pretendientes bastante más engorrosos que los de hoy -jaguar, puma o zorro -, lobos y aguaráes de largas patas, profundos bofes y maseteros a toda prueba, y un olfato capaz de revivir una huella después de días. . . Y si nuestro amigo logró sobrevivir a todos ellos no sería por apocado ni quedado. Que no lo es, pese al dictamen del tontaje, bien lo sabían los gauchos que no desdeñaron emparentarse con él al definirlo: "El ñandú, el más gaucho de los animales." No pocos detalles tienden a demostrarlo: desde su preferencia por el trato con personas, cuando condesciende a vivir entre paredes, despreciando la de gatos, gansos y otros zoquetes, hasta su arte del agazapamiento superior al de la misma perdiz, que levanta un poquito más de la cuenta su cabeza al echarse: con las insignes gambas estiradas cose al suelo cuerpo y alas, y escondiendo la cabeza entre ellas, pero justo hasta los ojos, sin sobrepasar con su corona ni una línea del nivel del lomo, ya alargando a flor de tierra el cuello, alzando la cabeza sólo lo absolutamente indispensable para balconear lo que pasa en torno suyo. Más ahora mismo veremos que su medida es la de las verdaderas gentes de acción, vale decir, que su capacidad total la despliega ante el peligro. * Nuestros cuatro gauchos se levantaron junto con el lucero. Hecho el fuego para la pava, ensillados los mancarrones en lo que canta un gallo, matearon brevemente con el pie al estribo. Enhorquetaron después los huesos en los lomillos, y silbando a las madrinas partieron entre un contrapunto de coscojas y rodajas. Bajo el seguro de los chajaes, gallos caseros de la pampa, ésta 52
prolongaba aún su sueño redondo. Pero el silbar de los tinamúes comenzaba a agujerear dulcemente el silencio aún espeso de misterio y melancolía. La brisa era tan ancha y aromosa que el galope parecía el zagúan de la gloria. Tecleaban a cada rato los teros entre las patas de los montados o estallaba, a veces, sibilante, el vuelo de la perdiz. Poco a poco fué aclarando. Al fin, casi de golpe, despunté el sol, y todo pareció alegre como un as de oros. (Ni el mugido del vacaje ni el relincho de tal cual padrillo arbolaba el cielo; pero al pasar junto a un remanso, casi nublado de alas, aturdían las discusiones del averío.) En la pampa, cuyo perfil se hace fondo sin fin, el galopar es como un rodar cuesta abajo por la arena. No había necesidad de tocar el flanco de los montados: parecían rebotar sobre sus patas. Y la distancia iba añadiéndose a la distancia como una repetición de espejos. Destacábanse en la estampa de los galopantes sus pertrechos: en las cinturas, las boleadoras, con las bochas a la izquierda, la manijera sobre el cuadril derecho. Palmeando las ancas de los fletes, los rollos de los lazos de ocho tientos y catorce brazadas. Y sobre todo ello, el flamear de melenas y crines. A veces, a lo lejos, el rebote arborescente de algún venado. De pronto, Lucas Moreno, creyó ver a buena distancia, hacia la derecha, un bulto más semejante a ñandú que a cualquier otra cosa, pero que acababa de ser tragado por la tierra, es decir, por el herbazal. Enderezó el galope, apresurándolo, hacia el punto sospechoso. Llegado allá, detuvo su tropilla con un silbido, se apeó con descenso de pájaro, maneó el pingo y avanzó despacio, ojeando a la redonda, con las ñanduceras listas. Cuando ocurría así que un ñandú podía ser sorprendido en la cama, solía dar ocasión segura hasta para el tiro de un niño. Aunque alguna vez podía ocurrir también.. No, es lo que ha ocurrido ya! El apeado jinete acababa de allegarse a tres pasos del echado ñandú, sin verlo, cuando éste, con recóndita malicia —o disparado, ciego, por su propio susto -, se alzó y cargó sobre el hombre, sin darle tiempo a echar un grito, derribándolo y siguiendo viaje a toda vela. El enorme zanquivano era Zum - Hum. 53
Cuando el gaucho se alzó sobre sus pies y volviendo hacia su caballo lo destrabó y montó, su vencedor se perdía de vista en lontananza. De los compañeros distinguíase sólo uno cuyo galope moviéndose en línea curva, decía que trataba de cercar a algún patudo, algún pipiolo, que al no haber sido corrido antes o tal vez no haber visto jamás un hombre, se olvidaba por un momento de emprender la retirada, sojuzgado por la curiosidad más que por el miedo, tal vez. Lucas imitó a su compañero y ambos fueron acortando la distancia que los separaba de su blanco, cerrando progresivamente la espiral del galope, mientras el ñandú, estirando y encogiendo el cogote, se mantenía en guardia, frenando cada vez más difícilmente su ímpetu cardinal: el de la fuga. Se disparó al fin en la arrancada más esbelta y profunda que pueda imaginarse, con las alas en alto como implorando al cielo, cobrando pronto su estilo profesional, digo, el de correr como si pedaleara en la punta del viento, tratando a ojos vistas de recuperar el tiempo perdido. Brillaban al sol sus blancos gregüescos. El del ñandú es el más genial movimiento vivo escrito sobre el haz de la tierra, más que el de cualquier cuadrúpedo, más que el del avestruz mismo, y sólo comparable al de ciertos pájaros en el aire, en aguante, velocidad y vertiginosa seguridad de evolución. En efecto, el gran peatón alado de las arenas del África, fuera de su mayor masa y peso tiene sólo dos dedos en cada pata, lo que no sólo significa en ésta menor resistencia muscular sino una mucho más débil base de sustentación para el animal todo, cuyo cuerpo, casi tan horizontal como el de un cuadrúpedo, está más expuesto que otros a perder el centro de gravedad. Como el hombre, el ñandú, al correr, se apoya sobre las últimas falanges y al hecho de apoyarse en tres dedos y no en el simple pesuño bisulco del africano debe él su mayor virtud profesional: la de introducir los cambios más veloces e imprevistos en las riesgosas evoluciones de su fuga, especialmente en su famosa carrera de costado en que la inclinación de su nave sobre babor o estribor es tal que parece estar yéndose a pique. . . Otras prendas de corredor tiene, no del todo insignificantes: su espinazo ligeramente movible, no fijo como en las otras aves, y su fornido tórax, con su 54
larga capacidad de contracción en la carrera, potenciando la capacidad respiratoria. Tomando cada cual por un costado del prófugo, los gauchos, a cierta distancia uno del otro, volviendo sus caballos los lanzaron a la zaga del ñandú, que habiendo ganado espacio suficiente como para inutilizar cualquier tiro, disparaba casi en línea recta, como si lo aventaran los ollares del viento. Tan loca era la atropellada que los crinudos, estirados como a clavija, medio planchaban con el vientre el suelo. Ganaban distancia, acaso. El gaucho delantero desprendió sus bolas. Gracias a la voltaria maestría de su cuello, el ñandú iba con la cabeza de través, observando a los perseguidores, listo a tender el cuerpo fuera del camino en que viese venir las arrojadizas. Percibía claro el relumbre de sus ojos al sol el jinete que ganaba terreno y procuraba ganar más todavía para tener seguro el tiro. (Ni decir que su caballo no fallaría en lo que ningún caballo de boleo debe fallar: la fortaleza de la cruz, punto en que el jinete apoya la izquierda cargando peligrosamente su peso en el momento en que la diestra libre despacha las piedras maneadoras.) Sesenta o cincuenta varas: buena distancia para un tiro de tres vueltas. Cuarenta o treinta varas: mejor para un tiro de dos vueltas, bastante más seguro. Sentía ya acaso el prófugo el zumbo de los boliches que el gaucho venía volteando y volteando en el aire. Y el segundo jinete avanzaba a su vez. Era lo que se llamaba llevarlo en calle.. De pronto, y anticipándose sólo en segundos a aquél en que el proyectil saldría disparado, el patilargo oblicuó el rumbo, después, con huracanada prontitud, se vino de costado, diagonalmente, sobre el caballo, tendidas las alas y tan agazapado, recogido el cuello y la cabeza metida en el arranque de las alas, que era imposible entrarle con las bolas. Parecía cuento que hubiese tanto ojo y tanta ligereza y elasticidad en aquel cuerpo, y tanta conciencia de ellas en su amo como para emplearlos de ese modo, pero era así. Y el más viejo de los hijos de la pampa adivinaba otra cosa: que su salvación estaba en pegarse al caballo para frustrar el disparo inminente. Pero todo esto y lo que siguió se produjo en bastante menos tiempo del que la descripción consume. El gaucho revoleaba aún 55
sus piedras embozaladas, cuando el ñandú, hurtado de su vista, al frente, pasaba rozando el caballo a retaguardia y se ponía, por un instante al menos, fuera de alcance.
A'hijo de una... Zancarrudo, más liviano que el viento, matrerazo como el mismo Mandinga, ponderaron sus perseguidores como tanta veces. Ya se ve que por más horizontal que parezca, el de la boleada es arte profundo. Fáciles al freno como veleta al viento, los caballos volvieron grupas y trataron de recobrar la distancia perdida. Entonces, el canilludo, confiando visiblemente menos en la furia y aguante de su tren que en su sabiduría, comenzó a desplegar uno a uno, todos los rollos de su arte: avances al frente o a un costado, salidas al sesgo, vueltas, medias vueltas, sentadas, reculadas a fondo, siempre escondiendo el cuello delante de sí mismo, y todo tan vertiginoso y con tal levedad y facilidad en la gracia, interviniendo las alas como por mero adorno que, menos que una lucha desesperada por salvarse de la muerte, parecía un juego y una burla sugeridos por el caporal de los diablos. Qué mucho que cada boleador probase suerte una vez, sin resultado alguno, dejando en el lugar del fracaso su poncho para encontrar más tarde el ingenio arrojado. Los perseguidores parecían llevar, pues, las de perder, puesto que si bien el ñandú iba camino de quedar cansado, los caballos lo estaban ya a medias. Pero ocurrió otra cosa. Y fué en la segunda vez en que el gran pajarón repitió su treta de venirse en avalancha oblicua sobre uno de los caballos, zafándole un estribo al jinete, cuando éste, sin parar el caballo, volviendo apenas la cabeza sobre el hombro izquierdo, probó el menos usual y aconsejable de los tiros de bolas: el de disparar hacia atrás sin mirar el blanco, a puro tiento, a pura adivinación, mejor... Esta vez, sí; las sogas se liaron donde debían, en el pescuezo del gran bailarín, que rodó al suelo, donde lejos de entregarse, estaba ahora luchando con más bríos que nunca, sentándose y poniéndose en dos pies en procura de sacarse con los dedos, ya de una pata, ya de la otra, el dogal que le ceñía el cuello y le quebraba el equilibrio. Aprovecharon la carneada del ñandú para mudar de caba56
lbs. Acababan de montar cuando un tercer jinete se mostró avanzando detrás de un ñandú que parecía dispararse sin apuro. Cuando avistó a los nuevos jinetes, el prófugo, con esa subterránea y veloz inteligencia que él tiene, averiguó su mejor ángulo de escape, y con un simple despliegue de una de sus alas, en impecable estilo, corrigió su rumbo, tomando como por pura chiripa a barlovento.. . ¿Chiripa? No, sin duda. Pese a la autorizada vulgaridad de creer que el ñandú pordiosea el favor del viento en la fuga, ocurre al revés: prefiere navegar de bolina. La explicación, acaso, no es imposible. Los alones, de plumas ralas, hilachentas y sin peso, no oponen mayor resistencia al viento, es decir, no son velas, sino otra cosa: remos timoneros.. Y tanto que sin ellos, la marcha no sería ni tan ganosa, ni tan segura. En efecto, suele avanzar con el viento de proa, como el barco en igual caso, a bordadas. Mas, por sobre todas las cosas, las alas le sirven para equilibrar la marcha, es decir, de balancines, a él más necesarios que a nadie, dadas la forma de su cuerpo y, sobre todo, las funambulescas evoluciones de su carrera. Y algo encima que es no menos ponderable: las alas son ventiladores para refrigerar el vasto cuerpo caldeado por el infernal trabajo a que la persecución lo somete. El ñandú corre con las patas, pero sin las alas no podría correr.
Esta vez, como siempre que lo dejan elegir, el navegante a secas marchaba a barlovento. Ahora bien: ¿cómo lograba adivinar que esa posición contra el viento que no estorbaba su curso demoraba, por poco que fuese, el de sus perseguidores y el de sus proyectiles? De cualquier modo, el movimiento de sus alas era tal que parecía ocultar su bulto en una niebla. No se le ve cuerpo, decían los gauchos. El primer tiro de bolas, y también el segundo, los esquivó con la emocionante sencillez con que un torero esquiva el bote del toro, en una de esas tendidas que acostarían largo a largo en el suelo a cualquier otro, menos a él, pues para evitarlo están sus alas, como le ahorra los vuelcos de lomo el escamoso callo que en su pata hace de talón o dedo trasero. ¡No haya cuidado! 211 es el único redomón de la pampa que no se bolea por malas pisadas ni se pisa las riendas 57
Los gauchos, herido el amor propio, les buscaron la verija a sus montados y se les durmieron con el rebenque, como para agarrarlo bajo el freno. Por algo estaba dicho: Dei caballo sólo escapan Zas aves que vuelan: ahí abajo todo bicho muere en sus manos.
De veras, el prófugo perdía terreno, sólo que había una angustia: los caballos podían cansarse, mientras el otro, ni qué decirlo, parecía estar siempre largando su primera partida. (El sol puede cansarse de arder el día entero pero el ñandú de correr, ¡cuándo!) Y sobre todo que si la proximidad de sus seguidores se le volvía aguda comenzaría a devanar y enredar la madeja de sus tretas. Justamente y por tercera vez, acababa de quebrar en ángulo casi recto la línea de su fuga, mientras los caballos pasaban de largo algunos metros, pese a su boca de seda y sus jarretes de acero, ello es, a su milagrosa baquía para detenerse a tiempo y girar sobre sus patas zagueras, y lanzarse de nuevo sobre el huyente. ¿Cuándo podría terminar eso? Y estando casi siempre la ventaja de parte del ñandú, ¿por qué, como en cualquier otro lado y desde que el mundo es mundo, no se pedía ayuda al perro? ¿Es que el gaucho no quería al perro, dando por él lo que vale? Todo lo contrario: —Donde dentra el cristiano dentra el perro!, decíase en pulperías y despoblados. Es el mejor compañero del pobre. (Ya se sabe que el pobre es el gaucho, por oposición al rico,
digo al patrón y su gobierno.) Y un reconocimiento más entrañable aún: - Cuando mis bolas fallen mis perros me darán comida. Sin ellos no somos nadie en el campo.
¿Entonces? Sólo digamos que en el campo, donde se halla como golondrina en el aire o goleta en el mar, el ñandú suele envolver y arrestar también al perro en le red de su gambeteo. Pero la razón caudal es otra: en una gran boleada, en una pura fiesta hecha para lucir los tendones del caballo en. atropelladas y virajes sin fin y la muñeca del jinete arrojando sus piedras con hilos, los perros no harían más que estorbar y confundir y rebajar las cosas. . . ¿Perros? He aquí que el campeador delantero en la persecución y que iba volteando sobre su cabeza las ñanduceras más difíciles -las de dos mingos - las fundibuló al fin y el ñandú, con el arma liada, no al cuello sino a los zancos, quedó en cu-
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clillas... Sólo un momento o menos pues, como si ensayase un gato de contrapunto, entró con alma en el más descoyuntado zapateo, con ancho regocijo de sus detentores, que galopando sólo a media rienda ya, lo jaleaban palmeándose la boca, regocijo que duró poco, el sol lo diga, pues que descasado de sus grilletes, el arrestado reinició su viaje con doblados bríos. Los gauchos, tan descreídos, se hicieron la cruz. Que un bagual tuviera patas jabonadas para zafarse un par de bolas, no era chica hazaña. Que un ñandú lo hiciera, parecía cosa de brujo. Entretanto, el desertor había traspuesto la lomadita próxima. Cuando sus perseguidores traslomaron a la vez, no pudieron dar con su bulto, pese a buscarlo como a un alfiler. ¿Qué mucho? Tan pronto como se creyó fuera de vista, el ñandú, dando un gran rodeo, volvía sobre sus pasos y el secreto hubiera quedado como tal, de no haber aparecido en ese momento otro de los corredores, Juan Galván, que lo sorprendiera in fraganti y con una venturosa carambola ecuestre lo acostara al fin. A un lado, las cortaderas parecían haber empenachado sus chuzas con airones de garza. Y fué a muy poco de eso, cuando sobre la desaforada cancha verde apareció un montañoso ñandú con todas las muestras de haber escapado a una avalancha de galgos... Era Zum-Hum. Detrás suyo venía el jinete que faltaba y junto a su caballo otro suelto. Bracamonte, muñeca de larga fama para las bolas, se las había ajustado ya a tres patudos, mudando de caballo dos veces, cuando soslayó que un cuarto, oscuro y señero como nube de tormenta, se aplastaba entre el herbazal a la distancia. Se fué acercando con la cautela del caso, tratando de localizar bien el punto, cuando, como vomitado por el suelo, el ñandú se alzó y cargó sobre él de tal guisa que el caballo locamente encabritado se volcó de lomo. Que un jinete como Diego Bracamonte, aun en trance tan veloz, tuviese tiempo de abrir las piernas y saltar a un lado para caer de pie con el cabestro en la diestra, no era cosa de puro azar, podéis creerlo. Detrás de lo cual, montado de nuevo, había comenzado el más implacable torneo, poniendo perseguidor y perseguido lo que cada
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cual sabía de mejor, hasta que el primero quemara, sin resultado, su último cartucho. Bracamonte, a cuyo lado galopaba suelto, sólo con el cabestro liado al cogote, su mejor parejero, había gastado ciertamente todas sus boleadoras, sin querer perder tiempo en recogerlas de paso, dejando sobre ellas sucesivamente, en seña, su sombrero, su poncho, su chiripá. . . Quedábale, eso sí, su lazo. Con él en la mano y siempre a todo correr, sus compañeros viéronle casi desnudo saltar como un puma sobre el pangaré ladero, desliarle el cabestro del cogote y echarse otra vez sobre Zum-Hum con brío doble, mientras hacía señas de que lo dejaran solo. El ñandú, con muestras de agotamiento inminente, trotaba ya más que corría, jadeante y con las alas vencidas y, cuando el jinete, en su caballo de refresco vino sobre él revoleando su lazo, pareció que el fugitivo ya nada tenía que hacer. Pero los paisanos del sur solían recitar esto: el ñandú da lecciones y la tira lejos al mismo zorro, el padre de todas las cdbulas.
Podría, pues, haber novedades todavía. Pudo irse observando una, al menos. Y era que cada vez que el hombre lograba la distancia indispensable para jugar su lazo, Zum-Hum ponía en juego un resorte tan diablo que aparecía a la zaga del caballo en vez de estar adelante. Aunque sólo por lo que dura una pestañeada: el pangaré del boleador sabía girar sobre sí mismo en plena carrera, recogiendo los cuartos de atrás, en amago de sentarse, las manos en el aire como un conejo, y dispararse de nuevo sobre su blanco. El ñandú, ya se sabe, es muy capaz de correr de sol a sol, y la pampa es cancha para galope de muchos días. ¿Cuánto duró el contrapunto? ¿Cuándo fué que el lazo de Bracamonte enhebró al fin el ahilado pescuezo de Zum-Hum? Tal vez fué a caer el día, si es que el cuerpo del ñandú, como creían los indios - y es lo que yo más creo - no se convirtió en nube de tormenta arreada por el viento. En cualquier caso, al llegar la noche, entre las estrellas había un hueco oscuro demasiado idéntico al cuerpo de Zu,m-Hum, y las tres estrellas de Orión podrían muy bien ser los tres mingos de las boleadoras gauchas.
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EL PELUDO
amigo, el peludo, se echa a la calle, es decir, campo afuera en esta poética noche de luna y de verano. (Lo llaman el peludo a secas por la convincente razón de tener pelos más ralos que el común de las gentes, como don Juan Manuel de Rosas llamaba salvajes a caballeros de odio menos rojo a la civilización que el suyo.) Sólo que sus andanzas no lo son en busca de inspiración poética, precisamente. Después de salir de su cueva y de limpiar con uno o dos estornudos la tierruca de sus narices, comienza sus pesquisas olfatorias con el morrillo temblequeante: el aire puede acercarle la presencia de una carroña, de un domicilio de ratas, de un pájaro anidado en el suelo, o de alguno de sus enemigos. Ventea de nuevo en todas direcciones. Ha sentido algo y sofrena su marcha de cuando en cuando para cerciorarse mejor: se detiene, al fin, para avanzar de nuevo con la máxima precaución: un alzarse ya sobre las patas traseras, un cuasi salto, y el peludo cae sobre el ratón agazapado... Nuestro amigo es medio corto de vista y su oído es apenas discreto aunque su olfato, sí, es discretísimo. Y si bien no tiene dientes, sus garras apenas si ceden a las del león y como a él le sirven de legendaria arma defensiva: mas no para agredir asesinamente a nadie sino únicamente para construir en un santiamén un pasaje subterráneo y desaparecer. (En tal caso toda ponderación es poca: el que va a caballo debe tirarse a tierra a la priUESTIW
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mera noticia, si no quiere molestarse en vano: el excavador domina en tal forma su oficio, que si el suelo no se le opone demasiado, logra sepultar su bulto antes que el apeado jinete asegure su cabalgadura. Y ya dentro de la cueva, clavadas las garras delanteras, metido entre las piernas el rabo y afirmado el hocico en el techo, es un poco más duro de extraer que una muela.) Pese a lo apocado de su figura y maneras, el peludo ha sido siempre tenido por el verdadero hombre de campo como tipo sesudo y de expedientes. Según la tradición paisana, en dos o tres ocasiones en que el zorro quiso reírse a su costa, salió burlado. Lo cierto es que el peludo sabe mantenerse en buenas carnes y aun gordazo donde otros padecen hambre, lo que, al menos, prueba una capacidad de adaptación y una flexibilidad de espíritu insospechadas bajo la rigidez de su concha. Cierto, mientras todos sus parientes viven sólo de insectos, él ha extendido rumbosamente la lista de su menú: larvas, huevos, ratas, pájaros, carroñas, sin perjuicio de conformarse orondamente - si no hay más caso con un puro régimen vegetariano: trébol, raíces, granos. ¿Quién podría suponer que un sujeto de movimientos breves y torpes, y todavía sin dientes, destinado a ojos vistas a mascullar raicillas e insectillos se vuelva, a pura maña, un cazador de carne roja y de sangre fría o caliente? Ni decir que siempre que puede, don peludo se ahorra trabajos y fatigas. Y tanto a veces, que suele trasladar su domicilio a las parvas de trigo. Es decir, sin andarse con vueltas, se va al grano, como dice el refrán. Ya se comprenderá que entonces se vuelve muy retraído. También es sospechado de no distinguir entre campo profano y campo santo y que cuando se alberga en éste suele volverse ornbligudo como ciertos frailes o ciertos venteros. El hecho de que se pasee sin miramientos a la luz del sol en el desierto y se vuelva nocherniego en las zonas donde encuentra rastros de hombre, es otra prueba de las salidas gauchas del más metido en sí de los paisanos. ¿Qué? Si alguna vez se encuentra asediado por el agua, como Noé, dragonea de nadador. Y eso no es todo. Después de muchas horas de ese pasitrote suyo, menudo y rendidor como la pluma de los rábulas, nuestro 62
amigo capta un tufo temible.. . para otros. Avanza con la gatuna precaución del caso. Su presunto enemigo está arrollado sobre una piedra atesorando sol para la noche... Es una víbora que, con todo, y ser de las de veneno más diligente, por algo que ella sabe, prefiere retirarse con urgencia recomendada. Pero ya es tarde. El peludo cae sobre ella, apretándola con las garras y escondiendo la cabeza, mientras comienza a mover su cuerpo de este a oeste, esto es, en sentido transversal al norte que lleva la víbora. Está aserrando en dos partes el cuerpo de listón de la arrastrada con los dentados bordes de su caparazón... Las mordeduras y latigazos de la paciente son inoperantes. Cuando el cirujano termina su obra, la colmilluda es finada, y tanto que buena parte de sus restos van a parar al estómago sin escrúpulos del desdentado.
LAS ALAS DE NUESTRO CIELO
primer mamífero aparece sobre la tierra, no en el mar, y es naturalmente ovíparo, es decir, casi reptil todavía. Se supone que más o menos por esos tiempos la necesidad de escapar de sus enemigos lleva a otros reptiles al primer intento de vencer la tiranía de la atracción de la tierra pegada como un grillete a los pies de todos sus hijos. Así, aunque sin plumas todavía, aparecen las primeras aves y con ellas el mundo presencia la hazaña de las hazañas: la verdadera conquista y colonización del aire iniciada ya por los insectos. ** * L
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Después de comprimir inevitablemente el aire con las alas para remontarse y avanzar, éste debe filtrarse y escapar y sólo puede hacerlo bien a través de la maravillosa coladera de las plumas. Sin plumas no hay vuelo vivo, propiamente hablando. El del insecto tiene algo de mecánico. No hay pez ni ardilla que vuelen: planean o saltan, eso es todo, y el mismo murciélago no es más que un planeador genial. Y si falta un detalle, es éste: en los descensos muy peligrosos las alas pueden servir de freno. *** Pocas cosas denuncian más claramente el cambio y ascenso de lo que vive como el arte del nido. Las primeras aves, como los
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reptiles, confiaron al calor de las arenas o de la vegetación descompuesta la incubación de sus huevos. Cuando quisieron transmitir a éstos el propio calor de su sangre, inventaron los nidos; claro está, los nidos a ras de tierra. Como los peligros eran grandes, lucharon mejor por su supervivencia los que atinaron a alzar sus nidos a los juncos, arbustos o árboles. Contruídos sumaria y toscamente al comienzo -aún siguen haciéndolo muchas—, las aves más inteligentes y esforzadas los llevaron paulatinamente a una perfección que podría haber colmado de vergüenza a los primeros hombres que apenas si sabían otra cosa que guarecerse entre las ramas de los árboles, como los monos, o en la primera cueva que quedaba a la mano, como los reptiles o los lobos. *** Es claro que, como en todo, los tradicionalistas a ultranza, como la perdiz y tantos otros, continúan con los usos de sus abuelitos más antediluvianos. Pero gracias a sus especies de mayor iniciativa, las aves son las muestras del mundo en el arte de construir el hogar propio, o mejor, en el de conciliar la seguridad y la belleza en pro del tálamo nupcial o de la cuna de los hijos. La gracia del nido es la gracia del amor. Así, desde el pico carpintero que perfora el tronco de los árboles mullendo el nido con las virutas y el aserrín de su labor, a nuestro cachalote que construye un nido techado diez veces mayor que su cuerpo y tan sólido que puede resistir el peso de un hombre; desde nuestro hornero que, dado su tamaño y herramientas, sigue siendo el maestro de los maestros albañiles (¡él, que levanta el fango a niveles celestes!), como lo es de sus colegas el pájaro sastre que usó por primera vez la aguja y el hilo para coser dos hojas que sostuvieran sus huevos en el aire, hasta las aves de agua dulce que hacen de sus nidos el corazón de la suavidad y la tibieza o los echan a flotar en almadías, y las aves marinas que anidan en las rocas de la costa sobre la misma línea de la marca alta, y los que levantan sus nidos a las cimas emboscadas en las nubes, y los que trenzaron los primeros canastillos hueveros. ¿Y olvidaremos el nido del colibrí, urdido con lana, musgo y liquen y tramado con hebras de
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seda robadas a las arañas: la más pequeña o tal vez la más grande de las maravillas construidas por el amor? *** Hace millones de años el avestruz volaba o estaba en el camino del vuelo. Millares de siglos ha precisado para retrogradar a su condición actual. Porque si el "progreso" es una ley de la naturaleza animal (la evolución ascendente desde las criaturas más primarias y torpes hacia otras en quienes se acusan cada vez más claramente las cualidades nobles: belleza exterior, inteligencia, sensibilidad estética, capacidad de simpatizar con el prójimo y de gozar de la vida), también es cierto que, como en la sociedad histórica, en la Naturaleza quien no avanza retrocede, y ella lo muestra a cada rato. Pero he aquí que, aun privado del alto manejo de sus alas, al avestruz le basta su simple privilegio de exvolador para ser todavía el peatón más aventajado de la tierra. Otras aves se aquerenciaron con el agua y algunas hasta llegar a trocar lisamente el vuelo por el nado. O mejor todavía: el pájaro bobo inventó el arte del vuelo submarino, esto es, el de moverse debajo del agua con la velocidad, gracia y destreza de una golondrina en el aire. *** ¡La ciudadanía del aire! La casa del pájaro está en los suburbios del cielo; sus caminos son el cielo mismo. Y, naturalmente, esta conquista de los altos y anchos dominios del aire no se ha hecho sin el desarrollo paralelo del más intelectual de los sentidos, el de la vista. Los pájaros inventaron los primeros largavistas. Los grandes viajes vinieron con ellos - ojos y alas para huir de la tiranía del frío y del hambre - y los grandes descubrimientos. Los polos y todos los mares y las tierras estaban ya descubiertos algunos milloncejos de años antes que vinieran los Magallanes y los Amundsen.
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¡Qué alivio para la monotonía más o menos burocrática y carcelaria de nuestra vida civilizada o municipal, el libre espectáculo de la Naturaleza infinitamente variada y cambiante, y dentro de ella, en primer término, el libérrimo vivir de los pájaros! *** ¿ Que el hombre aviónico ha conquistado ya el privilegio número uno de las aves? No vayamos tan de prisa. El vuelo del aeroplano es por fatalidad algo groseramente mecánico y rígido. Pero el solo espectáculo del vuelo del cóndor remonta idealmente nuestro chato corazón humano, y el de una bandada de flamencos o de golondrinas dilata nuestra alma y redescubre nuestro perdido edén salvaje de inocencia y júbilo. Ya está dicho que la andanza natural del pájaro, esa apoteosis del movimiento, es y será algo eternamente sobrehumano: el vuelo vivo, la libertad con alas. *** La especialización de las aves en los distintos aspectos y posibilidades del vuelo ha convertido a éste en algo como la espiritualización del movimiento, es decir, en una de las más bellas cosas que hay entre el cielo y la tierra. Apenas si vale la pena recordar algunas de las comprobadas hazañas del vuelo a propulsión de sangre. El nebli puede abatirse sobre su presa con una velocidad de casi trescientos kilómetros por hora. "Podemos creer, dice el zoólogo Patten, que, con tiempo favorable, el vencejo podría dar la vuelta al globo en sólo un día de vuelo no interrumpido." El ánade silvestre cruza sobre el Himalaya; el cóndor se lanza cielo arriba desde las más altas cornisas de los Andes. El águila puede remontarse hasta sesenta y cinco metros de altura con un corzo o un cabro recién nacido, muerto, en las garras. El cuervo y el palomo volteador pueden volar un instante sobre su lomo. El halcón baila larguísimos instantes suspenso sobre un solo punto. El aleteo del picaflor ante una corola es de tal rapidez y potencia que puede
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hacer pie en el aire por el tiempo que guste. El albatros, que llega a pesar casi diez kilogramos, muévese en el aire con la ligereza flotante de una pluma, vuela millas casi rasando el agua, o sobre un plano de 45 grados de inclinación o sobre otro paralelo a los mástiles, y puede así, sin apearse un instante, seguir por dos semanas. Muchos naturalistas y marineros creen que duerme en el vuelo. *** La más clara belleza de la tierra, el cielo azul, sería algo tan decorosamente frío y aburrido como un cementerio de lujo si el tráfico alado de los pájaros no lo llenase de vida inimitable. *** ¿Pájaros argentinos? ¿Pájaros franceses? ¿Pájaros panasiáticos? ¿Por qué no pájaros metodistas o pájaros ortodoxos? No, felizmente estos trotacielos, estos gitanos del aire, se ríen sin saberlo de las limitaciones y supersticiones de los hombres, y pasan volando libremente - dejando caer algún desdoroso recuerdo de paso - sobre todas las fronteras, las aduanas y los campanarios. Porque, como ya supieron los griegos todo el aire es patria para sus alas como toda la -tierra es patria para el hombre de bien.
¿El mirlo es ciudadano español? No, canta sin permiso de nadie en todos los pagos del mundo. *** Pero si el pájaro aislado es la más hermosa de las formas vivientes, la visión de las grandes muchedumbres de pájaros (cubriendo el prado o la ribera, llenando populosamente el cielo con avances y revueltas de batallas y clamores legionarios), pasa fácilmente de lo hermoso a lo grandioso y levanta y colorea como pompa de jabón nuestro espíritu. La visión de estas procesiones religiosas o militares de grandes aves -gaviotas, garzas, flamencos, ánades salvajes - es la mejor lección de cielo que podamos recibir: de elevación, de hm-
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pieza y belleza; de vencimiento, para que el espíritu pueda volar a la altura de su libertad, digo de la felicidad. De juro algo más cierto y viviente - y mejor - que las legiones de ángeles y querubes con que Dante intentó consolar los insensatos sufrimientos y suplicios de la gente de aquí abajo en su época. El espectáculo sin par de la salvaje libertad alada (la libertad, numen de la tierra y del cielo), es el mejor alivio que puede proporcionarle a su asma el más domesticado de los animales: el hombre. *** No debe extrañarnos que el hombre que inventó los calabozos para su cuerpo y los dogmas para su pensamiento, haya perpetrado el peor atentado posible contra la libertad sobre la tierra: el invento de la jaula. Cuando se piensa que al lado de un preso un mendigo todavía es inmensamente feliz (es todavía un hombre, pese al hambre, al frío y a los piojos), puede sospecharse un poco sobre qué clase de infierno es el que pesa sobre un pájaro enjaulado. *** Del vuelo del pájaro han salido las dos más hermosas imágenes del sueño de los hombres: los ángeles coristas y las hadas portadoras de arpa. Y la de su más profunda realidad: las alas de Psiquis. También proviene de allí la figura de Fénix, el ave que renace de sus propias cenizas, enseñando que la vida y la muerte son meras fases de lo inmortal. Muchas son las formas animales sacramentadas con la gracia de la línea y del color: están entre los peces, los escarabajos, las mariposas y las aves. Estas dos últimas tienen la ventaja de mostrarnos su belleza en lo alto de los árboles y no digamos ya en esa andadura celestial llamada vuelo. Pero, aun así, el privilegio del pájaro - sin contar su canto es ostensible: junto al vuelo lentísimo y como vacilante de la mariposa, el suyo, más o menos veloz y acrobático, es la más límpida expresión de la energía y alegría de lo que vive.
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Por eso el pájaro embalsamado de los museos es la más torpe negación del pájaro, que es espíritu ante todo. Aquello es como la fotografía del relámpago. Excesivo es el esplendor que el colibrí congrega en su cuerpo menudo como el de un insecto, y tanto que, para representárselo, la mente no sólo debe recurrir a jardines y gemas sino a la meteorología misma como el Orcotrochilus Chimborazo, el colibrí que lleva en sí los siete colores del espectro solar. Y, sin embargo, tiene algo en sí mismo que supera todo eso: la intensidad de su vuelo y su vida. El pájaro es el mejor espejo vivo de la hermosura viva de la tierra. ¿Pero cuál es la más bella ave del mundo? ¿El ave-lira, el ave del paraíso, el alción, el pavón, el picomadero, la urraca, la loica, la tanagra escarlata o la azul, el faisán plateado o el dorado, el sietecolores, el canario, el guacamayo, el federal, el quetzal, el cardenal, la brasita de fuego, el cisne, la viudita de los ángeles, la paria, el flamenco, el mirasol y cien más? No podemos elegir sin caer en pecado contra la santa belleza. Y todavía advertimos que así como no podemos mezquinar lo mejor de nuestra ternura a ningún niño, no podemos dejar de querer a ningún pájaro por opaco, desgarbado o afónico que sea. Basta mirarlo cuando abre, oh transfiguración!, sus alas para lanzarse al espacio. O cuando inicia el canto, con el pico entreabierto hacia arriba como si bebiera un trago de cielo. *** El pájaro es la exteriorización de una de las más fabulosas energías del mundo, de una vitalidad terrestre y celeste al par. ¿La esbeltez de sus formas? ¿La riqueza y delicadeza de sus colores y matices? ¿Lo vibrante y etéreo de sus modulaciones? ¿Su condición de paisano del cielo? Sí, pero cada uno de esos aspectos, sólo son partes integrantes del indivisible hechizo que el pájaro ejerce sobre nosotros. Hay en él una condición que resume y supera todo lo anterior: la de ser el mejor traductor de la inocente y sagrada alegría de vivir. El pájaro es el numen mismo de la alegría. La suya puede
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resucitar a un agonizante. Por eso su canto y su vuelo y aun su pico, rozan y despiertan lo que hay de más puro - niño - en nosotros. El pájaro es la criatura matinal por excelencia. En ella está el gozo de la primera aurora. Toda ave tiene dos voces: una de todo momento para el enojo o la alarma, y la otra, la del canto, para el amor y el júbilo. Podemos creer que el ave que chilla o grita de dolor o de terror, tiene apenas voz para la melancolía. Quizá el único que conoce el dolor de la añoranza es el hombre, como el único capaz de volverse hacia el pasado o el porvenir. El único que teme a la muerte o la desea, es el hombre. Ningún animal, y menos el pájaro, piensa en la muerte. El dolor existe en la Naturaleza, la infelicidad, no. El pájaro que vive más o menos del todo en el presente, canta bajo la inspiración inmediata del amor o la alegría. El nocturno Chopin de los arbolados, el ruiseñor, canta también en el corazón de la mañana, y Coleridge corrigió el lugar común referente a su melancolía hallándolo jubiloso. Sin duda el juego es, ante todo, un índice de euforia, digo, de la alegría de vivir. ¿Y qué mucho que los más vivaces de los seres, los pájaros, sean los más juguetones, a punto que su vida por ratos parece un puro juego? Peleas o hallazgos fingidos, huídas y persecuciones sin fin, súbitas explosiones de gritos y aleteos, celestes horas enteras consagradas al canto. Al hombre más representativo de hoy - al de la ciudad con motores, chimeneas, museos y altoparlantes—, el pájaro libre puede revelarle el gran secreto de que lo salvaje es lo paradisíaco y enseñarle la rima más armoniosa del arte poético: libertad y felicidad. *** Con un sentido más moderno y justiciero de los valores, no podemos poner los del intelecto por encima de los de la sensibilidad. No podemos, así, asegurar que los mamíferos son superiores a los pájaros. Si aquéllos tienen generalmente mayor inteligencia y capacidad para sacar partido de su propia experiencia, las aves poseen mucha mayor capacidad sensorial y sentimental, privilegio
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interno de que el de la belleza de forma, de color y movimiento, sólo parece ser su expresión externa. Las aves inventaron el arte del amor millares de siglos antes que Ovidio oyera hablar de él. Ejercicios acrobáticos, aleteos sostenidos con esfuerzo sobrehumano, mímicas o bailes caprichosos o delirantes, arrullos, eloqueos, tamborileos, gemidos, bramidos, ternezas, caricias, balanceos con las alas humilladas, picoteos, besos de pico, frémito de plumas con rumor de llama o de lluvia en las frondas, arrebatos frenéticos, éxtasis. ¿Es que la primavera misma no viene llamada por sus cantos y sus vuelos y todo el ceremonial de sus amores? ¿ Qué mucho que el amor haya así alcanzado en numerosas aves un grado de fervor, delicadeza y constancia desconocidos para los mamíferos, incluso aún para la gran mayoría de hombres y mujeres? Entre las aves se registra la apoteosis de la galantería. Los cuatro concesionarios mayores de la belleza y el esplendor -el ave del paraíso, el pavón, el faisán Argos y el colibrí -, son también los príncipes del asedio amoroso; tan complicadas y fantásticas son las maniobras que ejecutan ante sus respectivas damas para subyugarlas con su pompa palaciega. (Así el pájaro de plumaje edénico no es un narciso que se complace hasta la embriaguez ante su propia hermosura como ante un espejo, sino que la ofrece en rendido tributo a su amor.) Todavía hay un hecho de mayor jerarquía: es el que ofrecen los pájaros sin lujo y sin adornos ruiseñor, mirlo, calandria, rey del bosque—, empeñados en agradecer el don de la vida y en conquistar las palmas del amor femenino con la gracia intrínseca, es decir, la maravilla de su canto. Mejor que nadie los pájaros parecen saber que la belleza existe por el amor y para el amor. O como dice el poeta: La belleza es la forma que el amor da a las cosas.
Pero la lección mayor que ciertos pájaros - martín pescador, garza, albatros, loro, cigüeña, agachadiza, colimbo crestado -, dan a los hombres modernos es otra: es la de la equivalencia en el amor basada en la igual belleza de forma y de plumaje: o sea IW
que macho y hembra se sienten y se conducen en el amor tan equitativos y activos como dos alas en el vuelo. Igual cortejamiento o dominio en el arte de enamorar en ambos lados y, a veces, más apasionadamente en la dama -paridad que engendra los demorados ritos del noviazgo y la perdurabilidad de la unión fiel a través del invierno, la ausencia y las millas - , de que las aves dan los mayores ejemplos. En algunos, los despliegues, delirios y homenajes de mutuo amor se prolongan hasta después de la empolladura y aun después que los pichones han volado. (Los verdaderos Romeos y Julietas llevan plumas.) Así, pues, la perfecta igualdad y libertad de los sexos en ciertas aves ha hecho del amor la terrestre y celeste maravilla que el hombre soñó siempre sin alcanzar aún, sino por excepción. Entre ellas no hay la desnaturalización o la desviación del instinto - el sometimiento a la carcelaria autoridad de los padres, la tradición o la conveniencia pública -, "para dar preferencia, corno dice Selous, a la riqueza o el título, acompañados de la edad o los achaques". A ojos vistas el amor ha redimido a las aves de su rudeza arcaica, llevándolas a un plano de nobleza que el resto de la zoología no logra: por él se explican, en parte principal al menos, la exquisitez de sus formas y movimientos, el esplendor de sus colores, la gracia de sus vuelos y sus danzas terrestres o aéreas y su música, todo eso que la mera afanosa búsqueda del diario yantar no justifica. Y un detalle tan grande como todo el resto. Las mejores aves sentían y vivían desde larguísimo tiempo atrás aquello que iluminaron inmortalmente los griegos: que la vida es una unidad indivisible y sacra, y que sin el nupcial consorcio de lo llamado material y lo llamado espiritual no hay posibilidades de superación y ascenso. *** Una de las buenas muestras de la miopía a que ha llegado el hombre enclaustrado en la idolatría del poder material (inclusa en él la ciencia como pura técnica), es su conducta con los pájaros. La persecución civilizada a toda clase de pájaros - por el la-
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brador, el cazador o el coleccionista: para la olla, para nuestro adorno o para la ciencia embalsamada de los museos -es una de las mejores pruebas de la suntuosa crueldad o de la brillante estupidez del hombre. Ejércitos más numerosos que las arenas del mar, de insectos y sus gusanos y larvas, o de miriápodos y arácnidos, que viven todos opíparamente de los frutos del campo, componen el menú preferido de las aves. Muchas viven más o menos exclusivamente de insectos. Otras acuden a la flora cuando no se consigue un solo insecto en el mercado. En la época de la cría, los pájaros alimentan a sus hijos cada medio minuto o al minuto, porque el pichón de pájaro es el más insaciable de los ogros y sus padres se ven obligados a saquear la despensa del mundo. Se calcula que sólo las aves de paso del oriente de Nebraska llegan a devorar más de ciento cincuenta millones de langostas en el día. Ahora se sabe que a la acción combinada de las distintas aves (se banqueteen con insectos, semillas nocivas, roedores o carroñas) debe modestamente el hombre el poder sobrevivir en este mundo para seguir desacreditándolo. ¿Que sin ellas no habría agricultura? Algo más: sin ellas todo el verde de la tierra sería borrado en tres años. Pero la manía ultramundana del hombre, atizada por su manía de explotación y lujo vuelta una segunda naturaleza, ha llegado a ridiculeces fúnebres. Ha exterminado casi del todo los pelícanos, alcatraces, petreles, cormoranes y golondrinas de las islas del Guano, del Perú, productora de una riqueza capaz de redimir la esterilidad de cualquier desierto. Sigue en su campaña asoladora contra las aves que visitan las huertas y los campos porque pican o devoran algunos miles de frutos o granos, olvidando los millones que salvan. Realiza una destrucción hitleriana de las aves de rapiña o contribuye de rebote a ella con el exterminio de palomas y perdices, sin sospechar que eso tenga algo que ver con el chinesco aumento demográfico de grillos, langostas, topos y ratones. Le importa un ardite romper los más sutiles instrumentos de selección y los frenos y balanzas de la Naturaleza, cuya sabiduría es vieja de millones de siglos. ¿No persigue, bajo la acusación púnica de conspirar contra la industria maderera, al picomadero cuya munición de boca son 74
los gorgojos del pino, el fresno y parientes, y los gusanos y huevos de infinidad de polillas, y cuyo único despilfarro es un puñado de aserrín viejo, pues la covacha para su nido la cava siempre en árboles más o menos secos o podridos? Los mismos animales son menos analfabetos que el hombre. Por lo menos el toro, el carnero y hasta el muy antediluviano cocodrilo, toleran angélicamente a los pajarillos que suelen aliviarlos de los insectos y de los parásitos que los tiranizan. Pero el hombre se empeña en portarse como la bestia dañina por profesión y fruición, el tonto malo. El pájaro que se posa a cantar confiado en la cruz del rinoceronte o en la ramazón del ciervo, huye de nosotros como de una víbora o una borrasca. El hombre tiene que volver sobre cada uno de sus pasos en falso y éste es uno de los peores. Lo que él tiene que esforzarse en dominar son los dos demonios arcaicos que lleva en sí: el que huele a carroña (el espíritu de crueldad) y el que huele a billete grasiento (el espíritu de lucro) y, junto con ellos, el tercer demonio y no el mejor, el que lo hizo caer en la tentación de concebirse a sí mismo como el rey de la creación —:nada menos!— y por tanto a disponer del mundo a su antojo como un concesionario exclusivo. Eso es lo que debe sacarse de su estrecha mollera y de su estrecho corazón. No tiene ningún derecho —como no sea el de la maldad y el de la estupidez - a mermar en un matiz o en un reflejo, el caleidoscopio de la belleza del mundo. Los pájaros han tenido siempre por el hombre un poder deencanto tan misterioso, vívido y resplandeciente que no es comparable al de ninguna otra belleza: arroyos, gemas, flores o meteoros. No es sólo la arquitectura aérea de sus nidos, la miniatura emocionante de sus huevos de todas las curvas y colores y dibujos, la forma más o menos seráfica de sus cuerpos, el esplendor casi insultante en ocasiones de sus plumajes: es, sobre todo, su don de verter sobre nosotros la alegría liberatriz de sus vuelos y sus cantos. ¿Por qué se da, pues, el matarife de pájaros, peor que Herodes, degollador de inocentes? ¿Por qué el que cautiva pichones para jaulas, peor que el hacedor de eunucos, el Santo Oficio o la Gestapo? ¿Es que siempre ha de ser necesario al hombre el matar 75
para hallarse vivo, el encarcelar a otro para sentirse él libre y feliz? No, porque esa tara es sólo suya - no existe en la zoología y tendrá que eliminarla para que no termine ahogándolo. Urge, pues, reconquistar la amistad de los pájaros. Ellos no esperan más que un cambio de actitud de nuestra parte para entregarnos su confianza. Y no es sólo porque ellos, por oficio, están llamados a ser los ángeles custodios de nuestros campos y jardines, sino que es preciso, para que el paraíso pueda inaugurarse algún día, hallar la senda que va del alma enturbiada del hombre al alma diáfana del pájaro. ¿Leyes protectoras? No, sino inteligencia y sentimiento colaboradores. No policía, sino pedagogía y amor. Las aves lograrán respeto y ayuda mañana, no por temor al castigo, sino por el aumento de comprensión y sensibilidad en las gentes, del espíritu de justicia poética, de su capacidad de gozar de la más viviente e inocente hermosura conocida. ¿ Que no habrá ya Trimalciones de gusto aleteante que paladeen calandrias y zorzales en escabeche, o damas que lleven de adorno pájaros desecados como los antiguos salvajes llevaban de trofeo el cuero cabelludo del enemigo? Claro es, pero tampoco habrá neoegipcios adoradores de la muerte que embalsamen pájaros para vitrinas de museo, ni menos —¡eso, sobre todo!— amantes de los pájaros que le rindan culto encerrándolos en una jaula, como un mero dije en su estuche, convirtiendo en un galeote al primogénito de la libertad. El pájaro enjaulado es la mejor muestra de la colitis mental y moral que todavía padece el hombre. ¡Un calabozo tan apretado como un féretro para el numen hecho a ocupar todo el cielo con la euforia emancipatriz de su canto y sus alas! (Pero mientras no se restauren de tamaña mengua, los hombres seguirán también siendo pájaros de jaula, celosamente protegidos por los amos de sus cuerpos y sus espíritus.) *** Si el hombre no sabe agradecer los servicios prestados a su barriga o a su piel, menos lo hará con esa ayuda ofrecida a su espíritu que es la música que el pájaro compone en el cielo. Por millones de años el mundo rodó por el espacio sin que
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ni el chillar de los insectos se atreviese con su terrible silencio. Mucho tiempo después el innumerable pueblo de los peces y los reptiles siguió en grado mayor o menor condenado a la mudez, como hasta hoy, y el de los anfibios mamíferos, incluso el hombre, apenas conoció algo más que el croar, el aullido, el rugido, el alarido o el rezongo. Pero los pájaros, criaturas alacrísimas y devenidas criollas del cielo, es decir, transidas de aire inspirador en sus plumas, su carne y sus huesos, no pudieron acallar sus emociones e inventaron la música. Los conquistadores del cielo trajeron el mensaje del cielo. Porque el canto es un imperativo fisiológico -y psíquico, por ende - como el de comer o beber. Cuando llega la hora, es decir, la estación del renuevo y del amor, el pájaro tiene que cantar sin remedio. Cantar o morir ahogado, como la planta, si no pudiera abrirse en yemas y flores. Es su mandato vital ineludible. Y cantar con toda el alma y todo el cuerpo, es decir, con su siringe, sus nervios, sus huesos y sus plumas. Por cierto que la voz del ave tiene un doble empleo: el de un verdadero lenguaje de alta conversación con sus congéneres y el de descargarla generosamente de la emoción que la subyuga: conversar con todo lo creado, agradecer al mundo la gracia y la gloria de vivir. Eso es su música. Se dirá que, desde el punto de vista estético y técnico, ella apenas merece tal nombre, ya que ni las escalas, ni las cadencias, ni los intervalos del canto alado son iguales a los nuestros, o dicho de otro modo, que es imposible o poco menos, acomodar las notas de los pájaros a las verdaderas notas musicales. Pero eso, y todo lo que en ese orden se adelante, significa sólo reconocer que la música humana y la de las aves son dos dialectos -los más importantes - de la lengua musical del cosmos. Cierto es que ni el alma ni el tímpano del pájaro son los del hombre, pero es igualmente cierto que, en ambas criaturas, el canto traduce estos dos fervores: la alegría de vivir y la de la pasión amorosa, y eso las emparenta. Si, la música del pájaro es distinta de la nuestra. Pero no es menos exacto que tal cual pájaro logra ciertas reveladoras coincidencias con la música humana. Alguien registró técnicamente seis docenas de compases de mirlo, pero otro, que conoció 77
un Mozart con alas, digo un mirlo de genio, comprobó que ese número quedaba muy atrás. Sólo que en esto los pájaros no plagian al hombre, aunque éste lo crea así. Los grandes cantores alados tienen personalidad propia y, como los hombres, la pasión de lo nuevo: entre el tropel de notas lanzadas al azar surgen las frases que suenan como un presentido hallazgo y éstas se repiten y varían hasta lo increíble. Como cada trovador compone su propia trova, no es raro que su canto, aunque no lo parezca, difiera del de sus congéneres. ¿Y qué poeta, qué músico pueden igualar la profundidad, la intensidad y la persistencia de la inspiración, el inatajable chorro de lirismo del que cuenta las etéreas experiencias de su vuelo? El hombre se ve obligado a aceptar que el silbo del zorzal tiene más alcance que el del muchacho de mejores pulmones; y que el estornino y el pinzón real pueden aprender a silbar melodías humanas; que el loro y la cotorra pueden repetir ortofónicamente la charla de una suegra o de un corredor de seguros, y, mejor que ellos, el minah del Nepal. Mas eso no es todo. El hombre acepta compasivamente que la música del mirlo o el zorzal se parece a la de nuestra flauta. . . ¿Se parece?. . . Sí, pero no es igual, porque la del pájaro con su inimitable gracia intrínseca se parece más a una flauta tocada por un hada. ¿Y el misterio angélico de la alondra, el de perderse cielo adentro según una espiral altísima, llevada por la embriaguez ascendente de su canto, no es algo que desafía nuestra penetración? Las gentes de las ciudades de hoy tienen el oído más o menos embotado por los ruidos mecánicos y los altoparlantes: no tienen oídos casi para el silencio vivo del campo. ¿Podrían identificar la divagación de la brisa entre las cañas, del arroyuelo entre las guijas, de la lluvia sobre las hojas? ¿Qué mucho que no logren percibir verdaderamente la melodía del pájaro que riza nuestra alma como la brisa un agua serena? Para ello falta lo esencial: el silencio y la soledad sagrados de esa catedral viviente que es la Naturaleza: eso y un poco de inocencia que haya quedado en nuestra alma. Porque el vuelo y el canto del pájaro intentan la resurrección de nuestra niñez. ¿No es la navidad del día la hora genial de los pájaros? Cantan, gorjean, chirrían tan estruendosa-
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mente como un reloj despertador antes que asome la de los blancos pies... Nos obligan a noviar con el alba. Cantan en las ramas. (Por eso "el árbol que canta" no es el de Las mil y una noches sino todo árbol con pájaros.) En verdad cantan verdaderamente en el cielo. Por eso los tordos y mistos y otros cantores en banda no forman propiamente orquestas. Son los coros alados de nuestro cielo terrestre. Lo mismo que la voz de claro de luna de las aves migradoras en la noche. ¿Qué importa que el canto de muchos pájaros se componga sólo de una o dos notas? La altísima alegría de vivir que lo inspira le impedirá ser monótono: o puede serlo únicamente para las exigencias técnicas de nuestro oído musical, pero no, de ningún modo, para nuestra alma. No nos cansaremos de oírlo, como el amante no se cansa de oír las niñerías o los mismos juramentos de la amada, porque su monotonía es la del cielo sin nubes. *** No basta decir el hermano pájaro ni conformarse con reconocer hechos como el denunciado por Berridge de que la primera guerra europea fué ganada por una paloma, que, en el Mame, con una pata ametrallada, fué la portadora de noticias que permitieron a los del oeste frustrar el ataque enemigo. El hombre no merecerá llamarse tal sino cuando, entre otras cosas, después de jubilar las jaulas, se vuelva hacia los pájaros armado de camaradería inteligente, ayudándolos en los menesteres de su casa y su comida, para que compartan nuestros setos y huertos y prados, y acerquen, con la lección de su libertad genial, un poco de cielo canoro a nuestras ventanas. ¿Se sonríe alguien? ¿Es que el canto de la criatura que parece tener la ligereza y la ubicuidad del espíritu no nos contagia fraternalmente su exaltación y su felicidad? Reconozcamos, a lo menos, que las notas de ciertos pájaros - del zorzal, sobre todo recuerdan a la flauta de Pan (la Naturaleza inmarcesible), ese dios que casi todas las religiones temieron, pero que el hombre de ahora y del futuro, en su deber de casar la sabiduría del instinto a la de la inteligencia, debe venerar religiosamente si no quiere continuar siendo forastero del mundo.
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VIDA Y MUERTE DE CHUMBITA, EL PUMA
Infancia N el espacioso hueco que quedaba debajo de un peñasco a casi E
cuatro mil metros de altura, junto al aire inmaculado de las cimas, había fijado su domicilio mamá leona. Allí vivía con sus dos cachorros. Cinco semanas atrás habían venido al mundo esos hijos, entre vagidos y gimoteos, gusaneando con los ojos cerrados, aunque de tamaño no inferior al de un gato casero. En verdad no parecían descendencia suya, pues contrastando con la uniformidad del pelo de la madre, el bayo claro del suyo estaba tiznado aquí y allá de lunares negros. Ya los perderían en cuatro o cinco lunas más, así como habían abierto los ojos pasada la primera semana. Mientras sus críos mamaban con las fornidas manotas apretando los costados del pezón -tenía cuatro como las gatas - y ella con la lengua peinaba a uno y otro el pelo de la cabeza, del lomo, de los flancos, recordaba oscuramente su parto del año anterior, el primero, cuando trastornada por el dolor, había devorado al primogénito para volverse después, ya pasado el trance, a lamer al segundo con los más extremosos e incansables mimos y sentir, como cualquier madre, el placer celeste de la ternura. En verdad su prole última había nacido en un recoveco de la quebrada, situado mucho más abajo, en plena breña. Pero como 80
un día alcanzara a sentir ladridos de perros, decidió transportar uno por uno a sus hijos, colgándolos de los dientes, hasta el lejano y subido paraje donde cierta madrugada, muchos meses atrás, siguiendo un hato de vicuñas, había soslayado aquel socavón debajo de un peñasco voladizo. (Sabido es que el puma se acriolla lo mismo en los petisos pastizales de la llanura que en los sudorosos bosques del trópico, y que rastros suyos se han encontrado delicadamente impresos en nieve a una legua sobre el nivel del mar.) Allí pasó mamá leona los primeros tiempos, día y noche al lado de sus hijos, sin dejarlos más que por contados momentos para abrevarse y atrapar la presa más fácil o la primera que topara. Y regresando con prisa y anhelo inocultables, llamándolos al acercarse con una especie de maullido gatuno, para enroscarse, al fin, en torno de ellos, lamiéndolos y limpiándolos sin descanso, mientras mamaban, o propiciándoles y prolongándoles el sueño con ese matraqueo gutural que era su nana, ese runruneo apagado y hondo, terminado en un gemido de cariño como incontenible. (En verdad, la cueva de la leona de los Andes podía contagiar de amorosa tibieza a muchos nidos.) Ciegos aún los rorros, pero ya paladeando, oyendo, olfateando. Se conocían entre sí, y conocían a su madre. Conocían también aquella cosa tierna y amorosa que los encalmaba y los adormecía —la lengua •materna - y sobre todo, aquella maravillosa fuente de dulzura y de tibieza que eran las mamas. En los primeros días apenas despertaban para mamar y sólo hacían eso. Abrieron, al fin, los ojos, con insondable lentitud, a la revelación creciente de la luz. Moviéndose todavía sin propósitos definidos, ni voliciones conscientes intentaban ya jugar entre sí y con su madre. Caminaban tambaleándose, como despatarrados, rozando el suelo con el vientre. A fuerza de recibir golpecillos de hocico y de pata, habían aprendido a no acercarse a la boca de la cueva. Con el tiempo llegaron a trabarse en riña más de una vez, mordiéndose mutuamente una oreja, gruñendo ásperamente con los colmillejos cruzados, hasta que la madre veíase obligada a intervenir con un semiporrazo de su manopla. 81
Por herencia e imitación adquirieron muy desde el principio el sentimiento del miedo. Primero, a lo desconocido. Después, a lo que daña y hay que evitar. Más aprendieron a estarse quietecitos, a guardar silencio o gimotear casi dentro de las entrañas. El instinto del miedo los inició, claro está, en el arte de la ocultación. La madre comenzó a abandonarlos por buenos momentos y a volver con una vizcacha, un quirquincho o un ratón, es decir, carne: algo que convertía su apetito en una especie de furia. Después de la primera luna sus cachorros veíanse erguidos, mal que mal, sobre sus macizas patas, y sus atopaciados ojos espejeaban en la penumbra. La madre, al volver, traía carne siempre muerta al principio, viva más tarde -, en forma de ratones, tucotucos o lebratos. Servían éstos de muñecos vivientes primero, de merienda después. Por otra parte, fué intensificando las jugarretas con sus hijos, convidándolos primero con su cola, derribándolos con su zarpa, atrayéndolos de nuevo, para terminar peinando morosamente con su lengua sus acapullados corpecillos. Poco a poco, los cachorros aprendieron a luchar entre ellos. Y cuando la madre volvía con su ración de carne, se peleaban con verdadera furia, encrespando la pelambre con un incesante gruñido tarjado de estornudos. Por su parte, las chanzas maternas eran cada día más militares: echábalos al suelo con un veloz guantazo y cuando los mamones se enderezaban erizados y gruñendo, un nuevo golpe hacíalos rodar ridículamente a la distancia. Pero, al fin, todo terminaba en glugluteo y caricias. Finalmente las jugarretas celebráronse al aire libre, con despliegues y ademanes más elásticos y en un área cada vez mayor. Cuando volvía con la presa escondíase detrás de alguna piedra, quiebra o mata, y llamándolos, los obligaba a buscarla. De repente caía sobre cualquiera de ellos con un salto y un zarpazo, y con otro par de enormes botes, desaparecía de nuevo. Jaqueados y hambrientos, los cachorros buscábanla con fogoso ahínco. Como el puma es una de las criaturas más vivaces y festivas de la creación -más que el grajo, el gato y el andaluz, sin duda, 82
y la hembra es más cascabelera y ágil que el macho -, la jarana prolongábase horas y horas sin un adarme de cansancio evidente. Su mayor alejamiento visible de la covacha fué por mucho tiempo, para los mocosos, el marcado por el manantial en donde los abrevara la madre. Su mundo reducíase a un estrecho retazo en la áspera desnudez de la puna, apenas sombreada por el chaguar, el cardón o la tola. Allí cerca, los siglos inmóviles de los monolitos, los siglos en fuga del torrente. Lejos, en torno el perfil de galope de las montañas. Allá abajo, vedada por rampas y precipicios, la quebrada con su emboscado misterio. Muy alto, las cimas nevadas, con tal relumbre a veces bajo el sol o la luna, que enjaretaban los ojos. Aquel mundo fué el único que conocieron Chumbita, el cachorro primogénito, y su hermanita, bajo la vigilancia de su madre, antes de que comenzara a llevarlos de acompañantes de sus cacerías. Eso ocurrió seis o siete veces. Chumbita nunca supo olvidar la primera. Habían andado casi toda la noche, con algunos intervalos para el descanso, y a veces para mamar algún chisguetillo, sin encontrar presa. Su madre maullaba a ratos, impaciente o triste. Al fin, al filo del alba casi, sus orejas tensas captaron un ruido que ascendió de la quebrada. La gran cazadora gruñó sordamente, y poniéndoles las patas encima, los obligó a echarse, y acto seguido, con el cuerpo aplastado sobre el suelo, comenzó a descolgarse por la ladera. Cuando ellos quisieron incorporarse y seguirla, su madre volvió la cabeza y mostró los dientes con un seco gruñido de amenaza. Los cachorros comprendieron que debían aguardar allí. Ella se perdió de vista. Transcurrió un larguísimo rato, cuando se dieron cuenta de que estaba amaneciendo. Esperaron y esperaron tiritando tal vez más de ansia o miedo que de frío. De pronto sintieron algo como una descarga de bufidos, seguida de un largo tropel corriéndose por el fondo de la quebrada. Por fin, recibieron el llamado de la madre. Sólo que al tratar de llegar hasta ella, advirtieron que la neblina los rodeaba por todas partes, una de esas cargosas brumas del cerro, que no sólo atajan la vista a seis pasos de distancia, sino que con su humedad y falta
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de viento, confunden y desfiguran las emanaciones hasta engañar el olfato de los perros pastores que cuidan solos un hato de ovejas o cabras. Su madre, cuya voz llegábales otra vez, habíales enseñado, con el ejemplo, a confiar tanto o más en el oído que en el ojo. Pudieron encontrarla al fin. Un pollino eso que sólo vieran una vez de lejos - estaba tendido a sus pies con la cabeza tronchada, mientras ella gustaba a lametones la sangre del cuello, gruñendo a la sordina. Maulló suavemente acogiendo a sus hijos, mientras con un solo pase de sus garras partía el pecho de la víctima, apartando después diestramente parte del cuero hasta dejar desnudo el apetitoso manjar rojo. Comieron todos a dos carrillos un buen rato. Después la madre abrió en canal el vientre de la res, y con prolijidad de jifero echó todo el triperío afuera, sin manchar la carne con una gota de estiércol.
La captura Según es sabido, si el puma entra en años sin que la suerte le haya jugado una de sus malas pasadas, suele volverse rumbosamente confianzudo. Es lo que sucedió con la madre de Chumbita, que llegó a caer en el pecado más gordo de los pumas: libar sangre de corderos, sin probar su carne, vaciándolos unos tras otros como odres, para tirarse a dormir su roja borrachera a escasas cuadras del redil asaltado. Su imprudencia llevóla a iniciar sus exploraciones mucho antes de la noche o prolongarlas hasta más allá de la raya del alba. Y así ocurrió un día el gran percance. Fué a la entrada del invierno, cuando las primeras nieves obligan a desertar de las alturas disparando menos del frío que del hambre. Una noche de excursión por la boca de la quebrada, apostó a sus dos cachorros en lugar conveniente, y descendió al redil de cabras ya visitado tres noches atrás. Estábase bajo las estrellas goteantes del amanecer. Temeridad fanfarrona, pese a que lo hiciese guardando las más eruditas precauciones: rodeos estratégicos, avanzando con su largo cuerpo hundido entre sus patas tan sigilosas como las de 84
una hormiga, ondulosas arrastraduras de serpiente entre reiteradas pausas para ojear y escuchar. La temeridad y la contención, siempre, eso sí, como si la montaña misma la inspirara, Con su genio de volcanes y neveras... Llegó así, sin novedad alguna, junto al redil. Buscó el lugar más aconsejable para el escalamiento y ya encogía el retráctil cuerpo para el salto cuando, junto con un chasquido seco y breve, sintió un fulgurante dolor en una pata trasera. Inició la fuga, pero hubo de sujetarse sobre el pique: algo más fuerte que los dientes de un moloso, la mordía, apresándola. Revolvióse desorientada, ahogando un gruñido entrañable, descargó en un torbellino de furia toda la profunda fuerza de sus manoplas sobre aquellas mandíbulas mudas, intentó dispararse de nuevo, se sacudió entre desesperados revolcones, pero todo fue inútil. Cuando los hombres madrugaron a revisar la trampa la cautiva estaba casi del todo agotada.
Entre los hombres Así, huérfano cuando aún mamaba como en sus mejores días, fué capturado Chumbita, no sin defenderse un rato a cachetadas, bufidos y estornudos, de los perros que le cortaron la fuga. Su hermanita, más desgraciada, murió en la refriega. Envuelto en ponchos y gruñendo siempre, llegó Chumbita a la casa de los hombres, en el cortijo del cerro. Tan indignado estaba en los primeros momentos, que se negó a comer. Pero el hambre, y más aún el de un cachorro, es mucho tirano para ser resistido largo tiempo. Terminó por abalanzarse gruñendo y escupiendo rebufes sobre el trozo de carne fresca que le acercaron, y más tarde bebió también, aunque reo jeando siempre, un cuenco de leche tibia. Fué entregándose de a poco a lo largo de los días, y terminó por capitular incondicionalmente. Su poca edad, su índole benigna, y el imperio de la costumbre, más poderosa que una legión de ángeles, obraron el milagro. ¿Puede creerse? Llegó a olvidar su misma tirria insufrible a los perros. Aprendió a distinguir, aun a la distancia, a las per-
sonas y objetos familiares, mostrando mucha más inteligencia que un gato doméstico. Sábese que el puma es el hijo más talentoso de toda la gran familia felina. El apego y confianza que Chumbita llegó a diferir a Bartolo, el hijo del puestero, terminaron por vencer la prevención de su
madre que solía decir: Lo que es del monte debe vivir en el monte. (Es claro que ella ignoraba benditamente que el perro y la oveja, la cabra y la gallina, también habían sido del monte alguna vez...) Con sus grandes ojos de iris redondo y mirar sereno, sin resabio alguno de ferocidad, y con su paso alfombrado, acercábase a lamer y relamer la mano de su tutor y amigo, o a pasar y repasar debajo de ella su nerviosa cabeza, su cuello y su lomo enarcados con un runruneo de satisfacción semejante a un arrullo. En dos ocasiones había estirado el guante hacia las gallinas, pero el oportuno castigo y las voces y los gestos de enojo del amo, le habían enseñado a mirarlas con desprecio. Aprendió a tolerar cristianamente la vecindad de los perros de la casa, y llevado sin duda por su siempre fresca afición a la chacota, llegó a hacerse gran compinche de Pila, el perro chino. Luchaba con él rodando y enderezándose para rodar de nuevo, mordisqueábalo en la nuca o el rabo, derribábalo con sólo estirar una de sus manotas o, fugando con su larguísima cola en ondas detrás suyo, convidábalo a seguirlo en sus evoluciones sin cuento. El Pila terminaba por cansarse; Chumbita nunca. A veces una simple pluma en el aire le bastaba para divertirse persiguiéndola a saltos que parecían revuelos. Con su brinco más funambulesco abalanzábase sobre algún pájaro que cruzara en vuelo tentador y no pocas veces conseguía abatirlo: poníalo entonces de espaldas y con delicadeza de ornitólogo lo desplumaba lo suficiente para comerle la pechuga. Otro de sus juegos favoritos consistía en subir a lo más alto de un sauce colorado, junto al estanque casero, mas no como los demás trepadores, a fuerza de uñas (¡eso dejábalo para las comadrejas y los gatos mayadores o los tronirrugientes!) sino con un solo y meteórico impulso ascendente. Y su otra debilidad era jugar con su tutor sin prevenírselo: al verlo venir agazapábase detrás de
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un pedrusco, un mortero o una puerta, y caía sobre su espalda o su nuca con un salto parecido a un golpe de viento, tanto que el paciente no alcanzaba a recuperar su dignidad vertical cuando ya Chumbita habíase vuelto invisible, muy pagado de su cariñosa broma, sin duda. Chumbita, al comienzo no admitía en su menú más que leche y carne. Pero aprendió - es decir, se resignó bochornosamente a comer carne hervida y aun cecina. Y a disputar el suero del requesón a los perros. Roía los huesos sujetándolos con las manos, apechugado contra el suelo, y volcando la cabeza a un lado u otro como un simple cuzco o un simple micifuz. La carne cruda pregustábala a brochazos de su lengua rasposa. Los días de carneada solía lograr alguna buena achura - menudos generalmente - y eso que constituía la flor de los regalos: sangre aún humeante. Eso sí, cuando comía o bebía rojo, nadie - perro o gente - podía permitirse ignorar que Chumbita era hijo de puma, es decir, de aquel fanático de la sangre que sacrifica caudalosos toros y onagros en el altar de su ídolo... Chumbita llegó a entender los ademanes, gestos y voces de aprobación o reprobación de su amo y maestro, pero nunca pudo comprender su risa: resultábale sospechosa y lo ponía de inmediato en guardia, con las cejas contraídas y gruñendo muy a la sordina. Por cierto que el cachorro - ¡todo un mozo, ya! - se había criado en plena libertad. . . doméstica. Con excepción de su corta siesta, toda su vigilia era solar, esto es, hacía vida completamente diurna, de modo que aceptaba sin remilgos la larga soga de cerda con que se lo ataba de noche, no por ningún motivo inconfesable. . . sino sólo por evitar la maledicencia del vecindario. Era libre, pues, en el sentido y con el alcance que puede serlo un animal criado entre los inventores de la jaula. El desconocía dichosamente eso, eso donde la fiera pierde el brillo de su pelo y sus ojos y hasta su propio acérrimo aroma nativo, y llega a castrar hasta su mismo instinto de reproducción -¿para qué descendientes presidiarios? - y todavía se atrof ja menos de cuerpo que de alma, pues más que el frío, y la estrechez y el aburri87
miento lúgubre de las rejas, lo asesina secretamente la formidable añoranza de los goces del sol y del aire derramados y de ese cielo respirable que es la libertad del monte. Chumbita, pues, era casi feliz entre los hombres, junto a quienes se paseaba con tranco mesurado y elástico, izquierdando siempre, y con su alma de franqueza y retozo. Feliz, al menos, con la felicidad bajuna del perro que tiene la suerte de un buen amo. Mas no con la retadora y vibrante del león libre, que, si cae cautivo, se deja morir de hambre y orgullo en su jaula. Chumbita, por suerte o por desgracia, había caído en su temprana niñez. Así, piles, la remembranza de sus peñas y breñas estaba muy borroneada por las varias y repetidas impresiones de su crianza. Apenas si se configuraba aquélla en imágenes concretas. Brumosarnente recordaba a su madre y su hermanita. Su añoranza oscura de la montaña salvaje, tanto como individual, era una aspiración de la especie, de todos sus antecesores, en cierto modo aún vivos y mandando en lo más profundo de su ser. Y eso parecía irse volviendo cada día más imperioso. ¡Oh!, su familia de bosques, de rocas, de grutas, de susurros. El frío agudo que humea en los morros de las bestias, como otra neblina. El carcajear hueco de las chufas viendo ya el temporal oculto para todos. El tirarse a dormir bajo un estratégico peñasco, cobijado del viento, al primer amor del sol, como un gato al amor del rescoldo. La nevazón o la llovizna que borra las huellas del cuatrero nocturno. El dulce y temible ruido de los deshielos. El zumbar como de zonda en boquete de piedra de las alas de los cóndores abajándose en conversión oblicua. El torrente saltando encrespado y rugidor como sobre una presa. Su sangre llena de saltos de. . . puma. Todo eso lo sentía muy oscuramente, sin darse cuenta, acaso, pero lo sentía de todos modos. Al mismo tiempo trabajaba en él algo creado por una larga costumbre: el apego al amo, es decir, al que da de comer y acaricia. Mas este algo venía providencialmente a incidir sobre el gran misterio de los pumas: su voluntad de no atacar al hombre ni para defenderse y aun de cuidar de él. ¿Reconocimiento de la su-
perioridad física del simio de voz articulada? Sería ridículo sos-
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pecharla en quien se muestra capaz de quitarles el piso de golpe al toro y al caballo mejor plantados, o de hacer recular la fuerza torrentosa del yaguareté, o, corno advierte Ángel Cabrera, puede volverse "tan temible corno un tigre o un león africano". ¿Respeto por la forma humana? No parece probable en quien en los grandes bosques hace de los primos del hombre, los monos, uno de sus platos favoritos. . . ¿ Qué entonces? ¿ Es que en el hombre siente olor a niño y en el niño olor a cachorro de puma? Lo cierto es que el puma suele seguir a un pasajero solitario sin dejarse ver de él, pero sin agredirlo. Agredido por éste, huye o se bate en retirada. Si el cazador usa los perros como arma, el puma descarga toda su filosa rabia contra los alquilones, al revés del jaguar que brinca sobre los perros, sin mancharse enllJñ garras, para caer sobre su amo. El puma no lucha contra el hombre. Se cuenta de hombres sacrificados por él; pero eso suena siempre a leyenda, o, lo más, puede creerse de una madre defendiendo a sus rorros en la cuna. (Don Francisco P. Moreno fué atacado en pleno día por un león patagón. ¿Odio a la arqueología o a los porteños? Nada de eso. Se descuenta que el bueno de don Pancho, que metido en un poncho de vicuña se arrodillaba para beber de un arroyo que corría entre las matas, debió ser irrespetuosamente confundido con un vicuño o un guanaco desterrado de su tribu.) En cambio, sí, es cierto que el león pampa suele llegar hasta el lecho de algún viajero dormido beatíficamente en el desierto, o hasta la cuna de un niño, sin atreverse ni a turbar su sueño ni a dejarles más recuerdos que los redondeles de sus rastros. Y que encontrando cierta vez a un hombre herido en pleno campo, se acercó sin temor ni amenaza a distancia discreta y después se puso a rondar en torno suyo hasta el alba, alerta a los peligros de la noche. Volviendo a Chumbita, cumple establecer que había entregado la mitad de su corazón a Bartolo y los suyos. Pero quedaba otra mitad: su roja alma violenta, y esa sin que él mismo lo supiese, era de las rocas percudidas de siglos, del alto desamparo de las punas, de los arenales con sus leguas de desolación y sed, de las lluvias con su derramado estrellerio y su enredadera de 89
fragancias en las quebradas selvosas, de los zondas y las nevadas, de los grandes silencios nocturnos punteados de estrellas y luciérnagas o arropados de nubes, de los acechos pacientes e intensísimos junto a los bebederos, de los saltos profundos en busca de aquello cuya salida es más vívida que la del sol: la sangre. Y también del amor, claro está, que él desconocía, pero que alguien dentro de sí mismo conocía misteriosa y terriblemente. Cuando el cautivo soñaba despierto o vivía dormido estas cosas, dejaba escapar gemidos o vagidos apenas audibles en su profundidad, mientras ondas visibles recorrían su piel, alzando o abajando sus orejas, haciendo vibrar la punta de sus zarpas. Chumbita se fugó una noche.
Varón hecho y derecho Los félidos se tienen modestamente por los más perfectos de los animales, es decir, aquellos que ofrecen la máxima armonía entre el cuerpo y sus miembros, la mayor gracia en los detalles y el conjunto. Y desde luego se sienten una especie de autónomas herramientas de lucha. Hasta la lengua está armada para desgarrar ciertas pieles con sólo lamerlas. (Como algunas serpientes, tienen hasta el paladar guarnecido de asperezas defensivas.) No se sabe qué admirar más: si la fornidez o el filo de sus garras, o ese amoroso celo con que los ligamentos extensibles las levantan y resguardan para que no se gasten cuando el animal camina. Una simple contracción de los músculos flexores de la última falange de los dedos convierte la pata de los felinos en arma más o menos infalible de victoria. Su fastuoso sistema muscular los vuelve señores de la fuerza y la agilidad en un maridaje cuya resultante es una eficacia prodigiosa. Pero toda virtud paga el tributo de un defecto. Los hijos predilectos de la fuerza sufren la tiranía de los músculos, que se traduce en algo como un enanismo cerebral. Los encargados de mover las atléticas mandíbulas, los maseteros, exigen un desarro90
llo condigno que trae como consecuencia la abertura de los arcos cigomáticos y con ello la chatura craneana. Pero la vivacidad y la pujanza son virtudes no excepcionales entre los hijos del monte. Quizá la virtud propiamente genial de los félidos sea su elasticidad, esto es, su poder de comprimirse y distenderse desaforadamente: desde sus pupilas contráctiles a sus zarpas retráctiles, desde la larga paciencia del acecho a la más larga audacia del ataque. Ahora bien; entre los de su gran familia, el puma sólo cede a algunos en fuerza; en todo lo demás - livianez, agilidad, elasticidad, baquía, silencio, ojo, oído, astucia -, todos sus parientes pueden ser discípulos suyos. Al no mucho tiempo de haber recuperado su libertad, Chumbita había comenzado a sentirse plenamente un puma, digo, un elástico y profundo hijo de su raza, una criatura perfecta de la Naturaleza desde el extremo del morro y los colmillos a la punta de la serpentina cola. Había aprendido sin darse cuenta, ni menos proponérselo, el andar de su madre: ese deslizarse sin ruido por cualquier parte, aprovechando de una ojeada todos los accidentes del terreno para ocultar el bulto, rampando sobre el suelo o un tronco con la ligereza de un lagarto, cuando era preciso. Su visión era unilateral y estrecha, pero matemáticamente precisa. No se perdía en generalidades ni preguntaba los por qué. Sabía que debía matar para comer, porque si no moriría, con la más agoniosa y bochornosa de las muertes: la del hambre. Y que tanto como los condenados a comer hierba, frutas, insectos o carroña, él lo estaba a comer carne viva y sangrante, roja y humeadora como un tizón en el día: carne que galopaba velocísima sobre la tierra, volaba por el aire o se escondía bajo el suelo. Esa carne en sí era una felicidad; y el ejercicio de sus músculos, su astucia y su paciencia, y el orgullo de vencer, otra felicidad. (Dormir tibiamente al sol o a la resolana, con el estómago repleto, era una pasiva suerte que él apenas contaba.) Feliz, pues, pese a sus duras fajinas y fatigas, sus treguas de hambre, sus ansiosas esperas. 91
Porque cada vida se siente feliz si se expresa libremente, esto es, de acuerdo con las leyes que la Naturaleza puso en sí. Su cálculo, casi siempre infalible, del tiempo y la distancia, no era en él razonamiento, sino genialidad; el resultado de una inconsciente y profunda meditación hecha no sólo con el cerebro, sino con todos los nervios, los músculos, la sangre y toda la sabiduría heredada yacente en el fondo de ella. La división entre lo físico y lo mental, no podría hacerse en él, a tal punto era impecable la fusión de ambos elementos. ¿Una criatura puramente instintiva, entonces? No, porque esas entidades puras que pululan en las cabezas de los pensadores, difícilmente se dan en la Naturaleza. Cierto que el instinto es un precepto sabio y eficaz, pero tan prepotente que apenas deja que el discípulo aprenda algo por su cuenta. Pero ese algo, por mínimo que sea, existe, y es menos imperceptible a medida que se asciende en la escala animal. Digo, pues, que ante circunstancias especialmente imprevistas, Chumbita habíase mostrado capaz de una respuesta menos de la familia de los pumas que suya propia, de acento personal intransferible. Chumbita solía recordar con oscuro, pero invencible horror, el servilismo de los perros, esos antiguos hijos del bosque libre, que habían perdido no sólo mucho de su sagacidad y audacia, sino otra cosa más grande: el duro orgullo de sí mismos, la aguda autonomía de los hijos del desierto. Tenían el más tiránico de los dioses, un amo. Andaban sueltos, pero sin duda ya estaban encadenados por dentro. . . ¿Y es que entre los hombres ocurría otra cosa? El liberto ni siquiera llegaba a esbozar tamaña pregunta. Chumbita vivía resignado, desde hacía tiempo, a una grande y dura soledad, forzado por las exigencias de su régimen venatorio. Esto es, al hecho de repetir noche a noche, cuando no dos veces en la misma noche, sus golpes de mano -tan vastamente destructores, en ciertos casos - y llevado, para no marrar, a realizarlos en los puntos más opuestos, precisaba un grandísimo campo de acción, es decir, no podía admitir rivales, y menos de su propia especie. 92
Sólo que las leyes del Amor son tan draconianas como las del Hambre, y a ellas había obedecido sin saberlo al desertar de la tierra de los hombres. Vivo como un tajo conservaba el recuerdo de aquella aventura. Noches y crepúsculos enteros vagó por los cerros, impulsado incansablemente por algo que era como la sed y el hambre juntos, sin ser ninguna de ambas cosas. Hasta que halló rastros parecidos a los suyos, pero que no eran los suyos y cuya forma y olor lo turbaron casi como la palpitación y 1a tibieza de la sangre, o más. En efecto, tembló en sus flancos y en sus entrañas a un misterioso soplo que parecía traspasar las breñas y las rocas. Los murmullos que venían de la quebrada boscosa —los fragores de la primavera en armas -, parecían conquillear su piel, sus venas, la base de su lengua. Le pareció que dentro de sí estaba ahora la ladera con sus más erectos cardones y sus más femeninas corolas, y que la ronca dulzura de la cascada caía en su corazón. Y se puso a seguir las huellas encontradas con paso tan sigiloso como el ascenso de las savias, hasta escuchar, viniendo del corazón mismo de la noche, un mayido tan lánguido que parecía una llamada de auxilio. Así se conocieron. Era ella una rubia y hermosa hembra, cuyos ojos, al volver la cara de golpe, fueron un mareante relámpago en la sombra. Su recibimiento fué bronco: se dejó caer de espaldas, erizada, gruñendo y mostrando los colmillos y las cuatro patas recogidas. Lo que vino pareció un comienzo de lucha. Pero al fin ella dejó de gruñir y el macho le arañó flojamente el vientre y le restregó el flanco con el hocico. Terminaron por peinarse mutuamente el pelo con las lenguas. Resultó inmejorable compañera. Comenzaron a excursionar juntos, y él cazó para que ella comiese y bebiese primero -o lo hiciese sólo ella si lo conseguido no alcanzaba para ambos-, pero lo más de las horas que no entregaban al sueño lo pasaban jugando. Persiguiéndose uno al otro, agazapándose y luchando entre mordisqueos y gruñidos alternados de runrunes semejantes a arrullos. Pero eso no podía durar ni duró mucho tiempo. Las austeras leyes de caza del puma de los Andes, los obligaron a separarse 93
un día. Chumbita recordaba a su amiga con un mayido calmo, aunque venía de lo más adentrado de su ser. Sabía que se encontrarían de nuevo. Entretanto, en sus horas de ocio, obedeciendo al alacrísimo genio de la especie, reojeaba o imaginaba su propia sombra - o tal vez la de su compañera - y jugaba horas y horas en la soledad, entre inimitables arrastres, agazapadas, brincos, repullos, esguinces, en una especie de danza terrestre y aérea. Bastaba a veces la tentación del vuelo próximo de una mariposa para iniciar la función. ** * Chumbita había llegado a su desarrollo completo por fuera y por dentro. Era un puma entre los pumas, tal vez más que muchos, pero en cualquier caso, no inferior a ninguno. Es verdad que nadie, o casi nadie, lograba verlo, pero todos sentían su presencia, que diríase ubicua, y cuando se daba por ahí con los restos de sus banquetes o con sus simples rastros todos recordaban una vez más que él -no el cóndor, ni el hombre - era el rey en la aspereza de las breñas, en la desolación de los médanos, en la profundidad de las quebradas. Desde la punta del hocico a la punta de la cola medíc' dos metros treinta ni una línea más ni menos. Su peso de gimnasta, sin un adarme de grasa o carne inútil, frisaba en los sesenta y cinco kilogramos. El bayo cetrino de su pelaje subía casi a negro en el lomo y la punta de la cola y devenía casi blanco en las partes inferiores. Una mancha oscura en cada esquina de la boca tornaba un tanto desdeñosa su expresión. Virtuoso de todos los movimientos de la gimnasia, aun el más desaforado le salía tan sin esfuerzo como la sangre sale del corazón. Su cuerpo podía ondular como el de una culebra y rampar como ella cada vez que era preciso. Su guante, no menos aterciopelado que el de un gato de salón, apenas rozaba el suelo cuando él queríalo así. Para vengar su modesto olfato, su oído era soberbio. La claridad más débil, difusa en la oscuridad, se concentraba en el fondo de su ojo y era reflejada por la retina. Esto wm
significaba que con esa linterna sorda, podía practicar las noches más oscuras sin que ello le impidiese ver bastante bien en pleno día. Ya dijimos que no usaba las uñas para trepar como los tigres y demás felinos del montón, sino que ascendía verticalmente y de un solo impulso anticipándose al helicóptero, hasta la cima de riscos, árboles o cardones cualquiera fuese su alto. Para apearse de una rama tendida a nueve brazadas del suelo, bastábale un brinco, como al gato desde la cama a la alfombra del piso. Los curiosos comprobaron más de una vez que acostumbraba a salvar de un salto el arroyo de la zona, que en partes tenía doce metros de ancho. ¿Parece mucho? Persiguiendo con su segunda arremetida un huemul o un guanaco cuesta abajo se estiraba hasta brincar diez veces el largo de su propio cuerpo. Junto a eso Chumbita tenía, y decantada, toda la advertencia de los pumas, los más talentosos de los felinos. Sabía anularse detrás de una piedra o un arbusto junto al sendero de la aguada o del lamedero de los venados. Tumbábase boca arriba y agitando las cuatro patas en el aire sabía sacar buen partido de la infantil curiosidad de los guanacos. El gran andariego, el desmesurado saltarín, podía inmovilizarse horas y horas en el acecho. Como el mejor profesor de balística calculaba las distancias en su salto de ataque. Si llegaba a fallar —¡eran muy pocos los felices que podían conservar ese recuerdo! — arriesgaba, a lo más, un segundo brinco sin cometer el error de dejarse llevar por la espuela de la rabia o el hambre detrás del prófugo, sabiendo que toda su organización estaba hecha para el brinco, no para la carrera. Jamás se aproximaba a su presunta víctima sino con el viento en contra a fin de inutilizar el olfato de ésta. Nunca iba de buen grado, sino por exigencias del hambre, contra animales capaces de resistirle con algún peligro: vacunos adultos o garañones, por ejemplo. De las manadas, prefería los mamones o las hembras, porque suelen ser más gordos y menos duros de carne y menos duros de... pelar. Pero nunca aflojaba ante las pruebas difíciles cuando venían a desafiarlo; por ejemplo: empujarse de un brinco a la mollera de un cardón gigante más erizado de púas que un puerco 95
espín. O al lomo de la acaso más ardua presa: el burro hechor. En efecto, más sagaz que el toro, el guanaco y el caballo, el garañón no pierde la cabeza en el peligro y planea militarmente su defensa; no pudiendo, ante el león o el tigre, hacer uso de su mejor arma, que son sus dientes, deja resignadamente que el uñudo brinque y se afiance sobre su cruz, para volcarse en un tris sobre su lomo contra el suelo, buscando endeudarse en el delicado espinazo del jinete, a quien, si es preciso, agrede en seguida a tarascón limpio sin importarle un pito de las heridas recibidas. En otros casos el diablazo del cojudo se embolsa a gran prisa en el bajo y espinudo ramaje de algún chaflaral o algarrobal a mano, logrando casi siempre apear deshonrosamente al domador que lo cabalga. Chumbita sabía muchas, muchas cosas, y nunca se detuvo a pensar si se las enseñó su madre o su propia experiencia, o ya venían consigo al nacer. De cualquier modo, su fama de cazador más o menos infalible llegó a producir el mismo inevitable temblorcillo en las alas del pájaro de la breña que en el lomo del burro cimarrón, en las cerdas del quirquincho que en los jarretes del guanaco. Ya se sabe que el halcón y el puma son delanteros entre los escasísimos cazadores que se permiten ese lujo insultante: cazar a veces por puro recreo o por pura bravuconada, para sólo probar un bocado, o ni siquiera eso, arrojando la presa a las chusmas de la tierra y el cielo. Chumbita no estaba libre de este pecado, pero aun cargaba su conciencia con otro igual o peor. Al revés que el jaguar y demás parientes, prefería mucho más la sangre que la carne. Hasta solía olvidarse de ésta cuando podía beber de aquélla a su sabor. Solía trasvasar cinco o seis litros del humeante mosto sin otro inconveniente que el de una especie de embriaguez más turbia que la del vino. Así, pues, no era raro que matase ovejas para beber su sangre y sólo para eso. Forzosamente el número de sus víctimas era desaforado. Y este régimen hematófago de vampiro lo volvía calamitoso como una peste. Tenía dos estilos de matar. Al animal chico derribábalo de un solo zarpazo o de un par de sacudones atenazándolo con las mandíbulas. Al grande, de cor96
zuela para arriba, caíale sobre el lomo con uno de sus famosos saltos y poniéndole una mano en el pecho doblándole con la otra la cabeza hacia atrás, agarrándola del hocico hasta que alguna cervical crujiese, y esto de un solo golpe y en lo que alumbra un relámpago y aunque se tratase del cogote de un burro o un novillo. Su víctima moría antes de caer al suelo. Es decir, mataba en el aire, como el halcón. Alguna vez despachó así un potro, casi en las narices del que arreaba la recua, sin darle tiempo de intervenir. Tampoco se tomaba la molestia de arrastrar su presa más o menos lejos: comía donde mataba. Por precaución tapaba el resto con palotes, pastos o arena, para volver más tarde, pero siendo muy tibia su afición por los fiambres, no volvía casi nunca. *** Echado debajo de una peña, veía amanecer. Esa noche había intentado repetir la hazaña de varias noches atrás: el asalto a un gran redil de ovejas del otro lado del cerro. Pero el aire se movía demasiado y los perros debieron sentir algo, pues uno ladró dos veces. Como, por otra parte, el día estaba próximo se volvió sobre sus pasos. El sol va a salir ya sobre los altos picos, que parecen haber reventado en sangre y la salvaje piel nevada de la ladera aparece violentamente manchada, aquí y allá, de colores diversos, que palidecen poco a poco hasta que todo se vuelve una blancura insufrible de brillo. Las pupilas del formidable gato se achican hasta parecer una punta de lanza. Es la hora de buscar reposo, y más habiendo traficado toda la noche, pero él no siente sueño ni fatiga porque tiene hambre. Además, hace demasiado frío allí. *** Comenzó a descolgarse con su disimulo y sigilo geniales hacia el valle. Antes de llegar al bajo debió observar algo interesante, pues se lo vió extremar exquisitamente las precauciones del descenso y después avanzar serpeando a ras de tierra hasta unas matas. En efecto, a no muchos pasos de allí pastaban unos flan-
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duces. Eran cuatro. En la más mortal inmovilidad Chumbita acechó un larguísimo rato. Los patudos no daban tiro. Se desplazó él entonces dos jemes hacia un lado y meneó discretamente la punta de la cola. Al cabo de un instante repitió el movimiento. El ñandú más próximo debió advertir algo, pues tendió el cuello en esa dirección con la cabeza ladeada y aun adelantó con cautela dos o tres pasos para cerciorarse. Fué su perdición. El puma se alzó y cayó alcanzándole un manotazo sobre el anca y después se inmovilizó un rato sobre el cuerpo del gran pajarraco con su largo cogote entre las fauces. Satisfecha su hambre, Chumbita se acordó de su sed, y después, de su sueño. Buscó en seguida, a dos cuadras de allí, un recoveco seguro y se tumbó a dormir su larga siesta. Su dormir fué plácido y agraciado además por un hermoso sueño: caía él liviano y silencioso como una pluma en el centro de un gran redil y las ovejas iban pasando entre sus manos con la yugular abierta para que él bebiese con profundas y estremecidas degluciones el licor caliente y fragante con su sabor de gloria dulce y salino a la vez. Porque Chumbita se parecía a los indios araucanos no sólo en sus ojos sesgos y en la rala dureza de sus bigotes, sino también en sus dos gustos favoritos: el de la sangre humeante y el de la carne de potro. Eso sí, a falta de potros se consolaba sin mayor rezongo con carne de oveja y aun de cabra. Cuando despertó, el sol acababa de perderse detrás de las cimas del oeste. Se desperezó lenta, honda, concienzudamente, como si practicara un rito, hundiendo entre las paletas potentes su ancha cabezota, distanciando entre sí al máximo los miembros delanteros y los traseros y las vértebras del espinazo, perfilando en todo su enorme largor la cola casi acilindrada con su negra mancha final a modo de contera. Y todo ello como simple acompañamiento del bostezo que le apartó las mandíbulas hasta enjaretarle los ojos como si tuviese por único objeto mostrar la áspera lengua y desnudar hasta el cimiento sus envidiables colmillos. Después atesó las breves orejas redondeadas auscultando el 98
vasto ámbito, y se echó a rodar sin rumbo, aunque eso sí, como siempre, contra el viento, de modo que su temible aura no ofendiese las quisquillosas narices de alguna presa hacia la que pudiera estar marchando. Sin rumbo, dijimos, y también sin interés concreto. De veras, recónditamente y tal vez sin que él mismo lo supiese, Chumbita sólo se proponía en la ocasión matar tiempo hasta la llegada del momento más aconsejable para eso cuyo peligro adivinaba, pero cuyo encanto profundo estrechaba su garganta y doblaba los golpes de su corazón: una nueva visita al redil ovejuno. Pero el azar lo cambió todo de repente. Algo se movió vagamente entre unas tolas a un costado, un poco más arriba, como a treinta brazas de distancia. El puma se aplastó contra el suelo y quedó inmóvil, observando. Avanzó después a rastras hasta escudarse detrás de un risco para bichar a mansalva. Sí, era un guanaco, un "relincho" solitario. Podía avistarlo bastante bien ahora que daba el anca revisando sin duda los faldeos del otro lado. Pero el animal, desconfiando por instinto y hábito, giraba a un lado y otro ojeando, escuchando, husmeando a la redonda antes de agacharse a pastear un momento. Al fin ¡después de una eternidad para el que esperaba! - lo hizo, y Chumbita aprovechó el intervalo para iniciar un paciente rodeo a objeto de ponerse contra la brisa que, de otro modo, podía llevar al poderoso venteador y aüscultador el tufo de su piel o el rumor de sus pasos. El guanaco dejó de comer y observó de nuevo, mas no advirtió novedad alguna al parecer, pese a que un pajarillo chilló por ahí y que a no mucha altura un jote se dejó ver volando en círculo, y no por casualidad, a buen seguro... Ya está el cazador al cabo de un arduo, interminable y reiteradamente interrumpido arrastre - a nivel y a sólo treinta pasos de su blanco. Aun debe avanzar un trecho breve aunque emocionante hasta lo doloroso, por ser el último y porque un tris puede hacer abortar todo. Está tan pegado a la tierra que el retumbo de su corazón se confunde con el del torrente lejano. El guanaco se agacha a pacer una vez más. Chumbita avanza veloz como una culebra, pone en juego el más poderoso de los resortes habidos 99
- su cuerpo fabulosamente retráctil y arrojadizo - y salta, salta como si hubiera picado en el trampolín del diablo. El guanaco, con una especie de ahogado relincho, dispara sin un instante de vacilación, pero ya con el fantástico jinete sobre el lomo y tan ciego de asombro y de pavura que el tercer envión de su galope lo proyecta sobre el derrumbadero. Y ahora ocurre la cosa que el cerro vió pocas veces si vió alguna. Chumbita, que viene lidiando por acostar el largo cogote de su presa sobre la horizontal del lomo, salta de repente al sesgo como una escupida hasta la cornisa del precipicio. Sólo que el guanaco está ya con el pescuezo roto antes de llegar al plan del abismo. *** Y sucedió que el sueño se volvió realidad. Sucedió así nomás, porque algo que venía no sólo de toda su aguerrida y victoriosa experiencia sino de las más viejas mandas de sus antecesores, decía que en muchos casos el peligro no apaga la tentación sino que la atiza. (El peligro suele afogar el ánimo como una ducha helada el cuerpo.) Y Chumbita había probado - y no una vez sola - lo que era la embriaguez de una orgía con gargantas de cabras u ovejas a discreción, para no sentir en sí el demonio rojo de los reincidentes, el mosto de las masacres. Esa noche -a veintitantas horas de su aventura con el guanaco - y ya vecina el alba, Chumbita estaba llegando al alto redil de piedra. Se detuvo a escuchar un buen rato. En el silencio perfecto, el bajo rumor del sueño de las ovejas le llegó golpeándole tumultuosamente el oído, asordándole el alma. Permaneció tan quieto como un islote, de no contarse el meneo incontenible de la punta de la cola... Esperó así un insondable rato, hasta que el aire se movió un poco, que es lo que él quería, pues eso podía denunciarle algún olor sospechoso o ahogar del todo en su murmullo hasta el levísimo de sus pasos. Sus ojos amarilleaban un poco en lo oscuro. Avanzó, al fin, muy despacio y tan sin ruido que sus terribles patas parecían caminar sobre musgo.
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Cuando llegó al lugar que buscaba comprimió todo su cuerpo como un solo resorte y saltó cayendo sobre la pirca con ruido demasiado sordo para alarmar a nadie. No a las ovejas, por lo menos. Chumbita se descolgó rápidamente hacia dentro. Las ovejas no acostumbran balar cuando las ultima el hombre. Tampoco balaron esta vez, mientras el nocturno sacrificador saltaba de una a otra después de atraparla, fracturarle el cuello, abrirle la yugular y sorberle la sangre como un desmesurado vampiro en hondas y estremecidas degluciones. Aquello duró mucho rato, quizá una hora. Quizá a algunas ovejas apenas les probó la sangre - ¡de carne ni un bocado! - y sin duda no degolló a todas las que mató. Cuando al fin resolvió irse, dejando detrás de sí veintidós reses enfriadas, estaba tan ahito de sangre que apenas pudo saltar sobre el tapial de piedra... Huelga decir que eso no hubiera sucedido en la ingenuidad indómita de la breña. ¿Por qué el hombre ha hecho del carnero un esclavo, esto es, un ser castrado de todo instinto de defensa, encerrándolo todavía en una mazmorra? Chumbita despertó de su sanguinaria borrachera (¡el gran cauteloso habíase tumbado a dormir a tres cuadras escasas del corral de piedra!) al otro día y sólo cuando el tropel de la perrada estuvo casi encima de él. Qué alboroto! La montaña resonaba como una caverna al tundir de los ladridos. El olor de la fiera, levantado en los rastros, traía ya medio enloquecidos a los chuchos. Su vista los llevó casi al delirio. Su torrencial instinto de cazadores natos, saltando de generación en generación a través de millares de siglos, los empujaba hacia la pieza, aun sabiéndola mortalmente peligrosa. Eso y, en esta ocasión, la confianza en el hombre sosteniéndolos y acaudillándolos, los ayudaba contra el miedo. Colas en alto, entre las piernas, pelambres erizadas, y aullidos medio estrangulados, casi dando lástima. El prófugo se respaldó contra un peñasco, acuclillándose, con las orejas abatidas hacia atrás, aplastando más la cabeza, el morro remangado para desenvainar los colmillos, un sesgo relumbre asesino en los ojos, y él todo abajándose y erizándose con un gruñido hueco y acérrimo 101
como un cardón o un cascabel de víbora... Hasta que, al fin, llegó el hombre chumbando a gritos a los perros, si bien el primero en obedecer a su amo fué botado allá lejos, para muestra, con el espinazo roto como una caña. Chumbita pudo caer, sin rebajarse a los perros, sobre su verdadero agresor, con uno de sus saltos rajantes, él, que era capaz de aterrar moles vivas que sobrepasaban cinco o diez veces el peso de su propio cuerpo o de derrotar al manchado matón que engorda con carne humana, él, que tenía de paniaguados en sus banquetes a los cóndores de la gran altura: pero recordó que ahora se trataba de un hombre, y que él era un puma - y todavía un puma criado en la cueva de los hombres - y no quiso, no quiso.. Cuando el hombre apuntó con aquello que traía en las manos, y cuyo secreto adivinaba, Chumbita dejó caer dos hilos de lágrimas y esperó lo que viniera. . . (Reniego de la antropofagia, misterio del puma, más cierto y viviente que muchos misterios con aureola de los credos revelados.)
EL ÁGUILA Y LA LIEBRE
1 L despuntar
ci día, Grifo, el águila, dejó su nido cimero (sito no entre las peñas sino en la horcadura de dos de los muchos brazos de un cardón gigante, empotrando entre ellos travesaños leñosos del calibre de su cogote y casi tan largos como sus alas) e inició su primer vuelo de exploración diario, no remontándose ostentosamente o lanzándose derecho al gran espacio, sino siguiendo la paralela de las pendientes, rozándolas casi hasta poner cuadras entre ellas y la ruda cuna donde sus dos pichones, tamaños ya como pollonas, piaban de hambre como simples polluelos de incubadora.. Habían sido, en su primera infancia, de plumón más níveo que el de los pichones del cisne. La aguilucha, más alta y fornida que el aguilucho, alardeaba de una índole de madrastra, atormentando todo el día a su hermanito, persiguiéndolo corno un acreedor en torno al nido, ensayando fraternalmente en él la eficacia creciente de sus picotazos, todo ello sin olvidar el devorar casi toda o toda la pitanza traída para los dos. . . La madre despedazaba la presa y repartía las raciones, cuidándose bien de atender a su hijo después que su agorgonada hermanita diera muestras de irse aplacando. Se sabe que cualquier pájaro en busca del diario yantar para sus polluelos tiene delante de sí la fajina de Hércules en sus doce A
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trabajos. Grifo, el azote de vientos y de vidas ajenas, poseía, como padre, un corazón de paloma. Era el encargado de la proveeduría diaria, y como tal, apenas tenía tiempo de llegar al nido, dejar su carga y partir de nuevo. La madre, severa pedagoga, era la encargada de la educación. Hacía dos días que los aguiluchos chillaban por comida teniendo un tuco-tuco en el nido. Grifina se negó a servirles el almuerzo. Al fin hizo otra cosa: vino, destrozó al roedor y se lo comió tranquilamente. Ayer llegó una viscacha joven, traída por el padre. Grifina ahorró su intervención y los pollos se vieron obligados a despedazar solos la presa. Se vió a Grifo remontarse al cabo, a muy moderada altura, e iniciar una serie de círculos concéntricos que duró un rato. Se abatió al fin para alzarse con algo que se agitaba aún perchado a una de sus patas. Era un pequeño roedor nocturno que demorara más de lo prudente en regresar a su cueva. La soberana rapaz volvió a su nido con la precaución habitual: grande si tiene huevos, pues debe abandonarlos si los descubren, y mayor si tiene pichones, pues debe defenderlos a toda costa. Partió de nuevo. Poco después del parco desayuno, Grifina se ocupó de la lección más grave que debían recibir sus hijos ya crecidos: la de aprender a volar. Un pájaro cualquiera puede iniciarse en el vuelo por inspiración propia; pero un futuro rey del aire, como el poeta, nace y. . . se hace para tal. La terrible aguilucha, asentada en un arbustillo, al borde de un derrumbadero, se agitaba allí con lastimeros chillidos, temerosa de lanzarse al aire, mientras su madre pasaba y repasaba al vuelo por delante de ella llamándola y convidándola a la gran aventura. La discípula comprendía demasiado bien lo que estaban exigiéndole, pero su coraje no era todavía de águila. . . Cansada, al fin, Grifina dió un empellón a su hija que se precipitó así en el vacío con gemidos de espanto, aleteando torpemente. Pero la madre no tardó en colocarse debajo de su hija, dejando que sus patas descansaran un buen momento sobre su lomo, aunque se sustrajo al cabo. Esta vez la aprendiz se resolvió a hacer mejor uso de sus alas. Muy lejos de allí, Grifo planeaba en círculos y círculos ladean104
do la cabeza, registrando el plan, allá abajo, con su terrible ojo. Como no descubriera nada, encogió sus alas y bajó al sesgo, a posarse sobre un chañar, empuñando una rama con sus dedos iguales a la mitad del tarso, cruzando la uña posterior y la del medio. Allí se quedó acechando. La señora de la violencia lo era también del más calmoso dominio sobre sí misma. (Algo tenía que ver con esto el que sus veranos llegaban a sesenta y el que un águila puede vencer los cien). Minuto a minuto esperó una hora. La luz creciente destacó su enérgica silueta y los colores de su uniforme: cabeza ploma, garganta blanca, pecho tordillo, bajera y calzones níveos con breves rayitas parduscas. De pronto, en desliz suave, como por una pendiente de arena, se dejó ir hasta la orilla del arroyo que allá, a distancia de un tiro de boleadoras, caminaba y charlaba entre las piedras, y se abrevó, levantando al cielo el corvo pico en cada trago. Abrió al fin las alas 1,65 de envergadura y se lanzó a la vertiginosa espiral del remonte. Instantes después planeaba en orbes de ciento cincuenta metros de diámetro, a trescientos de altura, ladeando la cabeza a derecha e izquierda, volcando el ojo ígneo sobre leguas de campo y cielo. De pronto plegó las alas y se despeñó en zumbante diagonal.
II Mamá liebre toma sol con sus dos lebratos. Están en su revolcadero doméstico, cosa adivinable por la cantidad de píldoras de olor esparcidas en el suelo. Los pagos de la liebre son los más desiertos y áridos. Ningún comedor de verde se conforma con tan poco como ella, con pastos más escasos, duros y enjutos. Precisa poca agua, o ninguna, puede creerse, pues vive, sin emigrar nunca a veces, en grandes travesías, esto es, en cientos de leguas cuadradas sin más agua que la lluvia que casi nunca viene, o el rocío que cae como de un cuentagotas. Tierras sin árboles o poco menos, y
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arbustos enanos y ralos, es decir, de sombra tacaña: el chañar, la tusca, la retama y sobre todo, la planta menos húmeda quizá de la tierra: la jarilla. Los pequeños rabones, con su pelambre de felpa, sus orejas de borrico y sus fondillos de algodón, con sus oscuros y dulces ojazos de cervato y su insosegable hociquillo (nacen todos con labios leporinos!) son la chochera de su madre. Ella, tirada a la bartola, los mira jugar, revolcándose en la tierra soleada, persiguiéndose uno a otro, entre elásticos arranques de fuga y bruscas paradas. Bajo su aire de sosiego absoluto la liebre madre vigila: su vida es una perpetua guardia, día y noche una inacabable alerta. Su genial oído sigue escuchando cuando ella duerme. No son pocos ni despreciables sus enemigos. De noche el zorro, de ingenio más agudo y mordiente que su hocico. El gato del monte, con su lunareada y ondulosa esbeltez, todo músculo, dientes, garras y audacia. El puma, borrachín de sangre, y a cualquier hora, la cascabel, de mordedura infame. De día, el águila, el perro y el hombre. Tiene, pues, razón la orejuda de vivir sobre el ¡quién vive!, ella, la más inerme de las criaturas todas: ni garras, ni colmillos, ni cuernos, ni alas, ni cascos, ni veneno, ni coraza protectora, nada, nada; como no sea su límpido olfato, sus formidables orejas para encartuchar hasta las casi inasibles briznillas de ruido, y todo su cuerpo (eslillas nulas, ijares sumidos, patas de viento), construido ex profeso para la fuga. Fuga no sólo veloz, sino elástica y dúctil como no hay otra. Nada más que eso, es cierto. Porque ella no tiene ni cueva propiamente hablando, como que sólo la usa, si la halla a mano, en apuros de parto o de persecución. Si no, se conforma con simular una excavación al pie de cualquier arbusto o mata. Mamá liebre se levanta de un salto y toma parte en la jugarreta de sus niños. Después se queda en su posición predilecta, que es también un disfrazado apronte para el salto inicial de la carrera: sentada sobre su grande y elástico tren posterior. Con su aire de indiferencia perfecta, en realidad mantiénese en tensa 106
y triple inquisición: oído, olfato, vista de cualquier noticia mbiente. Todo animal del campo, y sólo por serlo, es más o menos sensible -mucho más que el hombre - a los cambios de luminosidad, humedad, odoración, presión, temperatura, eso que les hace presentir con total seguridad, por ejemplo, la venida de la lluvia, del zonda o de la primavera. Ciertamente esta última está ya en el zaguán, como quien dice. Y aunque su presencia, para el transeúnte humano, apenas se denuncia en alguna flor de oro, y el matiz más verdoso de los follajes oliváceos del desierto, para la gente animal, aquí como en cualquier parte, la primavera significa un acontecimiento profundo venido especialmente por vía real del olfato. Florecen ya la retama, la tusca, el chañar, el algarrobo, la doca, los cactus, la jarilla, la pichanilla, casi todos en un amarillo glorioso como el pecho del benteveo o como el mismo sol, y el aire va convirtiéndose en una tibia, dulce y casi irresistible caricia, más por las mil embriagadoras fragancias disueltas en su seno que por gracia directa de la mayor vecindad solar. Y también porque entonces, allí donde se conserva un poquito de humedad, el pastiilo brota: la posibilidad del primer bocado verde y jugoso.. La liebre sueña esto con los ojos abiertos cuando se vuelve a mirar a sus críos, naturalmente orgullosa de ellos que a los tres días de nacer supieron seguirla en su fuga, y que ahora, a los tres meses están listos para echarse a rodar tierra por su cuenta. (Lo piensa con enternecimiento, porque la arisquísima es criatura de natural dulce y sociable, tanto que, llevados los de su raza en la niñez a la casa de los hombres, no sólo no se apartan de ella, sino que distinguen y se apegan a su amo, y traban relación con cualquier honrada persona de cuatro patas.) La liebre presiente un nublado, levemente inquieta, porque el sol, buen amigo, refleja contra la tierra el vuelo de las rapaces del aire. La liebre (que ama sin saberlo lo imprevisto del peligro y la aventura) no lo sabe, pero allá muy alto volando en redondo sobre una nube, planea un águila... La liebre se alza sobre sus cuatro patas, interrumpe su masticación, con la cabeza alta, los ijares levemente contraídos y es107
tremecidos, muy abiertos los grandes ojos oscuros que tienen la redonda limpidez del horizonte y la inocencia del campo. Mosqueando el morro, sacude ligeramente las orejas. Un golpe al suelo con las patas delanteras y un gemido de alarma a sus hijos: y los tres parten corno movidos por un solo resorte. . . Grifo, caĂdo desde las nubes como una piedra, en bajada vertical, abre de golpe las desmesuradas alas a un metro escaso del punto de donde partiera la liebre, a tiempo que torciendo el vuelo y comenzando el remonte deja escapar un chasquido de feroz despecho aguileĂąo.
EL SAPO
(Autobiografía erudita)
tener algún parentesco con el hombre, pues, mal que me pese, nos parecemos demasiado en la voz, en las manos, en la barriga, en el orgullo de no tener cola y hasta en esa postura llamada en cuclillas, de que soy concesionario y que él se ve obligado a imitar en ciertos momentos de apuro a campo raso. Duermo mi siesta en invierno. Naturalmente que toda la estación es un solo sueño. De ahí que tenga los párpados un poco abotagados. No bien los poetisos comienzan a babear sus piropos a la primavera, abandono mi lecho, me doy el primer baño, hago uno o dos gorgoritos para probar mi voz de sochantre, y salgo después a pasear para desentumirme brincando con mis zapatillas de goma. Al igual de la mariposa, me metamorfoseo. Y si ella, de gusano, se trueca en la alada maravilla de colores y esplendores que todos conocemos, yo, de insignificante pececillo he llegado a ser quien soy. A mis compañeros y a mí nada nos gusta tanto como las lluvias de verano. Entonces, en contrapunto con las atipladas ranas, celebramos en coro bilingüe, toda la noche, la celeste bendición que baja de las nubes. EBO
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En quintas y hortalizas ejerzo sin tregua una gratuita persecución gendarmesca a toda sabandija. Y mientras las mangas de empleados de la Defensa Agrícola devoran el presupuesto, yo y mis parientes devoramos langostas. Soy, pues, con perdón de la modestia, un benemérito de la agricultura. Bien podría como Sócrates, a quien me parezco un poco en la figura, pedir que me condenasen a vivir a costa del Estado. Ya quisiera, como muchos se lo creen, que mi mordedura fuera venenosa... ¡pero no tengo dientes, ni de leche siquiera! ¿Que soy peligroso para las colmenas? Bah, a mí no me gusta, como a tantos honorables que andan sueltos por ahí, quedarme con el producto del trabajo ajeno, por meloso que sea, aunque no niego que el sabor de las abejas me endulza la saliva. Tampoco es verdad que guste banquetearme con fuego por el hecho de que alguna vez, en lo oscuro, trague alguna brasa e alguna colilla encendida confundiéndola con una luciérnaga, como el hombre confunde con almas del otro mundo los fuegos fatuos de este •mundo pantanoso.. Sabiendo por el Eclesiastés que la ira es cosa de los tontos, no me sulfuran tamañas calumnias, ni tampoco esas solteronas flacas o esas matronas gordas que fingen escandalizarse estéticamente de mi presencia. . . Al contrario, sonrío con indulgencia, esa aristocracia del desdén, como dice un francés amigo mío. ¿Es que no tengo razón? Nada menos que la lira tonante de Hugo ha levantado algunos de los mejores sones en mi honor, y Tristán Corbiére, un poeta maldito como yo (aunque muy superior a cientos de bardos académicos y venturosos), me llamó un día "ruiseñor del fango". Aun en la vejez me conservo siempre, como Anacreonte, verde y cantor. Soy varón de sangre ferviente. ¿Qué mucho, así, que pese a mi barroso existir viva enamorado de una estrella? Mis ojos se han vuelto un poco saltones de tanto mirarla allí, en su altísimo balcón azul. En tiempo de los quichuas era dios de las lluvias. Ahora que los nietos de Prometeo se han echado encima dioses como Hitler y sus congéneres de derecha e izquierda, no soy más que sapo. 110
CULAMPAJÁ, EL GUANAQUITO
LA hora
de nacer ya podía caminar bien; a los tres días lograba seguir perfectamente a la manada. Era Culampajá un animalito suavísimo, de peludo manto rojo pardo, blanquizco en el pecho y el vientre y el haz interno de los miembros, y con tres negruras: el lomo, la cara y los ojos. Tan largote de canillas que parecía estar sobre zancos cuando se alzaba sobre sus pies hendidos hasta la mitad y rodeados en sus extremos por unas pezuñas estrechas y puntiagudas y un tanto encorvadas hacia el suelo, todo sobre la planta callosa, que solía golpear contra el suelo en los instantes de inquietud medrosa o de alacridad. Siempre erguido, como el de un chivato, el medio jeme de su rabillo (lampiño del envés, medio arqueado hacia el lomo) que meneaba dichosamente al mamar. Su cuello era tan largo como sus canillas. Sus peludas orejas, avisadísimas a la menor brizna de ruido, amoldábanse para capturarla, empinándose, ladeándose a izquierda o derecha, agachándose hacia adelante, amusgábanse como las de un gato en los raptos de enojo cuando ciñendo a modo de jareta las atrasadas naricillas, remangaba el saliente labio encimero, hondamente hendido. El más puro asombro bajo las largas pestañas morunas, parecía aumentar aún la desmesura sombría de sus ojos, de pupila transversal y de iris pardo. Había tanta gracia en su figura y sus movimientos que el mismo cejijunto y áspero cerro (era la primavera y subían busA
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cando brotes nuevos hasta los límites de la nieve) parecía enternecido al verlo. Mamando entre gambeta y galope creció a ojos vistas bajo el ceñido cariño de la madre y bajo el espacioso amparo del padre y señor de la gran familia. Era una manada de veinticinco hembras. Culampajá fue encontrándose día a día con hermanitos suyos y jugando con ellos se fortaleció. Jugando y luchando se adiestró y aguirrió, sin saberlo, para sus futuros menesteres. Por lo demás, jaqueada por las necesidades y riesgos, la vida de la familia significaba una gimnasia constante. Porfiadas y ásperas andanzas diurnas de un valle a otro en busca de pasto siempre escaso —hierbas, musgos—, o de agua, que en verano era preciso beberla dos veces al día y preferirla salada. La ofensiva solía, entonces venir del cóndor o del zorro colorado o del hombre. La noche significaba la rumia y el sueño, el descanso del cuerpo, pero no del ánimo. En efecto, la noche pertenecía al más avieso y cargoso enemigo: el puma, que solía arrimarse a favor de un viento contrario y de su paso tan apagado como el de una hormiga sobre la comunidad durmiente. El más adentrado recuerdo de Culampajá referíase al día - él tenía cinco - en que habiéndose oído de golpe el alarido de alarma del padre, toda la manada, que pastaba en la más doméstica tranquilidad, se retiró a escape. Avanzaban a saltos (con el cuello tendido hacia abajo, como un caballo al corcovear), pero no en línea recta sino zigzagueando, para poder mirar a retaguardia. A él le pareció que su madre se lo echaba por delante. Se oyó un ruido seco y agudo, devuelto por las laderas, y llegó de nuevo el relincho del padre que había quedado adrede muy atrás. La fuga, que venía acelerándose, duplicó su aire, y Culampajá apenas logró comprender que su madre, empujándolo con el pecho, con el hocico, alzándolo casi, entre ahogados gemidos, seguía a corta distancia a los demás. Así ocurrió por un larguísimo momento. Esa noche el te que no se acordó de mamar. Sobresaltos de esa laya sucediéronse después con mayor o menor frecuencia, y no era raro el detalle de que al terminar la fuga faltaban dos o tres miembros de la familia.
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A los cuatro meses, Culampajá comenzó a vivir sólo de pasto. Al año, se creía tan capaz de escapar al peligro como cualquiera. A los dos, empezaba a creerse un guanaco con todas las de la ley. (Poseía cuatro patas cada una más rápida que la otra y todas menos rápidas que la voluntad de fuga de su amo.) Pero entonces le ocurrió una cosa extraordinaria aunque no era la primera vez que la veía. En efecto, en la primavera anterior, el padre, el gran Vilka, había tenido un terrible enojo con los jóvenes de la tribu, y terminó por echarlos a todos, uno a uno. Pese a su inquina de desterrado, Culampajá no mezquinaba su admiración a aquel fuerte entre los fuertes. De gran talla, sobre sus piernas poderosas y esbeltas y en alto la cabeza color de humo, su límpido relincho (a él también designábanlo por su sola voz de guerra: relincho) que los cerros se gloriaban de entretener un rato, era la salvaguardia de todos: cuando estallaba, la populosa familia iniciaba la fuga sin excesiva alarma, tal seguridad abrigábase, no sólo de que él cubría la retirada, sino de que, jugando su valor, su aguante y su magistral audacia, sabría disipar el peligro, como niebla de un momento y salir indemne. ¡Honor al invicto Vilka! Demoraba horas -y cierta vez un día entero - en regresar, pero regresaba, con un bajo relincho de burla o de contento, él, el brujo de la topografía, después de extraviar en algún laberíntico recodo al enemigo: cazador de dos patas o de cuatro. (Algún perro o más de un zorro podían dar testimonio de que su coz o su tarascón dejaban recuerdo imborrable.) Esta vez la lucha fuá muy dura. Los jóvenes - Culampajá entre ellos - resistieron un interminable rato la endiablada agresión del jefe, que, gastado un poco por la edad, logró a duras penas salir con la suya. Arreada por él, la guanacada se puso en marcha, seguida a distancia cada vez mayor por los jóvenes excomulgados, cuando un lejano relincho de plata solivió todas las orejas, mientras las miradas, despreciando leguas, registraban palmo a palmo todos los ángulos del cerro. Sobre un mogote sombrío detrás del cual iba a alzarse el sol, fué localizado el desafiante: se esculpía tan profundamente sobre la quieta llama del cielo que creíase distinguir, a través de cincuenta cuadras, sus
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bisulcos cascos de bronce y goma, sus como alados remos de corredor de altura, su redondo y largo cuello en ristre, y diríase que, hasta su morro remangado y sus morunas pestañas... Su movilidad duró instantes no más; después de dos o tres manotadas de impaciencia y de un nuevo relincho, se le vió descolgarse - tan decidido fué su ímpetu—, por una de las laderas: llegó ileso, sin duda, a la meseta del pie, pues se le vió galopar sobre ella con seguridad creciente, pese a sus paradas, en dirección a la colina donde los prófugos, con atención cristalizada, lo miraban avanzar. El jefe de la manada dejó escapar un gañido y comenzó a descender a su vez. A pocos pasos uno de otro, detuviéronse ambos, como de acuerdo, mirándose, estudiándose detalle a detalle, a fondo: dos relinchos gemebundos, con la oreja rasa, la dentadura destapada y salediza, el ojo felino de encono, y el choque se produjo: manotadas, coces, golpes de cogote, dentelladas a la nuca, a las patas, a la cara, entre polvo, jadeo y gemidos. Hasta que uno, vaciado un ojo, llegó, sin notarlo, de juro, a la orilla del derrumbadero, y allí se fue a pique tras del pechón final del enemigo. El vencedor, después de una pausa, se volvió hacia la familia que había asistido en azorada mudez a la lucha: era el guanaco forastero, en adelante amo y señor único! Culampajá conservó de tamaño lance un recuerdo más vivo que de aquel en que dos años más tarde él actuara como protagonista, atacando a un jefe de manada. En dicha vez, la lucha fué cortada en seco por el más mal venido de los intrusos, el puma. Con todo, la impresión más profunda de su vida se la debió a otra escena muy diferente al presenciarla por primera vez. Fué en la gran meseta. Las nubes echadas desde temprano sobre el costillar de los grandes cerros, habían terminado por juntarse entre sí desde temprano formando una especie de ondeante azotea de blancor irresistible que vedaba gloriosamente la vista del mundo de abajo y sus sofocantes estrecheces. En el puro y verdadero mundo de los guanacos, de cuatro mil metros para arriba, vejase todo bañado por el sol que tallaba aristas de diamante en los picos nevados. Cruzando por un portezuelo fregado hasta el bruñido por los 114
vientos, el clan de Vilka descendió algunos metros a una llanada que denunciaba apenas la naciente de un gran río de los valles del bajo. Pastearon largo rato junto a los manantiales hasta llegar al lamedero donde los bisulcos pasaron más de una hora gustando la sustancia del sabor. Hasta que, en cierto momento, Vil.. ka avanzó lentamente hasta un limpión muy liso. Cuando el resto del clan lo rodeó, Vilka, en el centro del redondel, se echó sobre sus patas, revolcándose y sacudiéndose después despaciosa y rítmicamente. Y eso duró un buen rato, pero aumentando en rapidez y brío, hasta que el gran jefe se alzó sobre sus patas traseras, oscilando, y dió un maravilloso salto y otro más, y siguió en sus cabriolas y escarceos y brincos, entre jadeos o gemidos ahogados, todo como obedeciendo una orden secreta. Y Culampajá vio con creciente asombro, que los demás guanacos, a medida que pisaban el hechizado redondel -y algunos chulengos desde afuera imitaban, con solemnidad y alacridad a la vez, la misteriosa pantomima del viejo patriarca, sugerida sin duda por alguien. ¿Qué significaba esa danza de los guanacos? Era de juro un tributo de adoración a los dioses del cerro. ¿O tenía algo que ver también con la granizada que cayó horas más tarde, recia primero como guijarros de honda, finalmente aguda como alfileres, después? ¿O con lo que el mundo del silencio y la quietud y el frío y la blancura, presenció al día siguiente, cuando toda la montaña se sacudió como guanaco que acaba de cruzar un torrente a nado, y, mugiendo insondablemente, el viejo volcán se puso a vomitar humo y fuego? ** * Cuando aun no había quien encendiera fogones sobre la tierra, es decir, cuando la vertical del hombre no se erguía en sus senderos ni la inteligencia suya comenzaba a rivalizar con las más destructoras pujanzas y las más rápidas carreras, ya en las pampas galopaba el guanaco, tal vez al lado de su monumental y arcaico pariente, el macraukenia. El guanaco tiene en nuestra tierra el árbol genealógico de más profundas raíces. Ha sobrevivido a la extinción paulatina de muchas especies y a la sucesión de
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muchos vuelcos de topografía y de clima, a través de centenares de siglos: prueba de su potente adaptabilidad y aguante para las más profundas y traidoras vicisitudes. Aun hoy habita regiones inhabitables para seres humanos y prospera donde "cualquiera de los otros herbívoros se dejaría morir de hambre", pues tan sufrido como activo y sagaz, bebe agua cuando la halla - salada o dulce - y si no hay más que fibras leñosas y secas, con eso se conforma. La montaña con sus mogotes, farallones y torrentes, no sabía de transeúntes más antiguos que los de la raza de Culampajá, y parecía sentir una especie de predilecta ternura por ellos, cuando los veía aparecer con sus hundidos flancos y sus costillas alzadas para no estrechar los bofes de gran aliento, adelantando casi simultáneamente los dos remos de un mismo costado, lo cual, si se quiere, quitaba armonía, pero no profundidad a su carrera: ese galope corto (con el cuello casi horizontal, en sube y baja continuo) que un caballo puede igualar sólo en el llano y un perro sólo en el médano, pero que ni caballo ni perro lograban empatar cuando era lanzado por una ladera. Culampajá y los suyos evitaban, siempre que podían, los llanos. El calor, y sobre todo la sofocación, eran su infierno: su paraíso el aire frío y enrarecido y sin insectos de la gran altura. Evitaban, sobre todo, los campos nevados. Sus plantas no estaban hechas para los pisos fáciles sino para las pistas delgadas como un silbido, los pasos peligrosos como un acecho, que bordean los farallones o repechan las pendientes. Ellos los cruzaban con esa misma andadura oronda de sus primas, las llamas, que apenas precisan que les sujeten con lazos la carga de cuatro arrobas con que son capaces de caminar ocho y diez leguas de montaña por día. Y cuando era preciso, corrían cómodos por las pendientes más bruscas, y miraban con calma, con despreciativa altivez, mejor, el fondo de los precipicios más escalofriantes. Si el caso venía, cruzaban a nado los ríos crecidos con destreza casi profesional. Culampajá y los suyos mostrábanse celosos custodios de los usos y tradiciones de sus abuelos. Como si se tratase de algo ata-
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ñedero a la conservación de sus vidas, atesoraban su estiércol en
un solo punto, en mudo acuerdo con las otras manadas, tal vez con el solo objeto de mantener vivo el lazo común de la especie. (Agregábase una ventaja no despreciable: los ñanduces con crías acudían en busca de insectos coprófagos, y cuando ambas naciones se confundían, la de cuatro remos podía aflojar la guardia, pues la de dos no descuidaba la suya.) Cuando el acervo era muy grande variaban de depósitos. Allí cerca improvisaban los revolcaderos, para poner sus lomos en contacto con la madre tierra, generalmente a mediodía. En invierno se revolcaban sobre la nieve. La extrema curiosidad de Culampajá y los suyos sólo era uno de los signos de su inteligencia. (Ya se sabe que el guanaco acepta la domesticidad, pero no los malos tratos; que conoce y cobra cariño a su amo, que distingue con aprecio a los demás .seres y cosas familiares y que, como cualquier chauvinista, menosprecia al extranjero, con muestras que suelen ir desde el manotón o el tarascón a la burla, es decir, al escupitajo.) Desde muy lejos llamábanles la atención los objetos extraños, y solían acercárseles hasta media cuadra, o menos, para salir de dudas; Culampajá llevaba su penetración hasta comprender que un jinete solitario no podía ser peligroso. En vez de disparar acercábase a distancia prudente para observarlo a su sabor y seguíalo por leguas, a veces, aunque a ratos presa de ataques nerviosos, iniciaba la fuga para volver gañendo o relinchando de un modo singular entre caracoleos o piruetas de circo. La montaña, llena de estremecimientos y sones, era para él un ente respirante y palpitante. El aire era un mensajero vivo de noticias vivas. Sentía como dentro de sí, el golpear del torrente, ese ariete líquido que no descansa. De la peaña de un mogote lanzaba su relincho de saludo matinal para sentir jubilosamente que el alma de la montaña se lo devolvía copiado y multiplicado por los ecos. Las hembras y los jóvenes de la manada se identificaban en una supersticiosa veneración común por el fuerte entre los fuertes, el patriarca. El vibrante erguimiento de sus orejas, la inqule117
tud avizora de sus patas, su relincho de reto, daban a su apostura el donairoso orgullo de un caballo padre. Todos se hacían lenguas de la penetración de su mirada y de su olfato. En cuanto al alcance de su oído, lo creían igual al del ojo del cóndor. No menos de maravillar eran la tensión y la tozudez de su guardia. A cualquier hora del día, los suyos podían pastear o ramonear tranquilos; él era su escudo. Sólo allá de tarde en tarde permitíase breves paréntesis para cumplir, él también, con su paciente estómago, a toda prisa, claro está. El resto de la jornada pasábalo en esta o aquella garita del cerro, oteando las lejanías más borrosas, sin descuidar por eso las vecindades no inaptas a la traición, o venteando, o escuchando en redondo con las orejas y los ollares en alto, temblorosos de sensibilidad, para prevenir las fallas del ojeo. A veces dos o tres manotadas al suelo, o un gañido de nerviosidad, precedían al perforante relincho de alarma: veíasele después caracolear como un potro o brincar como un chivo, en burlesco desafío, al parecer. No se comía en la noche, consagrada al descanso y la rumia, y al sueño. Ahí estaban las hembras y las crías, en el dormidero - lugar más o menos invulnerable a la sorpresa—, echadas a la bartola, cada cual según su fantasía: sobre las cuatro patas bien dobladas, o las delanteras largamente extendidas al frente al modo de los perros, o metidas bajo el pecho y los garrones muy salidos hacia atrás, y no faltaba alguno que yaciera con todo el cogote pegado al suelo, a guisa de avestruz, como si se cansara de sostener tan desmesurado instrumento. Transcurrieron años. Como siempre, el invierno último habíalos obligado a dejar las alturas y refugiarse en los valles bajos, huyendo de la nieve, que tapa igual brotes que pastos viejos. Muy grande número de familias habíase reunido así, sin confundirse, y el orden y la paz se mantenían sin esfuerzo visible. Hasta que llegaron la nueva primavera y sus deshielos y con ello la grata conveniencia de volver a los altiplanos ya libertados de la nieve y donde apuntaban los primeros brotes.. Sólo que el sol, que desatara los hielos, también había desatado algo en la sangre de los altos caminantes. Es verdad que,
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en el desfile del ascenso, guardábase el orden de siempre: cada jefe seguido de los suyos, y entre familia y familia manteníase una sensata distancia. (En las matas laderas de la senda veíanse vedijas invernizas del pelechar reciente.) Pero el reverencial respeto al rito no fué bastante contra el demonio que conspiraba en la sangre. El hecho es que el duelo personal que estalló entre dos jefes y que pudo creerse puramente fortuito, se fue repitiendo cada vez con mayor frecuencia: fuera ya entre dos dueños de manada, ya entre uno de éstos y alguno de esos machos cenobitas vencidos en duelos anteriores o expulsados en su adolescencia, quienes, si no ganaban o perdían ahora limpiamente, terminaban, cuando menos, por llevarse siquiera dos o tres hembras consigo. Contra uno de éstos es que el indomable Culampajá avanza ahora después de trazar con el cuello horizontal un círculo, que diríase de conjuro, alrededor de su gente. Los dos rivales parecen copiarse mutuamente la mímica: las orejas aplastadas hacia atrás, las cabezas gachas hasta rozar el suelo con el belfo, el ojo con asesino brillo de víbora. . . Se han juntado al fin, irguiéndose sobre sus traseras, estercolando y escupiéndose, primero, con las tarascadas y manotadas de estilo, entre relinchos ahogados de furia y jadeos de desaforado esfuerzo, mezquinando la nuca, la garganta, los brazuelos - presas favoritas - a la dentellada, dif ícii a causa de lo trasero de los colmillos, pero temible de tenacidad y profundidad corno la de un moloso. Toda la familia, azorada y ansiosa, espera el desenlace desfavorable al intruso, como tantas veces anteriores, cuando ocurre lo que nunca han visto: dos jinetes, aparecidos de improviso, acercándose al medio galope de sus seguros caballejos serranos, revoleando sus largas trenzas de cuero hacia los dos combatientes que, perdidos en la niebla roja de su furia, no ven ni oyen ni olfatean nada... Y tanto, que cuando Culampajá, desprendido un momento del enemigo, erguido ya sobre sus patas traseras, las fauces abiertas en ángulo de muerte, va a cargarlo de nuevo, se siente detenido en el aire por algo que empareda su pescuezo y enangosta su resuello hasta el silbido... 119
BUMBA, LA TORCAZA
L
verano había sido casi tan seco como la cola de la cascabel,
E o mejor, con tales espacios entre algunas cuasi lluvias, que las hierbas y los pastos brotados en tres o cuatro ocasiones se agostaron otras tantas, y la escasez de semillas en la estación siguiente fué grande. Malísimo cuento para toda la familia de Bumba, la torcaza, que fuera de semillas y alguna que otra baya, no cuenta con más cosa para su buche. La bandada de Bumba, como en algunos años viejos, se resolvió por invadir la aldea, sita a nueve leguas del algarrobal nativo, distancia casi módica para un ave de ojo largo y alas fortísimas y agudas, capaces, con viento a favor, de descontar casi veinte leguas en una hora. Claro es que penetrar en la aldea significaba un aumento de peligro, es decir, de inquietud, para un animal tan profesionalmente desconfiado como la torcaza; pero allí, y donde se dejasen caer, había sobra de semillas: trébol, mostaza, romaza, alfalfa, roseta y tantas y tantas, sin contar el rey de los granos, codiciado por hombres y aves: el trigo. Y vinieron una madrugada para regresar con la última luz del día, repitiendo la misma singladura sol tras sol. En realidad, ellas, como todas las de su especie, prestaban un real servicio a los labradores, pues por algunos granos de trigo o centeno, que acaso se perderían lo mismo sin ellas, era infinito el número de semillas nocivas que levantaban. Pero el 120
hombre codiciaba su carne, como un vulgar gato de la maraña. Y ellas denunciábanse de lejos, con su gran talla, no menos que con el escándalo de su fuga: al menor amago o sin amago ninguno, oíase el estruendo de su remonte, semejante a un castañeteo o a un aplauso populoso (era el eco del chocar de sus alas por encima de su lomo), y después el sibilar de su vuelo profundo. Un día se apearon en una trilla, cercana, por desgracia, a un seto que podía facilitar una emboscada. La gran bandada llenaba casi toda el área de la era, con esa gracia de su andar, vivo y gravemente cadencioso a la vez, inclinando seguido la cabeza hacia adelante, a causa de lo corto de sus patas, y esta vez, también, por alzar el grano, o enderezándola una y otra vez cuerpo y todo. Las torcazas maliciaban algo, quizá por oficio, quizá por adivinación. Nada vejase ni oíase, por los demás, pese a que detrás del seto un hombre caminando en tres pies, digo con las rodillas y la palma de una mano, y llevando la escopeta en la otra, avanzaba con cautela digna de un gato y con sacrificio digno de una causa heroica, deteniéndose vuelta a vuelta para espulgarse las espinas que le crucificaban las rodillas sin duda por castigar ese usurpado arrastramiento. Logró al fin el cazador tomar la posición más táctica, después de tanta estrategia, gastando largo tiempo en ello y gastando más aún en afinar la puntería. "Una paloma por munición", debía ser su avara autoconsigna. Estalló el tiro al fin, seguido del largo tableteo de las alas en remonte, mientras el operador, seguro del éxito de su obra, aspiraba con delicia cinegética el tenebroso olor de la pólvora. La bandada no volvió en las madrugadas siguientes. A los días de aquella aventura, Bumba, espulgándose un costado, donde venía percibiendo algo como un tumorcillo, su pico encontró una minúscula semilla cuyo peso y redondez la hicieron pestañear de curiosidad largo rato. Lo cual no impidió que terminara comiéndosela. A las semillas empeñosamente buscadas para el yantar de cada día, Bumba comenzó a mezclar pedacitos de caracol, es decir, materias calizas necesarias para la incubación. Por esto se dió cuenta de que la primavera llegaba. 121
La manutención siguió dificultosa y costosa como pocas veces. Fuerza era conformarse con semillas pequeñas y casi siempre durísimas y con la necesidad consecuente de tragar piedrecillas y beber agua con más frecuencia. Para colmo, la avaricia de algunos individuos se dejó ver sin pudor: cuando la banda por casualidad procurábase una buena pitanza, veíaselos arrojarse sobre ella extendiendo ambas alas para estorbar a los otros. Entretanto, había llegado la estación turbadora. Su aproximación la adivinaron todos: la hierba, el árbol, el pájaro, el insecto escondido debajo de la corteza o la carne de los troncos, y aun el reptil sepultado bajo tierra. Era algo tenuísimo, pero perceptible por el vello, la pluma o la escama, corno promesa de una tibieza y una dulzura gloriosa para todos como la leche para el mamoncillo. Así al principio. Después fue como una cordialidad magnética, como una contagiosa juventud circulando por el aire y las venas. Alguien había dibujado de nuevo las montañas con un lápiz azul, los árboles con un lápiz verde. Ya el sol era una sonrisa irresistible, el viento un arrullo. Todos soñaban con la dicha. Tal vez eran dichosos sin saberlo. Cada cual era un poco como la abeja que cruzaba volando doblemente dorada de sol y de polen o emergía de una corola mimando con las patas su borrachera de néctar. La época de los amores comenzó, alargándose para algunos hasta comienzos del verano. En un algarrobo del algarrobal, en la soledad defondada del campo, Bumba, la torcaza, y Bum, su esposo, han hecho su nido - simple corno la choza más pobre de los hombres - con algunas ramillas del árbol doméstico, con palitos de cualquier parte, traídos por él, mientras ella iba disponiéndolos sin traba ni mayor esmero, sin acolchado de pajas o plumas. (No usaron el nido de meses atrás porque las suciedades de la crianza anterior lo habían dejado inservible.) Pese a su gran apego a la vida en común, con la bandada, pudo más el imperativo del amor de veras que busca siempre esa poblada soledad de dos. Así Bumba se ha aislado con su compañero, aquel que hace ya tres años triunfó en el corazón de ella 122
frustrando la aspiración de los otros varones de la vasta parentela, cuando su primera prueba de confianza amorosa fué espulgarse mutuamente. Hermosa es ella con su peto de raso color vino, su mantilla gris azulada de borde negro, su collar de amatista con broche blanco en la nuca y sus sandalias de púrpura. Todo para no mencionar el milagro naranjado de sus ojos, mezcla de languidez y fuego, de timidez de gama y altivez halconera. Cuando ella, al fin, se echó para amoldar el nido y esperar el primer huevo, él se retiró a una distancia bien calculada del algarrobo vecino y posándose en una ramita cimera, hinchando el corto y gemado cuello, e inclinando un poco la cabeza, se puso a cantar para su compañera. Verdad es que el arrullo se reducía a una sola nota, pero reiterada con tan apasionado trémolo que hacíase escuchar del bosque entero. Entre arrullo y arrullo percibíase el ruido castañeteante de la inspiración. Cantaba desde antes del alba, hasta que alto ya el sol, abría las alas y partía con ese palmoteo torcacil que aplaude la fuerza y gracia de su propio vuelo. Pero antes de mediodía ya estaba en su sitio de amor, cantando de nuevo. Una nueva ausencia y la canción se prolongaba, con breves pausas, casi toda la tarde. Un día corrió viento muy temprano, después se nubló y lloviznó el día entero. Bum no pudo cantar ni una sola vez. Cuando el huevo, el huevo único de la torcaza, hermoseó suntuosamente el pobre nido, Bumba se apelotonó sobre él horas y horas, tan inmóvil como una piedra. Sólo que antes del mediodía, Bum, con reiteradas insinuaciones, la obligó a cederle el puesto. Ella debía ir a beber agua en el manantial más cercano, a tres kilómetros de distancia. Ese día y los que siguieron, el fuerte Bum reemplazó lo mejor que pudo a su delicada compañera en el empeño de que al adorado huevo no le faltase un instante el calor amoroso. Lo mejor que pudo, porque él no tenía para esa profunda obra ni la paciencia ni la capacidad de aquietamiento perfecto de Bumba. Por la tarde relevábala otra vez para que ella pudiese buscar algunas semillitas o granos, o beber agua de nuevo. 123
Ambos adivinaron, primero, y lo sintieron después, que algo se movía dentro del huevecillo. Al fin, un día lo tan oscuro y extraflablemente deseado y esperado, sucedió: como algunas yemas del bosque, el huevo se abrió y Bumba sintió removerse bajo su pecho y su vientre un bultito vivo, cuyos latidos, píos y tibieza, sentía mucho más con su corazón y todas sus entrañas que con su piel y sus oídos. Bumba no quiso ese día ser relevada ni acordarse de que había agua ni semillas ni vuelos bajo el cielo. Pero Bum pudo al fin ver y cubrir a su hijo: era una pelotita de carne casi enteramente desnuda, con algunos piosos amagos de pluma, que tiritaba piando, con los globulosos ojos cerrados. Una cosita absolutamente inerme e indefensa, incapaz por sí misma de hacer nada por su vida, si no era agitarse y piar con mayor viveza a medida que crecía, abriendo desmesuradamente el pico cada vez que Bumba o Bum le ponían en el granjero el juego cremoso que en esa época segregaban sus buches dobles. Creció rápidamente (eso sí, sin un minuto de descanso para el ceñido cuidado paterno) hasta vestir de mimosas plumas toda su desgarbada desnudez, y hasta que los chichones de cada lado de la cabeza se convirtieron en la cosa más adorable del bosque: dos ojos absolutamente incomparables de forma, color y expresión. Pué entonces cuando ocurrió la tragedia. Bum, para ejercer su vigilancia o entonar el arrorró para su hijo, prefería la ramita más seca - la más alta - del algarrobo vecino. Una mañana de cielo límpido, apenas estorbado por una nubecilla, después de cantar largo rato, se interrumpió un instante para espulgarse, metiendo el pico bajo el ala ahuecada. En ese mismo momento volaba a gran altura sobre el bosque un personaje que cuando se dignaba acercarse a la tierra —y hacíalo con harta más frecuencia de lo que muchísimos deseahan - levantaba un inevitable escándalo entre la avifauna menuda y también en no pocos mamíferos menores: el halcón trashumante o gitano. El carancho, ymás aún el chimango, que comen carroña o siguen a los cazadores de dos o cuatro patas para aprovechar chacalescamente los sobrantes de sus logros, y atrévense a lo más con animales recién nacidos y heridos o enfermos, po-
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dían ser mirados con cuasi indiferencia y aun con desprecio. Podía ser olvidada el águila, que tiene predilección por liebres o peludos, borregos o lagartos. Pero la sola aparición, a cualquier altura del bandido de alas de guadaña y gregüescos atigrados, desataba una galopante epidemia de terror: gritos, chillidos histéricos, fugas más o menos incontroladas por aire y tierra procurando la mata o la cueva salvadora, y aun un tiritar o gemir después que el peligro había pasado... Evidentemente, como tantos tiranos (éste que cazaba a veces por pura sevicia, según unos, por pura gimnasia, según otros, dejando intacta su presa), gozaba fúnebremente con su riego de pánico, como advertíalo bien lo burlesco de ese lamento que erizaba tantos pelos y tantas plumas. Tan seguro estaba del relámpago de sus alas, de la casi fatalidad de su bote, del poder de esa garra que apuñaleaba con cuatro tajos, de un solo apretón, el corazón de sus víctimas. En la ocasión anterior, Bumba había dado la voz de alarma acallando los primeros píos del pichón aún dentro del huevo. Esta vez no hubo tiempo de nada. Cuando pareciéndole sentir algún rumor, Bum sacó veloz su cabeza de debajo del ala, iniciando simultáneamente el vuelo, ya fué demasiado tarde. El halcón llegaba sobre él.
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LA SERPIENTE Y EL HOMBRE
1 UAN Tobal,
cuyo padre había sido hombre de balumbosa fortuna, vivía con sencillez en la pobreza. Cuando adolescente, se había hablado de él como de una especie de gran promesa. Su padre habíalo enviado a la lejana metrópoli donde ingresó como cadete en la Escuela Naval. Se supo al poco tiempo que, abandonando ésta, dedicábase a una carrera universitaria. Después, que abandonando todo, se entregaba al periodismo. Finalmente, alguien dijo saber que echado de un gran diario por indeseable a causa de sus extrañas convicciones y su más extraño empeño en sostenerlas, trabajaba como obrero en una fábrica. Pasaron varios años en que nadie habló más de él. Hasta que un día reapareció en el pueblo vestido con extrema modestia y sin más haber que unos cajones con libros. ¿Para qué necesitaba ahora libros el estudiante fracasado? Eso dijo la gente. El no dijo nada y se dedicó a cultivar caña de azúcar en unas cuantas hectáreas de monte, que era cuanto quedaba de la riqueza paterna. Se casó después con una muchacha de condición muy humilde, cosa que no dejó de hacer alzar las cejas a las gentes respetables y aun a los pobres. Aunque nadie o pocos lo esperaban, Juan Tobal mostró una larga disposición para entenderse con toda clase de gente, en espeJ
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cial con la que vive por sus manos, y una voluntad y capacidad no común en sus trabajos rurales, desafiando el frío, el calor y los largos horarios. Sólo que continuó leyendo buena parte de la noche o del alba como un estudiante en vísperas de examen. Y en sus ratos libres se internaba en el bosque, a pie o a caballo, con su escopeta o su machete, a veces por días enteros. Todo lo cual tenía esta explicación, si necesitaba alguna: era una innata sed de conocimiento lo que Juan Tobal buscaba calmar en el trato con las gentes, los libros, la Naturaleza y su propio pensamiento, como la sola posibilidad de lograr lo único que tal vez le interesaba: labrarse un alma libre. Juan Tobal era quizá, por encima de todo, un artista, aunque ni él ni nadie lo sospechara. De cualquier modo, su sensibilidad parecía simultáneamente apta para la belleza de las ideas, de los sentimientos y de las formas, sobre todo de las formas vivientes de la Naturaleza. Ante los grandes y majestuosos árboles cubiertos de líquenes, o el gran río en creciente cubierto de espumas y camalotes, experimentaba una emoción sin duda sólo cotejable a la del creyente de las mitologías ante sus dioses barbados. El deliquio que le producían ciertas flores, ¿no era como la mirada y el beso juntos de la mujer amada? Pero su preferencia se volcaba sobre los animales, esos hermanos consanguíneos del hombre. El hombre era, sin duda, un animal que se diferenciaba de los otros en grados, no en esencia. ¿No había demostrado la biología que el embrión humano se asemeja a los de las especies inferiores o en ciertos puntos a ciertas conformaciones de animales inferiores en estado adulto? "El coxis forma una protuberancia, como una verdadera cola." "Al fin del séptimo mes de un embrión las circunvoluciones del cerebro humano están casi en el mismo estado de desarrollo que en el babuino adulto." "En el embrión humano el dedo gordo del pie aparece como órgano aprehensor tal como en los cuadrumanos." Darwin, Bischoff, Wyman, decían eso. Y que no sólo su conformación, sino también su desarrollo y su manera de variación eran idénticos a los de los animales inferiores. Y también sus gustos, tendencias y costumbres. Sus facultades mentales diferían 127
en grado, no en naturaleza. Es decir, que no sólo el cuerpo, sino también el alma del hombre arraigaban en la zoología.
Pero, acaso, eso que llamamos instinto, que dota a cada criatura animal de la más sagaz e infalible inteligencia para esquivar el dolor y la muerte y gozar de la vida y perpetuarse en sus descendientes ¿no es una inteligencia (parte de esa que organizó y gobierna el universo) anterior y mayor que la vanidosa inteligencia humana que se cree única? No, la inteligencia no es un privilegio humano. La mente, en innumerable gradación, existe en todos los hijos de la vida. La del hombre no tiene más superioridad que la de especular en ideas abstractas. La conducta racional del animal, por incipiente que sea, implica pensamiento y juicio. ¿Qué significan, si no, las iluminadas conductas de la abeja y la hormiga? ¿Y la del castor derribando árboles de la orilla del río sobre su corriente para obstruiría y remansarla, o la del chimpancé ensamblando dos cañas para alcanzar las ramas más altas del árbol? En todo caso, durante millares de siglos, el hombre vivió exactamente como los animales, sin el menor invento mecánico, sin una organización social que sobrepasara - a veces ni siquiera igualara - la de muchos animales, y puramente a merced de las circunstancias de lo que la libérrima Naturaleza le ofrecía. Todo eso significa - decía Juan Tobal -, que sólo a través de la zoología puede estudiarse y comprenderse al hombre, no a través de noñerías trascendentales. Y, por lo tanto, el primer consejo de la filosofía debe ser el de entender y amar a los animales. ¿Por qué, desde niño, el corazón humano se inclina con misteriosa y amorosa curiosidad hacia ellos? Sólo que el hombre ha preferido convertirse en su verdugo o su tirano. La llamada domesticación tiene para las bestias el sentido irrefragable de una esclavitud. El, en su torrentosa fatuidad, asegura que aquélla implica un mejoramiento, pero se trata sólo de una nefanda deformación del esclavo para beneficio único del negrero. Ahí está, para no citar más, el ejemplo de la ágil y valerosa vaca de las florestas y montes salvajes que sabía bastarse a sí misma para su alimento y albergue y podía levantar un leopardo o un puma entre las astas,
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se trocaba en un torpe y tumefacto odre de grasa y leche. ¿Que el hombre atraía al pájaro cantor no por interés utilitario sino por tierna simpatía, por admiración estética hacia su plumaje y su música? Podía ser... Pero si había crimen inadjetivable sobre la tierra era el de someter a la más inocente, andariega, álacre y libre (oh, la más hermosa) de las criaturas, a esa apoteosis de lo vil llamado jaula. ¿Es que no se comprendería alguna vez que mientras su alma se deleitase en jaulas el hombre no podría nunca deleitarse en la libertad, es decir, ser propiamente hombre? Oh, el hombre estaba pagando demasiado cara su civilización. Y no porque ésta no pudiera ser y urgía que lo fuese - una superación efectiva del salvajismo, sino porque el hombre se empeñaba en cultivar en sí sus más tristes propensiones en vez de fomentar sus mejores cualidades. El hombre no sabía ser sino una de estas dos cosas: o esclavo o esclavista, es decir, una de las dos formas integrantes de la servidumbre, en vez de esforzarse en superarla. A lo menos en la Naturaleza no había esas muestras de vileza sublime llamadas sumisión, adulación, idolatría. Tampoco el miedo tenía caracteres de endemia como entre los hombres: milagrosamente recién escapados de las garras del león o del halcón, la gacela volvía a pacer serenamente, el pájaro volvía a cantar con el fervor de antes. Naturalmente, el hombre no había encontrado mejor •modo de mimar su fatuidad que calumniando a los animales. Así no se cansaba de ponderar con angelical horror su inmoralidad y su crueldad sin sospechar que eso era un inconsciente ardid para ocultar las suyas. En efecto, su franqueza y su inocencia libraban a la bestia de toda acusación de inmoralismo. Y observadores sagaces habían comprobado que ni las llamadas fieras eran propiamente crueles. Cuando el tigre o la víbora mata para comer procede con la misma ingenuidad de alma que la liebre pastando. No sólo eso. "Saciado -decía el cazador Rubio - el león se vuelve sumamente pacífico o indiferente. No busca el peligro, sino lo evita." Y otro había denunciado al mundo la brutalidad y la imbecilidad del sistema de doma de animales de circo, hecho a látigos
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y hierros candentes. "El carácter fundamental de las fieras no es maligno: son sensibles a la amistad y la benevolencia: corresponden a la confianza con la confianza. Por la violencia no se consigue de los animales ni la centésima parte de lo que se alcanza con la bondad." "La salvaje pantera y la mansa oveja pueden ser compañeras de juego." Del más áspero y desmesurado tigre de Bengala que conoció nunca (lanzábase, tromba erizada y rugiente, contra el domador, chocando en las rejas, cayendo y alzándose, con la peor centella en los ojos, sacando largamente las trémulas zarpas por entre los barrotes) hizo en dos meses un amigo que maullaba por una caricia entre las orejas, para tenderse en el suelo runruneando de afecto. Y Juan Tobal se decía: ¿Y por qué —pese a la opinión de Schopenhauer, de Poe y de Torquemada - el hombre ha de ser peor que las fieras? Nunca. Líbreselo de las palmetas y los dogmas, de las cadenas de los polizontes del cuerpo y los de la mente, y ya veremos. Uno de los más profundos amigos de las bestias, que hallaba que ciertos elefantes no sólo tenían inteligencia sino talento, confesaba: "Yo quiero a todos los animales, es verdad, lo tengo en la sangre; pero las fieras son mis preferidas." Juan Tobal comprendía todo eso, tal vez como nadie, porque sus predilectas eran otras criaturas más odiadas y calumniadas que las mismas fieras: las víboras. III Na hay duda de que para el hombre arcaico la serpiente era la Esfinge, esto es, la encarnación del misterio, del terror y de la maravilla. Sobraban motivos a fe: su cuerpo, desde luego, tan distinto al de todos los demás animales en forma y temperatura, su marcha sin patas a ras de tierra, semejante a la ondulación del río o de la llama; sus ojos sin párpados, inmutables como la eternidad; su larguísima capacidad de ayuno y de éxtasis o muerte transitoria; su don de cambiar de piel, remozándose en cada primavera; su virtud de sigilo y de penetrar en los más secretos escondrijos; el contraste entre la interminable inmovilidad de su descanso o su acecho y la rapidez de su ataque no inferior a la del
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rayo; la hermosura y esplendor de sus colores y, en fin, misterio primo, la distancia entre su bulto bajuno y mínimo y su poder de medirse triunfalmente con gigantes cien, trescientas veces más grandes que ella. ¿Qué mucho, pues, que en cualquier parte —India, Egipto, Persia, Judea, Europa, Méjico— y a través de millones de años, la serpiente fuese idolatrada, y que en Persia y Palestina sobornase profundamente a la primera pareja humana, y que en épocas no tan distantes Moisés tuviese que amenazar policialmente a su pueblo para desviarlo de la ofidiolatrja? ¿Encantadores de serpientes? No los hubo nunca. Los así llamados fueron y son meros sacamuelas perforadas, o plagiarios de Mitrídates, o dan por cobra adulta un pitón de dientes de leche. La serpiente, sí, fué encantadora de hombres, y no sin razón, justo es confesarlo: la mareante presencia de su cuerpo espléndido y frío como las joyas y que avanza en ondas como empujadas por un propio invisible viento; su silencio de niebla o luna; su virtud de acercarse sobre su presa, vibrando la lengua, para recoger las ondas del aire o tal vez para ocultar bajo ese llamativo flamear el avance infinites i malmente lento de su cuerpo; su poder de fascinación sobre sus víctimas predilectas; su piel tatuada de signos indescifrables. . . ¿No aludía, mordiéndose la cola, al cero y al infinito? ¿No formaba su horizontal, oponiéndose a la vertical del hombre, al ángulo que abarcaba todas las variedades vivientes de la zoología? Sí -pensaba Juan Tobal -, la serpiente era bella y terrible a la vez, y por eso atraía corno la muerte. Era como la estatua del reposo perfecto o como un silbante relámpago sobre la hierba. Calentándose al sol, podía parecerse al cinturón de Venus o a la liga de la Pompadour, pero en el ataque se arrollaba y desenrollaba con el movimiento helicoidal de los ciclones. Era como un largo escalofrío de terror y de placer a un tiempo, o como una ringlera de anillos de pasión y perdición, o como la voluntad de poder encarnada en un músculo autónomo, o como el querer de la tierra luchando por sobrepasar su propio nivel... (Tal vez era el símbolo de los sueños inconfesables del hombre.)
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No era mucho, pues, que la familia ofídica hubiera preocupado desde lo más remoto a los mayores concesionarios de la sabiduría, desde el fenicio Sanchoniathon que escribió hace treinta siglos sobre la naturaleza divina de la serpiente, hasta Salomón, que dijo que su remar sobre la piedra sólo era comparable al del águila en el aire y el del barco en el mar. Misterio antiguo, pues. Juan Tobal había comprobado que la zoología más moderna estaba llegando casi al esclarecimiento - al menos el de un claro de luna en la noche - de ese misterio. En primer término, en lo que hace al enigma de su forma y de su andar sin patas, podría responderse que era uno de los casos más maravillosos de adaptación al medio y a sus propias necesidades. Dado que su plato predilecto lo constituían los ratones y las ratas era ventajosísimo que no hubiera cueva o hendija por donde ellos pasaran que ella no pudiera pasarlas; y luego, tan frágil de espinazo que un golpe de caña bastaba a rompérselo, convenía esconder el bulto cosiéndolo a la tierra como los mismos felinos y caninos intentan hacerlo a veces: por todo ello las patas resultaban un estorbo y urgía jubilarlas. Es lo que hizo un día. (Algunas boas conservan aún vestigios de patas traseras.) Pero en realidad hizo otra cosa: fué caminar con la punta de las costillas, de sus cientos de costillas. Y así resultó que, mientras el llamado ciempiés era un embaucador andaluz, ya que sólo tenía algunas docenas de patitas, el verdadero ciempiés era la serpiente. ¿Qué mucho, pues, que pudiera caminar con la prisa de la centella? En cuanto a lo del veneno - de que la serpiente no es concesionaria exclusiva - es un recurso de los tantos que la Naturaleza pone a disposición de sus hijos en la lucha por la vida: como la tela enredadora de la araña, las uñas envainadas del tigre, la actitud orante de la mantis religiosa y le los sacerdotes bárbaros, el aroma soponcial de la mofeta, la pila eléctrica del gimnoto, la diplomacia de los gobiernos. Ocurre que, en el reparto general de aptitudes y armas, algunas tribus de sierpes resultaron poco favorecidas: dientes pequeñísimos, ausencia de molares, mandíbula superior muy recortada. ¿Cómo podían retener su presa? La Naturaleza las ayudó a en132
mendar su error, ahuecando dos de sus colmillos para inyectar en la sangre del enemigo una gota de su saliva trocada en filtro paralizante. Cierto, éste debía cortar en el acto la fuga de la víctima o no servía para nada. Así adquirió ese elixir infernal aunque para ello se precisaron millares de años. Todo lo demás vino como complemento indispensable. Los colmillos con canal, vueltos doblemente frágiles, van acostados y sólo se yerguen en el momento preciso. Un poderoso músculo esfínter retiene o suelta el veneno. Como el esgrimista contrae su cuerpo y su brazo, el animal se enrolla sobre sí mismo al agredir, no sólo para ofrecer el menor blanco al enemigo, sino para distender y recoger con la máxima velocidad un tercio del cuerpo en el ataque hacia adelante y hacia abajo a estilo de estiletazo. Un tercio de la tribu de las serpientes perdió, pues, su inocencia original... aunque no más que el hombre. La sierpe venenosa sólo ataca cuando tiene hambre y a los animalejos que pueden servirle de desayuno. En caso contrario, prefiere huir, a menos que se vea o se crea amenazada (entonces, claro es, prefiere ser martillo a ser yunque) y aún así silba, o sacude el crótalo, si lo tiene, previniendo al imprudente. No, no es ningún artista del mal si mata sólo para comer, no como el horno sapiens que aún sigue matando por soez codicia, por puro miedo o por pura miopía vanidosa. ** * Aquella mañana, Juan Tobal había penetrado en el bosque al amanecer. Pudo gozar así del populoso bullicio con que casi todos los habitantes diurnos reciben la llegada del día. Pero aquello no duró mucho. Una hora más tarde, en efecto, el silencio era tan impresionante como el de una catedral abandonada. Y Juan Tobal, como cualquier aprendiz de salvaje, sabía caminar con el menor eco posible o sin ninguno. Pudo percibir así, con facilidad, un pequeño ruido que llamó su atención. Se movió sigiloso y sin prisa, hasta localizarlo. . . Se encontró con un espectáculo que, no por conocido, le interesó menos. Una boa de no más de cuatro metros -un cachorro de la
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gigante familia de las Anacondas -, estaba procurando engullirse un pecarí después de haberlo estrangulado entre sus anillos, naturalmente. Juan Tobal sentía un interés no menos apasionado por las profesoras de estrangulación que por sus primas, las maestras de Lucrecia Borgia. La falta de veneno estaba compensada en ellas por una mayor movilidad, el mayor poder físico - ya que no químico - de sus dientes y una fuerza casi incalculable. (La precocidad sí era paralela: apenas salidas del huevo, unas sabían enroscarse y oprimir tiránicamente como las otras ensayar a fondo el colmillejo fúnebre). Y sobre eso, las Anacondas se movían tan sabiamente sobre la hierba o sobre el agua como en las ramas de los árboles. . . De su acostada estatura y la profundidad de su abrazo tal vez no todo estaba dicho. Los pacatos hombres de ciencia fruncían el ceño o sonreían oblicuamente de las andaluzadas que charlaban de ejemplares de doce, quince metros o más. Pero Juan Tobal sabía que el comandante Fawcett acababa de dar informes fehacientes, ante la Real Sociedad Geográfica de Londres, sobre un ejemplar de diecinueve metros y medio, el más extenso animal terrestre, pues! ¿Que la Anaconda era un poco miope y un poco sorda? Eso importaba apenas. Su fuerza y su voracidad eran más envidiables quizá que su tamaño. Una boa de apenas algo más de dos metros podía derribar de un solo cabezazo, con la boca cerrada, a un hombre, y si el impacto era en el plexo solar, el derribo podía ser sin levantamiento. Su misma cola podía tundir de modo inolvidable. Con todo, su gran arma eran sus anillos musculares. Si una boa de tamaño mediano retenida por varios hombres, lograba liar su rabo en la pierna de uno de ellos, era muy capaz de desasir el resto de su cuerpo y envolverlo mortalmente en el de su verdugo. Así debía ser sólo un caso de simple reiteración aquel que acababa de ocurrir en un circo con el encantador a cuya alumna de cinco metros de largo, liada a su cuerpo, se le ocurrió apretar un poco más de la cuenta sus espiras: el maestro dio un grito, cayó a tierra, cosa que el público creyó parte del juego, pero sus huesos habían sido rotos en ochenta y cuatro partes.
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Su técnica del ataque era impecable: lanzando como un dardo su tercio delantero hacia la presa (las mandíbulas en ángulo de 90 grados con la línea del cuerpo) asegurábala con sus dientes curvados hacia atrás impidiendo toda fuga, mientras enroscaba alrededor del cuerpo apresado sus irresistibles espiras, Con presión creciente, hasta darle la forma de una salchicha teutónica lista para ser tragada. Lo que Juan Tobal, en tal cual ocasión había podido Comprobar del voraginoso poder engullidor de las serpientes en general y de la Anaconda en particular, era no menos interesante. Gracias a su cuantiosa elasticidad y a que sus mandíbulas no estaban encajadas entre sí sino simplemente ligadas, como es sabido, cualquier víbora podía tragar a su hermana melliza y aun a su hermana mayor. Que una Anaconda de respetable corpulencia pudiera ingerirse a un mono, un venado o un hombre, no era ninguna milagrería. Sólo que después debía resignarse al sopor y a la abstinencia. Su digestión podía durar semanas y meses. Si tragaba huevos devolvía las cáscaras. Si tragaba un jabalí, defecaba sus sobrantes por partes y con intervalos de días: primero sus cerdas, en bolas, después los excrementos oscuros de la carne y los excrementos blancos de los huesos; después los colmillos y pezuñas sin digerirse. También solía ayunar durante meses o un año. *** Juan Tobal, llegado al tronco de un árbol a diez pasos de la serpiente, se apegó a él en pareja inmovilidad, observando. Probablemente el animal no vió al viniente ni "escuchó" sus pisadas: mas, sin duda, con eso que parece ser una virtud adscripta al cuerpo de las serpientes sintió de algún modo su llegada. Lo cierto es que por largo rato se quedó tan quieta como un lingote. Hasta que por fin recomenzó la tarea interrumpida. . . entre otras razones, porque no tenía más remedio. En efecto, por razón de que sus dientes encorvados hacia atrás le servían, no para masticar sino para ayudar la ingurgitación de la presa, una vez iniciado tal empeño, no podía renunciar a él. . . Así, pues, los dientes sólo se desclavaban del cuerpo del cochino cuando las dos mitades de la
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mandíbula inferior de la fiera, avanzando alternativamente, cogían a cada avance nuevo bocado, mientras las fauces soltaban un abundante moco sobre la parte de la presa que tenía dentro para lubricarla. Era aquélla, pues, la más perfecta máquina de ingerir imaginable: no hubiera habido inconveniente para ella aunque el volumen de la presa hubiese sido mayor, pues no sólo las mandíbulas simplemente unidas por ligamentos podrían desplazarse al máximo sino que tampoco habría obstáculo más adelante: aquel cuerpo no tenía esternón y era de goma. ¿Una Anaconda podía, pues, ceñir con su abrazo el bosque y el río, y tragar con sus fauces la bola del mundo? *** Puede un hombre vivir por meses y años junto a un bosque y penetrar en él diariamente sin ver una vez un animal de determinada especie. Y puede ocurrir lo más opuesto: toparse en el mismo día con dos ejemplares congéneres. Eso le ocurrió a Juan Tobal, a mediodía, de regreso de su solitaria excursión. Al avanzar por un sendero que clareaba entre la maleza, saliendo ya del bosque, tuvo una de las emociones más vibrantes a que puede aspirar un mortal: el encuntro cara a cara con una víbora de tan buena pinta como mal renombre: una yarará cusú, en este caso. Seguramente la sorpresa fué mutua, y al primer amago del machete del hombre, la lúgubre alimaña se hurtó velocísima en una tendida maestra (algo como el brinco lateral del gato montés) y se enroscó sobre sí misma, y remontó un tercio de su cuerpo en una espiral vertiginosa de nácar, azabache y oro, con la cabeza en alto, lista para la doble estocada. Difícil, hasta para él mismo, hubiera sido saber si en los nervios de Juan Tobal obró más la emoción del riesgo que la de los dos esplendores de su enemigo: el de su cuerpo y el de su apronte. No pertenecía Juan Tobal a la tribu de los poetas y apenas si había leído versos en su vida, pero, como la mayoría de los animales al cambio del tiempo, era él sensibilísimo a muchas mues-
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tras de la vívida belleza del mundo. Ya dijimos que las sierpes estaban entre ellas. Juan Tobal se inmovilizó sabiendo que mientras él no menease un dedo su bella enemiga no menearía una escama. ¿Enemiga? Bien sabía que la víbora estaba mucho más asustada que él. Ella esperaba que él prosiguiera su camino, para volverle la larga espalda. No constituía el hombre presa para la víbora. ¿Lo atacaría para exponerse a quebrarse los frágiles colmillos o a que le quebrasen el no menos frágil espinazo? No; en casos como éste, ella sólo atacaba por miedo; cuando era o se creía atacada. El hombre, entretanto, parecía encandilado por aquella maravilla que estaba casi al alcance de su mano. El terror, el esplendor y el misterio. . . El estremecimiento de la vida y la muerte.
La víbora parecía haber quedado inmóvil para siempre, como la mujer de Lot al volver los ojos hacia Sodoma en llamas. Sus ojos de broncos arcos superciliares, pero sin párpados - digo, con párpados transparentes y fijos como el vidrio de un reloj-, parecían no mirar siquiera. Su boca sin labios, cerrada herméticamente. Ahí podía quedar, si era preciso, siete horas seguidas, con todos sus músculos y escamas petrificados. ¿Imitación o iniciación de la muerte? No, porque tal actitud era de la más intensa guardia, y porque una cosa sutil se movía intermitente: la lengua de dos puntas... ¿Amenaza? Sí, o mejor advertencia: No me confunda usted, sin saberlo o a sabiendas; aquí estoy, lista. Pero si usted se va, mejor para los dos.
Ya se ve que ni furibunda perdía su sangre fría... Juan Tobal pensaba en otras cosas. Que la formidable bestezuela, como todas sus hermanas, era un tanto sorda y que era menos aficionada a la música que a los pájaros que la producían. . . Que su lengua no tenía nada de viperina, digo de contagiosa. . . Que la posición de sus rasgos faciales, como en el mono y el vampiro, le daban cierto parecido con la faz humana, algo como hecho adrede para rabajar el orgullo angélico del hombre. Y pensaba, también, en lo que se escondía en aquella boca bien cerrada: los colmillos claros y tenues como un rayo de luna (aunque enormes para su cuerpo, como los de la morsa), y cuya lastimosa fragili-
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dad estaba compensada por el privilegio de poder renovarse: colmillos que cuando tenían llena por el ayuno la ampolla que había en su base y podían trasegar su elixir aciago en una vena, ponían la sangre de cualquier hombre o animal a igual temperatura que la de la operadora... y ello en cuestión de minutos. Sí, pensaba en lo que saldría de aquella inmovilidad de sepulcro si el caso se ofreciese: el cuello distendiéndose como un arco disparado, las mandíbulas abiertas hasta quedar sobre un mismo piano, desnudando los colmillos que se erguirían, avanzarían y cumplirían su misión de juicio final, y la boca se cerraría, el cuello se recogería, el animal recobraría íntegra su posición inicial: todo en un tiempo tan veloz (el movimiento más veloz de toda la zoología) que nadie vería nada, que podría jurarse que el animal estuvo en éxtasis sin moverse un décimo de milímetro... Y, sin embargo, esa simple hija de la naturaleza, de tanta belleza como el arco iris, era tan inocente como una paloma y mucho más que los hombres y sus compañeras, ¡oh misterio de la serpiente! (Ante él, Juan Tobal también parecía casi en éxtasis, como el estatuario ante su obra acabada o como el cenobita agotado por los ayunos esperando la bajada del ángel panadero.)
LA PERDIZ
1.
ENGO verdadera
pasión por la perdiz. No se me entienda mal. No hablo de afición culinaria. Ni siquiera de una preferencia de cazador. Es amor a la perdiz misma, como libre, bella y pura criatura de los campos. Todo me gusta en ella: su vestido prolijamente lunareado, su airosa cabeza como cubierta por un pañuelo anudado en el copete, sus ojos ingenuamente vivos, la sencilla coquetería de su paso doncellilmente menudo y ligero, y también, por cierto, su timidez rústica. ¿Y qué decir de sus huevos, los más hermosos de la tierra (y más hermosos que las esmeraldas, porque encierran un misterio de amor y de vida), que condensan todo el verdor y esplendor de la primavera? ¿Y de su canto, que es también de primavera y de amor - pues no se oye nunca en el invierno -, de su largo chistido enamorado, dulcemente quejumbroso, en flauta de tres agujeros: su silbo glorioso como las primeras gotas de lluvia después de la sequía? También hay que ponderar su inteligencia defensiva, digo, su dos veces temeraria convicción de que la identidad del color de su traje con el aspecto de la tierra, donde se aplasta e inmoT
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viliza, es arma suficiente contra la torpeza del ojo del asesino: halcón u hombre. También me encanta su apego a los campos de trigo o avena, cuyo genialísimo verdor anticipa el de sus huevos: ambos verdores cuajados al fin, uno en armoniosas espigas de sol frutecido; el otro, en una cestada de polluelos de gracia infinitamente más viva y amorosa. Y cuando llegan los días de la siega, ella es, con el permiso del dueño, una espigadora como Ruth. Y adrede dejé para el último lo que tal vez me gusta más: su virtud de redimir el desierto, esto es, el milagro de que allí, en los retazos de tierra más solitaria y árida, donde no hay nubes ni vuelos ni voces animadas y el terrón se hace polvareda y el brote se hace espina, ella, la perdiz, que vive de la nada —una pulgarada de larvas, semillitas u hojas, un par de insectos-, y que sólo puede beber, cuando bebe, el dedal de rocío que guarda alguna planta, la perdiz, digo, es la única que deja rastros y traza concurridas sendas allí donde nadie transita, la única que bate con sus alas el aire inmóvil, que rompe el silencio de muerte con su silbido vivo. Insisto en que la perdiz inventó el camouflage o ese escudo invisible llamado mimetismo. Tanto, que su plumaje resulta más inteligentemente protector que el caparazón del quirquincho, el cuero del tapir o la cola férreamente crestada del yacaré; su plumaje que, como gota de agua en el río, la funde en el color de los pagos donde vive. Yo también sé bastantes cosas de la perdiz. Que hace durante todo el año nidos circulares y hondos como soperas - que no son tales nidos, sino bañaderas - para proporcionarse lo que ella prefiere a cualquier cosa: su baño de polvo cotidiano. Y que, al verse sorprendida, una bandada de perdices no alza el vuelo brusco y simultáneo como una de torcazas; no, una tras otra, rompiendo fila hacia todas direcciones, corren a escape con preferencia por algún sendero o huella con intermitentes y agudos grititos de aturdimiento y espanto, hasta el instante propicio de alzar el vuelo - acompañado de un sordo gemido - que interrumpe cada ocho o diez brazadas con una brevísima tregua. Y que la perdiz es la más sesuda de las gallináceas, y que corre casi tan bien y veloz-
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mente como una corredora de oficio, y que asienta su vuelo para continuar corriendo, y que si encuentra una barrera la trepa sin miramiento alguno. II Lo que sigue reza con algo que ocurrió hace muchos años, cuando el que esto escribe era un quídam más o menos salvaje (¡no ha dejado de serlo!), tan salvaje como cualquier otro bimano, es decir, poseído de una manía destructora bastante más gratuita y amplia que la de cualquiera de las llamadas fieras por nosotros. Estamos en septiembre, es decir, que ellas andan en bandadas de media hasta tres docenas o más, y ya comienza a dejarse oír su voz a la caída de la tarde, ese silbido sentidamente humano de la perdiz, digo, su bellísima frase de tres notas vivamente acentuada en la primera. Dentro de poco las grandes bandadas de invierno terminarán por romper filas y, creciendo con la primavera sus llamados de amor se volverán más vehementes, vendrán de todos los rincones e insistirán desde el umbral del alba hasta el dintel de las primeras estrellas. Voy así rumiando toda mi erudición perdiguera, cuando sucede lo consabido: una martineta alza, casi al alcance de mi mano (¡había puesto mi cauto pie de cazador a un jeme de su cabeza!), su vuelo sonoro como un jaleo y su silbo como de rechifla, sin darme tiempo a levantar siquiera el arma, y esto no es nada, porque doy unos pasos y se alza otra, y otra después, sin que yo haya tenido tiempo de poner a prueba la buena armonía entre mi ojo y mi pulso. Por la horcadura del tronco de un algarrobo del seto paso al rastrojo vecino, y sigo por una de sus orillas, lugar que las perdices prefieren. No se ve nada. Me consuelo comprobando que los senderos están acribillados de huellas. En eso: tf ui. . ., tf ui-t fui.
Una martineta, allá como a veinte brazadas, da vuelta un recodo de la cerca con su paso breve que corre más que sus alas. Corro yo también a paso perdiguero, según mi fácil convicción, y
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cuando ella alza el vuelo y va a perderse detrás de una parva, dejo escapar mi tiro, sin apuntar, ni cosa parecida, y sólo por no desperdiciar la ocasión de tentar la suerte. Contra lo que podía esperarse, me llega, esponjando mi corazón como un pavo en celo, el eco de un golpe sordo. En efecto, es Un ejemplar sabrosamente abultado y pesado como una pollona de feria. Hago examen de conciencia. Los primeros tiros, claro es, los erré de puro aprensivo, cosa explicable, naturalmente, al comienzo de la partida. Pero ahora estoy sereno y seguro de mi puntería como un puma de sus garras. No hay ninguna razón para marrar el tiro, y no lo haré más, por cierto. Pregusto una relación de golpe a retumbo entre la boca de mi escopeta y cada perdiz en vuelo. Porque es claro que no volveré a disparar sino al vuelo como todo cazador que se respeta. Mas, y lo juro, ninguna perdiz, por muy perdiz que sea, se burlará de mí. No soy miope ni bizco, y prometo abrir bien los ojos y apretar los dientes. ¿Qué? Sí, allá, o mejor, aquí no más, en ese retazo de tierra arada. La muy diabla se confunde modestísimamente Con los terrones de la gleba sólo que no puede impedir que su copete tiemble un poquito al viento. La levantaría para tirarle al vuelo, pero. no es ocasión demasiado frecuente - ¿y por qué desperdiciarla? - la de un tiro archiseguro como éste. Además oh conciencia! no hay testigos. Puedo apuntar con la calmosa y estudiosa minuciosidad con que se apunta a un blanco de ensayo... Comienzan, pese a todo, a arañarme los escrúpulos, pues esto de disparar sobre una perdiz echada es un asesinato maricón y una barrabasada de aprendiz. Pero, ¿qué hacerle? Ya el gatillo ha bajado casi sin que yo lo apretara. La martineta no ha tenido tiempo de mover una pluma. . ., como que era un pacífico terrón con una seca brizna de hierba en la punta.
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EL ZORRO Y SU VECINDARIO
El zorro milico
L
campo se le hacía orégano, como dicen, al zorro, pues lo
E cierto es que la suerte parecía haberse conchabado de peona
con él. Todo le salía a pedir de hocico. Fanfarrón y tronera siempre, se volvió más ahora. Así fué como una noche en la pulpería del carancho, y ya con copas en la cabeza dijo a sus oyentes que él no era perro para refregar ollas, ni aserrar huesos, ni atorarse con una raja de pan ratonado. Y terminó por dejarse decir que así como le viniese en gana y sólo por diferenciar de gusto, visitaría el gallinero del ricachón del pago, pese a sus seis guardianes de colmillo. —Me parece que le va a quedar grande, don - opinó un paisano a quien el zorro, por pura bravata, lo llevó a sostener una apuesta en contra, agregando: —Y entraré por el zaguán, no por las bardas. Desde ese día no se le coció el pan buscando la ocasión, que al fin le vino y de paleta. Y fué que en la policía hubo asado con cuero y damajuanas con motivo de que la suegra del comisario se iba a vivir con otro yerno. El zorro aprovechó la bolada y adquirió un uniforme completo de vigilante sin perdonar ni el machete. 143
El zorro había sacado sus cuentas con tiempo. Se dijo que los perros - esos paniaguados, esos sicarios y sacristanes - aborrecen al desarrapado, pero respetan servilmente al que luce buen traje y no digamos si es uniforme y con lata. Así fué cómo resolvió emplearse a fondo no bien adquirida la autorizante ropa, y ya con ella encima, esa madrugada se eneaminó a casa del ricacho... ¡por el portón de entrada! Iba nuestro héroe alzado el mostacho, volcada la visera del kepi sobre un ojo, muy ceñida la chaquetilla y las polainas, taconeando fuerte para hacer llorar los espolines a compás con el chasquido del latón. En el ínterin vió ser gran verdad eso de que las personas terminan por ser lo que el traje manda, como los oficinistas terminan por adoptar las ideas de su máquina de escribir... El hecho es que iba en camino de sentirse un general de cabo a rabo. Llegado al zaguán de marras, que estaba abierto, se detuvo un momento antes de embocarse, cuando le salió al paso un gozque calienta-pies de vieja, uno de esos cuzcos más despreciables que una escupida, de esos pelones con un esbozo de bigote y barba como el que suelen usar las señoritas al llegar a su tercera juventud. Iba el alcahuete a dar un pitido de alarma, cuando el zorro, avanzando como al frente de un desfile de maniobras, le dejó caer ésta: —Hágase a un lado, que pasa su sargento!
El cuzco se ladeó, alebronado, y se quedó mirando con ojitos saltones al autoritario milico. Este siguió avanzando por un corredor, cargado de hierro y cargado de miedo, cierto es, aunque simulando la más confianzuda ufanidad como esos semianalfabetos que para despistar escriben libros. Iba a doblar de nuevo, buscando el primer patio, cuando a tres pasos de distancia, alguien con hervor de olla en la garganta y dientes a filo de barbería se preparó a recibirlo: era uno de esos ñatos con jeta de trabuco y ojos de ahorcado, con más cabeza que cuerpo y más dientes que cabeza. El zorro sintió que se le acangrejaba el corazón, pero se empujó a sí mismo y siguió avanzando a tranco marcial, a tiempo que ordenaba con voz de cuartel:
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—Hágase a un lado, que pasa su capitán!
El ñato tapó los dientes y el hervor de olla e hizo la del cuzco dejando vía libre al forastero. -¿Faltará todavía la cola por desollar? - se dijo el zorro, avanzando por el segundo patio hacia el gallinero, cuando vió alzarse, casi encima de él, un perrazo de verdad, una especie de tambor mayor, un tonto grande como una iglesia. El zorro se quedó tan quieto como la estatua de la reflexión mientras sentía su corazón encogerse a modo de achura en las brasas. -¿Quién va?- dijo el otro con ligera voz de trueno que hizo tiritar los bigotes, las canillas y el sable del entrante. -Hágase a un lado, que. pasa su coronel! - vociferó éste, confiando, pese a todo, en la eficacia de su fraude. Pero el perrazo viejo, que era sordo y cegatón, no sintió voz ni vio uniforme de militar, pero como no era ñato, sintió tufo a zorro y cargó a tientas. El anticristo de los gallineros dió una media vuelta más brusca que chapuzón de pato y emprendió la contramarcha, con tal prisa, seguido por todo el caudal de perros de la casa y la barriada, que perdió hasta los rastros... Y cuentan que al cruzar, más volando que corriendo, frente a una casita de las afueras, su cola pasó sobre una guitarra extraviada allí por unos nocherniegos arrancando un alegre rasguido, y el zorro, descontando que eso venía del rancho, dióse tiempo de ladear el hocico rezongando fuerte: -Corno para baile voy!
Los socios de siembra
El zorro era de esos jubilados natos capaces de hacerse condenar a trabajos forzados por no trabajar o, para rebajar un poco: trabajaba allá de higos a brevas. 145
Se la pasaba por ahí, tumbado panza arriba, juntando sol para la noche. O se andaba por pulperías y ranchos cosechando noticias y regando más su garguero que sus siembras, atenido a que su mujer le salvaba la plata, la pobre, con su hilera de mocosos colgados de la pretina. Como era de más bachillería que seso, generalmente, buscaba amigos sólo para tener con quién hablar mal de sus enemigos. Como tenía una chacra y la trabajaba lo menos posible, le propuso un día al peludo que la sembrasen a medias. No buscó socio al acaso. El peludo, muy poco amigo de salir de casa, era labrador de veras, sujeto de pasarse los días y los días revolviendo la tierra. Era cristiano de advertencia, además, aunque prefería no parecerlo y, en cuanto a conciencia, ¡limpia como el trigo en la espiga! El lo conocía al zorro con su costal de malicia a cuestas, pero el zorro no lo conocía a él. No chica ventaja. —Este año, compadre -le dijo el zorro -, será para usted lo que. den Zas plantas abajo de la tierra, y para mí lo que den arriba. ¿Le conviene? —Como usted disponga - condescendió el peludo, bajando
un poco las quijadas. El peludo resolvió sembrar papas. La cosecha fué más que regular, pero, es claro, al zorro sólo le tocó un montón de hojarasca. En la siguiente estación el zorro cambió de naipes. —En esta nueva siembra es justo que a mí me toque lo de abajo de la tierra y a usted lo de arriba, ¿eh, compadre? —Usted lo ha dicho -contestó el peludo, llevándole siempre
el amén a su socio. Esta vez sembró trigo, y a fin de año llenó su troje de buen grano, mientras el coludo no supo qué hacer con tanto desperdicio de raíces. Pero no dió el brazo a torcer. La tercera era la vencida. —Vea, compadrito -le dijo a su socio—, este año, si le parece bien, para usted será todo lo que den las plantas en el medio y yo me conformaré con lo que den abajo y arriba de la tierra... (Y le echó una de reojo.) —Pero muy bien, compadrito! —respondió el cascarudo,
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frunciendo los ojos en la sonrisa, simulando siempre no sospechar las emponchadas intenciones de su aparcero. Esta vez sembró maíz. Se hartó de choclos y le sobró grano. El zaino del zorro no supo qué hacer con las flores y raíces que le tocaron.
La víbora, el buey y el zorro El buey alzó la cabeza y dejó de pastar como escuchando algo. Pasado un momento siguió agavillando hierba con su lengua de lija, cuando otra vez se interrumpió de golpe, sacudió las orejas, y avanzó unos pasos en dirección al punto de donde le pareció venían unas voces. Iba a doblar un recodo, cuando de repente, dando un huracanado resoplo, retrocedió arando el suelo con los garrones y mirando con ojos de manicomio. No era para menos. Una muy señora serpiente sacaba la mitad del inacabable talle de debajo de un peñón. —¡Ay! -dijo la de cabeza chata y boca de sobaco, con lágrimas en las palabras ya que no en los ojos-, ¡Dios ha querido enviar al fuerte entre los fuertes y al bueno de los buenos en mi socorro!
Y la comadre del diablo, de intenciones tan tortuosas como su cuerpo, la estranguladora madre del asma siguió moviendo su aguja de dos puntas, digo su lengua, y el alma de Dios del buey, que a pesar de su corpachón y de sus astas de hurgonero era tan infantil como un biberón, se dejó llevar hasta donde quiso la víbora, quien, apretada por el pedrusco, ayunaba allí desde hacía dos semanas. —Con esas sus fuerzas de Sansón y esas imbatibles astas que Dios le. ha dado...
Y el buey, en efecto, usando su cornamenta de palanca y con un esfuerzo que lo hizo enterrar las pezuñas y arquear la cola, consiguió soliviar el peñasco lo suficiente al menos para que la otra se pusiese a salvo. 147
Acezando e ¡jadeando estaba el pobre buey, cuando la víbora, sin más ni tras que comprobar que su cintura estaba tan cimbreante como siempre, vino a arrollarse delante de él y con toda sangre fría porque no tenía otra, y sin pestañear, porque no tenía pastañas, le chantó: —Me va a perdonar, niño, pero hace casi una luna que no tomo ni un agua caliente y como aquí no hay de qué valerse, voy a comérmelo, con perdón de la palabra.
En el silencio que siguió, sólo se oyeron los culatazos del corazón del buey, alarmado como una palomita ante la sola idea de convertirse en albóndiga en la barriga de la tragaldabas. —Pero, señora -dijo, al fin, cuando recobró el habla—, ¿no le parece que esto es peor que lo de Judas? —contestó la bocona - , sólo le diré que el hambre es más crv.cZ que el tigre, que Za peste y tal vez que el hombre mismo... —Lo que quiera, pero yo acabo de salvarle la vida. ¿O ya se ha olvidado, mi señora? —¡Ay, hijito! -contestó la víbora, con una sonrisa pati-
bularia que reflejaba bien toda la experiencia de su arrastrada vida -, en el titirimundi en que vivimos, un bien con un mal se paga. —¡Eso no! —dijo con honrada indignación el buey—. ¡Eso no es verdad, no puede serlo!
Y siguió una reñida alegación y tanto que, a fin de cortarla, salieron en busca de un tercero que arrimase su opinión equidistante. Después de no mucha andanza dieron con un burro si todavía lo era: un burro con una matadura más grande que su lomo y tan flaco que parecía un cuadro vivo del ayuno. La víbora explicó las cosas y terminó preguntando: —ANo es verdad, caballero, que en este mundo un bien con un mal se paga? - ¿Y a mi me lo pregunta? -contestó meneando las piramidales orejas -. Si Lo sabré yo, que después de servir veinte años cobrando mucho más en azotes que en pasto, me veo desterrado a estos desiertos a fuerza de perros y palos.
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—No le. decía yo? -sopló la víbora, volviendo hacia el buey sus ojos de sepulturera -. ¡Qué! ¿Le hace falta una prueba más? Podemos buscarla, pero dése prisa.
No anduvieron mucho. En la primera encrucijada se toparon, ¡con quién había de ser!, con el zorro. Explicadas las cosas y hecha la pregunta consabida el zorro respondió: —;Hum! Fui juez de raya muchas veces, pero éste no es chico pleito. ¡Ejem! ¿Ejem! -continuó, ya con tos de juez-, para conocer a un rengo, lo mejor es verlo andar. Necesito mirar las cosas sobre el terreno.
Así fué cómo volvieron hasta el sitio del peñón y fué donde el zorro, después de pedirle cortésmente al buey que se comidiera a levantarlo unos jemes, se dirigió a la serpiente con su sonrisa más gentil: -¿Sería tan amable la señora que se molestara en colocarse donde estuvo antes y tal como estuvo?
Y como los tiranos, a pesar de su astucia, suelen ser brutos como monolitos, la víbora accedió a la invitación, mientras el juez hacía de ojo al otro para que sacase cuanto antes las astas y dejase descansar la piedra. Y allí quedó la víbora otra vez, apretada como queso fresco, mientras el zorro, despidiéndose de ella con una venia de la cola, decía al inocentón del buey: —Bueno, amigo, dése por resucitado. Y otra vez no confíe en la primera palabra de mujer que oiga, porque puede ser de lengua viperina.
La perdiz, el ñandú y el zorro La perdiz era marchante de la pulpería del carancho. Llegaba con su peineta en la cabeza, su vestido a pintas, saludaba sin mirar a nadie, compraba lo que había menester y se volvía con su paso menudo y donairoso haciendo suspirar a más de uno. Verla un día don Cruz, el ñandú, y quedar prendado, fué 149
todo uno, cosa que no le pasó desapercibida al zorro que estaba, cuándo no!, presente en la ocasión y que no quiso desperdiciarla para divertirse a costa del pobre enamorado. En efecto, desde ese mismo día dió en hacerse el encontradizo con don Cruz y dale siempre con el mismo repique: que la perdiz, la flor del pago, no ocultaba su interés por don Cruz, un mozo tan honrado y serio —tan distinto de cuanto perdulario anda por ahí escobillando zapateos o rascando cuerdas!— interesándose por su vida y haciendo de él los mejores acuerdos. Y tanto maquinó, que el bonazo de don Cruz se lo tragó todo con la facilidad con que él suele tragar un ovillo de tres libras y fué dócilmente hasta donde el falso amigo quiso llevarlo: a buscar noviazgo con la perdiz. Así lo perpetró un día, venciendo a duras penas su guiñadora timidez, agravada en la ocasión. Pero ocurrió, de un lado, que lo concebido como gentil requiebro, salió zurdo y procaz, y del otro que la agraciada era quisquillosa en extremo.
—Párese y oiga, buena moza con más pintas que un tordillo. .. ¡ejem!.. Me han dicho que Vd. busca marido.., digo, que Vd. se ha fijado en mí... Yo... ¡ejem!... no tenga inconveniente, si. Semejante embajada era bastante más de lo que la perdiz podía escuchar. Lo cierto es que ella, con el pico blanco de rabia, dejó caer sobre la agobiada cabeza y las caídas alas del pretendiente todas las lindezas que le dictó su hígado inflamado:
—Zonzo insolente! ¡Vea, usted! ¿Por quién me habrá tomado? ¡Mire, el demonio de ojos de botón, patas de horqueta, cogote de hurgonero, poncho de hilachas! ¿Qué se habrá creído?... .
La perdiz, maestra de silbidos
Que la perdiz no era de alzarla en la uña ya se ve. Y tanto, que el mismo zorro lo supo un poco tarde. Al tal se le metió un día que, si aprendiera a silbar, atraería con ese reclamo a las ingenuas perdices como con un hilo. 150
Una mañanita, la perdiz estaba suba que suba, sin que el zorro, por mucho que parpadeara, lograra verla. Cuando ella se mostró al fin, con cierto aire de desafío, él, con tono sincero y humilde, le expresó su deseo. —Es cosa tan fácil como un trago de. agua. —Para usted, /a lo creo. —Para usted también. Con hacerse hilvanar ambos costados de la boca y soplar después con buena voluntad, la cosa está hecha.
El zorro, con los verdes ojos muy abiertos, parecía conservar sólo una duda. —Yo puedo prestarle el servicio - dijo la perdiz, con comedimiento femenino -. Búsqueme una pluma de gallina y una cerda de caballo
Y la cosa se hizo. Con aguante y paciencia de aprendiz de santo el zorro se resignó a la pespunteada. Sólo que, cuando tragando su dolor andaba más tarde por esas sendas sopla que sopla confiando en que de un momento a otro conseguiría modular un inspirado silbido, un cuzco mandado por el mismísimo diablo le salió al cruce tan de sopetón, que el viejo y ancho grito de guerra le salió solo y con tanto brío que la costura para el silbido se volvió fleco de sangre: —Huaaac!,..
El peludo curda
El peludo o quirquincho pasa por ser persona de pocas palabras y mucho discurso. No lo creía así el zorro dicaz y fachendoso que en más de una ocasión quiso arrearlo con las riendas, como se dice. Un día estaba éste de chisposa charla con algunos amigos cuando vieron acercarse al peludo con paso vacilante entre eses y equis y al hombro la punta del poncho que traía medio a la rastra. —;Qué curda la de mi compadre! - dijo a media voz el zorro ladeando el hocico, y agregó-: Cuando se halla así, le da por hablar de las muchas novias que tuvo y dejó... hem... Es de hurgarlo un poquito, no más. Van a ver. 151
Salió al encuentro del viniente y después de interesarse por su salud y la de su familia y alguna otra cortesía de cajón, le largó: —¿Qué me dice, compadre, de. la novedad que se corre? —No sé nada; salgo tan poco de casa. —Vea! Y no se habla de otra cosa. —Ah, ah? —Como que se trata, ¡nada menos!, del compromiso de. la hija del rey. —Sí, compadre. ¿Y no sabe con quién? —Menos. —No digal. . . ¡Si es justamente. con usted, mi compadre! Di-- que la novia ya está alistando traje, cama, todo el ajuar... ¡Imagínese si sus amigos no estaremos felicitándolo!.
El peludo tosió, con esa tosecita de vejete que tiene, y después de una pausa, dijo, recogiendo el poncho para irse: —No le contestaré que si ni que no. Todo puede ser. Sólo puedo adelantarle que cuando bebo un poco soy medio blando para los antojos de las damas. ¡Ejem!... ¡Ejem!. El peludo y el
zorro buscando miel
Un día el zorro desafió al peludo a medir sus baquías de hombres de campo en conseguir miel. ¡Le habría entrado sed de dulzura al condenado! Hecho el trato, tomaron camino en rumbos opuestos. El peludo se largó trote que trote hacia la parte más espesa y sombría del monte y buscando un algarrobo que había visto, con una gran hendedura en el alto tronco, se subió y se acomodó allí, agarrándose como pudo, sin olvidar de esconder bien la cola a un lacio. El zorro, después de una larga y hurgadora búsqueda sin resultado, pasó por allí cerca, y pese a la relativa oscuridad del paraje, no dejó de avistar, en lo alto de tamaña quiebra del algarrobo, aquella redonda torta de panales llamada leghiguana. Tomó un palote y de un brinco le dió un picazo para descolgarlo o apor152
tillarlo, al menos, a fin de que dejase chorrear su miel. Esta, en efecto, no demoró en caer en gordas y pesadas gotas... ¡ Sólo que nunca volvió a probar miel menos dulce y más antifragante! Guerra a filo y punta Cierta vez el tigre bebía agua en un charco. Cuando hubo satisfecho su sed notó que un huanquero estaba abrevándose también a un costado. Estiró la manopla y tocó suavemente (así creyó él, al menos) al otro, que zambulló en el agua de donde salió entre resoplidos, estornudos y aleteos, no sin dificultad. Claro es que lo del tigre fué una broma. Pero el huanquero no acepta bromas de nadie, por muy overo y uñudo que ese nadie sea... Los traviesos o golosos que llegan hasta su honrada mansión o taller de gnomo, laborioso, allá bajo tierra, donde atesora su miel en fragantes botijillos de cera, saben lo que cuesta molestar a este atlético y torvo primito de las abejas y avispas, flavo como un león, a quien se parece también por el rugido y el coraje. No se sabe cómo ocurrieron las cosas entonces, aunque se supone que el huanquero debió írsele a las barbas al bromista; pero sí consta que éste, en chanza al principio, en serio después, terminó por aceptar el desafío que le hacía el indignado enano: el de medir las fuerzas de la raza que maneja armas de filo con la que sólo tiene armas de punta (las enherboladas flechas de ésta contra las mal envainadas dagas de aquélla) en un contrapunto a campo abierto. El día del combate, el zorro, edecán del tigre, llegó al campo de la acción, junto a una laguna, anunciando la aproximación de las tropas de su patilludo jefe. Llegaron las tales, en efecto, extrañándose de no ver ni un bulto, y creyendo ya en una cobarde deserción del enemigo, cuando éste, desde el matorral ribereño, testimonió su presencia con un impaciente bramido, como de río que crece... El entrevero fué tan feroz como los de nuestras montoneras. El zorro que, al comienzo, quiso tomar la cosa a broma y hacer una de las suyas, intentando orinar a la vanguardia ene153
miga, fué el primero en sospechar que los de filo estaban ya perdiendo terreno. . . y tiempo. En efecto: un rato más, y ya se vió que ni tigres, ni gatos, ni onzas, ni leones, podían evitar el reculamiento —por vergonzoso que fuera - ante aquella nube de combatientes que nublaba el sol y aquel aguacero de flechas que nublaba los ojos. Y tanto, que nadie escuchó el consejo dado por el zorro, quien, por su parte, sentía todo el cuerpo como una sola roncha: —LA atrincherarse en el agua, señores!
Qué trinchera ni ocho cuartos! Se sospecha que fue él mismo el que declamó el refrán derrotista: —Aquí morirá Sansón y cuantos con él son!
No murieron, pero hicieron algo peor. Entre maullidos y rugidos, colas paradas y brincos desaforados, la derrota de los uñudos se convirtió en una nauseabunda fuga. Sólo volvieron por el honor sus aliados, los peludos coraceros, aunque tampoco pudieron resistir mucho, y viéndose cortados en su retirada, acudieron a la suya: cavar y sepultarse vivos.
El tigre y su sobrino - ¿Tienes hambre?— preguntó el tigre, sin mirarlo de frente. —Para qué voy a negarlo venado sin perdonar las astas.
-dijo el zorro—; me comería un
Y el tigre, tal vez por primera vez en su vida, sonrió, erizando más sus ralos bigotes y frunciendo sus sesgos ojos araucanos. El zorro, a fuerza de rodar tierra desde chico, había terminado por cansarse de su vida andariega. Había sufrido mucho y en los últimos tiempos más aún. Hubo de comerse hasta el rabo de buey donde colgaba el peine con que donoseaba su engreída cola... La vida llegó a olerle a perro mojado. Es cierto que el hambre no sólo aguza la nariz sino también la audacia y el ingenio, pero después de tantos opíparos ayunos, la suya era ya una silueta de santón. Entonces, como muchos maleantes, fué cuando resolvió coronar su carrera sirviendo al 154
gobierno, es decir, al dueño de la fuerza. Así fué como vino •a buscar el arrimo del tigre, urdiendo para ello una larga y enrevesada historia a fin de probar su sobrinazgo. Convencido del todo o no, el tigre y su gruñona consorte terminaron por recibirlo en su casa. No pasó mucha agua bajo los puentes cuando el zorro, al sacar sus cuentas, se dijo que llevaba las de perder, pues había entregado lo más por lo menos, como un ministro de tirano o un pobre refugiado en hogar de pariente rico. Advirtió de entrada que el tigre sentía por él ese regio desdén que un ladrón de ley tiene por un simple ratero. Después, su tío unía a la grosería proveniente de su cráneo rezagado - como todo dictador - la que provenía del uso embrutecedor de la fuerza como ley. El sobrino vióse obligado a aguantar sus modales de madrastra. Y sobre todo, su vilísima manía de infundir miedo a los otros, él, que cuando comprobaba rastros de hombre, u olor de hombre, no sabía ocultar el temblor de sus jarretes. El zorro, el libre de antes, había llegado a todas las arrastraduras de los favoritos de un amo: a hacer de bufón para desaburrirlo un poco, a mostrarse tan informado y noticioso como un peluquero, a obedecer con diligencia de agua purgativa, cuando no a agradecer con palabras o venias sonrientes, sus insultos, sus regüeldos, sus tacañerías, sin contar lo de cebar mate para la otra que tal de la tía cada vez que bostezaba. "Si resisto un tiempo más voy a salir hecho un santo" -se dijo un día. ¿Cómo pudo aguantar tanto ese aire de pantano o sótano? Cierto es que el hambre es más frío que el invierno, pero la libertad vale por todo el sol. Una tarde, apenas puesto el sol, tío y sobrino salieron de caza. El zorro que, como siempre, hacia de ojeador o cabo de órdenes, logró después de mucha fajina copar una tropilla de becerros, la carne predilecta del uñas largas, y endilgarla por un sendero barrancoso en una de cuyas vueltas estaba escondido el tigre. —¡Ojo, tío! - boconeó el zorro desde la culata del arreo—.
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Va de lo bueno lo mejor... ¡una vaquillona de rajarla con la uña chica! - agregó ponderando su gordura.
El otro estaba en acecho ya, con la boca entreabierta, los ojos hechos ascuas, peinándose los flancos con la cola. Sintiendo el rumor de las pisadas, se aplastó de repente sobre las patas delanteras, con los bigotes de punta, y todo el cuerpo rígido, menos la punta del rabo.., y pegó el brinco. Cuando llegó el zorro, el tigre, como un cacique ranquelino, estaba medio ido con los trinquis de sangre. Carneando sólo a medias la becerra derribada, se puso a comer entre gruñidos que parecían menos de satisfacción que de amenaza, mientras el zorro, sentado sobre su tafanario a prudente distancia, miraba con ojitos enternecidos la escena, relamiendo de cuando en cuando el fino hociquillo con la fina lengua. El tigre tragó hasta quedar como toro que abusa del pasto caliente. Cuando se detuvo para resollar un poco, el zorro exclamó: -Coma tranquilo, no más, que yo voy a eructar por usted.
Pero el tigre, aunque continuó manducando a dos carrillos, se detuvo al fin, con un suspiro, resignado a abandonar la partida. ¡En la despensa no cabía más! —Tío —dijo el zorro entonces -, ¿me da un cacho de matambre para ntre.tenerme un poco? —Cómo! - regoldó el tigre—. ¿No sabes que ésa es la achura favorita de tu tía? —Los o jitos, entonces! —Ya me los encargó tu tía para cuentas de collar. —Si Es así, me conformo con ¿as tripas. —Tu tía las destinó ya para bombilla. —Vaya! Déme el guano, siquiera —dijo, ponderando en
sus adentros aquel corazón de quebracho. —Menos. Es para yerba de tu tía. De mano abierta que soy te daré la vejiga, aunque tu tía pensaba hacerse una tabaquera - dijo el maula.
Tras de lo cual, púsose a beber a lengüetadas en un ojo de agua que quedaba a la mano, ordenando al fin: -Voy a echarme una siestita. Cuídame el sueño y la carne.
El zorro, mientras cumplía las órdenes de su tío, se puso a
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cautivar moscas y moscardones y tábanos y a encalabozarlos en la vejiga bien inflada. El tigre estaba en lo más hondo del bien ganado sueño y en lo más alto de sus ronquidos, cuando el zorro, arrancando una cerda de la cola de la vaca, ató la vejiga a la cola del bello durmiente del bosque. Se subió después a un árbol. —Tío! -dijo con voz ronca y tartamuda de prisa. El tigre mosqueó una oreja y encorvó la punta de la cola. —Tí000! —Qué pasa?
—dijo el tigre, enderezándose un poco, a tiempo que le llegaba, como de algazara más o menos distante, el zumbido de la gentuza presa en la vejiga. Se incorporó de golpe, con las orejas tensas y los ojos desaforados de alarma. —¡Juan! ¡Juancito! ¿Dónde estás? ¿Qué es ese rumor que se acerca?. —Aquí, tío -dijo el zorro haciendo una seña con la cola,
desde la horqueta del árbol, sin dejar de mirar a la distancia -. ¡Uno. . . tres. . . siete! —Qué? ¿Qué es?
—maulló el tigre con un perceptible tiritamiento en la voz y en los garrones. —Gente de a caballo, tío! Y perros.. . ¡un enjambre.!
El tío no esperó más informes y picó espuelas con rumbo opuesto a aquel hacia donde oteaba el zorro. —Tío! - gritó éste, con los ojos y dientes brillando de burlería -, espere un momentito. . . ¿ Qué hago con la carnecita de la vaca? —Se la regalo toda a mi sobrino -
alcanzó a contestar el pró-
fugo sin volver la cara. El cuervo y el sapo
De que el sapo no es ningún quedado, nos da indicio su vulgarizada aventura con el cuervo. Este, que en homenaje a su fama de guitarrista, había sido invitado a unas fiestas del cielo, extendióle la invitación por pura chacota al pobre saltarín de los caminos de la tierra y el agua. 157
—No se olvide de llevar un diente de ajo contra la puna - le aconsejó al separarse. El otro aceptó, sin embargo, con la mayor sencillez, y prometió volver a la madrugada siguiente para emprender el vuelo en la honrosa aunque negra y no fragante compañía del invitador. El cuervo rió bajo el poncho de la hinchada ilusión del petiso, y el día de la fiesta, cuando llegó al cielo, no perdió ocasión de hacer reír a la concurrencia a costa de los aéreos sueños del concesionario de todos los charcos. Sólo que, justamente, en ese momento éste entró en escena y con dos o tres bien medidos y elegantes brincos incorporóse a los bienaventurados. (Había viajado colocándose de matute en la vihuela del guitarrista.) El sapo, recibido de entrada con bonhomía burlona, fué después muy, pero muy aplaudido en su primer baile -un gato con relaciones- y el entusiasmo reventó en vítores cuando hizo resonar en el celestial silencio su trémolo del fango. El socarrón del cuervo, escondiendo bajo el ala su más corva sonrisa, simuló no darse cuenta de nada. Sólo que al bajar el vuelo para el regreso, con su guitarra en bandolera, sabía muy bien a quien traía de pasajero honorario. Al pasar por debajo de la luna, puso como sin querer la guitarra boca abajo, y el celebrado danzarín de un rato antes se apeó con la prisa de los aerolitos... Recuerdo inmortal del gran porrazo son esas manchas que tiene en el lomo.
La carrera de la chuña y el sapo El zorro sabía, como cualquier vecino del pago, que el sapo no era de arrear con las riendas, y tanto que de él justamente se acordó en el día de su trance más peliagudo. Fu¿ cuando se dió ele manos a boca con la muerte que venía a notificarlo. Entonces, sin caber de qué echar mano para alargar su resuello siquiera por una semana, hizo brotar de su fondo más zorruno la más redonda de sus bolas: que esa tarde se correría la carrera de la chuña y el sapo. (Algunos aseguran que no fué la chuña 158
sino el ñandú, aunque el asunto no cambia por zanco más largo o más corto.) Y tanto sorprendió e interesó a la patrona de los calvos y calaveras el desparejo contrapunto, que después de un titubeo más o menos fúnebre, aceptó darle un año más de soga a la vida del zorro si éste le ganaba a ella apostando en la carrera al sapo como él proponía. Más presto que corriendo el zorro se puso a la obra y consiguió armar la carrera, venciendo antes los naturales reparos y escrúpulos del sapo con la exposición de su más descomulgada treta: bajo la apariencia de ser uno solo, tres sapos correrían la carrera, apostándose el último a dos saltos de la raya. Por cierto que la muy tarabilla de la chuña había aceptado de entrada el desafío dejando oír el resorte de su carcajada de metal para saludar el descontado triunfo. Esa tarde la cancha se estrechó como un callejón con el hormiguear de los aficionados y abrebocas. Ni qué decir que la plata se volcó a las patas de la chuña y que no fué liviano el apurón del zorro para hacer frente a tanta parada en contra. Por fin, tras de las alegaciones y chocarrerías de siempre y de gastar en partidas y más partidas el exceso de brío de los fletes, se largó la carrera. La chufa, archisegura de que la prueba era para ella sólo un juguete, dióse vuelta en mitad de la cancha, carcajeando a hueco, para ver dónde había quedado su pernicorto y barrigudo parejero. No fuá, pues, chico su asombro, cuando advirtió de soslayo que el sapo aprovechaba su pausa para estirarse como un venado y ganar con un brinco la delantera. La canilluda, por lo que pudiera ocurrir, largó todo el rollo de su escape - patitas para qué las quiero! - sin demorarse en curiosees mujeriles. ¡Ni por esas! Cuando se aproximaba a la raya vió que el sapo, sin gastar chicote, con dos saltos serenos y finales, le ganaba, no por una oreja, sino por cuerpo y medio.
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El peludo y el zorro enlazadores No se sabe quién desafió a quién, pero es el hecho que un día el peludo y el zorro midieron en una apuesta sus habilidades gauchas en el lazo. El zorro, dando por cortesía lo que sólo era intención de aprender algo en cuero ajeno, cedió el primer tiro a su compadre, mientras él se comidió a arrear la manada por el lugar convenido. ¡Potrada de mi flor! Un zaino lucero limpito como plata. Un tobiano con más melena que un indio, barriendo el suelo con la cola. Adelante, a todo bracear, un padrillo alazán con pelo, ojos y ollares como llama. —Cañada abajo, compadre! ¡En la punta va uno sudando aceite de gordo! - gritó el zorro en medio de la polvareda y domi-
nando el tropel de los orejanos. El peludo sintió la repetida cuarteta del galope y no desperdició la ocasión. Preparó la armada, echó un peal de codo vuelto, sin revolear casi el trenzado, y con la punta del mismo apresillado • la cintura, y allá se fué con el rollo sobrante, más que trotando, • meterse en su cueva, siguiendo todas sus endiabladas vueltas y revueltas de triperio, clavando sus uñas en el último recoveco. Cuando acabó el estirón, el potro cayó con un quejido al suelo, como que el lazo no aflojó ni un jeme. —Gatwho y medio! -ponderó el zorro -. llicheme usted los potros ahora, compañero.
ínterin, y plagiando sin escrúpulos la treta del peludo, se puso a cavar una cueva lo más larga posible, y atándose igualmente la punta del lazo a la cintura, dejó venir la cimarronada. Revoleó, tiró, enlazó y se metió como un ventarrón en la cueva. Sólo que, al acabar la estirada del bagual, el zorro, prendido a la punta del lazo, brincó de la cueva al aire como tapón de sidra embotellada. (Había cavado una cueva derecha como un huso, olvidando, además, que él no tenía las uñas de grampa de su rival.) —¡Sujete, compadre! -gritó riendo el peludo—. ¡Mire que el potro parece de cuartear en un pantano! ¡Ja... ja... ja...!
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—¡Qué! -contestó el presumido del zorro sin querer confesar su fiasco—. ¿No ve que estoy dando lazo, amigo?...
El mataco El mataco o armadillo bola, pasa por ser el más advertido de todos los de su parentela, sin duda por haber rodado más tierra: ¡no estaría, de no, tan redondo! Una vieja muy vieja solía ir a pisar su maíz en un mortero de piedra del cerro. Un día, al regresar, vió en el camino un trocito de leña que le pareció de algarrobo. Lo levantó, lo puso en la tipa de aventar grano que traía en la cabeza y prosiguió su camino, fumando su chalita. Cuando llegó a la casa vió que el cacho de leña estaba en la tipa, pero que el maíz había desaparecido. ¿Qué podía ser? La vieja frunció los ojitos barajando todas las suposiciones. ¿Lo habría derramado? No podía ser. ¿Milagro? ¿Brujería? "Virgen. . ." Y se santiguó por si acaso, mascullando una oración, mientras ponía al fuego el trocito de leña encontrado... ¡ que salió trotando a toda máquina! Era el quirquincho bola. La dueña del maíz escamoteado certificó una vez más que ni las viejas están libres de las bromas del Mandinga. Ese mismo mataco fue el que, volteando mundos, cayó un día entre las manos del zorro. Se cerró sobre sí mismo, como los dos batientes de una puerta de algarrobo, a fin de que su feliz apresador no pudiera entrarle ni la punta de la uña. Pero al rato, desconfiando de sus artimañas, bastante más agudas que sus uñas y colmillos, se propuso ganarle el tirón y aflojando la juntura de su coraza lo indispensable para que saliese un hilo de voz, dijo algo, y después de un nutrido palique y a pesar de ser quién era su contertulio logró convencerlo de que lo comiera... asado.
—El hombre que, por lo menos, en cuestiones de cocina, entiende bastante más que todos nosotros - dijo - come siempre 161
pasados por rescoldo a los matacos. Diz que el fuego nos vuelve
muy sabrosos, ¡pero muy sabrosos! - e hizo chasquear la lengua. El zorro, más convencido en su paladar que en su seso, improvisó una fogata., cayó un hoyito al lado, puso en él al redondín y lo cobijó con una colcha de rescoldo. Dióse vuelta a levantar una leña, agachóse a atizar el fuego... cuando comprobó que a la bola se la había tragado la tierra.
El zorro y su redomón
Don Juan, el zorro y don Cruz, el ñandú, concertaron cierta vez un trato por el cual el primero debía hacer de caballero y el segundo de cabalgadura. Don Cruz, personaje desconfiado por naturaleza y hábito (aunque no sin razón esta vez tratándose de quién era el de la vereda de enfrente... ) rehusó al principio, pero, tan escaso de argumentos como sobrado de canillas, terminó por ceder. Tan insospechable sociedad tenía por objeto -según su generoso autor - el beneficio mutuo de los contratantes y, en primer término, claro está, el de poder prevenir mejor la aproximación del bicho más aborrecido que la peste: el hombre. Desde tan encumbrado lomo, podía otearse el peligro mejor que de un mangrullo. Con esmero de buen gaucho se había preparado para la primera salida. Ya sentía en su pecho ese amor fraternal de todos los jinetes del desierto por el caballo. Lonja cogotera, guardamonte, lazo a los tientos, nada faltaba en su montura. Ni a su persona, desde el poncho a las espuelas que se dejó adrede un poco flojas para que llorasen mejor. Por cierto que el jinete no cabía de gusto en su cuero el día de la primera prueba. Sólo que el potro tranqueaba demasiado largo. —/No se apure que el galope atrae centellas! - dijo con erudición gaucha. Prendido a dos manos de las riendas y el cabestro de chaguar y afirmado en sus estribos de botón, hacía visera con la 162
mano para divisar mejor, mientras tocaba marcha con las espuelas, si bien abriendo los talones de miedo de tocar con las rodajas al cosquilloso bagual. La cosa iba saliendo como de encargo. Avanzaba el jinete comprobando de reojo la elegancia de su figura, proyectada por el sol sobre el descampado, cuando el ñandú, obligado a ir con la cabeza muy alta, esto es, sin mirar donde pisaba, asentó su aventajada planta a dos dedos de una perdiz agazapada en el suelo. Su vuelo repentino y sonoro como un regüeldo de trabuco asustó más de lo debido al redomón que, después de una magistral tendida y no sin dejar escapar algunas bolas de viento, corcoveó hasta quedar como cuando salió del huevo: esto es, perdiendo jinete, montura, rienda, hasta el apelativo. Porque ni decir que el zorro, al primer amago, se había apeado tan de golpe que pisó primero con el hocico y después con todo el largo del cuerpo.
El burro, el zorro y el hombre Comparar a muchos hombres con el burro es, ciertamente, una desconsideración para el honrado, laborioso y sesudo varón de las largas orejas, según vamos a verlo en seguida. Era un jumento labrador que tenía por vecino y compadre a un hombre del mismo oficio. Quiso la suerte que éste, como fuese una mañanita a enyugar sus bueyes, se encontrara con que alguien se había alzado con los enseres - coyundas, barzón, orejero, látigo - que el día anterior dejara en el hueco del algarrobo a cuya sombra descansaba a mediodía. Refirió su mala ventura al burro, como a persona de consejo y consulta. Después de coincidir ambos en que el autor de la broma, dado el pésimo gusto de la misma, no podía ser otro que el zorro, el burro prometió darle una manita a su compadre. Y tan de pe a pa cumplió su palabra que ese mismo día a boca de oración estuvo volviendo con toda la utilería extraviada. 163
¿Qué había pasado? Es más sencillo de contar que de hacerlo. Había llegado simulando paladear aplicadamente algunas vainas caídas del algarrobal hasta los aledaños de la mansión del zorro. Ahí estaban casualmente, jugando a todo trapo, los muy monos hijos de la misia Juanita: luchando a brazo partido, sacándose la lengua y palmeándose la boca, arrastrándose de la cola o de una pata, echándose arena en las orejas. El burro no demoró largo rato en aprovechar tan buena ocasión para hacer una magistral exhibición de su truco favorito: el de hacerse el muerto. Los zorritos, testigos desde el primer instante, no tardaron en correr a la casa, gritando desde lejos y quitándose la palabra para dar el notición: - Mamita, mamita Juana . .. un burro. un tonto grandote, ¿sabe?— y así y asao. Todo en momentos
en que mi señor don Juan está por salir a sus quehaceres. Se queda gustoso, y bajo su sabia y paternal dirección, se hará todo. Arrastrarán al finado hasta el umbral de la puerta de calle y ya tendrán carne para días y charqui para meses. Toda la familia se pone a la obra. Los bártulos robados al labrador vienen de perlas. Con ellos atan al burro de la cola, de las patas, de las orejas, hasta de la lengua, y comienzan a arrastrarlo. Cuando hete aquí que el finaclito resucita de golpe alzándose sobre las cuatro patas, trompeteando un rebuzno de victoria y emprende la retirada llevándose de botín y trofeo el soguerío de su amigo el destripaterrones.
El burro
y el cuervo
Con su peludo traje sin lustre, su paso cachaciento y sus garrafales orejas, el burro encarna para la gente de ciudad la pesadez o la negación de espíritu. Para nuestros paisanos no es así y vamos a ver ahora mismo si tienen a qué atenerse. El burro ha heredado de su amo, a quien sirvió un cuarto de siglo o más, una parva de trigo. Necesita del grano limpio para beneficiarlo. 164
Todo va a pedir de boca mientras la cosa se reduce a aplastar las espigas, trote que trote, con sus cascos tan chicones como duros. Pero llega la hora de aventar y se da con que no hay un suspiro de viento. Un día, dos días de espera bajo el sol aplastador sin resultado alguno por más que él, con mafia y tenacidad de presidiario, se empeña en tirar paladas de aire. El tercer día, en lo más duro de su afán, avista un cuervo arrellanado doctoralmente en un gajo de un árbol próximo, que está mirándolo con soma. Se dirige hacia allá y después de saludar al alto mirón con cortesía que parece humildad, le propone un pacto: el cuervo, mi señor, se servirá revolotear, con esas famosas y envidiables alas que tiene, en torno de la era, mientras él, el burro, irá arrojando al aire las granzas. —Golpee otra puerta) don - contesta el cuervo, mirando hacia otro lado -, que yo no estoy para ociosidades.
El burro vuelve hacia la trilla con las orejas caídas por el doble bochorno. Pasa un rato. El burro comienza a roznar, a estornudar y a quejarse entre asordadores sacudones de orejas. Se tambalea como si saliera de una pulpería, cae, quiere incorporarse y cae de nuevo, con un estirón final entre dos toses opuestas y queda inmóvil. El cuervo, que contra su mejor buena voluntad viene ayunando desde una semana atrás, se apea con cierta perdonable prisa y después de una preinspección comprobatoria se dirige, como siempre en esos casos, a la más recomendable brecha para el asalto —la situada en la retaguardia del enemigo- y lo inicia con arrojo. Y mientras el atacante siente que ha perdido la cabeza y que le oprimen desconsideradamente el cuello, el difunto resucita, se endereza, toma la paja y ciñendo siempre los músculos de su parte antártica, arroja granzas y granzas al aire para aprovechar hacendosamente aquel bendito viento producido por el desesperado aleteo del cuervo que está ahogándose.
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El águila y el zorro Por no sé qué vieja cuestión de competencia en el oficio —el de desvalijarle la vida al prójimo— el águila buscaba ocaSión de vengarse del zorro. Un día - aunque se ignora mediante qué martingala, y aunque parezca mentira - la gran cuatrera de las cumbres persuadió a su ex amigo de la conveniencia de aprender el fácil arte del vuelo. —Ojeando desde lo alto - dijo el águila - no hay pieza que se pierda de vista.
Como tanto pícaro, el zorro, que es fantasioso y ambicioso, terminó por dejarse llevar. ¡Ser caminante del cielo, peatón de las nubes! No era poco. Montó, pues, a lomos del águila y allá se fueron ambos a competir con los cirros. En lo mejor del fresco paseo, la ganchuda hizo una especie de movimiento que de tratarse de un potro se llamaría corcovo, y el jinete se vino de cabeza, cielo abajo, con su frondosa cola de quitasol, sólo que con más rapidez de la que hubiera deseado. Y se cuenta que, pese a todo y siempre fiel a sus antecedentes, esto es, sin querer dar el brazo a torcer, bajaba diciéndose: —Hasta aquí voy bien, no más... Hasta aquí voy bien, no más.
Y simulando no oír las corvas carcajadas del águila, cuando percibió allá abajo las piedras que se aprestaban a servirle oficiosamente de paragolpes, volvió la pasiva por la activa y comenzó a gritar hasta rajarse la boca: —Háganse a un lado, lajas de porra, si no quieren que las parta en cuatro!
El tigre empalado Un día, al cabo de tantos, el tigre, sin ser sospechado -así lo creyó él - logró aproximarse al bulto de su anguiloso sobrino 166
a quien entrevió al pie de un quebracho del bosque. A contraviento, para no ser olfateado, oblicuo como siempre de paso, de ojos y de intenciones, el tigre avanzó serpeando por entre la maleza. (Ni qué decir que el zorro ya había advertido la bienvenida del sepulturero.) Llegó a la distancia que estimó justa para el salto, se detuvo un instante, contrayendo como un resorte el arrojadizo cuerpo, la frente arrugada, alzados y fruncidos los labios para desenvainar del todo los colmillos e iba a dispararse... cuando la curiosidad lo paró en seco. Su sobrino estaba trenzando con gran empeño una soga de chaguar y con tal apuro que apenas se le veían las manos. -gruñó el tigre, yéndose casi encima del trenzador y tanto que a éste le llegó cierto vago pero inconfundible olorcillo a sepultura fresca. El zorro dió un funambulesco brinco de espanto, pero sin soltar la soga. - ¿ Qué significa eso? -rugió el viniente. —¡Muy buenas tardes, mi tío! —dijo el zorro, con vocecita amaricada -. ¿ Cómo está su salud? ¿Y la de mi tía?... - ¿ Qué significa esa soga, pregunto yo? -retrucó el otro. —/Ay, mi tío! ¿Qué hago?. . . Es un secreto, ¿sabe? Pero, claro, a usted no se lo puedo ocultar. Resulta... —Lo que va a resultar es que si no desembuchas de una vez, te corno cuento y todo. —Si, si... Resulta que no hace mucho ha pasado por aquí un ángel, ¿sabe?, volando bajito, casi como una perdiz, anunciando que va a soplar un viento muy grande... -¿Viento grande? ¡Termina! —Sí. fin, escarmiento de Dios a causa de tanto matador y ladrón como dccn que hay, ¿no?, tantos manchados en su piel.. quise decir en su conciencia. —Ejem! ¡Ejem! -.. . Pero un viento tan grande que sólo van a quedar de plantón los quebrachos.
—Y?
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-. . .yo estoy trenzando esta soguita para atarme a ese quebrachito -señaló con la cola el enorme árbol - a ver si logro salvarme. —Ah, ah! - rió el tigre con una insospechada risa de lechuza, enjaretando sus oblicuos ojos mogoles—. ¿Y no podría ser yo el salvado? ¿0 mi vida no puede. valer tanto como la tuya, sobrinito? —;Cristo me valga! Tío, diez años de mi arrastrada vida no valen lo que un día de la suya, pero... —¡No hay pero que valga y acaba de una vez esa famosa soga! -rugió de prisa el tigre y para reforzar sus palabras, le
puso suavemente una zarpa sobre el hombro al artesano, que comenzó a sollozar de puro miedo -. No es para tanto rezongó bajando la enguantada—, los gemidos son para las palomas o los perros.
El zorro, limpiándose las narices, con perdón de ustedes, continuó su obra. La terminó junto con un ¡vamos andando! rugido por la impaciencia del tigre que ya estaba en corvetas y abrazado amorosamente al quebracho con manos, patas y cola. Prolijamente (aunque reanudando los sollozos ascendentes en el escalón en que los había dejado, y llorando por su pérdida y rezando por la salvación de su tío), con lujo de vueltas, como si se tratase de un arrollado, escupiendo cada nudo para ceñirlo mejor, con un quejido, el zorro terminó por amarrar a su gran pariente al tronco del árbol quebrador de hachas.
El tigre, el sembrador y el zorro
Gracias al servicio del tero o de algún otro chismoso de los contornos, pero principalmente gracias a su voz tronadora para implorar socorro, el tigre había sido salvado por su consorte. Sólo que la indigestión de la rabia lo puso a dos dedos de la muerte, y a sobrevivir lo ayudó no poco la esperanza de saldar cuentas con su ex sobrino. 168
Eso sí, por consejo femenino, esta vez cambiaría su violencia cuchillera por una herramienta mejor, aunque un poco delicada y frágil para sus manos: el ingenio... Averiguó, al fin, que el zorro merodeaba por un puesto o cortijo y una tarde, apenas puesto el sol, se arrimó por allá, con sus alfombrados pasos, es decir, sin el menor ruido. El dueño, a la sazón, estaba arando una lonja de terreno para porotos, jaqueando a sus bueyes a fin de rematar la tarea del día. Ganado por la tierna o apetitosa hermosura de la escena, y olvidado momentáneamente del zorro, el tigre se detuvo a poco trecho de allí y se quedó lamiéndose dulcemente los rosados labios.., cuando, advertida su presencia, hombre y bueyes se quedaron como colgados de un hilo de coser. —Dése prisa en acabar su tarea, buen hombre -dijo el tigre con tono comedido y casi afable - porque... tengo que comérmelo con bueyes y todo. —Pero, señor!. . . ¡Cómo se le ha ocurrido eso, sabiendo como todos que soy tan pobre y que dejaría una chorrera de huérfanos! —Lo siento mucho, don, pero tengo que almorzármelo lo mismo -repuso el tigre, tratando de suavizar sus palabras y
sus bigotes, alisándose éstos con una mano. -Señor, usted que es tan valiente no puede.. . -y al hombre no le salieron más palabras a causa de un nudo no corredizo que le atrancaba el garguero. .Puedo, amigazo - completó el uñudo - y usted me va a perdonar, ya que a mí no me perdona el hambre.
El hombre llevaba las de dejarse convencer, cuando sintió una voz como de alcaide o madrastra que decía: —;Hep, yo hablo! ¿No has visto pasar por aquí al uñudo? En su busca ando, porque quiero probarlo en la carrera. Traigo unos tigreros medio dejados, pero son. .. ciento y uno.
El hombre pudo ver que quien así hablaba del otro lado del cerro era el zorro, pero el tigre, creyendo que se trataba de algún acreditado cazador, se dió por notificado y bajando la voz y la cabeza a ras del suelo, le dijo al hombre:
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—Dígale que no me ha visto, porque si no... —Hace mucho, ¿sabe, señor?, que no anda el tigre por aquí. —¡Así ha de. ser! ¡Así ha de szr! —carraspeó el Juan Teno-
rio de las gallinas, y afilando más el hocico con una mueca: —Pero seré curioso: ¿Qué es ese bulto medio overo que está detrás suyo, en tierra? —Dígale que son porotos, aparcero, porotos overitos. - aconsejó el tigre. —.Sort los porotos de la siembra, patrón. —¡Ah, ah! ¿Y por qué los tienes así en el suelo sin echarlos en la bolsa? —Sí, sí —trció el tigre, con un hilo de voz - écheme en la bolsa, es claro.
El hombre embolsó al overo como pudo y contestó: — ! Listo, señor! —/Átale ahora la boca con un torzal para que no se te vuelque la semilla, pues! —Hágase que me ata, pero ¡por su vida! deje abierta la bolsa, amiguito - secreteó ci tigre.
El hombre, susto y todo, cñó lo mejor que pudo la atadura. —Pero, che, esa bolsa está muy esponjada, no te parece? Dale tres o cuatro golpecitos con el ojo del hacha para que se rebaje un poco.
Ni decir que el hombre puso su mayor entusiasmo en administrar la última receta. —Para mí que este Lázaro no resucita -dijo el zorro a manera de responso.
La mula y el gato del monte
La mula y el gato del monte, que hasta esa ocasión sólo se conocían de vista, se encontraron una noche en el calvero del bosque, y como no tenían razones de interés o envidia para desconfiar uno del otro entraron a poco rato en amistosa charla. —Tenía muchos deseos de tratarlo personalmente - dijo, 170
muy cortesana, la mula -. Hasta donde han llegado mis andanzas, li;gan las mentas y ponderaciones de la claridad de su vista. —Exageraciones de la gente -respondió el de las pintas entornando con modestia los ojos que ardían en la sombra como dos luces de bengala. —No tal, a buen slguro -insistió la mula -, todos dicen que es usted muy capaz de distinguir un alfiler perdido en la maraña a ver a través del agua turbia o de la conciencia del traidor -concluyó curándose en salud, pues ella, en efecto, suele
ser sospechada de poca lealtad. —Exageraciones, señora -repitió el gato -. En cambio estoy seguro de que no dicen sino lo cabal quienes protestan que los oídos de usted sienten el rumor de la araña tejiendo su tela. —No tanto, joven, no tanto, pero me. defiendo -, contestó
la mula, refregando el hocico en la rodilla para disimular la emoción. Parecía que sólo faltaba que el rebuzno y el mayido se elevasen en dúo en alabanza del Dios que había creado el mundo para el ojo del gato y la oreja de la mula, cuando de repente un bufido y un estornudo estallaron al par y la mula dió una tendida sólo comparable a la del cerro cuando se sacude y se desensilla de su nieve y sus riscos saledizos, mientras el gato, como con el ímpetu prestado de todas sus pulgas, pegaba un brinco más alto que una torre, aunque caía ¡cuándo no! sobre sus cuatro patas. —Ha visto, patrona, ese pelo que cayó medio encima de nosotros? -dijo el gato, todavía con la cola y los bigotes eri-
zados. —No, mi caballero -dijo la mula, aun con las orejas y los ollares tiritantes -, yo sólo sentí el ruido, sin saber de qué era.
El guanaco y sus aparceros
Fué el año de la gran sequía, cuando casi todo verde desapareció o se volvió ceniza y la poca vegetación que logró resistir se 171
crispaba de sed. Hasta que las nubes se acordaron de su oficio de nodrizas del mundo y taparon el cielo con su cortinón. Detrás de él, el trueno parecía que cambiaba de sitio los cerros. Hasta que comenzó a llover con rabia de indio, y el malón duró un día y una noche y otro día de aguinaldo. Y ocurrió, asimismo, que la algarroba, que abundó como peste ese año, estaba acolchonada en el suelo a causa de las vientos como resuello de horno y con la lluvia fermentó y más tarde dejó correr... aloja, la dulce y burbujeante cerveza de los de poncho. Y he aquí que el guanaco, de reunión con el quirquincho (por mal nombre el peludo), el zorro y el ñandú, bebieron eso, buscando inocentemente apagar su sed de agua, pero la aloja, que es trepadora, subió y se alojó en sus molleras... con las resultas del caso. Sólo que con la mona hubo una trabucación total. La alegría del corazón se les volvió risa en todo el cuerpo. El guanaco, tan tieso y arisco, comenzó a gastar cabriolas de chivato y después, entre hipo e hipo, largó un relincho hilarante. El peludo daba vueltas como galgo que busca echarse diciendo: —Vamos a ver, dijo un ciego. El ñandú no decía nada, pero gastaba la mímica verbosa de los mudos, mientras el zorro erraba bocados a su propia cola refraneando: —Digo la verdad sin faltar miaja, que la aloja no es agua de borra ¡a.
Sospechamos que, de estar en una pulpería del pueblo y no en ésta, todos hubieran sido candidatos a la capacha. Porque la cosa pasó a mayores. El peludo, tan callado y metido en sí, se puso a rememorar sus andanzas de mozo y las novias que dejara con el ajuar listo, a causa de que un nuevo amor le engolosinaba los ojos y le daba vuelta el corazón como una taba. Y terminaba jurando: —Por el chapín de la reina!
A su vez el bonazo del ñandú, tan huraño y pacífico como es, había cambiado tanto, que sólo hablaba entre juramentos y maldiciones, desafiando a quien quisiera pisarle el poncho.
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—¡No ha nacido aún el hijo de mujer que me ponga la mano en la barba, digo, en la cola! ¿Me quieren echar las bolas o el lazo? ¿Soy matungo? Vea, socio, yo no soy de los que tienen el estribo a nadie. Y tipo a quien yo le quite el piso, de un solo puntapié, no se endereza ni con puntales ¿me comprende?
Todo esto, mientras el zorro, guisador de toda malicia, caudillo de toda fanfarronada, se había agallinado y se lamentaba como un huérfano: el último, la escupida de Dios. Vaya donde vaya, tengo que ser el mal dedo. Hasta por donde. no paso dejo huellas... ¿ &ré yo el milpiés? Yo, más pobre que cuzco de mendigo. Ofendo aunque vivo más retirado que una lagartija - concluyó, llorando con llantito de sietemesino: —Hi. .. hiii. .. El mundo hiede a perros.
Por su parte el guanaco subía y subía en la creciente del buen humor, aunque a costa de sus compinches de jarana, riendo del tejado con estacas, como decía del peludo, o del poncho de puros flecos del ñandú, o de la cola del zorro, esa cuarta de perros en el pantano. Estaba ahito de aloja como un pez en salmuera. Arrojó a un lado el bolo de la rumia como un colla su acullico de coca, escupió dos veces allá lejos, desfogó sus bofes en un alarido de indio, y poniéndose en dos pies, comenzó a bailar, aplaudiéndose con las pezuñas delanteras, cimbreando el cogote de garza, sacudiendo la lengua como un cencerro. Y al fin, después de un largo ensayo de eses y zetas con las de abajo, terminó por firmar con el hocico en el suelo y dormir a ronquido suelto el sueño de los inocentes como ya lo estaban haciendo sus compinches.
El ñandú con botas Por más que reculara, el zorro iba tirando a viejo. Sólo que por cada pelo que perdía, ganaba una maña. Con todo, después de una última aventura de donde por un negro de uña escapó con 173
aliento, mal iban las cosas para el gobierno de las tripas, por más que afilase su hocico y su ingenio. La Pebre le mostraba sólo de lejos sus calzones blancos. La perdiz reventaba su vuelo bajo sus narices y se alejaba con un chiflar de pifia. Cierto es que él poseía esa suma de ausencias de escrúpulos que aseguran el éxito de muchos diplomáticos y prestamistas, pero contra él conspiraba su fama, es decir, su populosa contrafama. Por eso tenía un odio futurista al pasado, esto es, a los recuerdos que los otros se empeñaban en refrescarle. La gente decía: Cada uno es como su madre lo ha hecho, pero él es peor.
Tenía razón para sentirse a ratos tan sin oficio como un rey destronado. Fué por esta época y un día entre los días, cuando, recordando que el ñandú se hallaba enamorado, se puso a cavilar sobre el tema, y ya veremos los efectos. Cierto, don Cruz, el ñandú, estaba enamorado de la perdiz, y tanto, que todo su cuerpo y sus canillas le parecían corazón, y su mal se había agravado con la estación nueva que la torcaza había anticipado en su caliente arrullo. Triste, con las alas y el ánimo caídos, se paseaba esa mañana por el campo, en la inauguración de la primavera, que había saltado de las peladas plantas de invierno como un manantial salta de la arena, pero ajeno a ello, ajeno a esa labor de los pájaros y €1 rocío que ayudan al alba a rehacer la gastada inocencia y hermosura de las cosas, ajeno al amarillear alegre como el mismísimo pecho del benteveo, de las jarillas y retamas en flor. Haciéndose el encontradizo, el zorro le atajó el camino. Al poco rato y como al desgaire, se acordó de la perdiz. —Ayer la vi ¿sabe? Muy más que regular. El cogollito de la lindura, amigazo, diciendo ¡quite de ahí! a la más pintada...
El ñandú dió un suspiro tan largo como su cogote y bajó Ja cabeza. Entonces el zorro se fué al grano. Y dijo que estaba bien que uno se enamorase, puesto que el corazón pedía rienda, pero el varón ni entonces debía aflojar, apichonándose. Ahí estaba él, don Cruz, y que le perdonase el ejemplo. ¿Por qué andaba así como embichado, descuidando su persona, él, mozo tan bien
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plantado y de buena fama? ¿Qué le faltaba para ser un lindo gaucho y dirigirse sin miedo a la moza más remirada? ¿Un poncho nuevo? El tenía uno de nones y se lo regalaría con gusto. Sólo que le faltaba lo principal: ¡las botas! Pero ni aquí lo pillarían sin perros: él sabía de dónde conseguirse dos canillas de potro, y como casualmente le entendía al oficio, sólo faltaba que el ñandú diese su venia. Al maquinar su plan de operaciones contra su amigo, el zorro tuvo dos cosas muy en cuenta. Primero, que su vecino, tan hornobono como parecía, tenía una profesional desconfianza de tuerto. Después, que el muy bárbaro podía patear peor que una escopeta vieja. De ahí lo del recuerdo de la perdiz y lo de las botas. Como el ñandú hubo consentido en lo de las botas, el zorro se presentó al otro día mismo con un par de vainas de canillas de mancarrón, amanecidas en remojo, y casi de inmediato dió comienzo a la obra. Hizo que el ñandú asentase sobre el suelo su plumoso tafanario, y con prolijidad digna de mejor causa fué enfundando las aventajadas plantas y canillas del gran corredor en los sendos forros de cuero fresco, los alisó después, mimosamente, dió algunas puntadas, y considerando rematada la obra exclamó: —Nunca mejores botas se verán cn mejor poder. Quédese quietecito como pichón en el huevo y déjese dar el sol toda la tarde. Yo volveré a boca de oración.
Cuando volvió a esa hora el ñandú estaba más tieso que desertor estaqueado. —Este no se para ni con muletas -se dijo el traidor, atacándolo a mansalva.
La ovejita olvidada
Se cree que su aventura con las ovejas fué la última del zorro. Ya el tal estaba asaz bichoco y medio corto de vista. Fuera de su memorión topográfico y su talento olfatorio, conservaba poco de sus buenos tiempos. Con esto va dicho que en la administra175
ción de sus tripas abundaban los días de huelga, o sea, que solía almorzar o desayunarse allá a la muerte de un obispo. ¡Su barriga siempre como luna menguante! Y por cierto que su gusto había mermado algunos grados. Coyundas, riendas, ojotas - sin contar alguna fregadura de fondo de olla - eran los platos de sus días de abundancia. Entonces aprendió él lo que ya se sabía mucho antes de que Sócrates lo denunciase: que el hambre es el mejor condimento, la mejor salsa. Un día sintió bulla de perros y disparó a velas desplegadas, cuando amainó de golpe, dándose cuenta de que era su estómago el que ladraba de hambre... Con decir que otras veces tenía un miedo bárbaro de que se le reventase la hiel y llegaba a sentir la saliva amarga. Entonces fué cuando comenzó a cultivar paciencias de galeote, prudencias de filósofo o sacristán. Repetía un refrán que había oído a un fraile: La miel tiene agrias vecinas. O el consejo de la pulga ducha a la pipiola: El cogote es sabroso, pero peligroo; la cola es dura, pero segura. Su viejo odio a los perros -esos ex lobos alquilones, esos sicarios garganteros vendidos por una piltrafa - habíase vuelto casi enfermizo, aunque reservaba un odio especial para los cuzcos pitofleros. Fué debatiéndose entre estas lástimas cuando llegó una tarde a pasar junto a un molino harinero. Acercándose a bichar hacia dentro por una rendija, vió que el molinero se había quedado dormido y roncaba a compás con la tarabilla. No precisó más su aprovechado magín para fraguar sobre el tambor un plan completo de operaciones y ponerse en marcha según él. La cosa fué sencilla, a favor del sueño del molinero, se metió en la caja, revolcándose a gusto. Cuando salió afuera, enteramente blanco de harina y con la cola disimulada entre las piernas, y pisando con la punta de las uñas, parecía una inocente borrega de Dios. Se encaminó sin prisa a un redil ovejuno que él conocía, y llegando a la puerta, ya con la noche, comenzó a balar: —/Be.e. . . bee. . . e-e. .
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Salió el dueño desde el rancho próximo y entreviendo el bulto blanco entre la sombra, exclamó: —¡Vea! El pastor se ha olvidado una oveja otra vez. —Bee... bee... e-e-e... —confirmó el bulto blanco.
El hombre vino, abrió la puerta y lo metió en el redil, y nada sospechó pese al sustazo, con tendida y todo, que se llevaron las ovejas, quienes, simples como son, terminaron por aclimatarse, pasado un rato, al tufo a salvajina de aquella compañera. El zorro, entreverado con las ovejas, al cabo estrechó relaciones con un borreguillo que tenía a su diestra, y tanto que lo hizo pasar sin ruido por su gaznate, como una oruga por el de un pichón. Cuando el zorro, que se había dormido de sobremesa, despertó al fin, vió, con aprensión, que estaba amaneciendo, y que una maldita garúa caída durante el sueño, había vuelto tordillo su pelaje blanco. Cuando al fin el dueño vino a sacar la majada, el zorro logró salir confundido entre las ovejas pero no logró confundir el olfato de los perros, que preguntaban a gritos, saltos y dentelladas dónde estaba el dueño de ese olor zorruno que les tiranizaba las narices. El zorro consiguió tomar la vanguardia, pero no lo suficiente, empero, para librarse del julepe más militar de toda su vida.
El zorro y la muerte
Con paso muy mesurado, una mano a la espalda y la otra retorciéndose una guía del bigote, Juan del Campo paseábase por un claro del bosque, para obviar la digestión, antes de irse a la cama. Un rato antes se había banqueteado con una pollona de esas que toman demasiado al pie de la letra el consejo de los viejos: al que mucho madruga Dios lo ayuda.
Don Juan no era muy joven ya, que digamos, pero se creía tan largo de aliento y suelto de tendones como en sus mocedades. 177
Verdad es que la vida era un tanto áspera a ratos, como la algarroba negra, pero dulce como ella, dulce.. Y esa mañana era de gloria. Los pájaros deletreaban en coro las maravillas del alba. El aliento farmacéutico de los pinos le cosquilleaba la nariz. Ríos de verdor anegaban la tierra hacia el cielo. Él msmo, sin darse cuenta así, traía entre dientes una canción de arroyuelo. La vida era más hermosa que todos los sueños. Iba don Juan como un rey en su rodado, cuando en eso... Le pareció que sin duda no era más que punta aprensión. Pero. qué. . . ¡No podía ser otra que ella, era ella, la madrastra del diablo, con su cabeza de rodilla, su risa sin ruido y sus ojos de ausente! Se quedó paralizado y sujetando el aliento como pato debajo del agua, o cerrando los ojos. Cuando mirando lentamente los alzó de nuevo, advirtió que la hideperra lo había visto ya. Sintió que el alma le topeteaba los dientes. Quiso rezar un padrenuestro, pero recordó que no lo sabía; una salve, menos; intentó persignarse. Pero sospechó al fin que todo eso era inútil. Entonces resolvió hacer pata ancha. Al fin, se dijo dándose ánimo, no me han parido para reliquia, y avanzó hacia la que no admite partijas ni aparcerías, hacia la hética ante quien no le vale su chisguete al zorrino, ni su tinta al calamar, ni su lengua o su pluma al rábula, por muy diablo o masón que sea. Y como el zorro, al igual que la mujer, no pierde el habla ni con el susto, saludó a la prójima con una sonrisa que le enjaretó toda la cara: —Muy buenos, su merced!... ¿Y qué hace, si w es indiscreción, por estos andurriales? —Ya lo ve... -dijo la muerte con su voz hueca, haciendo bailotear los dientes -. Ya lo ve. . . en busca de. usted, mi buen amgo... —De mi?... —contestó el zorro, con ojos que le comían la cara de asombro -. ¿Cómo puede darse eso dee que mi gran señora tenga en cunta a un pobre como yo, honrado y en la flor de sus años, habiendo tanto cristiano o moro sin oficio ni bene-
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ficio, o tanto viejo achaquiento y maceta que anda de nones por este mundo? —Para mí - contestó la otra con una sonrisita ladeada todos son iguales, ¡todos son mis hijos!
Entonces fué cuando don Juancito, viendo que el río no daba vado por ahí, lo buscó por otro lado y simulando someterse tranquilo al juicio de Dios, como sujeto en paz con su conciencia, le dijo a la encontradiza que sólo lamentaba el que con este aprieto tan impensado tuviese que faltar a su palabra por primera vez en su vida, dándose por desertor en su carácter de contendiente en la carrera más famosa de los tiempos - la del sapo y la chufla en que él, Juan del Campo, jugaría toda su plata al petiso contra quien quiera apostara a la zancarruda. La muerte, que al fin es mujer, se dejó ganar por la curiosidad, y terminó aceptando la propuesta del ya senten&ado: de apostar ella a la chufla en la carrera, y si perdía la tal, concederle a Juan un año más de vida. Ya sabemos que la carrera se corrió y que ganó el caballo del zorro, que resultó de tanta virtud como el del comsario. Con un año, pues, por delante, el zorro trató de sacarle €1 zumo. Convites, bailes, jugadas, vino, canto: de lo bueno, lo mejor. ¡Una vida de rechupete! Mas, ocurríale que cuando estaba en el cogollo del gozo, la imagen de la muerte y su plazo fijo se le cruzaban de rompe y rasga, y aquello era peor que un goterón de sebo en un traje de gala y el gozo se le volvía amargo como zapallo cimarrón. Y así fué que, a medida que se acercaba el día de la entrevista con su gran acreedora, fué sacándole cada vez más el bulto a los jolgorios y buscando sólo el modo de esconderse como la lagartija más huraña. Y el inútilmente temido día llegó al fin y, para peor coincidiendo con una gran fiesta en el pueblo. Y allá decidió ir mi don Juan, diciéndose para su camisa: el dolor con vino es menor. Y he aquí que en el camino tropezó con una concha de quirquincho olvidada allí por el ausente cuánto tiempo haría. Y fué en ese momento cuando la providencia le alumbró la mollera, 179
haciéndole parar las orejas. ¡Allí estaba lo que había buscado como aguja! El hecho fué que los participantes y mirones de la fiesta vieron llegar con paso más desganado que risa de tonto un peludo requeteviejo que se perdió, tosiendo bajito, entre abejeo de la gente. Y todo iba sobre andas, cuando como el chaparrón con sol, sumiendo el ombligo a todos, la calva se presentó preguntando por Juan del Campo, el de las largas mentas. Todos a una se apresuraron a jurarle, como era cierto, que de todos los vecinos de figuración, don Juancito era el único que hacía lamentar su ausencia. —/Ejem! - dijo la muerte mirando a la redonda -. Ya que no hallo lo que busco, y para que el gasto del viaje no sea inútil, voy a llevarme de acompañante a este peludo vetcrano que parece estar esperando mi ayuda.
Y fué recién al alzarlo la muerte de una oreja cuando los concurrentes vieron que de debajo de la coraza del quirquincho salía una cola de zorro..
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EL CARANCHO Y LA TIJERETA
un viejo algarrobo, en las primeras estribaciones del cerro, denunciándose desde gran distancia, está la casa de la pareja de caranchos: por fuera, un canasto redondo de casi una vara de envergadura, tejido de palos, huesos y tiras de cuero y erizado de púas; por dentro, una cuna de finas ramillas tapizada de pasto, musgo, crines, plumas y mechas de lana. Allí la hembra ha empollado los tres hermosos huevos color crema manchados y jaspeados de rojo oscuro crispidos de rosa y canela que ahora están transfigurados en tres encantadores (opinión oficial, digo, paternal) pichones pardos de cabeza retinta y patas azulencas. Mientras la bonaza de mamá carancha cuida mimosamente a los niños, el gran papá deambula por las carreteras del aire y las posadas de árboles y zarzas en procura del puchero de cada día. Llevan ya cinco primaveras de casados, y como en la sociedad caranchil es redondamente mal visto el divorcio, aun siguen viviendo juntos soportándose uno al otro con leal entusiasmo. Allí, perchado en la rama más alta de un chañar, está el glotón ancho de cara y de pata, que muy águila por su pico y sus garras, no es nada más que cuervo por sus costumbres. Come vivo y come muerto, y esto más que aquello, claro está, porque cada uno avanza en este mundo buscando la línea de menor re&stencia. Pese a sus alas tan largas como para casi alcanzar, plegadas, la punta de la cola, no vuela más allá de doscientos OBRE
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metros verticales, ni se cierne nunca. Prefiere el vuelo casero, esto es, horizontal, bajo, cuando no a ras de tierra, como que sus presas comunes son de lo más rastrero: reptiles, ratas, lombrices, o de lo más insignificante: insectos. No desprecia los cadáveres, así sean bautizados, ni aunque su olor los declare intocables. Como buen carnívoro bebe agua cuando la tiene a mano casi con la frecuencia con que el borracho bebe lo que ya sabemos. Por cierto que es noticia de Perogrullo el descubrir aquí que su hambre es de las cosas más serias de que puede hablarse (suele comer presas vivas tragando la carne con cuero, hueso, estiércol y todo) y lo lleva a los linderos del heroísmo, pese a su pacatez comodona y su flojera. iil y su cara mitad se han bastado más de una vez para difuntear una oveja flaca, acosándola a golpes de ala y pico - como un gaucho a poncho y facón - , hasta tumbarla y desventrarla. O para aliviar de alguno de sus lechones a la cerda confiadamente alejada del ojo del amo. ¿Que una cabra se ha rezagado del hato para dar a luz? No se le escapa a él detalle tan prec i oso: déjase caer en picada desde lo alto sobre el cabritillo acostándolo y arrancándole el ombligo, mientras su compañera le opera los ojos. Ya es el descolgarse, sobre el lebrato sorprendido en la cama antes del día, pleiteándole los ojos, o siguiéndolo en vuelo rastrero y, Dios mediante, alcanzándolo y clavándolo en el suelo, con uñas y peso, hasta rematarla. Todavía otra aventura no por pintoresca, menos meritoria: atacar al gallinazo inflado de carne o a la garza que acaba de embotellar un buen pez y perseguirlos sin asco hasta obligarlos a devolver la mercadería, que él se apresura a envalijar de nuevo, a veces en el aire. Es claro que obrando en banda se permite batallas más napa. leónicas: por ejemplo, abatirse entre cinco o s&s sobre el ñandú, intentando y lográndolo alguna vez— cansarlo a la carrera. O seguir por horas y leguas un arria de ganado mayor, esperando el regalo no infrecuente de una res cansada o despeada, esto es, más o menos indefensa: írsele entonces cada uno a las barbas, buscando derramarlo los ojos, mientras el más cirujano de la ban-
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da se encarga de hacer lo mismo con los intestinos desde el polo opuesto. También acostumbra a convidarse a sí mismo a las carneadas de la estancia vecina, posándose en el poste o árbol más próximo, o pasando y repasando en vuelo bajo en espera de que los matarifes arrojen los bofes o el lebrillo a los perros: allí pasa él como un hondazo junto a las narices de los galgos o mastines, confiscando la achura en el aire con el pico, para remontarse veinte brazadas de golpe, dejarla caer unos metros, y pescarla de nuevo, esta vez con las garras. Y todo lo precedente es apenas un ensayo a lo que constituye la flor de sus proezas: cruzar en vuelo rasante sobre una víbora, echarle el guante en lo que sería cintura en otros, llevarla así desarmada a las altas esferas, darle asueto, bajar detrás de ella como un acreedor antes de que llegue a tierra, prenderla nuevamente -esta vez por la nuca - y apearse al fin a picotearle a mansalva la mala afamada cabeza. Por certo que ésas no son proezas de todos los días. Por hoy maese carancho se conformará con muy poco, casi nada: un parcito de pichones ajenos para desayunar a los suyos, lo cual, si parece un exceso, lo es de amor paternal. Entretanto precisa desentumecer las alas y se echa al aire elevándose en lentos giros De pronto se sente algo como el eco de un grito o un quejido agudo. ¿Y eso? Es el canto —canto, sí, señor!— que el carancho lanza a la faz del cielo, alzando y echando la cabeza hacia atrás hasta casi tocar el lomo, el pico abierto en ángulo obtuso. En eso, frenando en seco su rapto musical y plegando las alas, el carancho rebaja a gran prisa el nivel de su vuelo. Por la cuesta del cerro desciende lerdeando una mula con el lomo llagado por exceso de alquiler al jinete o a la carga. El inspirado divo de un rato antes, después de dos o tres pases comprobatorios, decide aterrizar en la cruz de la mestiza, y así lo hace orondamente, pese a las briosas muestras de desacuerdo que ella da, encorvando y sacudiendo el lomo, errando tarascones al sesgo, coleando con fuerza. Todo es inútil. Al fin deja caer las orejas y menea la cabeza como dudando aún de su patibularia suerte... 183
Pero el glotón de pata ancha, cancelada la deuda con su buche, vuelve a sentirse padre, y con la primera de sus obligaciones: proveer la despensa de su prole. e** En el empalme de dos ramas de un gigantesco árbol, y a gran altura, se ahonda el nido de las tijeretas, relleno de hojas, lanas y plumillas tomadas sin pedir permiso a los nidos ajenos. Estorbándose en él, cuatro monísimos pichones pían pregustando el primer vuelo, con un temblequeo de alas. Mientras, relevándose en la guardia del nido, cada uno de los padres, seguido de su cola de rectrices escalonadas en abanico, se aleja por turno hacia otra rama del árbol casero o de algún otro próximo, a revisar las cortezas, agarrándose con las uñas y apoyándose en la tiesa cola como en un pie bisulco, según las más diversas posiciones, en busca de larvas y pulgones para sus crías. O, más frecuentemente, se lanza al aire a la pesca de moscas y demás insectos de que se alimenta, en revuelos cerradísimos y veloces de golondrina, tijereteando el cielo con la cola en un plano vertical, horizontal u oblicuo, para volver de cuando en cuando a descansar sobre una rama. Sólo que desde ayer las excursiones son más cortas, quiero decir, que la guardia es más apretada, pues nada menos que mi señor don carancho, con su nefando pico y sus nefandas patas y toda su panteonera fetidez, habiéndoles descubierto el nido, se ha permitido ya tres cruzadas a una proximidad insultante. ¿Y esto? El rey de los tragones (que olvidado por un momento de sí mismo anda en procura del bocado más tierno para sus nenes) viene ya en vuelo zumbante sobre el sauce, sobre la rama, sobre el nido... ¿Qué? Los dos colilargos, que tienen en la calma una voz apenas perceptible, dejan escapar un chillido que aspira a ser tan largo y perforante como el de un chifle, y erizando las plumas del cuello y cruzando y descruzando sus tijerillas zagueras, se lanzan, doblado de coraje el bulto minúsculo, a las narices de su majestad caranchísima, quien pese a su corpachón y su fama tigrera se ve obligado a torcer el rumbo, y a apurar, sin un chiquito de vergüenza, el aire de su marcha.
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YAGUATYRICA, EL DEMONIO DEL BOSQUE NEGRO
1 o que vas a escuchar, lector, es una de las historias más extraL ñas, si,-¡losas e intensas y más legendariamente increíbles que puedan escucharse nunca, y tan cierta, claro está, como la vida o la muerte que hay sobre la tierra. He de permitirme, eso sí, ciertas consideraciones, que reputo totalmente indispensables como punto de referencia a fin de que lo inverosímil de mi relato lo parezca menos. Sabido es que los grandes felinos son las más infalibles máquinas vivas de destrucción que existen. Desnudo e inerme y con una agilidad y fuerza ni remotamente comparables a la de los grandes carniceros, el hombre prehistórico, según todas las leyes de lo probable, debió haber desaparecido ante ellos. Sin embargo no sucedió así. Su paciencia y prudencia, y sobre todo su ingenio y audacia crecientes, lo salvaron. Pero ese duelo viejo de millares de siglos entre los rampantes y rapantes capitanes de la selva y la vacilante bestia vertical mantiénese hasta hoy, pese a las infernales ventajas que ésta ha venido acumulando con el tiempo. Sabido es que los felinos siguen temiendo al dueño del fuego (hoguera o fusil) sólo en su condición de tal, pero se reservan
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una gloriosa propensión a saltar por sobre ese miedo hasta el espinazo o la garganta del piróforo. . . Que ese brinco, largo o breve, se parece vivamente al relámpago, también lo sabemos. El visitante dominical que se detiene con una mirada distraída o un bostezo ante las truculentas rejas dEl jardín zoológico detrás de las que bosteza un huésped más o menos tullido y estupidizado, no puede sospechar, ni vagamente, el poder físico y psicoiógco de las grandes fieras en pleno desierto o en pleno bosque. La voz del león en la soledad y el desamparo es algo tan sobrehumanamente solemne y profundo que sólo puede cotejarse a la de los elementos -huracán, trueno, catarata- y a veces sólo a la trompeta del Juicio Final... Cuando en la alta noche, al aproximarse dos bandos rivales al mismo bebedero los leones rugen en coro, tiemblan el aire y el suelo y los árboles, y tiemblan, como una mera hoja, la carne y el alma del hombre que escucha de cerca o de lejos. No es cierto nue el poder real de los carniceros mayores esté por debajo del lúgubre prestigio que les sirve de vanguardia. De un solo impacto de su manopla el león puede romper como una caña la pierna de un camello, y el tigre puede llevar en su boca un ciervo sin dejar rastro o un búfalo, dejando sólo algún surco de las pezuñas traseras. Ambos pueden llevar un ataque mortífero, heridos ellos aciagamente, con las fauces o las manos rotas o el corazón recorrido por una bala. Las depredaciones de los leones de Tsavo llegaron a paralizar las obras en construcción del ferrocarril de Uganda. La presencia de tigres en Java y Sumatra, interrumpiendo por lapsos el trafico del café entre el interior y la costa, alteran de vez en cuando el ritmo del comercio mundial. La desangrante gravitacón de los tigres sobre la vida de la India significa casi tanto como la del imperialismo inglés. Hay detalles que todo asiático del Lejano Oriente se sabe de memoria sin olvidar nunca: que el tigre cebado tiene tanto miedo del hombre como de las ratas; que puede sentir la grita de un regimiento y gruñir más sañudo; que ataca de día por comodidad y de noche puede saltar por sobre una hoguera; que llega a seccionar, como a filo de hacha, la pierna o la cabeza de una persona; que de cien hombres agredidos por él, puede salvarse uno 186
pero no más. Un tigre de Champawat cometió 434 homicidios en cuatro años; otro, en Kumaón, superó por dos unidades esa cifra; una sola tigra, en una extensión de más de cien kilómetros cuadrados, tuvo imbecilizadas de terror a doce mil personas. ¿Para qué citar los vulgares casos de aldeas íntegras que se despueblan bajo la tiranía estrangulante de un tigre que prefiere a toda otra la carne bautizada para su desayuno o merienda?
Era necesario consignar lo anterior para poder relatar con menos recelo lo que sigue sobre la formidable biografía de Yaguatyrica, el dios negro del bosque. Estoy hablando de un jaguar entre los jaguares, cuya vida transcurrió en una orilla cualquiera de la gran selva sudamericana. El detalle último no es un ripio. Lo que se llama selva en Europa -árboles de modesta alzada, regular o mucho claro entre ellos, temperatura mediocre o fría, apacible ausencia de fieras y peligros: una especie de parque municipal poco tiene que ver con esa especie de infernal paraíso a que nosotros damos el mismo nombre. Sí, aquí también hay árboles medianos y robustos y palmeras petisas: pero junto a ellos hay helechos de tres metros de estatura y árboles que se remontan noventa codos en busca de la vecindad de la luz y echan para gozarla hojas tan grandes como un manto. Y abajo la vegetación es una babilonia verde, y los troncos y ramas, velludos de liquen, se sienten amarrados entre sí por lianas fornidas a veces como el brazo de un hombre y largas de dos cuadras o más. La vegetación, jaqueada por los dos demiurgos, el calor y la humedad, llega a tal aprieto que acosada por el delirio de las alturas, entra en una verdadera maratón de distancias verticales. La planta que no logra asomar su cabeza o sus brazos a la luz, muere o agoniza ahogada por las tinieblas. 187
Con ello está dicho que casi toda la fauna es más o menos arborícola. Allá arriba están la luz, las flores, los frutos y los insectos: detrás de ellos van los que comen: detrás de éstos los comedores de carne. Los lagartos, las ranas y los monos, la ardilla, la víbora, el coatí, el puercoespín y el jaguar, todos practican el alpinismo arbóreo. Todos trepan a los árboles como un hombre a su lecho y se deslizan por sus ramas como un río por su cauce. Qué mucho: cuando llegan los diluvios de la gran estación, la selva se trueca en un pantano y la fiebre de los pantanos cubre como un vaho el subosque. Al delirio de la vida, la muerte opone una actividad de azogue. Un verdadero Amazonas de veneno inunda invisible la gran selva, desembocando en la espina, en la corola, en el aguijón o en el panal de la abeja, en el colmillo de la víbora, en la trompa del insecto o en la agalla del pez. ** * Esa era la selva en uno de cuyos arrabales vivía Yaguatyrica, el jaguar negro y, ya lo dijimos, como un dios o un demonio. Sojuzgados por el prestigio del poder o el terror, los pueblos primitivos adoraron siempre alguna bestia soberana: elefante o serpiente, cocodrilo o león. Aquí, en nuestra selva, todavía algunas de las tribus adoraban en secreto a Yaguatyrica o, al menos, poseídos de un temor supersticioso, no se atrevían a levantar un brazo contra él. Aunque no era menos cierto que mientras así aparecía como una divinidad a sus creyentes humanos, para el resto de los hijos de la selva no pasaba de ser un gato de costumbres arbóreas y que no temía al agua, dicho sea sin propósito de rebajar o desfigurar las cosas. Lejos de eso. Todo jaguar tiene noción de una cosa simple y neta: ningún animal, sea el que fuere, puede resistir su poder. Eso es todo. Es el único habitante del bosque que no siente el acecho del miedo, que no precisa cuidarse la espalda. De ahí, pues, esa especie de desdeñosa indolencia visible en su mirada, visible en su paso. Imposible imaginar una más perfecta máquina de vida y de muerte. La regularidad de cada miembro —y de las distintas partes de cada miembro - sólo es comparable a la armonía del
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cuerpo todo, de un ajuste y de una economía tales que no podría alterarse una línea sin averiar el maravilloso conjunto. Aunque él no anda más que en la noche, caza siempre de día. En efecto, su pupila minúscula en la luz, crece circularmente junto con la noche, recogiendo la insignificante claridad para potenciarla largamente en el hondo espejo de la retina. No se hablaría con énfasis de miradas de guerreros o tiranos si se conociera algo muy parecido al rayo hecho mirada: las pupilas del jaguar atizadas a un tiempo por las dos deidades: la tiniebla y la cólera. ¿ Qué mucho que tal o cual víctima llegue a quedar en pasmo o caer a tierra antes de ser acometida? Su olfato es romo, pero su oído se filtra por los más espesos silencios. Vela por él hasta cuando duerme. Lo áspero de la lengua y del paladar corrobora el rigor de los colmillos, su boca está armada por partida doble. Su puño es una sencilla obra maestra. Gracias a su sabio mecanismo, la última falange de los dedos se mantiene alzada para que las zarpas no puedan embotarse o mellarse. En el momento preciso -el brazo está alzado - la falange contrae sus flexores, la pata se estira, y nada más: la más genial de las armas naturales ha entrado en juego. Cueros invulnerables se rasgan, moles de cientos de kilogramos se derriban. (A todo esto, su guante rivaliza en suavidad con el de los más afelpados gatos de salón.) Pero los músculos no sólo constituyen de por sí una cumplida manoplia del ataque, sino también de la defensa. Cortos o largos, juntando todo lo fornido a lo elástico, los músculos enfundan la nuca, el lomo, el pecho, las patas, las mandíbulas, en una especie de cota de mallas. Ahora bien, la calidad de la musculatura de jaguar determina su agilidad y su fuerza: éstas, su temeridad inimitable. Como toda carne constituye regalo para él, está dicho que su destreza de cazador es innumerable como los senderos del bosque. Su garra real desciende hasta el ratón en la tierra, y en el agua hasta un pescado cualquiera, que él sabe servirse con docta pulcritud, para no malquistarse con sus espinas. Vacía de su contenido a la tortuga, con delicadeza que encanta, sin ajar
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la concha. Al yacaré que duerme o dormita tranquilo bajo su techo impracticable, lo ataca subterráneamente, como quien dice, tomándolo por debajo del rabo. (Eso sí, lo prefiere joven, y nunca lo ataca en el agua sabiendo que allí lleva las de perder.) Al coendú, a quien no le cabe un alfiler más en el cuerpo, él da un solo golpe de gracia en la nariz desnuda. Por lo demás, se sabe, no valen siempre ante él, su olfato o sus patas al ciervo, sus alas al pato, su fuerza al toro. Ni todas las artes al hombre. Desde luego, el jaguar tiene todos los dobleces de la astucia. Con paso tan reservado que a veces ni él lo siente, deslízase entre la espesura, descende hasta la orilla de un río, se arrima a una fogata. Si es necesario se arrastra brazadas y brazadas, como una culebra. Si es necesario, urde los más espaciosos e intrincados rodeos. O se inmoviliza horas en la masiega del abrevadero, a la espera de que los sedientos vayan hacia él. La misma prudencia acalla sus pasos y sus fauces, si bien el amor o el mal tiempo provocan ese convulso rugir suyo que desata las fugas en media legua a la redonda. Cierto, es grande y parece sin límite el poder del que caza en los árboles, sobre la tierra, o en el agua. Como si no fuera bastante aquella fuerza desmesurada que le permite perseguir a la carrera un caballo y abatirlo, o derribar un toro y arrastrarlo en el trayecto de una milla, trepa tan bien como un gato a los árboles y se agazapa allí en acecho. Y por si eso fuera poco, nada con tan ondulosa y gustosa facilidad que, en ciertas noches, viaja a tal cual isla del gran río para retornar antes de la salida del sol. Persigue a nado a las tortugas siguiéndolas hasta que salen a la tierra donde las da vuelta con un certero manotón en el borde de la concha, para vaciarles después el vientre indefenso. ¿Qué? Algún día lo han visto cruzar el gran río a todo remo, de banda a banda, con un caballo a la rastra.. * * s Muy joven aún Colompotó había caído en una de esas sabias maniobras con que la Orden de los jesuitas del Paraguay, usando
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de señuelo a los hijos ya domados de la raza guaraní, atraían a los hermanos salvajes para someterlos a la ley de Dios. Lo que era aquello, ya se sabe. El genial fundador de la Orden había comprendido que el dominio del animal humano no es un puro asunto de policía y látigo sino, ante todo, de pedagogía: tomar el cachorro de hombre y educarlo, dulce, implacablemente para la obecEencia absoluta. En la selva, el método llegó a estipular que el rebelde supliciado debía agradecer, de rodillas al superior, ese castgo que mejoraba su alma. Las horas de trabajo eran muchas e intensas, pero artísticamente mezcladas a preceptos, ceremonias y fiestas encaminadas a sugerir a la grey que el trabajo era una fiesta. En todo caso, nadie como los jesuitas llegó a convertir al hombre en un aparato de labor de mejor funcionamiento y más rinde. Colompotó, indio de la selva -es decir, instinto profundo y alma de gran resuello-, aprovechó poco las enseñanzas de la Orden y comprendió menos sus métodos persuasivos, pero advirtió, sí, claramente, que el único argumento que podía oponer era la fuga. La inició en la primera ocasión favorable. Vagó meses y meses por la selva, guareciéndose en los árboles, empleando el día en buscar frutas frescas o secas, raíces, miel y huevos de pájaros para capear el hambre, sufriendo las penurias imaginables y las inimaginables, sin dejarse aplastar, sin embargo, porque el instinto de libertad se le volvía tiránico al s&o recuerdo de su cautiverio, y porque con la soledad y el acoso del bosque, las virtudes del hombre arcaico que dormían en él despertaron largamente. Así fué cómo pudo sobrevivir a los peligros circunstantes, y cuando se alejó de ellos, al cabo, ningún hombre -cristiano o indio - sabía secretos tan íntimos del alma de la fronda y de la maraña como él. Colompotó dió un día con unos exploradores perddos: dos guaraníes y un alemán. Los descubrió sin ser sospechado y cuando advirtió lo que pasaba se mostró a ellos con las precauciones del caso. Ayudándoles a encontrar el camino que habían perdido, encontró el suyo propio, el del retorno a su tribu, a la orilla del gran río. Pasado el gran regocijo del comienzo, Colompotó sintió mis-
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teriosamente que él no era ya un miembro de la tribzt... Nada advirtieron, quizá, los otros, porque se esforzaba en ocultar su secreto: que la selva, como si fuera su verdadera patria, lo atraía con tentación irresistible. Para aplacar sus desencontrados impulsos, aunque sin mucha conciencia de sus móviles, se hizo cazador, cobrando rápida fama en el oficio. Y tanto que, pasado un tiempo, uno de los jefes de la tribu le dió a entender que no le desagradaría tenerlo por hijo suyo. Así fué como un día se halló convertido en novio de la bella Ñutí. Y otro, en compañía de ella y su futuro suegro emprendía viaje al más próximo de los distantes pueblos cristianos, con objeto de adquirir el ajuar de la boda, viajando en piragua, río abajo. ¿Pero quién puede sospechar qué ocasiones preferirá la suerte para sus peores jugadas? El caso fué que una tarde, anocheciendo ya, al pasar frente a un islote, un jaguar, un jaguar que también venía cruzando un brazo del río, dió de manos a boca con ellos y de un brinco quebró el espinazo al viejo, tumbó de espaldas al joven y se llevó en la boca a la hermosa como si fuera una rata de agua, nadando hasta salir a tierra. Era Yaguatyrica, que así inició gustosamente su primera cena de carne humana y nunca en adelante logró sacarse la tentación de satisfacer ese gusto. Colompotó, por su parte, no se quejó, ni lloró, ni dijo una palabra: sólo su alma escuchó, estremeciéndose, el más insensato de los juramentos. ** Entre un simple jaguar y un jaguar cebado hay la diferencia que existe entre un buen hombre que se defiende si es agredido y un profesional del atraco. Cuando ocurre que un jaguar queda parcial y momentáneamente impedido (por bala cristiana, flecha india o espina de coendú) de cazar como el Dios del Bosque manda, es decir, cuando falla ante la abrumadora sensibilidad y celeridad defensivas de sus presas naturales, entonces, aconsejado tortuosamente por el hambre, salta sobre la presa que está remotamente lejos de tener el oído o la vista de los otros, y mucho menos su olfato genial y su capacidad de prófugo: el hombre.
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Puede también que su encuentro con él y su victoria sean meramente fortuitos como en la aventura de Yaguatyrica, ya vista. En cualquier caso, el final de cuentas es el mismo: el gato gigante, una vez comprobado qué fácil y dócil presa resulta la misteriosa bestia vertical, pierde todo o casi todo su recelo ante ella. Provocado sin provocación alguna, salta sobre el hombre, por sobre los perros y la hoguera, o lo busca en pleno día desde tres o cuatro horas antes de ponerse el sol. No lo asusta la bulla de cincuenta cazadores y sus perros. El yaguareté hecho a paladear hombres se trueca en el más horrible de los asaltantes de zarpa. Más pujante que el leopardo, casi tanto como el león o el tigre, tiene sobre ellos la ventaja de usar de garita la rama de los árboles, donde a veces ni los monos logran sospecharlo, ya que su piel imita a maravilla la sombra de la fronda ojalada de sol: de allí con sólo dejarse ir, cae justo sobre la espalda del viandante elegido. *** Un poco ocasionalmente fué como Colompotó cobró su primer overo. Sólo que él andaba, desde el siniestro del bote, resignado a que esa ocasión se le cruzara. Tenía en su memoria, como marcada a fuego, la imagen más profunda de sus años de niño, de niño desaforadamente voluntario y curioso. Sin permiso de nadie, siguiendo los rastros de Camacuá, el viejo tigrero, alcanzóle a distinguir a distancia de un tiro de arco cuando con su lanza india en guardia y su poncho liado en la mano izquierda haciendo de escudo, avanzaba con aguda precaucón hacia la orilla de un cañaveral: un gruñido, el elástico cuerpo de la fiera en el aire y el profundo envión del hombre detrás de su lanza. Y él, temblando de miedo, de gozo, de orgullo, había ayudado a Camacuá a desollar su tigre. * * Ahora, después de quince años, él acababa de repetir la escena. El dueño de un rancho donde durmió una noche le dijo por la mañana que acababa de ver rastros frescos a la orilla del río.
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Fueron hasta allá, los hallaron y Colompotó se propuso seguirlos sin más armas que su lanza y tres perros que se le echaron a la zaga. Anduvieron horas perdiendo y encontrando las huellas del dueño de las manchas hasta que el gañido más hirviente de los perros que empezaron a erizar el lomo anunció que el buscado estaba cerca. Y tanto, que en eso pudo vérsele dejar su cama del pajonal y con cuatro o cinco brincos llegar al árbol más próximo y trepar hasta sus primeras ramas. Allí estaba, y el cuero de la cabeza se le recogió en grandes arrugas y los ojos amarillentos verdearon cuando, respondiendo a los ladridos, gruñó sordamente. Sólo que, cuando jaqueado y turbado por el escándalo de los perros que animados por el hombre saltaban incontenibles de coraje y de miedo, el jaguar, con ci arpado lomo en arco, saltó, no lo hizo sobre los perros, sino sobre el hombre. Mas, como después se fuá viendo hasta la saciedad, Colompotó, detrás de un ojo y un brazo sn falla, tenía un corazón de hombre de la edad de piedra. El tigre murió entre revolcones, peleando solo con la lanza clavada en su pecho, mientras el hombre esperaba con el puñal recién desenvainado a ocho pasos de distancia. *** Desde entonces Colompotó ha seguido un destino tan terrible como el de Yaguatyrica. El también, no poseído por el demonio de la gula sino el de la venganza, ha convertido en hábito mandón ci de alimentar vuelta a vuelta con sangre de tigre la hoja de su lanza. Así ha venido renovando sin hartarse el espectáculo sin
par en que revive la soberana audacia del hombre de las cavernas que, armado sólo de un garrote y estrangulando en sí el horror sacro que la fiera inspira, la combatía de potencia a potencia. Así seguiría hasta el día en que lograra dar con Yaguatyrica en persona y entonces. . . ¡Pues todo cuanto experimentara y viviera en siete años, tan intensos que valían más que todo el resto de su vida, sólo era una raciente e impaciente preparación para aquel encuentro! * * 1
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Colompotó hizo un día un extraño hallazgo: el de los cadáveres de un jaguar y de un oso hormiguero entrelazados en un abrazo que había resultado mortal para los dos. Otro día presenció algo más interesante aún. Como sintiera un rumor sospechoso se acostó sobre la hierba y pegó su oreja al suelo. Se alzó y trepó de prisa a un árbol. No era para menos. Había que eludir el encuentro menos deseable del bosque: con los pecaríes, los pequeños cerdos salvajes que cambian de querencia día a día, con troteadas de treinta leguas, a veces, antes de pensar en descanso alguno, con su vanguardia de machos veteranos y expertos, con su voracidad inclemente contra todo (hierbas, bulbos, raíces, frutos caídos, insectos, sapos, víboras, carroñas), sin que nada logre detenerlos, ni la breña más espinosa o enredada, ni el cañaveral más ceñido, ni el mismo gran Paraná, que cruzan a nado. Sobre esto, una testarudez macabea para cuidar horas y horas al enemigo refugiado en una cueva o en un árbol... Colompotó vió llegar y pasar la casi rabona e hirsuta piara, mientras su agrio tufo le llegaba hasta el estómago. Advirtió que aún quedaba un rezagado, cuando simultáneamente vió deslizarse una gran sombra amarilla salpicada de negro que saltó sobre el cerdo solitario: el agudo grito de la víctima perforó el aire y el bosque, y llamado por él, el cerdudo clan dió contramarcha y se abalanzó sobre el agresor, no gruñendo sino con una especie ele ladridos y sin titubeos, y tanto que el jaguar sólo tuvo tiempo de soltar su presa y saltar sobre un tucurú. Los cerdos rodeáronlo como un mar furioso rodea un arrecife, totalmente indiferentes a los rugidos y zarpazos de la fiera que a gran prisa fué sembrando la muerte a la redonda. Quebrados de lomo o abiertos en canal por debajo fueron cayendo los sitiadores, pero al tocarle su turno al número dieciocho, dos pecaríes lograron amordazar la cola del monstruo, otros más lo imitaron, y tirando a rajacincha, consiguieron acostarlo a tiempo que diez, veinte, cien chanchos se echaban sobre él, estaqueándolo con sus patas, desmenuzándolo con sus colmillos curvados hacia abajo. Después, erizados, babeantes, ululantes, reanudaron su trote sin rumbo. e ** 195
Acalladas poco a poco las voces diurnas, óyense esos mil rumores confusos del crepúsculo, que componen una especie de silencio efervescente. Es la hora en que las flores, que tienen como el pudor del sol, dejan escapar su alma lánguidamente, la hora que desata los perfumes. Se escucha de cuando en cuando un dúo de rugidos de jaguar. Una pareja, sin duda. Y de pronto, en un claro aparece la hembra, se aplasta contra el suelo, como esperando algo; en efecto, de entre unas matas sale sombrío y rugiente el compañero. Es Yaguatyrica. Se acerca a ella. La huele amorosamente. Después, con una especie de queja, refriega un ojo contra el lomo de la amiga, que responde echándose un poco sobre él. El macho, con resuello cavernoso, alza una mano... Ella, ahogando un extraño maullido, se deja caer de espaldas, blanquecino el vientre, levantando la testa y las garras casi amenazante... El macho, inflando el tórax gruñe sordamente y la muerde en la boca entreabiErta, pero se detiene de golpe, y la cabeza en alto, escucha a lo lejos. Nada; sólo el reposo inmenso y rumoroso del bosque. La hembra que está en pie ya, es quien provoca ahora al macho, con no sé qué coquetería feroz: se aproxima a él, gira en su torno dos veces, da después un gran salto hacia atrás, se oculta entre la hierba, y, reptando como una serpiente, brinca de nuevo... Con su pintada y sedosa piel, su ondulosa gracia, sus ojos semejantes a tucos, aquella hembra debe parecer cumplidamente hermosa a su dueño, que simula morderla en la nuca y se pone después a lamerla sobre la cabeza, junto a la oreja: ella se deja hacer, sin moverse, palpitando el flanco, los ojos entrecerrados, con un runruneo semejante a un arrullo monstruoso... Y de pronto, la pareja desaparece entre la maciega. Al rato el tigre vuelve solo, pues aunque en la temporada de sus amores, que transcurre más o menos durante la primera lunación de primavera, no se separan de día y se auxilian en caso de riesgo, en la caza, es decir, de noche, vagan separados. Yaguatyrica está hambriento, y ruge, con aquella voz que varía, según las horas de la noche, y por la cual sus enemigos conocen el grado de su hambre y su rabia. Ha llegado al pie de 196
un laurel, cuyo tronco tiene un sector alisado como por el rozamiento continuo de algún cuerpo extraño, y a ambos lados, en línea oblicua, tres pequeñas estrías de dos codos de largo. El gran felino se endereza sobre sus patas traseras, y abrazándose al árbol, empieza a hacer correr de arriba hacia abajo sus garras por la huella trisulca, mientras deja oír una especie de ronquido. El cazador hace esto a veces para quitarse la punta desgastada de las uñas, pero otras, como ahora, para buirlas. Entretanto, ha llegado la noche temida de los hervíboros, la noche más innumerable de riesgos que de estrellas o lampiros. El jaguar se siente como pocas veces dueño de la sutileza de sus nervios y del temple de sus músculos. Sin embargo, hace buen rato que lleva deambulando y ni siquiera ha podido ponerse a prueba... Demasiado conoce la agudeza, la suspicacia, la prontitud de los débiles: por lo común lo sienten antes de que él los sospeche; así que va avanzando, los oye respailar lejos de él. No ignora la causa: sabe que su olor lo traiciona y que no hay traza de evitar aquellos olfatos de maravilla, aquel poder superior al suyo. El cazador ruge largamente. Uno después de otro, dos gañidos cercanos le contestan. Son de algunos de esos zorros paniaguados que siguen siempre al señor del bosque para lucrarse de la bazofia de su mesa. 121 prosigue su exploración por mucho tiempo, atento a todos los soplos de la noche. Pero nada. . . Las huellas frescas excitan su impaciencia. Por intervalos, se oye, lejos, un canto de ranas. En torno sólo el murmullo lánguido de las hojas. Un buho solloza su grito. Un murciélago gira en el claro del bosque con vuelo tan silencioso como su propia sombra. De repente, de un árbol próximo llegan una voz ahogada y un aleteo intenso, breve. El tigre mira hacia arriba; en la oscuridad brillan dos luciérnagas asaz fijas... Un gato montés acaba de estrangular a una pava. El gran jaguar ruge una vez más. La duda exaspera más su desasosiego. La suerte, en verdad, suele mostrarle sus dos caras: a las noches en que, temprano a veces, se retira en silencio, ahíto de carne, ebrio de sangre, suceden aquéllas en que el alba lo sorprende rendido de inútiles andaduras y de acechos fallidos, rabioso de gazuza y de impotencia. 197
Vagamente el felino recuerda su última aventura feliz. Hace pocas noches, al breve rato de iniciar su salida, había ido a agazaparse en la horcadura de un gran árbol inclinado, a la orilla de un claro. Como lloviera ese día, contaba muy juiciosamente con que la emanación más densa de las plantas húmedas amenguaría en gran parte la suya propia, trabucando así el olfato de los herbívoros. Esperó largo tiempo. Sintió cruzar más de una pieza, pero fuera del radio de su salto. Empezaba ya a cansarse, cuando oyó un rumor que acreció paulatinamente; se abrieron unas ramas y una sombra montuosa y astada se perfiló en la penumbra del claro, a veinte codos del emboscado.. . Unos pasos más del toro y él caía sobre su cerviguillo. Después. Bajo el influjo de esta reminiscencia, o cansada de vagar, la fiera decide esconderse en acecho y reemprende su marcha. Momentos después está al pie de un estrecho grupo de árboles, algunos caídos o inclinados, formando todos entre sí una especie de gayola, fácilmente accesible. El tigre trepa, en efecto, y se acornada cuidadosamente. No lejos se distingue uno de los senderos que llevan a una aguada próxima. Pero pasa muy largo rato sin que, a pesar de muchos indicios, cruce nadie. Los animales, sin duda, lo presienten y cambian de camino. El tigre, que a causa de su mala suerte en esta noche y del hambre que lo mimbra está asaz impaciente, no espera más y abandona su garita, dirigiéndose hacia el abrevadero próximo. Es este un pequeño remanso. El jaguar llega a la orilla. Oye, ya lejano, el rumor decreciente de las fugas. Se detiene, echando una ojeada al contorno. Después, apoyando las patas delanteras sobre unos guijarros que besa el agua, resopla anchamente. Y se pone a beber, como todos los carniceros, a lengüetadas. Dos o tres peces, que nadaban cerca, desaparecen. El tigre deja de beber, y lamiéndose las gotas que le han quedado en los pelos del morro, se echa a la orilla, con los ojos fijos en el agua. Al rato, adelantando el hocico, deja caer en ella dos o tres buchadas de baba. Después, recogiéndose, aplasta la cuadrilonga cabeza entre las manos y queda inmóvil. No tarda la baba en verse rodeada de furtivas aletas... Entonces él, alargando una 198
mano, tira un brusco zarpazo. Tres peces caen muertos fuera del agua. Yaguatyrica está de pesca. Pero al rato el aire comienza a impregnarse del poderoso tufo de un zorrino, y la fiera instintivamente se da cuenta de la ventaja que tal circunstancia le reporta. Y he aquí que se inmoviliza de repente. Ha llegado hasta su oreja tensa un ruidecillo sospechoso. En efecto, allá a la distancia, entre dos troncos, aparece con aguda inquietud una corzucla. Olfatea a porfía. No hay duda de que la densa emanación del zorrino le impide sentir al tigre. Este, cuyos ojos nictálopes la descubrieron fácilmente, se oculta entre la hierba, y aplastándose sobre el suelo como un reptil, avanza rampante, con movimiento apenas perceptible, músculo a músculo.. . Espera alcanzar la distancia que necesita. La corzuela, sin duda por aquel olor que anula todos los otros, husmea más desconfiada... El felino, que teme ser descubierto, precipita el salto. Y debido a esto y a que el caprípedo, que lo sospechó a tiempo, ha brincado simultáneamente, en fuga, con loco balido de terror, el gesto otras veces neto, fulmíneo, seguro del cazador, ha marrado ahora. Arriesga otro salto en dirección del fugitivo, pero ya todo es inútil. s * * El buscador de un jaguar cebado que sólo cuente con una puntería sin falla y un coraje más o menos imperturbable, va, en buen seguro, a la perdición. En efecto, se necesita algo más fuera de una paciencia de presidiario: el conocer, por el rastro, si el tigre es viejo o mozo, macho o hembra, si va detrás de una pieza vista o sentida o anda buscándola al azar, si lleva o no desocupados sus dientes: y calcular muy aproximadamente la edad de ese rastro y saber imitar su rugido tan bien como para confundir al dueño y conocer por el balido del ciervo, el chillido de los monos o la alarma de los pájaros si el buscado está a la vista y saber ver donde otros no ven nada, y mirar hacia atrás sin darse vuelta, es decir, por sobre el hombro y aprender a caminar como los digitígrados, digo, con pasos de terciopelo. Y no olvidar, finalmente, que un jaguar sólo está muerto sin sos-
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pecha, cuando ha perdido la piel... Con esto y con la ayuda de la suerte, puede ir tirando. Colompotó sabía todo eso y algo más aún: orientarse en la espesura aunque fuera de noche; interpretar con zoológica lucidez los mil ruidos y efluvios y movimientos salvajes; advertir y clasificar las variantes que el calor, la humedad y el viento introducen en el bosque, para no mentar otras insignificancias. Mas, por sobre todas las cosas, Colompotó había tenido demasiada suerte. Llevaba ya enhebrados por su lanza tantos overos como el total de días de un verano, y si bien él tenía en su cuerpo más cicatrices que piel, todavía estaba en pie, y sus ojos y oídos y narices cumplían con lo suyo, y su bote de lanza se portaba tan certero como el ataque del halcón peregrino. Sólo dos torcedores trabajaban su conciencia. Uno era que el fin de todos sus afanes, su entrevista con Yaguatyrica, postergaba su hora indefinidamente. ¿El otro? Bueno, era que no pocos de sus hermanos de raza miraban como sacrilegio su conducta y su tremenda nombradía.
Yacuabé, el brujo, venerable entre todos por su desmesurada vejez y su intrincada sabiduría, se lo había dicho en una entrevista secreta. El yaguareté había sido el viejo dios de su raza, en verdad, su padre engendrador, si bien éste era un misterio que debía adorarse, no explicarse. En remotos días, los indios arrodillábanse ante él si el destino los ponía en su presencia y dejábanse sacrificar por sus sagradas zarpas si esa era su voluntad. Más aún: si alguien, tocado por sus garras, escapaba vivo, era consagrado sacerdote. Y en las grandes ceremonias piadosas, cubierto con la legendaria piel manchada, el sacerdote se mostraba a los ojos de su pueblo con el aire lento, solemne y terrible del yaguareté cruzando una avenida del bosque. Después, con la decadencia de la fe y la corrupción de las costumbres, todo fué reduciéndose a rehuir su encuentro y no alzar jamás sus flechas contra él. Hasta que llegaron los primeros blancos, que —decía el hechi200
cero - creen en un dios que nadie ha visto ni oído jamás y veneran imágenes de palo y yeso, y entonces su sacrílego ejemplo contagió a los indios. Abandonados por su genio tutelar los indios habían sido vencidos y subyugados por enemigos blancos. —Oh! —dijo el viejo mirando hacia el fondo del bosque—. ¡Oh misterio y terror sagrados de la criatura por cuya boca bosteza o dama la selva y cuyos ojos son como un sol nocturno! ¿No es su salto cabeza abajo desde la oscuridad de su escondrijo tan hermoso como el de la estrella fugaz? Ciertamente, tu sabiduría es grande, oh Yaguareté, tú que cazas a las bestias sobre la hierba, al pez y al carpincho en el agua, al mono y al ave en el aire, tú que saltas desde la sombra tan esbelto y terminante como e relámpago, y sin embargo, puedes quedarte media noche sin mover un músculo ni un pelo de tus augustos bigotes... ¿No tienes tanta fuerza como una catarata y más coraje que todos los cazadores de una tribu, pese a que hay tanta suavidad de plumón en tu paso como en tu piel? Ah, y lo que. en ésta parece mero adorno de rosas y rosetas, son s!gnos estampados por la Fatalidad. ¿A cuánto alcanza el poder de su zarpa soberana? Véase que el toro, la bestia forastera, es cosa magna sobre el pasto y bajo el cielo, con el agudo frío de sus astas y el gran verano de su resuello y su voz, y vése que allí, como en, el ciclón, la masa y la fuerza, el coraje y el brío sobran, y, sin embargo, toda esa maravilla cae y se desmenuza en un instante bajo el simple salto del jaguar. ¡Miserable cosa sería el Bosque, tan miserable como un huerto de los hombres blancos, si el esplendor y el terror del Yaguareté no lo habitaran!
-alzó las cejas Colompotó. Pero Yacuabé continuó sin oírlo: -¿Qué significan las chispas que el roce de las ramas hace saltar de su piel y el choque como de gimnoto que su presencia produce? Es que su alma es más nt.cnsa que la del hombre, aunque tenga con ella tantos puntos de. contacto. Todos somos hijos de la gran Nodriza, la Tierra, hermanos de leche. ¿Por qué el hombre se cree superior a sus hermanos? ¿Acaso porque su astucia es más profunda? Ah, justamente por eso es el más co201
barde y el más cruel de todos. Y por eso no es poco honor que el alma humana pueda vestirse alguna vez con la forma y el poder sobrehumanos de Yaguareté. En la suprema seguridad de sí mismo, en su altanera y desdeñosa dignidad, en su espanto y su misterio, ¿no está patente el dios que es?
Calló el brujo, y Colompotó continuó silencioso un largo momento, visiblemente turbado, pero al fin dijo: —Sn embargo es ley de la selva que el atacado deba devolver el ataque, o disparar; al menos, no someterse. —Sea, pero Yaguareté no ataca nunca al hombre sin ser provocado. —Hum!... - gruíló Colompotó, pensando en el jaguar negro—. En todo caso, ataca sus rebaños, las bestias que le pertenecen. - ¿Que le pertenecen?. .. Todo lo que existe bajo el cielo sólo pertenece a la Gran 21adrc. —Dejemos eso. Sólo quiero recordar que no tan raramente Yaguareté ataca al hombre por gusto y se lo come, lo que no hace ni la misma Anaconda. —Es algo tan nefando, si el mismo hombre se come al hombre, a veces, y en aquel caso la nueva ley de la tribu no te niega el derecho a devolver el ataque? —Ese es mi caso, tú lo sabes. —Pero tú atacas a los hijos de Yaguareté, no a Yaguatyrica, el único que te ofendió. —Eso es verdad, pero te digo que mi odio es indivisible frente a toda su raza. Rrpito aquí lo que le dije a uno de esos hechiceros vestidos do negro que los blancos llaman "padres": ¡voy a creer yo que la justicia y la misericordia existan sobre nuestro destino si ocurre que una joven hermosa y pura y con toda la púdica y ardiente alegría de la vida y del sueño de la vida sea sacrificada y devorada como un conejo! El que hizo eso pertenece a una tribu maldita y ésta debe perecer para que yo pueda vivir o morir como un hombre. —Insisto en no ver tanta infamia en que el jaguar coma hombres, alguna vez, cuando muchos indios aún lo hacen, y muchos blancos hacen algo peor: matan hombres para que los coman 202
los gusanos... Y sé que los blancos odian a Yaquareté porque come hombres sin darles tiempo a defenderse. Pero el indio no debe. participar de ese odio impío. -¿Eh?... —Sí. Ben sabes que él solo mata por hambre, y nunca, nunca más de lo que precisa. —Eso no reza con lo mío. Repito que quien destrozó la adorable forma de Ñutí y ahuyentó su alma, debe. morir. Me iré detrás de su cola hasta el escondrijo más sombrío y pestilente del bosaue. —Reconozco -dijo Yacuabé - que tu temperamento es de luchador nato que halla su felicidad en el peligro. —Oh, no es eso. Ñutí debe ser vengada. Sólo entonces podré morir contento, o, al menos, vivir resignado. —hombre ardiente y tozudo como el zonda. —Sí, tal vez ya soy más espíritu que carne., como el viento.
Yacuabé calló un largo instante. —Dime - dijo al cabo, en voz baja y misteriosa, mirando a Colompotó en los ojos-. ¿ Conoces la última hazaña de Ya guatyrica? —Algún nuevo hombre cazado y comido corno un lebrato? —Sí pero... óyeme; por favor. Cuando la última crecida del Gran Río, Yaguatyrica dormía en uno de los islotes. Y he aquí que como la corriente desprendiera un pedazo del mismo, el durmiente se despertó navegando a sus anchuras en una balsa de tierra y camalotes. Se dejó llevar gustoso hasta que la balsa derivó junto a una bajada de la barranca. El viajero trepó por ella y advrtiendo a la distancia algo desconocido para él, que llamó su atención, se dirigió hacia allí. Era la iglesia del pueblito. Yaguatyrica entró por un costado en el momento en que cl sacerdote levantaba el cáliz. Saltar sobre él y llevárselo en la boca, como a una rata, entre los alaridos y el desbande de la grey, fu¿ todo uno... ¿No hay nada en tu corazón que te muestre en ello un castigo sagrado a los infieles y sacrílegos caras pálidas? —Yo no entiendo de esas cosas ni quiero entender de nada
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sino de esto: presiento que yo o él, Yaguatyrica o Colompotó, alguno de los dos, está maduro para su destino. —Pero es que ni siquiera te llama a la cordura el recuerdo elel alma purpúrea de Yaguatyrica y su sagacidad sobrehumana? —Yo sólo sé - gruñó el cazador - que soy una nube sombría, yo y mi alma, pero espero que mi lanza será un relámpago cuando llegue. el instante esperado.
Fué justamente no mucho después de esa entrevista con el brujo cuando Colompotó pasó por la más extraña e intensa de sus experiencias de cazador. Como ya su fama llegaba a cualquier rincón, un indio de una tribu lejana vino a impetrar su ayuda contra un jaguar que venía asolando aquella zona... y que había ya merendado su segundo hombre. Pusiéronse ambos en viaje, y al tercer día, muy al alba, estaban ya sobre las huellas del forajido. Como pudo advertir por el rastro, se trataba de una tigra de gran tamaño aunque manca (la mano izquierda dejaba una huella mucho más playa que la otra) sin duda a consecuencia de una flecha o una bala o una espina, y de juro esa mengua no era extraña a su decisión a saltar sobre los hombres. Por excepción, Colompotó cazaba esta vez acompañado, pues lo mejor es que una entrevista entre hombre y fiera se realice sin testigos más o menos inoportunos. Eso sí, su acompañante era el primer flechero de su tribu, y tipo tan callado e imperturbable como la luna. La mañana casi entera se les fué en registrar el pedazo del bosque sospechoso con el sigilo y la aguda vigilancia del caso. De pronto algo -nunca se sabe bien qué anticipó que la fiera no estaba lejos... Y la comprobación vino demasiado de prisa, por desgracia: una enorme masa rojinegra cayó rugiendo desde una rama de árbol tapada de lianas sobre la espalda de Colompotó tirándolo de bruces; la tigra sólo atinó a ponerle encima las patas delanteras, sin tiempo de degollarlo, pues debía observar al otro hombre, que había dado un elástico brinco al sesgo. El olor de la sangre de la víctima, que tenía un hombro y un flanco desgarrados, y la vista del acompañante 204
en guardia a pocos pasos, irritaban por igual a la fiera. Visiblemente dudaba entre rematar y llevarse al caído o saltar sobre el prófugo. Entretanto Colompotó, inmóvil, pasaba por un trance no del todo excepcional entre los milagrosamente pocos que han logrado mantenerse vivos y conscientes bajo las zarpas de una fiera: una perfecta insensibilidad de cuerpo y espíritu le permitía anticipar sin angustias ni apuro el final del drama: adivinaba que el jaguar demoraba en rematarlo por alguna causa que debía estar relacionada con la fuga o la presencia de su compañero, pero sentía el peso y el filo de las patas felinas sobre su espalda y los estremecimientos comunicándose a su cuerpo quieto, y, sacudiendo su alma, esa gran voz que el jaguar tiene sólo sobre su presa y que constituye el ruido más indeseable del bosque: ese profundo rugido que sube y baja en hervor creciente, algo que sólo debe oírse en las calderas del infierno. El yacente no sufría ni poco ni mucho, ni en su carne ni en su espíritu. Así, hasta que, de pronto, la fiera saltó con un bramido de catarata. El otro cazador le había atravesado la garganta con una flecha. *** Después de su prodigiosa escapada, Colompotó confío más que nunca en su estrella, y acabó por convencerse que esa era la mejor prueba de que el destino lo reservaba para el desenlace obligado de su largo drama: una cita con Yaguatyrica. La fama de Yaguatyrica, que reapareciera después de una larga ausencia, había crecido espantosamente. (Cazaba hombres como la arafía caza moscas.) Pero apenas si la fama de Colompotó le cedía un punto. Y no pocos profetizaban o deseaban con fervor el encuentro de esos dos demonios. Colompotó, ni qué decirlo, se había vuelto un pozo de sabiduría en todo lo referente al asunto que absorbía y consumía su vida. Quiero decir, que tenía las alforjas llenas de secretos sonsacados a su enemigo y a toda su raza. Que pese a lo huracanado de su ataque, el yaguareté está dotado de una santa paciencia y es capaz de seguir por más de una cuadra a su candidato arras-
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trándose penitencialmente, con todo el cuerpo pegado a tierra como una víbora, y puede congelarse seis horas en el acecho, quieto como la estatua de sí mismo, aunque en el filo de su alma siempre, esto es, listo para el salto. Que ni aun viejas sus garras pierden mucho de su filo y su punta, dado que sólo para atacar y carnear salen de su estuche. Que ruge habitualmente poco después de la puesta o antes de la salida del sol, pero si falla en su acecho o su ataque, ruge a intervalos más o menos cortos el resto de la noche. Que en la estación del amor su llamado tiene un acento especial, y que sólo entonces y cuando está ligeramente herido, puede ser atraído por el plagio de su voz. Que derribada su presa y satisfecho su hambre, retírase a cierta distancia a dormir, para vigilar aun durmiendo, los restos de su banquetazo, sobre los que suele tornar una segunda y aun una tercera vez. Que corrido de su presa tiende a volver, aunque con precaución extrema, y, en tanto, el movimiento de buitres y demás basureros sobre la res muerta, es la mejor bandera de señales para el cazador. Que puede moverse entre la maleza sin hacer ruido, al menos para los oídos humanos, y pese a su bulto y sus ciento cincuenta libras, o más, de peso, es lo suficientemente ágil para dar una broma a los monos entre las ramas. Que es muy sensible a las moscas, siempre, y más si está herido, cuando ellas lo convierten en su víctima, obligándolo a cambiar de sitio a cada rato. Que en acecho o persiguiendo a su pieza, ataca por la espalda siempre. Que si dispuesto a huir, se siente herido, puede convertirse en un torbellino de agresión. "Naturalmente, tratándose de un Jaguar cebado las cosas cambian algo sólo para empeorar", se dice Colompotó, mientras, como en tantas ocasiones, anda solo por un lindero del bosque, a solas con su lanza, siguiendo con bendito interés rastros en forma de corola. "Por lo pronto se guarda bien de rugir cuando anda en busca de comida. Pues ocurre que si ben el bicho ha perdido todo miedo y respeto al hombre, no pierde la cabeza, dejándose llevar por el impulso, sino que procede con el más sereno dominio de la situación. Herido puede huir, si lo necesita, pero no hay la menor seguridad de que no pueda volver sobre sus pasos. Para mal de nosotros los indios, prefiere nuestra carne a la blanca. 206
(¿Se deberá este honor a que la nuestra es más rica de aroma y de sabor, o só l o a la costumbre?) Y huelga decir que la reteración de sus éxitos aumenta orondamente su confianza en sí mismo. Ni que no le es ajena cierta conciencia del terror que desata sin duda disfrutando de ella como cualquier tirano. "De cualquier modo - concluyó Colompotó - el yaguareté cebado y con el bosque por cómplice, es apenas un tercio de revelación: sus dos tercios restantes son misterio. La avalancha se esconde bajo el musgo de su suavidad. Y su alma, replegada o en tensión, es más elástica que su brinco."
Yaguatyrica está en la pleamar de su instinto y de su experiencia, de su celeridad y de su fuerza, sin un adarme de carne o grasa superflua: un puro haz de músculos y nervios y lo que detrás de ellos se mueve y los mueve. Su esplendorosa vitalidad escápase en chispas de su pelo cuando en las noches tormentosas lo rozan las ramas, y también de sus ojos y de su brinco. Hay algo en todo individuo que sabe mucho más que él mismo: la herencia de la especie que subyace en su fondo. Los espectros de todos los abuelos cazadores están vivos de algún modo en él y le hablan en el sueño. Y le aconsejan secreta, infaliblemente, en el instante decisivo de la acción. No es cierto que una fiera -y menos una fiera cebada - se deje llevar ciegamente por ci hambre y la rabia: aun en los momentos de arrebato, aun en los momentos de fuga o ataque más desesperados, Yaguaty.. rica obra con una suficiente dosis de cálculo y frialdad, aunque no sean conscientes sino a medias. Así sabe, como lo que mejor pueda saberse, que la precipitación puede ser tan fatal como la demora. Ni un segundo antes ni un segundo después: ese instante de más o menos puede significar noches y noches de hambre. Sin duda a algo de esto aluden sus enemigos al hablar de su especie de agazapada inteligencia. Y ni decir que, con el rosario de triunfos que lleva en el cuello, su temeridad ha crecido como el río.
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Yacuabé, el brujo, habíase encargado de aleccionar a todos los ignorantes que quisieran oírlo sobre el más irrefutable credo de los blancos, con el misterio de las ruinas jesuíticas. Allí estaba aquello para cuantos quisieran verlo: la justicia y la verdad del Bosque y de sus dioses habían caído al fin sobre el templo y las mansiones de los infieles, ridiculizando hasta el sarcasmo su impostura. Los árboles, estrechándose entre los muros, habían relevado con sus copas a los techos y cúpulas ausentes, las lianas a las cortinas y a los velos, la hierba a las alfombras. El olor nupcial del azahar al de incienso en las cámaras de la penitencia. "El murmullo de las frondas -explicaba Yacuabé - ha reemplazado los rezos y las delaciones secretas, y el canto de los libres pájaros al de los trabajadores forzados. ¡Ya no hay más tañido que el del pájaro campana! -agregaba con una risa semejante a la voz del jaguar, es decir, un agudo plañido atravesando una ronquera feroz -. ¡Murciélagos en vez de monjes!"
La más torrentosa fuerza del bosque está ahora remansada. Con las manos cruzadas adelante, en una actitud de abad, Yaguatyrica duerme con la tranquilidad del jornalero que ganó duramente su día. Las manchas de su cuerpo repiten la forma de su rastro. Abre al fin sus ojos, que tienen el color del miedo. Se incorpora. Avanza las manos, hunde las paletas, en desperezo de gato. La punta de su cola comienza a moverse, como un dedo de gigante, en una amenaza enorme. Y ruge al cabo, con un lamento escondido en el fondo de su voz. No siente el olor, áspero como su lengua, que esparce en torno; no siente el rumor difuso de las fugas hervíboras. Avanza de nuevo su mano ancha como una alusión a lo extenso de su dominio. Y comienza a filtrarse onduloso como un arroyo a través de la jungla. Detenido un momento al borde del calvero verdísimo, avanza al fin con ese aire entre indolente y displicente que sólo puede gastar un sujeto soberanamente seguro de sí mismo. Bajo los acostados rayos últimos del sol aparece tan malditamente subyugante como el demonio en persona, con su holgado y suntuoso 208
manto oscuro ornado de rosas y rosetas retintas, volviendo un poco como sin querer, la cabeza, ya a un lado, ya a otro. (¿Y para qué decir que ninguna jaula de circo o de jardín zoológico pueden dar nada remotamente parecido a la tremenda sensación de potencia, agilidad y belleza -sin contar el misterio- que comunica el yaguareté en plena libertad y plena selva?) Chillan las aves del contorno, una familia de monos traiciona su nerviosidad respailando y parloteando de prisa; un ciervo bala, invisible. Yaguatyrica se detiene un momento; ruge, respondiendo a tal pleitesía y avanza de nuevo hacia la espesura. Esa voz que repercute en todos los árboles y las alimañas de la selva, es escuchada y reconocida y saludada también por un hombre.
"El trance de un hombre a la zaga de un tigre -continúa monologando Colompotó - es único en el bosque, pues ahora el cazador puede ser cazado." Y ocurre que esta vez, como viene sucediendo todas las noches desde el comienzo ele la última luna, es a Yaguatyrica en persona a quien viene pisando los rastros, a Yaguatyrica que ha devorado su último hombre - en verdad, un niño— en pleno día, hace dos apenas. La desesperación clamante de la madre ante los restos mínimos del hijo -la cabeza y una mano, como cortadas a serrucho - ha atizado la desesperación muda que Colompotó lleva en su pecho, desde la muerte de Ñutí, doblando su odio y su coraje a un tiempo. Y se repite que ante un tigre cebado, la temeridad es la única prudencia. El cazador, que duerme la mayor parte del día, como corresponde al animal nocturno que es desde hace años, se ha puesto en camino dos horas antes de hundirse el sol. Cuando aquél está tocando el horizonte le llega la voz tigruna, por quien reconoce a su dueño: porque no es meramente el rugido aflautado de todos los jaguares, proveniente de una potente aspiración pectoral, y que tiene algo de ladrido, sino eso
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mismo, pero incomparablemente más hueco y convulso y más capaz de salvar las distancias que no importa qué ladrido. Con un convencimiento súbito, que prescinde de cualquier razón valedera, Colompotó cree saber de qué lugar preciso proviene la voz asesina. Al tratar de acercársele su primera precaución, naturalmente, es avanzar contra el viento. (Es claro que el jaguar suele hacer lo mismo, pues ignora que el hombre ha perdido el olfato.) La noche se acerca, pero todavía está claro. Después de las voces con que el bosque despide al sol, el silencio ha sobrevenido. Colompotó, marcha agachado y sin ruido con la lanza en la mano derecha y un pellón de carnero en la otra. Siente como un comienzo de ahogo y escucha, como si vinieran de debajo del suelo, los latidos de su corazón. Acaba de descubrir, una vez más, los exagerados rastros de Yaguatyrica, pero tan frescos esta vez, que un poco más allá, al avanzar sobre las hierbas, advierte que éstas van recién enderezándose de su chafamiento. De súbito, tan inexplicable como neta, tiene la sensación de que el jaguar está cerca, tan cerca al menos como para que cualquier tentación de rehuir el encuentro resulte fatal. Girando la cabeza de modo apenas perceptible, escudriña intensamente el semicírculo que tiene al frente, sin distinguir nada. De pronto comienza a escuchar algo como un rezongo desganado y lento, y allí, a no más de diez codos de distancia, Yaguatyrica muestra su ancha cara sobre el yerbazal, una cara llena de risa, cotejable a la del perro al regreso de su amo, aunque con un dejo insondable de soma, como si dijera: Adelante, amigo, está en su casa.
Colompotó se ha quedado tan quieto como un monolito, sólo que, como por pura casualidad, su guardia es la más correcta que se pueda desear. No más que de una cosa está seguro ahora: que al primer amago de movimiento de su parte el otro va a saltar sobre él. Por un larguísimo instante no hay más que un vertiginoso duelo de miradas. Por un larguísimo instante revive una escena de los más remotos antaños, cuando el débil mamífero de dos patas, el de sangre más fácil de verterse, asistido sólo de un
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garrote de eficacia falible, se enfrentaba, alzándose sobre sí mismo, con los monarcas de la fuerza y el terror. Apenas el cazador ha desplazado dos líneas su mano izquierda, el yaguareté, con su famoso brinco y su famoso rugido entrecortado se lanza sobre su presa... aunque sólo atrapa el pellón ovejuno, que martiriza un instante con uñas y dientes, en el su&o: un instante no más, porque Colompotó, que ha hurtado el cuerpo con un esguince bellísimo, vuelve al sesgo, con el estilo del relámpago, y le envasa desmesuradamente la chuza bajo el codillo. Y mientras Yaguatyrica pelea ya sólo con la muerte, es decir, con la lanza que no logra desenvainar de su cuerpo, y el escándalo de su agonía crispa los nervios del bosque, Colompotó, en cuclillas, detrás de un arbusto espinoso, se yergue de golpe y lanza un largo, largo, largo y entrañable alarido Huiijui-juijui-jui-i-i-i-ijj.. . - mucho más animal que humano.
PAJARADAS
Un pájaro cualquiera r se imaginaran los hombres que el alba, asqueada ya de sus codicias y carnicerías, sigue saliendo únicamente por oír nuestros arpegios y mirar nuestros vuelos! El llora - sangre Lloro como nadie ha llorado hasta ahora. Pero no lloro mis penas, no lloro por mí. Lloro por la cosa más triste, ms cobarde y más infame que hay sobre la tierra: la suerte de los pájaros enjaulados. El loro ¡Qué lástima! He llegado al dominio de la palabra cuando ya el fonógrafo y el hombre la habían desacreditado. La paloma ¿Que las criaturas del bosque no saben bEsar? ¿Que el beso fué inventado por la civilización? ¡Ponen su vanidad hasta en esto! ¿Y yo? ¿Estoy antes o después de la civilización? 212
El pico ¿Que el árbol se duele del huraco que excavo para mi nido? ¡ Bah! ¿ Y la sabandija de que, sin cobrarle nada, la libro yo, revisando todas sus grietas y arrugas con mi alicate berbiquí, o sondeándolas con mi lengua de cepillo de revólver? ¿Y el lujoso adorno que en sus ramas pone mi presencia o la audición gratuita de mi canto? Todo esto para no hablar de los diástoles y sístoles de pasión y ternura que mi compañera y yo le brindamos a su aburrida serenidad. El tordo Nuestros prójimos se escandalizan de oírnos cantar bajo la llovizna todo el día, mientras ellos callan acobardados por el hambre. No saben que este fantasma huye de la música, ni que el arte es más fuerte que la miseria y el dolor. La reina mora Mi compañero ha muerto devorado por la víbora. ¿Creerá esa arrastrada que así va a adquirir el secreto del vuelo y el canto, ella que se esfuerza en poner huevos y en silbar como nosotros? Un pajarito en las cumbres Me gusta asentarme a cantar en la única rama que no se sacude con el viento, la que el venado de los cerros lleva en la cabeza. La tijereta Me anticipo a los preguntones descarriados informándoles que mi tijera trasera la llevo en previsión de algún pasatiempo de circunstancia: rapar la peluca dEl buho, cortar las colas de las cometas infantiles, tusar las crines del viento... Sólo que un día cualquiera, ya harto de sentir tanta mentira y vanidad enviadas costosamente a distancia, daré mi mejor tijeretazo al hilo del telégrafo. 213
La tacuarita No tengo vuelo poderoso ni elegante, ni plumaje de color y esplendor, ni canto melifluo, y sin embargo, son muchos -lo recordaré pese a la vergüenza - los que me tienen por el pajarito más pulido de la mañana. El picaflor ¿Que no me poso casi nunca en las ramas y no bajo nunca a tierra? ¡Oh!, la luz es estrecha y el aire angosto para la libertad celestial del vuelo. El hornero Bien me sé que muchos se preguntan para qué hago horno no sabiendo encender fuego. ¡Pedazos de zonzos! ¿Y mi corazón enamorado? El cachalote ¡Por qué tanta alharaca, amigo! He juntado todas, todas las ramas espinudas del bosque -y aun me parecen pocas - para defender lo más suave de toda la suavidad del mundo: mi compañera empollando sus huevos. Almita o nievecita ¿Nieve? Nada de eso. Soy de carne viva y de corazón tan encendido como la aurora que derrite la nevada. Sólo mi amado lo sabe. El bienteveo Ya sé que con el escándalo de mi júbilo corro del campo la tristeza que la ciudad le hace llegar a veces. No podré remediarlo mientras no sea capaz de tirar al desván esta gorra galoneada de blanco por el alba y este chaleco que el sol me puso. 214
La calandria Nada me divierte tanto como ese chisme de los tontos sabihondos: que por puro virtuosismo (o, si preferís, por mejorar el canto de los otros, pasándolo por mi garganta) cualquier día me voy a encontrar con que no sé cuál es mi propio canto. El brasita No soy el último en maliciar que con mi costumbre de asentarme en las ramitas secas, el día menos pensado voy a hacer una avería mayúscula. ¡Y cuando pienso que los pobres árboles, con todos sus nidos inquilinos, no están asegurados contra incendios! El sietecolores Le encargo la reserva, amigo. Claro que uso patas, pico y lo demás, y hasta me apeo a ras de tierra en procura de algún gusanillo. Pero yo soy el arco iris en persona - así como suena, don que, aburrido de estar quieto y mudo en la alta soledad, he venido a meterme entre los pájaros más cachafaces. ¿Que no me cree? Espere que levante la comba de mi vuelo... ¡ Ahora! El martín pescador ¡Eh, tramposos colegas de caria o espinel! Aquí no hay carnada ni anzuelo. En juego limpio, a puro ojo y pulso, tiro mi flecha charrúa o querandí; es decir, me tiro, porque yo soy en uno el indio, el arco y la flecha.
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EL ZORRINO ENCUENTRA REDENTOR
repelente"! Este era el nombre con que todos, hombres y animales, abominaban de él y de su desacreditada existencia. Todos lo evitaban, torciendo el cuello y cambiando de camino al sentirlo acercarse. Algunos, más precavidos aún, se apretaban las narices al sólo oír su nombre... (No era para tanto, sin duda, aunque a veces si el viento y el terreno ayudaban, podía hacer sentir su presencia desde la legua de distancia.) Todo lo que se refería a él les era odioso, desde su asotanado traje negro con sus dos franjas blancas a modo de estola, hasta ese aire ondulatorio que él imprimía a su andar... (Otra aprensión creada por el odio, pues no había tal estilo exclusivo de marcha, sino que la ilusión debíase a lo suelto y flotante de su pelo.) Odiaban también el cinismo con que hacía gala de sus continuos, largos y rumorosos olfateos —;él, tan luego!— ¿Qué mucho, sin embargo? Con gran desarrollo de sus lóbulos olfativos, es decir, eximio venteador y también con buenas uñas de cavador, sus cacerías terminaban casi siempre antes de medianoche, pues nunca le faltaban huevos o pajaritos anidados en el suelo, cuando no insectos o roedores para variar la lista de su cena. No se escandalizaban menos de su maciza confianza en sí mismo. Cierto, nadie tenía paso más posesivo que él; nadie sentíase más dueño del terreno que pisaba. Al toparse con un vian• ''
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dante, fuera el que fuera -tigre, hombre, perro o toro - él, con su pie y medio de cuerpo, él, que carecía de alas, de dientes de presa, en vez de fugar o apartarse siquiera, deteníase en observación desafiante, con el cuerpo al sesgo y la cola doblada sobre el lomo, dirigiendo su tafanario hacia el viniente diciendo sin decirlo: ¡Como su merced prefiira! A lo más, si peligraba ser atropellado o arrollado -así fuera por un tren apenas dignábase torcer el rumbo alejándose con la más regia lentitud. Sin duda se creía inatacable, pues más de una vez, en invierno, habíaselo visto dormido con la panza al sol, gozando de él como un lagarto. Eso sí, había que hacerle justicia: tenía un arma más poderosa que el vuelo del águila, el salto del tigre, el colmillo de la cascabel: era el pomo de olor que llevaba oculto en el bolsillo trasero del pantalón, como quien dice. Y como sabía que la insignificancia de su presencia personal podía confundir a los atrevidos y a los tontos, aconsejándoles el atropello, él se prevenía con su conocida guardia, apuntando con el retrotrén.. . Aunque sólo en casos inevitables pasaba de la amenaza al hecho, pues si en último extremo su arma podía ser descargada tres veces, sólo era de eficacia real su primer tiro, marrado el cual exponíase a perder la partida. De ahí que sólo procediese militarmente si el caso era de guerra. Su toma de posición para el ataque no era propiamente una amenaza, sino una cortesía de enemigo caballeresco, una fina invitación a la prudencia que jamás debía ser subestimada, si quería evitarse la catástrofe; el golpe de lanzallamas, el chorro de demoníaco aceite brillando como fósforo y atacando como ácido sulfúrico en la noche, aunque eso no era nada junto al olor exhumado de su sótano: olor épico, olor apocalíptico, olor nefando, olor de una tenacidad de remordimiento, olor al que todos los adjetivos le vienen chicos, olor junto al que resulta inodoro el del ajo machacado o el del pantano removido, el del aliento del borracho masticador de coca o el de la descalcez del infante después de dos días de marcha, olor que es al olfato lo que un trabucazo al oído, olor para el que no existe ningún ñato, olor que ataca menos la nariz que el estómago, como el peor mareo, olor sólo inencionable junto al dolor de muelas,
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la langosta, el granizo, la diarrea, los gobiernos discrecionales. Y tanto que el mortal alcanzado a boca de jarro por esa ducha de las pailas del infierno -perro, zorro o puma, hombre intervEntor en lo ajeno o carancho interventor en carroñas - prefería morir provisionalmente para resucitar entre una interminable sesión de estornudos, toses, lágrimas, manotadas, gemidos o revolcones en el suelo.. . todo sin perjuicio de aguantar más tarde la burla de amigos y enemigos, pues cuando fray zorrino bauf za a alguien, no hay (por largo tiempo al menos) sol, aire, veinte lavaduras con jabón ni San Juan Bautista que lo desbautice.
Y sin embargo... Pues ocurrió que un día aquel gringo solitario, borrachín e intratable, que vivía en las afueras del pueblo, halló en la boca de una cueva, entumido de frío al parecer, al hijo del zorrino. Y como sus convicciones y preferencias no coincidían con las de sus vecinos, decidió llevarse a aquel animalito de tan lujosa piel a su casa y —cosas de gringo!— criarlo junto con su gato y los dos cachorros de su perra. Y allí ocurrió que, poco a poco y mediante la intervención evangélica del hombre, arios puros y no arios llegaron a tolerarse mutuamente hasta devenir compañeros. Y tanto que el intruso y último venido llegó a olvidar fraternalmente el uso de su arma irresistible.. . (;Si será de masón el gringo!, decía la gente moviendo la cabeza.) Y, lo que es más, el hombre, que era hortelano, pudo descubrir que el zorrino era un benemérito de la agricultura, pues vivía principalmente de insectos y arañas. Y, cuando lo hallaba a mano, se servía un ciempiés como si fuera una longaniza, aunque ratones y langostas voladoras eran su bocado favorito. El zorrino dormía la mayor parte del día en algún rincón secreto de la casa, para aparecer a la entrada i del sol, cuando ya muchas veces el amo lo creía evadido para s empre. Jugaba entonces con el gato y los cuzcos de igual a igual, o compartía con ellos su pobre comida sin mayores remilgos, pero sin ensuciar jamás sus manos ni su ropa. Perdíase más tarde para volver a la casa
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a cualquier hora de la noche, no pocas veces con algún ratón o conejo a cuestas. A cincuenta o sesenta pasos de distancia reconocía a su amo y acercábase a él con su trotecito ondulante y la pomposa cola blanquinegra hecha un plumero de satisfacción. Y su dicha llegaba al colmo cuando el amo le acariciaba el lomo con la mano o le cosquilleaba la barriguilla, casi siempre repleta. Dejaba oír entonces un runrún tan dulce como el balbucir de un niño. Así el amor y el valor hicieron de una bestia abominable un amigo hermoso. ¿Es que caen gotas de cielo sobre la tierra a veces?
DOS BIOGRAFÍAS DE LA LECHUZA
s madrina de brujas y bruja ella misma. No puede mirar de E reojo, pero tiene un pescuezo tan obediente como el espinazo de ciertos cortesanos o de ciertos repúblicos, de modo que sin mover el cuerpo logra salir con la suya, esto es, lechucear hacia todas partes con sus antiparras de vieja curandera. Como sólo anda de noche, calza siempre gruesas medias de lana, seguramente para no resfriarse. Sus uñas son negras como su vida y su vuelo oblicuo como sus intenciones. Cuando se asusta o quiere asustar chista con su voz de comadre chismosa. De ella y la hiena (los únicos que se alegran del mal del prójimo), el hombre ha tomado su risa. Al igual que otras gentes dadas a las artes ocultas tiene una tenebrosa devoción por la luna, la viuda de luto blanco. Sí, fuera de dudas, es erudita en cosas del más allá. Sólo eso explicaría su intimidad con los mudos cementerios y los estruendosos campanarios a la vez. Por lo demás, es cosa muy sabida que a veces sirve de cabalgadura a las brujas en sus andanzas de media noche. Eso que los turbios de oído toman por su grito - cri. . . cri-cri. . . - es el tintinear de las espuelas de tan altas amazonas. Es igualmente cierto que asentada en el mojinete del rancho de un enfermo que ya se resigna a difunto, se entretiene en cortar la mortaja - cri-cri. . . cri-cri. . - con la tijera de su grito. 220
EL PICAFLOR, GRANDE DE AMÉRICA
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OMO mi
ensimismamiento de convaleciente durara largo rato en el bosque, vino a sacarme de él un runruneo semejante al de una maravilla secreteada. ¿A cuánto alcanzaba el tiempo en que no había visto un picaflor? A muchos años, acaso, porque venía a presentarse con la frescura de las revelaciones. Fué primero, por cierto, el rapto de los ojos. Las mejores muestras de la naturaleza en flores, metales, piedras -aun realzadas por la mano del hombre - se apocaban ante esa minúscula criatura que traía en su larga, larga cola, el verde de los edenes perdidos. De veras, como un jardín en una redoma, todo lo que había de color y esplendor en torno se resumía en su cuerpo casi incorpóreo, cuyas alas eran como una balanza en que se pesaran los tesoros del aire y de la luz. De pronto, todo desapareció, en tal forma que no podía jurarme de haber visto algo... No, ahí estaba de nuevo ante una flor, en uno de los pasos de su perpetua danza aérea. Entonces, pudo verse que, con ser lo que era el prestigio de aquella maravilla de los ojos - la mayor de América, mayor que la caída del Iguazú—, no igualaba a la magia de su vuelo y al fervor de su vida. Dos estilos de vuelo, mejor. El de traslación, el arrojadizo, C
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De última hora. Un discípulo de Brehm y Fabre, de ideas avanzadas aunque de modales un tanto atrasados, después de leer lo que antecede me expresa que sin intento de adulación de su parte puede extenderme la mayor seguridad de que todo lo consignado por mí es una de las más encantadoras muestras de esa erudición legañosa (hermana de la de gafas) elaborada por el miedo y la ignorancia. Y bajo su responsabilidad me autoriza a sentar lo siguiente: a) que la lechuza no es bruja porque sólo pueden serlo las mujeres si tienen ese capricho; b) que su vuelo es callado, y oblicuo a veces, debido a su plumaje demasiado fofo; c) que habita los cementerios y los campanarios porque no construye nido como los buhos sino que prefiere las rendijas y los mechinales; d) que si tiene debilidad por la luna es porque en las noches muy oscuras ve poco o nada; e) que eso no es todo, porque teniendo la cabeza, ojos y uñas de gato, posee igualmente sus habilidades y en las casas puede sustituirlo y lo sustituye con ventaja ya que, además de ratones, manduca murciélagos e insectos, todo ello sin rasguñar a nadie, ni descolgar la carne colgada, ni desvelar a altas horas con escándalos amatorios sobre las azoteas.
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casi invisible de rapidez, como un dardo, y el otro, el de la danza ante las flores, juego único en el dominio de las alas. En efecto, ahí estaba, haciendo pie en sus alas, en una inmovilidad que era sólo un vértigo de movimiento, un esfuerzo de héroe: mantenerse colgado de un rayo de sol, con sólo agitar las alas hacia arriba y abajo, con tal rapidez, eso sí, que no quedaba más que un recuerdo, o tal vez una niebla levísima. Así, manteníase verticalmente delante de una flor, apoyado en su vuelo, con la cola en abanico, sondeando las corolas con su lengua. (Todo esto en un instante casi insuficiente para darse cuenta, mientras se mudaba de flor, una VEZ O más, y ya desapareció como una luz que se apaga.) Yo sabía muchas cosas, vistas u oídas, del que vive haciendo trinca con las corolas. Sabía que no ensucia nunca su rona en el polvo de aquí abajo, pues no puede dar un paso sobre la tierra. Lo sabía inquilino del aire, y que para su vuelo todos lo3 jardines forman un solo manojo. Pero he aquí que en un pairo de su vuelo al borde de una corola rota, habíame dejado entrever su secreto. Ese ebrio consuetudinario de toda fragancia, que parece vivir sólo para servicio de las flores, a cambio de una gota de néctar, no es su enamorado platónico, sino su expoliador. Busca los insectos que ellas atrapan. Él también, tan idealmente gentil, tan preciosamente minúsculo como se ofrece, es un implacable cazador del bosque, un devorador de carne.
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Seguí al pcaflor con gran sigilo y precaución extrema y temerosa, como se rastrea a un tigre. Di al fin con lo que sospechaba, pero después de interminables minutos de inmovilidad y azoramiento: su nido... ¿Dónde? En un arbusto, en la cara inferior de una hoja, sujeto con sedosas hebras de telaraña según alguna técnica aprendida de las hadas. (,Alarde? Más bien la necesidad de librarlo de miradas indiscretas o malignas, sin duda.) 223
Sobresalían su cola y su pico. Cuando me descubrió, escapó para volver a pasar y repasar zumbando junto a mis pestañas. Lo perdí.. . Lo reencontré, y su zumbido (de pico y alas) acreció como llama atizada cuando alcancé a verlo lanzarse a modo de flecha de arriba abajo. . . Un gemido o grito de espanto atropelló mi oído a tiempo mismo de sorprender lo increíble: el colibrí, de pie en el aire, bramaba ante los ojos bárbaramente azorados de Puma, mi perro, que sin sentirlo yo, había venido a mi zaga. Sorprendido a mi vez, apenas si tuve tiempo de echar una ojeada a la cosa más diminuta y más infinitamente tierna y amorosamente delicada que vi jamás: los dos blancos huevecillos del chupaflores en el fondo del nido. —Vamos, amigo -convidé a mi perro -, aquí usted y yo somos un par de intrusos más o menos criminales. Y me alejé con una especie de misteriosa vergüenza de haber violado con mis ojos aquel pequeño gran secreto de amor y hermosura.
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GLOGLO, EL BONZO DEL RíO
os hombres no pueden imaginar, seguramente, lo que para L los hijos del bosque significa eso que ellos llaman los olores vivos, es decir, el regreso de la primavera. Bosque y río vibrando como una abeja en el aire. Pero no es susurro de insectos, ni guirigay de aguas fluyentes, ni bisbisar de aire en la fronda, ni aleteos y gorjeos arriba, ni gruñidos y chillidos sobre la hierba o los troncos; sí, es todo eso; pero aún algo más profundo, más dulce y más terrible, algo como el dúo del sol y la savia. Mil ruidos formando un solo insondable arrullo. Insectos probaban sus élitros; pájaros y bestias ensayaban sus gargantas desde el bajo más hondo o áspero al flauteo más cristalino, porque todos cambiaban de voz. L l egaban a veces, desde la lejanía del bosque crepuscular, los profundos piropos que los jaguares rugían a sus novias, o en las siestas, el martilleo de los picocarpinteros fabricando las cunas de sus hijos. (El corazón del bosque era un sacro silencio verde donde podía oírse el crecer de las raíces y los brotes.) En el río, como los peces son mudos, llevaban la voz cantante gansos y patos salvajes y chorlitos y demás averío, aunque por debajo del alto encándalo percihíare a ratos el profundo mugido de Gloglo, el yacaré. Y el rumor mismo del río también era otro. Pero en el bosaue el olfato es la principal cuando no única vía de comunicación del pensamiento. ¡Oh, potencia e inteligencia 225
del olfato salvaje! Los olores pueden embriagar y aun enloquecer a los hijos de la selva como la música, el vino y el amor juntos a los hombres. Todos los árboles cambiaban de olor y los animales tenían un relente nuevo, algunos tan agrio los tigres, los ciervos - que era una ofensa para ciertas narices. ¿Qué? Los mismos flamencos exhalaban al volar un ligero olor almizcleño. El del bosque mismo era un vaho viscosarnente húmedo hediendo a hongo y laurel, a pantano y corolas y helechos, a resinas y gomas y leches revenidas y troncos y hojas en podredumbre de siglos. Para los más, el río mismo era sólo una ancha niebla de pescado y azahar. Había algo más aún. La luna llena de primavera penetra en el bosque más que el sol, pues no se la resiste como a éste, sino al contrario: y he aquí que, bañados por ella, los jazmines adquirían una belleza tan misteriosa que se la tenía por cosa de brujería. Ya se sabe que, en general, el poder de las flores en la noche es temible. Y el tiempo era ahora para ellas de noviazgo o de luna de miel. Pero el hada primavera había traído otras cosas aún: el cambio de pelo y de plumas, cuando no una muda completa de astas, como en el ciervo, o de piel, como en la víbora. Por cierto que la primavera había turbado también la sangre y los hábitos de Gloglo, el caimán. Aunque en verdad la primavera significaba para él y los suyos nada menos que la resurrección. En efecto, Gloglo había hecho del invierno pasado una sola siesta, bien abrigado en su colchón de barro, sin comer, ni roncar, ni mover la punta de la cola, y apenas con latidos más o menos imperceptibles. De veras que aquello importaba algo más que un mero dormir, como que era lo que está entre el sueño y la muerte. Era un peligroso sueño en el zaguán del más allá. Volvió de él lentamente, tan lentamente como la hierba brota, pero volvió al fin. Y ahora estaba tan ebrio del espíritu de la vida como el más despierto, chapoteando como un caballo padre, ejecutando las más pintorescas cabriolas para regalo de su compañera, revolviéndose en aquel golfo del río, nadando con la cabeza y la cola en alto, 226
sumergiéndose y emergiendo entre restallantes latigazos a la corriente o alzándose para mostrar la blanca y repleta barriga con gruñidos y bramidos que no hacía oír en otra época del año, mientras de sus quijadas y su rabo se exhalaba un cosquilleante olor a almizcle. Y no era un vano alarde ese terrible consumo de energías, no, porque sin ello su hembra no hubiera dado fe a sus protestas de amor, pese a que él la había conquistado después de asoladoras luchas con sus rivales. De veras, apenas hay gente de trato mutuo menos cortés que los señores caimanes por poco que se irriten. Y la rivalidad amorosa irritaba casi hasta la ebullición su sangre fría. La última primavera, que había presenciado tantas luchas, no vió nada igual a la ofensiva y defensiva de los caimanes machos entre sí: asaltos como de perros hidrófobos, entre resoplidos y bufidos entrañables y coletazos de maravilla - mandobles de guadaña y clava a la vez - sumergiéndose y emergiendo de golpe, salpicando de agua el aire o la costa, tiñendo de sangre las espumas del río, a veces amasando entre muchos una sola pelota, o trabados en duelo singular, cogiéndose uno al otro con sus desbordadas mandíbulas, luchando hasta el agotamiento o hasta que el más fuerte daba una vuelta sin soltar a su víctima, con diabólico estilo a punto que la mandíbula de ésta se rompía crujiendo y rechinando. Sí, mandíbulas rotas, colas amputadas, ojos fuera de sus órbitas, patas tronchadas colgando sólo de la piel. . . ¡ esos solían ser para muchos los saldos del amor guerrero! Sólo que nadie, fuera de los suyos, se dignaba conceder una mirada a aquella ceremonia, pues las demás tribus del bosque y del río celebraban también la primavera a su modo: los peces, las aves y los que corren o se arrastran por la tierra. Ritos morosos y complicadísimos entre macho y hembra; duelos a primera o última sangre entre los machos. Allí cerca, justamente, estaba entregada al sagrado juego una pareja de garzas blancas, criaturas incansables e inimitables en la pasión y la gracia de sus muestras de amor mutuo. Los peces no cantaban, chillaban o rugían, es verdad, pero la inspiración de la estación sacra mostrábase en el azogado brío de sus movimientos y en el renovado esplendor de sus colores. Las 227
palometas y otros peces en banda surgían y se sumergían con golpe y restallar de fustazo. Pasaba el surubí, con su lomo azul violado de cabrilleos iridiscentes y sus flancos a pintas. Pasaba el dorado, con su esbelto perfil y su cabeza un poco en alto y su armadura hecha por el sol y la luna a un tiempo, tan clara encima como debajo de las aguas, velocísimo como ninguno en sus juegos de amor, antes de lanzarse aguas abajo hacia el Plata para regresar al desove en vísperas de invierno. Gloglo era tal vez el dios del río. Decimos tal vez porque al respecto las opiniones estaban divididas. Algunos lo tenían por el Padre de las aguas y daban corno prueba el hecho de que su salida a tierra (que coincidía con las grandes crecientes) llevaba las aguas a ella y su regreso al río arrastraba la inundación detrás de su cola venerable.. Otros juraban fervorosamente que el verdadero dios era el río, y Gloglo era sólo su gran sacerdote y comunicaba con él por medio del éxtasis, cuando sobre el fango y bajo el sol quedaba por horas en beata inmovilidad con los párpados bajos... En cualquier caso, Gloglo era como el antecesor de todos. De su augusta antigüedad hablaban claro su cráneo horizontal, su ejército de dientes y placas, más minerales que animales, no menos que su voz fría y como fangosa, del fango originario, sin duda, de los días inaugurales del mundo, tal vez cuando las rocas recién estaban aprendiendo a criar musgo. . . ¿Acaso no recuperaba sumergiéndose en sí mismo - eso era su modorra - su horizonte antediluviano: ultramilenaria fraternidad con la selva, el sol y el agua: lluvias por lunas enteras, sol de esplendor y tiranía implacables, bosques de ademanes desmesurados? Criatura misteriosa y sagrada, era lo cierto. Viviendo en la encrucijada de esas dos enormidades, la selva y el río, se movía tan bien dentro de la una como del otro, y SÓlO él hacía eso, porque si bien muchos hijos de la tierra cruzaban el agua, no conocían sus intimidades. ¿Quién tenía, como él, una segunda dentadura encimera que iba desde la punta de la cabeza a la punta de la cola? ¿Y quién, fuera de él, poseía ese instrumento de castigo divino que era su cola flagelante? ¿Y cómo era que podía descender a las catacumbas del agua por el tiempo que quisiera 228
(ahogando así a los mamíferos o aves que llevaba a remolque) no siendo él un mero y vil pez, como lo probaban sus menudas y blancas manos sacerdotales? ¿Quién podía ni soñar en violar el respeto que le era debido? Nadie, ni la misma Macha, la anaconda, podía atreverse a un abrazo con él, ella, la gran reina del bosque que a veces atravesaba el río con todo el torso en alto como un mástil sibilante contra el viento. Sólo Yaguatyrica, el jaguar, con su sacrílega insolencia, se atrevía alguna vez a estirar su sucia garra hasta los cachorros reales de Gloglo. —Somos los nobles -decían él y los suyos-, es decir, los más antiguos. Somos inviolables. El río y el bosque fueron creados para nosotros. Somos antcriores al hombre rojo que asomó primero a la orilla del río y al hombre blanco que vino después. ¿Qué? Je. . . je. . . j e. . ¡Nosotros hemos conocido al otro,el velludo, el que caminaba a ratos en cuatro patas como el oso hormiguero y que d.csccndja de los árboles sin más arma que una rama...! ¡Oh!, hemos conocido días de piedad y fervor, cuando los hombres, que no habían perdido la inocencia original, nos adoraban no sólo respetando admirativamente nuestras andanzas por tierra sino adornando con bayas y flores nuestros cuellos o halagando con tórtolas y miel nuestro sacro apetito.
Pero la fe antigua fué perdiendo terreno con el tiempo y era cada vez mayor el número de los descreídos y aun de los blasfemos. Para ellos Gloglo era sólo conocido con el nombre del Tragón, o el Bocón o de Fosa común. Decían: "Tiene hambre desde la punta de la cabeza a la punta de la cola." Y otras veces: "por más que coma siempre está en ayunas". Tina cacatúa profirió algo que todos sus copartidarios repetían con admiración por lo mismo que lo entendían poco o nada: "Su presencia es un blasfemo horror infligido a la sacra belleza del día." A esto los creyentes contestaban que Gloglo, más aficionado a la carne guardada que a la fresca (aunque él no solía demorarse con detalles de esa laya), era el gran saneador o salvador de las aguas del río. Y agregaban que sus aparentes actos de 229
bulimia eran casi siempre sacrificios de carácter esotérico, pues de su devoción por la abstinencia daba demasiada muestra su absoluto ayuno en todo el invierno. Mas las irreverencias no amainaban por eso. —Tiene patitas de cachorro observaba la bandurria parada sobre una sola pata idéntica a muleta -, sólo para hacerse la ilusión de que no se arrastra sino camina. —¡Qué! ¿Soy tan estúpida como el yacaré?
—mascullaba con su boca sin dientes la tortuga. Ni decir que a Gloglo no le alcanzaba esta cháchara de renegados y continuaba tomando sus baños de sol con los globosos párpados cargados de barro y beatitud. Pero más frecuentemente esperando el bocado que el destino mandara con su cuerpo perversamente parecido a un leño de los tantos que el río trae a flote. O se arrimaba a las orillas usadas como bebederos por los de tierra, con el cuerpo hipócritamente sumergido sin más que la punta del hocico y el ojo a flor de agua, ese ojo balconero que bajo el párpado casi córneo parecía brillar con la malicia de los fuegos fatuos del pantano. ¡Oh, sí!, ¿por qué negarlo? Prefería a cualquier otra, esa carne roja, caliente, humeante de los hijos de la tierra. (Decíase que a Gloglo se le había escapado cierta vez esta confidencia: "Sí, me tragué un par de gruesas cañas porque olían a cuero viejo. . . hasta que advertí que eso terminaba en. . . un hombre.") Sólo que, según iban las cosas, ese modesto sueño llevaba poca esperanza de realizarse. En efecto, las aguas del río venían bajando desde semanas atrás, y, en los últimos días, en forma que comenzaba a preocupar a todos. Ni lluvia ni síntomas de lluvias, sino, al contrario, todas las muestras de una gran sequía. Mala noticia para todos, para los hijos de la tierra, del agua o del aire, para los que vivían de pasto como para los que vivían de carne, y para la selva entera. Y la sequía vino. La selva tenía dos dioses, uno hembra, la Humedad, y otro macho, el Calor. La ausencia calamitosa de la primera eso era la sequía. Entonces el Calor, irritado, se volvía insufrible.
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Esta vez algunos árboles, de humor tardío, no alcanzaron a florecer. Muchos pájaros y monos emigraron al sur. i Oh, el viento norte, con su resuello de volcán, que no parecía haber oído lo que fuera una gota de rocío, y que agostaba el musgo, y que resecaba y resquebrajaba lo mismo el suelo que las cortezas de los árboles, las astas del venado que las escamas de la víbora o el pico del tucán! Los esteros iban todos convirtiéndose en algo tan enjuto corno un cascabel o una camisa de víbora. Los hijos de la gran selva -plantas o bestias - exquisitamente sensibles, cual menos, cual más, a los cambios atmosféricos y acostumbrados diariamente a un aire como de vísperas de lluvia, fueron entrando todos en la pasión y la agonía de la selva. La flora y la fauna, cada vez más enjutas de raíces y hojas, de fauces y de entrañas. En noches y noches y en leguas de bosque, ni una gota de rocío. El gran olor casero de la selva (el vaho pestilencial de la vegetación descompuesta unido al de los brotes y corolas, el aliento del pantano y del jazmín mezclados) había cambiado profundamente: el de ahora era corno un tufo a chamusquina. Y algo más ofensivo y humillante aún: polvo en el aire en vez de humedad, polvo en los pelajes y plumajes, en las narices, en los ojos, en los gaznates, y estornudos y toses. Era casi seguro que los balidos y chillidos de las bestias sedientas, amustiaban más los brotes y las hojas. Los chanchos del monte, los sujetos peor educados de la selva, que no encontraban ya un charco miserable donde hundir el morro o embarrarse el cuerpo para mitigar el calor, expresaban corno nadie, en sus acérrimos gruñidos, la irritación general. Un anta, seguida de su cachorro cebrado aún a franjas longitudinales, se arrimó a beber con la extrema precaución del caso. Sobre el anca derecha mostraba una cicatriz a cuatro rayas: el inconfundible recuerdo de la garra del jaguar. En un mustio sauce de la orilla, un martín pescador acechaba el curso desganado del caudal. De pronto, corno una emplumada flecha de indio se arrojó sobre las ondas, desapareció debajo de ellas a modo de un ánsar, reapareció como de rebote
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con una mojarra atravesada en el pico y voló a posarse de nuevo en su rama; todo en menos de lo que escupe un trompa. Hubo un movimiento general a un lado y otro en una de las márgenes, abriendo una ancha calle, mientras todas las miradas se volcaban sobre ella y todo rumor decreció casi hasta apagarse. Era Macha, la gran boa, que venía a refrescar su lengua y sus escamas en el río. Bajaba suave, mimosamente, mejor, gozando a ojos vistas del interés terrible que concitaba, como un río de innumerables ondas de pavor y hermosura... (Tenía setenta pies de largo.) Todos sabían üue era la fuerza máxima de la selva y del río, y que lo que ella ceñía con la espiral de su abrazo reducíase a salchicha, y que sus mandíbulas podían abrirse hasta superar el calibre de su bocado, cualquiera que fuese, y que sus dientes encorvados hacia atrás no podían soltar lo que apresaban y así debía ingerirlo fatalmente. Y sabían, también, que era profesora de natación, y que en tierra la finta de su cabeza tenía la velocidad de la luz, y Que trepaba a los árboles con más facilidad que.. . las lianas. Eso lo sabían mejor que nadie los monos, que ahora, allá en los árboles de la orilla, agarrándose con las cuatro manos y la cola, inclinábanse sobre el lugar por donde desfilaba Macha corno sobre un vertiginoso torrente. Una voz de dueño invisible dijo, por ella, sin duda: —Sí. puede tragar un hombre, un Jaguar u otra boa... Lo que no puede tragar, sin tragar la muerte, es... un yacaré. ¡Je... je... jo...! —ADónde termina el cvello y dónde comienza la cola de esa señora? - agregó un p apagayo, volcando hacia el suelo uno de
sus ojos laterales, mientras se aferraba mejor a su rama con sus patas ganchudas. Algunos intenaron celebrar la irreverente bufonada, pero la risa se les ahogó adcntro m i entras Macha, con su chata cabeza a doce codos sobre el nivel medio de la corriente, confundía misteriosamente las ondas de su cuerpo con las del río. Pero la peor calamidad de la sequía era que la casi entera ausencia del agua, obli g aba a todos a llegar al río y bajar hasta su muy mermado caudal, bajo la quemante necesidad de abrevarse. Y he aquí que Gloglo y los suyos, dueños del río, se aprovecha232
ban largamente - con todo el largo de sus inacabables mandíbulas - de la miseria de todos cazando a mansalva. Sólo que las opiniones sobre tal hecho no estaban acordes. -Haugrñ. . .1 - rugía entre dientes Yaguatyrica, el jaguar negro -. La iguana del barro y los suyos se portan como quienes son. Pero ya vendrá un día en que podré darme con ella en el terreno que yo elija como ella lo elige ahora y entonces tendrá que responder a cierta pregunta que los demás habitantes de la selva le van a dirigir por mi intermedio. —Son la gente más arrastrada de este mundo —murmuró
con acento trémulo el pequeño ciervo de los pantanos sacudiendo sus flamantes candiles -. Más arrastrada que la última víbora -
agregó, bajando más la voz. —/Cómo es posbie caer en tal impiedad! - se encandalizó la iguana-. Gloglo, el viejo de los viejos y por ello sólo el más virtuoso y sabio ha sido y será siempre el señor del río. Y su hambre es sagrada. —Es el gran sacrdote del río y su vientre es la bendición del agua y la tierra, y nuestro piadoso deber es procurar que nunca esté vacío - carraspeó el jote, el buitre de cara negra Y hará llover cuando él lo quiera, es decir, cuando los impíos no le den queja. —Tú lo has dicho - gruñó lentamente una voz misteriosa y
fangosa, y aunque nadie pudo ver a su autor, todos creyeron adivinar quién era - . Soy el padre y el hijo primogénito de las aguas. Y soy su espíritu. Este es el gran misterio, y el que pueda entender que entienda. Y las aguas regresarán cuando Gloglo lo disponga.
Todos buscaron con la vista algún lugar de las aguas junto a cualesquiera de las márgenes del río, donde pudiese brillar algún punto identificable con el ojo o el hocico de Gloglo, invisible así bajo las aguas y en alevoso acecho del primer incauto que bajara a mitigar su sed. Pero no vieron nada. ** *
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Y un día, después de varios otros de oceánicos nubarrones y de sofocación casi estrangulante, trajo el viento una noticia remotísima a todas las narices: llovía en el lejano norte. Y la lluvia comenzó a caer en las últimas horas de la tarde, sin mucho apuro, como las cosas que tienen seguridad de durar. Sin apuro, como si ensayara algo nuevo después de tamaña ausencia. Pero al fin se arrojó toda y de golpe, corno un puma sobre su víctima. Pasaron instantes apenas y toda la selva humeaba como un incendio recién apagado y la lluvia resonaba en ella al modo de un órgano en una catedral. Y después, lo que embriagaba a todos: el sacro original olor de la tierra y la selva empapadas de agua. -La imprecación de Gloglo ha sido escuchada! -se oyó chillar y chillar por varios lados. -¡Una vez más el milagro! ¡GlogIo nos ha salvado a todos! —Ustedes lo han dicho! -corroboró Gloglo, con voz salva-
jemente ronca, saliendo esta vez lentamente del río hacia la orilla. Algunos, por primera vez pudieron contemplar su famosísima efigie. Era, en efecto, una soberana criatura de unos diez codos de eslora. Ante el mal disimulado azoramiento de muchos, las cigüeñas presentes dijeron, con aire ligeramente desdeñoso: —En los ríos del norte, sobre el trópico, hemos tropezado con algún caimán negro que superaba por lo menos en un tercio el metraje de. éste - concluyeron moviendo el largo pico en direc-
ción a Gloglo, a quien se vió en ese momento aplastar su fantástica garganta sobre el suelo, como para sentir mejor el latir de la tierra estremecida recónditamente por el tundir del río y de la lluvia. Quedóse así, inmóvil, con los córneos párpados beatamente bajos como si al crepitar de la lluvia sobre su aspérrima espalda sintiera a la sordina el galope de las edades regresando a lo primordial. Con insignificantes intervalos la lluvia siguió cayendo día y noche, tan espesa a ratos como la propia selva. Todo el río era un solo Iguazú. Y, naturalmente, el bajo nivel del caudal del río comenzó a subir, casi imperceptible al comienzo, a ojos vistas después. El Paraná estaba hinchándose y alzándose corno el cuello 234
de ciertas víboras en el apronte del ataque. Y por días y días los árboles y las bestias de ambas márgenes asistieron al desfile de las grandes aguds que bajaban del trópico y de todo lo que arrastraban consigo con rumbo hacia el lejano Atlántico. Aguas rojeantes como si en el misterioso norte se estuvieran librando desmesuradas batallas, y a trechos babeantes y espumantes de violencia, y con sus despojos y botín a flote. Pasaban, horribles y ridículos a un tiempo, conocidos o extraños animales nadando de costado, es decir, cadáveres, ya con su tripulación de cuervos que iban almorzando su propia barca. Pasaban grandes árboles sumergiéndose y saltando sobre el agua como delfines, y sobre tal cual rama pesada de caracoles caían el halcón de los pantanos y otros pajarracos de cuenta. Pasaban altos conos de hormigas con todos sus constructores ahogados en la base. Pasaban cardúmenes con las aletas dorsales a flor de agua. Pasaban anchísimos embalses de camalotes con sus corolas teñidas de cielo y, a veces, con pasajeros a bordo. Y el calor y la sofocación y la lluvia siguieron. Y en realidad el que desfilaba interminablemente sobre las aguas tumefactas y roncantes era el trópico entero con sus fieras, sus insectos, sus flores, sus silbidos y sus fiebres, con sus troncos y sus nidos, con sus tortugas y sus victorias regias, con su pulso excesivo y su resuello humeante, y sus ondas caldeadas en las corrientes del infierno, y sus piraguas sin remos, y sus remolinos voraginosos vestidos de espuma, y el misterio primordial del diluvio, ¡la creación y el caos en nupcias! No era fácil, en verdad, comprender cómo el río podía dar cabida a semejante flota, y cómo la innumerable e inconmensurable red de los camalotes no la constreñía y estrangulaba del mismo modo que ciertas lianas ahogan a un árbol gigante. Hacía poco soñaban todos con la lluvia como un ciego con la luz, delirando por una gota de agua. Ahora... no parecía haber ni una gota de aire. Todo era una niebla blanca como las nebulosas, irrespirable como el humo. Hasta que un día, al fin, la lluvia se acabó como todo, y el sol apareció una vez más, pero ésta fué para alumbrar un mundo 235
recién nacido, un mundo salvado de las aguas, como Moisés. ¡La selva entera embebida de humedad como un hongo, toda semejante a los helechos -vello púber de la tierra—, con su ingenuísima frescura de comienzos de lo viviente! Pero la presencia desnuda y sacra del sol estaba obrando ya. Comenzaba a revelarse lo que son las ubérrimas perezas del trópico. En la selva el olor aéreo de los brotes y corolas recién venidos se mezclaba al vaho torpe y creador de la tierra y de la vegetación corrupta, y en el río el gran calor había puesto ya en fermento el sargazo que despedazándose en archipiélagos e islotes iba derivando hacia el sur. Y los comedores de hierba y los comedores de carne estaban de Jubileo. Gloglo y los suyos se habían arrogado el derecho de prop iedad - aunoue sólo acatado a medias por muchos interesados - sobre los difuntos o semidifuntos cine traía la corriente. (Ahitos, trepaban a gozar del sol sobre los troncos flotantes que acunaban maternalmente la beata modorra de sus digestiones.) Y no sólo eso; a provechando los desbordes del río o el alto nivel de sus aguas, extendían su dominio a la tierra, recorriendo todo lo oue nodían de charcos y esteros. Es decir, volvía la ép oca en nue caimanes y iaguare.s suelen renovar un sagrado y viejo pleito. Yaguatvrica y los su yos consideraban a sus adversari os intrusos de la tierra y testimoniaban su entrañable indignación, haciendo de los yacarés jóvenes y niños su p lato favorito. El odio de los caimanes procedía de rumbo op uesto: reputaban a los overos corno insufribles intrusos cuando los veían atravesar las ondas de su dominio fluvial a todo nado como si fueran n i etos del overo surubí. Los de ferrada cola preferían dirimir sus cosas con l og de zarna en lance caballeresco, esto es. en combate naval. Naturalmente, los otros ureferían la noble tierra firme. Sus respectivos vasallos mostraban un ferviente interés por esta guerra de los treinta mil siglos entre los señores del río y los elel bosaue, aunque nunca se su p o si era flor amor a sus amos o por la secreta esp eranza de librarse de ellos. Los dos grandes rivales -como todas las otras rivalidades existentes en la selva - sólo llegaban a ceder en un punto: el
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acuerdo en considerar al hombre como el desdoro de la zoología. Coincidían estusiastamente con ellos todos los demás animales, y sus juicios sobre el hombre, a quien conocían a fondo, no eran excesivamente encomiásticos ni adulatorios. —Es el enemigo de todos y hasta de sí mismo. —Es el único cobarde, el que lucha no con su fuerza y su baquía, sino con las de sus armas. —El único asesino, el que mata por matar. —El hombre, aunque parezca la más inteligente de las criaturas es, por culpa de su vanidad y su avaricia, la más estúpida de todas. —Llega a comer a los de. su propia especie. —Vive en vizcachcras y tucurusúes llenos de humo y de basuras. —¡Allí es donde unos caen de rodillas ante sus propios semejantes! —Allí donde el hombre construye trampas y jaulas para el hombre!
Ni decir que Gloglo y Ynguatyrica atizaban ese odio religioso al hombre... que éste les correspondía cordialmente a los dos, como a los únicos que alzaban sus demoníacas bocas hasta ese sacramento aue es la carne humana. Era una de esas fastuosas mañanas de la gran selva. Soplaba apenas sobre el río, desde la espesura, una brisa cuyo olor y frescor era una inspirada felicidad, porQue ya se sabe cine el bosque ES maestro en trasmutar lo podrido en vida refloreciente y lo nauseabundo en fragancia edénica. El nivel del gran río había baado un poco, y la vida en é había recobrado su aspecto habitual. En un grupo de palmeras de la orilla una bandada de guacamayos detonaba al sol en colores tan insolentes y chillones corno su cháchara. Cerca, en lo alto de un lanacho, un mono sujeto a una rama con sus patas y su cola, deshoiaha flores de enredadera. Desde un islote vóse lanzarse al agua una esecie de gigantesca rata nadadora que traía algo ene no se p er&bía bien sobre su lomo. Llegada a tierra pudo advertirse que aquello que parecía carga era su par de rorros que venían mamando cómodamente, 237
porque el fantástico animal tenía tetas en la espalda. . . Era un quiyá. En eso, el sordo rumor de la corriente fué apagado por algo como un restallar de látigo. Un nuevo nadador acababa de azotarse contra el agua y se movía como debajo de ella sacando el hocico. Arribó al islote. Tratábase de un animal paticorto y tan hirsuto y espeso de cuerpo como un chancho. Era un carpincho, el gran roedor de árboles y catador de plantas acuáticas que, por excepción, mostrábase esta vez en pleno día; el carpincho, cuyo cuero codicia el hombre y cuya carne entra en los mejores sueños del jaguar. Nubes zumbantes de tábanos y barigilís alzábanse dondequiera. (Los mosquitos se ponen a incubar sus huevos en las plantas del agua: allí dejan los peces sus huevos para que sus crías se alimenten de larvas: allí van las garzas, flamencos y otros pescadores detrás de pececillos: allí el insurgente rey del fango, el yacaré, hace castañetear sus dientes contra todos.) Por el cielo, alguna vez, cruzaba en formación casi militar una escuadrilla de patos, o advertíase, como una larga cinta ondulante meneada por sus dos extremos, una bandada de bandurrias. Sobre las aguas vióse en eso avanzar vivamente un ampo refucilando al sol, cuando de pronto se escuchó como un t i ro y algo como un relámpago de plata se perdió bajo las ondas y sobre ellas un gigantesco pez destacó su cuerpo africano y su barbicha china. El manguruyú quería desayunarse con mojarras. Poco después, por una picada de la orilla, se miró avanzar bajando hacia el agua, una tropilla de yeguarizos. De repente el padrillo delantero, que marchaba con vibrante cautela confiándola a sus ojos, sus orejas y sus ollares... se tendió hacia atrás con un fragoroso rebufe, y él y los suyos se volvieron a escape sobre sus rastros. Justo a dos pasos de la línea de la espantada, Gloglo, como si nada tuviera que ver con ella, emergió y trepó lentamente a unas rocas de la orilla, arrastrando el largo tren blindado de su cuerpo y allí se tendió, con solemne pausa, a adorar el sol. Los pocos ojos que lo vieron admiraron sin querer, una vez más, el antediluviano horror de su catadura. Para mejor,
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en la rama más alta del arbusto próximo acababa de asentarse un surucuá, como si la Naturaleza quisiera exhibir, frente a frente, dos de las muestras más dispares de lo que es capaz de criar: junto a la fealdad soberbia y hierática de Gloglo, la irresistible hermosura de aquel pájaro, quizá el mejor ornato para el dintel del paraíso. Sólo que, como él no disponía del terror y la fuerza, no cosechó nada parecido a los testimonios de embelesada admiración que escucharon las enfangadas orejas de Gloglo: —¡Un golpe de su bendita cola puede acostar a un hombre! —Su vientre es claro como la cara de la luna y nada hay más blando y blanco que. sus manos sacerdotales. —Loor al salvador de las aguas! (Era el eufemismo del
escamoteador de cadáveres del río.) Este religioso respeto que Gloglo inspiraba a tantos acababa de subir de grado, pues decíase que en la inundación reciente había almorzado a un hombre que venía en una piragua río abajo. -Era un hombre muerto -cuidaban de agregar sus devotos -. Un hombre muerto.
Sólo que el hombre muerto había tenido tiempo de proferir algunos gritos antes de irse a pique en el garguero de Gloglo, según los mejor informados. En realidad las cosas habían ocurrido así: habiéndose acercado penosamente la piragua a la orilla, su tripulante, que venía al parecer herido o enfermo, intentó bajar a tierra cuando Gloglo, apareciendo detrás de él, lo derribó de un colazo sobre la hierba y después, tomándolo por una pierna, lo sumergió vivo con él debajo de las aguas. (El secreto de hazañas como ésta, reside en que, si bien el yacaré no es ningún pez que se permita respirar sin apuro en los bajos fondos, ocurre que su tráquea se comunica directamente con los sobresalientes agujeros de su nariz, y tanto, que su boca y su garganta pueden entenderse con su víctima hasta ahogarla sin que él precise interrumpir su resuello.) No faltó quien supusiese que Gloglo mató al hombre en defensa de su nido, que creyó amenazado. En efecto, lo tenía no lejos del punto donde se detuvo la canoa: es decir, allí estaban sus decenas de huevos no más grandes que el de un ganso, entre capas de hierba y lodo, dejados para que el sol y el calor
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de la vegetación descompuesta los incubasen. Sólo que la señora caimán debía vigilar los aledaños, pues algunos mostrábanse golosos de aquellos huevos pasados por barro.. . Y la endemoniada tortuga trionice de hocico de jabalí tenía por bocado insusti tuible aquellos pichones de cuatro patas recién salidos del cascarón... Cansado de entibiar al fuego del cielo su frígida sangre del fango, Gloglo se apeó del solarium y desapareció bajo el agua. En el mismo instante se advirtió que alguien, nadando al sesgo por el río, parecía buscar una orilla. Era un venado de los pantanos, luciendo los bellos candiles de su testa y parte de su pelaje alazán. Gloglo lo había visto antes que nadie y su muda zambullida obedecía a eso. Gloglo tenía un cerebro despreciablernente chato - como todos los tiranos o dioses primarios—, pero su astucia era diabólica. Nadie, ni el mismo ciervo, advirtió ciertas irvísimas ondulaciones que seguían una línea convergente con la que traía el avance del venado. Verdad es que el submarino con patas sacaba a flor de agua uno de sus ojos saledizos y la punta del morro; pero eso pasaba inadvertido entre el cabrilleo de la corriente. Con todo, el de la testa coronada debió recibir algún secreto anuncio, porque poniendo su nadar a todo trapo, enfiló en ángulo recto hacia la orilla y al sentir el suelo providencial bajo sus patas inició su primer salto en momento en que las kilométricas quijadas de Gloglo se abrían y cerraban a un jeme de sus corvejones con un escalofriante estridor de incontables dientes que se agrcden entre sí al fallar el golpe. El venado, con un balido de espanto aceleró sus brincos hasta sumirse en el cañaveral próximo. Llevado por el calor de la persecución, pese a su sangre fría el pirata anfibio avanzó algunos pasos sobre tierra firme. Mas he aquí que allí muy cerca, entre la maciega, hailábase Yaguatyriea, el jaguar negro, por pura casualidad; o podía ser igualmente por enconosa premeditación. El gran jaguar saltó sobre su contrincante tratando, con erudición profesoral, de colocarle los colmillos detrás de la oreja, única hendija que ofrecía la armadura medieval del otro. No lo consiguió - al menos del todo y brincó de costado para eludir la vehemente retribución de
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Gloglo -su coletazo - que le alcanzó de refilón la espalda, derribándolo a medias. El retador se enderezó sobre sus patas traseras (sumisas las orejas, sublevado el pelo del lomo y un crescendo nada musical en el gaznate) y saltó tratando de engarzar sus garras en los prominentes párpados del saurio. Gloglo, que por un excesivo ajuste de su loriga no puede tornar la cabeza, había reculado hasta envainar medio cuerpo en el río cómplice, e intentando a su vez estrechar con la mayor intimidad entre sus dientes una de las enguantadas manos de Yaguatyrica, para convidarlo cordialmente hasta el fondo del río. Pero esta vez, como en muchas anteriores, el cumplimiento de los buenos propósitos mutuos del negro capitán de la selva y el almirante de agua dulce, quedaron diferidos para mejor ocasión. *** Sólo que la biografía de Gloglo no termina aquí. No termina porque en las orillas del río, más al sur, habitaba Chineo, un hombre solitario, que vivía casi exclusivamente de la pesca. Que era anfibio, claro está, digo que se manejaba tan bien sobre la tierra como dentro del agua. Pero había algo más. El hombre era cazador de yacarés, aunque parece que casi nunca o nunca se tomaba el trabajo de sacarles el cuero para la venta. Agregábase que su madre lo había destinado y amaestrado para ese oficio desde niño, a fin de que vengase la muerte del padre que, según él mismo diz, había naufragado en la boca de un yacaré cuatrero, que, a buen seguro, no era otro que Gloglo, cuya edad emparejaba fácilmente sin duda la de los viejos árboles de la ribera. ¡Yacaré cuatrero! Llámase tal al que por escasez temporaria de su alimento propio -anguilas, peces, ranas, babosas- o por otra circunstancia anómala, probaba sangre caliente de ave o mamífero, y terminaba poco a poco perdiendo todo interés por la sangre fría. Ya sabemos que Gloglo había pasado por esta experiencia. Lo que sólo se supo años más tarde es que Gloglo, por su nueva senda de nutrición, había llegado a los extremos del vicio y la
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audacia. Poco a poco, pese a su soberana barriga y sus patitas endebles, el sedentario de aguas adentro había aprendido a callejear sobre la tierra, trepando por la barranca, ahitándose después por entre pantanos y herbazales. Había comenzado por conejos, gallinas o corderos para subir a cerdos, novillos y. ¿por qué no? a hombres. A veces, según el tamaño de la víctima, la transportaba entera o la despedazaba llevándose una pierna o la panza - lo que cercenase primero su dentada guillotina -, volviendo o no por el resto. Su confianza en sí devino tal, que en dos ocasiones se escurrió hasta los gallineros y en una de ellas fué sentido por los perros, aunque demasiado tarde. ¿Qué podían ellos, por lo demás, contra la invulnerable coraza de la gran bestia horizontal? Sólo recibir un coletazo de muerte como ocurrió. ¡El estúpido animal de cabeza chata se desempeña con la más recóndita astucia! Que Chirico era anfibio, dijimos. Sí, eso; y no sólo tenía una soltura de surubí dentro del agua sino que podía mantenerse debajo de ella hasta tres y cuatro minutos, como los mejores buzos sin escafandro. ¿Pero qué buscaba él en los bajos fondos del río? ¡Desnudos vientres de yacarés, simplemente! No, él no los atacaba con flechas enherboladas o con lanzas como los indios, o con balas como los blancos. ¡Ya vamos a verlo! Un día, después de muchos otros empleados en estudiar los rastros y hábitos de Gloglo, logró sorprenderlo tomando el sol en medio del río, benditamente amodorrado, sin duda. El cazador, que iba casi desnudo, se desnudó del todo y se sumió silenciosamente de cabeza en las aguas, con su gran cuchillo de monte entre los dientes. Al martín pescador que curioseaba desde un sauce de la isla próxima le pareció que el buzo tardaba demasiado en volver a la superficie, desaforadamente, como en tantos otros casos, a cambiar por una bocanada de aire vivo, el gas envenenado de sus bofes. Un bramido cavernoso e inaudito de bestia de eras abolidas se extendió de repente por sobre las aguas, y sobre ellas el desmesurado cuerpo de Gloglo apareció girando sobre su eje, tiñendo 242
de sangre las espumas, hasta flotar al fin a la deriva sobre el lomo, con el vientre y las tripas al cielo, a tiempo que su ajusticiador surgía del fondo de las aguas como si fuera del fondo del infierno, con un restallante bufido de desahogo, los ojos desorbitados, manando un hilillo de sangre por los oídos, la larga melena chorreante sobre los hombros, braceando hasta llegar a la orilla para erguirse allí gritando algo en un idioma que no era humano, a buen seguro. Sólo que esta vez Chineo no sólo se dignó quedarse con el pellejo y la cabeza de Gloglo a título de trofeo, sino que comió de su carne como éste había comido la de su padre, con fruición taliónica. ¡Ojo por ojo y diente por diente!
EL DUENDE DE ALAS DE VIENTO
campeón de vuelo rápido, o demonio número uno del aire, Guamán, está demorándose, un buen rato ya, en su pasatiempo favorito, el único inocente, digámoslo de paso: un envión de flecha india abortado en los más chocantes desvíos; anchas y serenas ondulaciones después; en eso, un remonte de veinte o veinticinco brazadas en espiral aguda, para detenerse al pairo; un rápido, más verdadero baile, ahora, y de pronto, una profunda zambullida de cabeza en el aire, hasta ir a aterrizar en las hierbas enanas del plan. Porque, al revés de todos sus parientes, el gavilán no sólo deja el aire por el suelo, con frecuencia, sino que come, duerme y anida junto a él. En efecto, perdido entre la maciega, sobre una mata, a dos jemes del suelo, en prevención de aguas anegadizas, estaba su nido, sobrio camastrón de pasto y hojas, con la cuna del medio para los huevos de la postura primaveral que, ahora en noviembre, después de la larga incubación a cargo de la hembra (mientras el macho, merodeando por ahí, volvía a veces con alguna presa) y después de un mes vencido de crianza, se han trocado €n esos tres robustos pichones, iniciados hace tres días en el arte de la excursión buscona. Ejemplar de celo y de cariño, había sido el desempeño de los padres en tal trance: la madre, olvidando del todo los serenos L
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goces del vuelo, los agudos goces de la cacería y el engurgitar bocados vivientes y sangrantes; el padre, trayendo con la frecuencia que le permitía la suerte, los únicos alimentos que podía digerir la tierna prole: ranas, lagartijas o pichones, servidos en picadillo. Pero Guamán, el alilargo, que bajaba a la sazón con las garras vacías, no llegó al nido; tranqueó un trecho sobre el suelo estirando los cortos y fornidos tarsos, bien envainadas las zarpas de guerra. Saltó al fin sobre un peñasco y quedó en acecho. Allá, sobre el fondo inocente del alba, fué denunciándose sin confusión posible, su catadura tenebrosa: la cabe za de víbora o de punta de lanza, el pico de garfio, el ojo espléndido y feroz, como un arco tenso la comba de cada ala. El redondel de plumas que enmarcábale la cara, tenía algo de patillas tigrunas. Un collar gris separaba el castaño subido de su pecho y su garganta.
Los recursos de su agilidad, su fuerza y su audacia, manejados con estrategia y táctica de gran escuela, eran casi infinitos. Nada raro, pues, que la lista de sus platos predilectos fuese tan larga como la anchura de sus preferencias, que iba de mamíferos a batracios, de volátiles a rampantes, Sin que despreciase las langostas por ásperas ni los caracoles por babosos. ¿Huevos? i Cómo no!, comenzando por los de gallina y aunque fueran de clueca. Alguna vez - sin que pudiera saberse si eran fantasías dictadas por su apetito o por su mal humor— salíale al cruce a tal cual halcón joven en pleno vuelo y le echaba la cuchillera zarpa estrujándole el cuerpo hasta ahorcarle el corazón. Qué mucho, si un poco por voracidad impenitente y otro por alarde bravucón, dió en la flor de burlarse hasta de los cazadores a fuego: acechándolos desde lo alto de su vuelo dormido, precipitábase casi a son con el estruendo del disparo, y la tórtola o la perd i z tenían apenas tiempo de golpear el suelo, cuando ya estaba el comedido estirando sus dedos de diablo y partiendo, todo en uno, y tanto, que el dueño no tenía tiempo de enderezar su arma y a veces ni de sospechar lo ocurrido. 245
Su vista era lo suficientemente erudita como para no ignorar, en pleno vuelo, la presencia de piezas liliputienses disimuladas entre la hierba o los accidentes más pequeños del terreno. Pero ni en el ancho de un pelo le cedía su oído. Con astucia de más calado que la de sus congéneres, desdeñaba como atalaya las cimas del aire o de los árboles, por su visibilidad delatora, conformándose modestamente con un arbusto o una zarza, cuando no con el suelo mismo: ahora bien, como turista frecuente de los barrios bajos, difícilmente podía usar todo su ojo, y eso llevábalo a reforzar su guardia sobro el oído, y tanto, que éste podía competir con el de los maleantes nocturnos: una pisada o un desliz, una roedura o un aleteo, servíanle de alerta y aun de denuncia entregadora. En cambio, no había cazador capaz de arrimársele a él a tiro de escopeta. Fuera de eso, lo que ya sabemos: su vuelo era el más rápido permitido a un ala viva, si se exceptúa la de los ángeles mensajeros, y en cuanto a su aguante, dábale para remar mil kilómetros en una jornada. Por lo demás, el estilo de su acecho y de su agresión se amoldaba pedagógicamente a la clase de defensa de la especie elegida. A los patos y pollos del agua, prefería llevarles el ataque a domicilio, es decir, a la represa o laguna, mientras nadaban, llegando hipócritamente en vuelo rasante, o cayendo desde muy alto con tal precipitación vertical, a veces, que desaparecía bajo el agua, aunque para aparecer al punto... casi siempre con el lastre de la presa en las garras. Podía él hallarse en tierra o en una mata al cruzar el cielo un triángulo de gansos o cisnes: veíaselo entonces lanzarse en vuelo bajo, primero, ganar altura en anchos círculos de vértigo, remontarse como un helicóptero, al fin, hasta superar el nivel del vuelo prófugo, y caer sobre la pieza elegida, siguiéndola en todas las vueltas y revueltas de la fuga, hasta echarla a pique, averiada de cansancio y heridas, y llegar junto con ella al suelo ... Sobre los pájaros en descanso o recreo en sitio alto o expedito -alambrado o poste - llegaba tan invisible e imprevisto como un golpe de viento. Si estaban asentados en el suelo o en un árbol, pasaba y repasaba sobre ellos o giraba en torno confianzudamente, ¡y guay del 246
inocente que se creyera más seguro echando mano de sus alas! (Qué mucho, si cazaba insectos al vuelo, con prolijísimo golpe de zarpa, o a pie, persiguiéndolos a la carrera y engulléndolos aunque no sin arrancarles patas y élitros.) En cambio, palomas o pájaros iban a parar a su buche enteros, no más, y gracias si les bajaba las plumas. Tal vez era voracidad pura lo que tomábase por el signo más fehaciente de su crueldad: el descuartizar y comer su presa sin tomarse el trabajo de matarla. Solía merendarse hasta tres palomas en un día para vengar otro de ayuno. Eso sí, en alguna ocasión o temporada opípara de caza, dábase el lujo de probar apenas las cabezas de patos y perdices - sesos y ojos - abandonando el resto a las chusmas del aire o de las cuevas. La variedad de estilos de sus vuelos y ataques era cumplidamente artística. Tenía el vuelo de excursión o viaje, en las altas carreteras del aire, veloz y rectilíneo como una flecha, sin un batir de alas en dos cuadras, a veces. El de exploración, más bajo, es decir, a la altura justa para ojear el terreno a placer, pero también a mansalva, esto es, sin alarmar a las piezas. Y el vuelo festival, el rematado en remonte y picada a fondo. Cuando desde el cernerse explorador, a cuatrocientos pies de altura, elegía la presa, largábase según una parábola más o menos infalible, esto es, la que le permitía tomar el vuelo rasante varias brazadas antes de alcanzar, por detrás, el blanco. *** Guamán se alzó al fin, pero volando muy bajo: era el vuelo rastrero y en zigzag con que exploraba las hierbas o los matorrales chatos. Como no diera con novedad alguna, se remontó algunos metros y volvió en un planeo lento abarcando mucho mayor espacio, sobre las breñas del pie del cerro. Junto a una jarilla se movió un par de martinetas. El corsario torneó el vuelo hasta ponérseles detrás, bajó a pocos pies de altura, comenzó a abanicar llamativamente sus alas, todavía dió un salto y un grito y aun amagó el primer ataque. . . Amagó, no más, por cierto, pues no era tan bobo 247
para lanzarse entre la breña llena de puntas y púas, y toda su pantomima tenía un solo objeto: obligar a las buenas de las perdices, corno otras veces, a dejar su resguardo y correr o volar a campo abierto. Pero las gallináceas prefirieron esta vez cose-se al suelo, sin duda, pues ni el ojo brujo del gavilán, por mucho que halconeó, logró tomar más noticias de ellas. Para olvidar su chasco, el burlador burlado se remontó a gran prisa en una hermosísima espiral, y allá en la gran altura pareció dormirse con las alas tiesas, olvidado del mundo. .., cuando de pronto se largó al sesgo, como un hondazo, en dirección al algarrobo más próximo. Allí, ¡qué casualidad!, estaban tres desconocidos curioseando el mundo. Eran los tres hijos de nuestro amigo el chimango, sacados escolarmente a la primera excursión de caza por sus padres, que en ese momento revisaban el matorral próximo. Cuando el despavorido chistar de los menores denunció el peligro, era tarde: uno de ellos viajaba ya en las garras del garrudo como en la navecilla de un globo aerostático. Guamán bajó hasta casi rozar el arbusto donde la madre hacía repetir a sus hijos las lecciones de vuelo comenzadas la semana anterior, lanzó un grito entre paternal y chacotón y se remontó a cierta altura con el heredero del chimango que aún gemía entre aquel guante de hierro. Sus tres hijos lo siguieron chambona pero arrojadamente: el gran papacito giró a la brusca, distanciándose sus buenos metros para volver de nuevo burlonamente sobre los pipiolos que se le fueron a las barbas como gatos chilladores, sólo que sin dar en el blanco, que acababa de tirarse de cabeza al fondo, para recobrar a poco su nivel anterior, y así el juego pedagógico se prolongó un rato, hasta que lanzando un bien claro ¡alerta! Guamán libertó al maltrecho prisionero, que no tardó en ser arrestado de nuevo por el más aventajado de los uñudos aprendices. *** Dejando bien entretenidos a sus hijuelos, Guamán se lanzó hacia adelante en una horizontal ele más de dos cuadras sin un solo aleteo de alivio; después, arreando las veleras alas, se dejó caer más o menos a plomo, las abrió otra vez, para proseguir en 248
marcha paralela al pian, lenta y casi rozando el yerbazal de un bajío hasta pasar sobre el remanso del valle. . . Dos patos cafés de alas color de agua lejana, que nadaban haraganamente junto a la orilla, se zambulleron en un cerrar de ojos para resurgir a la distancia, al cabo de un minuto, acaso, casualmente en el momento en que el visitante, en vuelo aún más bajo, estaba de vuelta... Para evitar tan antipática vista, los palmípedos se inhumaron bajo el agua con ruido de cachetazo. Y esta partida de juego anfibio hubiera proseguido con crecientes probabilidades de éxito para el desafiante, si en mala hora no hubiera aparecido un jinete entre la maciega de la orilla. Guamán grufló o rezongó algo entre lo que en otra boca se llama dientes -algo que no debió ser una bendición - y optó por la retirada. *** Aunque no quería confesárselo, Guamán comenzaba a tener cierta noción de que al cabo de tantos veranos e inviernos superados - setenta y tantos - no eran ya los mismos ni lo rayano de sus alas ni la certería y pujanza de su zarpazo. En efecto: su acreditado bote daba a veces en la herradura y no en el clavo... ¿Cuánta agua había llovido desde aquellos desaforados días de la juventud, en que de puro vicio solía echarse a la zaga del que era - ¡éste sí!— el verdadero duende del aire: la golondrina? Tormenta de viento, no más, pues que esa saltimbanqui del aire no vende su carne al primer ganchudo más o menos glotón que se la proponga. Pero a fe que aquel contrapunto de alas era digno de verse! Guamán volaba serenísimo, en altos círculos desde hacía rato, cuando dentro de su imperial campo de operación apareció, filando a toda máquina, una.. . ¿torcaz? El gavilán, sin pensarlo dos veces, se dejó caer en una es p ectacular diagonal frenándose, a no muchos metros, detrás de la paloma, y encima de su nivel de vuelo, y la maratón comenzó... La prófuga perdía terreno a ojos vistas. Sus instantes de vida debían parecerle ya tan breves como los jemes que la separaban de su secuaz, cuando dejándose caer a fondo un par de metros, se
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la vió salir en dirección casi opuesta, mientras el perseguidor, llevado por la angurria de su ímpetu, resbalaba seis o siete brazadas antes de tornear el vuelo. El contrapunto recomenzó con más brío, tratando el gavilán de mantenerse siempre algunas varas por arriba de la línea de escape de la víctima, condición sine qua non para la seguridad de su golpe de mano, digo, de pata. Cuando otra vez el peligro se tomó inminente, la torcaz repitió su treta con la misma ventaja anterior, y más aún se vio ya que su camino soñaba el refugio de la arboleda, próxima ahora, providencia única sobre la tierra y bajo el cielo. Aun consiguió, mediante un nuevo esguince, evitar por milímetros el impacto de otro ataque, para lanzarse casi enloquecida hacia la espesura, mientras el halcón, herido en su hambriento amor propio, aumentó aún el ímpetu de su envión y tanto, que la torcaz se vió obligada de entregarle, para recuerdo, una pluma de su cola.., a tiempo que se zambullía en el ramaje. Sólo que el aventurero (a pesar de su experiencia setentaria había esta vez olvidado más de lo justo las leyes de la prudencia y la mecánica) fué a estrellarse contra un gajo seco y caer pesadamente al suelo en espera del responso de algún carancho piadoso.
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LOS TROTACUMBRES
ECLINABA
ya en el monte un tibio sol de otoño. En uno de los
D cerros, por un sendero de la cumbre, marchaba despacio una
tropilla de ciervos. Hacia atrás, aplomando un precipicio perpendicular, se alzaba una cumbre calva como un cóndor. Al poniente blanqueaba la sabana de un páramo de sal, donde venados y vicuñas solían pasarse horas lamiendo la sustancia del sabor. Al frente, hasta el horizonte, una tribu de colinas que daban la más perfecta ilusión de un mar aborrascado en olas gigantes, que hubiera cuajado de golpe su tumulto y su fragor en quietud y silencio de piedra. Del lado de la aurora dos promontorios se arqueaban en un pórtico gracias al cual y al aire de diamante, el ojo gobernaba leguas: lomas primero, después un campo, un río, otro campo, médanos, y más allá aún, en una lejanía que no era más que un temblor, una forma, o mejor, una línea muy vaga. ¿El Ambato? Guiada por su cacique de testa multicorne, la familia se encaminaba hacia un ojo de agua escondido entre las peñas y que tal vez, fuera de los cérvidos, sólo los pájaros conocían. ¡Vida soberbia, vida de esplendor salvaje la de los venados de la cumbre! Respiraban sin duda un oxígeno más puro que cualquiera otra bestia del monte. Su sangre corría más roja y más rápida. Sus facultades eran muy sutiles. Hasta podía sospecharse en ellos algo como un sentimiento estético del paisaje. A modo de una red sutilísima, sus sentidos captaban las líneas más vagas, los ruidos más apagados, los efluvios tenuísimos. Sus ojos parecían llevar el misterio de las encumbradas soledades nativas. 251
Corno todos sus parientes, los nuestros eran bestias admiraMes. Las hembras, con sus negros ojos inmensos, femeninos de dulzura y tan puros en su inocencia animal; los cervatillos, con su gracia, sus cabriolas y su asombrada curiosidad de niños, y ágiles y vivos hasta lo increíble, aunque natural después de todo en quienes a la semana de nacidos no se dejan ya pillar y saben esconderse no bien la madre piafa o da la voz de alarma. El jefe era un macho en la flor de su fuerza y sus años y con el orgullo de su sexo y el engreimiento de su dominio polígamo conquistado y mantenido en ley de guerra abierta. Su estampa esculpía la esbeltez de la agilidad y del vigor. Sus negros ojos ovales tenían la melancolía lejana de las cumbres. Sus finas y vigorosas patas de corredor de montaña, afirmadas en pezuñas agudas de inquietud, sostenían el robusto cuerpo de cola breve y de cuello largo y comprimido como una tabla, coronado por la testa de cornamenta arborescente que, a semejanza de las ramas, se renueva todos los años. En efecto, el ciervo macho, al nacer, viene con la cabeza tan monda corno la hembra, pero al cumplir el año comienzan a asomar dos pedúnculos forrados de piel sobre los cuales se alza la primera cuerna, tan derecha y aguda como un punzón; pero esta llamada justamente lezna cae y la que viene trae dos puntas de horqueta: la anterior o garceta y la posterior o vara. Ocurre, que en cada primavera entre el pedúnculo y la cuerna se forma una especie de rodete que corta la circulación de la sangre y la cuerna muere por anemia para dar lugar al nacimiento de su reemplazante que apenas precisa algo más de un par de meses para su completo desarrollo. Este nacimiento y caída de las astas del venado es uno de los más misteriosos caprichos de lo que vive, y se hermana con la muda de pluma de los pájaros, de piel de la víbora, de hojas de los árboles. También se emparenta con el arte del cangrejo, que deja una coraza para fabricarse otra, o con el de ciertas especies inferiores que se elaboran una pata o una cola cuando pierden la que trajeron al nacer. Las astas que perdiera en el invierno el jefe de nuestra horda las recuperó en la primavera. Cubiertas de piel o terciopelo vinie252
ron, pero éste fué desprendiéndose con los días ayudado por su dueño que lo restregaba contra los cardones o los riscos, hasta que en diciembre quedó él ya armado para la lucha. ¡El animal vivo con un arma de hueso muerto en ristre! Serviría para los combates del amor, ya que para eso nacieron. Era nuestro héroe un bello tipo en su andar lento; bello con el cuello alargado en el trote profundo; más bello aún con el rabo en alto y la córnea crencha echada sobre la nuca en su galope hilvanado de rebotes... En primavera su resistencia y ligereza y el celo de sus sentidos parecían cosa de magia. Pero corría el otoño, y él, que no había perdido aún el pelo de verano, emanaba ya el fuerte olor característico de los machos cervunos en la época de la brama, la más peligrosa del año, por cierto, y así resultaba explicable la agudeza alerta con que trataba de sorprender de lejos el tufo o la ronco, de los venados en celo. Allí estaba ahora, montando guardia en el ápice de un risco, firme sobre sus cuatro patas juntas, aunque el espacio que éstas ocupaban apenas si era mayor que un platillo de café. El bellido pardo pálido, vagamente humoso, de los días de invierno, era ahora de un lobuno claro tirando a leonado sobre el lomo. Allí estaba con sus largos ojos y su largo olfato y sus orejas de mula dirigidas en yunta o divergentes hacia un lado y otro a la menor brizna de rumor sospechoso, allí, a cuatro mil metros de altura, coronando el paisaje de nieve con el mugido humeante entre sus cuatro candiles apagados. No hay criatura de huranía más profunda que el venado de los Andes, no hay quien ame más salvajemente su libertad que él, es decir, quien ponga celo más agudo en defenderla. Por eso vive en lo más subido y agrio de las montañas y cuando condesciende a refugiarse en los parajes inferiores, corrido por la tiranía de la nieve, que implica el hambre y a veces la sed, busca la cortina del monte espeso. Como su hermano el huemul del sur, el del norte, llamado taruca, era una especie irreductible. No servía para ornato de ningún jardín zoológico. Sobre preferir los lugares más inviolablemente solitarios e inaccesibles, todavía buscaba disimularse o anu253
larse en la sombra de los cantos y rocas. No se confiaba únicamente en sus patas traseras para el brinco: juntaba las cuatro patas y disparaba como un solo resorte la energía muscular de todas. Así podía ganar de un solo envión vertical salientes y picachos situados a dos y tres veces su propia altura. Quizá la terrible arisquez del huemul taruca estaba relacionada con el hecho de representar él un tipo muy primitivo al grado de poseer dientes caninos bien desarrollados y confiar en ellos más que en sus pitones tal vez para la lucha, y saber rascarse muy bien con la pata trasera. Animal trashumante, practicaba la emigración de lo alto a lo bajo y viceversa, una emigración alpinista buscando el pasto y el clima más apropiados. Así, pues, invernaba en los cerros bajos y hasta en la franja de monte de las quebradas. Nuestra cuadrilla solía pasar el mal tiempo en un regalado paraje, no lejos del cruce de tres arroyos que traían caminos muy diversos: uno llegaba allí bajo la tutela de nogales cimarrones; otro, enumerando la numerosa belleza de sus pinos y saltando los riscos con esbeltas cascadas; el otro, más huraño, escondiendo su paso entre helechos casi tan altos como muchachas. Y sin duda que los evadidos de la desolación de las alturas no sabían hurtarse a la envolvente belleza del ambiente. Aquí el aire, rey de los tónicos, se dejaba invadir por las sabias fragancias de las hierbas de virtud en una embriaguez de embrujo. Y apenas si cedía en trasparencia al mismo aire el agua descendente que no cesaba en su garrulería de campanillas sino cuando bramaba ronca como un ciervo al bajar por una cascada de ochenta pies de hondura. Esta era también la frontera donde comenzaba el país de los pájaros, cuyas almas de cristal parecían quebrarse a veces, junto con el silencio, a la violenta percusión de los trinos. En invierno, los machos que perdían las astas, vivían en la paz y la inocencia del paraíso perdido. Mas en primavera, con el brote de los pitones sobre los prominentes testuces, y la muda de pelambre que comenzaba, los machos echábanse a vagar solitarios. Era como una penitencia y una preparación para el gran acontecimiento que vendría. En efecto, apenas finado el verano, los machos mostrábanse en la plenitud y esplendor de su desarrollo 254
o su fuerza, con el pelo lujoso y la cerda del lomo tan ríspida como la del jabalí, el cuello atorunado y crinado a medias, las astas a temple y filo de combate. Pegando fuertes manotadas e intensos bramidos poníanse en marcha al encuentro del rival o de las hembras. Estas, por su parte, renunciaban también a la soledad con amorosos gemidos de timbre bellísimo que aceleraban el desasosiego de los pretendientes. Y aunque el taruca, poco musulmán en sus amores, se conforma con pocas esposas, y a veces con una, los duelos varoniles eran arcaicamente salvajes. Nuestro caporal sabía muy bien que todo venado cerrero - y más el macho y sobre todo en la época de la brama - lleva en las patas traseras unas glándulas de sustancia untuosa que lubrica las pezuñas, pero cuyo fuerte olor traiciona su rastro. Por eso él nunca se entregaba al descanso o aflojaba la guardia para comer sin dar primero una vuelta y echarse con el viento en contra en dirección de su rastro reciente, de manera que pudiera oír y olfatear al presunto enemigo que siguiera sus huellas. Descendido de la altura invisible o quizá venido de alguna cumbre más alta, un cóndor apareció en el espacio girando en círculos desmesurados: con el cuello tenso, miraba hacia el plan. Su sombra proyectábase errante sobre las cimas, las quebradas, las vertientes. Probablemente llamaban su atención los ciervos, aunque podía ser también alguna res despeñada o algún puma en acecho. Los bisulcos se detuvieron. Recordaban bien que no hacía mucho tiempo el cóndor habíales raptado un recental, y aunque tal peligro no se presentaba ahora, todos abrigaban un sombrío recelo por aquel salteador alado. Llegó muy tenue una especie de silbido. Tina de las hembras, inquieta, manoteó el suelo. El macho piafó a su vez, y sacudiendo la cabeza hacia abajo, pegó un bufido. Pero el vasto pájaro se alejaba ya hacia el norte. Los rumiantes continuaron su marcha. Bajando al fin por una quiebra del terreno llegaron al ojo de agua, que brotaba y se perdía ahí no más, entre las piedras. Preferían siempre, aunque les costara mucho más camino, el agua más límpida. Bebieron por turno, dos o tres a un tiempo. Hundiendo el belfo inferior en el agua, tan limpísima que trasparentaba hasta la más menuda arenilla del fondo, 25
sorbíanla lentamente, con un fresco susurro líquido; después levantaban la cabeza, y el agua goteaba del labio un poco colgante. El manantial copiábales con fidelidad de espejo la cara, el cuello, las patas... Entretanto, allí, a distancia de un tiro de lazo, el macho hacía la guardia. Habíase entrado ya el sol. Allá en el ocaso, unas nubecillas, prestigiadas un rato, en rápida sucesión, con las formas y los colores del más suntuoso capricho, iban agrisándose poco a poco Al pardo aun rojizo o ya lila de las colinas del contorno sucedía el azul progresivamente más puro de los cerros distantes. Nada turbaba la serenidad del zafiro sublime del cielo. El macho, siempre en guardia, observaba minuciosamente, cerca, lejos, el panorama profundo; a veces paraba o inclinaba hacia adelante las orejas capacísimas o ejercitaba el olfato de aguda inteligencia. Ojeador, ventor y auditor insigne, nada podía escapársele. De cuando en cuando cambiaba de postura, respirando con fuerza ese aire seco y claro que templa la montaña como un instrumento músico. Por fin, se dirigió hacia la fuente. Una de las hembras, abrevada ya, rumiaba, echada en plácido descanso, con las patas recogidas bajo el vientre. Junto a ella cabriolaban dos cervatos. Un pajarillo, que venía sin duda en busca de agua, se asentó en los cuernos del macho corno en una rama invernal. De pronto, una de las hembras, que miraba hacia una quebrada, zapateó sobre la piedra, lanzando una especie de gemido. El patrón, dejando de beber, acudió a su lado. Cuesta arriba, al galope, venía un venado, un viejo macho solitario, probablemente algún ex jefe. El amo de la tropilla dió un hondo mugido; torciendo y contrayendo el labio superior, rechinó los dientes; remolineó nervioso, bufando. La voluntad brillaba en sus ojos como un acero al sol. El otro, deteniéndose, bramó a su vez, y avanzó al tranco. Momentos después, a pocos pasos uno de otro, se aguaitaban, con la cabeza baja, los ollares sonoros por el respiro anheloso, las pupilas azulencas de cólera, el rabo inquieto. Hinchando el cuello, el señor de la tropa mugió de nuevo, a tiempo que ambos, irguiéndose casi verticales sobre sus patas traseras se juntaron en el 256
amurco como el viento junta los dos batientes de una puerta. La lucha fué a fondo. Se oía entre el polvo levantado el chocar d las cornamentas ramosas, el jadeo brutal, a veces un bramido ahogado o el rodar de algún guijarro por la ladera. No tardó en advertirse la inferioridad del recién venido. Por fin, estrellado por su rival contra una peña, quico devolver el golpe, pero un tarascón perruno le desgarró la base del cuello y un inatajable tope final lo arrojó falda abajo. Cuando logró incorporarse estaba aún aturdido. Sobre la inmovilidad rugosa de un peñasco, algunas varas más arriba, el vencedor bramó todavía amenazante. De pronto, descomponiendo su noble actitud, dio la voz de alarma. Un terror misterioso parecía haberle desjarretado el coraje. Sin dejarse ver aún, a unos quince codos de distancia, un puma acababa de replegarse en ese corno arrollamiento de víbora que precede su salto. El conductor batió vivamente el suelo con las manos dando la señal de alarma. Y todo sucedió en un pestañeo. Las hembras se pusieron en fuga atropellada, el macho vencido se precipitó cuesta abajo como un proyectil; el jefe, estrangulado de angustia, indeciso un segundo sobre sus remos tiritantes, lanzóse al fin en su inimitable arranque, con las cuatro patas a un tiempo, poniendo en juego todos sus músculos, la arborescente cabeza volcada hacia atrás, la nariz espumosa, el ojo desorbitado, en esa su carrera de largos saltos alternados de rebotes de gran altura. El puma acababa de caer en el punto de que partió el ciervo... La persecución fué cortísima, pero violenta y lucida como un concurso gimnástico. Después de su brinco inmenso el felino detúvose un instante brevísimo para tomar impulso. Los saltos del astado prófugo, en cambio, aunque más cortos, no tenían solución de Continuidad entre ellos, de modo que en el vértigo de la fuga el animal semejaba una pelota que rebotara sola al tocar tierra. Cuando el felino vió que perdía terreno, no arriesgó un tercer salto. Miró con sus ojos oblicuos alejarse al ciervo tras de su trop. que acababa de perderse en una quebrada y, agachando la cabeza, mayó extrañamente. Después, con su andar largo y cauteloso, se volvió sobre sus pasos.
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BAMBO, EL ANTA
la tormenta. El calor volvía inaudibles los resuellos. Las piedras, aún en la sombra, estaban tibias; bajo el sol eran como lingotes en la fragua. El río, cegador de reverberos. El cielo, blanco, tenía esa atroz fijeza de las altas fiebres. El bosque estaba tan inmóvil como la yarará en acecho. Ni una brizna de aire para aliviar la sofocación creciente. Sólo el vaho del pajonal zumbaba de tábanos y barigllís. De pronto, brusco como un reventón, llegó un golpe de viento, desmelenando el bosque, encrespando el río, tapando de nubaje el cielo en un cerrar de ojos. Y comenzó a llover. En la ribera, en el bosque y en los esteros, todos los ruidos se fundieron en un solo trueno sordo e inacabable, tan hondo, que parecía salir de los pechos. El río bullía y burbujeaba casi tan blanco como si lloviera leche, no agua. Todas las criaturas, desde los árboles a los peces, sabían, con inspirada certeza, que esto tiraría largo: varios días y varias noches. Y mejor que nadie lo sabía Bambo, el anta, que saliendo del río, ganó un cañaveral, seguida de sus dos cachorros cebrunamente rayados a manchas blancas. Había ido a enseñarles los rudimentos del arte que todos los miembros de la especie estaban obligados a llevar al colmo: la natación. Eso era, en efecto, para la raza, asunto de vida o muerte. El anta no tiene mucho que agradecer a las hadas en dones o privilegios conferidos: ni garras, ni colmillos, ni alas, ni largas patas veREPARÁBASE
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loces, ni aguijón venenoso, nada, sino un corpachón pesado y torpe; nada, sino una piel codiciada por el hombre entre todas las pieles y una carne preferida por el jaguar a todas las otras. Con tales antecedentes, dicho está que el anta es un animal famosamente tímido. (El terror acumulado por milenios de persecución y de muerte en la especie y heredado por las células del individuo.) No tiene más arma defensiva que la fuga, y para ayudarse en ella, sólo la maestría de su olfato - sin menospreciar su oído - y su maestría de nadador. Aunque a la distancia su figura pudiera confundirse en algún instante con la del jabalí, en otros parecía una vaca mocha y rabona cuando no un onagro de uñas partidas.. ¿Trompa? Sí, pero no ramoneaba con ella, sino con la boca y al beber ahora alzaba aquélla para no mojarla. Visto de cerca Bambo mostraba en la base de la nuca crinada cuatro rayones como cicatrices: lo eran en efecto y conservábalos en recuerdo del yaguareté que había montado en su lomo, aunque debió apearse antes de tiempo, pues Bambo se había sumergido de un solo envión en la espesura con la cabeza gacha enhebrando su galope por debajo de las ramas más bajas o los troncos no acostados del todo. Bambo, como todos los de su raza, tenía dos horizontes: el de tierra y el de agua. El primero ofrecíale - precioso entre todo la cuna para sus hijos, y para su estómago, las gramíneas del campo, y sobre todo, los sabrosos troncos de liana y los suculentos brotes de caña. El río ofrecíale sus plantas y raíces semiflotantes o flotantes, y algo que no valía menos: el refugio salvador de sus ondas. Allí, no en tierra, eran los retozos y saltos y carreras con sus hijos a que ilevábanlo, fuera de la fibra dulcísima de su índole, una necesidad severa: la gimnasia de la fuga. Podía decirse que el anta, como los pájaros, bajaba a tierra por menester del sustento y del nido; pero el agua era su cielo salvador. Prefería la noche para sus andanzas en busca de pasto o de sal y para sus baños en las noches pringosas del verano, pese a que el encuentro con sus peores enemigos era entonces más probable que nunca. Las noches de luna eran sus preferidas, sobre todo en la estación de sus amores, cuando cada tapir renunciaba a su soledad para aunarse en la gran manada entre silbidos de reclamo. 259
Las contadas veces que Bambo dejábase ver a campo abierto, daba la impresión de un animal resentido de los riñones o la espalda por algún grave golpe, tan incontrolada era su tendencia, ante el menor amago, de agachar el lomo y caminar con el vientre casi planchando el suelo... En realidad eso veníale de su vida de trotabosque, esto es, de su hábito de ambular de un lado a otro por las espesuras más recónditas del bajo fondo de la selva. Bambo salió del cañaveral con sus dos cachorros. Quería aprovechar las últimas horas del día tanto para abastecer su despensa como para aleccionar a su prole en la ciencia de elegir los mejores brotes sin mermar la tensión de la guardia. Menos que la experiencia individual era la sabiduría de la especie, adquirida en siglos incontables de lucha y transmitida de generación a generación, lo que determinaba su avizora prudencia. La selva es buena madre de todos y provee a cada uno, no sólo de armas pudientes, sino de la inteligencia exacta para usarlas con la máxima eficiencia. (Hay innumerables modos de inteligencia y sin ellos el mundo no subsistiría: en el bosque cada cual, aun el de más angosto cerebro y el de músculos más flojos - sin excluir al brutote del jabalí, al negado yacaré y a la estupidísima tortuga - es, a su modo, un sabio profundo.) Pero la selva dieta sus leyes diurnas y nocturnas para todos, esto es, organiza con maestría igual los sombríos artefactos del ataque y los libertadores mecanismos de la fuga; guarda la más incorruptible imparcialidad entre perseguidos y perseguidores, preside impávida todos los juegos de la vida y la muerte. Y no se crea que los agresores tienen privilegio alguno, pues el hambre, que lo sufren más que los otros, equilibra las diferencias. De cualquier modo, la ley general de la selva es el sálvese quien pueda, esto es, cada cual debe ser su propio ángel tutelar, y eso, el anta lo sabía mejor que nadie. Sólo que a veces, la locura del miedo -tan común en la selva - estallaba en su cráneo, y entonces, si no daba a tiempo con el río o remanso a donde desaparecer entre dos aguas, su fuga se volvía casi ciega, estrechándose y golpeándose contra los troncos, enredándose en las lianas, clavándose y desgarrándose en las matas o arbustos espinosos. Pero como algo del mal se trueca en bien siempre, gracias a esas frecuentes malandanzas su cuero no sólo se había en260
grosado, sino que llegó a volverse más recio que el de un toro y tan duro como la cáscara del peludo o la palmera Pero no había cuero ni concha que inmunizara contra la fuerza y la astucia de los dos azotes mayores de la espesura: el jaguar y el puma, y más éste que aquél, a buen seguro. De potencia destructora apenas inferior a su rival, aventajábalo en cualquier otro terreno; mientras el overo cazaba sólo de noche y nunca en las noches tormentosas, el flavo cazaba de día y de noche, porque viendo bien en las sombras, no se dejaba deslumbrar por el sol como el otro, y mucho más ágil que él, veíaselo perseguir monos de rama en rama y de árbol en árbol; y mientras el jaguar se denunciaba con sus cavernosos aullidos, en las épocas de celo o en las noches de viento norte, el puma sabía mostrarse en toda estación y ocasión tan sigiloso como una boa Como siempre, Bambo ojeó, husmeó y auscultó a un tiempo, previamente el estrecho dintorno del bosque. Seguro, por lo pronto, de que arriba, abajo, en redor, ojos de todos los tamaños y brillos lo miraban: los redondos y los ovales, los de costado y los de frente, los de pupila circular y los de pupila vertical, los que sólo ven bien de día y los que sólo ven bien de noche. Repitió su husmeo asegurándose de no sorprender algún relente sui géncris sobre el casero olor de la selva; de brotes recientes y hojas descompuestas, de resinas y gomas en secreción, del polen de las palmeras y demás plantas, de corolas, hojas y troncos aplastados y fermentados, y de frutos pasados de madurez, del humus, de las carroñas, de la savia derramada por las hendeduras de las cortezas, de la fauna innumerable agazapada en los pantanos, en las altas frondas, a ras o debajo del suelo. (A este respecto dos novedades podrían ser desagradables en sumo grado: el olor del jaguar - o el del puma, tan parecido aunque inconfundible- y ese otro olor que emocionaba a todos, digo a perseguidos como a perseguidores, pues para todos significaba una amenaza igual: el olor del que puede herir de lejos y sin ser visto y provoca a designio el incendio: el hombre.) El silencio era perfecto.., para un oído humano, pues no lo es nunca para un oído del bosque, capaz de registrar el rumor más oculto: de una corola al abrirse, de una brizna de hierba al rozar una con otra, del gato filtrándose por la espesura, del mur-
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ciélago que da de mamar a su hijo... Pero tampoco percibió por este lado nada inquietante. Al menos por un rato. Sus cachorros habíanse puesto a mamar golosamente. En eso, el anta comenzó a mover las orejas. Alzó la cabeza, después, interrumpiendo la masticación, a tiempo que se desprendía de sus dos lechones. De pronto gruñó brevemente, y seguida de sus críos, galopó hacia el cañaveral. Ninguna novedad se advirtió, sin embargo, como no fuera un rumor lejanísimo, tal vez un chillar de titíes. Pasó un largo momento, al cabo del cual el anta salió otra vez del cañaveral, esta vez sola, y olfateando largamente. Comenzó a pastar de nuevo, con gran prisa, aunque interrumpiéndose vuelta a vuelta. Un vientecillo casi imperceptible al comienzo y que por su relente de agua denunciaba al río, fué acentuándose y un rumor vago y confuso lo llenó todo. El anta, inquieta, salió a la orilla del bosque visiblemente dudosa entre seguir o volverse. *** A no mucho más de dos cuadras de donde el anta dejara a sus hijos, el jaguar acababa de despertarse de su larga siesta de un día entero, de su poderoso sueño que nadie osa interrumpir jamás. Se alzó de su yacija entre el pajonal, lentamente, se desperezó, hundiendo el lomo, estirando a su sabor los miembros, uno a uno, bostezando despacio, como a designio, para lucir su dentadura impecable. Después, bajó invisible por una ahilada picada del pajonal, hasta el río y bebió un buen rato. Volvió a su dormidero. Y sin duda, por haber aún bastante luz para él que es esencialmente nocturno, que odia los grandes claros de sol que roen sus pupilas, se echó de nuevo, esta vez en perfecta línea recta, con la cabeza puesta sobre las estiradas patas delanteras y la cola extendida hacia atrás como un puntero. Ahí estaba el número uno del bosque. Inatacado, se suponía inatacable, olvidándose exageradamente del fuego, de la yarará y del hombre. En lo que hace a éste, sólo lo había visto de lejos, y si no deseaba su encuentro, nunca se empeñó en evitarlo y tanto que su temeridad, afilada por el hambre, lo había llevado cierta vez a atrapar un perro junto a una chalana, destrozándole 262
el cuello sin darle tiempo a pegar el grito. En cambio, en otra ocasión, su prudencia habíalo hecho retroceder ante la castafleteante media luna de colmillos que formaban la piara de tatetos resueltos a vender caro su tocino. La confianza en el caudal de su fuerza no inhibía en él el ejercicio numeroso y minucioso de su ingenio. Su torrencial arrojo no le impedía inmovilizarse horas si era preciso, en el acecho. El jaguar se enderezó al fin y se puso a lamer una de sus manoplas, ancha corno su violencia. Después empezó a avanzar hacia el bosque, con ese aire suntuosamente tranquilo que sólo tienen los animales sobreseguros de su fuerza; con esa marcha ondulante como la de una boa, y en evasión oblicua; y ese paso como si sólo marchase por el gusto de sentir el juego perfecto de sus músculos equilibres entre la tirantez y la flojedad. Algo que debió herir sus sentidos -su olfato, sin duda - lo detuvo en la marcha, con la cabeza en alto, la cola hostigando blandamente un flanco y otro. De pronto, aplastando la cabeza y el cuerpo casi a ras de tierra comenzó a avanzar casi tan rápido como una serpiente cazadora, disimulado por la maciega. (Sí, acababa de llegar a su nariz y a sus vísceras un olor de embriaguez: el de la carne más gloriosa y codiciable que hay en tierra, cielo y agua para hombres y bestias.) Súbitamente herida por el hedor siniestro, el anta habíase lanzado desesperadamente hacia el río, cuando en el punto dejado por ella cayó una mole de músculos tan recios como raigones, pero tan poderosamente elásticos, que su dueño rebotó inmediatamente sobre el prófugo, que acababa de azotarse contra la corriente del río. Llevado por el impulso y la furia, y la confianza en su habilidad de flotador, el jaguar se lanzó también al agua y viósele nadar con cimbreante soltura, la cabeza y parte del lomo afuera. No se adentró mucho, sin embargo; el anta, favorecida por la nueva pista, ganaba distancia en vez de perderla.
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EL GRAN BUZO DEL CIELO
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cóndor está de facción en su peñasco, tan inmóvil que integra con él un solo monolito. Se perfila limpiamente ahora su truculenta catadura de ermitaño y bandolero. Más pico que cabeza, pico con algo de cuerno de toro y no menos pudiente. Cabeza calva como las cumbres con sus corúnculas como pedrusco encimero. Nuca y cara color laja, lo mismo que la garganta con el pingajo de su lóbulo. El rugoso cuello, acarminado como una desolladura, y los verrugosos pliegues de cada lado, cárdenos. Las alas, estorbando un poco ahora, recelen en su quieto repliegue la profundidad de su poder como la nube callada escancie el trueno. No se ven casi sus tarsos retacones y sus garras se machihembran con la roca. Entre sus párpados brilla, todo de púrpura, el ojo, que al igual del vuelo, gobierna sin querer las leguas. Un remusgo que comienza a soplar, remueve apenas su plumaje, pero difunde, sí, su tufo agresivo como el del león. Puede verse que el cejijunto empaque de las cumbres está en el suyo.. Es un cóndor real, un desmesurado .sarcor papa. Casi metro y medio del pico a la punta de la cola, y... cuatro sesenta y cinco de envergadura. Cada ala, pues, más larga que todo su cuerpo. Ampojaco es el veterano de su tribu -lo denuncia su gran escote , con casi ochenta inviernos encima, o debajo de sí, es decir, bastante más de un millón de leguas de vuelo L
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Así, impasible, en el alto islote del peñasco, el alto pirata contempla en torno el como tempestuoso oleaje detenido en seco de los montes. No es sólo la edad de piedra, la apoteosis y la tortura de la piedra. La topografía de la piedra es la convulsa topografía del espanto. Paisajes erigidos de golpe, un día, por inmemoriales insurrecciones y miniados por la paciencia de los siglos. Ella, la montaña, en su esfuerzo, conteniendo con muros de leguas de espesor y de alto y sobornándolo con la nieve, al presidiario que asolaría la tierra en un rato: el fuego primordial... La piedra siempre, con su potencia de fantasía ilimitada, asumiendo forma de alas, remonte de vuelo. Alzando pircas locamente ambiciosas como queriendo encajonar el cielo mismo. Alturas sagradas. Una atmósfera tan incorruptible que no admite una mosca ni un gusano. Ni una planta. Nada más que las purezas mellizas de la piedra y la nieve. Y la trasparencia absoluta del aire, que denuncia los matices y los contornos más tenues, que reduce las leguas a cuadras. Arriba, la hidrografía velera de las nubes. Debajo o encima de ellas, las cumbres, ésas que, cuando llega el caso, pulverizan en aguaceros diluvianos los vientos cargados con el vaho de las mareas. Peñas abajo, cualquier chisguete de agua, siendo raíz de río, puede ir a golpear el océano. Pero siempre el reino de la piedra. Rocas rapadas como presidiarios, también con su empaque y su tristeza. Rocas mondas como calaveras, cuevas como órbitas vacías. Ni una hebra de hierba ni una mota de flor. Sólo la piedra defendiéndose a filo y punta de la sevicia de la intemperie. Algún monolito dejado de centinela sin relevo. Un morro formado por árboles de piedra que en su vida vegetal, hace millones de años, vedearon a la orilla del mar... Ni un guirigay de pájaro. No más plumaje que el de la nieve ni más arrullo que el del viento. ¿Arrullo? El viento que pasa con apuro de chasque, con ceguera de bola perdida, con voltijeo zumbante de honda colla - atacando a ponchazos o a manoplazos -, rallando nieve, harnereando desgarrando entre improperios y jadeos su camisa de fuerza—, dejando sus botas ele siete leguas para ponerse a tiritar como el brazuelo de un potro, chiflando, bufando, bramando, gi265
miendo, aullando, sin que nada pase sin réplica, porque la montaña es resonante como los bronces. Detrás de su macicez, a veces por leguas, la montaña es cava a semejanza del tronco de un palo borracho. Esconde las cavernas apagadas o vivas del fuego, los dédalos habitados o desalquilados del agua. Y corredores, arcadas, pasadizos, crujías colmados de tinieblas, abriéndose alguna vez en zaguanes o fauces. Por eso es que los grandes ruidos repercuten no sólo en sus costados sino también en sus entrañas. Por eso su demonio ubicuo es el eco. Ampojaco, el viejo cóndor, cavila. Detrás y encima de su cavilación, todavía se alzan cumbres y nubes. Por debajo, también. El cóndor sueña. Es un sueño que lo visita de cuando en cuando, porque viene de su infancia misma. Él no ha ensayado aún el primer vuelo, y está en el nido de la plataforma de granito, a varias cuadras de altura sobre el fondo de la quebrada, solo, porque sus padres se fueron hace rato a la búsqueda diaria de presa. De pronto, bajando en lento balanceo desde arriba, sentado sobre un travesaño horizontal que pende de un lazo sobre una profundidad de tres cuadras, aparece la primera criatura viva que viera hasta entonces, fuera de sus padres. Es -como lo sabrá después - el enemigo único, porque los otros no cuentan: el hombre. El hombre, que violando su propia ley, ha subido a alturas que evita el águila, porque están hechas sólo para las alas y los bofes del cóndor. ¡Los hombres vienen a raptarlo a él para llevarlo a sus remotas y rastreras guaridas! (Eso lo supo más tarde.) Pero sus padres aparecen entonces, bajando de la altura, refiloneando con zumbantes diagonales al hombre, erizando las plumas del tronco del cuello con una especie de ronquido, los ojos en ascuas. . . Cargan ahora a huracanados aletazos sobre el intruso, cuando estalla algo como un trueno muy agudo, y su padre y el hombre se zambullen en el abismo. Después la visión cambia. Un hato de guanacos se ahila para cruzar el paso más estrecho de un desfiladero. El y cinco más, en acecho desde la altura se abaten -a plomo primero, con las alas plegadas, abriéndolas después, para hundirse en tirabuzón sobre una de las hembras de la piara, que se rezaga un poco a causa de su crío de días. Caen sobre ella, espantándola a aletazos
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hasta separarla de su hijo. Después embretan al chulenco en un remolineante cortinaje de alas extendidas, procurando cada cual, al pasar frente a él, picotearle los ojos. Instintivamente, con eficaces regates y vueltas, soslaya los golpes. Pero el espanto que le insuflan aletazos y silbidos es grande, y el aturdimiento va anulando la defensiva ¿Qué hacer? Un pico, al fin, cae sobre su ojo. Se oye un trémulo balido de dolor y de terror, al que responde la madre con gemidos agoniosos, manoteando la roca, mientras su hijo, acegado al fin, es derribado y destripado en lo que tarda en bajar una avalancha. La visión cambia otra vez, pero ahora es sólo un recuerdo referido al día anterior. Una larga tropa de vacunos, arreada por seis hombres, se interna en la cordillera, marchando de oriente a occidente. Según su viejo uso, Ampojaco y los suyos comienzan a seguirlos, desde su vuelo emboscado en la gran altura o desde los belvederes de los altos peñascos. Después de tantas leguas cuesta arriba, de piedra o ripio, de médanos caldeados o nieve empedernida, de viento cada vez más agresivo y sajante y de aire cada vez más hueco, cruzando travesías sin un hilo de agua o hierba, sin un medio refugio contra las injurias de la intemperie, hombres y bestias no cuentan ya con más abrigo válido que el calor de sus propios resuellos., o tienen que fiarse a la nieve que se derrite con el calor de sus cuerpos a los cuales congela. Acorralados por la nevasca que cierra las huellas y los rumbos, los hombres tiritan de algo más que de frío. Las mulas se detienen encogidas, hundidos cogotes y ancas, aplastadas las orejas, mientras la torada se arremolina sin rumbo, mugiendo oscuramente. En la desolación sin oriente, apenas si sirven de boyas guiadoras las osamentas de las catástrofes anteriores, roídas por cóndores y zorros. Silbidos, gritos, injurias, azotes, para conjurar el peligro mayor: que la tropa comience a echarse. Y después, cuando los toros van venteando la muerte en este destierro cuyo horror no cabe en sus oscuros magines, comienza el llanto de la añoranza (con las babeantes fauces en alto, como si pidieran cuenta a las cumbres, a las nieves, al viento), subiendo en hipos de iracundia aguda, bajando en quejumbres hondas como las simas del cerro: el alma oscura arrojada a la remota querencia de Ja 267
tibieza y el verdor, en un llamado insondablemente trémulo que conmueve aún a las piedras. Es cierto que ellos, los formidables mirones, regresaron a su encumbrado pago cuando el temporal se aproximó, porque temporal o niebla y acecho o vuelo de cóndor se repelen; pero al otro día el sol brilló alegre como una resurrección y Anipojaco y su horda tuvieron con qué entretener el pico, ese día y muchos otros. Ampojaco vuelve la cabeza hacia el farallón de donde arranca el peñasco en que se asienta. De una especie de gruta asoma un cóndor. Después otro y otros. Los machos de yelmo, es decir, de cresta alta y recia; las hembras, mochas. Tranquean despaciosos, o saltan •aquí y allá. O vuelan desmañadamente de un risco a otro, esbozando persecuciones o fugas, intentando vanamente un graznido. (Porque el cóndor es la más muda de las aves, con la mudez inicial y final del abismo y la cumbre.) O se asientan, espulgándose prolijos. Hay varios pollones de color plomo y con algunos pelos negros en el cogote, pues son aún pichones de meses aunque ya con tamaño de gallos y con más de dos metros de envergadura. Pese a ello, no poseen aún el arte del vuelo cuyo aprendizaje es porfiado y largo. Bajo la dirección de los padres se ejercitan ahora. Al costado de ellos vuelan con pesadez bisoña hasta algún morro más o menos distante. Los futuros callejeros de la inmensidad, tan torpes en la iniciación que apenas llegaban al peñasco más próximo, luchan así, día a día, por el dominio de su arte enorme. Pero hoy, como por un tiempo más todavía, se quedarán en la cumbre solariega cuando los mayores salgan de caza. Éstos demoran un poco la partida, entretenidos en revuelos como de juego. Es que la primavera desata ya en ellos la molicie del instinto que doma a los guerreros y a los anacoretas. Uno o dos meses más, en efecto, y la bandada se dispersará en parejas que buscarán la paz de las cumbres más solitarias para el idilio desconocido: allí será un extender de alas, un encorvar el cuello nasta casi tocar el buche con el pico, un castañeteo de lengua, un jadeo extraño, un resoplar, un sacudir o encrespar de plumas, 268
persecuciones, fugas, una especie de beso de picos, un no sé qué fantástico abrazo de alas, todo el rito de sus amores salvajes. Y después vendrá el nido localizado que no construido sobre la roca desnuda porque, en efecto, por desmaña de gigante, por desprecio estoico, o por habituar a la prole, desde el nido, a la desnudez combatiente, el pájaro máximo ignora la prolija y delicada industria del nido. Y vendrá el par de huevos -si no es uno solo - enormes, de blanco amarillento, de cáscara rugosa y poros visibles. Y después de mes y medio de incubación a cargo casi exclusivo de la hembra, vendrán los pichones de cuerpos de plumón blanquecino, de cabezotas, cenicientas y calvas, que habrá que alimentar en los primeros días con medidas raciones que los padres sancochan en sus buches para ir echándolas después en aauellos embudos gimoteantes. Después bastará con dejar las achuras en el borde del nido. Presas vivas, los pollos las comerán cuando se muestren capaces de intervenir en las cacerías. (El cóndor no lleva jamás su presa en las garras sino en. . . el buche.) Al fin el aleteo preventivo con el objeto de llenar de aire el caño de las grandes rémiges y de saturar todo su plumaje del almo elemento para que le sirva de apoyo. Uno tras otro, con un impulso de nadador, los cóndores van echándose al vacío; allí un remar lento y bajo al comienzo, después la vertiginosa espiral del remonte, y al fin el cernerse en abandono serenísimo en alturas que pueden estar a más de legua y media de la tierra rasa, "seis veces más allá de las nubes". Su organismo es sólo una armadura para el vuelo: las alas hasta de diez codos de envergadura, en cuyas rémiges estiradas como nervio de arco se quiebran el ala los vientos; el plumaje ajustado como un traje de gimnasta; los pulmones capaces como fuelles; la osatura neumática; la proa del esternón; el timón de la cola, y no menos el catalejo del ojo, ya que el poder del vuelo estriba tanto en la vista como en el ala. Ahora, mientras se ciernen, su veloz impulso giratorio en el aire sobre un plano inclinado contrarresta sin duda el peso de sus masas enormes, mientras el esfuerzo de su cuello, de su cuerpo y de su cola parece bastar para continuar el movimiento, pues 269
llevan las alas tan intensamente quietas, que pueden advertirse los extremos de sus grandes plumas. Eso sí, aviador nato, el cóndor trata siempre de seguir la dirección del viento. En los círculos de su planeo se inclina siempre hacia donde las corrientes eólicas le sean romos en vez de serle rémoras. En la subida vésele separar un poco la punta de las remeras, buscando sobornar en lo posible la espesura del gran aire. En el colmo del vuelo, bástale con una leve vibración de las mismas. Apenas precisa segundos para bajar de su invisible mangrullo aéreo hasta el nivel de su presa. En tres o cuatro minutos, alzándose del suelo, se absorbe en la distancia vertical. Vuelan con esa sencillez grandiosa de su arte, el cuello tenso, las alas inmóviles, ladeando un poco, a veces, para mirar hacia las faldas o las simas, aquella cabeza heroica que no conoce el vértigo. La inclinación centrípeta del cuerpo en el vuelo circular hace blanquear por instantes, como un pañuelo gaucho, el collarejo de algunos. Tal cóndor se aparta, se aleja poco a poco hasta perderse de vista. Pasado un rato vuelve. ¿Qué hubo? Algún ruido o bulto sospechoso, sin duda. Otros se separaron también de la falange, van adentrándose cada vez más en la lejanía, y por fin desaparecen, pero alguno no retorna. Otros se alzan tanto, que se hunden en la altura. Así la eminencia de su vuelo los vuelve invisibles, pero así, emboscados en el cielo, conservan gracias a su prepotencia visual, el dominio del terreno. Que se despeñe una res, una pieza escapada al cazador caiga exánime, o una bestia enferma se eche para morir, y los cóndores negrearán de repente como moscas en el cielo desierto. Sí, el cóndor inventó el catalejo. Pero hay algo más: al descender con premura de bólido sobre su presa, sus ojos modifican sabiamente la distancia focal, cambiando lentes de miope por de présbita: así logra distinguir clara y distintamente una pieza en cualquier momento. Todos los pájaros diurnos tienen ojo más o menos largo. Sólo que el del cóndor es soberano, insistimos. Desde alturas a que no llegan los ruidos de la tierra ni las más vigorosas emanaciones, la pupila del cóndor, perforando todas las nieblas de la distancia lee la tierra como un niño lee su libro. 270
Así ocurre ahora, pues, que bajo la mirada de los altos vogantes desfila con pausa un panorama sin par, un desmesurado trozo de mapamundi vivo... A través de una atmósfera tan límpida que parece pertenecer a otro mundo, pueden gobernarse dentro del todo detalles que abarcan jemes o leguas. Mientras el océano, la llanura o el bosque no pueden ser mirados sino en un fragmento, pues en gran parte se ocultan a sí mismos, la montaña ofrece de golpe su dimensión y su variedad como un prodigioso desafío.. . Muros, pirámides, columnas, cúpulas, almenas, cornisas, claraboyas, puentes colgantes, balcones, rascacielos de verdad, arcos con un extremo empotrado en el granito y el otro lanzado al más allá, todo el sueño y la voluntad gigantesca de una arquitectura anterior y posterior al hombre. Aquí y allá la nieve ensillando lOS grandes lomos de la piedra o fileteando el vellocino de oro de las vicuñas matinales. El mar muerto de las dunas navegado por el viento. Los cerros cruzándose y revolviéndose en laberinto de conejera. El granito o el basalto con sus innumerables actitudes de odio o sufrimiento visibles, de agresión inminente. Las quebradas hendidas en ocasiones hasta el cimiento de la montaña por los torrentes en siglos más numerosos que las arenas. La breña tan torva, como un cilicio o una armadura y los cardones con sus agudas sombras de lanza. La pobreza heroica de la puna. Las salinas con sus manteles de hambre. Las troneras enhollinadas de los viejos volcanes. Pero lo nuevo es siempre la piedra en su conjunto, con su presencia envolvente y presionante como una atmósfera. Al comienzo, en las vecindades de la base, la montaña admite el bosque y el gran matorral; pero eso concluye a media falda o antes, para dejar solo al pastizal, cada vez más aplastado, hasta que todo verde desaparece y ya no hay más que el rígido desierto de la gran altura, la desnudez más arcaica, la de la roca, aunque vestida de nieblas o de nubes o de colores tornadizos. Sólo aquí pueden verse tales juegos de luces y sombras, tales gradaciones aéreas, tales gamas de cielo y perspectivas extraterrestres. Cierto, ninguna otra forma de la tierra comunica como ].a montaña coronada de nieve, a donde no llega ninguna emanación deletérea, ningún germen 271
infeccioso, tamaña impresión de magnificencia e inocencia, de crecimiento y lanzamiento hacia lo más grande. Levantándose inmóvil, en un silencio monumental y místico, la montaña termina por llenar y dilatar el alma como una música solemnísima y más profunda que toda otra. ¿Inmovilidad, dijimos? Quién sabe... Ciertamente que aquel mundo de la gran altura en que no sobreviven ni la hierba ni el insecto y sólo vive el cóndor es desolado, inhóspito y sin pulso y parece más remoto que las estrellas, pero no es menos cierto que la montaña comunica a ratos la aguda impresión de estar sólo bajo una tregua -aunque ésta dure ya montones de siglos - en su terrible procesión ascensional. Y más aún: la montaña está todavía moviéndose de algún modo, y los grandes picos, magnéticos de potencia, de belleza y de terror son, sin duda, los vigías delanteros de su avance. Y tal vez esa insondable voluntad de ascenso, ese vuelo de la montaña, es lo que los cóndores no hacen más que continuar en el suyo.
Acudiendo de todas partes como a una señal convenida, los cóndores comienzan a concentrarse en círculos cada vez más bajos. Se trata ahora, como ya veremos, de algo no infrecuente: constreñido por el hambre- nada hay más negro que el hambre del cóndor sobre el blancor de las cimas! -el desmesurado cazador no trepida en convidarse a sí mismo a mesa ajena. A la orilla de un arroyo seco el puma está devorando un recental de venado. Los cóndores habían venido espiándolo paso a paso desde el primer apronte hasta el acercamiento rampante a la distancia indispensable para el brinco más o menos infalible sobre la pieza... Dos descendieron primero; los demás, plegando las alas y fiándose de su peso, se dejan caer ahora desde la altura en vertical proyección cuya violencia los convertiría en bolsa de huesos contra el piso si al acercarse a él no acudiesen a un oportuno abrir de alas. Extendiendo las patas y con gran rumor de viento arriban a tierra, corriendo un trecho con el cuello tendido y las alas entre272
abiertas. Se aquietan al fin, en inmovilidad de atisbo, a distancia no tan comedida que el comensal único no crea conveniente erizarse de cuando en cuando entre gruñidos y aun esbozar saltos sobre los mirones que deben ensayar un amago de fuga. Y desde luego que los cóndores tienen una larga paciencia. ¿Y qué hijo del monte no la tiene? Esperan a que el glotón se harte y después de una inquieta sobremesa termine por irse, de aburrido o porque el atracón pide agua. Así, como tantas otras veces. Mas en ésta no ocurre eso. El león termina su desayuno y después de asearse detenidamente toda la delantera, arrastra los restos de su presa a un hueco entre dos peñas, los tapa con ramas y palitroques, que halla a mano, tras de lo cual se tumba a dormitar a unos pasos del entierro, bajo una retama. Los cóndores son los que se aburren al fin y terminan por irse. Pero ya es mediodía y los hijos del viento van a aterrizar en una ladera por la que baja cantando un arroyuelo. Momentos después, en el espacio libre que queda debajo de un salto de agua que ha hecho trampolín de un peñón avanzado -, los cóndores, con intervalos más o menos breves, entran uno tras otro, se mojan un instante, saltan después a una peña llena de sol, se sacuden, entreabren las alas para secarse. Se sabe que el cóndor es gran amigo del agua, como todo animal carnicero. La bebe una y más veces por día y se toma su baño diario. Pero pasa mucho tiempo y los cazadores reemprenden su alta ronda aérea. El aire es ligero y lúcido hasta el vértigo. En el silencio celosísimo se oye el zumbo de esa navegación de gran velamen que no teme ningún viento. (Misterio de las inspiradas alas de donde sale la flauta de hueso en que el indio llora medularmente la melancolía de la montaña y de la raza brotada de ella!) Durante un par de horas, lo menos, el espionaje resulta infructuoso. Allá sobre una loma se ve desde temprano un hato de cabras con sus crías, pero con él anda el perro pastor. Ya bajaron algunos de ellos una vez, intentando el ataque, pero el gozque se puso a voltear a toda prisa la majada, ladrando escandalosamente hacia lo alto. 273
Sólo allá en un abra se distingue una mula muerta en una especie de corralito muy estrecho... Pero ellos saben a qué atenerse. En efecto, un hombre armado de un garrote suele llegar a escape cuando los cóndores por lo excesivo de la carga y por lo mezquino del espacio no pueden remontarse. El cóndor es legendariamente desconfiado, pues él, que no teme a otros, sabe que el hombre es enemigo más peligroso que las avalanchas o los vientos de la Cordillera. La res que aparece muerta sin que se sepa cuándo ni cómo cayó, es sospechosa de suyo: puede haber andado por ahí la mano del hombre, es decir, estar.., enherbolada. Un par de bocados se pagarán con la muerte ¡y qué muerte! Y sin llegar a tanto puede ocurrir que la res esté simplemente salada: y como la carne así no permite el vómito después del hartazgo, el resultado es igualmente fatal. El gran vagabundo de los cielos es indolente y apegado a la querencia. Por mucho que se aleje vuelve al dormidero común, socavón o covacha, donde suele pasar acuartelado días y días por los temporales de agua y nieve, a menos que prefiera descender a los cerros bajos, cuando el hambre llega a encarnizarse con él. Sólo en ese caso suele resolverse a alzar el vuelo sin esperar que despejen del todo las nieblas. Sin las urgencias del hambre, puede pasarse un día entero perchado en cualquier risco. Sí, el cóndor es un gran tragón, pero no un glotón, precisamente. Al contrario, más bien es capaz de pasarse varias semanas sin probar bocado. Sólo que cuando puede arrimarse a la mesa come gigantescamente, no tanto para saldar los ayunos pasados cuanto por capear los venideros. Los días de cielo sin mancha como el de hoy no pueden ser desperdiciados. Digamos, pues, sin mentir, que la hermosura ambiente es condición indispensable para que el cóndor se muestre en toda su genial estatura entre el cielo y la tierra. He aquí que en una cumbre y llegando a ella tan lentamente como una hormiga, aparece una figura que no puede ser confundida con ninguna de las piezas que despiertan el interés goloso del gran ojo de las alturas, como que se mueve en dos pies. ¿Un hombre?... El singular trepador debe arribar a su meta tan fatigado que 274
se lo ve entregarse de inmediato al descanso y tal vez al sueño, recostándose de espaldas en el piso, junto a una tola. La audacia de los cóndores, afilada por su hambre, es mucha. Mas ella no olvida jamás su prudencia, y su suspicacia no se tranquiliza: preferirán, acaso, volver con los buches huecos a su seguro de la cumbre doméstica. . . Con todo, dejan pasar un larguísimo rato. El bulto sospechoso sigue en la misma posición inmóvil. Hasta que los espiones del abismo resuelven mirar de cerca el acertijo. Y así ocurre al cabo que el zumbante vuelo de los cóndores, que por instantes sopla sobre él, termina por despertar al durmiente, quien demora aún un rato en darse cuenta de que aquéllos están a punto de ensayar en sus ojos la puntería de sus picos. Consciente al fin del peligro requiere de súbito su carabina, en descanso ahí cerca, y se tira nuevamente de espaldas. Los asaltantes han ganado altura. El cazador se duerme ahora en la puntería a fin de no marrar el tiro. Estalla éste al cabo y óyese al instante el impacto del plomo en la lejana masa suspensa... Ampojaco -es él - se solivia, ladeándose un poco, pero el vuelo continúa tan sereno como antes. La bala, fuera de toda duda, se ha vuelto sin entrar. (El cazador aun ignora lo que sólo aprenderá más tarde: que en pleno vuelo y para un proyectil de subida más o menos vertical, el cóndor es invulnerable, pues el cuerpo acolchado de plumas, penetrado de aire por fuera y por dentro, mezquina toda resistencia al golpe, anulándolo por ello mismo.) Los cóndores, cansados de rodar cielos, descienden a posarse en algunos peñascos de otra cumbre. Y pasa una hora y más sin que el ojo tropiece con otra cosa que la montaña, esa bruja solitaria que cuenta sus arrugas de piedra y sus canas de nieve por millones de años. El sol está a mitad de su camino de la tarde, y el aire, insondablemente límpido, avecina cualquier distancia.
Acaso nadie repara en él, pero el ventisquero, enclavado en dos de los picos mayores, comienza a moverse: su superficie de remanso va arrugándose como el mar. (Sin duda cede la capa 275
inferior de la gran masa helada licuándose como por el calor subterráneo). Y de repente se escucha un fragor que no cabe en ningún oído: el trueno de la piedra, más convulso y entrañable que el de las nubes y el del mar. Todo el viejo esqueleto de la montaña cruje. Azuleando, la gran marea descendente del hielo avanza subyugando a las rocas. Moles tamañas como catedrales o torres se dejan arrear, bajando aliadas a los témpanos, con brincos de catarata o de venado, a lapidar el abismo. Los cóndores irrumpen desde su garita al cielo resoplando sordamente, con los cuellos estremecidos, mientras la niebla sacudida vela con velos inviolables una tragedia demasiado grande para ser presenciada por meras criaturas de un día, hombres o buitres. * Transcurren unos minutos y para los cóndores no queda más que el hambre. Y ya está dicho: nada hay más negro que él sobre las cimas nevadas. ¿Que el cóndor se resigna a la carne muerta y aun putrefacta, corno un mero buitre? Claro que sí, pero no es menos cierto que prefiere la carne roja como verdadera águila: la presa latiente y caliente como el puma, prefiere siempre los mamíferos a las aves y desprecia las presas de sangre fría. ¿Y para qué negar, si es su ley, que su actividad depredatoria equivale a la de los grandes carniceros de cuatro patas? En sus vastas cuatrías, como los del oficio, obra en banda. Entonces nada terne, aunque, muy ducho, sabe convertir en ventaja propia la desventaja del enemigo. Ataca, así, a las crías de los grandes mamíferos, a cualquier hembra de parto, a cualquier bestia enferma, herida o cansada. Pero llega a lanzarse sobre el mismo hombre, si la montaña le presta ayuda, o sobre el mismo instantáneo y funambulesco huemul, acosándolo y persiguiéndolo hasta que lo ve caer exánime en el cavado aire de la puna. Pero he aquí que una vaca viene bajando por un sendero muy estrecho que lleva hacia una plataforma ceñida de precipicios. Apenas ha llegado a ésta cuando ya los cóndores están encarcelándola en el famoso y tenebroso cerco de alas. El rumiante atro276
pella hacia la orilla, pero, dándose de narices con el derrumbadero, se vuelve sobre sus asaltantes mosqueando la cabeza. Inútiles resultan sus porfiados abalanzos y cornadas - dan siempre en el vacío - contra el negro redondo ventarrón de sus sitiadores, rebramantes de alas, erizados de uñas y picos, silbando, estirando el cogote, aguzando como sangrientas flechas los ojos purpúreos. Cuando, al fin, uno se le asienta en la grupa, la vaca agacha la cabeza, enarca el lomo en dos o tres corcovos de desesperación, ladeando el morro, con la lengua afuera, sin zafarse por eso de su jinete, que resbala un poco, pero se sostiene equilibrándose con las alas... Y al fin ocurre lo increíble: el operador logra lo que busca, esto es, asir con su irresistible pico el cabo de la víscera zaguera, y cuando la víctima enloquecida de dolor, atropella ciegamente hacia delante, él está ya en el suelo haciendo pata ancha allí como un pialador, sujetando entre sus mandíbulas el cabo de la tripa del rumiante así vaciado que cae con un inescuchable baladro de agonía a tres pasos de distancia. El animal no ha muerto del todo cuando sus asaltantes comienzan a desglosar las presas de extracción más fácil: ojos, orejas, lengua y el molledo del tafanario. Excavan después el ano hasta encorvarse en el gran huraco del abdomen, pero no falta uno que ataca directamente el pecho, tajeándolo a pico, buscando el corazón. Porque el cóndor no es de patas poderosas. Sus dedos son largos, pero de uñas cortas y romas que resbalan sobre el cuero de sus grandes víctimas habituales. Más que con aquéllos sujeta con el peso de su cuerpo la presa que devora. Como no tiene garra prensil al estilo del águila, no cuelga de ella su presa al volar. Las grandes armas de ofensa y defensa del cóndor son sus alas de huesos y músculos atléticos que pueden aturdir y aun enloquecer a bestias y hombres; y su pico, ante el que retrocede el buitre leonado, su pico capaz de matar a muchas de sus víctimas de un solo golpe, arrancar la oreja de un cazador, levantar a pulso la cabeza de un caballo. Sólo que su gancho no es tan agudo como el de las falcónidas y por eso es que busca el talón aquíleo de las víctimas: boca u ojo, ano o herida. Mas para sostener tamaña 277
herramienta precisa un asta poderosa: su cuello largo y desnudo como un antebrazo de hombre que así penetra en el cuerpo profundo de sus víctimas dilectas sin ensuciarse con exceso y facilitando el lavado. La negra cuadrilla come con esa voracidad suya que frisa en el ensañamiento, porque una antítesis brutal gobierna el régimen alimenticio del cóndor. De un lado la abstinencia forzada - puede ayunar un mes sin morir de pena por eso -, del otro, el atracón de ogro, es decir, el comer hasta donde le da el cuero . . . del buche. Los comensales se ahitan ahora bárbaramente de carne, tragando a veces cuero y todo, ingiriendo aún huesos del tamaño de un puño, embarrados de negra sangre coagulada y vísceras inmundas, luchando entre sí, empujándose y rechazándose con furia, tironeando tan perrunamente la presa que la res se derrumba al fin al fondo del precipicio, donde los comensales bajan al instante siguiéndola. Allí, por largo rato, el banquete continúa entre encontrones y jadeos ahogados y un hedor espeso y el zumbido del escarabajo merdoso y el moscardón que busca terreno para sus cresas. Ya todos están hartos, pero siguen comiendo como recién llegados a la mesa. Porque el hambre de la banda de peñas arriba no tiene fondo. Un buey o una mula da para un solo almuerzo. Una cabra apenas para el aperitivo. Alguno de los comilones queda con una achura a medio tragar porque ya no hay sitio para ella en el buche. Casi todos, cuando quieran irse, no podrán recobrar el vuelo por puro exceso de lastre y tendrán que acudir al vómito parcial. Ampojaco, sabiendo por dura experiencia los inconvenientes del hartazgo, que en casos de peligro, obliga a sacarse con las garras los últimos bocados del buche, para poder volar, abandona su puesto y gana a saltos zurdos el peñasco próximo. Allí se lo ve estirar y encoger el cuello varias veces como si tuviera algo atascado en el gañote; después limpiarse el pico, refregándolo en una arista de la piedra. Mira hacia la banda que continúa disputándose los restos vacunos con un encarnizamiento de perrada. El viejo filibustero comienza a sentir poco a poco el efecto somnoliento del ahito, mientras por su oscuro cerebro pasan desdibujadas imáge278
nes de su vida aventurera: compañeros que ha visto caer, heridos a bala...; alguno que se salvó a duras penas, gracias a que logró recoger en las patas las boleadoras que le envolvieron en el cuerpo... ; él mismo, que se escapó, cuántas veces, de riesgos mortales.... Mientras tanto, allá arriba, entre unas peñas, viene moviéndose un bulto diminuto; se lo ve bajar después a una hondonada y reaparecer al rato sobre un morro, junto al mal paso que perdió a la vaca. Es un pastor de cabras. Trae en las manos una soga de cerda y unas boleadoras de vicuña. De repente oye abajo un populoso rumor... ¡Los cóndores en esa veloz perforación de cielos superpuestos de su ascenso alado! Y el cabrero que en su sorpresa apenas tiene tiempo de revolver sus boleadoras, las tira, sin saber cómo, contra el primer cóndor que se encumbra casualmente el que derribó a la vaca y se queda con ojos de espanto y de maravilla... La impetuosa bestia, liadas las alas por el trifurcado ingenio, se va de cabeza al plan, con el ruido de un chiflón en un boquete de piedra. Ampojaco se dice que se hunden los cielos No, no. Reina como siempre, en tierra y cielo, la altísima soledad de la piedra con su inmaculada corona de invierno que no pasa.
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EL GATO MONTÉS
era el buen mozo del bosque. Los propios que lo odiaban no podían menos que admirar, refunfuñando, la ondulosa esbeltez de su apostura cuando cruzaba su senda con ese andar lento, suelto y evasivamente oblicuo de la familia, pagado a ojos vistas de la condecoración de su piel (pomposa de dibujo, de espesor, de brillo, de tersura), de su cola casi cilíndrica y anillada, rematada en contera de azabache; de la calidad de su guante, que le permitía aquel paso (¡el más digitígrado de todos!) que nadie oye y que, o no toca el suelo o lo toca como si fuera una alfombra persa. .. y sobre todo, de la esplendidez insostenible de su mirada. Existe una fatalidad orgánica, esto es, el hecho de que la propia estructura tiraniza a cada animal imponiéndole secretamente, en parte al menos, sus instintos, sus hábitos, tal vez su moral . . . En el bosque a Wali decíanle el jaguarcito y no sólo porque repetía a su pariente grandote línea a línea en su figura y mancha a mancha en su pelaje, sino por toda su complexión y toda su alma. Más aún: las virtudes de la gran raza felis estaban mejor representadas o más condensadas en el gato del monte que en cualquier otro miembro, esto es, era mayor el peso específico de su felinidad. Digamos que, en proporción a su tamaño, el gato era más tigre que el mismo tigre: más atlética fornidez en sus mandíbulas, más perfecta acrobacia en su salto y escaladura, más agudeza y aguante en su acecho, más aterciopelamiento en su paso, más, acérrimo encono en sus garras. ALT
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Verdad es que, por herencia de familia, no era de los más aptos para la carrera, no por falta de potencia de impulsión sino por la viperina flexibilidad de su espinazo y sus miembros. Pero, ya sabemos que, en todo lo demás, era sobrado atleta. Y no era precisamente cosa agradable el contemplar su figura en el momento del ataque: la frente hecha un rollo de arrugas, las orejas aplastadas sobre la nuca hasta dar a su cabeza un perfil de cabeza de víbora, erizado el mostacho y fruncido hacia arriba el morro hasta desnudar del todo los colmillos, chillando entre estornudos y un encovado bramar, mientras el diablo en persona parecía mirar por sus pupilas. Wali dormía beatarnente el día entero: en invierno al solcito, en algún claro de la espesura; en verano en alguna rama frondosa, como en un pensil. Al aproximarse la noche, el bello durmiente despertaba, desperezábase lenta y mimosamente y emprendía su primer paseo. La linterna sorda de su mirada (peligrosamente confundida a veces con los bichos de luz) era una de las cosas más temidas de las noches del bosque. Como que a su luz no escapaban rata, conejo o perdiz ocultos - toda esa despreciable sabandija del bajo matorral -, ni los pájaros anidados en la copa de los árboles mayores, pues ninguno estaba por encima de las hazañas del nocturno alpinista. ¿Pájaros o ratones? Wali destrozaba liebres, y, no contento, visitaba algunas veces los gallineros de las dos casas más próximas al bosque, y en una ocasión había penetrado en el aprisco de un Cortijo del cerro, detrás de un cabritillo, y, como le fuera bien, había vuelto por un borrego de apreciable tamaño. En esta última emergencia, atacado por los perros, habíase tirado limpiamente de espaldas contra el piso, en un hueco de la maraña, luchando con tan limpio estilo y torrentosa bravura, que alebronó a sus contrincantes, o al menos, los dejó con la cara caricaturescamente estropeada mientras él apenas si sacó algún rasguño en la piel. No mucho después ele eso fué cuando ocurriera aquello que todos los hijos del bosque comentaran en voz baja mirando a los costados. .. Cierta madrugada, sacado desconsideradamente de su sueño por un leñador - un mocosuelo, según unos, un vejete, se281
gún otros -, Wali habíale saltado, estrepitosamente, como un chorro de vapor, a los ojos, con las diez uñas y los dos pares de colmillos fuera de sus vainas, y derribándolo boca arriba, sin darle tiempo de nada, se había encarnizado después mortalmente en su garganta.
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EL MONSTRUO DESLENGUADO
ocos, sin duda, conocían como Mirmo los sombríos secretos de P la vida pública y privada del bosque. Desde la gran modorra de los veranos, cuando todo - pájaros, árboles, bestias, pantanos, aire - se inmoviliza bajo la tiránica pesadez del sol enroscado del mediodía o de la siesta, hasta las madrugadas en que el hielo subtropical quema el tronco mismo de los arbustos y convierte en húmeda yesca los bananos jóvenes y vuelve de miel paradisíaca las naranjas que hacen tronar la tierra horas y horas con su caída... Desde las noches cavernosas en que no hay más luz que la de los lampiros, si la hay, hasta los mediodías soleados de invierno, hechos de oro y diamante. Conocía la pasión y agonía de la selva: cuando toda ella se adelgaza casi hasta la muerte bajo la sequía como un ciervo bajo el abrazo de la boa - cuando se añora con acre delicia la profundidad más negra y fangosa de la tierra, la fragancia pestilencial de los pantanos que nunca ven el sol cuando toda la flora y la fauna aspiran desde el remoto fondo de los ijares o de las células el más leve relente de agua: ese olor sacro y enloquecedor de tierra y hojas y viento empapados de lluvia. Y el gran viento, que sacude el bosque como si fuera un barco sobre el mar y quisiera echarlo a pique: y la lluvia cae y cae sobre el bosque semejante al caudal y al ruido de todos los ríos del mundo: olor de humedad abismal, porque el río crece y crece, como leche al fuego, y parece que todo el trópico, desde sus grandes árboles a sus hormigas, viniera a flote aguas abajo. 283
Sí, Mirmo, el oso hormiguero, conocía bien a las criaturas, las anécdotas, los mil detalles mortales o salvadores del bosque. Ese silenci.o de la alta espesura, difundido sobre mil rumores ahogados, y sólo violado de verdad al salir y al ponerse el sol por una leve sesión de aleteos y pobres trinos y nada más (porque el oscuro poder del gran bosque parece repugnar la luz y el canto) si no se cuenta el mugido como subterráneo del yacutoro o el graznido del yaciyateré, de misteriosa y temible dulcedumbre, o el sollozo bestial del tucán, o alguna que otra vez, en la alta noche, el silbido del urutaú, quebrado en risa de manicomio. ¿Otra música? El vibrar invisible de la cascabel, semejante a un chorro de arena sobre las piedras, o el zumbido de las avispas, más belicosas que indios, que anidan a ras de tierra o a altura justa de los ojos del hombre. Conocía otras cosas. El gavilán que pelea a pie, como un hom.bre, o echado de espaldas, como un gato. El chancho del monte, con su espinoso recargue de espaldas, su mirar oblicuo, su babosa dentera, su relampagueante colmillada al sesgo. El pequeño coatí serelepe, con su cola ancha y abierta como ala y que hace de tal cuando el animalito pajarea y brinca de un árbol a otro. Mirmo solía hacerse alguna oscura pregunta. ¿Por qué lo que parecía ser hecho para la alegría de los ojos y de todo el ser, escondía a veces la muerte? Ahí estaba, con sus colmillos lúgubres, la yararácusú, la más suntuosa de color, de dibujo y de líneas de todas sus hermanas. Ahí estaba la escolopendra, que avanza con sus cuarenta y dos patas, examinando el terreno con varios pares de ojos, ondulando con la vívida esbeltez de una culebra, su cuerpo de azul esplendoroso; la escolopendra, que cabe en la mano de un niño y es capaz de asesinar a un gigante. ** * Los vecinos del bosque se dieron la voz de alarma, un monstruo absolutamente desconocido había aparecido. No podía ser una falsa alarma, pues eran muchos y cada vez más precisos los informes más o menos coincidentes sobre la misteriosa presencia nocturna. 284
En que era un animal de cuatro patas parecían concordar los cazadores, exploradores y leñadores, en su mayoría. Sí, juraba alguno, un cuadrúpedo plantígrado, aunque zambo y con tendencia a estacionarse sobre sus patas traseras. Mas no faltó quiénes aseguraban que se trataba de un pájaro de cola inmensa, y otro dijo que lo había visto volar con ella, en lugar de alas. Pero ambos - los que lo creían un cuadrúpedo y los que lo creían un ave estaban de acuerdo en que la cola del desconocido era un techo portátil que lo protegía del sol en verano y del frío en invierno. Sin embargo, un brujo opinó que aquello era un simple pabellón de guerra. Igual variedad de versiones existía respecto de su lengua. Evidentemente, el poder del monstruo debía estar en esa lengua deslenguada... Lengua de gusano, tal vez, pero de tres cuartas, decían algunos, a lo que no pocos corregían: una brazada, lo menos. ¿Para qué le serviría tamaña herramienta? Era su arma de caza; sin duda con semejante cuerda - pues, al decir de casi todos, tratábase de algo que tenía la forma y el largo de una soga de noria -, enlazaba, tal vez pialando, a sus víctimas. También eran muchos los que aseguraban que el fantástico animal no tenía boca o, mejor, que en lugar de ella poseía una especie de ojo de cerradura: la cerradura del estuche donde guardaba su soga enlazadora. Pero los más coincidían en un detalle más desorientador aún: lo habitual era verlo arrimarse a esa tribu subterránea y enana (pero temida hasta del tigre y de las grandes boas), las hormigas, y meter su lengua cuan extensa y extensible era, y todavía untada de un líquido viscoso, en el hormiguero mismo, y no retirarla sino cuando estaba forrada de hormigas... ¿Para qué hacía esto? Algunos opinaban que por burla. Otros que por comunicar a su lengua el poder venenoso de todas las hormigas que la picaban. Algún simple que hizo reír a todos, dijo que pudiera ser que se alimentara lisamente -esto es, aspérrirnamente - de hormigas... ¿Comer hormigas? ¡Vaya un disparate!, aseguró un testigo que había sorprendido al monstruo revisando prolijamente la maleza en busca de nidos, cuyos huevos agujereaba con sus ganchosas uñas extrayendo después el contenido con su endiablada lengua. Realmente ésta debía ser empleada por su raza para todo, 235
menos para mamar, pues sus cachorros, al hacerlo, la dejaban colgar afuera... Otra ventajosa singularidad parecía tener el gran lenguaraz de rostro tubiliforme y corvado hacia abajo. Era que en sus exploraciones acostumbraba siempre echarse a uno de sus hijos sobre el lomo para que desde la altura trasmitiese a su feroz padre los detalles que él no pudiera recoger. Alguien lo había visto también bañándose en el río, después de la puesta del sol, en los días muy calientes, nadando como si comulgase con el río, con su fiecosa cola de quitasol o de vela marina Empero, en lo que todas las noticias convenían, era en lo referente al tamaño y poder de sus uñas: algo tan truculento que, fuera de toda duda, el tigre tenía razón en evitar su encuentro, como creyó notarlo alguien. En cuanto al alcance de sus brazos y de sus uñas falciformes, el brujo decía haberlo visto defenderse del ataque de dos perros a la vez, con zarpazos lentos, como indecisos, torciendo y balanceando el cuerpo, la cabeza casi horizontal, entre largos soplidos.., hasta agarrar a sus dos enemigos casi a un tiempo, a uno por la nariz y al otro por el labio encimero, reteniéndolos así, con los brazos extendidos, derecho sobre sus patas traseras.. Y he aquí que una bestia de semejante poder y, sobre todo, tan poco parecida a las otras, era un peligro enorme para la seguridad de hombres y bestias, y así se dieron todos a buscarla y perseguirla, hasta lograr su objeto, al fin. Estaba dormida, benditamente dormida, y efectivamente, su frondosísima cola le proporcionaba una plácida techumbre. La atacaron con macanas y lanzas sin darle tiempo a la defensa. La verdad es que no podía defenderse. Estaba abrazada a otra forma que la oscuridad no dejó ver al principio. El monstruo no era un reptil, ni un murciélago, ni un pájaro. Era un cuadrúpedo de hocico fino, de cuya boca, tan estrecha como el ojo de una llave, salía una lengua que medía varios jemes... ¿Sería acaso un arma? En todo caso, las uñas sí, eran formidables, y tanto que, a tiempo en que el jaguar le había clavado sus colmillos y garras eso estaba visible , él le había envasado aquellas uñas suyas 286
sin poder desenvainarlas, y así ambos, agresor y agredido, habían muerto de su mutuo abrazo inseparable. NOTA. - El lector habrá ya adivinado, en el infernal protagonista de mi historia, al bonazo del oso hormiguero que un día, cuando la inteligencia y la benevolencia se den la mano, podrá ser, honrosamente para el hombre, invitado a vivir en nuestros huertos, viñedos y jardines, dada su acreditada eficiencia de contraveneno de las hormigas.
LAS DUEÑAS DEL VELLOCINO DE ORO
sol estaba alto ya. En la meseta de pasto escaso y duro, la manada de vicuñas, las dueñas del vellocino de oro, pastaba desde el alba, según costumbre, casi sin descanso. A cierta distancia, parado sobre un morro, vigilaba el patriarca, digno de tan peligroso honor por su coraje, su baquía numerosa, su perspicacia siempre alerta. Por largos instantes quedaba en inmovilidad de monolito, o apenas si podía advertirse el girar lentísimo de la testa avizora. La vigilancia del gran turco estaba principalmente confiada a su oído. Aunque movía las quijadas con pachorra bovina, suspendía en seco la rumia cada vez que la auscultación debía ser más honda: advertíase entonces una mayor tiesura en el borde anterior de las orejas, o un levísimo cambio de dirección, o casi imperceptibles ondas recorriendo el lomo lanoso. Ni aun en el sueño las vibraciones del ámbito, aun las más tenues, escapaban a sus orejas insomnes, repartidas ahora, con sabiduría ambidextra, en dos rumbos contrarios: una hacia adelante, la otra hacia atrás... En aquella actitud, el hermoso camélido no cedía un ápice en gracia y esbeltez a los antílopes y gacelas más estatuarios. Altísimo de patas y de cuello, con su manto imperial de la flor do lana del mundo (igual a la seda en suavidad, pero superior a ella en abrigo, ligereza y aguante), de ese color canela de oro llamado vicuña, aunque en los brazos y descendiendo hasta cerca de las L
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rodillas, su fleco era de un blanco de nieve al sol. Sus inmensos ojos, sí, eran del todo hijos de la noche. Había nevado la noche anterior y los distantes cerros fronteros blanqueaban luminosos. (Como es sabido, por lo demás, la Vi cuña prefiere la alta nieve montañesa, tal vez porque le son precisos la humedad y el pasto tierno, pero sobre todo porque tanto como al calor odia a las moscas de los valles bajos.) Hacia un lado, y abajo, se extendía una tierra llana, uno de esos lugares que las vicuñas ganan en caso de peligro mayor, pues allí les es fácil descubrir a cualquier enemigo. Bajo el seguro de la guardia del jefe, tranquilas en la dulzura de su sumisión hecha de timidez y de celo, pacían las hembras, todas de alabar, en verdad, con su finura airosa, sus menudos pies, la espuma dorada de su lana y sus grandes, húmedos ojos de terciopelo sombrío. Conversaban. -. . . Sí -concluía una vicuña vieja - . Somos las más distinguidas de toda la familia. Nuestras primas las llamas, nuestros primos los guanacos, apenas si merecen que los llamemos nuestros parientes. --Dicen que nuestro pelo es el más fino del mundo -dijo una vicuña joven, coqueta doncella rubia de ojos negros, alzando el breve rabo y dejando caer sus oscuras semillas. Era a comienzos de marzo. La mayoría de las hembras había parido en febrero. Los teques, de gráciles líneas, se mostraban yaadmirables de ligereza y aguante. Una de las hembras, con gran retraso, había dado a luz casualmente la noche última, y para sorpresa de todos su parto fu¿ doble. Ahí estaban sus rorros, de largas y delgadas líneas, temblorosas, enormemente abierto a la novedad del mundo su par de oscuros ojos purísimos a flor de órbitas, los dos mellizos más llenos de inocencia y gracia con que madre alguna pudiera regalar su vista y su corazón. De pronto, el patriarca lanza un grito de alerta, algo entre el gemido de la llama y el relincho del guanaco, y baja del observatorio. Las hembras, reunidas en el acto, echando las crías adelante y tornando a medias las cabezas hacia el peligro presunto, 289
huyen con la cola alzada, el cuello horizontal, bamboleando el vellón blanco del pecho y las ancas. La madre de los gemelos, que no hizo ademán de moverse, permanece a un lado, al amparo de una peña. El jefe, que cubre la retirada de los suyos guardando distancia, se detiene al fin y se demora un instante, quieto, con los ojos clavados allá lejos, en un tolar, estudiando el signo sospechoso. Después da vuelta la cabeza hacia los suyos. Estos se detienen, tranquilizados. No hay motivo ele alarma, en efecto. Es una tribu hermana, que faldea ahora el cerro nevado. Sobre la armiñada inmensidad las vicuñas son un rebaño del sol. Llega el relincho del jefe. Sólo la limpidez del silencio y el aire enrarecido permiten oír esa voz lejanísima. El señor y dueño se yergue de pronto sobre sus patas posteriores, intentando, al través, poner sus delanteras sobre el lomo de una de sus esclavas. Ella, que adivina la voluntad máscula, doblo sus cuatro patas y se echa sobre el vientre. Se está casualmente en vísperas de la época que pone en tensión ele guerra todos los nervios y músculos, la época arrojadiza como el zonda o la avalancha, la del celo, cuando el amo y custodio de la familia, más que montar guardia contra los consabidos peligros: cóndor o zorro dorado, puma u hombre... previene en todos los rumbos y senderos la aproximación de sus más entrañables enemigos del momento: los que pueden destronarlo de las delicias del mando y del amor a la vez, los machos jóvenes recién desterrados del clan a coces y mordiscos, o los viejos machos solitarios, célibes forzosos. Las hembras están hechas a la escena terrible entre todas: cuando el señor real y el pretendiente se lanzan el uno contra el otro con una ceñida quejumbre, los ojos desorbitados del odio, entre altas manotadas, arrojándose certeros escupitajos a la cara a modo de injuria, hasta que tarde o temprano el duelo llega a su trance más agudo: cuando los combatientes, con las delanteras arrodilladas y las cabezas a ras de suelo, se debaten en una esgrima de cogotes, ya separados, ya trenzados, buscando sajarse las gargantas con sus dos incisivos superiores de traza canina y sus seis inferiores en aguda forma de pala. 290
El amo de nuestro clan ocupa otra vez su atalaya - a cuyo pie arnrjilea una planta de doradilla - con las orejas paradas y erguida la elegante altivez del cuello para dar belvedere al catalejo militar de los ojos. Y pasa una hora. Pasan dos. Por fin, a trancos lentos, el paternal centinela se dirige hacia los suyos. —No hay peligro - dice -. Es un día de bendición. Veo y oigo quién sabe a qué distancia. No hay nada... En efecto, ni una raya siquiera en el diamante de serenidad. Y se echa, recogidas las patas bajo el vientre, y continúa su rumiar pando. Esposas e hijos lo rodean sumisos. Entonces él, solicitado por la lúcida maravilla del día, por esta tregua a su ardua vigilancia, por el cariño a los suyos, evoca, en confidencia familiar, sus recuerdos. —Oí contar a mi padre - que lo sabía de su padre, y éste del suyo y así hasta el fin - que las nobles vicuñas no fueron siempre perseguidas. Decía que hubo ¡en qué año sería! un rey llamado Inca, dueño de una muy grande comarca. Bueno, decía que el Inca, que era obedecido por todos sus hijos como yo por ustedes, tenía mandado que nadie podía atentar contra la vida de una sola vicuña. Y las vicuñas, que no tardaron en saber esto, empezaron a perder el miedo al hombre. Dejaban que él se les acercara y algunas hasta lo siguieron a su casa. Y así fué cómo se hizo la alianza entre ellos. A trueque del vellón que les esquilaba una vez al año, el hombre cuidaba y mantenía las vicuñas, quiero decir, les concedía el derecho a la libertad y a la paz. "Pero tanta gloria no podía durar. Y así fue que un día llegaron hombres de regiones ignoradas, y éstos, que empezaron matando al Inca, mal podían respetar a las vicuñas. Dos pequeños que esbozan una riña sobre una yareta, se quedan quietos de pronto, mirando a la distancia. Un vientecillo delgado riza apenas su lana más suave que plumón de garza. —Con todo, los hijos del Inca siguieron guardándonos consideración. Nos perseguían, es cierto, pero no ofendían a las hembras ni a las crías. Y además nunca herían tan a traición, sin ser vistos, como ahora. Una de las hembras deja oír una especie de gemido nasal.
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—Yo alcancé a conocer, siendo muy mozo, una de esas batidas que los mayores llamaban el corral de la Muerte. Una vicuña tose. Otra se rasca junto a la oreja con una de sus patas traseras, descubriendo las tetas garridas. —Un buen día vimos aparecer una manada como de seis hombres. Corno entonces no eran temibles a gran distancia, nos quedábamos observándolos sin movernos. Pero como ellos se venían no más hacia nosotros, tuvimos que huir. Al rato hicimos alto y apenas habíamos empezado a pastar, cuando oímos la voz de alarma de nuestro amo. Sobre una loma próxima se dejaron ver varios cazadores. Otra vez en retirada. Pero no andaríamos cosa de una cuadra, y ya el cacique alertó de nuevo. Una tropa de guanacos faldeaba a galope precipitado el cerro del frente. ¡Hombres! ¡hombres!, gritó el jefe que venia a la zaga. Ambas familias ganamos un cañadón que daba a una quebrada muy profunda y en la cual no era prudente internarse: tenía una sola salida. "No había que elegir empero. Nos habían cortado la retirada. —E1 Yastay nos guarde! -dijo una de las hembras, invocando al dios de ojotas que protege a los animales del monte, mientras volvía hacia su señor, con la lentitud de la suavidad, sus ojos como ensombrecidos por una dulce pena de amor. —Entonces - continuó el narrador -, galopamos a escape para alcanzar la otra boca de la quebrada. Mas ésta vejase llena de vicuñas que nos precedían en la marcha. Recuerdo que dos jefes de manada se encontraron en la revuelta, y a pesar del peligro común, se trabaron en duelo mortal. El narrador se interrumpe. Sobre el filo de una cumbre remota desfila en fuga una piara de vicuñas. Las reconoce. Son guachos, es decir, varones arrojados de distintas familias por los jefes celosos. Tino de los mamones cabecea vivamente la ijada materna, buscando la ubre. El cacique traga de nuevo el bolo de la rumia y prosigue: —Cuando dejamos la quebrada, nuestro asombro fué grande: el ancho vallo en el que desembocamos estaba rodeado por un inmenso cerco formado de estacas y cuerdas de las que pendían unas 292
como vedijas de color que el viento agitaba, y encerrado en aquél, al parecer, todo el muy noble pueblo de las vicuñas. Al poco tiempo de llegar nosotros, cerraron la estacada. Y entonces, montados en sus grandes guanacos coludos (el narrador aludía a los caballos comenzaron a perseguirnos arrojándonos sus guijarros atados con hiles. No nos los tiraban a los remos, porque ya se sabe que cualquiera de los nuestros puede huir con las manos o las patas trabadas: nos los echaban al cuello, porque se sabe igualmente que la elevada altivez de nuestras cabezas no puede aguantar ni el amago de una ligadura en su soporte; y así, luchando a la loquesca por librarnos, acabamos muchos por enredarnos del todo hasta caer a tierra y aun matarnos a golpes. Ll os machos parecían los preferidos. Eran sacrificados conforme caían. A nosotros, los teques, no nos tenían en cuenta. ¡Qué tropel, hijos, qu é confusión! Creo que hubiéramos perecido casi todos si al jefe de la única familia de guanacos que entró (ustedes saben cómo son ellos de torpes) no se le hubiera ocurrido atropellar, llevándose la barrera por delante. Los seguimos campo afuera... Un estallido, un slbido terminado en un golpe seco, y el eco repitiéndolo todo, se oyó de repente. ¡Una bala! Como lanzados por un solo envión, todos em p rep dieron la huída. Todos, menos una hembra, que cayera fuininada. La gracia inmaculada de la mañana se manchó ya de sangre. Ya entregaría la pobre bestia, a las manos que así la sacrificaron, su vellón digno de hilarse en husos de oro. El jefe se quedó un poco atrás, trémulo sobre sus jarretes, los ollares tensos, oteando con ojos saltados de ansiedad el inmóvil y vasto paisaje de piedra. Silbó una segunda bala. El rezagado, con un brinco de elástica esbeltez, prosiguió tras su prole, localizando ya, aunque vagamente, al enemigo. A monte y cielo el silencio se recobró categórico, pareció tornarse agudo como el peligro. Sonó un tercer disparo, y el macho, alcanzado en una mano, cayó de bruces, lanzando ura especie oc ahogado rclincho y quedó imnóvjl. 293
Las hembras, cuya lealtad conyugal se pone a prueba en tales ocasiones, se volvieron precipitadamente, tembloroso todo su pelo solar, el azoramiento dilatado en la dulzura de sus ojos nocturnos, y lo rodearon silbando. Se habrían dejado matar todas, que así manda la norma ritual, si el macho, incorporándose de golpe, no hubiera, con increíble denuedo, reemprendido la fuga en tres patas, lanzándose con su gente, cuesta abajo, al otro lado del cerro.
REVELACIÓN DE LA CALANDRIA A Guillermo y Queca
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1\T o tengo por qué ocultar mi aniñada debilidad por los pájaros ya que, no lo dudo, me es común con muchos hombres. Más: creo que aun los hombres más indiferentes u opacos los quieren de algún modo o llegarían a tanto si en su infancia se hubieran hallado en contacto natural con ellos. Conocí a un hombre que no era modelo que imitar -se le atribuían cosas más o menos inconfesables -, cuya pasión confesable no era el juego, ni la borrachera, ni los cargos con mando y renta, sino el amor a los pájaros. Tenía buen número y variedad de ellos en su casa, sueltos o en grandes jaulas, y les dedicaba a todos una solicitud y un cariño que ya los hubieran querido para sí su mujer, sus parientes o sus sirvientes. El hombre tenía, pues, en algún lado, su corazoncito; sólo que se abría hacia una ventana única: su ternura por las criaturas aladas. Como dice el más amargado y amargo de los filósofos, la esencia íntima de los seres vivientes es la voluntad de vivir, tanto o más expresivamente revelada cuanto más inteligentes son. Sólo que en el más inteligente entra la fría reflexión y, con ella, el disi295
mulo. Y si bien el hombre no es el único animal que usa disfraz y máscara en la Naturaleza, es el que los usa mejor. Por eso se vuelve con inimitable ternura hacia la ingenuidad y la sinceridad de los animales, sobre todo de los animales libres. El hombre es también la única criatura en quien esa voluntad sagrada llega a atrofiarse, el único que se suicida. Doble motivo, pues, para amar la pura y libre satisfacción de vivir de sus hermanos menores, y con preferencia la más genial de todas: la de los pájaros. (A propósito, no se crea mucho en el total utilitarismo del cazador de pájaros, pues, como los niños, quizá los mata menos por conseguir una presa o ejercer una crueldad inútil, que por poseerlos, por tenerlos entre sus manos.) Todo el mundo orgánico parece haberse expresado desde el principio por la belleza de la forma, del color y del movimiento. Y también de la música, Pero esa inconsciente y profunda voluntad estética de lo que vive halló quizá su ápice en el pájaro. Cuando era niño había en mí una pregunta vehemente, aunque nunca llegó a formularse en palabra o pensamiento: ¿Cómo puede ser libre y feliz un niño que no tenga ninguna relación con los pájaros libres? Cierto: el vuelo y el canto de los pájaros es quizá el más claro y apasionado alerta de quienes han cursado su niñez en el campo. Puede creerre que, sin los pájaros, menos hijos de la tierra que del cielo, la vida del hombre sería - o es - terrenalmente impoética y pesada. Siempre me ha parecido que las voces de los demás hijos de la tierra son opacas frente a la diáfana voz de los pájaros. Y que hay algo de celeste en la visita de los pájaros libérrimos a la ciudad de las máquinas y de los hombres mecanizados. El hombre ha perdido la libertad salvaje de las otras criaturas, sin haber logrado aún la suya, la específicamente humana; y bien, en su lucha por conseguirlo, que constituye su mayor grandeza, el ejemplo del pájaro es quizá el mayor acicate para su cuerpo y su espíritu. No se crea que exagero. Sólo la miopía de nuestra alma enjaulada no nos permite ni siquiera ver la belleza de ese gran pájaro que vive tan cerca de nosotros y cuyo degradante régimen de vida en nuestros corrales no ha sido suficiente para empobrecer del todo su alma ni su voz. Me refiero al gallo, con su cresta 296
de fuego sin ceniza, con su canto terrenal y etéreo, como de hombre y mirlo a la vez, ciertamente universal y para todos: esa sabidura de aurora, digo, su voceada te en el so¡ urode el rondo de la tiniebla, su verdadero grito de resurrección. Insisto en que ninguna otra forma de la naturaleza revela con tanto fervor corno el pájaro el irisado milagro de vivir. Por eso es que el hombre antiguo ha expresado su sueño más hermoso en esa alianza del hombre y del pájaro que se llama ángel. Por eso los pájaros de la infancia están siempre cruzando el alma del adulto corno el arco iris un cielo nublado. Y el mismo canto de los pájaros armoniosos nos deleita menos por su música que por ser el más claro mensaje y el más límpido estímulo de vida de la Naturaleza. El almo canto del pájaro!
u' Entre los pájaros de mis pagos la predilección de mi amor de niño se la llevaba la calandria. Y no justamente por su música, que yo no era del todo capaz de apreciar, como por el hecho de haber criado un pichón de calandria en casa, el cual llegó a ser el adorno viviente de toda la familia. Nuestra calandria, más inteligente que todas las aves que se resignan a la vida doméstica, con excepción del loro, tal vez se entiende bastante bien con la sociedad humana, siempre que se críe desde chica y suelta. Con la nuestra ocurrió eso. Pese a nuestro empeño, no pudimos hacerla comer semilla ni fruta; apenas si conseguimos que picase algunos granos de uva. ¡Claro, era carnívora! (En el monte la calandria es gran cazadora de presas vivas: orugas, insectos adultos, arañas de todo pelaje y hasta el facineroso ciempiés, rastreándolos pxin.uipalmente en tierra, hurgando policialmente las ramas y cortezas, y alguna vez arrestándolos directamente en el aire.) Nuestra huésped aceptaba, pues, gustosamente toda clase de insectos y gusanos y carne viva o seca, a que está acostumbrada 297
su especie. Como plato desconocido, que aceptó con claro placer, trocitos de huevo duro. Visitaba con reiteración la soga del charqui, pero su mayor debilidad era el picadillo de las empanadas. Se hizo, pues, uno de los nuestros. Y era un amoroso recreo de nuestros ojos, su figura, una de las más elegantes del gran mundo pajaril. (Los pájaros son todos más o menos graciosos, favorecidos como están por el don trasfigurador del vuelo, pero no todos son igualmente esbeltos, y algunos están lejos de serlo, ciertamente, aunque a veces lleven plumaje de encantar o deslumbrar: así el benteveo, con su cabezota de enano; la paloma y el ánade, mdisimuladamente pernicortos; la golondrina, encogida de estatura y desbordada de alas; el tucán, galeote de su pico, y la tijereta, con su cola de corneta Ralley. La forma de la calandria es ática entre todas: de una proporción canónica entre su cabeza y sus patas, su pecho y sus canillas, su pico y sus alas. Su andar es tan donairoso como el del hornero, pero de movimientos aún más gráciles y vívidos. En realidad en su vida libre es n: o menos imposible sorprenderla en sosiego, si no está durmiendo o empollando. Eso ocurría con nuestra calandria, que vivía en completa soltura. Caminaba con pasitos breves y leves, aunque preferentemente a saltos, más ágiles que lcs del tordo y del jilguero, bajando y alzando la cola con un golpecito como de picaporte. O volaba remando alacremente, con breves paréntesis de planeo. Su modesto traje -mezcla de blanco, ocre y negro - era como hecho adrede para no llamar la atención o llamarla sólo a fuerza de bellas líneas y bellos ademanes... Todos sus movimientos unían armoniosamente la vivacidad a la dignidad de su apostura, con su delgado y levemente encurvado pico oscuro, sus canillas cetrinas, su cola blanquinegra alzada como un penacho cuando posaba sus pies en algo, y abierta como una flor acuática en el vuelo, y sobre todo, su hermosa e inteligente cabecita marrón, en cuyos ojos el verde del boscaje nativo revivía hecho un furtivo relámpago. Escapábase con frecuencia a la quinta o al matorral vecino, pero sólo a objeto de vagar a sus anchas, pues segura de la pi298
tanza y su bonísima calidad, no se gastaba en cacerías fatigosas. Terminaba siempre por volver a la casa, cuando muchas veces comenzaba a mordernos la secreta alarma de que desertara para siempre. Se hizo tan sociable, que muchas veces no rehuía la proximidad de ningún miembro de la familia, y aun estrechaba distancias, saltando a la punta del pie del que tenía las piernas cruzadas, cuando, corno ocurría a veces, no prefería posarse en sus hombros y simulaba cantarle al oído como en secreto amoroso, con voz de tenuidad y dulzura inolvidables. Su voz común -de llamada o enojo—, su prosa, digamos, era un desapacible chasquido que no dejaba resquicio alguno para la suposición de que, por la misma garganta, podía salir la mejor música alada de la tierra... Nunca se la oímos. La pérdida de su alacrísiino canto -hermano siamés de su libertad - era el tributo que pagaba a su deserción del monte, paraíso de su sacra libertad salvaje. (¡Ay!, quien se esclaviza termina por perder la música de su alma.) Después, en mis andanzas por campos, hombres y libracos, averigüé lo que pude del pájaro predilecto. Que tiene cierta preferencia, al fijar su hábitat, por la zona fronteriza entre la vegetación salvaje —que le ofrece su gran espesura protectriz - y la sativa, con su gorda cosecha de insectos y gusanos. Que así resulta un benemérito de la agricultura, y muy especialmente de la del quintero y el hortelano. Que la inteligencia y el amor - en sacra alianza - colaboran por igual en la construcción de su bello nido semirredondo, trenzado con ramitas, espinas y hierbas, compacto y blando a la vez, y mimosamente tapizado por dentro de borrilla de cardo y musgo o lana -, nido que defiende con ronco y áspero grito de cólera y angustia. Que anda siempre sola o al lado de su amor, nunca en banda. Que como reparte su corazón exactamente entre los árboles y la luz, no gusta del mero bosque ni de la mera llanura, y pasa de un árbol a otro en una larga curva o guirnalda alada, posándose siempre en la ramita cimera como el primer rayo de sol.
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III Es un día de zonda de fines de invierno, tan ardiente como cualquiera del verano. Al husmo de perdices o liebres vengo caminando sin parar desde el alba: por bañados, por tierras aradas, con terrones duros corno cantos que le muelen a uno los pies, por callejones de médano que se los sorben, obligándolo a andar como engrillado; corriendo aquí, marchando largos trechos a escondidas, agachado y con paso digitígrado; arrastrándome como un lagarto allá, sobre hierbas del polio, arnorsecos o rosetas, clavándome o raspándome la carne en las púas del algarrobo, la tala, la tusca o el chañar, al cruzar los setos vivos o semivivos -la lengua, la garganta gomosa de sed, después de dos horas de haber sorbido la última gota de agua de la cantimplora -, machucado y rendido al extremo de pesarme como un fardo la escopeta y el morral en bandolera con dos o tres copetudas, voy aproximándome a duras penas al algarrobo, a cuya sombra dejé mi caballo y mis alforjas, cuando escucho... Sí, sí, es ella. .Me detengo, prestando oído ansioso a la clara efusión, y pasa un largo rato, y aún estoy allí, de plantón, inmóvil y asordando hasta el resuello, con la escopeta en descanso, sí, pero sin acordarme para nada de mi dolorida fatiga, y como si mi sed misma se hubiera aplacado en las ondas de aquella clarísima y trémula fluencia... En efecto: sonidos líquidos y firmes, como chisquetes de agua, después de una ducha de claras notas tintineantes. ¡Realmente escucho sediento! Pero no, esa música es completamente aérea, como toda la de los cantores del aire que han alegrado el alma del hombre desde mucho antes que Sófocles pusiese al ruiseñor en sus versos. Sí, un canto que es, respecto del humano, lo que el mismo pájaro es respecto del hombre: infinitamente más aéreo. Música de una criatura que tiene el aire metido en sus plumas y en sus huesos, que canta sobre la rama más alta y leve del árbol, alzándose todavía sobre la punta de los pies, o suspensa en el espacio mismo, pues su cámara es el salón de los cielos. 300
¿Que hay gentes a quienes el canto del más musical de los pájaros no dice nada? Qué mucho, si también hay sordos para la música humana. Pero yo no busco engañarme sobre este misterio de gozo e inocencia, esta ablución de serenidad que es el canto alado. Adivino que su agrado mágico es independiente, en buena parte, al menos, de su virtud musical. La Naturaleza está llena de ruidos genialmente seductores: el del arroyo que baja riendo y conversando a la sordina con todo lo que encuentra en el camino; el del viento en la selva que despierta su alma profunda o deja oír sus sueños; el de la lluvia que golpea con sus innumerables dedos el cofre de la tierra para que ésta entregue algunos de los tesoros que esconde avaramente; el del caballo que relincha aun en la sombra y abre de par en par, de golpe, las puertas del alba. Todo lo que se guste. Sólo que hay que convenir que el canto de la calandria es el más maravilloso de los ruidos de la Naturaleza y ella la más vívida criatura del cielo y de la tierra. Según puede creerse, la calandria es de los pocos pájaros que se ponen a cantar deliberadamente y por el solo gusto de dar curso a algo que los ahoga adentro y que de no hacerlo sin duda los mataría. Está allí, en la ramita más alta de una tusca aún no florida. Canta con vivacidad manantial, con espontaneidad incontenible. No sé si vale más la limpidez de su ejecución, o su arrebatador estilo de contrastes. Una nota secreteada y ternísima, como la que debe tener para anoticiar a sus pichones la gracia de la luz de la mañana - o una frase de dulzura soñadora, corno debe ser el arpa de las hadas - o, de repente, lanzado a modo de dardo, un alegro de felicidad celeste. Dos o tres notas más, y calla un rato, escuchando con su oído clarividente los cantos del vecindario agreste --aquí cerca o a la distancia -, en el silencio de cristal. Porque ella es, ya se sabe, con las ventajas de su genial memoria, el pájaro-orquesta, esto es, la gruta de resonancia de los otros pájaros. (Pájaro avatar, sin duda, del multilingüe árbol que canta de Las mil y una noches.)
Como la vida misma, el canto de la calandria conjuga dos pasiones aparentemente contradictorias: la de la reiteración y la
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de la variación. Si no repite propiamente, al menos sugiere, de modo alucinante, el lenguaje de las otras especies: traslada los cantos ajenos como el pintor traslada la Naturaleza, filtrándola a través de su alma, creándola de nuevo. Puede sinfonizar así cincuenta melodías distintas, se dice. Así, pues, no es suyo -y lo es, sin embargo-, lo que estoy oyendo: los líquidos acordes del tordo, los trinos trasparentes del churrinche, el canto epitalámico de la diuca, la quena de tres agujeos de la perdiz, el triángulo de plata del cardenal. No reproduce sólo las notas o frases musicales: también el llamado de los polluelos con hambre, el grito de terror de padres o pichones, el garrido de la golondrina, el chiflar del benteveo, el silbido del hombre que arrea una piara. Talla su canto con los otros cantos como un diamante con polvo de diamante. Pero he aquí que su prurito de variedad no es menos hazañoso: no repetir nunca dos notas en el mismo orden; variar la expresión de las notas predilectas hasta lo incontable. Insisto en que la calandria propiamente no imita ni caricaturiza el canto ajeno: lo que sale de su garganta se parece a lo que sale de otras muchas, pero sin confundirse. Más aún: el canto de una calandria cualquiera no es una pura tautología del canto de las otras calandrias. Cada una imprime en el aire, sin confusión posible, su personalidad lírica, su alma inimitable. Pero no tengo tiempo para divagaciones. Mi calandria hace otra cosa ahora, adrede, acaso, para destacar aún más, por contraste, el milagro de su música: la profana con ásperos gritos de pelea, con chillidos de burla, con descoyuntadas volteretas de payaso. Calla por un rato interminable. Y recomienza a cantar otra vez en serio, en una especie de delirio sagrado, tanto que el torrentoso caudal de su lirismo no cabe en su angosto cauce. Cierto, con su movilidad infatigable, con la inmaculada fulgidez de sus ojos, con su inspirada polifonía, con su alegría terrestre y aérea - o celestial, mejor- tamaña criatura está revelándose como una de las musas de la vida, la primera y más pura tal vez. De tamaño ejemplo mi espíritu acababa de deducir en secreto dos enseñanzas: que la libertad es el primero de los bienes, y que el cantar es tan importante como el yantar. ¡Los hombres por 302
la vida pierden de vivir! Mas para la calandria y los suyos sí que la vida merece ser vivida. Ellos sí que saben burlarse gloriosamente del memento mori. ¿Alegría? Sólo que ahora descubro una muestra más de nuestra falla menos evitable: me refiero a nuestra confianza en la universal validez de lo humano, esto es, de que las otras criaturas vivientes sólo pueden alegrarse con la misma alegría del hombre, sufrir o soñar los mismos dolores o sueños del hombre. Aunque basta pensar que, por el alma del pá jaro, no ha pasado jamás la idea del pecado o del arrepentimiento, el sentimiento de inferioridad ante su semejante convertido en superior jerárquico, el deseo de ascenso en la burocracia civil, militar o eclesiástica, o de dividendos fructuosos, o de éxito en la lotería o los comicios, para comprender que aquel arrebato de su canto no tenía nada de humano. O mejor, para advertir que era el mismo enigma generoso del cosmos, la misma exaltación dichosa de la vida que ha movido en excepcionales momentos a músicos, poetas y pintores, lo que ahora estaba expresándose a través de una garganta de pájaro, de un alma de pájaro.. Alegría, sí, sólo que en voltaje y amperios que el hombre no ha conocido nunca o no conoce todavía, el hombre que ha desertado voluntario del paraíso de la inocencia de los otros seres, de su concordancia paradisíaca con el latir universal de lo creado. Ciertamente que la risa humana es una charra desfiguración de la alegría melodiosa del pájaro, la corriente de cuya vida estaba desembocando ahora en el cielo En los intervalos del canto cabían grandes espacios azules en que el alma dei cantor y el del auditor respiraban. Aquel canto removía y clarificaba las ondas de mi sentimiento y de mi fantasía. Era como una fuente en que mi alma se bañaba para salir edénicamsnte joven, es decir, con un infinito de inocencia y alegría. Como despertacio por un relámpago comprendí que me hallaba a una distancia insalvable de las bibliotecas, los bancos, los congresos, las sacristías y también de las rozagantes vulgaridades de la aldea. Estaba como presenciando el nacimiento de una inmortal mañana. Era "el reino de los cielos" que estaba bajando a la tierra . ganarse
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LOS GITANOS DEL MAR
El mar
RIMEnO el
agua, desde el plan del abismo a la cima de la nube; 1 después, la tierra. La tierra es sólo una isla rodeada por grandes aguas que amenazan ahogarla. La dulzura descendente de los ríos es muy poco o nada junto a la hidrografía horizontal, pero escendente del océano. Sin el titán cuyo resuello crea las nubes, no existiría vida sobre la tierra. 21 fué el verdadero redentor de la esterilidad de la roca. ¿Cuántos millones de años fueron precisos para que la hija del fuego o del fango aprendiese a criar musgo? En las algas microscópicas del mar está la raíz de la flora y la fauna de la tierra. Y el mar demuestra en la madrépora que si la tierra engendra al animal, a su vez -y mucho antes a veces - el animal engendró a la tierra. El cráter del volcán submarino se cubre de pólipos que lo levantan y dilatan. Las borrascas van sembrando limo y despojos de animales y plantas, y nueces de coco: el cráter deviene islote, isla, archipiélago..
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.'
La tierra tiene la inercia de la ostra, junto al desasosiego y el nomadismo incorregibles del mar. Porque el mar está siempre en marcha, llegando y partiendo siempre, y por eso su agua no puede descomponerse. Por eso y por los Himalayas de sal disueltos en su seno. El agua del mar es, sin duda, elemento más vital y potente que la sangre. Es la sangre primordial y universal, con su diástole y su sístole. Aquí la vida sigue produciéndose y reproduciéndose con la intensidad y desmesura de los días que inauguraron el inundo; la metamorfosis y el devenir tienen un ritmo jadeante. (El tiburón que se vuelve sobre sí a devorar sus propias entrañas desgarradas, es SÓlO un símbolo.) Aquí no hay tiempo ni espacio para los cementerios. ¿Qué es la fertilidad de la tierra junto al demoníaco poder creador del mar? En la tierra la fuente originaria de toda nutrición es la flora verde criándose sobre el delgado haz de la tierra, pues los carnívoros también comen praderas y bosques... sólo que reducidos previamente a presas palpitantes. Pero en el mar la millonaria flora microscópica medra en todos los pisos del agua, por lo menos hasta donde llegan noticias de la luz. Y el mar no tiene desiertos baldíos ni en las zonas glaciales. ¿Podéis imaginar vagamente la insondable riqueza de pastos de las superpuestas praderas flotantes y errantes, desde el haz hasta los bajos fondos? ¿Y los infinitos rebaños y las infinitas manadas carniceras que viven de los herbívoros y frugívoros o de otros zoófagos del mar? No hay fecundidad ni violencia de selva del trópico cue aguante el cotejo. El mar, edén de toda vida, es todo una selva viva y tupida de animales, el jardín de los jardines zoológicos. Justamente, el mayor peligro para la su pervivencia del mar es su fecundidad misma. Vías Lácteas de fecundación cubren su haz o sus bajos fondos en determinadas épocas. El mar podría anularse, cuajado y convertido en pudridero abierto por el propio exceso de formas vivas. Pero su eficaz técnica de la autodestrucción capea el peligro. El arenque, capaz de evacuar individualmente de cincuenta a setenta y cinco mil huevas, es comido por el bacalao. nste, que puede a su vez rendir nueve millones de
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huevas, pondría en riesgo al mundo, mas tal no sucede porque el esturión sale de los ríos con el visible encargo de ponerlo a raya. El esturión, por su parte, también millonario en su desove, tiene su cordón sanitario en las mandíbulas del tiburón, de hambre sin fondo, pero de fecundidad limitada. Finalmente, los cetáceos, tragones casi infinitos, contribuyen con lo suyo. Con bocados inferiores o superiores a la tonelada, devoran bancos, islas, archipiélagos de peces. Porque, naturalmente, todo es grande en el mar, hasta la distancia que separa los extremos. Están los peces que se reparten el arco iris en la hondura de las aguas sin enturbiarlo - y las medusas, como hadas navegantes -, y los arrecifes de coral que tienen aún en depósito las pedrerías y jardines de Les mil y una noches, pero también están las trombas, esas espirales de viento y agua que pueden abarcar treinta leguas, y la bruma, noche ciega y muda, que comienza a tres jemes de las narices del emparedado, y los monstruos informes corno fetos y enormes como tormentas, y las tormentas que son, a ojos vistas, una amenaza de regreso al caos. No olvidemos que la antigua Noche se ha refugiado en los pisos bajos del mar, aunque a él le sobra fosforescencia para inventarse una astronomía casera.
Si recordamos que las cuatro quintas partes de nuestro cuerpo son agua, y que en el flujo y reflujo de nuestro respiro y de nuestro corazón está el movimiento del mar, y que su sal aun persiste en nuestra sangre, nuestro sudor y nuestras lágrimas, y que la cal, que ya escasea en nuestro esqueleto y nuestros dientes, el mar la tiene en conchas y madréporas hasta formar continentes, advertiremos que, en cierto modo, aun estamos en el mar o el mar está aún en nosotros. Existe sin duda una relación entre la cadencia de las olas y la cadencia del miedo y el coraje del hombre. Junto a la triste debilidad humana, el mar, con su fortaleza salvajemente salubre y álacre (el mar, antídoto de escrófulas y 306
ombrices), se conmisera aún y se encarga de rcmcndar nucstrcs llagas y refrescar nuestros instintos. No sólo el pulmón humano: el alma humana misma respira en el mar mejor que en cualquier parte. El mar fue el primer gran maestro del hombre: de audacia aventurera primero; de vinculación humana después. Cuando el hombre aceptó el reto del mar y so dispuso a luchar con él —cuerpo a cuerpo, digamos—, ocurrió sin duda el más grande acto de afirmación humana. (El hombre aprendió a transitar por el mar y a vivir a su costa, mas sin soñar en un regreso parcial o total a él, camino seguido en días inmemoriales por la ballena, el delfín y la foca, antiguos terrícolas, es decir, peatones de nuestro suelo.) Claro es que por millares de siglos el hombre, hijo del bosque, temió al mar como a la misma muerte. Después, en épocas casi recientes, chinos, sumerios, indostanos, asirios, egipcios, sólo llegaron a crear civilizaciones fluviales. El miedo místico al mar continuó aún. Los hebreos -vaya un caso - conocieron de él sólo lo que les llegó a través de fenicios y tartesios, esos desbravadores del Mediterráneo. ¿Los griegos? Sí, los más hermosos de los hombres en cuerpo y en espíritu lo amaron tanto que le erigieron un monumento insumergible: la Odisea. Y acaso no hay saludo más jubiloso y ferviente en toda la historia que el de los soldados de Jenofonte aclamando al luminoso Mediterráneo como el más paternal de sus dioses: ¡Thalassa! ¡Thalassa! Pero los cristianos siguieron temiendo al mar hasta fines de la Edad Media. ¿No reinaba en él sin contralor, desde su trono gestatorio, Satán, "príncipe de los vientos"? Y sólo cuando los nautas modernos redondearon el mundo, pudo saberse que el mar tenía tanta agua como para apagar todas las llamas del infierno. Y los grandes viajeros comenzaron a preferirlo como camino más llano. Y los buzos bajaron a curiosear sus sótanos. Pero olvidábamos decir que antes de los descubridores cuyos nombres sacramenta la historia, ya otros argonautas anónimos - islandeses, normandos, escandinavos, vascos - venían callejeando el océano hasta los arrabales del polo Norte, detrás de la
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estela de Leviatán, el gran coco surgiendo de las tinieblas de allá abajo, que Job cantara inmortalmente desde su pudridero: ¿Sacarás tú al leviatán con el anzuelo o con 7a cuerda que le echares en su lengua?. Tiene toda arma por hojarasca... Hace hervir como una olla la profunda mar. En pos de sí hace resplandecer la senda, que parece que la mar es cana. No hay, sobre la tierra su semejante., hecho para nada temer.
Esto podrá hacer sonreír al sesgo a los que hoy beatamente a mansalva pescan a la ballena con un anzuelo explosivo. Mas eso no importa. No es poco consuelo, de veras, la experiencia segura de que la naturaleza del mar es tal que los trajines y manoseos más profanos del hombre no lograrán vulgarizarlo nunca, es decir, comprometer la majestad de su grandeza y su salvaje misterio. Cada ola suya parecerá siempre como lo que es: una sirena sonriente o un demonio en cólera.
II La ballena
El exceso de poderío del mar sobre la tierra lo mide bien su capacidad de haber engendrado ese rompeolas a la deriva, ese arrecife de grasa, ese mascarón de proa del abismo: la ballena. La ballena, en vigilia, es fragata que tiene arboladura y velamen en su propio resuello, y, dormida, pertenece al sistema insular. Claro es que sólo el mar puede criar verdaderos gigantes. ¿Qué patas terrestres podrían sostener un cuerpo de dos mil quintales de peso? Para las olas eso no es nada. Y alimentar hasta darles un verdadero blindaje de tocino a rebaños sin número de tragones casi infinitos .. . eso sólo pueden hacer los cinco océanos, colección inacabable de praderas flotantes de superficie y profundidad. 308
Sin embargo hay en la ballena cosas más grandes que su mero tamaño. Hay su sangre de 96° centígrados de temperatura que le permite condicionar su medio ambiente a través de su escafandro de grasa cuando se mueve debajo o entre témpanos. Y nada digamos de su idoneidad para descender hasta una legua o legua y media debajo de las aguas (allí donde los Andes o Pirineos líquidos ejercen una presión de ciento cuarenta toneladas por cada pie cuadrado de superficie de su lomo) y subir de allá como una burbuja de jabón a la paz de los cielos... Se sabe que los tatarabuelos de la ballena fueron criaturas de la tierra. El mar era sólo su coto de caza, pero se habituaron de tal modo a él que sus patas anteriores trocáronse en pequeñas aletas, se perdieron las de atrás fundiéndose en la arniipotente cola, y la tierra devino en tal grado un jardín prohibido para ella, que arrojada a las playas por una borrasca, muere allí anclada y aplastada por su pro pic peso sin poder moverse una línea. Eso sí, no quiso renunciar a su leche tibia ni al calor de su sangre. Y aunque precisó hundirse bajo las aguas en busca de guarida y alimento, no renuncié a sus pulmones, esto es, a volver a la superficie a respirar a pleno cielo. Sólo que para ello adquirió una cola de muchos caballos de fuerza que, sin perjuicio de usarla como arma soberana, le sirviese también de renio o hélice: en efecto, sus lóbulos horizontales permiten el movimiento de avance sobre un piano vertical, hacia el cenit o el nadir. Adquirió de paso también una aleta dorsal - fibrosa, no de hueso - que unida a las dos pectorales - sus balancines le aseguran un indispensable equilibrio cuando avanza de frente a todo escape. A velocidades de gran velero la ballena viene recorriendo los mares desde la cima al plan, pasando de un océano a otro, dando la vuelta al mundo desde millones de años antes de Sebastián Elcano. Sobrado siempre de brío creador, el mar aun se dió el lujo de inventar dos tipos de ballena, tan opuestos entre sí como los polos del globo: las barbadas y desdentadas y de tragadero de botella - con su reina, la ballena azul—, animales más pacíficos que los herbívoros de la tierra, que no persiguen propiamente a nadie, conformándose con dar vía libre al menú que en forma de pececi309
lbs, gelatina o microbios, les viene a la boca en las praderas semovientes de la cima del mar, y esos buzos dentudos (¡dientes tan grandes en ocasiones como el cuerpo de un enano!), las fieras de las fieras: el cachalote, con su garguero por donde puede pasar una pareja de novios sin gastar genuflexiones, y su cabeza que puede desfondar un barco, y la orca, el asesino de peor reputación de los mares.
Las ballenas azules Hay ballenas y ballenas. Con su cabeza plana y sus altas mandíbulas, su piel fina como un guante y las arrugas de su garganta y pecho como trazadas a reja de arado, su aleta dorsal en forma de hoz, su boca rasgada hasta debajo de los ojos y su cuerpo alargado y l iviano (aunque esto suene a broma), la gran amazona de los mares, azul y misteriosa como la lejanía, se distanciaba de todas sus congéneres. (La ballena azul, reina de las ballenas mansas, lo es también de todas las criaturas vivientes por su magnitud - puede superar los treinta metros de eslora - y por su peso que puede totalizar centena y media de toneladas.) Lejos de las costas avanzaba en su emigración de otoño, subiendo los paralelos rumbo a las aguas ecuatoriales, el rebaño más grande de todos los tiempos: el de las ballenas a quienes el mar inviste con su propio color. Avanzaban las ballenas azules sobre el azul del mar, denunciadas sólo por el resplandeciente blancor de sus estelas y, a ratos, de sus chorros. Avanzaban mediante el movimiento especial de su vasta cola terminada en dos lóbulos aplanados. Venían de lejos y su meta era remota. En general los hijos del mar son nómades, y a veces, como en las ballenas, anguilas o caballas, sus peregrinaciones, vadeando profundidades y latitudes sin valla, deJan chicas a las de los hijos de la tierra y aun del aire.
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Las ballenas azules, en efecto, precisaban como espacio vital el de la suma de las aguas, cambiando de océano como los rebaños trarhumantes cambian de pradera, subiendo de las cuajadas aguas circumpolares a las afiebradas ondas del trópico. Singlando por debajo o por encima de las aguas, alzando de tarde en tarde sus humeantes chorros al cielo, como verdaderos barcos a vapor, los rorcuales podían ser encontrados en cualquier encrucijada del mar, siguiendo cualquier rumbo de la rosa de los vientos, bajando el Atlántico norte, remontando el Pacífico sur, desde el mar de Ross o de más allá, rumbo a la línea ecuatorial, pasando frente al Cabo de Buena Esperanza, dirigiéndose hacia los ancianos mares de Oriente, doblando el Cabo de Hornos, para trasegarse de un océano a otro, y tanto, que a veces un arpón clavado i nocuamente en el lomo de uno de los gigantes frente a las Órcadas podía ser reconocido por su dueño años después en los mares del Japón, o bañándose en las espejeantes aguas del Trópico aun tenían adheridos a su piel parásitos de los mares de hielo. Más de una causa entraba como ingrediente de su nomadismo. De un lado, su necesidad de no perder contacto con los peces y animalículos que constituían su alimento, poseídos también de manía ambulatoria; del otro la conveniencia epicúrea de veranear en las zonas frígidas, y hacer del invierno primavera pasándolo en las aguas del Ecuador, reuniendo en uno el edén de sus amores y la cuna de sus hijos. (Tal vez, por encima de todo, era la atracción tiránica de ambos polos.) Eran grandes pescadoras en horizonte, no en calado, pues bastábales nadar sin apuro o flotar a la bartola sobre las olas como sobre cojines abriendo las bocas de pórtico para que el maná de los mares llamado plancton y demás suministros de su yantar vinieren a ellas: cerradas las fauces, el agua sobrante volvía al mar a través de las coladeras de sus mal llamadas barbas, luengas de un metro. Cazadoras superficiales, es cierto. Pero buzos de profesión y del más largo alcance, su experiencia de profundidades era mareante. ¿Qué mucho? Sus vidas solían persistir un siglo y más y se gastaban íntegramente en trajinar la hondura y anchura de los mares. Así sus vastos y acostados cerebros estaban atestados bru-
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mosamente de visiones y sensaciones que no podía albergar en sí ninguna otra criatura del mundo. ¿Quién conocía como ellas la variedad de los superpuestos horizontes o pisos submarinos tan diferentes en iluminación y temperatura, en densidad y salinidad? Porque el mar no es sólo el acuariurn mayor, ni un estanque salado. Es un ser vivo, el más enérgico de los seres vivos: una criatura latiente y respirante e insondablemente apasionada e inquieta. El océano está perpetuamente desembocando en el océano. Dos veces al día las mareas hinchan su seno. Las corrientes frías que vienen trocando sus hielos en nieblas desde los Polos a la Línea, pasan por debajo o codeándose con las corrientes que van de la Línea a los Polos. Las evaporaciones o flotas veleras de las nubes y las lluvias son las corrientes y contracorrientes en sentido vertical. Partiendo de puntos opuestos, de lo más tórrido de las aguas, dos ríos termales muy azules y salobres y sobre nivel entre bajas riberas verdosas van a calentar el Norte. Un abismo tragón abre sus fauces junto a la islas Lafoden. Sólo la profundidad del mar puede albergar toda la profundidad del terror y la maravilla. Y bien. ¡Nadie podía conocer y conocía mejor todo eso que el gran buzo, la ballena, esa esfinge coronada de algas y cornúculas arribada del abismo para proponer enigmas! Ya se sabe que la progresiva hondura de las aguas significa el progresivo destierro de la claridad, y nadie como la ballena conocía eso: desde el comienzo de la tiniebla absoluta a ese púdico edén de la luz llamado, cielo. Sólo que la noche del mar que es noche de doble fondo, se desquita de sus tinieblas en su astronomía de fósforo, en sus constelaciones de superficie o de profundidad. Desde la base a la cima el mar tiene sus luces encendidas como un trasatlántico nocturno, principalmente para la fiesta del amor. Son lunas de. . . miel. Y los vilelos que iluminan sus esquifes para viajar y las salpas y biforos que amenazan incendiar el horizonte y la Vía Láctea que trazan los infusorios sobre las ondas, son sólo muestras de lo que las ballenas conocían. Callejeaban ellas por los cimientos del mar, donde las áncoras se hunden en dársenas eternas, donde los barcos son tripulados por criaturas mucho más marineras que las ausentes, allí donde están MM
las raíces inarrancables de la vida, donde el verdadero subsuelo del mundo se abona con los sedimentos de todos los pisos del agua y los huesos de tantísimos naufragios. Conocían las ballenas maravillas y terrores sin cotejo ni número. Las plantas y animales microscópicos que precisaban juntarse en populosas tribus para ser visibles, agitándose y danzando ebrios de haber nacido y rabiosamente gozosos de vivir... (y que constituían el bocado favorito de las ballenas azules), y la ostra, que era un animal, enraizada en la roca, y el alga nómade, que era una planta. Y algo que no tenía ojos, ni oído, ni estómago y que ni respiraba ni se movía y que sin embargo era una bestia con dos pariciones al año: la esponja. Y los cinco rayos punzantes de la estrella de los bajos fondos idéntica en color a la estrella Aldebarán. Y la medusa que respiraba y caminaba con su ondulosa cabellera de fuego. ¿Quién conocía como la ballena los pueblos innumerables como las arenas del mar del hijo más genial de las ondas - y vanguardia de la onda—, el pez, que vuela dentro del agua, y más infatigable que el pájaro, apenas conoce un alto en su marcha y duerme nadando? Llenos estaban los oídos de las ballenas con los ecos del mar - el implacable locuaz que no deja hablar a sus hijos - resonando en los escollos, las caracolas y las grutas, y en la gruta iluminada del cielo. ¿Y qué visiones de belleza no había en sus ojos? Junto a la orgía de brillos y matices de los peces estaba la de las conchas marinas con su fabulosa diversidad de formas (de gorro, de cuerno, de mango, de barreno, de lapa, de tornillo, de aguja, de voluta, de mamilla, de huevo, de huso...) y su aun más fabuloso registro de colores y esplendores, con caprichos que fatigaban la imaginación, porque el genio del mar había trabajado en secreto y con la mayor delicadeza, utilizando el juego de la luz filtrada y el de las olas para esas creaciones cuya muestra mejor - el tesoro de los tesoros de las aguas abismales - era la perla. Y junto a las joyerías del océano otra coquetería suya: los edenes sumergidos. De un lado las grutas, donde a una luz como de luna e iris diluidos se veían rocas damasquinadas o nieladas por las aguas, y los densos y suntuosos bosques de musgos mar¡313
nos, fucos y ovas, y parietarias indescifrables: todos los alardes de la vegetación abisal que huyendo de la inconstancia de las ondas, buscaba la fijeza a cualquier precio, aunque fuera la del basalto. Y del otro lado los arrecifes de coral, la selva enana e inmensa, mitad animal y mitad planta, encrucijada de la belleza y el espanto sin igual en el mundo: apoteosis del color de donde tomarían los suyos las gemas, las corolas y los pájaros; el color del sol y de los cielos, y el lila de ensueño de los lirios, y el verde botella, y el esmeralda más ávido de luz, y el blanco de la nieve también y todo lo que pudiera imaginar el sueño de los ciegos. Pero a tamaño vergel y su joyante hierba venían los que la ramoneaban, y tras ellos los gustadores de carne, todos vestidos mal o bien por el espectro solar: la canadilla, y el belemnites, y el pinna, y el cohombro, y la estrella de mar, y el equinodermo, y tantos otros, cuando no el tridacna, arrastrando su nácar gigante o, vestido de violeta, el precioso e infernal erizo Diadema, más temido que los tiburones. Porque allí el exceso de hermosura estaba custodiado por el veneno y por el océano que, aun en días de calma,, asaltaba rugiendo desmelenado al invicto rompeolas. Mas lo que puede estorbar o detener nuestra vida es lo primero, y nada ocupaba la mente de Walia -el gran jefe de las ballenas azules - y los suyos, como las imágenes de los dueños del terror submarino, sin contar a su primo, el cachalote y a su prima, la orca. ¿Es que la fealdad iba casi siernprre adscri pta a 10 Cue era. fúnebre o quería parecerlo para dominar a la víctima por simple acción de presencia ahorrándose hasta el menor esfuerzo? Podía ser o no ser, mas quedaba como hecho sin mentís, no sólo la existencia de gentes poco deseables, sino de las que eran verdaderas pesadillas del abismo. La pestinaca, con su fulminante látigo terminado en uña, podía producir escalofriantes desgarros y envenenar de alboroque. El pez martillo, sujeto patibulario con cabeza de dos porras en cada una de las cuales había un ojo capaz de gorgonizar al ingenuo mirón. El largo pez sierra que podía separar de cualquier carne el pedazo que más le gustara. Y el pez espada, con sus ágiles saltos de esgrimista y sus envíos en línea recta casi siempre inatajables. Y había, para no recordar más,
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aquel que no tenía huesos, ni carne, ni sangre y carecía de armadura, pero cuyo ataque era su mejor defensa: el monstruo que ondulaba como vela náufraga, pero se hinchaba al pronto de tragedia como vela en la borrasca: la multiventosa que abrazaba con ocho flagelos largos de varios metros y besaba con cuatrocientas bocas de vampiro y bebía viva a su presa: ¡el pulpo! Llena estaba, pues, al par de maravillas y terrores el alma de las ballenas azules que proseguían su viaje regiamente envueltas en sus mantos de armiño -su grasa con su bulto de orografía rodante, mientras las olas, partidas en dos por sus cuerpos, rimaban con las palmas dobles de sus rabos, aunque, más frecuentemente, apenas su lomo se destacaba sobre el nivel marino. Sus chorros de vapor, sí, sus dobles tallos que se unían y se abrían en una sola copa a diez y quince metros de altura, con intervalos largos o cortos, y a veces varios o casi todos a un tiempo, do modo que aquello, visto a cierta distancia, tenía algo de jardín de palmeras o proponía al magín no sé qué absurda visión de chimeneas de ciudades sumergidas Cierto, Walla y los suyos, aburridos de las profundidades, adoraban el cielo, y esa infinita sonrisa de los dioses, y nada era más grato que el mirar de reojo el sol astillándose en su aleta dorsal, o en escuchar las primeras dulces gotas de lluvia caer sordamente sobre sus lomos, estremeciéndolos de popa a proa. Como si algo en ellos recordara su remotísima cuna terrena (o lo que vino millones de años después, cuando desmesurados veranos hacían humear las aguas como sangre, o más tarde, cuani do los inv ernos empujaban témpanos hasta la orilla del Ecuador, tiempos en los cuales la estela de ningún barco siguiera o cortara la suya), les deleitaba navegar entre el cielo y el mar, sobre las docenas de pampas y estepas líquidas, en línea recta, dejando a la zaga a cualquier velero y a cualquier vapor también. Es verdad que cualquier miembro de la tribu de Walla pesaba tanto como toda la población de una aldea sin exceptuar sus perros y gallinas, y sin embargo (¡oh suavidad de lo más grande!), podía vérselos echarse sobre un costado o sobre otro golpeando las olas con las nadaderas del tórax, meciéndose tan grácilnlente en su elemento como una gaviota en el aire. Revolvíanse 315
de nuevo desapareciendo y reapareciendo entre las olas, jugando con ellas, y de pronto, gracias a un profundo envión de la nadadera caudal, sus cuerpos trazaban una corcova de montaña arriba de las aguas y se iban a pique dejando un fragor de trueno que se oía a millas de distancia, y una vorágine de espuma. Un día dióse una muestra de uno de esos contrastes de misteriosa hondura en que, por pura voluntad de gracia o de otra intención más secreta, suele complacerse el océano en ocasiones. Y fué que, a estribor de los grandes navegantes, apareció sobre las aguas otra flota viva increíb l emente minúscula y ligera, pero del más poderoso encanto: las medusas. El mar estaba en uno de esos momentos de dulzura única en que recuerda a una madre dando el seno al niño o a una niña que duerme. Su serenidad azul no cedía a la del cielo y no podía decirse quién imitaba a quién. Apenas el murmullo como de abejas de las cálidas ondas. Sobre ellas apareció primero una vela - un trapo semirredondo a pliegues tendido hacia arriba, en seguida tres, cien, millares de velas transparentes y palpitantes, con esplendores da ópalos y del más vívido rosa que pueda inventar la primavera, navegando y navegando, inimitables de silencio y de gracia sobre una quilla de... cintas rizadas. ¿Hacia qué islas de la belleza y felicidad del amor se dirigían? ¿Era la flota de las hadas del mar? ¿Eran los barquitos de papel que la aurora niña había hecho con sus propias manos? ¡Quién sabe! Lo cierto es que, ante su paso, algunos de los grandes monstruos detuviéronse un momento y sus ojos abisa]es reflejaron el rosado viaje en miniatura. Iv El Petrel ¿ Cuánto tiempo hacía que el Petrel partiera de aquella lejana y brumosa costa nórdica? ¿Cuántos meses, digo, cuántos años llevaba el aguerrido ballenero rodando sobre los mares, sin allegarse a tierra, al menos a tierras hospitalarias par--sí y para sus gentes?
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Aquel barco era, en realidad, una isla flotante habitada por la tripulación con su capitán por rey absoluto, reino totalmente aislado e independiente, al parecer, del resto del mundo. ¿Rey absoluto? Vaya si lo era el capitán Ticho, con su cauda. losa y profunda experiencia en hombres, barcos y temporales, y que parecía haber vivido tanto corno una vieja ballena... sólo que, a ojos vistas, conservaba intactas la dureza y la flexibilidad del acero más joven, y sus ojos también podían ser del color del acero, grises o azules, pero su barba, sí, era del rojo más ígneo, y tanto, que a veces el humo de su tabaco parecía salir de ella. Fumaba en cualquier momento (su pipa había sido rescatada cierta vez del estómago de un tiburón), pero hablaba poco (juraba más bien y su voz era ciertamente la del león) o no hablaba nada porque sus súbditos parecían adivinar su pensamiento. Contábanse innumerables cosas de su valor, de su sabiduría del mar y de su temeridad, pero eran más, acaso, las que se contaban - en voz baja esta vez - de su frialdad total ante el dolor, el espanto o la humillación de sus semejantes. Aunque esto apenas podía ser llamado crueldad, pues era tan inconsciente de ella corno el mar o el huracán mismo. De todos modos, los marineros estaban seguros de que su alma era tan roja corno su propia barba. Mas repartamos un poco los pesos en la balanza. La tripulación del Petrel, con una sola excepción, acaso, estaba constituida por hombres de la más varia y opuesta extracción - como raza, educación, rango - cada uno L12 los cuales, en una de naipes o ele hierro, no hubiera repugnado de compinche al mismo demonio. Aunque no todos eran incultos. El piloto sabía mucho de lo que puede saberse de números, ángulos y estrellas. El tercer oficial, manejaba el botiquín con autoridad de médico y boticario en uno. Mason, uno de los arponeros; ex seminarista, sabía latín, lo que no le vedaba ser el mejor blasfemador del barco. Almas infantiles y feroces. No todos eran descreídos, si bien en sus juramentos mezclaban al diablo y a la Santa Madre Iglesia. Uno llevaba colgado del cuello un crucifijo y un amuleto polinesio. En los días d egran calor, desnudos de cintura arriba los más, con los lomos y brazos tatuados, tenían algo de panteras. iiupersticiosos, eso sí, 317
como gitanos o tahures, se procuraban una especie de fruición del terror, relatándose una y otra vez, y al primer pretexto, las más funerarias consejas: de las almas de los ahogados que emergen a resollar, digo a gemir, entre ola y ola en el brujo silencio de la media noche; de la gran serpiente marina cuyo veneno supera diez veces en alcance al de la hamadríada india; del barco panteón o fantasma bogando a la deriva meses o años por mares helados o tórridos sin más tripulación que los cuervos marinos, porque la otra fué licenciada por la peste; del barco que resultó con una vía de agua imposible de calafatear y terminó buceando, porque todo fue obra del demonio esgrimista, el pez espada. Con brisa suave, el Petrel navegaba a sotavento entrando en aguas cálidas. Noche de luna blanqueando el mar, las cubiertas, las velas. Todo estaba en paz, aunque ese día, después de bárbaros calambres, había muerto un marinero, que, como en algún otro caso análogo, fué arrojado al mar después de una zurda y breve ceremonia, con una bolsa de carbón atada a los pies. Todo estaba en paz, y hacía rato que la campana había tocado el relevo de las guardias de la noche. Junto al timón, Jim, el piloto, fumaba tranquilo en su puesto, después de haber encendido su pipa en el farolillo de bitácora. El Capitán y uno de los oficiales estaban en sus camarotes. Maur, el segundo oficial, apareciendo por la escotilla de popa, comenzó a pasearse sobre cubierta y eso duró un largo rato; después, dirigiéndose a las jarcias de mesana, pareció buscar algo, aunque distraídamente. Veíanse clavadas en las amuras, por gala bravucona, dientes de cachalote y, por lo demás, no faltaba en el barco tal cual cachivache hecho de marfil marino y hasta una y erga labrada en mandíbula de ballena. El segundo fué al fin a sentarse en un bao del alcázar apoyando su brazo en la regala del bote allí colgado. Escuchó con una sonrisa ligeramente burlesca o desdeñosa el canto que se alzaba en la noche: ¡Una! ¡dos! ¡tres! ¡siete! ¿Qué fué del grumete que desde la cofa bajó de cabeza al mar
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(¡vaya, no hagáis mofa!) porque se puso a mirar, • mirar, mirar • una sirenita hermana de Anita que estaba muy sola y le hacía señas con la cola...
También escuchó el canto el que montaba guardia en la cofa mayor recostado de espaldas en los obenques. No es que allí se estuviese más cómodo que un gato en una cornisa, pero la vida de un tripulante de ballenero era tan dura que aquellas horas pasadas allí, en una noche tibio, mecido muellemente por las olas, tenían algo de viaje en globo y alzaban el alma a algo tan bello y profundo como el sueño de un poeta. Sobre el blanco lechoso y misterioso del mar, allá en la lejanía, izábase de tarde en tarde algo corno un árbol de cristal o una marmórea columna de gran capitel místicamente resplandeciente. Eran los chorros de las ballenas. Los cantos y el alboroto venían del castillo de proa. Con algunas historias de terror y portento, a veces, o como ahora, con canciones de amor o burla, y mientras dos de ellos bailaban descalzos, los marineros y arponeros trataban de entreabrir un paréntesis a la bárbara estrechez de sus vidas, a la bronca y monótona solemnidad del mar. Una hora más tarde todo era silencio a bordo y el barco avanzaba sin n-ás ruido que ci susurro del agua acariciando la proa. La vida de aquellos hombres alternaba con énfasis entre los más intensos trances de lucha y de peligro y los largos y forzados huelgos en que después de asear el barco -o de ajustar velas nuevas y recomponer botes y remos si era después de una borrasca - no quedaba nada por hacer sino navegar. Y cumplir los servicios de rutina. Desde la salida a la puesta del sol montábase guardia en las cofas de los tres palos, con relevo cada dos horas para los vigías. Todos hacían la misma guardia por turno en el timón.
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Sin contar los días de borrasca y de insondable pánico (hay borrascas que pueden hacer encanecer a un hombre como las vísperas del ascenso a la horca), ese servicio en las cofas era dcspiadadamente duro bajo el granizo, la lluvia, el aguanieve, las heladas mudas o los vientos con su silbido y su látigo. Pero los vigías, ojos del barco, debían estar allí bien atentos y más cuando peor fuera el tiempo, para cantar la aparición lejana de una humareda de vapor o una vela, de una isla, una tormenta o un arrecife. Si aparecía, envolviéndolo todo, ese maleficio de algodón, ese vaho del infierno Que es la bruma, era preferible anclar y quedar a la escucha del menor eco de campana o sirena. Tirria y celo mal disimulados, intrigas, infidencias y delaciones, eso no faltaba, es decir, sobraba entre estos hombres más o menos embrutecidos por las privaciones de semejante vida y por lo que pesaba más: el sometimiento, entre gruñidos y rezongos, a la voluntad asoladora de Ticho. Todos lo odiaban, tanto como lo temían, con toda el alma. Él sabía y lo sentía como el que más, aunque lo principal se le escapaba: que ese mando absoluto deshumanizábalo, digo, bestializábalo a él también. (La fatalidad que soborna a toda la historia humana: el envilecimiento de los de abajo contagiando punitivamente a los de arriba.) En todo caso no había islote del Pacífico o el Antártico ms solitario que el corazón de aquel hombre. Habían fracasado en un solo año, dos conatos de sublevación. En el más reciente, el sindicado por Ticho como culpable mayor y ahorcado por su orden, había colgado siete días, oscilando a compás del barco, de la yerga del trinquete. Uno solo, quizá, escapaba al contagio general: Maur, el segundo oficial, hombre de probado temple y calma a la vez, en quien parecía haberse guarecido un poco de la ecu snimida.d y bondad que desertaban de los otros. ¿Era, pues, querido de todos? Sería mucho decir. Ya era bastante que ninguno de la tripulación hablase perrerías de él, y que el Capitán pese a un recóndito comienzo de celos, le guardase algo extrañamente parecido a una consideración.
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V
La muerte del cachalote Un nuevo día amaneció al Petrel sobre las aguas. El sol iluminó un cielo de tan inocente y azul serenidad como los ojos de un niño. Pero el viento de la noche, sin cambiar de rumbo, había aumentado de fuerza. Se oyó un grito desde la cofa del trinquete: -Allí sopla! ¡Lejos! —Ballenas azules! -confirmó
el vigía del palo mayor. Eran, en efecto, Walia y su serrallo. Muchos marineros se apresuraron a subir por las jarcias hasta las vergas, haciendo después visera con las manos. A gran distancia se dejó ver para todos un vaporoso chisguete, resplandeciente como la sal en la profundidad del sol. Ticho apareció sobre cubierta, quedóse allí en pie con los brazos cruzados sin que una palabra saliese de su boca; parecía indeciso. En general, de todas las ballenas de barba, la azul era considerada la de presa más difícil, si no imposible, tanto por la enormidad de su masa como por la velocidad de sus traslados, y así, casi sin excepción, los barcos balleneros conformábanse con ponderar fervientemente el porte de la gran amazona y la albura de su estela sobre las millas azules. En cambio y con ser el cachalote el más poderoso peligro viviente que pueda afrontar un hombre, era menos difícil poder llegar a las manos con él, y sobre todo él llevaba en su testa varios barriles de espermaceti, el más precioso aceite de la tierra. Por lo demás, Ticho no debía prolongar demasiado su cavilación. -Allí sopla! ¡Cachalote! - voceó, en efecto, el vigía del palo de proa. -Cachalote a sotavento! - confirmó el del palo mayor. Se alzó un vocerío grande. 321
Así repercutía en el pecho de aquellos hombres, con el doble golpe del ímpetu de lucha y el maravillamiento, la aparición del hijo más temible de las aguas que sube del fondo del abismo con su desmesurada cabeza y sus arrugas de habitador y meditador de las profundidades y sus tortuosos labios de gran esfinge (esos labios que buscando su sangriento pasto, hozan las raíces del mar), que sube hasta las ondas cimeras a mirar la faz del cielo y a cambalachear por unos tragos de aire diáfano el fétido y humeante que él trae desde los bajos fondos. —Timón! Orza un punto. ¡Derecho a sotavento! - ordenó el capitán Ticho. El velero avanzó gallardo sobre las ondas, ganando distancia rápidamente. La ballena naveaha siguiendo el mismo rumbo con su caudalosa estela de espuma refucilando al sol. De pronto, alzó la cola cenitalmente, a la altura de seis veces la estatura de un hombre y buceó, dejando un hirviente lago redondo por todo rastro. Los vigías cantaron la noticia. —Mantener el rumbo -ordenó el capitán. Disposición dictada menos por la experiencia que por el instinto. La ballena, aun a la vista es siempre una profundidad, un acertijo. Además su encovada astucia, al sumergirse, la lleva con frecuencia a cambiar de rumbo de modo que es imposible prever hacia qué lado volverá a salir. En el silencio que sobrevino, se escuchaban sólo el gruñido de las velas y el ruido hueco de las escotillas bajo el viento. Pasado un tiempo se oyó ordenar: —¡Abajo las velas de juanete!
Momentos después Ticho, parado sobre el bauprés, con sus barbas y cabellos rojos desgreñados por el viento, revisaba el mar con su largavista. Al fin se oyó el grito en las cofas: —;Ahí sopla! ¡Ahí sopla!
Pero su anuncio fué ahogado por la voz de león del capitán: —Abajo las velas de juanete! ¡Abajo las velas chicas!. Todos a cubierta menos el vigía de trinquete. ¡Los botes! ¡Arriad los botes!
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Cuando el cachalote se remonta desde las profundidades según la violencia de un águila alzándose desde el plan de un valle, llega a proyectar toda su masa fuera de las aguas con una entera inmersión en los cielos, en tal delirio de fulgor y de espuma, que nadie puede dejar de advertirlo desde millas de distancia a la redonda: algo hermoso y espantoso. Eso ocurrió ahora. Chirriaron las poleas y tres botes cayeron al agua. Instalados en ellos, los oficiales con sus lanzas, los arponeros con sus arpones; los remeros con sus remos. Sólo el primer oficial quedó a cargo del barco porque el capitán iba de piloto de uno de los botes. (En forma más o menos oscura cada hombre de la tripulación sentía que algo, por debajo de todo, lo separaba de Ticho, y era que este hombre entraba en la lucha, desafiando las mayores borrascas, no con tranquilo coraje, sino con una alegría feroz, con una especie de purpúrea felicidad ante el peligro.) Izadas las velas, y con viento a favor, los botes de enaceitadas quillas apenas si precisaron los remos para rodar como sobre un plano inclinado hacia la ballena, y tanto que el de Ticho - quien de pie manejaba a po p a el remo-timón - llegó a distancia de tiro, como que sus tripulantes sintieron esa caliente y maloliente niebla que es de cerca el chorro del monstruo. Quizá éste sospechó algo, pues viró un poco a estribor con un ruido como de rompiente. Sibilante como un dardo fué el susurro de Ticho: —¡En pie! ¡Y duro!
Es más fácil caminar sobre un alambre que mantenerse de pie - en el bote que baila burlón sobre las aguas - con la equilibre firmeza indispensable para hacer puntería sobre el blanco en fuga. Polo, el arponero del bote, realizó la hazaña, una vez más, lanzando el arma con tal intensidad que vibró en el aire, a tiempo que el grito más salvaje subía de su pecho: —jliiibuju-ju-ju-ju!
Como caballo espoleado, la bestia herida arrancó a todo escape, con su acegante polvareda de espuma, mientras Polo, evitando diestramente ser cogido por la cuerda del arpón, que desde popa 323
y pasando por el poste de proa iba desovillando sus espiras en un vértigo de velocidad, recobró su asiento y su remo, mientras, haciendo lo propio, Ticho alerteaba aquella persecución, que de no ser por lo menos tan rápida como la fuga de la ballena que los llevaba a remolque, podía significar fácilmente una visita a los museos del bajo fondo. —¡Adelante, niños míos! ¡Remad! Muertos o en agonía, pero adelante. ¡Que no nos escupa ninguna ola! ¡Que queden atrás todas las olas! ¡Por todas las espumas y los demonios del mar, remad! ¡Así, así!
La tripulación aullaba ahora, mientras echándose adelante y atrás, remaba tan fantásticamente como si los cuerpos y el mar fueran de goma. La maratón duró un larguísimo rato o, al menos, lo pareció a todos. Al fin el prófugo comenzó a dar muestras de moderar la marcha, mas de pronto coleó hacia lo alto, y se embotelló en el abismo. Detrás de él la cuerda desapareció casi toda. La regala de proa bajó peligrosamente a ras de la espuma de las olas, obligando a toda la tripulación a correrse hacia atrás, apresando los asientos con dedos y uñas (la popa estaba fuera del agua) a fin de contrarrestar la terrible tirantez del cabo. ¿Darían más soga? El trance, no por previsto, era menos intenso y angustioso. Mas en eso comenzó la cuerda a relajarse (el bote fué recogiéndola), aflojó del todo, y la ballena, mostrando de nuevo su sombrío lomo brillador, reinició la fuga, aunque con ímpetu muy mermado. Cuando el bote ganó la distancia que buscaba, y recibida la orden consiguiente, el arponero hizo un segundo tiro que la ballena correspondió con un coletazo gigante, afiebrando la carrera. Mas, no duró largo rato. Su marcha fué perdiendo bríos hasta volverse cojeante. Todo esto a tiempo que se desangraba caudalosamente, porque si bien sus venas podrían redimir a legiones de anémicos, la bellena es de todas las criaturas la de mayor vocación por la hemorragia. El bote, ligado ya a su presa por lazo doble a modo de brida, se acercó de nuevo, pero esta vez, habiendo permutado su lugar con el arponero, era Ticho quien venía en la proa, él, que inclinándose sobre la borda, esgrimió y votó su lanza que fulgió al sol, 324
mientras remando hacia atrás, los remeros hurtaron el bote a lo que pudiera venir. Es decir, a lo que vino, porque herido ahora a fondo y vitalmente, el cachalote se debatió en tan vorticosa batalla de espuma y de sangre y ciclópeos mandobles de cola que sus liliputienses agresores escaparon sólo por el grueso de un pelo de recibir su talión. Permanecieron un largo rato en silencio clandestinamente espantados de su propia obra. La ballena echaba sangre como el infierno puede echar fuego, enrojeciendo siniestramente las aguas como si allí acabara de ponerse el sol. Lo que quedaba por hacer después de tamaño lance - faenar la res - no era lo de menos: tarea operosa y morosa en que todos los del barco se trocaron de golpe en matarifes y en que el cabrestante, munido de un gran gancho, debió entrar en juego para desprender las achuras del animal amarrado a babor y retacear y manejar el colosal tocino, afán de tal monta que uno de los sajadores, al trepar sobre el lamido lomo, resbaló a un costado y cayó al mar con riesgo mayúsculo. Todo eso sin contar el degüello de la más grande cabeza del mundo (de algo que puede contener algo de veinte toneladas de peso) y la operación de vaciar la cisterna que en ella se esconde, colmada de un aceite digno de los dioses, y la de llenar de grasa repicada las dos calderas puestas a hervir sobre cubierta ya avecinada la noche: todo entre el revolotear, bajando y subiendo y gritando y peleando en el aire, de las aves jiferas del mar.
VI La batalla de los hielos Hacía ya largas semanas que el mar de hielo había comenzado a señalarse y resquebrajarse y todavía - restos de semejante catástrofe - bogaban muchos témpanos a la deriva. 325
El interminable invierno en los arrabales del polo que, sin duda, no fué creado ni como espectáculo siquiera para ojos de hombre, ofrece estas dos caras: nieve y más nieve y huracán tras huracán, la primera; y la otra, peor caso: la inmovilidad y el silencio vestidos de blanco. Una borrasca suele durar diez días y diez noches consecutivas o más, y si hay algo más cruel que el silbido del látigo del verdugo, es el del viento sobre la espalda desnuda del hielo. El frío es tan insondable -un frío más doloroso que todas las heridas -, que casi resulta un alivio pensar en los fuegos del infierno. Esa conciencia del frío, el hombre la percibe menos con el cerebro que con el cuerpo: un comienzo de momificación, de mineralización, mejor, en la punta de la nariz y de los dedos, en toda la piel aterrorizada... ¿A cuántos grados bajo cero se coagula la sangre animal que el hombre lleva en sí? ¿A cuántos se cristaliza su alma? Pero este es ante todo el terrible edén de la blancura. La quietud es blanca. La tormenta es blanca. Este destierro implacable de todo color es la muerte blanca, y la muerte de cualquier rumor que suena a blasfemia en este reino del silencio, que parece ya situado fuera del mundo, en algún lejano astro apagado. Sólo que todo tiene, al fin, su compensación, y la retardada primavera del mundo antártico llega con violencia única, aunque eso había pasado ya. La gran batalla de los hielos, ciertamente. Porque un día, al fin, sobre la tierra y sobre el mar el hielo se despertó de su sueño que parecía de muerte y se despertó con fragor. En el cristalino silencio comenzaron a sentirse ruidos sordos y enormes. Viniendo de cerca o de lejos (de treinta o cuarenta millas detrás de la niebla, a veces) llegaban los crujidos y truenos del deshielo. Simultáneamente la unánime blancura fué mostrando rayas sombrías en todas direcciones, y la batalla comenzó. Los hielos se habrían a modo de fauces y a veces con ruidos semejantes al casteñetear de dientes del jabalí o del lobo. Los bloques desprendidos saltaban y chocaban unos con otros o con la porción de masa total aún intacta. Hacia un extremo, el oleaje, a modo de catapulta, lanzaba los témpanos contra los altos acantilados de la costa. En todos lados el resquebrarse y chocar de los 326
pedazos era incesante: lo hacían arrancándose una nube de esquirlas y de chispas. . . de duras chispas de hielo. Dijérase que todo el mar hervía. Trozos de chicharrón en olla puesta al fuego parecían las congeladas moles saltando aquí y allá. Pero la función no era sólo en el mar. Ahora distinguíase lo que era agua y lo que era tierra. De las costas y playas el vendaval o las corrientes empujaban sonoras avalanchas. Tal cual alud bajaba de alguna escapada ladera con precipitación inatajable, frenándose, sin embargo, al zarpar en el agua, entre revolcones de espuma y fango. Después de su sueño funerario los hielos mostrábanse ahora más volubles que las nubes. Aunque no hubiera viento las montañas a flote avanzaban solemne y misteriosamente como empujadas por invisibles velas. A veces un gran blanco níveo se movía y levantaba algunos pies, y de pronto un crac de buque rompehielos partíalo en dos o más pedazos, y como descarga de un vapor de locomotora el tórrido y arbolado respiro de la ballena azul alzábase a gran altura. Ese enfatismo de la Naturaleza, esa violencia de sus contrastes mostrábase con tensión extrema, sobreponiéndose a todo el resto con un gran detalle: hacia el lejano fondo sur un alto volcán alzaba su resuello de infierno sobre las grandes lápidas del frío. Eso había durado semanas y semanas, y aunque la insurrección se mantenía aún, el mar estaba despejado en su mayor parte y la tierra lo imitaba. Rocas de colores y playas de arena salían de debajo de la nieve, y aquí y allá comenzaban a verdear manchas de musgo y alguna planta enana intentaba brotar. Porque ya es hora de decir que, pese a su aspecto de cosa muerta, aquella comarca no lo estaba, ni mucho menos. La tierra, sí, era un desierto mucho más verdadero que los arenales de las zonas tórridas, pero en las costas y encima y debajo de las aguas bullía y alerteaba la vida. En efecto, después de ocho meses de no posar ni su cola en tierra, los innumerables rebaños de focas, que semanas atrás veíanse obligadas a perforar aquí y allá el techo de hielo para dar paso a su respiro, estaban ahora en las orillas de rocas o dunas. Los jóvenes penetraban tierra adentro, varias cuadras a veces, y allí
pasaban las horas, dejando sus gateos o sus juegos sólo para dormir con un sueño interrumpido por temblores de gelatina. De los adultos, las hembras daban de mamar a sus rorros, o les impartían porfiadas lecciones de natación, o lanzábanse al agua en su implacable pillaje de peces, demorando su regreso más de un día en ocasiones, mientras los machos, sin probar bocado de día ni de noche, saliendo, volviendo al agua con su rasante e ¡jadeante galope, se disputaban los apostaderos nupciales a tarascones lobunos, entre jadeos, bufidos o rugidos sin tregua dominando el fragor del mar. Porque, naturalmente, las friísimas aguas eran... un hervidero de peces de oscuros lomos y plateados flancos y de otras sabandijas de agua salobre. La eterna guerra circular estaba aquí también: las formas inferiores alimentándose de los jugos del mar; los peces alimentándose de protozorios o pequeños crustáceos, y los grandes tragando a los chicos; las focas y los mostachudos leones marinos merendando peces; las orcas devorando focas o ballenas de barba. Veíanse en efecto, a ratos, cerca o pegados a la línea del horizonte, arbolando el cielo antártico, los chorros de varias castas de ballena: la azul, la de nariz de botella, la de joroba, el calderón. Otras criaturas más propiamente hijas de la tierra - inteligentes y tal vez los únicos naturales civilizados del sur del mundo -, vivían en el mar y del mar: los pingüinos, los pájaros que dejaron hace millones de años de volar en el aire para volar realmente sobre el agua y debajo de ella. Habían soportado el invierno alimentándose con la grasa atesorada el resto del año. Hacía tiempo que sus grandes bandadas dispersáranse en parejas después que cada hembra aceptara el regalo nupcial de una piedra - alusión al material de que se hace el nido - que el pretendiente, transportándola en el pico, depositaba a sus pies. Las cluecas estaban ya sacando los primeros pichones. Veíanse a los machos ir y volver del mar con su pasito balanceado de bebé, en esforzada búsqueda de los peces y crustáceos de cada día para sí y su prole, sin descuidarse de sus enemigos del agua o del aire (la asesina gaviota de los cielos, sin olvidar a la orca) ni de los robos de los de su propia especie. 328
Porque también el aire, no bien corrida la noticia de la reapertura del mar, había comenzado a poblarse de visitantes. Los petreles, llamados así porque como San Pedro caminan sobre el agua sin hundirse, bogaban sobre la cresta de las olas buscando huevos de peces y moluscos. El alboroto de las gaviotas era tal a ratos que apagaba el de las rompientes. Con todo, el mejor ornamento del cielo antártico era la visión del gran albatros, con sus agudas alas de hoz y tan largas como la eslora de una barca, bogando por larguísimos momentos, rígido como un avión, con la indolencia flotante de una pluma, girando en todos los planos: vertical, inclinado o paralelo al agua, durmiendo en el aire o apeándose para hacerlo acunado por las ondas.
VII El Petrel y las oreas Fué un día de esa primavera cuando un barco a vela, sorteando el reiterado inminente peligro de los témpanos a la deriva, entró en aquel mar dirigiéndose a la ensenada de una isla recién liberada a medias de los hielos. Era el Petrel, es decir, hombres de casi el otro extremo del mundo que llegaban detrás de las ballenas a este arrabal del polo sur, refugio inviolado hasta entonces. Mundo de lo inmóvil en que los hielos y sus negras resquebrajaduras tenían algo de lápidas y cruces, es decir, de cementerio, y donde la muerte era más pálida que en ninguna parte. Peor aún: su blancura era punitiva, digo, acegante como la desnudez de las antiguas diosas. Mundo del frío, como vedado adrede a las criaturas de sangre caliente a menos de estar protegidas por una loriga de grasa, como la ballena, o de pluma, como el pingüino. Y sin embargo, los hombres se atrevían a desafiar aquel mundo desalmado, en que sus escupidas crujían en el aire y sonaban como granizo al caer sobre el suelo. ¿Cincuenta, sesenta grados bajo cero? ¿Es que la sangre del hombre podría aguantar eso sin detenerse y su alma sin congelarse y llenarse de brumas? 329
Como la ensenada elegida para el desembarco en la costa no estaba expedita del todo, fondearon junto a la franja de hielo que la circuía. Echaron el anda y niientras unos arreaban las velas, los demás comenzaron a descender sobre el muelle de hielo, avanzaron hasta ganar tierra firme sujetando en ella las amarras del barco. Maur, el segundo oficial, diese vuelta mirando mar adentro. Algo le llamó la atención y se volvió sobre sus pasos. ¿Orcas? Desenfundó la máquina de fotografiar que colgaba de su hombro y corrió hacia el borde del hielo. Sí, ocho orcas se movían en el agua muy cerca de la orilla, sacando a medias o del todo sus cabezas, es decir, las fauces más temibles que hay en los cinco océanos. No era para desperdiciar tamaño espectáculo y el fotógrafo se dió prisa. No hubo tiempo, sin embargo. Cinco o seis de las ballenas acababan de sumergirse cuando el reborde del hielo de no menos de un metro de espesor se conmovió, se alzó y se rompió y el operador hallóse flotando a la deriva sobre un témpano aislado, a tiempo que las ocho ballenas aparecieron de nuevo, casi aleta contra aleta, resoplando con fragor y ráfaga de golpe de viento. Los compañeros de tierra, ahogando un hipo de horror, avanzaron con ojos explayados hasta el peñascoso borde. ¿Qué podía hacerse? El prisionero apenas si parecía darse cuenta del trance. Entonces ocurrió algo tan imprevisible como lo que acababa de verse; y fué que, a causa del flujo de las aguas o de su remoción producida por la endiablada maniobra de las ballenas, el islote flotante fué acercándose a la masa principal, y las orcas, que parecieron ser las primeras en advertirlo, acudieron hacia el canal próximo a cerrarse a tiempo que la presunta víctima saltaba desesperadamente por encima de él, con el tiempo justo para sentir casi detrás de sus talones el detonante resuello de las bestias, una de las cuales a tres pasos escasos de distancia, lo envolvía triplemente en el zumbo fragoroso -descarga de compresor de aire—, en el tórrido vapor y en el acre tufo a pescado de su chorro. Y todos con el frío del polo viboreando en sus espaldas, contemplaron una vez más las ocho negras y curtidas cabezotas sobresaliendo algunos codos entre los hielos, mirando de costado hacia tierra con sus minúsculos ojos abismales... 330
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Regreso al círculo humano
El Petrel y su tripulación habían permanecido algunas semanas en el mar de los hielos navegantes. También Walia y los suyos e innumerables miembros de su vasta familia estaban allí, gozando del fresquísimo verano austral, y allí, como en años anteriores, demorarían hasta comienzos del otoño, en que la mayoría de ellos, dejando aquella zona que era como la cuna del mundo de las aguas, retomaría su marcha hacia el invierno del trópico repartiéndose según los tres ramales del itinerario viejo de millares de siglos para su especie: el del Pacífico, a lo largo, aunque a buena distancia de la costa chileno-peruana; el otro, a lo largo de las costas de la Argentina y el Brasil, y el tercero, que pasaba frente al Cabo de Buena Esperanza, rumbo al océano Índico. Después del alevoso percance con las orcas a la llegada, la gente del Petrel extremó sus precauciones en aquellos mares sin providencia. Sí, de ballenas había allí, en número y variedad, todo lo que se quisiera y algo más. Centenares y centenares de rebaños. De ballenas azules y orcas, ya sabemos. Pero también de rorcuales comunes, con sus lomos negro pizarra o negro sepia. Y de ballenas de gorra, esto es, con su verrugón formado por el nido de una colonia de parásitos. Y de ballenas pigmeas, negras y lustrosas como etíopes, y no tan pigmeas que no alcanzasen sus seis metros de cabo a rabo. —Y aquello? -dijo un día el capitán mirando a gran distancia desde la cubierta del barco. Jim, trágame los anteojos. Cuando el aludido volvió de la cabina con el largavista varios marineros habían trepado a las jarcias para ver mejor. —¡Es una pelea de ballenas! - gritó uno de los vigías. —Calla! - contestó Ticho que seguía observando con su catalejo, mostrando una sonrisa intrigadora. - No es eso, no es eso.., ya veremos.
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Cuando la mayor proximidad permitió distinguir mejor, pudo verse un enorme animal que daba vueltas sobre sí mismo como un molinete, azotando al mismo tiempo el agua con un largo par de aletas pectorales. Después, sacando casi todo su cuerpo al aire libre, comenzó a golpearse los costados con dichas aletas, como un gallo que va a cantar. —Oh! ¡Oh! —Wih! ¡Wih-ih-ih-ih!. . -
exclamaba la tripulación, intrigada y divertida. El extraño animal mostraba una vasta cabeza sobre un corpachón rechoncho y una joroba en su lomo, cuyo negro charol contrastaba con su vientre blanquísimo y sus barbas color de herrumbre. —Pero si es una ballena! —;Sólo que lleva una corcobita a cuestas! —;Y que es un bufón! —Nada, que es que está loca! —¡Eso! ¡Loca, loca de remate!
En efecto, el monstruo de doce a quince brazadas de largo, saltó en eso diagonalmente, alzándose algunos metros en el aire y se dejó caer de espaldas sobre las aguas con un inmenso planazo; flotó un momento así, se dió vuelta sobre su panza, retozó un buen rato, y al fin, despidiéndose con un grotesco ademán de la coja, se sumergió del todo. Los marineros reían y aplaudían como niños. Era la ballena jorobada, el afamado payaso de los circos del mar. Con las agudas precauciones que la presencia de los témpanos y del frío perverso y peligroso como una peste imponían, el Petrel logró cobrar un no despreciable lote de ballenas. Su camino de regreso hacia las tierras con signo humano significó una de las pruebas más abrumadoras a que el Petrel se sometiera nunca. En el archipiélago de las Georgias del Sur, junto a las Orcadas, y a la isla Esmeralda y al Cabo de Hornos, primero, como después frente al Estrecho de Magallanes (esa collera de los dos océanos mayores, ese inacabable atajo en que el viento lucha a 332
brazo partido con las rocas y las olas a un tiempo), habían toma. do conocimiento como en ninguna parte, de la cantidad de paciencia, de valor y de confianza en sí mismo que precisa segregar el alma humana para mantenerse a flote ante el tumulto cósmico, ante la pasión desatada de los elementos. Días interminables de cellisca, esto es, de nieve y de lluvia pulverizada por la ventolera. Días y noches en que la nieve cayendo sin tregua se amontonaba sobre el barco como un contrabando peligrosísimo, y en que, para desecharlo, la tripulación debía permanecer sobre cubierta, turnándose y renunciando en buena parte al sueño. Y las acometidas de esos gigantes sin cuerpo ni figura, hechos sólo de maligna y tozuda violencia y de aullidos: los vientos patagónicos. Su vía crucis fué más largo, más amargo aún, bajo el doble flagelo de las penurias físicas y las angustias del hambre, olfateando a la muerte que se acerca, como una fiera a su cubil. Por días y días sus singladuras en aquellos mares, bajo la conjunta amenaza de las brumas y los hielos a flote, fue como el cruce del más espeluznante desfiladero. En verdad que el escolio es mala cosa. No es tierra, digo, isla, ni mar. Es la desolación, la esterilidad y el peligro, esto es, el desierto muerto en el desierto vivo del agua. Aquí lo único fecundo es el naufragio. El escollo es la trinchera del océano. Aquí el océano es más horriblemente solitario que en ninguna parte. Aquí esculpe su misterio y su espanto. Aquí escupe todo su enojo y es furia porq ue su dinámica tozuda se quiebra ante su estática. El escollo está de facción quizá desde siempre, y el mar poco puede con su agresión de millones de años y de olas. Pero el escollo no es todo ni mucho por sí mismo: sólo en alianza con la bruma logra toda la dimensión de su horror. La bruma avanza tan lenta y sigilosa como el crecer de la hierba. Como un sueño o un fantasma. Y llena el cielo de desorientación y tristeza hasta los bordes. Se entreabre a ratos, muestra una hilacha de horizonte por broma y vuelve a cerrarse. La bruma no permite ver nada, ni menos advertir el cambio de fondo por el cambio de matiz del agua. ¿Cómo saber ya si los bajíos o las rompientes están cerca? Cuando la embarcación advierte el escollo 333
emboscado por la bruma casi siempre es demasiado tarde. Contra ella sólo queda ponerse al pairo o echar el anda. Poro el escollo es inerte. Hay algo peor que él y es el escollo a la deriva, el iceberg. Y tanto, que en la noche el Petrel debía marchar muy despacio, poniendo guardia doble de vigías en sus cofas. El timonel debía estar siempre sobre el quién vive! A intervalos largos o cortos las voces de alerta sonaban durante el día y más lúgubremente durante la noche: —¡Témpano a proa! —Tmpano a estribor!. . . ¡Veinticinco grados!
En la aguda aurora antártica, el vientecillo petrificaba o hinchaba o tajeaba las carnes. Los pulmones humeaban espesamente en las bocas. Albatros, cormoranes, petreles, escoltaban fantásticamente al barco. A la distancia, casi siempre, islas tapadas de nieve, blancas como albatros, con montañas cuyos glaciares eran la fuente de los hielos nómades. Cuando uno de esos níveos bloques, deslizándose de alguna cima, zambullía en las aguas, sentíase como un retumbo de hierros y cristales, alzábase en torno un batallar de espumas y luego el témpano reaparecía navegando mar afuera al azar de las corrientes. Comenzaba a cobrar fuerza el viento, las olas iban criándose con mayor frecuencia debajo del Petrel. Era un sube y baja sin tregua, acompañado de cabeceadas a rolidos cada vez más torpes. Las olas se pasaban el barco una a la otra, como en un juego de manos. Uno de tales días oyóse gritar a los vigías, unos tras otros, con voces de brío y acento casi histéricos: --Témpano a babor! —Témpano a babor! ¡Ohohoh!...
Algunos marineros treparon a las jarcias, otros se arrimaron a la borda. Lo que aparecía a lo lejos era una isla de unas dos millas de contorno, con nieve en sus cumbres... ¡sólo que la isla flotaba y avanzaba de frente! Era, en efecto, un témpano tan desmesurado y montañoso (junto a él cualquier barco resultaría un bote) que sus huecos y hondonadas quedaban en la sombra mientras 334
en sus picachos sonreía la luz. Y era no sólo que las olas se estrellaban contra él, hirvientes de espuma, como contra un acantilado, sino que de sus laderas se desprendían a la vez nuevas avalanchas hacia el mar. Mientras el barco buscaba a toda costa apartarse del itinerario del fantasma, los hombres sentían en sus espaldas un frío que no era del viento en sus caras o manos. Pasaron días y días, semanas y semanas. Y cuando los fríos y los vientos y los témpanos y las lluvias cedieron, al fin, aunque de mala gana, lo que vino... fué algo peor. Porque siempre hay algo peor en el rumbo de la mala suerte. En el Petrel apareció el escorbuto. Las carnes fláccidas, dolorosamente tumefactas las piernas, el aliento agrio como el del cachalote y la casi imposibilidad de tragar nada. No había remedios que valieran pues faltaba el único que para el caso existe: vegetales y alimentos frescos. Y con todo, de los atacados murieron apenas dos. Un descuido del destino permitió que con el Petrel se cruzara un barco cargado de patatas y cebollas. Crudas las fueron royendo los desahuciados hasta poner otra vez los huesos de punta. Maur, dado a cavilar siempre, había sospechado que tal vez aquello fuera un modo de castigo del mar a los intrusos. Sal, yodo, fósforo, y la perpetua danza de las olas, eran confites demasiado fuertes para estos niños terribles de la tierra. Verduras y frutas eran la leche natural de sus críos. Y más que nada, suelo firme para que sus cabecitas no enloquecieran del todo.
IX Gigantomaquia Hay días en que el mar tiene una benignidad y una dulzura comparables, cuando menos, a las que brindan los más cuidados jardines de la tierra. Sólo que su encanto sedativo es doble cuan-
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do el que puede gozarlo acaba de escapar a duras penas de las asechanzas que suelen jugar los más burlones demonios del abismo. Era el caso de los tripulantes del Petrel. Un cielo completamente desnudo, con sonrisa de niño, ya es bastante suerte para el que navega; lo es demasiada cuando el mar, como un gemelo, tiñe con aquella serenidad y aquella alegría sus ondas azules. Sobre ondas así iba bogando el Petrel cuando los vigías cantaron: —;Delfines a la vista!
Aquello era el menudo complemento para la felicidad marina, la rúbrica que caracterizaba el buen tiempo, fuera del espectáculo en sí, que pocos quisieron desperdiciarlo. Ver surgir del agua a los cuerpos más lisos y esbeltos del océano - con el ornato de su aleta dorsal - trazar su puro arco negriblanco sobre el cielo y sumergirse de nuevo en su cielo líquido para resurgir un poco más allá, dar una completa cabriola en pleno aire a varios metros sobre el nivel del agua y repetirla una y otra vez, desapareciendo a cada intervalo, ejecutando así una verdadera danza marina, todo con tal inocencia, brío y gracia que era una traducción perfecta del goce de vivir, un júbilo que volvía casi infantil el alma callosa y rugosa de aquellos hombres. Pero el delfín es, tal vez, T a más alegre criatura, no del mar, sino de todas las criaturas vivientes. Después de otras pruebas más juguetonamente acrobáticas, como la de lanzarse en pleno aire muy por encima de las ondas y caer de espaldas sobre ellas, mostrando el nevado vientre, muchos delfines resolvieron dar cortejo al barco, pasando en hilera a babor, sumergiéndose y reapareciendo a proa, como patrulla exploradora o mensajera. Con buen vientecillo de popa el Petrel corría con todas las velas desplegadas, menos el foque. Pero los delfines dispuestos a competir con él, si se quedaban a la zaga un momento, sólo era para ganar la delantera, saltando otras tantas veces a un lado o corriendo a proa, exactamente igual que un perro juguetón con su amo que marcha a caballo. Si alguno se desviaba a ratos era para lanzarse detrás de algún pez volador como un galgo detrás de una perdiz. 336
Se oyó de pronto: —¡Ballena a proa! —¡Ballena azul!
Un chorro altísimo y de gran cáliz -una verdadera palmera vaporosa - se elevaba a lo lejos. Casi al mismo tiempo los delfines desaparecieron uno tras otro. ¿Qué había pasado? La causa no tardó en ser advertida. A no mucha distancia, hacia babor, vióse avanzar de costado al más soberano monstruo que hubiera visto nadie hasta entonces: una serpiente - la gran serpiente marina que los sabios y no pocos legos creían pura fábula - de un perfil como de cien metros. Veíase ondular, en plano vertical como los gusanos, su desmesurado cuerpo, y en su lomo advertíase, en lugar de escamas, aletas triangulares. —¡Orcas! ¡Orcas! —Las ballenas asesinas!
Eso gritaron tres o diez voces casi simultáneas. En efecto, era una bandada de orcas marchando en fila india, repitiendo cada una el ademán de la que iba adelante, en formación tan perfecta que a la distancia ofrecía la imagen de un solo inacabable monstruo. La orca, el más negro pirata que registran la anchura y la hondura del mar, demonio número uno del abismo, el único que busca a designio la sangre caliente, sin perjuicio de merendarse tiburones y otros fiambres sólo por variar de plato, el único que caza en banda con plan prefijado y concertada acción como los lobos que atacan al gran ciervo o al búfalo. En celeridad, temeridad y rastrera i nteligencia, nadie puede competir con esta ballena de bolsillo que no evita ni recela la vecindad de la tierra firme como los otros cetáceos, sino que se arrima adrede a ella, dejando apenas ver, cuando eso ocurre, su retinta aleta lomera, y arrebata de la costa lo que se le pone a tiro: pingüino, foca u hombre. En la torva inmensidad de los mares helados o templados del sur, no teme seguramente a nadie, ni al propio gran cachalote, pues éste tiene armada sólo su mandíbula inferior mientras ella cuenta con doble armadura y doble
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astucia. ¿Qué mucho que más de la mitad de las focas cazadas en el Antártico lleven, como marca de amo, la huella de sus dientes? Pero eso no es todo. Sin espanto y espantosa, va más allá aún, como ya lo veremos. Escorando a babor, la línea de las orcas se dirigía a sotavento, es decir, delante del Petrel y en dirección a donde soplara la ballena que se había sumergido ya. Los del barco sospecharon la ocasión de presenciar un lance de la mayor cacería habida en agua, aire o tierra. El Petrel marchaba con buen viento en sus velas, llevando siempre de vanguardia a las orcas, cuando en eso, a poco más de cien metros de distancia, se alzó el torreante chorro de la ballena azul. Probablemente era algún macho solitario, algún patrón de harén jubilado por los años o la derrota. En un cerrar y abrir de ojos las orcas rompieron filas, ganosa cada cual de llegar a su meta. - ¡Arriar las velas de juanete! ¡Y las velas pequeñas! -se, •oyó ordenar a Ticho. - ¡Abajo el timón! Los vigías quedar= en sus puestos; los demás hombres se colgaron de las jarcias o se estrecharon junto al cabrestante. Entretanto la ballena había desaparecido y sus seguidores detrás de ella. Pero eso no duró mucho tiempo. El gran resuello reapareció a cierta distancia, aunque breve y espasmódico. Sus zagueros surgieron junto a él. La gran ballena, que lleva heráldicamente en su lomo el color del cielo y el del mar alumbrado por el sol, y para quien toda criatura que no sea de su familia resulta liliputiense, estaba a ojos vistas poseída de miedo ante la traílla de sus mediocres secuaces, como una vaca encumbrada por una cuadrilla de cóndores. Intentó fugar por el espacio que quedaba libre a estribor, pero en las aguas la rapidsz de un viraje depende de la escasez de eslora, y la suya era larguísima. Sus seguidores, advertidos, le cortaron la retirada, cercándola y la verdadera agresión comenzó, es decir, el más gigantesco cuerpo a cuerpo del mundo. Las orcas atacaban por delante y por la parte anterior de ambos flancos, procurando anular la única defensa del cíclope: su golpe de cola no menos poderoso que un golpe de mar o un empellón de témpano. Con azogado manejo trataban de morder y des338
garrar al desmesurado contendor, girando de inmediato para conjurar todo peligro, más descargando al mismo tiempo un coletazo sobre su víctima. De pronto alcanzó a verse, que una de las orcas, que parecía inmóvil, estaba ya prendida del labio inferior de la gigante, como una sanguijuela. La batalla pareció acrecer en furia con los hampones saltando con ímpetu de lobos, sobre las ondas y los flancos de la ballena, virando para apalear su es p alda a coletazos. La ballena a su vez no permaneció ociosa: movía su cuerpo de un lado a otro, y su musculosa cola, accionada por docenas de caballos de fuerza, describía dos ademanes, los más vastos de la zoología: de través, en dirección contraria a la de las aguas, o de arriba abajo, y entonces una enloquecida ráfaga desfondaba el agua o un acostado trueno se extendía sobre las olas entre espumas de catarata. Pero al fin una orca consiguió amordazar la mandíbula inferior de la ballena, del costado opuesto al ya ganado por su compinche, y ambas, apretando con tenacidad de buldog pretendían sin duda alguna hacerle abrir las fauces. Los pequeños y los inmensos golpes de cola parecían ganar en rapidez y fuerza, y tanto que apenas podía distinguirse algún detalle, pues el combate era sólo un vertiginoso remolino velado por el terror blanco, es decir, el del hirviente infierno de espumas. A un costado, fuera del círculo de la lucha, una de las orcas debatíase gravemente herida o agonizante, mientras otras, con el espinazo roto, flotaban mostrando su vientre al sol. Pero al fin, en el límite de la resistencia, el leviatán dejó caer la quijada, abrió aquellas indefensas fauces, tamañas como un golfo, y dos de sus atacantes, uno primero y otro después, se arrojaron allí sin un instante de vacilación. Cuando allá adentro la lengua fué sajada, todos los agresores se retiraron a distancia prudencial a sabiendas de que el peligro acrecía en vez de mermar; de tal modo la agonía del monstruo y su titánica hemorragia se convirtió en un delirio de espuma y de sangre, algo más anonadante de ver que cuanto habían presenciado los viajeros del Petrel hasta entonces.
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La tripulación había dejado su puerto de partida? Dos años y algo más. Pero algunos de sus tripulantes no estaban seguros de sus cuentas con el tiempo. ¿Existía el tiempo en el mar, acaso? Aquí el sordo aletear de las velas contra los mástiles, el viento tartamudeando profecías en los aparejos, el rezongo burlesco de la cala, la ferocidad y la bondad irresponsables de las olas, el escándalo tempestuoso de gaviotas, cormoranes y otras plumas de mar, el tañido angustioso de la campana del barco adentrándose en la niebla, la pirotecnia del mar en ciertas noches, el agua que fermenta como mosto y embriaga como vino en las borrascas, días y días y meses y meses sin la visión de un árbol y tal vez ni de un velamen, de algo que hable del mundo de los hombres, no más color de hierba que el verdemar, ni más humo hogareño que la bruma, ni otro ladrido que el del viento, apenas la candidez de la espuma entre los azules paralelos de abajo y arriba: el mar siempre, más huraño que el bosque o el desierto, el mar que siempre parece volver la espalda, y siempre sobre él las maravillas vírgenes, los terrores inmaculados de lo desconocido, siempre oteando el signo de resplandeciente niebla de la ballena, bajo los duros cielos circumpolares, o en las calientes ondas, confundido de lejos con las palmeras de las playas. Tal vez de chicos todos los marineros habían jugado en las playas con el mar como un cachorro, o con más frecuencia habíalos empujado a él la sangre náutica heredada del padre o del tatarabuelo. Párpados arrugados por el espejear de las aguas o el salpicar de salmuera o espuma en las borrascas. Cutis curtidos menos por el sol que por los vientos cargados de hielo o de yodo y sal. ¡Oh! el viento, el más solitario e irascible de todos les dioses. El viento, la legión de los vientos soplando desde todos los puntos ¿ Cuánto tiempo hacía que el Petrel
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de la rosa. Los vientos barrenieves del remoto sur. El desbocado viento que envían los Andes diagonalmente a través de las pampas. Los de hornalla de los trópicos. Los de los desiertos de arena que sacan chispas del pelo. Porque dicho está que no había muchas aguas que hubieran escapado a la quilla del Petrel y que sus tripulantes no las hubiesen incorporado al mapa de sus almas de algún modo, desde las ondas de calma chicha junto a las islas Zonda y tantas más, y los rebaños de témpanos trashumantes en los glaucos mares del extremo sur hasta las tormentas equinocciales en el Atlántico medio. La costumbre es todopoderosa y parece implicar fatalmente algo de simpatía y cariño y tanto que hasta el preso se apega en cierto modo a las rejas de la cárcel. ¿No habían de apegarse los ermitaños del mar a aquella cuña de corcho entre dos infinitos que era el Petrel? Es verdad que el marinaje dormía a tabla rasa, sin más regalía que la frazada y el capote de jerga, y que el rancho hacíase en la crujía, donde acuclillado, cada hombre debía habérselas casi infaliblemente con la sopa de aceite rancio y ratonadas migas de bizcocho, y sólo a veces, con lardo, cecina o abadejo. Pero algo de sus almas estaba adherido a todo eso como el monótono y duro marear - o a la saloma (el rítmico dúo entre el contramaestre y ellos para capear algo la uniforme truculencia del esfuerzo) o al chifle llamando a la maniobra en la alta noche a veces. Esos hombres, que en su casi totalidad carecían de hogar en tierra, veían uno, sin saberlo, en el Petrel, amañándose a sus palos y cordajes como a un árbol de patio casero, sin que a ello fueran óbice los castigos que nunca escaseaban, desbordados a veces como una marea. Y como si el calofrío del es p anto fuera indispensable, a falta de algo mejor, para que el espíritu no se amodorrara con el sopor de semejante vida, obraba la variada flora de las supersticiones y leyendas reiteradas incansablemente con el mismo fervor entre una santiguada y dos reniegos casi siempre: los fuegos de San Telmo, es decir, las almas en pena de los ahogados trepando a los mástiles, las islas del fondo del mar cuyos árboles tienen hojas de
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''GASTON GORI# - WI SHERTON -
nácar, los campanarios de las poblaciones sumergidas cuyos repiques se lograban sentir a veces, la borrasca que podía ser aplacada rezándole a la séptima ola o arrojándole un crucifijo. (Aunque nada de nada podía a ratos, en estos célibes dantescos, acallar eso que había engendrado el mito de las sirenas: la insondable añoranza de la mujer expresándose según el temperamento y el momento en sus dos formas extremas: la obscenidad y la ternura.) Ocurrióles fondear cierta noche junto a una isla del mar antillano y he aquí que a la madrugada siguiente debieron demorar un larguísimo rato la partida tan sólo porque el mar estaba cantando. . ¡ Sí, cantaba el mar, cantaba el mar! Ante ese abierto
misterio quedaron todos sin habla, algunos con el índice amagando a sus labios, otros con una mano esbozando un gesto de acallar el corazón, secretamente presos de terror y maravilla. Era algo de profundidad, de vastedad y de finura al par, algo que venía de muy cerca y de muy lejos a la vez, y tan vibrante y subyugante que los hombres se sintieron corno mágicamente arropados en un manto de cristal vivo. ¿Qué campanas de plata eran ésas, tañendo en qué inversos campanarios? Tal vez sólo Maur pensó que allá abajo el mar estaba entrando y saliendo de sus cavernas como el aire entra y sale de los tubos de un órgano. Los demás sólo atinaron a pensar en alguna zambra de los hechiceros del mar celebrando quizá el arribo a su nadir de las almas de los ahogados... En cualquier caso la inenarrable música llegaba directamente al alma, pero envolvía también el cuerpo estremeciéndolo como una brizna en su poderosa cadencia. ¿Cuánto tiempo duró aquello? Cuando cesó hubo un largo silencio y cuando el hechizamiento se desvaneció una voz del grupo tradujo el sentir de todos: - ¿ Quién ha sentido en el mundo una cosa más bonita?
Pues la verdad es que, propiciando las reminiscencias, no faltaban días de ocio, largos días de ocio, cuando por falta hasta de un suspiro de aire las velas caían fláccidas. Entonces era también la ocasión de echar un remiendo a las vestimentas o a las velas con la aguja triangular y el rempujo, o de grabar en un hueso de ballena, con algún sabio cuehillejo de bolsillo o un diente de tibu342
rón, las enormes escenas del oficio fijas en sus retinas, o de tatuarse en el pecho o en los brazos, un anda o un bote. Pero todo eso solía interrumpirse de sopetón cuando había que ir a bailar sobre una ballena frente a ese zaguán del abismo que son las fauces del cachalote, o a enhebrar el arpón en el flanco de la ballena común arriesgando irse a jorro de ella al cimiento del mar. O era la borrasca, cuando las olas, criándose, esconden el mar, y la noche cae en pleno día, y no hay más iluminación que la de la espuma encendida por el relámpago. Y también estaba Ticho, el capitán, a quien temían y odiaban todos, sin dejar de confiar en él. Ticho debía haber nacido sin duda- sobre las olas o en algún escollo. Parecía tener con el mar un parentesco de sangre. Parecía conocer, como otros conocen las líneas de sus manos, los vientos, las corrientes, los arrecifes, los bajíos. Semblanteaba el cielo, venteaba el olor de la fiebre de la borrasca aún oculta, tomaba el pulso a la marea. Calculaba la fuerza del viento por el roce en su cara. Conocía todos los mares del mundo, con su variedad de aspectos, temperaturas y caprichos, como un médico conoce a sus enfermos. Olfateaba en la oscuridad a la ballena o al islote cercanos. Y sólo Maur, el silencioso segundo oficial, igualaba su certería en los cálculos inciertos de la estima y la distancia. Ticho sabía acaso más cosas de las que él mismo imaginaba. En los momentos de apuro y riesgo grandes, parecía poseído de inspiración, de algo corno una embriaguez lúcida, y no erraba nunca o casi nunca. Pero este hombre, que sin duda por índole o crianza, tendía al endurecimiento, había petrificado del todo su alma con el ejercicio del mando absoluto en la soledad absoluta del mar. Era ya una pura máquina de lucha y de dominio. Algo perfectamente inhumano. Algo carente ya de toda imaginación humana, como los hijos de la zoología, es decir, peor, porque el animal humano había degenerado en él. Y tanto, que cualquier síntoma de compañerismo o condolencia, le parecía del todo ridículo y despreciable, y la menor muestra de iniciativa de los otros, de libertad ajena, le resultaba inaguantable y digna de castigo, cuando no de muerte. Sin detenerse a pensar en ello, 343
sentía que sus hombres debían ser meros instrumentos suyos. Sentía el flujo de su odio a él impasiblemente, como una resultante física. Y también sabía que sólo los frenaba el miedo, pero apenas parecía sospechar que ese miedo y ese odio de que él parecía gozarse como de un homenaje a su fuerza, lo aislaban, lo encarcelaban más en sí mismo, hasta embrutecerlo vengadoramente. (Todo esto mientras seguía guardando el secreto de los celos que Maur despertaba en él: sí, ello era risible y él podía despreciar a Maur... pero nada le impedía sentir que, de algún modo, ese hombre era más fuerte que él.)
Cuando un día, junto al palo de proa, al agacharse para alzar la pipa que acababa de caérsele, algo que sintió vibrar junto a su oreja izquierda se clavó en el tablón del piso, Ticho lo adivinó todo antes de mirar siquiera. Arrancó el cuchillo que aún oscilaba (su afiladísima hoja había marrado por una pulgada su nuca) probó su filo con un dedo, silbando a la sordina y guardó el arma en su cintura con la sonrisa más perversa. Adivinó la secreta complicidad y la decepción de todos por aquel tiro fallado. Mas eso, en lugar de apenarlo, lo afirmó más en sí mismo, en su ley: sí, él contra todos. Aunque en esto último estaba en un error, el del espejismo vanidoso de todos los tiranos. Honestamente hablando, no estaban todos contra él, porque no estaban unidos entre sí y, más aún, porque en la mayoría el miedo y sobre todo el hábito de la obediencia, podían más que su odio. Todo ello sin contar lo consabido: la existencia de entregadores o delatores. De un modo u otro Ticho sabía lo que se pensaba en el castilo de proa y esta desconfianza entre ellos mismos era la causa real de la impotencia de sus adversarios. Ei mecnisrno aciago de todas las opresiones. El gran hecho del día siguiente fué que, tornando de pretexto un simple reclamo, Ticho mandó atar por las muáecas a los obenques a un marinero, desnudo de cintura arriba para castigarlo personalmente como solía hacerlo en ocasiones análogas. Pero no fué así, porque Ticho a veces se superaba en perversidad a sí mismo. 344
dijo con voz casi dulce, alcanzándole el látigo y señalando con el mentón a la víctima. Tenga la bondad... Se —Maur -
me ha resentido un poco la muñeca.
El interés por la escena aumentó a ojos vistas en la tripulación casi toda presente. Maur era el único hombre respetado y aun querido, si podía hablarse de respeto y amor en criaturas que, a buen seguro, habían p erdido todo respeto de sí mismas y cuya única pasión era el odio. De cualquier modo, esa relación interior con Maur era el último débil vínculo que los unía a lo humano, a la dignidad de lo humano. ¿Qué haría el buen Maur? Les pareció que palidecía y que un leve temblor recorría su cara. En todo caso no hizo el menor ademán de recoger el flagelo que le alargaba su jefe. Éste disimuló su estupor y su rabia. -Maur, haga el favor... -musitó, reiterando el ademán anterior. Maur no se movió. -Jim! ¡Polo! ¡Tú!... —gritó el capitán con su voz de león. - ¡Suelten al otro y que ese hombre ocupe su lugar! ¡Quítenle la chaqueta primero!
Así se hizo sin que Maur opusiese la menor resistencia. Y aunque no faltaron entre los mirones algunos que ciñeron los dientes y los puños y estuvieron a un tris de vencer la inhibición, nada pasó al fin y el hombre escapado al castigo fué obligado a azotar, hasta vestrlas de rojo, las esnaldas desudas de Maur que puso toda su hombría en resistir aquello sin exhalar un quejido.
XI Maur Maur era hijo de un profesor casado en segundas nupcias. Nunca se supo qué fué lo que habíalo llevado a dejar su casa y embarcarse en un ballenero. Se decía que por huir de la madras345
tra y de la sequedad de la pedagogía paterna a la vez. También se habló de un desencanto amoroso. Lo que nadie se preguntó nunca es cómo atinó a buscar un oficio de pura actividad física un genio caviloso. Maur lo era en exceso. No sólo en las horas de reposo sino en las de fajina - en la rueda del timón, por ejemplo—, dejaba ver siempre su aire abstraído. Sólo que nadie sospechaba siquiera en qué aguas se movían sus cavilaciones. "Quizá ni la veleidad femenina -decía Maur -, ni el malestar entre los míos, ni mi fantasía muchachil, tengan la culpa de que yo lleve ya tres años de soledad en el mar. Quizá esto venga de más lejos. "Oh, después de todo, no es cosa de chisgarabíes esta vida de los balleneros entre el cielo y el mar. Quizá el secreto de fondo del alma zoológica y de la humana sea el mismo: la vida, no vale la pena vivirla si no se la arriesga. Y eso se cumple aquí como en ninguna parte. Sí, las batallas verdaderas las dan los elementos. Junto a los desmesurados cazadores del cachalote, arrimándose a él de pie en una cáscara de coco que flota sobre el abismo, los demás parecen cazadores de conejos. Sí, ¿pero es que el más auténtico valor humano está en cosas como éstas? ¿Se podrá probar que toda destrucción de vida no implica de algún modo la destrucción de los verdaderos instintos creadores del hombre? "No es mera travesura revivir un poco en el horizonte del individuo y del día de hoy la prodigiosa aventura de la especie en los siglos. Ah, buscar una suerte de embriaguez más profunda que la del poder, del arte y la riqueza, más que el mosto de los hombres y el vino de los dioses, tal vez. . . Pero, ¡cuidado! ¿Es que en los imancs del mar obra sólo la herencia de los abuelos vikingos? ¿0 hay algo mucho más lejano - ¡millones de siglos! -, es decir, de algo que tiene que ver con lo más remoto de nuestras células, puesto que toda vida salió del mar? ¡El mundo no humano de las aguas! ¡Cuidado! Violamos nosotros su misterio y su majestad, pero él, ¿no viola a su modo nuestra alma y la rebaja a su nivel? 346
"El mar, la soledad del mar, a lo largo de los meses y los años, va disgregando el alma del hombre. El mar es más implacable que la selva y puede hacer retroceder el alma humana a lo más salvaje, a un pulso, a un ritmo de vida insondablemente arcaico. Y no se puede volver al pasado sin enfermar. "En la inmensidad y la profundidad del mar está, como en ninguna parte, el misterio de la vida prehumana, anterior a toda memoria del hombre, que debe fatalmente deshumanizar el corazón del aventurero del pensamiento. No hay, pues, a dónde huir del caos de los hombres: hacerlo es caer mortalmente en la beatería o el escepticismo. "Es cobardía, cuando no voluntad de nihil, el entregarse totalmente al mar. Es volver al pasado, al más remoto pasado. Y el hombre es la única criatura con apetito de futuro. Sea como sea, tiene que seguir adelante. "Sí, el hombre debe recobrar y reajustar su contacto amoroso con la Naturaleza, pero sin renunciar a lo mejor que adquirió en su viaje de dos mil siglos. Sin duda la empresa es larga y dura pero no carece de sentido. "No se trata sólo de que el mundo parezca estar o esté montado por y para la maldad, la necedad y la servidumbre. Si eso estuviera en la naturaleza de las cosas, sería menos difícil resignarse. Pero no: el hombre es un ser más o menos inteligente y con una fácil tendencia a la bondad y a la independencia de espíritu. ¿Por qué, pues, hay tanta vileza en la sociedad de los hombres? Los menos viven del trabajo más o menos inhumano de los más. El sistema marcha sobre dos rieles: la opresión y la crueldad, sólo que ocultos bajo las floraciones llamadas moral, justicia, patriotismo. También caridad y educación. El ogro se viste con plumas de ángel. Huyendo de la sociedad de los hombres vine al mar, huyendo del Estado, el dios moderno más antropófago que todos los antiguos. "Pero el hombre no puede huir del hombre. El Petrel es sólo un pequeño mundo, una miniatura del otro, con sus defectos agravados. Aquí, como en el otro, la base de todo es una tenebrosa explotación. Las mil y una penurias de los balleneros no 347
existen porque sí, sino porque ellas aprovechan a los armadores del barco. Y para que todo eso se logre del mejor modo, lo entregan a Ticho, sin obligación de responder de sus actos ante nadie, al menos mientras dure el crucero. Y si la obediencia absoluta envilece a quien la padece, el poder absoluto no embrutece menos a quien lo detenta. Sociedad de presidiarios y verdugos, pues."
Dejamos para la postre decir que Maur era ahora el capitán del barco. La cosa arrancaba del incidente ya referido. Después de la flagelación, y apenas con las manos libres, Maur, con el salto más felino e imprevisible, cayó sobre Ticho, abrazándolo. Profunda era la fuerza de Ticho y su rapidez tan elástica que parecía más de mono o de felino que de hombre; pero esta vez había descuidado su guardia, y ocurrió también que cuando intentó usar su pistola, alguien se la hizo saltar de un golpe. En realidad toda o casi toda la tripulación se lanzó esta vez contra él, pero Maur ordenó que nadie lo tocase, y no sólo fue obedecido —aunque muy a regañadientes— sino proclamado capitán del barco allí mismo, y hasta el primer oficial sumó su voto. -Sea, pues - dijo Maur, después de titubear largamente. -Pero comandaré el barco sólo para llevarlo de regreso.
Ticho fué llevado y encerrado en su cabina, mas al día siguiente lo hallaron muerto. Rabiase ajusticiado a sí mismo con un estilete escondido entre sus ropas interiores. Xl-' La borrasca Waila el gran macho azul, era el dueño de un gran serrallo de hembras y justamente las más de ellas iban en viaje nupcial hacia la zona donde el sol avecina gloriosamente a la tierra su misterio de fuego, donde se abría el jardín de sus amores. Muchas hembras encintas iban en busca de cuna para sus futuros
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hijos. Las demás eran jóvenes doncellas. En alguna parte estaba viajando la cuadrilla de garzones célibes, manteniéndose siempre a buena distancia, pues todo intento de acercamiento desataba la oceánica agresión del gran turco. Y así era corno, de cuando en cuando, el coro de las olas podía asistir de nuevo al más alto espectáculo de toda la vida de los mares: el misterio de las nupcias de la ballena. WaUa y su consorte alzábanse sobre sus colas, unidos por el vientre, es decir, poniéndose de pie para el inmenso, fugaz y azul abrazo bajo los cielos, derrumbándose en seguida, con pesada languidez sobre el mecido lecho de las olas. Fué sin duda uno de esos aéreos instantes, cuando Walia debió ver algo sospechoso y algo como una señal debió ser dada por él, pues uno a uno todos los miembros de la gran familia se sumergieron de prisa, y cuando tras largo rato los chorros de bruma denunciaron su resurgimiento, navegaban ya a buena distancia y en rumbo diferente. Un velero, en efecto, se destacó sobre la comba de las aguas, a sotavento. El Petrel estaba entrando ya en las aureoladas aguas del trópico. Desde la mañana, el sol maduro y espeso, estaba en todo. Las olas tenían ese color combinado del azul del cielo y del verde de la tierra. Y los vuelos de las gaviotas eran como mensajes postales de felicidad cambiados entre el cielo y el mar. Sí, el mar indolente, risueño y corno soñando.., aunque nunca sea de confiarse, pues - ¡cuántas veces! - suele mostrar su aspecto más inocente como adrede en vísperas de sus más desmesuradas truculencias. Sin decir nada, ni exteriorizar el menor síntoma de preocupación, Maur venía abrigándola desde el mediodía. No era sólo ese calor que iba volviéndose extrañamente pegajoso. Era, sobre todo el exceso de calma: ni un soplo de aire en el cielo ni, una mancha de espuma en el agua. Además, el sol parecía envuelto en un ligero tul. Había algo de acecho en el ambiente. El mar parecía... metido dentro de sí mismo. 349
Maur quedóse cavilando, con su pipa en la mano izquierda, apoyando el codo correspondiente en la otra mano, cuando se le ocurrió volverse hacia el barómetro. Su respiración se cortó un instante. . . El termómetro había bajado diabólicamente. El aire continuaba totalmente inmóvil, pero ya el mar estaba hinchándose en combas amplias, aunque suaves, y el barco comenzaba a cabecear. Algunos miraron hacia arriba. De un color amarillento, el sol, como sin rayos, alumbraba sólo a media luz. El aire seguía estancado, y los rostros y pechos de la mayor parte de los hombres brillaban de sudor, pues el bochorno habíase tornado más sofocante y pringoso. Y sobre todo, bajo tamaña quietud, del modo más inexplicable, un mar áe fondo cruzado y muy grueso, hacía rolar al Petrel cada vez más desconsideradamente. ¿El barómetro? Había bajado más aún. Una aprensión más o menos vaga todavía, se iba apoderando de todos, pero cobró bulto cuando se advirtió que un gran nubarrón oscuro, fileteado de rojo por el sol poniente, había aparecido en el norte. Las olas iban hinchándose cada vez más, y el balanceo del barco era tal —cantidad de objetos sueltos rodaban ya por el piso - que para no caer, oficiales y marineros se prendían fuertemente de las barandillas o de los obenques o de cualquier cosa firme que tuviesen entre manos. Temblaban lOS tres mástiles como espantados. El agua comenzaba a saltar ya sobre cubierta. Y a todo esto, el aire siempre en calma chicha. Se oyó entonces la voz de Mauro: —Manos a las di-izas! ¡Adentro las velas de juanete! —¡Preparaos a arrizar las gavias!
Con gran alboroto la tripulación se ap resuró a ejecutar las órdenes. En ese instante llegó el primer golpe de viento, recibido casi con alivio, a tal punto la pesadez del aire sofocaba a los hombres en cuyos pechos y espaldas el sudor hacía surcos. Pero eso duró un instante. Una ola de gran comba y envergadura avanzó sobre la nao y al romperse contra la borda invadió totalmente las cubiertas: —Arriar la vda mayor!
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Arriaron, en efecto, la enorme vela, y la plegaron y amarraron en los tomadores y pusieron los soportes bajo el botalón. -¡Echar el anda, soltando muy poca cuerda!
Se estaba haciendo eso, justamente, cuando el viento llegó de nuevo, esta vez con un bramido de profundidad y agudeza salvajes, y en tal ímpetu, que el Petrel se acostó peligrosamente sobre el costado de babor, entre la bataola de objetos que crujían, silbaban o rodaban. Apenas el barco comenzaba a enderezarse, cuando una ola que ocultaba el resto del mar visible avanzó con ademán gigante y cayó contra el Petrel. Cuando éste reapareció, chorreando agua por todos los lados, sus tripulantes advirtieron que algunas aves del mar giraban enlo quecidamente buscando refugio, alrededor de los mástiles y que el nubarrón de un rato antes, ya ennegrecido del todo, avanzaba entre mudos relámpagos a cubrir todo el cielo. En eso comenzó a sentirse otra vez el horrible alarido del huracán al aproximarse de nuevo, cuando su voz fuá ahogada. Detrás de un relámpago, que mostró toda la mar blanca de espumas como si fuese la desnudez de, la tempestad, un trueno, cuyo eco debió repercutir hasta en las últimas cavernas submarinas, desfondó las nubes de un solo golpe. Un río ancho como las bocas del Plata desembocó desde lo alto sobre el mar, mientras el viento soliviaba una verdadera flota de olas que avanzaban sobre el Petrel.
La borres--a ofrecíase como algo indivsibe, esto es, como un ataque combinado y envolvente del viento, las olas y las nubes. Cual más, cual menos, los hombres se dejaron ganar por el mal presentimiento. Maur, reemplazando al timonel junto a la rueda y mandando dar cincuenta brazadas de cadena al anda, acudió a lo más temerario como a lo único prudente, tal vez: poner la proa de cara al temporal.
Y aquello, que era peor que una batalla o un temblor de tierra, continuó machacón y sin acabo hasta el aburrimiento, si eso hubiera sido posible. En plena oscuridad, por lo demás, pues el vendaval había roto o apagado todas las lámparas, y así, pese
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a todo, el relámpago era un alivio en aquella noche salida del infierno o venida de extramuros del mundo. El Petrel ya no viajaba sobre un mar liso o undoso: estaba atravesando, ¡oh dioses!, una trémula cordillera de agua, entre cimas, valles, desfiladeros y fantásticas avalanchas. Si el mar estaba ebrio, el barco parecía mareado. Cada balanceo era peor que el anterior. A su vez, cada envión del viento daba impresión de ser el supremo y el final, pero recomenzaba, con un estruendo que provenía no de algo exánime, sino de voces vivientes y con alma, lamentos, rugidos o alaridos, o una gutu-
ración demoníaca oscilando entre lo más ronco y lo más tiple - a ratos corno si se tratara del diálogo entre el domador y la fiera, con gruñidos hirvientes y ásperos gañidos, entre el silbar y el restallar del látigo y el eco de las voces de mando -, o ya era como el alboroto de una muchedumbre en un circo sorprendida por el incendio. A veces el movimiento cruzado o atornillado del huracán inmovilizaba el barco, luego le daba un dulce vaivén de cuna y de pronto. . . lo echaba al corazón del infierno. Por ratos, entre tumbo y tumbo, según los giros del viento, el barco se acostaba sobre el costado de estribor para caer instantes después sobre el de babor, o un rato más tarde se despeñaba casi verticalmente de proa sobre un abismo de espumas, entre chirriar de cadenas, crujidos del maderamen y el silbar y bramar de cuerdas y velas aún atadas. Y también las voces, despedazadas por el viento, de los hombres que aún luchaban o resistían a su manera. Pues, pese a todo, los marineros querían estar sobre cubierta y no debajo, que cualquier cosa parecía preferible a la idea de morir ahogado allí como una rata. Cuando semiahogados por un golpe de mar (con la salmuera y las algas metiéndoseles en la boca, la nariz o las orejas) conseguían enderezarse a medias y a ciegas bajo chorros de agua y respirar a bufidos, un nuevo tumbo líquido los arrojaba al piso o contra las paredes o los palos y entonces, desesperadamente, con el alma en los dedos y las uñas, trataban de asirse de cualquier cosa estable, como el náufrago de una tabla flotante o de 352
la roca de un escollo. Y cuando alguno lo conseguía, casi siempre otro prendíase de sus piernas o su cintura. Maur, agachando la cabeza bajo los golpes de agua o sacudiéndola después con ímpetu, se aferraba con ahínco al timón, empeñado aún en salvar - cosa que sentía cada vez más imposible - al barco y a las vidas que llevaba. "Porque así ocurre - pensaba brumosamente - que mientras los demás liban como pequeñas abejas sus pequeños placeres o se ponen el gorro de dormir y apagan la vela, hay hombres que luchan solos, en el desamparo absoluto del mundo, para tener a raya la demencia del océano o la imbecilidad de los hombres". .. " ¿Demencia? —continuaba delirando Maur -. Quién sabe. . . Los impactos del mar parecen dirigidos endiabladamente a los órganos vitales del buque, cuyos cabezazos denuncian ya la ceguera o la idiotez de un hombre golpeado en la nuca. . Hombres, maderos, hierros, asientos, botellas, objetos irreconocibles, saltaban o rodaban como bochas de un lado para otro. Y la campana tocando por sí sola, y los gritos esforzados hasta hinchar las gargantas eran burlados por el viento, y se oían a jirones, o llegaban como de una distancia remota. O no se oían simplemente, pues el estruendo de la borrasca era sin duda hecho adrede para ahogar antes de lo difinitivo hasta las voces del horror humano. Y aun había otra cosa de mayor pasión y agonía: de más allá o de adentro del tumulto mismo percibíase algo como una recóndita e infinita quejumbre, pues acaso el huracán era forzado a hacer lo que estaba haciendo. No, aquello no era furia ciega, aquello daba la seguridad de ser algo implacable y lúcido: la venganza de los dioses del abismo, el despliegue de un odio acumulado por siglos y siglos contra el insoportable intruso que SCi atrevía a profanar el misterio de las grandes aguas.
Y de pronto, contra toda espera, el viento cesó de golpe. A la luz de un relámpago, el mar se mostró como empeñado en alisar a prisa la curva de sus ondas y apagar el hervor de sus espumas. Las voces y los ruidos familiares del barco reaparecieron como resucitados. Pero la confianza apenas pareció alentar de nuevo. Había en el ambiente algo invisible e inquietante 353
como un acecho. Y en efecto. La abismal ofensiva recomenzó más furiosa. El huracán atacó con un alarido ronco y vibrante que fué agudizándose en algo como una rechifla burlesca. El barco, amurallado e inundado de agua por todas partes, volvió a su danza epiléptica. ¿Qué? El mar mismo parecía embriagarse cada vez más con el propio espanto que derramaba. (A la luz del último relámpago vióse que la borrasca se había llevado todo lo que podía ser llevado de sobre cubierta y que faltaban dos botes.) Había, pues, una realidad del horror capaz de superar todo lo que pudiera inventar la fantasía más amedrentada. Algunos de aquellos hombres tan rudos y aguerridos de cuerpo como de alma comenzaban a hacer cosas de solteronas histéricas, por ejemplo: dar gritos cuando la pausa del huracán duraba demasiados segundos. La tempestad, con su horror enorme y minucioso estaba ya acabando con las resistencias más íntimas del hombre. No es nada el agotamiento físico; lo peor es la fatiga del alma que la entrega inerme a la fascinación de bruja de la tormenta. Hay una especie de cobardía heroica que es la resignación serena a la fatalidad. Sólo lo verdaderamente heroico es capaz de luchar contra toda esperanza, y, oscuramente, eso era Maur en el fondo. Todos habían vivido años en unas cuantas horas y sin duda algunos tenían las primeras canas y otros habían ya encanecido del todo. Un nuevo relámpago, que duró largos segundos, mostró una nueva enorme ola acercándose al barco. ¿Qué precipicio ca yó el viento detrás del encumbrado monte de agua? El Petrel se lanzó de cabeza según una línea no lejana a la perpendicular, tanto que los mástiles parecieron ladearse corno álarnos hachados en el tronco, con un convulso ruido. Pareció el comienzo del fin. El mismo Maur sintió sin duda algo mucho más hondo de lo que revelaron sus palabras dichas como para sí mismo solamente: —/Esto se pone feo! De los hombres, muchos gritaron o aullaron. Otros se quedaron con las bocas abiertas, mudos, y con rostros y ademanes 354
de ciegos. El ser humano, desvencijado por el terror grandioso, vuelve a la infancia prehistórica, la de los miedos cavernarios, y a la otra, la de la cuna y el coco. —Dios mío! - sollozaron. —Madre nuestra! ¡Mamital.
Casi todos recordaron entonces lo que nunca debe olvidarse: que quien navega sobre el mar camina sobre un cementerio infinito. Pero el Petrel al fin se levantó de proa dificultosamente, como trepando a gatas por una empinada ladera. Si bien cuando alumbró el nuevo relámpago, se vió avanzar una ola de tal envergadura que parecía tener de retaguardia todo el océano y dos veces la altura de los mástiles. Fué entonces cuando uno de los marineros, loco del todo ya, sin duda, gritó roncamente: —SMi capitán) el mar se levanta sobre sus patas traseras!
zuII Los dos leviatanes
Casi junto con la entrada del invierno habían llegado a las aguas ecuatoriales las ballenas azules y otras familias de la gran tribu que venían del sur. Walia y los suyos entre los primeros. Pero allí estaban ya, de meses atrás, otros pueblos de la misma raza, procedentes del Ártico, pues como las estaciones están en razón inversa en un hemisferio respecto del otro, la peregrinación se hacía a un tiempo de norte a sur y viceversa, en ambas mitades del globo. Y así ocurría - como ahora - que los nómades del Antártico llegaban al Ecuador cuando los del Norte estaban retirándose de modo que algunos individuos, confundidos o a sabiendas, incorporábanse a los últimos, pasando así de un polo al otro. Los cachalotes, las grandes ballenas dientudas, originarias, según tradición, de los mares tórridos, estaban allí como en su 355
casa. Era la estación del amor ya lo dijimos, pero también la del alumbramiento. Veíanse en efecto ballenas madres, con sus ballenatos de pocos días y de cuatro a seis metros de largo, en procura de arrimo a las mamas perdidas en el repliegue del vientre de la madre, quien, llegada la ocasión, y sin dejar de luchar con el oleaje, daba su biberón de dulce y pastosa leche a su bebé no en gotas o hilos, sino en una caudalosa riada. Cual más, cual menos, las distintas familias de ballenas, conservaban aún, en lo más oscuro del ser, la reminiscencia de los inocentes días del edén, cuando la única criatura de dignidad oceánica -al par del arrecife, la tormenta o la vorágine—, la ballena, se paseaba indolentemente por todos los mares, sin que nadie soñase siquiera en lesionar su majestad. Aun después que el pequeño demonio, el hombre, violara las grandes aguas, había seguido respetando a las ballenas. Pero eso no podía durar mucho, pues demonio y respeto se excluyen mutuamente, y la miserable bestezuela terrícola en dos patas se atrevió con el leviatán gracias, naturalmente, a las trampas de su alevosa astucia: la cáscara de coco de su bote y su flecha con soga corrediza. Aun así, siguió sin ánimos de atreverse con la ballena azul, la gran reina, como no fuera por excepción demente. La antigua confianza de la ballena en sí misma estaba lejos ya de ser absoluta. Podía verse gran parte de su orográfico cuerpo sobre las aguas en quietud beata, como arrullado por las ondas. .. pero bastaba una vela en el horizonte o un rumor de hélice -y a veces sólo el vuelo de un pájaro - para que la bella durmiente desapareciera. Se trataba entonces, casi siempre, de ejemplares ya ofendidos por el hombre. Aunque es bueno decir que en el cachalote, cuyas fauces dentadas recuerdan el tridente del antiguo dios marino y cuya testa es la cachiporra del océano, su agresor recibía la del talión de cuando en cuando. ¿Qué fatalidad era la que lo arrastraba a envidar la ira del monstruo, desmesurada como una pleamar? Y todavía el hombre se creía con derecho a escandalizarse de que la bestia tan gratuitamente perseguida por él, diese muestras de una maldad tan talentosa como la suya.. 356
Sabíase de casos en que al ser arponeado (o sin serlo, sólo por haber visto agredido a su compinche, o por mero gusto) había vuelto después de fugar sumergido a medias, y poniéndose al sesgo y casi panza arriba, cogía al bote entre sus mandíbulas como un mastín a un hueso, o dejaba de lado a los botes (como tigre que salta sobre el cazador mirando en menos a los perros) para volverse a atacar al barco, jubilándolo de un solo golpe de su mollera y enviándolo a los enmohecidos museos del gran fondo... Esta especie de punición preventiva aparecía aun más misteriosa y temible que la borrasca o la vorágine. ¿Qué mucho que el monstruo color de profundidad creara a menudo en torno suyo un vertiginoso círculo de espuma, de terror y de hechizo? Algo más sencillo pero no menos escalofriante era lo que había pasado con la última cacería del Petrel. Su tripulación, que se sentía vivir de alboroque después de salvarse de la gran tormenta, había empleado más de una semana en reparar sus incontables averías. Comenzaba a navegar en aguas del trópico, cuando una tarde, dos horas antes de ponerse el sol, un solitario chorro se dejó ver a escasa distancia. Bajar los botes, tripularlos y remar hasta la vecindad del monstruo fué obra de no mucho rato. Dos de esas balleneras llegaron casi juntas y a cosa de unas brazadas una de otra. La de Maur fuá la primera en ponerse a tiro. A la voz de su jefe, el arponero se alzó sobre sus pies y tras un breve apronte fundibuló su astil. . . en momentos en que el cachalote, doblando su cola sobre el lomo, la bajó como un relámpago. Felizmente los agresores no fueron alcanzados, pero de la vecindad y violencia del golpe tuvieron idea por la ráfaga que inclinó al bote sobre el costado de babor. Sólo que un grito inenarrable salió del otro bote, donde el arpón, desviado por el coletazo alucinante, había ido a envainarse mortalmente en el flanco del arponero. La cosa los heló hasta la medula. Fué no mucho después de eso cuando el anuncio hecho por Maur de que, en adelante, no se apartaría del camino de regreso a la aún lejana orilla nativa contribuyó a levantar los ánimos. Y tanto que un buen día decidieron atacar a una ballena cuya ambiciosa chorretada - la calcularon en treinta codos de altura - arbolaba el cielo. Debía ser la de algún jefe cubriendo la 357
retirada de su familia, pues más lejos se alzaba aún uno que otro resuello. En efecto, era Walia y su gente. La aventura se inició con brioso buen humor, entre juramentos y risas. —Por qué será muda la ballena? —Porque al cantar se ahogaría con los chorros que lanza. —No, no es eso. —Porque si hablara, su voz desfondaría todos los oídos. —¡Eso!...
El monstruo se alejaba a barlovento, y así hubo necesidad de bogar de bolina, con mucho gasto de remo, entre el ruido de las olas escupiendo la proa, los pilotos alertando la tarea. —Remad. Así. Remad duro. ¡Duro, duro! ¡Partid en canal al viento! ¡Aun! Por toda la sal y La espuma del mar. ¡Por su todo y sus tinieblas! ¡Remad!
Remaban mostrando sus torsos desnudos, por encima de la regala, bañados sus músculos de brillo y de sudor, hacia proa el arponero de remero ocasional, hacia popa el piloto esgrimiendo el remo timón. La ballena -era una ballena azul - elevaba de nuevo su fantástica columna sin hacer más caso de ellos, al parecer, que del averío que gritaba en el aire girando en torno suyo. En el primer bote que se acercó a distancia prudente cantó al fin la voz del piloto: —Arponero, ahora!
El arponero se alzó en proa con su lanzón boomerang en la mano, las piernas muy abiertas para equilibrarse sobre el bote en vaivén, y jugando espléndidamente los relieves de su escultura viva, arrojó el arma. La bestia herida se lanzó a todo escape, mientras sus agresores, con destrísimos esguinces, se acomodaron en el bote, a fin de no contradecir el despliegue de la soga del arpón, peligrosa como una de ahorcar o una anaconda. Y como vencidos buenos instantes, el prófugo no diera miras de detener o aminorar su tren, el bote debió lanzarse en pos a todo remo, seguido de los otros dos. ¿Cuánto duraba ya la vertiginosa maratón? De pronto, arqueando el montañoso lomo, el animal buceó entre un vórtice de espumas. Y la cuerda, que pare-
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ció aligerarse sola, llegó a su acabo sin dar tiempo a nada, y el bote amenazó hundirse de proa, con tales muestras de irse a remolque del gran buzo, que fué preciso, para evitarlo, amputar la soga. Ocurrió poco después de eso que pudieron avistar, destacándose sobre el horizonte con su nubosa chimenea, un vapor que avanzaba hacia ellos. El sol no había caído aún. Al aproximarse, el barco sobreviviente fué reconocido bien: era un ballenero, el Neptuno. Mientras el Petrel estaba recogiendo sus botes, el vapor arribó, y cambiados los saludos del caso, los recién llegados informáronse detalladamente del percance del rato antes. Escuchaban sonriendo. Hablaron a su turno, sonriendo siempre. El Neptuno era un dechado de vapor ballenero, con su cañoncito en la proa, para el arpón granada; con su cuerda sujeta al barco por un sistema de resortes elásticos a objeto de anular los sacudones de la ballena herida, con su largo tubo de caucho para inyectar vapor de la caldera al cetáceo difunto, inflándolo como un globo a fin de evitar su hundimiento. . . Todo allí era limpio, preciso, inteligente como un reloj. ¿Para qué decir que desde la combinación del lazo, la jabalina y el cartucho explosivo, el pescar cualquier ballena era tan divertido o aburrido como pescar un bagre? En eso, todos volvieron la vista hacia un costado del mar. Walia, que acababa de surgir entre un alba de espuma blanca como la leche de nuestra madre o como nuestro sudario, erigía de nuevo su campanario de espléndida neblina. Los recién venidos recrearon un momento sus ojos en el espectáculo. Después, sin demora, pero sin prisa, el nuevo ballenero fuése aproximando a Walla hasta la distancia que estimó precisa, mientras el artillero de a bordo tomaba y afinaba la puntería apuntando al costado de su víctima segura. Sonó el disparo del cañoncito, y como si fuera su propio eco, sonó la granada que llevando a remolque la cuerda, había penetrado en el cuerpo de Walia. Sólo que la granada en vez de reventar en las entrañas de la ballena, como debía ser, reventó afuera, 359
sin herirla de muerte ni mucho menos, aunque sujetándola con un fornido cable. La ballena perdió la cabeza entre las olas y se puso a nadar con serena prisa hasta que la cuerda vibró de tensa como cuerda de arpa. Entonces, continuó su carrera, arrastrando al vapor como si fuera un rodado. Los hombres sonrieron con suficiencia incrédula, hasta que el capitán, desde el puente de mando, ordenó a la gente del cuarto de máquinas: —Dar marcha atrás!
La orden fué cumplida y por un momento el equilibrio de las fuerzas inmovilizó a los dos contendores. La cuerda parecía próxima a estallar... De nuevo el barco siguió a la ballena. —;Marcha atrás a toda presión! - se oyó gritar al gordo capitán del Neptuno sensiblemente alterado. Pero los hombres, sin sonrisa ya, continuaron a jorro de Walia por la sencilla razón de que ella tenía más caballos de fuerza en su soberana cola que el barco con caldera. • al fin vino la noche. • cuando en la tarde del día siguiente el Petrel avistó de nuevo al vapor, el leviatán de hierro seguía obedeciendo servilmente al de carne.
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LA EX BESTIA 1
Los hombres de los árboles la noche en la gran selva. Noche envuelta en una humedad vaporosa, cálida, fina y cruelmente punzada de mosquitos. Pero eso terminaba. El vientecillo precursor del amanecer ya, y poco después, con el copioso gotear del sereno, la frescura llegaba hasta el frío. Los cocodrilos del río próximo, que por intervalos habían dejado oír toda la noche su llanto de niño o su mugido más hondo que el del toro, callaron al fin. Y también calló el último hervoroso rezongo (mezcla de odio y orgullo y angustia, aspérrima ronquera y tiple plañido a la vez) del tigre de dientes de sable, que parecía venir de todos lados al mismo tiempo. Más que en el cielo, el amanecer comenzó a notarse en las gotas del rocío. Pero el silencio sólo duró instantes: un crescendo de gorjeos, arrullos, silbidos y chistidos, se alzó a la redonda, llenándolo todo. Y al fin los primeros rayos del sol sonrieron claramente muy alto sobre el tenebroso verde de la fronda. Entonces, a medida que el coro aéreo se fué apagando comenzó a sentirse el rumor de los bajos fondos: ramas rozadas o troncha-
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ERMINABA
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das, ecos sordos del suelo y las más diversas voces herbívoras. La vida de los usuarios del día, 'más o menos escondida o quieta en la noche, comenzaba a moverse; sobre los grandes árboles próximos, en algunas de las horquetas formadas por sus ramas, distinguíanse vagas formas oscuras. Padres e hijos, que apretujados entre sí, tiritaban hasta hace un momento de frío y tal vez de miedo, se dispersaban ahora, buscando cada cual la mejor ubicación para bostezar y desperezarse a su gusto y secar su pelaje al sol. Sólo que aquellos gorilas o chimpancés... no eran tales. Podíase sospecharlo de entrada viéndolos caminar demasiado erguidos sobre sus pies y valiéndose para trepar o descender de sus manos principalísimarnente. Y ello sin contar sus visajes y ademanes y, sobre todo, los ruidos que salían de sus bocas, no sólo gritos, chillidos y gruñidos, sino voces articuladas. En el coro de voces de esa noche, nadie había turbado más el silencio que ellos. Habíales ocurrido la mayor y más temida de las calamidades: el ataque de la gran boa, con la pérdida de uno de sus hijos. Los árboles ofrecían seguridad completa al hombre del bosque, contra todos sus enemigos, menos contra el pitón, que trepando por los troncos y las ramas mayores sin el menor ruido, en la noche, podía sorprender al hombre del bosque, que solía despertar cuando ya era demasiado tarde. Más aún: de día su cuerpo podía confundirse perversamente con ciertas ramas, y más, con las grandes lianas floridas. Pero el terror y el odio sin límite que inspiraba el monstruo, reconocían aún otras causas: el misterio de sus ojos fijos y su cuerpo frío entre sus escamas casi minerales, su caminar sin patas unido a la siniestra burla de tragar demorándose horas, como paladeándolo, el cuerpo de su víctima. Cierto, el hombre de los árboles era, entre todas las criaturas, la más indefensa. En su largo pasaje -viejo de millares de siglos - de la posición cuadrúpeda a la bípeda al fin lograda con su más alta consecuencia - el aumento de su cerebro -, el hombre terciario tenía la inseguridad del que cruza un puente colgante. Cada vez más alejado de la elástica seguridad del cuadrumano, era, como bípedo, un aprendiz torpe sobre sus piernas de362
masiado cortas, torcidas y flacas, y sus pies novatos, sin contar su tendencia tiránica a volver, en los momentos cruciales, a la posición abolenga. Había otra cosa, además. A medida que se aconsejaba más de su cerebro - cuya sabiduría era pobrísima - su capacidad instintiva mermaba, es decir, esa sabiduría capitalizada por la especie a través de milenios de experiencia y transmitida a cada uno de sus hijos. Su oído y su olfato, sobre todo, eran menos capaces y sagaces, su sentido de la orientación vacilaba. Muchísimas bestias, y todas en conjunto, eran superiores a la criatura desamparada entre todas, sin concha ni piel protectoras, sin patas o alas rápidas, sin colmillos o zarpas o cascos para el ataque o la defensa, sin cola prensil siquiera, o secreción venenosa u olor asfixiante. De todas las especies oue bullían en el bosque y la pradera parecía la suya la más amenazada de extinción. ¿El hombre imprescindible rey del mundo? Millones y millones de años el mundo había vivido sin humanidad, sin esa monarquía por derecho divino. . . El hombre, con los atributos que lo diferenciaban de los otros mamíferos, no sólo era el más reciente hijo de la zoología -el de abolengo más modesto—, sino que su superioridad mental era cosa que apenas campeaba por sus cabales. La Naturaleza no tiene presciencia ni es mágica. Tiene inteligencia, paciencia y tesón casi infinitos. Ensaya, se equivoca, aprueba lo mejor, se corrige. Es una incansable aprendiz. La extinción de especies demasiado pesadas o débiles, excesiva o insuficientemente armadas o de inteligencia muy pobre, es la mejor prueba de su autocorrección de plana. A lo largo de millones de años la Naturaleza ha hecho - y sigue haciendo— innumerables ensayos para superar su propia obra. En un momento de épocas muy remotas los insectos representaban la vanguardia de la inteligencia. Después los grandes saurios, semierguidos sobre sus patas traseras, y titánicos de masa y de fuerza, fueron los reyes del mundo. Sólo que su cerebro asaz enano conspiraba contra su monocracia y advirtieron demasiado tarde que la armadura puede ser sepultura. Luego las aves significaron el ensayo más feliz, aunque su estatura craneana no era mucha y sus alas
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valían más para el cielo que para la tierra. Vinieron también los mamíferos y, entre ellos, los grandes carniceros parecían ser los mejores candidatos al dominio del mundo, pero su excesivo poder muscular frenaba su inteligencia. El hombre, en fin, apareció, no sólo como un animal entre los otros, sino como último descendiente y beneficiario de todos ellos. No nació sin ombligo, pues el hombre, y su cordón umbilical, estaban arraigados en la Naturaleza entera. "Del gusano adquirió su sangre caliente, del tunicado su espina dorsal, del pez la cámara ocular, del tritón sus cinco dedos, del ánade picudo y el oso hormiguero sus glándulas mamarias, del canguro sus pezones y del anaptoformo su placenta.. ." El hombre, erguido ya sobre sus pies, exaltando con ello su cráneo, dejando libres, para servirlo heroicamente, sus dos manos capaces de esgrimir armas y herramientas.
La gran hazaña humana venía, pues, en cierto modo, prefigurándose en las hazañas anteriores de la epopeya de los seres. También sería corona de los lenguajes que le precedieron, el lenguaje articulado, sin el cual no habría idioma, es decir, no habría pensamiento. Sin el lenguaje humano y el complemento de las diversas herramientas, no serían posibles en el futuro, el pensamiento de los Platón, la música de los Beethoven, y los más altos edificios de la tierra seguirían siendo los de las termitas y las más sabias obras de ingeniería la de los castores. Sí, Cl hombre iba a sobrepasar en el futuro vengadoramente todas las desventajas, aunque hoy la lucecilla que se encendía por ratos en su opaco cerebro era muy débil todavía. Sólo que la conciencia de su propia inferioridad física y sensorial iba trocándose en el mejor estímulo de su cerebro, en el mejor acicate de su marcha por el peligroso atajo que había tomado. Por lo demás, su ascenso no iba a ser una excepción. Estaba en la línea que había llevado a los reptiles de aplastada cabeza hasta las inteligentes focas de abovedados cráneos, y a los torpes pájaros arcaicos hasta su talentosa capacidad actual para el nido y la música. Entretanto, el bosquimano, seguía siendo, antes que nada, un cumplido animal, esto es, que su relación con la Naturaleza era consanguínea, por decirlo así. En invierno enflaquecía y su vello se tornaba más largo y lanoso; en primavera, remozaba como los de-
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más. Por el movimiento de las bestias y aves, por el color y frescor de los follajes, por la posición de las hierbas, por el olor del viento, por la forma y hondura de las huellas, lograba adivinar la proximidad del beneficio o del peligro. Sus grandes orejas velludas insertas libremente en el cráneo y regularmente movibles podía echarlas hacia atrás, pegándolas contra los parietales, para escuchar los sonidos laderos o zagueros, o para expresar su asombro o su rabia. Para los ruidos delanteros sus orejas se extendían a derecha e izquierda como dos pantallas. Más aún: con una oreja podía captar un rumor de frente y al mismo tiempo con la otra un rumor de costado. Aplicándolas al suelo, podía interceptar el eco de lejanos galopes en fuga y así lograba, a veces, ubicar a la fiera cazadora. La sabiduría de su oído probábala no sólo recogiendo ruidos tenuísimos sino clasificándolos, desde el que producía el desliz de la víbora o el rampar del gato montés hasta el piar de tales o cuales pichones recién nacidos o el aleteo del vampiro o los mil y un rezongos o chillidos distintos de la selva. Sus anchas narices de olfateador y venteador siempre alerta aspiraban profunda y eruditamente, hasta individualizarlas, las emanaciones más diversas. Olía rastros para calcular mejor su edad; olía el agua y las fieras a la distancia. Paladeaba y casi masticaba ciertos olores, con insaciable curiosidad de emanaciones y fragancias, porque el olfato era una de las puertas de la Sabiduría. Olfateaba la cara a sus semejantes para reconocerlos o demostrarles afecto. Creía distinguir por el olor hasta el carácter de cada hombre o de cada animal. Cierto es que con el crecimiento exagerado del cerebro y la violenta posición bípeda del ex cuadrumano, su sentido del equilibrio y su sentido muscular habían perdido no poco. Si sobre toda criatura terrestre gravita una atmósfera de quince leguas de alto, ella pesaba más excesivamente sobre el ex cuadrúpedo ya permanentemente encabritado: sobre una columna medular horizontal puesta verticalmente como la del mercurio en el barómetro. Sí, la mente consciente se iba alzando cada vez más en él, pero aun la mente clandestina era casi tan profunda en él como en los animales. Así, esos sentidos de la emigración y de la orien365
tación que, en grado mayor o menor, los poseen acaso todos los animal es - desde las aves de largo vuelo y larga vista hasta la serpiente miope y apegada a la tierra con todo su cuerpo -, se daba en el hombre, al menos en sus estados de gran intensidad emotiva. ¿Por qué no? Por un millón de años el hombre había sido una bestia pura y llana y aún su cráneo terciario era tan espeso corno cualquier otro del bosque. ¿Es que en sus raptos de cólera no hacía castañetear sus dientes como los jabalíes y los lobos? ¿No se guiaba aún por las bestias para su alimentación, comiendo las frutas que preferían los pájaros y los monos o los tubérculos que buscaban muchos hijos del subosque? Todo ello, sin decir que su carne y su piel y sus pulmones resistían tan bien la intemperie como los de cualquier alimaña. ¿Agregaremos que cuando precisaba rascarse ciertas partes del cuerpo sabía usar con preferencia su pie a su mano? Pero volvamos a nuestro relato. Cuando aquellas criaturas, luego de tirar al suelo buena cantidad de nueces que fueron cosechando entre su curiosa algarabía, comenzaron a descender a tierra, pudo verse que constituían algo nuevo. Eran seres mediocres de estatura, aunque no de osatura, y relativamente inermes pero a quienes la movilidad y la constante gimnasia arborícola —mera traducción de la versatilidad de su temperamento y su mente - habían dotado de una intensa potencia muscular: así, colgados de una mano y oscilando previamente el cuerpo, podían lanzarse sobre una rama distante, asiéndola con la otra, o , en cuclillas, lograban proyectarse hacia adelante, como movidos por un resorte, en un terrible salto de varios codos, riendo o rugiendo. Como los monos, combatían la artritis propiciada por la excesiva humedad del bajo bosque, con un activo ajetreo entre y por encima de las copas arbóreas. ¿Monos todavía? No, la cabeza menos enana que la de éstos; el pecho poderosamente tapado de músculos, aunque un tanto hundido todavía y, sobre todo, los brazos colgantes hasta alcanzar y pasar las rodillas, y las piernas cortas apoyadas sobre sus pies en que el dedo mayor se separaba todavía demasiado de los otros. Cara aplastada, y cejas caídas sobre los ojuelos demasiado cerca366
nos entre sí. La nariz chata con sus agujeros destapados; el cuello corto y fornido de las fieras, exactamente el que se precisaba para sostener mandíbulas y molares de gran respeto y caninos de aspecto colmilludo. Sí, todo eso, y la oreja movible y el cuerpo vestido de vello lanoso, aunque raleando por varios lados, pero ya aquellas criaturas estaban con la frente y los pies fuera de la zoología. Bajada desde tres o cuatro árboles que le servían de guarida (donde toscas plataformas hechas con ramas y bejucos le permitían dormir sentados sobre sus nalgas y talones, las quijadas entre las rodillas) la pequeña tribu de hombres terciarios se encaminaba hacia el abrevadero encabezada por el jefe. Era éste un robusto macho de mediana edad, de larga crin que comenzaba casi a un dedo sobre las cejas, y escasa barba. Tanto su actitud y sus ademanes como los de los adultos y niños de la horda no denunciaban un excesivo temor, pero sí un alerta que parecía no aflojar en momento alguno. Por lo demás, era la hora de menor peligro. Las bestias carniceras —el león negro, el tigre, las jaurías de perros o lobos cansadas de vagar toda la noche, reposaban en sus guaridas. Sólo que el abrevadero era siempre peligroso como lugar elegido por las fieras cazadoras para el acecho, que solían prolongarlo, no muy raramente, hasta la salida del sol, cuando el hambre extremo los llevaba a romper sus propias normas. El jefe y los dos machos que lo seguían inmediatamente avanzaban con cautela, deteniéndose por instantes, ojeando, auscultando, y sobre todo, oliscando profundamente, agachándose a veces hasta el suelo. En la expectación como en el miedo, sus vascas y bien armadas mandíbulas entreabríanse pronunciadamente. Como ninguna voz o señal de alerta partiera de ellos, el resto de la tribu avanzaba detrás suyo. Llegados todos, por fin, a la orilla del río, fueron descendiendo por sus márgenes, tirándose cada cual al suelo de barriga, para abrevarse a su sabor, lenta y concienzudamente, dejando caer gotas de agua de sus belfos o echándosela con las manos o la boca unos a otros entre chanzas, risas y esguinces. 367
Tan cerca de la bestia como pudieran estarlo aparentemente, los arborícolas daban dos testimonios claros de que entre ellos y la zoología mediaba un gran salto: el jefe y los que parecían sus segundos esgrimían un palote o una rama desbrotada y casi todos llevaban calabazas vacías para traer agua. ¿En qué momento la tiniebla animal de sus cerebros se había alumbrado con la idea genial de esos dos inventos? Quedóse un buen rato la tribu como disfrutando de la escena litoral. Nadaban sobre el agua diversas aves. El sol volvía casi alumbrador como una aurora el color de los ibis. Parada sobre una sola pata una grulla, con su inmaculado plumaje gris y su corona de plumas doradas, encogía el sinuoso cuello. Desde una rama próxima un martín pescador se tiraba a ratos de cabeza al agua y se alzaba de nuevo con un pez chispeando en el pico. Y los hombres, grandes y chicos, celebraban con voces y gestos la hazaña. O se quedaban un momento silenciosos ante las grandes aguas, es decir, ante la majestad y el misterio de su desfile. No eran, sin duda, insensibles a aquellas bellezas. Al fin, con un gruñido y un ademán, el jefe dió la señal de partida. No fué obedecido inmediatamente, ni mucho menos, porque la tribu no era modelo de disciplina. Criaturas esencialmente emocionales e imaginativas, impresionábanse o distraíanse fácilmente, o cambiaban de voluntad o propósito con frecuencia,7 pasaban de un envión de la alegría al enojo o al susto, o viceversa. Cuando en el bosque había frutas en abundancia y el agua estaba cerca, jugaban casi todo el día, aunque sin dejar de reñir al menor pretexto, todo entre una algarabía que, si bien análoga, diferenciábase radicalmente de aquella de las cacatúas o los monos: en efecto, aquello ya era lenguaje. Un puñado apenas de sonidos claramente articulados y distintos - largos o breves, ásperos o suaves, roncos o agudos - repetidos muchas veces o poderosamente reforzados por la mímica o el visaje; ese era su idioma o conversación. Todos esos sonidos se referían a cosas concretas y externas, claro está, pues de no ser así, nadie hubiera entendido nada. Pero esos pocos sonidos en relación con el cerebro lo estimularon y permitieron ir más allá de lo que tales sonidos expre368
saban. Y ese más allá buscaba muy penosamente modularse en sonidos nuevos para traducirse. Al fin, con voces de que sólo puede dar idea el guirigay de un niño o un tartamudo, con gruñidos, gritos, ademanes de amenaza y reiterados parloteos, el jefe se hizo obedecer, y la gran familia se encaminó costeando el remanso a la cañada de las zanahorias, donde también ya apuntaban las primeras fresas. La lucha del hombre terciario tenía dos frentes bien definidos: contra las fieras carniceras y contra el hambre. La primera era terrible, pero la segunda, por la general, estaba lejos de ser grave, dada la fastuosa y variada abundancia de frutas, cuya producción duraba todo el verano y el otoño, quedando para el invierno el saldo de frutas secas. La primavera, que abundaba en flores, era la época más pobre en alimentos, pero podía capearse el hambre con raíces y cogollos, no menos que con huevos y pichones de pájaros. Por lo demás, en los cañadones próximos, el trigo ofrecía en los comienzos del verano sus espigas harinosas. Eso sí, la ex bestia no sabía amodorrarse en el invierno como los osos, y su imprevisión colocábalo por debajo de la hormiga y la ardilla que guardaban para el mal tiempo lo que sobraba en el bueno. Aun no sospechaba el futuro. Y así en los días en que el frío volvía más agudas las exigencias del hambre, su menú era muchísimo más pobre que en el bueno. No era ningún previlegiado, pues, el arborícola. Para peor, algo más grave que las fieras y el hambre acababa de caer sobre su estrecho horizonte. Como uno de la horda descubriera cierta tarde una delgada columna de humo elevándose a cierta distancia sobre una colina que quedaba hacia el oriente, tres observadores de la tribu avanzaron agazapados hasta el linde del bosque. No; aquello no era un comienzo de incendio como creyeron todos. No: el humo salía de una menuda fogata alimentada por criaturas que en torno suyo permanecían de pie o en cuclillas. ¿Eran hombres como ellos? ¿Eran fieras de una especie desconocida? El pavor que se apoderó de todos fué tan grande que antes del alba siguiente la horda emprendió una retirada hacia el norte, a través de las ramas o por sobre la hierba, que duró días y más días. Se detuvieron al fin, tal vez porque el bosque raleaba un poco. Aquí IMM
las noches eran un poco más frías y largas y con el tiempo pudieron comprobar que las frutas frescas faltaban por períodos mucho mayores. Sería el mediodía y los de la horda regresaban al bosque trayendo entre las manos racimos de zanahorias y ramos cuajados de frutillas, cuando un eco extraño llegó de la distancia. Todos quedaron a la escucha, con las peludas orejas tensas y las grandes mandíbulas separadas. Cuando €1 ruido se repitió dos veces seguidas más claro y próximo - eran ladridos! - todos corrieron hacia lOS árboles tutelares comenzando a trepar por sus troncos. Eso no era tan fácil de hacer para las mujeres y los niños. El jefe y los mayores prestaron ayuda. Pero algunos ladridos estaban ya encima, mientras la bullanga del resto de la jauría sentíase a lo lejos, y cuando el jefe, que habíase demorado adrede protegiendo a los demás, comenzó a trepar, el perro jaro que se había adelantado mucho a los suyos, saltó sobre él, asiéndolo de una pierna. Gimió sordamente el hombre y se dejó caer. Volviéndose sobre el perro con un giro rapidísimo, le aferró con una mano una pata delantera y con la otra el hocico ahogándolo y obligándolo a desprenderse, y le clavó los dientes en la garganta, sacudiendo su erizada cabeza. Cayó al suelo el animal degollado, mientras él, escupiendo sangre, trepaba de nuevo al árbol, con el tiempo justo para salvarse ele la jauría que llegaba ya tumultuosamente. Los bosquimanos no desperdiciaron la ocasión de burlarse de la furibunda impotencia de los perros rojos, arrojándoles frutas, cáscaras o palos, imitando sus aullidos o sus castañeteos de dientes, u orinándolos. Los más audaces colgándose de las ramas bajas, los jaqueaban golpeándolos con una vara, o metiéndosela entre los dientes. ¿Qué mucho? No era la primera vez que su pánico, sus éxtasis de terror, podían trocarse en furia agresiva o en risa gruñente. Tenía a veces el coraje de la rata acorralada. Valido inicialmente de esa seguridad conferida por los árboles y del hecho de poder manejar como proyectil un coco y como arma una vara, inició el formidable esfuerzo para superar de tarde en tarde su conciencia de presa o víctima —su psiquis herbívora— para de-
rrotar en sí el terror acumulado en sus células por millares de siglos de destrucción carnicera, y de eso, sin saberlo, pasar a lo que vendría más tarde: su trueque interno y externo en animal de combate y victoria contra enemigos superiores siete veces en fuerza, en agilidad y armas naturales. El hecho era que los arborícolas habían sorprendido más de una madrugada al mismo tigre de los dientes de yatagán, y de allí, desde los árboles, pudiendo en ellos más el odio que el terror, lo habían atacado con cocos y con gritos, castañeteando los dientes, apuñeándose el pecho, y aun llegaba a ocurrir que el jefe, o algún otro audaz, descendiendo a tal cual rama de altura aconsejable, lo acosara con una larga vara, tratando de que la bestia clavase en ella sus colmillos para quebrárselos con un brusco tirón. La fiera erizada y rugiente, trataba de llegar a la percha de los hombres, sin conseguirlo, y la horda celebraba su fracaso con alaridos y risas. Y cuando el uñudo peatón resolvía retirarse, sus enemigos seguían acosándolo sin tregua hasta perderlo de vista. Pero la pandilla de perros de nuestro relato abandonó al fin el campo detrás de un ciervo que alguno de ellos descubriera. A tiempo que el alto oleaje de las copas arbóreas alegraba de nuevo los corazones de los ex simios. Entonces uno de los adultos haciendo oscilar a compás de su cabeza una rama de donde colgaba sus manos, inició algo como una canturria breve y confusa, de niño o retardado —Haa!, ¡waag! ¡Uú!, ¡huú! - rápidamente imitado por los otros, que oscilaban igualmente el cuerpo, golpeando algunos una rama con un palote. Aquello parecía interminable, pero todo terminó, al fin, entre risas, balbuceos, chillidos y señas, dispersándose por las ramas a buscar cogollos o nidos, oliscando largamente el aire, o bajando nuevamente a tierra. Algunas hembras progresaban dificultosamente por entre el ramaje, balanceándose, con el hijo perchado en la cadera. Así eran los bosquimanos siempre. Parecían que las tres o cuatro ideas que se erguían en sus bajunos cráneos llegaban a dolenes físicamente y precisaban volver a la inconsciencia animal en cualquiera de sus •muestras y así ya caminando en dos pies solían hacerlo apoyándose en los nudillos de las manos o en un
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palo. ¿ P a ra qué decir que los bípedos velludos eran esencialmente imitadores y tanto que cualquier hallazgo o invento individual convertíase en adquisición colectiva, pese a su tendencia versátil? En el mundo animal existe la alegría; desde luego la genial de los pájaros. Pero también se muestra en modos y grados diferentes en los mamíferos, sobre todo en su niñez y muchachez. No sólo los cachorros de los felinos son incansables en sus juegos, sino que en ellos suelen participar los mismos padres. Y por cierto que en los más listos la alegría suele ir unida a un comienzo de travesura o de burla: así en ciertos pájaros y mamíferos, sobre todo en los monos. Esto se daba aún más claramente en los hombres de los árboles. Sólo que en estos, la alegría inocente o burlona estaba encontrando otra vía más propicia para expresarse: la risa. (Asimismo traducía a veces su dolor en un gimoteo especialísimo, el llanto, mientras vertía agua calada de sus ojos.) Mientras el bosquimano vivió en el corazón de la selva tropical, la molicie de su clima y la riqueza de su flora, al exigirle apenas un mínimum de esfuerzo, hicieron poco o nada por su educación, como ocurre con los niños mimados. Cuando nuestra horda, huyendo de la humareda misteriosa durante largas jornadas, fué retirándose hacia el norte, más fresco, las cosas comenzaron a cambiar un poco, sobre todo al verse obligados los prófugos a bajar al suelo donde raleaban los árboles, y a acostumbrarse cada vez más a caminar sobre él, apoyando cada vez mejor la planta del pie, y cada vez menos en un bastón y por ello mismo valiéndose cada vez mejor de las manos para tirar piedras o esgrimir o arrojar palos. También sus juegos progresaron. Se pasaban largas horas chacoteándose, luchando, tirándose de las orejas o el pelo, disparando por el cuelo a esconderse entre chillidos y risas o amenazas, cuando no entre gemidos o lágrimas que duraban muy poco. Adornábanse con collares de flores y de bayas, o con cinturones de corteza de árbol. Y de pronto, cuando alguno de los machos, incitado tal vez por el celo, poníase a bailar, llevando un verdadero compás de tres por cuatro, con una mano alzada bien arriba, otro de los machos golpeaba tres veces el suelo de tarde en tarde con 372
los pies o una vara, y al fin todos se ponían a bailar en corro, girando alrededor de un montón de frutas, y todo terminaba en abrazos, besuqueos o risas. Cuando era una hembra la que iniciaba la danza, los machos acudían entre gritos y risas a celebrar la maravilla. Las parejas de enamorados obsequiábanse con frutas o flores. El jefe ejercía su autoridad como los padres sobre sus hijos valiéndose a veces, para imponerla, de una varilla o una lonja de corteza. Cuando una fruta, por empinada, no lograba ser conseguida a mano, remediábase el inconveniente introduciendo un bambú delgado en otro mayor y éste en otro si era necesario. No digamos su balbuceado lenguaje: sus chillidos, sus gritos y sus gestos, y sobre todo su rica mímica, eran rápidamente entendidos por todos. ¿Pero qué mucho, si con la sola excepción del lenguaje articulado, los demás medios de inteligencia les eran comunes con ciertos monos? ¿Y quién les sugirió el curar las heridas con hierbas fragantes que mitigaban la irritación y espantaban las moscas? Apenas puesto el sol -y aun antes, si había peligro -, la horda, como los pájaros, se guarecía en los árboles. Hízolo esta vez así, aunque con una novedad: hacia el sur, a distancia de ocho o diez tiros de piedra, vejase subir una apacible columna de humo. Hacia allá avanzaron los espías por entre las ramas cuando la noche empezó a cerrarse. La noticia con que volvieron debió ser muy importante, pues aunque en parloteo muy bajo, si bien con grandes ademanes y visajes señeros y poniendo a veces los dedos en los labios, el jefe ordenó a la mayor parte de la horda quedarse quieta y en silencio, mientras él y sus segundos se volvían con gran cautela y sigilo, hacia el lugar peligroso, allí donde clareaba el bosque. En efecto, en el calvero próximo ardían tres hogueras, en el interior de cuyo triángulo movíanse sombras al parecer de hombres. Agazapados en las frondas del contorno, a prudente distancia, los arborícolas observaban aquello en el colmo del terror y la maravilla. Aquellos eran hombres, sin duda, sólo que de mayor estatura, y piernas y pies más largos, y de menos vello en el 373
cuerpo, y de crin y barbas más frondosas. Y llevaban jirones de piel de oso alrededor de la cintura, y en bandolera sobre los hombros, y los que estaban de pie, al menos, se apoyaban sobre una porra de madera, delgada en una punta y muy gruesa en la otra. ¿Hombres? Sin duda, aunque hablaban un lenguaje ininteligible. ¿Pero cómo habían logrado vencer y educar al más terrible de los raonstruos, ante el que huían todos, sin exceptuar ni a la gran boa ni al gran mamut? Ahí estaban las tres hogueras en el suelo, lejos de los árboles, llameando tranquilas y sin agredir a nadie, mientras algunos de los hombres las alimentaban con leñas o ramillas secas. ¿Cabía mayor asombro? Dos de los misteriosos pasajeros arrastraron un cervato que yacía muerto y abierto en canal y sin su piel sobre la hierba y lo extendieron sobre el tendal de brasas, junto a una de las hogueras.
Los domadores del fuego Naturalmente, cuando por su simiesca tendencia a imitar, por la curiosidad de su naciente inteligencia y también por la escasez o carencia de frutas o brotes, el hombre terciario comenzó a comer carne, al modo de los félidos y los cánidos, se vió obligado, asimismo, a imitar a éstos muchas de sus modalidades y costumbres. El arte de seguir a la presunta víctima por las huellas y el olor de las pisadas, disimulándose entre las hierbas o las matas o detrás de los troncos de los árboles, sin producir en lo posible el menor ruido, o el de agazaparse entre la maciega, de preferencia junto al bebedero: todo eso vino de allí. De allí sacó también su precaución de avanzar a contraviento para evitar que su olor lo denunciase. Su táctica de seguir por días y días detrás de una manada de herbívoros, esperando que alguna bestia herida 374
o algún recental quedase a la zaga más o menos indefenso, y también la de arrear algún animal aislado, cuidando su trasera y sus flancos, hasta acorralarlo en algún rincón propicio, ¡eso lo aprendió de los lobos y de los perros jaros! Y de ellos y los felinos plagió el uso de cuevas y cavernas, él, el más desnudo e indefenso, que precisaba de ellas más que todos, aunque sin mejorarlas en nada. Tanto o más sucio que cualquier animal, allí mismo dejaba los restos de sus comidas - carne, huesos, cueros, plumas - y aun de sus propias deyecciones. Sólo que el hombre hacía rato que había igualado y sobrepasado a los grandes antropoides que usan un coco o una baya como proyectil y manejan una rama como bastón o puntero, ensamblándola cuando es preciso. Convirtió la vara en una maza, es decir, en sobrehumano elemento de combate. E imitando, sin saberlo, a la araña que caza hipócritamente con red, inventó la primera trampa, tapando con ramillas y hierbas algún hueco profundo del terreno. Así pudo vencer a veces al caballo, y aun al hipopótamo y al rinoceronte, y comer su carne inmensa. La inteligencia naciente, reforzando el escaso instinto combativo, y éste reforzando con sus triunfos a aquélla, salvaron sin duda a la especie de la suerte corrida por muchas otras: su desaparición de la tierra. ¡Ay, si su debilidad y su hambre no hubieran espoleado y empinado su cerebro! ¡Ay, si éste no lo hubiera ayudado a superar sus miedos herbívoros, llegando a conocer la felicidad de la acción! Pero, eso sí, en él, pensamiento y acción eran indivisibles. Ciertamente que su progreso mental era lentísimo. Las cosas aparentemente más fáciles de advertir y aprovechar vieron pasar decenas y decenas de siglos antes de que el hombre lo hiciese. Pero de todos modos, la bestia debilísima llevaba en sí, sin que ella misma lo sospechase, el comienzo de la más poderosa arma aparecida bajo el sol: un cerebro servido por dos manos.
De allí fueron saliendo a lo largo de los siglos, el garrote, el proyectil de piedra y sobre todo la primera arma blanca, el cuchillo de piedra, que al principio no fué más que un sílex en forma 375
de almendra, groseramente roto por percusión sobre sus dos caras, con uno de sus extremos terminado en punta y el otro ligeramente redondeado, pero cuyo tosco filo significaba el horizonte de un mundo nuevo. Y de allí salió también el dominio del fuego, sin que el domador supiese que con ello iniciaba su propia aurora en la tiniebla de los milenios. Y ocurrió después que el primo de los grandes monos, en sus correrías de caza, y ayudado ya por el fuego, se extendió o ascendió a regiones más frías: y allí vió la conveniencia de abrigarse con los cueros de las propias fieras que cazaba. Podemos suponer que el pensar del hombre terciario, nebuloso en sí, tenía dificultades más o menos insalvables para aclararlo por falta de signos expresivos. No bastaba a ello la mera intuición o casi adivinación de la horda de lobos cuando obra concertadamente. Debió, pues, forjarse un lenguaje, y no meramente mímico o vocal o ambas cosas a la vez como el de muchas otras bestias, sino de otro articulado, que referido al comienzo a las cosas y hechos externos y concretos, iría, mediante la metáfora, logrando la abstracción y la generalización, es decir, el pensamiento, herramienta decisiva en la objetivación del alma y el conocimiento del mundo. ¡El hombre animal pensador! Cierto, el hombre que ya se había erguido exteriormente apoyándose en un palo, comienza a erguirse interiormente apoyándose en su inteligencia. ¡Pienso, luego existo!, es un grito de saludo a la aurora y al porvenir mil siglos antes de Descartes. Pues si el hombre puede difinirse como el animal que fabrica herramientas, lo es ante todo, como elaborador de su herramienta esencial, el pensamiento. Pero volvamos a nuestro relato. Los hombres del fuego sacaron la res socarrada y destrozándola con una esquirla de piedra y con las manos, comenzaron a comer aquella carne. Y como si tamaña novedad fuera poco, cuando los acechantes volvieron la cabeza hacia un costado, al sentir algo como un sordo gruñido, descubrieron más allá de la hoguera, en el límite de la sombra, dos sospechosas lucecillas verdeantes. ¿Qué?. Era la cara empatillada del mismísimo dueño de los dientes de sable, que, detenido, contemplaba parpadeante la escena sin atreverse a saltar 376
sobre los amos del fuego!. .. 1, que devoraba a un hombre de los árboles como un gato devora una rata! Retirándose con el más profundo sigilo a su refugio, los arborícolas iniciaron antes del alba una fuga que duró días y días.
Sin duda los abuelos o tatarabuelos de los hombres del fuego habían vivido por siglos usando de guarida el ramaje de los árboles, intimando tan entrañablemente con ellos que llegaron a considerarlos sus sacros antecesores. Llamábanse los hijos del Cedro o los hijos de la Palmera. Pero hacía ya mucho tiempo que sus descendientes, de cabezas menos chatas y mejor erguidos sobre un más alto par de piernas, eran peatones y nada más. Y recorrían largamente la tierra detrás de presas vivas -porque vivían principalmente de carne - lanzándose sobre ellas desde un escondite (a veces sobre sus astas si era un ciervo) matándolas con piedras o garrotes, trampeándolas en fosos tapados de ramas, destrozándolas con un informe cuchillo de pedernal. En su largo camino inconsciente por evadirse de la bestialidad este desvío por el atajo de la carne fué sin duda una ayuda en el sentido de salvar mejor su integridad física y de ampliar su campo de acción, pero no lo fue en absoluto sino, tal vez al contrario, en el de propiciar las características más afirmativamente humanas: tendencia a abovedar el cráneo, a manejar ideas y el lenguaje que las condiciona, y en cambio contribuyó a buen seguro a felinizarlo interiormente, esto es, a potenciar su crueldad. Todo ello mientras iría secretamente conspirando contra su salud, pues ni sus dientes, ni su estómago, ni sus tripas, predisponíanlo a la carne, cuyas toxinas el felino elimina gracias a su secreción amoniacal, que el hombre no tiene. El gran progreso externo de los hombres del fuego era el haberse trocado en verdaderas bestias de combate, no menos en la ofensa que en la defensa. La antigua insignificante vara del arborícola habíase cambiado en una grave, nudosa y potente clava que manejada por los atletas afrontaba en casos extremos el ataque 377
de las fieras, logrando dar cuenta de ellas a veces para insondable maravillamiento de la horda. Pese a ello, el milenario terror a los grandes felinos se apoderaba de todos apenas el sol caía sobre el horizonte, y por eso el angustioso afán de sus andanzas, tanto como la búsqueda de agua y carne, era asegurar a tiempo el cubil para la noche, en las cuevas de los perros salvajes o en las cavernas abandonadas de las mismas fieras, entre los bloques erráticos o el hueco de los troncos viejos, cuya entrada cerraba con lianas trenzadas o ramas espinudas. Nada de eso conjuraba del todo el peligro constante que se cernía sobre la tímida y temeraria horda, pues a menudo las grandes fieras - felinos u osos - caían sobre ella con el mismo insolente desprecio que si se tratara de gacelas o liebres. No fué poca hazaña, pues, la ocurrencia de usar una laja, greda batida y lianas, en el invento de una especie de jaula para transportar un puñado de brasas tomadas del resto del incendio, alimentándolo con ramillas secas. Eso les permitió pernoctar por primera vez, en un claro del bosque en torno de una enorme hoguera, confiando, no sin razón, que ninguna fiera desafiaría el fuego. Y cuando más tarde, el fuego fué encendido en la boca de las cavernas, aquello significó la más grande victoria del hombre hasta entonces. Sólo que... Pero no anticipenios las cosas. Repitamos que, por siglos y siglos, el bímano que empezó a caminar sobre la tierra y a imitar el sistema de nutrición de los carnívoros fué la más desvalida y miserable de las criaturas pues, más que para ningún otro, el mundo estaba habitado por el hambre y por el terror. Era, en realidad, una bestia de carga, la carga del miedo acumulado por millares de siglos de bestia perseguida y vuelta a vuelta víctima de los consumidores de carne y los sorbedores de sangre y medula. Ese fardo de terror herbívoro estaba presto a explotar al primer gran choque: el rayo, la noche, el rugido de las fieras. Ese rugido devorante - más estremecedor que el trueno seguido generalmente del clamor agonizante de la víctima atrapada, repercutía en el cráneo del hombre terciario y vibraba largamente en todas sus células. Porque si el mundo estaba poblado por el fuerte de los fuertes, el mamut, y el oso de las cavernas,
cuyo abrazo podía aplastar como la caída de un cedro, y el rinoceronte, intangible en su coraza, y la boa, atrincherada en su selva, como el cocodrilo en su río, el gran felino, si no más potencia, podía creerse que atesoraba mayor dosis de esa malignidad que parecía esparcida en todo lo viviente... Ese horrible privilegio no sólo se denunciaba en la macicez de los miembros y músculos, en la flexibilidad perfecta de los movimientos, y en esas su espeluznante hedentina y su atronadora voz, sino también en la oronda seguridad de su paso y en la desdeñosa altivez de su mirada. La muerte llegaba casi siempre traída por ellos, que podían serpear invisibles entre la hierba, o ver nítidamente en lo oscuro, o saltar desde su escondite exactamente como el relámpago salta de la nube. De ahí que fuese tan apremiante en el peatón arcaico la búsqueda de la caverna para el refugio nocturno que, fuera de la seguridad contra el felino, la significaba también contra el frío, y contra algo no menos terrible: el exceso de vigilia.
La propensión cerval al miedo origináhase en el hombre, como en el propio ciervo, en su inferioridad combatiente frente a sus enemigos. Mas ésta fué puesta en revisión a medida que el creciente despertar de la inteligencia del hombre, usando la mano, el garrote, el proyectil, la trampa o el cuchillo de piedra, equilibraba las probabilidades en la lucha. Creció su confianza en sí mismo. Esto y su propensión a la risa, fueron amenguando su histérica inclinación al terror. (Ya se trocaría él, a su vez, en segregador de espanto.) Sí, el hombre de las cavernas habíase distanciado no poco del bosquimano. Lo que perdiera retrayendo algo sus terribles mandíbulas habíalo ganado irguiendo y abovedando más su cráneo. También sus piernas habíanse alzado más a costa del excesivo largor de sus brazos. Enhestaba mejor el busto y se afirmaba mejor sobre sus pies. Podía correr con velocidad creciente y su aliento se alargaba. Mas he aquí que al trocarse en catador de carne y medula y triturador de huesos, su lucha por la comida y la bebida se volvía más ardua. En realidad había aprendido a resignarse durante días 379
al ayuno, como cualquier bestia cazadora. Qué mucho si se había ya trocado en una de ellas! Al imitar, un poco por propensión simiesca, a los comedores de carne y al buscar por conveniencia refugio en cuevas y grutas, el hombre, sin saberlo, copiaba a sus adversarios: felinos y caninos. Así fue como pasó a conocer las angustias y desfallecimientos de los cazadores de oficio frente a la defensa misteriosa de las víctimas presuntas: frente a la vigilancia profunda y a la agudeza de olfato, de oído o de vista, y a la subterránea astucia y a la vertiginosa velocidad de los débiles. . . Conoció así, poco a poco, lo que eran las vísceras roídas por largos ayunos, hasta sentirlas, a veces, como torciéndose resecas. ¿Qué iba a hacer él, con su endeble y semidespierta inteligencia frente a los sinuosos y profundos poderes de ese intelecto animal, de esa inteligencia anterior y universal llamada instinto, dueña de la tierra y la vida desde millones de años? Porque donde el hombre era el más inteligente, el animal mostrábase el más genial... El cazador arcaico debía arrastrarse por la hierba o la maleza como un leopardo o una sierpe, sólo que produciendo un ruido que podía parecer leve, pero que era, pese a todo, interceptado por los voracísimos oídos de la jungla. Aprendió el arte de seguir por días y días la pista de la carne viviente que huye -venado, antílope o búfalo herido - guiándose por las pisadas, los excrementos, las señales de los cuerpos en las ramas y de los dientes en la hierba y a veces por un mechón de pelo enredado en alguna zarza. Sabía distinguir la edad de un rastro o de un montón de bosta sin equivocarse. No se acercaba jamás a su probable presa como no fuera a sotavento, sabiendo que en otra forma el acechado podía captar el olor humano a gran distancia. Y ni qué decir que él sabía ventear profundamente y localizar el escondrijo o pasteadero del animal sin verlo ni oírlo, sólo por su tufo. Cuando acechaba en los bebederos, donde los herbívoros volvíanse doblemente desconfiados, sabía esperar para el ataque -con piedras o palos o con las manos apuntadas a la KBI]
cornamenta - aquel momento único en que el animal, hundiendo el hocico en el agua, asordaba su oído con el rumor de la misma a la vez que apagaba su olfato. Sabía infinitas cosas más: que las bestias muy veloces, que confían menos en el escondrijo que en la rapidez de la fuga, prefieren los lugares abiertos o de bosque ralo, para usar mejor su oído, su ojo o su nariz; que cuando el antílope o alguno de sus parientes cae, el espíritu de rebaño obliga a los otros a volver al punto donde yace la víctima; y también que si el animal ya fué corrido sabe complicar con zigzags y sinuosidades su fuga para derrotar el ojeo o el rastreo; y que la mejor hora para el cazador bimano no está en la noche ni en el día, sino en el alba, cuando los comedores de hierba se entregan con alma al pasto después de las zozobras y el casi ayuno de la noche. No era menos importante su erudición en fieras. El felino saciado se volvía pacífico e indiferente. La superioridad que le daban las noches lluviosas y oscuras, aumentaba su audacia. La época de las grandes lluvias volvía más peligrosas a las fieras, primero porque la abundancia de pastos y de agua dispersaba las presas dificultando la caza, y segundo porque las hierbas altas y espesas les permitían emboscarse mejor. También la bestia cazadora tenía buen cuidado de marchar a contra viento hacia su blanco. ¿Voces? El rugido de ira, triunfo o amor. Cuando hambriento buscaba su presa, o callaba, o emitía sólo un rumoreo gatuno, algo tan abominable y terrible como la tos ele la pantera excitada o ese mugir semiahogado del cocodrilo.
Los tres hombres que pernoctaban junto a las fogatas en el calvero del bosque viajaban en busca de cavernas sin huésped y sitas junto a un río o un arroyo para procurar el traslado de toda la horda. En realidad, desde que comenzara a trocarse en carnicero, el hombre terciario hablase vuelto tan nómade como los trashumantes, con pies casi tan duros como los de un ciervo. Por siglos ya, al igual de las fieras a quienes imitaba, sólo había consumido, mientras podía hacerlo, carne cruda y sangre hu381
meante. Ya vimos que ahora le gustaba asar toda o parte de la res antes de comerla. Y más aún: como una pieza sólo se cobraba a veces con intervalo de días, el sobrante de cada comilona guardábase para el día o los días siguientes, y así, cuando no quedaba más recurso, el neocarnicero, como las hienas o los buitres, ponía buena cara a la carne pestilente. Así, pues, aunque sin duda ascendía por un lado parecía descender por el otro. Y sin duda, como ya lo dijimos, íbase dando en él cierto aumento de su instinto de agresión o sevicia, no ajeno, a buen seguro, a su cambio de régimen nutritivo. Cuando los hombres, tras de olfatear insistentemente el aire, advirtieron el acercamiento del tigre, se allegaron sin premura ni ruido hacia sus porras, y empuñándolas, se quedaron en guardia. El tigre, visiblemente intrigado, se detuvo en el linde del calvero, contemplando la escena. Dos veces gruñó, replegando sus patillas, y dos veces cambió de sitio, mientras los hombres advertían que, tanto como en sus sulfurosos ojos, el relumbre de las llamas se acusaba en sus colmillos de cuatro pulgadas. Cuando uno de los hombres atizó el fuego golpeando los tizones, la fiera, instintivamente, saltó hacia atrás. Los hombres esbozaron una sonrisa sin saberlo. Y pasado un rato más, el visitante optó por irse, aliviando no poco la tensión de los dueños del fuego que, más tarde, lo oyeron rugir a la distancia, celebrando, acaso, algún ataque certero. Por el cambio de sabor y olor del aire, los hombres advirtieron la proximidad del alba. En efecto, el canto de los pájaros inició la claridad del cielo, y ésta fué descendiendo pausadamente, mientras en el bosque y en la pradera próxima sentíase el rumor de los segadores de hierba que iban dejando sus escondites. Recogiendo sus clavas, la jaula del fuego y un sobrante de carne, los hombres se pusieron en marcha hacia el río que no conocían, pero cuya presencia adivinaban. Cuando lo descubrieron lanzaron gritos de júbilo, cambiando impresiones en su extraño lenguaje articulado y su abundosa mímica. El río! Era, sin duda, algo más que los hombres y las bestias el nómade te382
rrible y benigno con sus ondas siempre en viaje y siempre presentes. Ya su conciencia era lo suficientemente vasta como para distinguir las costumbres y cualidades de muy diversas bestias y aves, las características de muchas plantas, la sucesión rítmica de las estaciones, la marcha, crecimiento y mengua de los ríos, la bondad y malignidad del sol y las lluvias, la emigración y regreso de los pájaros y de algunos animales y los enigmas innumerables: el del trueno que rugía como varios leones juntos; el del huracán que atacaba como muchas manadas de mamuts; el del fuego en la tierra y el de las estrellas en la altura de la noche; y tantas cosas más y tantas entrañables aprensiones frente a lo desconocido y misterioso que, a veces, los constreñían hasta cortarles el resuello. Con esa voz articulada suya, cada vez más distinta de lo que simplemente rugía, gruñía, roncaba o silbaba, solía apostrofar a las bestias o a los meteoros como si ellos debieran entenderlo. Identificaba a la noche con el horror y la muerte porque en ella sus ojos confundían todas las cosas y sobre todo porque era el dominio de los dioses del espanto que comían carne de hombre como el antílope comía hierba. Por eso, el retorno del sol, equivalía a una casi resurrección, y apenas si los coros de todos los pájaros lograban expresar algo de la alegría y la gratitud que desbordaban del alma del hombre terciario. Para ella el alba era una promesa de inmortal juventud. Es cierto que el alma arcaica no albergaba nada o casi nada de eso que, después, llamaríase esperanza, ni sentido alguno del futuro, pero su singular lenguaje, cada vez más pudiente, creaba ya un comienzo de tradición oral, es decir, que la experiencia y la sabiduría y los descubrimientos de los individuos geniales, ya no se perdían del todo, sino en parte al menos, persistían como herencia, aumentando el poder de la horda.
Los tres nómades, bajando por la barranca del río, tiráronse de bruces sobre una ancha piedra para abrevarse. Después, cos383
teando la orilla, llegaron a la boca de un vado por donde una manada de caballejos con crines y colas flotantes sobre la corriente, la atravesaba después de haber bebido y chapoteado a sus anchas. Allí era el abrevadero, en efecto. Los viandantes, apostados junto a un gran bloque errátil, contemplaban azorados la escena. Animales sueltos o en pequeñas tropillas gacelas, cuagas, heniiones, megaceros - acercábanse de cuando en cuando al agua desde ambas orillas, con las precauciones y el recelo extremos de siempre, agudizándose en el momento de hundir el morro en el agua. El peligro no sólo podía venir de felino agazapado, sino también de debajo de la corriente, y por eso resoplaban con fuerza sobre ella o la manoteaban sonoramente: el cocodrilo podía aferrar el hocico chupante y ocasionar la ida a pique de su dueño. Aves acuáticas de toda clase vociferaban aquí y allá, nadando o volando. De pronto, los nómades ahogaron mal un grito de admiración y asombro. A buena distancia aún, desde la orilla del bosque, avanzaban con su andar pando, oscilante y majestuoso, los indiscutidos señores del mundo. Acostumbrados ya a los grandes espectáculos, los hombres del fuego recogían, casi sin verbo ni pensamiento, su hermosura, su energía o su esplendor inenarrables. Mas nada tal vez removía y ensanchaba sus almas como la presencia del mamut y los suyos. ¡El mamut! Su piel era tan dura como la de los árboles; su cuerpo tan magno y poderoso como un bloque. Sus patas semejaban troncos de encina. ¿Quién podía resistir su fuerza? Ni el búfalo, ni el rinoceronte, con su brutalidad soberbia. El león podía ser aplastado por él como una cucaracha. Pero no era eso sólo. El mamut parecía también el mayor concesionario de la sabiduría. En sus ojillos había un brillo más sutil que cuanto pudiera verse en otros ojos, como si mirasen con bonhomía risueña o maliciosa la pequeñez y la debilidad de los demás seres. Su trompa misteriosa y profunda podía cortar delicadamente una flor o derribar un bisonte con un golpe oblicuo. Y he aquí que aquellos árbitros de la potencia, aquellos fuertes que no podían temer a nadie y a nada sobre la tierra, eran 384
pacíficos y dulces, mientras no se los molestara. Sus propios colmillos, equivalentes a centenas de colmillos de tigre, parecían más una insignia que un arma. ¿Serían... algo que estaba por encima de las bestias y los hombres? Tan poderosa y majestuosa se mostraba su presencia, que la fuerza del río, la serenidad de la llanura, la grandeza de los árboles, eran como apéndices suyos: todo parecía
un paisaje mamut.
Pero las criaturas soberanas estaban ya en el abrevadero bebiendo tan formidablemente que el caudal parecía bajar entre sus márgenes. Después sus trompas fueron inventando en el aire un jardín de palmeras de agua que se deshojaban frescamente sobre sus lomos. (La ex bestia era presa de debilidad y de anonadador espanto frente a las fuerzas conjuradas del mundo, pero ninguno de sus descendientes ha vuelto a gozar de inocencias y maravillamientos más profundos, de tal endiosadora identidad con los elementos y los amaneceres.) Esa misma tarde los nómades tomaron posesión de las dos cavernas desocupadas que hallaron en una colina que quedaba hacia el sur. Sólo que eso no fué sin pasar por un terrible infortunio. En efecto, después de mediodía había caído sobre ellos un viento tan desbocado seguido de un rajante chaparrón que no pudieron defender la jaula del fuego. La caverna, elegida por tener una especie de claraboya era muy amplia y contenía residuos abundantes - huesos, deyecciones, barro seco -que daban fe de que había sido habitada en muchas ocasiones, y sin duda desde hacía siglos, por diversos inquilinos de cuatro patas. ¿ Serían ellos los primeros ocupantes bimanos? Sin duda. De todos modos no se habían allegado a ella sin las más extremas precauciones y después de un rastreo y un olfateo muy prolijos e insistentes, y siempre apercibidos a la defena. Por el relente amoniacal que aun exhalaba el piso encimero, coligieron que un gran felino —tal vez una pareja, o una madre con su cría - había vivido allí hasta hacía dos o tres lunas. Claro es que nada podía dar fe de que ese reciente poseedor o un nuevo aspirante no volviera esa misma noche, y por eso la pérdida del fuego les resultaba doblemente lamentable.
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Comieron los restos de carne que traían consigo y se tumbaron a dormir vencidos por el desvelo de la noche anterior. De todos modos el peligro, de haberlo, no se presentaría a buen seguro sino ya avanzada la noche. No durmieron mucho, sin embargo. Antes de medianoche estaban en pie o en cuclillas apoyados en sus clavas. La entrada de la caverna era muy grande, y aunque no lo fuera, en verdad que no había por los aledaños piedras o troncos sueltos con qué estrecharla hasta impedir el paso de una fiera. Sólo que esa magnitud de la entrada tenía la ventaja de permitir las evoluciones de la maza esgrimida por los brazos de los combatientes. De los tres sólo uno —una especie de lacertoso gigante - tenía experiencia en la materia, aunque ella se refiriese a un león muy joven. Velaron el resto de la noche en variadas posturas, siempre atentos a los ruidos de la soledad. Del río llegaba a ratos el bramido de un hipopótamo. A veces, la risa lastimosa de la hiena. Y de nuevo el silencio se recobraba tan hondo que podía percibirse el vuelo de algún insecto o el de los murciélagos mismos. Los hombres entretenían la inacabable espera del día, a veces deletreando algunas estrellas mayúsculas, otras olfateando larga y sabiamente el aire. Por él, aunque la oscuridad no cedía, supieron al fin que el alba estaba próxima... Fué entonces cuando el rugido del tigre retumbó a lo lejos, y los tres, sin decirlo, tuvieron impresión de que la fiera estaba junto al vado. El peligro no les pareció inminente, ni siquiera seguro, pero cruelmente la desconfianza mordió en sus entrañas. Dijérase que el tiempo se había detenido. ¿Estaba ya comenzando el amanecer? Tal vez sí, tal vez no Un nuevo rugido rayó el espacio, llenándolo de tal modo que los escuchas ya no dudaron de su proximidad ni de que la fiera venía sobre sus rastros. En tal momento era cuando las fieras se revelaban como lo que eran y habían sido siempre: los patrones del espanto. Ante su presencia y su olor y, sobre todo, ante la súbita explosión y convulsión de su rugido, el hemión desorbitaba los ojos y el escalofrío lo bañaba en forma de sudor -el ciervo echaba un gemido 386
de agonía- algunos animales caían al suelo, desfondado el corazón. ¿Qué podía hacer el hombre? ¿Qué mucho que llegara al totemismo, esto es, a considerar a ciertas fieras como antecesores sagrados de su raza, hasta rendirles sumisa y temerosa adoración? Los tres nómades se sintieron tan miserables como los pajaritos de las zarzas bajo el vuelo del halcón. Sus gargantas estaban secas mientras sus hígados parecían hacer agua. Sentíase el retumbo de sus corazones, sordo como si saliera de debajo del suelo. En realidad estaba ya aclarando rápidamente. Y cuando les llegó el ruido de un guijarrillo que alguien hacía rodar afuera, no dudaron quién fuera el autor. ¿Y era mera alucinación el que las narices del jefe creyeran captar cierto relente amoniacal en el aire que parecía haberse movido un poco? El escalofrío subió por sus espaldas como una liana por el tronco de un árbol. Mezclado con el rumor leve de las pisadas del felino llegaba el de su soplo cavernoso. Un sordo gemido de agonía fué la única respuesta.. Cuando el monstruoso visitante entrevió a sus víctimas se rocogió sobre sí mismo, diríase que con algún asombro: aplastóse sobre el suelo a guisa de sierpe, recogió el cuero de la cara en un frunce de muchos pliegues, entre el creciente hervor del garguero, desenvainando del todo los colmillos en forma y tamaño de hoz. ¡Era la muerte viva!
Pero los hombres habían tenido tiempo de trasmutar su miedo en coraje como la rata acorralada. Erizando el pelo, amusgando las orejas y castañeteando los dientes destapados con un gruñido que resonaba en el hondón de sus pechos, mantenían las clavas oblicuamente en alto. El felino saltó sobre el enemigo que tenía directamente al frente, cuya arma, abatida un poco antes de tiempo, golpeó sobre una zarpa del tigre sin impedir desde luego, que éste cayera sobre él, tumbándolo de espaldas, degollándolo de un solo cruce de sus colmillos. Pero la clava del gran guerrero de la izquierda, descargada con violencia tan profunda que zumbó en el aire, cayó sobre el cráneo de la fiera acostándola junto a su víctima. Después, 387
ebrios de furia combatiente, ahogando a medias entre las ceñidas mandíbulas una especie de rugido roncante, los sobrevivientes apalearon hasta el hartazgo las costillas, las patas y el morro de la fiera ya inerte, vengando acaso por primera vez a los millares de hermanos sacrificados como lauchas por un morrongo, por el dueño de los dientes de sable y su despótica parentela. Minuto prodigioso, en aquella alba de los tiempos, cuando algo del corazón del gran felino muerto pareció entrar en los corazones de los hombres que bramaban como un torrente subterráneo. La criatura que hasta entonces sólo se había acogido a la resignación y a la muerte, sabría identificarse también, de ahora en adelante, con la lucha y la victoria. Desterraría al fin, para siempre, el temblor herbívoro de su cuerpo y de su alma. (Únicamente que precisaría un tiempo todavía más largo -como que aún vive en él - para derrotar eso que lo encarcela desde adentro, vedándole ser la criatura más libre de la tierra: el miedo a los fantasmas que lleva en sí y el miedo al prójimo - el del hombre al hombre—, causas totales de su mezquindad y de su crueldad.)
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PAG.
Sermón del bosque El dios de ojotas Zum-Hum, primer peatón de la pampa ElPeludo Las alas de nuestro cielo Vida y muerte de Chumbita, el puma El águila y la liebre Elsapo Culampajá, el guanaquito Bumba, la torcaza La serpiente y el hombre Laperdiz El zorro y su vecindario El carancho y la tijereta Yaguatyrica, el demonio del bosque negro Pajaradas El zorrino encuentra redentor Dos biografías de la lechuza El picaflor, grande de América Gloglo, el Bonzo del río El duende de alas de viento Los trotacumbres Bambú, el anta El gran buzo del cielo El gato montés El monstruo deslenguado Las dueñas del vellocino de oro Revelación de la calandria Los gitanos del mar La ex bestia Bibliografía
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IMPRESO EN PEUSEE, DURANTE LA PRIMERA QUINCENA DE JULIO DE 1960. EN SUS TALLERES DE PATRICIOS 567, BUENOS AIRES, REPUBLICA ARGENTINA