Libro cuentos orejanos

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Cuentos orejanos Luis Franco

CENTRO EDITOR DE AMERICA LATINA



Paulo Morra

1 Se había criado, como todos los hijos de la grande y dispersa tribu de los gauchos, usando a modo de cuna un cuero colgado del techo de la cocina, habitación única. Sus juguetes fueron una taba, unas boleadoras, cuando no un cuchillo. A los cuatro años boleaba o pialaba gallinas y perros, a los cinco galopaba en el petiso de los mandados agarrándose de las crines y trepándosele por las rodillas. Desde entonces vivió más fuera de la casa que adentro, más a caballo que a pie, y casi sin conocer otro manjar que carne y mate. Apenas salido de la adolescencia —aprendiendo a huellar sobre el rastro de su padre— era ya un gaucho hecho y derecho, es decir, capaz de pelearle en cualquier terreno a la pampa y a la suerte. Su padre, Juan Morra, no había sido peón en ninguna de las grandes estancias de la llanura, y solía llegar a ellas solo por el tiempo de la hierra, alguna vez por el de la esquila o contratándose para alguna comisión de arreo. Paulo Morra se crió, pues, sin conocer patrón más que de vista, y curas vio uno que otro y de lejos. Misas recordaba haber escuchado dos, por casualidad y desde afuera y a caballo, como vio hacer a otros gauchos. La verdad era que un puñado de supersticiones sagradas o legas no llegaron a alterar nunca su fundamental descreimiento en el más allá o, mejor, su fe en que el hombre ¡mportaba más que sus tutores, fueran quienes fuesen, y que un puñado de esta vida, seguro, valía más que cien de la otra volando. Se había criado en un rancho igual a todos, de adobe y techo de paja, con un cuero seco de bagual por puerta y por todo moblaje tres o cuatro asientos de calaveras de buey, un asador de hierro, un cuerno para la sal y unas cuantas perchas de astas de venado. Su cama era la montura, dentro y fuera de la casa. Ni decir que Paulo Morra era tan versado como 5


cualquiera en los tres conocimientos de escuela primaria de la pampa: el del caballo, el del cuchillo y el de la guitarra. Al cuchillo había aprendido a usarlo en visteos desde niño, como todos. Llegado a adulto, su baquía en su manejo devino tal como para que la tuvieran en cuenta hasta los más confiados en sí mismos. (Entre los gauchos la esgrima era fundamentalmente cosa de deporte y excluía de suyo la intención de matar, precisándose para esto el odio, la borrachera o la mala entraña.) Morra se ganó, pues, el derecho a que respetasen su mansedumbre. Su don de simpatía y comunicación hizo el resto. La verdad es que no necesitó matar a nadie, y de ello, sin decírselo ni pensarlo siquiera, estaba honradamente satisfecho. En cuanto a la guitarra, podían contarse con los dedos de una mano los que en la pampa no supiesen su manejo. La guitarra fue creada sin duda para ayudar a pelearle a la soledad y a las penas, y también para facilitar la comunicación con los demás, ya que puesta en buenas manos conversaba mejor que la lengua más ladina. Mi guitarra tiene boca, tiene boca y sabe hablar; solo los ojos le faltan para ayudarme a llorar. Cierto, con la voz femenina de las cuerdas tiples y la varonil de las graves, la guitarra parecía llena de preguntas y respuestas misteriosas. La guitarra era como el corazón mismo de la pulpería donde se reunían gauchos venidos de varias leguas a la redonda. Allí tenia puesto de preferencia el payador, que después de templar sin apuro las cuerdas de cuero de potrillo con dedos endurecidos por el lazo, narraba al son de la guitarra —repitiendo largas versadas anónimas o improvisando— las penas del amor olvidado o traicionado, las malandanzas del desertor perseguido por la llamada justicia, las tropelías del último malón. Los demás, en un silencio de misa, escuchaban moviendo sobriamente las piernas, llevando con el tintineo de las espuelas el compás del rasgueo ejecutado por el payador. Pero si había otro cantor de mentas o llegaba traído por el acaso, lo de cajón era que la concurrencia lo incitase al careo, es decir, al duelo


poético llamado payada. Era de verse allí no tanto la baquía de los dedos, como la del magín para retrucar a tiempo justo, y como si fuese un golpe devuelto con un revés del facón, la pregunta del adversario. Si las fuerzas en lidia eran parejas, ésta solía durar horas y terminar en empate, aunque no era raro que el perdedor reconociese altivamente su derrota diciendo: "Ya vemos que maneja bien la lengua y las cuerdas; veamos si maneja igual el fierro". Y venía el zafarse las espuelas y liarse el poncho al brazo izquierdo y el comenzar la segunda parte del contrapunto, que no podía ir más allá de la primera sangre. Los golpes al cuerpo estaban prohibidos: el único blanco era la cara o los brazos. Cuando al cabo de una especie de malambo, más jadeante que el otro, que podía tirar corto o largo, brotaba la sangre —si no había empate—, el vencido ofrecía el primer vaso de vino a su vencedor, quien devolviaselo con cumplidos de halago. Paulo Morra llegó a ganar renombre como cantor. Solo que su genio mayor estaba no tanto en el manejo profundo del caballo, el lazo y las boleadoras como en el dominio brujo de las cosas de la tierra, incluidas las estrellas y las nubes. La pampa y el cielo desafiándose a quién le abría cancha a quién. No una llanura, sino decenas, como un descarte de naipe. Ya no era propiamente la que hicieron mano a mano el mar, el viento y los dioses indígenas. Los contados yeguarizos que desertaron de esa Arca de Noé que vino del naciente con Pedro de Mendoza, cundieron aquí como en otros desiertos cunde la peste, porque la Pampa era sin duda la Tierra Prometida al relincho y al galope, la tierra hecha para el caballo como el cielo para la nube. ¿No comenzó una vida nueva cuando los cielos de la Cruz del Sur escucharon el primer relincho? De hecho la llanura india fue como naciendo de nuevo cuando el pasto hirsuto del desierto comenzó a ser desplazado por el trébol y el alfilerillo. Fue la pampa que se llamó cristiana, porque los descendientes de los primeros llegados del otro lado del mar, y otros con títulos no mejores, se dijeron dueños únicos de todas las crines y astas que arbolaban la gran llanura, y de la llanura misma, aunque los más no la conocían ni a vista de pájaro. En cambio los que habían tomado posesión efectiva y profunda, los gauchos, a esos no se les dejó en propiedad ni la


tierra que encuadraban los cuatro horcones de su rancho, o las cuatro patas de su caballo, aunque ellos no se anoticiaron de su tragedia mientras el galope en cualquier rumbo fue libre y su lazo pudo ceñirse al primer par de astas elegido al pasar. ¿Que esa pampa, lisa como los mapas, tardó en entrar en ellos y en la civilización? Así fue. Su poblador desandó la historia. El huérfano que vino de lejos, y sus hijos, se olvidaron del árbol y de la siembra y casi del hogar, y se hicieron medio pastores y medio cazadores, envueltos y tiranizados por la implacable llanura como un islote en el mar. Firmamento de pastos en que no había una piedra para quebrar una nuez y hasta a veces bosta de vaca o huesos por toda leña. La pampa extendiéndose y repitiéndose a todo rumbo sin cansarse jamás, dándose cancha siempre. Todas las distancias abiertas de par en par. En tiempos de bonanza, arroyos cachacientos como una rumia o lagunas con un corazón de agua desnuda en el centro y en todo el resto con un puro oleaje de juncos y achiras, o amarilleando de camalotes en flor, alegrísimos como el pecho del benteveo. Sobre praderas doradas, es decir, de trébol, podían galopar piaras de cientos, cuanto no miles de caballos, y a veces el mugir de las toradas se imponía al viento y a veces un silencio tal que no dejaba escuchar otra cosa. La clara pampa, donde hasta los murciélagos, carecidos de cuevas y sombras, se acostumbraban a la luz. La pampa sin árboles, pero donde el ombú reemplazaba a todos, porque era solo una hierba gigante y solo la hierba podía cuerpearle al pampero, ese chasque del demonio, y porque mostraba un aguante parejo para heladas y solazos y tenía una sombra más fresca que los zaguanes, y su alto cuerpo acuoso podía salvar del rayo al rancho vecino. En remansos y arroyos la aurora parecía demorarse en los flamencos. Si, era donosa y dulce a su modo esa tierra inundada por el cielo, y que los indios definían "pasto creciendo y viento soplando". Solo que el clima de la pampa era como una mano que puede abrirse para la caricia y cerrarse para la agresión. Había madrugadas de invierno en que el frío escarchaba el lomo de los caballos atados a soga y heladas que quemaban hasta los abrojos. Si bien el verano, con su sequía y su sed, podía acercarse más al infierno... Leguas y leguas a la redonda en que no había un trago de agua ni para un pájaro. Y limpiones de tierra desnuda co-


mo un patio con su tendal de osamentas. Entonces los cardales y los pajonales secos eran una invitación más o menos irresistible al incendio, y éste, una vez que se ponía en marcha, podía abarcar leguas de frente y, arreado por el viento, no lo detenía nadie, ni siquiera los ríos. En los cañadones anegadizos de la costa los mosquitos y jejenes eran más tupidos que una garúa y más temibles que los jaguares, que también los había. Fuera de eso, en cualquier tiempo la pampa era un telar de riesgos: virgen de huellas o con millares de huellas inciertas, volvíase corrediza como soga de horca. La vizcachera o el tucuruzal, que podía desgoznar al caballo y quedar a pie en tamaña llanura, equivalía al naufragio. Ni siquiera se estaba libre de topar de manos a boca con un jaguar agazapado en el pajonal y la sombra y que no le hacía ascos a la carne bautizada. Pero no era eso todo; el mayor peligro estaba en que cualquier polvareda del sur o del suroeste podía convertirse en lanzas emplumadas... 2 En efecto, donde moría la pampa de los cristianos nacía la de los indios, blanda de médanos y ríspida de caldenes o cardones, sin arroyos y tacaña de lagunas, pero sobrada de salinas. Allí sí que la sed era dueña de casa en todo tiempo y lugar. Allí estaban los indios venidos del fondo de la Patagonia, que vivían solo de la caza, como el puma, y los venidos del otro lado de los Andes, que alguna vez dejaban la lanza de diez codos para sembrar un puñado de maíz: ambos eran en América los únicos que se empeñaban en vengar, después de tres siglos, en el blanco y el mestizo, los oprobios inferidos a la carne y al alma indias por la cruz y la espada. ¿Que el indio no era peor ni mejor que el cristiano? Podemos creerlo. Duro, como el caldén, por fuera y por dentro, sin duda. ¿Que si pisaba descalzo dejaba toda la planta del pie en la huella, que su sed desprefería a veces el agua por el degüello de una yegua, que toda su música era el ruido, cuando más discordante mejor? Si, pero no es seguro que fuera peor que el cristiano.


Pero ya estamos tardando en decir que si en la pampa el indio se medía de igual a igual con el blanco era porque el caballo emparejaba todas las diferencias. Tan pronto como el peatón con rutina de siglos se domicilió en el lomo del caballo, advirtió que nacía de nuevo: se sintió dueño de la vida y la muerte. No solo que su fuga iba a escapar a todo estorbo sino que su agresión podía ser tan repentina e inatajable como el pampero. Y la lanza y las boleadoras, que antes manejaba de a pie, se volvieron, combinadas con el galope, una esgrima de alcance sin atajos. Solo que para eso debió hacerdel caballo, alimentado menos a pasto que a algarroba, algo más que un caballo: un esclavo y un demonio. Amansarlo, amaestrarlo y aguerrirlo, no con la airosa brutalidad del gaucho, sino con paciencia y tesón, en horas y días inacabables. Hacerlo al hambre y a la sed, como un guanaco. Hacerlo a galopar por el médano a saltos y rebotando sobre el pique, como el guanaco, de tal modo que ni las boleadoras lograran interrumpir su avance. Enseñarle a obedecer menos a la rienda y al látigo que al perneo y a la voz, y a ser montado solo por la izquierda y de un brinco y solo por su amo. Algo más aún: llevando a su jinete pegado a un flanco (prendido con un brazo del cuello y con un pie de la cadera) el caballo indio podía dar desde lejos la alevosa ilusión de ir desmontando. El mayor alarde ecuestre de un cristiano en la pampa era salir de pie y cabresto en puño de una rodada de su redomón. El indio hacía algo mejor: enseñar a su caballo a despreciar vizcacheras y toperas, es decir, a no rodar sino por • chiripa. • A lo largo de los años, desde su infancia a su madurez, Paulo Morra, como tanto gaucho del montón había galopado a todos los vientos lo suficiente para conocer como si fueran sus propias - manos o sus propias penas y alegrías, la pampa verde y la otra, que ya no era pampa ni verde. Al lado de su padre, primero, solo después, rodando de pago en pago y de tapera en galpón, arreando ganado o domando potros por cuenta ajena, apareciéndose en las estancias en los días de hierra o de esquila, o boleando avestruces en las más ariscas soledades, Paulo Morra había ido atropando sin sentirlo buena parte de la ciencia del desierto. 10


Y eso no era alarde o lujo sino necesidad imprescindible. La primera obligación de un hombre en la pampa era no quedar a pie, porque eso, en un oleaje de hierbas tan inacabable como el del océano, equivalía al naufragio, esto es, a la muerte en las garras del indio o del jaguar, y más seguramente en las de la sed o el hambre. En la tierra de la lisura el oculto y la vizcacha socavaban el piso y cada dos o tres leguas el caballo al galope podía rodar con riesgo de quebrarse o quebrar al jinete. Por eso era indispensable viajar con la tropilla por delante, o el ladero y, sobre todo, ser buen parador: es decir, caer de pie y empuñando el cabestro mientras el caballo rueda. Y eso, cuando se corría detrás del ñandú o delante del indio, debía completarse con un salto al lomo del caballo apenas éste saltaba sobre sus patas. Las tareas del rodeo no exigían baquía ni decisión menores. Si el vacuno, demasiado bagual, intentaba la fuga, más de una vez convenía aleccionarlo saliéndole al cruce y tumbándolo a encuentro de caballo. Si gastaba demasiados amagos de matón, lo mejor era acostarlo enlazándolo de astas y patas y sajarle a modo de visera un pedazo de piel sobre los ojos que lo acegara a medias. El rodeo, ¡Un río de mugidos entre un mimbreral de guampas! Había que estrechar la ronda y exagerar la cautela para prevenir la disparada, es decir, lo peor entre lo malo. El sacudirse de un poncho, un sombrero al viento, qué digo, el vuelo de un pájaro, podía ser la gota de agua que desbordase aquel dique: cuatro o cinco mil astudos disparando enloquecidos a todos los rumbos y tan imposibles de atajar como una manga de langostas, si no era con ayuda de la Providencia o de algún arroyo y, desde luego, no sin que los campeadores agotasen su maña despreciando el riesgo de morir aplastados como cucarachas. Peligro más frecuente era el del enredo del lazo, al que Morra solo debía la pérdida de un dedo. En temporadas en que no había trabajo en las estancias ni comisiones de remesas de ganado, la mayor tentación de un gaucho libre solía ser el acopio de cueros de ñandúes y otros bichos de los campos de afuera, es decir, allá donde la ley de los estancieros no llegaba. La aventura solía durar semanas y no se acometía sino por excepción. Varios gauchos, montando sus caballos de más crédito, dis11


persábanse a los cuatro vientos para formar al cabo un desaforado redondel que comenzaba a estrecharse poco a poco en torno a un punto señalado por la humareda de un fogón. En el cerco entraba salvajina de toda broza. Cuando el tal se cerraba en brete, cada cazador atropellaba hacia la pieza elegida, con un alarido indio, la melena golpeando los hombros, zumbante sobre su cabeza el remolinó de las boleadoras. No bien la víctima (avestruz o gama, y alguna vez puma) se revolcaba en tierra coceando el cielo con las patas enredadas, cuando ya el boleador, cuchillo en mano, brincaba junto a él como un gato del monte. Ay, eso era ya solo recuerdo •de sus tiempos de bonanza. Después todo fue un irse abajo como por la falda de un médano. A los veinte años justos, citado por las autoridades del partido, acudió ganoso, como tantos otros, a incorporarse al contingente que perseguiría a los indios del reciente malón, que se habían retirado después de barrer los campos de vacas y caballos, para no hablar de su golosina predilecta: las mozas cristianas... No los picaba mal bicho! Había ocurrido esta vez lo de siempre: el indio, inatajable como el pampero en la invasión, solo podía ser atacado cuando retornaba a sus pagos estorbada su marcha por el recargo del botín. El jefe de la columna expedicionaria prometió en nombre del gobierno que la mitad de las reses recobradas serían repartidas entre los milicianos. La campaña iniciada en los primeros calores del verano, a gran prisa y sin todos los recaudos del caso, y mal dirigida, a todas luces resultó una pura calamidad para los voluntarios: la sed y la insolación (para no aludir al purgatorio de penurias menores) produjeron muchas bajas que no se les pasaron por alto a los caranchos. Al fin, después de marchas y contramarchas en que comenzaban a derrotarse solos, dieron, casi por chiripa, con la rastrillada de los aucas. Junto a la laguna donde habían acampado fueron sorprendidos y -batidos retomándoseles la mayor parte del botín. Solo que la promesa oficial quedó en agua de borrajas y los gauchos licenciados retornaron a sus ranchos distantes cavilando en silencio —con la amargura del que masticaba hojas de ombú— sobre el zanjón de aguas sucias que separa del gobierno a los pobres. 12


Pasaron apenas algunos años cuando Paulo Morra, acusado de vago, cayó en una leva y, junto con otros gauchos tan agraciados como él, fue a dar con sus huesos en uno de esos fortines de la frontera que en su función de atajar al indio eran como criba opuesta al viento. No podía ser de otro modo, pues el gobierno de los estancieros trataba al soldado más o menos como los indios trataban a los cautivos. Los caballos de exploración y pelea eran los potros —con una oreja de non— los peores mancarrones habidos porque el gobierno los compraba a algún proveedor con buenas relaciones (como el gato zapateado) quien, llevando de aparcero al comandante, daba sotreta de novia por potro de cancha. Las armas, a veces, tenían el caño recortado o no daban chispa o carecían de pólvora. Del trato diferido al soldado, no se hable. Faltaba con frecuencia hasta la carne y la yerba del mate, no digamos la paga. Si no se resignaba a morirse de hambre, el soldado debía mantenerse a puro bicho dé campo —cobrado a perro o a boleadoras— sin que hubiera que hacerle ascos a una paleta de león o un costillar de mula. Para el mate sobraba con la primera hierba amarga habida a mano. Lo que no sobraba era con qué tapar el bulto y, para mejorar la fiesta,, estaba la orden de cubrir el caballo con el poncho en las madrugadas muy crudas para evitar que la escarcha le quemase el lomo. (No se diga que no hay almas compasivas!) Como faltaba también el jabón, casi siempre, nadie extrañe que sobrasen los piojos. De cuando en cuando, para prevenir los golpes de sorpresa del infiel, una descubierta se adentraba leguas en el desierto. Había que comer carne seca o cruda ( el humo o el fuego podía servir de alcahuete al indio), capear la insolación o la sed, cabecear bajo la llovizna o la helada. Eso, si no le tocaba algo mejor: morir extraviado entre un cañaveral de lanzas indias. Y por si todo lo dicho fuera poco, la tiranía de los jefes no faltaba ni por error: castigos desmesurados como la estaqueada, crucifixión horizontal inventada por el genio de la pampa (el reo estirado de pies y manos a lonja fresca entre cuatro estacas como Tupac Amarú entre cuatro caballos) o azotes más numerosos que un mimbreral, de modo que lo que quedaba después de eso —si no quedaba el cadá13


ver— era una cosa que se movía encorvada y a quejidos y escupiendo sangre. Del llamado cepo colombiano, no hablemos: el espinazo que no era de mimbre o acero terminaba rompiéndose; mala suerte, pero era fuerza salvar la disciplina. Paulo Morra tuvo que pasar por todo eso —con tan poca esperanza de cambio como pájaro de jaula .— hasta que un día, en una refriega con los salvajes y gracias a un tiro de boleadoras seguido de un tiro de lazo, ambos providencialmente certeros, pudo hacerse del caballo de un capitanejo (apeado de un balazo en un ojo) que iba y volvía en el entrevero esperando a su amo. Fue la suya una hazaña de tantas. Solo que aquel zaino pangaré daba de entrada la impresión de un demonio, y Paulo Morra creyó adivinar que valía todo el oro delinca. Cabeza de base ancha y vértice fino, es decir, de poca cara y mucho cráneo, estaba denunciando sobra de entendimiento y memoria. Sobre eso, ojos muy rasgados y oblicuos de los que ven casi todo sin parecer mirarlo, como si registraran el horizonte, abreviando leguas de llanura. Y orejas temblonas como hojas de álamo, y chuecas, como para encartuchar hasta la menor hilacha de ruido. Si la reciedumbre de los maseteros decía de su estómago de guanaco, no hablaba menos claro la fornidez de su caja con cuerdas y entrenudos a prueba de fierro. Patas cortas para la firmeza combinándose con corvejones saledizos y canillas largas y ollares profundos, a lo venado. Sus cascos, sin fierro como los de todo caballo pampa, parecían ignorar los buracos y excavaban la distancia como un lebrel una cueva. Pangaré comía la hierba que le quedaba debajo de los cascos; bebía agua salada y aun podrida, si no había otra; hallaba el camino en los médanos o en la noche; si galopaba a fondo, el viento le quedaba atrás. Cuando Morra, con la mano debajo de la derramada crin, le palmeaba alguna vez el cuello, ladeaba hacia él el hocico con un relincho balbuceado, que decía sin duda ese compañerismo profundo de los hijos de la soledad. Morra sentía que quizá nadie había estado nunca tan cerca de él. Solo que llegar a eso había costado arrobas de esfuerzo y paciencia porque el caballo indio solo se deja montar por la zurda y por ningún otro que no sea su amo. Reconocido al fin como tal por aquel hijo del médano y del viento, cuyos ojos de brasa soplada traicionaban algo de sus poderes brujos, Paulo Morra se sintió con agallas para la jugada de vida o 14


muerte. No lo pensó meses. En la primera ocasión venida al pelo y, confiando más en el instinto del caballo que en el suyo, rumbeó hacia los toldos del desierto. Es sabido que los salvajes admitían en sus aduares a los cristianos tránsfugas solo a condición de lo único que podía probar su cambio de fe: colaborar en las excursiones contra las gentes y haciendas católicas. Los indios! De lejos parecían más demonios que hombres; de cerca parecían hombres como los demás, sin dejar de ser demonios. Tenían los mismos bigotes ralos y la nariz chata y los mismos ojos oblicuos del puma y su misma predilección cargosa por la sangre humeante; su melena y su empuje eran los de sus propios caballos. Parecía ser suya también la aridez de sus tierras soledosas, de sus salinas o arenales sedientos, de sus cardones con sus cien zarpas tensas. La risa les abortaba en hipo y el llanto en rugido. Corno en general usaban apenas un taparrabo —fuera de la vincha ceñida a la frente para evitar que la cerda les atajara la vista— se aforraban el cuerpo con grasa de ñandú o yegua para pelearle mejor a la sed y a la intemperie. No había jinete tan aguerrido como el indio si no era el gaucho, aunque aquél tenía la ventaja de su caballo. No había, en efecto, sobre la tierra caballo más profundo que el del indio, un poco por virtud del clima y los pastos, pero decisivamente como resultado de la educación implacable a que debía someterse: el aprendizaje paulatino del ayuno, la sed, el frío y la fajina, sobre todo la de galopar cada madrugada por los médanos —a saltos de venado— que era como bailar con grillos un malambo, y la de aguantar que el indio, cuando quería darle apariencia de caballo suelto, lo galopase pegándosele al costillar. Sobre eso, estaba hecho a obedecer más al perneo y al grito que al freno que solía no llevar. Llevaba, sí, las narices sajadas para beber más aire. El indio no conocía más industria qúe la guerra o malón. ¡Que mucho que manejara esa lanza suya, tan larga como su alarido, con el tamaño de un mondadiente! Al galopar en retirada llevábala arrastrando hacia atrás para anular los tiros de boleadoras; si rodaba el caballo, apoyábase en ella para enhorquetar la osamenta sobre su lomo de nuevo; clavábala en el suelo para auscultar el eco de galopes remotos. ¡El malón! Morra había asistido al minucioso y precaucivo apronte de uno de ellos y, forzado a co15


laborar en el mismo, tuvo que entreverarse con la indiada, no solo emponchando su disgusto sino alardeando un fervor ranquelino. ¿Que solo prestó en la ocasión servicios de baqueano? Sí, pero las cosas que viera le volvían en el recuerdo jaqueándolo de día y aun en el sueño y defenderse contra ellas era inútil: quizás estaban tatuadas en su médula. El avance casi sin tregua, bajo un cuarto de luna, de centenares de casi desnudos caballeros con los cuerpos enguantados en esa grasa rancia de ñandú cuyo olor asustaba los caballos cristianos, y con sus lanzas, largas como un álamo joven, de arrastre; de día, el descanso agazapado; de noche, innumerables leguas de desierto árido o fértil (con sus médanos, zarzas, pajonales o arroyos) devorados por el trote do caballos invulnerables a la fatiga; la salvajina y la cimarronada volando como paja al viento delante de aquella inundación. El malón llegaba a los poblachos o a los ranchos aislados a la media luz del amanecer como llega el pampero, con su misma convulsa intensidad y su grita, pues la indiada, en el interin de su horrenda operación de polvo y masacre, vomitaba un alarido palmoteado en la boca con la zurda —ah... ah... ahah!—, el menos grato de todos los ruidos de la pampa. Quien lo escuchaba una vez no lo olvidaba nunca, pues, el auca, tragador de carne cruda y sangre humeante, había creado el terror hervíboro en la grey cristiana. ¿Leguas y leguas de llanura verde vaciadas, como un vientre, de sus millares de reses de mugido o relincho? A Morra apenas si le importaba algo. El recuerdo que no lograba apagar, aunque le quemaba la memoria, era el de los ranchos incendiados por el techo y sus moradores tirándose hacia afuera con un grito de socorro, parecido a aullido, que hubiera acoquinado a los ángeles, y las lanzas orladas de plumas levantando en el aire a los hombres y las viejas y atrapando a los niños y las mozas. Aquello había trazado entre Morra y los indios un río sin vado. En verdad nunca llegó a avenirse ni a medias al estilo de vida de los toldos, como otros cristianos. Sí, el indio era un combatiente nato y neto y difícilmente alcanzable en firmeza, pero ahí paraba todo. A Morra llegó a disgustarle hasta el asco el que todo el trabajo diario —¡hasta el de carnear las reses!— corriese por cuenta de las mujeres, no menos que el modo de festejar un malón feliz: comer y beber has-

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ta el vómito y el desplome. Pero la causa mayor de su distanciamiento profundo era el trato diferido a las cautivas. Cantor y guitarrista, es decir, poeta a su modo, Paulo Morra sentía la atracción de la mujer hasta el punto que las penas de amor le habían inferido sufrimientos cotejables a los del fortín. Había sentido siempre que la mujer podía ser más entrañable que el aroma de la albahaca y más turbadora que la guitarra o el vino. Morra sabía o adivinaba que el indio era menos sediento de sangre y de pillaje que de mujer blanca, presa fácil porque los cristianos ricos ponían menos interés en defenderla que en aumentar sus tierras. "Ese cristiana más blanco, más alto, más pelo fino; ese cristiana más lindo..." ¡Hijos de una...! —rugía en su adentros Morra; —¡no los pica mal bicho! Y una vergüenza por la culpa de todos le quemaba la sangre. Para Morra no había purgatorio como el de presenciar los ultrajes y castigos inferidos a las cautivas por maridos forzosos que ellas repugnaban desde lo más hondo de su corazón y su cuerpo —todo sin poder mover un dedo, desconfiando hasta de traicionar un comienzo de compasión o indignación. Y todo eso se le fue haciendo un nudo que amenazaba estrangularlo por dentro. Hasta que al fin, en aquel zaino tragavientos en que cruzara la frontera tantos meses atrás, partió de regreso, al filo de una media noche, momentos antes de que un cabito de luna, tan pobre como el de una vela de cebo, aligerase un poco la oscuridad del desierto sin huellas. El desterrado logró salir, pues —sin tiempo para despedirse— de su asilo araucano. De recuerdo traía solo una lanza emplumada. Pero después de tales trajines y experiencias y peligros en la pampa de los fieles y en la de los infieles, Morra traía algo más: volvía con la ciencia completa del baquiano. Acercar galopes remotos pegando el oído al suelo; medir el desplazamiento de un bulto lejano usando de mirilla el filo del facón; deletrear el acercamiento del malón en el "movimiento del campo" (fuga de ñandúes, gamas y demás sabandijas); leer de corrida un rastro o más entre miles y aunque fueran viejos de meses; saberse de memoria el atajo secreto entre dos sendas, o el vado incógnito de un río o un pantano, y la ubicación precisa de tal o cual pastizal venenoso; conservar el viento sobre el mismo lado de la cara para no perder el rumbo; localizar la cace17


ría del puma por el vuelo o el revuelo de los caranchos o los cuervos; contar, sin verlos, por el espesor y tamaño de la polvareda, el número de jinetes o caballos sueltos; guiarse como en el mar por las estrellas o por una huella más adivinada que vista, o, en plena oscuridad por el tufo del viento o el Sabor de la raíz de los pastos o solo por la brújula que se lleva adentro. (Porque tal vez un baqueano sabía mucho más de lo que le enseñaba la experiencia). Morra, sin saber él mismo cómo, había inventado a veces senderos que ahorraban camino, y descubierto alguna aguada desconocida guiándose por el canto de los pájaros al amanecer, o solía presentir los cambios de tiempo por el cambio de hora o de tono del canto de ciertas aves, o por la inquietud especial del animal montado. Una vez, Viendo temblar las hojas de un sauce mientras el aire permanecía dormido, llegó a sospechar, sin error, que la tierra había temblado a gran distancia. Morra, pues, volvió del desierto hecho un baqueano como Dios manda, vale decir, un alguien que tenía con la pampa casi la relación que un pez tiene con el río. Morra guardaba una encorvada sospecha de que su saber —ignoraba cómo— iba bastante más allá del logro de su observación, experiencia y aprendizaje. Eso era todo. El no podía ni imaginar siquiera que en épocas abolidas, cuando el perro era un vulgar lobo que sabia aullar pero no ladrar, el hombre, como otro animal cualquiera, mantenía vírgenes todos sus instintos comenzando por el de la orientación, aunque eso fue yéndose a menos a medida que perdía su intimidad con la Naturaleza y su cuerpo y su ánima dejaban de ser una antena Viviente. Pero que bajo la presión •de las mismas causas —la soledad absoluta y el peligro en acecho a la redonda como en la pampa— esos instintos, aletargados pero no muertos, resurgían con eficacia más o menos infalible e increíble. Dicho esto, casi •está de más agregar que Morra se sentía más a sus anchas en el caballo que en la cama y que manejaba las boleadoras, el puñal o la lanza con no menos pulso que una bordadora su aguja. Morra estaba, pues, de vuelta de las tolderías. Había salvado —con la ayuda de su caballo y de la suerte— los riesgos del desierto, pero no los de las poblaciones: un desertor no podía acercarse a ellas. Morra resolvió sentar sus reales en pleno campo, a varias leguas del pueblo donde vivía ahora su ma18


dre, a quien se atrevió a presentarse una que otra vez, metiéndose de contrabando, confiando en la complicidad de la noche y las orejas y las patas de su pangaré. Hasta que en esas andanzas conoció el amor de amores por obra del destino y de dos ojos tan sombríos y chisposos como noche sin nubes y sin luna. Entonces se volvió más cauteloso aún, raleando sus entradas al poblacho. Aquello significaba un vivir único, tal vez el más terrible que conociera nunca. Primero, por la perfecta incomunicación con todo ser humano en que debía darse vuelta, semana tras semana, como un náufrago en una isla desierta. El día (con el trajín sin tregua detrás de algo para engañar el hambre) se iba sin mayor agobio y sin necesidad de medir el tiempo a bostezos; pero la ida del sol, despedido por el flauteo de los tinamúes y de alguno que otro pájaro del pajonal, hacía tan pesada la soledad que su pecho, para no estallar, parecía exigir el llanto, como el de una mujer abandonada. A veces el silencio era tan hondo que lo que comenzaba a tomar por un galope distante era el retumbo de su propio corazón. Pero el destino del hombre tiene dos caras como la tuba: digamos que el riesgo constante en que vivía era su principal ayuda contra tamaña vida, y su mayor ayuda contra aquél era su caballo. Como buen caballo indio —y mucho más en semejante desamparo— Pangaré sentía su relación con el hombre como una amistad y una aparcería: así montaba guardia sobre sí mismo y sobre su compañero a la vez. Vivían ambos sin tregua sobre el ¡quién vive! Pero Paulo Morra podía descansar y aun dormir a pierna suelta cuando era preciso, porque su pangaré pastaba con un ojo sobre la hierba y otro sobre el horizonte, o con las orejas volviéndose hacia adelante, hacia atrás, o a los lados, registrando el menor asomo de ruido. Ante cualquier sospecha de peligro, arrimábase a su aparcero, golpeaba la tierra con un casco y otro o, si era preciso, restregaba su hocico contra él con los ellares temblorosos. Morra nunca pudo saber si recelaba más de las tacuaras de los infieles que del latón de los fieles. (Lo primero significaba la muerte en menos que canta un gallo; lo segundo, el presidio ambulante y vitalicio con la obligación no escrita de tornarse asesino de profesión: no había escape posible). En las noches en que el frío volvía peligroso y aun mortal el sueño, sobre todo en la aproxima19


ción del alba, excavaba una cueva en el suelo con SU Cuchillo y encendía fuego en él para no denunciarse con el relumbre de la llama, mientras Pangaré pastaba a algunas brazadas de allí, roznando con fuerza o sacudiendo el cuerpo para evitar que la helada le escarchase las narices o el lomo. Con frecuencia la última noticia suele ser la de más bulto. Ocurría, en efecto, que después de sus innumerables penurias y experiencias a través de las dos pampas, el desertor volvía con una ciencia nueva, menos vistosa y provechosa que la otra, pero de más médula acaso. Paulo Morra creía haber vislumbrado algunos secretos —que en el fondo eran quizá uno SOlOdifíciles de comunicar porque sin duda nadie le prestaría fe cabal —aunque santiguándose por si acaso— como a cuento de brujas. Era el primero que, entre indios y gauchos, había menos distancia de la reconocida y voceada. ¿Codicia, robos, traiciones, asesinatos, borracheras? Eso era común a ambos bandos, como el agua que moja las dos orillas de un río. ¿Que los indios eran ociosos y explotaban el trabajo de la mujer? Bueno, los cristianos ricos habían inventado el arte de no trabajar nunca y escarbar el rescoldo con mano ajena y, en cuanto al trato deparado a la mujer, era mejor hablar bajo el poncho y torciendo la boca. ¿Indios sucios y con olor a enjundia de potro? Lo que quiera, pero entre ellos no había quiénes se tuvieran por dioses de campos y bestias, y quienes no tuvieran más hacienda que sus piojos. Al indio le daban el sobrenombre de infiel, pero en realidad él también tenía su fe, y si no creía en un cielo con santos barbados y ángeles lampiños, esperaba otro con caballos y avestruces en que las estrellas llamadas Tres Marías harían de boleadoras. ¿Que los indios eran ladrones de vacas y mujeres? Cierto, pero ellos sostenían que los cristianos - les robaban sus tierras, y es sabido que los blancos hacían de la india una sirvienta sin voz ni sueldo, es decir, una esclava. (Todo ello sin olvidar que el poncho, el chiripá y las boleadoras —desconocidas en el resto de la tierra— eran herencia india). En el fondo ocurría algo peor. Paulo Morra había terminado por entrever o adivinar cosas que parecían urdidas por el mismo diablo. Por un lado, que si el indio era una peste 20


para los estancieros, los estancieros eran una peste para los gauchos o, mejor, había que los estancieros dueños de todas las tierras (con todo lo que llevaban encima: caballos, vacas y hasta mulitas), que usaban al gaucho para liberarse del indio, eran en realidad los enemigos natos de ambos, considerándolos tan intrusos como el cardo o el bicho moro. Eso estaba claro para el que se emprestase los ojos a la lechuza y se animara a ver en lo oscuro. Muchos caciques y tribus habían entrado en trato amistoso con los cristianos, aun prestándose a pelear contra otros indios o contra cristianos rivales de sus aliados. ¿Y qué habían recibido en trueque? ¿Tierras utilizables, elementos y enseñanzas de trabajo, ya que muchos indios conocían algo de labrar la tierra y aun la plata? No, sino yeguas viejas, azúcar y caña para que se entretuvieran hasta que llegara la hora de ceñirles el lazo. Y ¿qué podían pensar los indios de la fe de Cristo, si los hacendados católicos cíe Chile les compraban para esclavos a los cautivos logrados en los malones? Los gauchos no la iban sacando mejor. Después de la llamada ley de vagancia, el gaucho que no se hubiera rebajado a sirviente con espuelas, es decir, a peón de estancia, era declarado vago y enjaulado en el ejército por dos o tres años, que solían alargarse a veinte o treinta, si la invalidez o la muerte no lo jubilaban antes. ¡Vaya si él le conocía los pies a la sota! Morra llevaba dentro de sí como dos abejorros que le estaban agujereando la cumbrera. Uno era que la Providencia tuviese dos hijos tan desparecidos: el estanciero como forrado de leguas y leguas de pasto y de millares y millares de reses, y el gaucho en pelota, es decir, sin más tierra que la que pisaban las patas de su caballo y sin más hacienda que sus fajinas y sus penas. Y eso no era todo. Había un más allá que tal vez colindaba con el infierno: que el •gobierno y las leyes (ahí estaba la de vagancia!) y los jueces y gendarmes, y los curas que aconsejaban confesión y sumisión, —todo eso estaba lecho adrede para que los de arriba no tuviesen nunca de qué quejarse y los de abajo agachasen siempre el lomo. En el fondo, Morra no hacía más que seguir el sendero de su experiencia que llevaba a la huella de los gauchos de verdad, es decir, no enfeudados a la estancia, que veían en el patrón estanciero y 21


en el gobierno que lo representaba las dos astas del diablo. ¿Constituía un crimen —como decía la ley— el que un gaucho con hambre (porque no encontraba trabajo o porque no se resignaba a ser mandadero en una estancia) enhebrase en el ojal de su lazo la cornamenta de alguna de esos miles de vacas que el estanciero llamaba suyas, pero que la pampa las había engendrado sin marca, es decir, sin dedicarlas a fulano o mengano? Mientras Morra, como en tantas otras ocasiones, rumiaba estas cosas, y como si el destino quisiera darle la razón, una piara de vacunos se asomó a la misma orilla del cachaciento arroyo en el cual él acababa de abrevarse junto con su caballo. Todo pasó en menos que se reparte un naipe. La vacada disparando como en la punta del viento, detrás el zaino acortando distancia, el lazo serpeando y silbando en el aire y ciñéndose al par de astas de un novillo, detenido de pronto en seco, con las patas traseras corridas debajo del cuerpo, bramando, revolviendo los ojos, hilando un fleco de baba, azotándose los flancos con la cola, escarbando la tierra y mandándosela al lomo —mientras el caballo se recostaba sobre el lado opuesto para atesar el lazo, dando tiempo a que el jinete, apeándose de un brinco y corriendo hacia el novillo cuchillo en mano, le cortase los jarretes y todo amago de fuga en menos que escupe un trompa. Como cualquier gaucho de verdad y repitiendo sus sentencias —su filosofía de la vida— Morra creía en la pareja sustancia de un hombre frente a cualquier otro, fuese quien fuera; "Todos somos carne. Es cierto que algunos somos carne de perro, pero a todos nos duele el rebencazo y donde cae brota la sangre". Cortés y comedido hasta la generosidad, su filosofía podía condescender a todo menos a que le ostentasen superioridad y autoridad: "Y qué tiene un hombre más que otro para que se ponga en lugar de la Providencia?" Se preguntaba eso, pero no ignoraba dónde estaba la madre del borrego: "Nada hiede peor que la pobreza, y de ahí que todos se tapen las narices y le huyan como a la peste". Oh, pero él sentía —sin pensarlo ni decírselo— que no sería realmente pobre mientras fuese libre, vale decir, mientras pudiese hacer saltar su caballo sobre la ley custodiada por el cura, el juez y el comisario. 22


Solo que para eso —al menos mientras las circunstancias no mudasen— Morra seguiría condenado a la más desaforada soledad. Ya se sabe que todo gaucho cabal se sentía en el corazón del campo como en el suyo propio. "El campo es tan lindo que no da ganas de hablar". Su pagania era la que allí se hallaba más a gusto. "En el campo nadie ha visto mágicas ni luces malas". Todo lo cual no le impedía mirar la otra caza de la taba. "El atrae al hombre, lo encanta y lo aquerencia, pero al fin se lo traga". Eso comenzaba a sentir Paulo Morra. Que amenazaba tragarlo la soledad, ahora más honda a causa de la añoranza de la mujer querida. "Un buen caballo vale más que oraciones de santos". La sentencia gaucha venía como de molde para su caballo, ese zaino pangaré hijo de la pampa y el viento. Pese ;a eso, el peligro se volvía cada vez más intenso, y tanto que sus entradas en el pueblo eran ahora tan espaciadas como los ombúes en la llanura. Fue entonces cuando ocurrió lo imprevisible y, por uno de los tantos tumbos de la suerte, pudo reintegrarse a su pago y su gente. Precisábase en la ocasión un hombre que hiciese el servicio de correo entre Bahía Blanca y Carmen de Patagones: sesenta leguas largas de desiertos y sed, y los indios, de tres veces dos, saliendo a tapar los rastros del chasque; sobre eso, una paga que daba apenas para llenar el buche... Ni decir que no sobraban candidatos para un empleo en que la jubilación amagaba venir de improviso. Paulo Morra comprendió que ese era el precio exigido para cancelar su doble deuda de desertor del fortín y de sospechado cómplice de los malones. Lo pensó hondamente —con la imagen de la mujer trenzada a su cavilación— pero no más tiempo del que duró la pitada de su cigarro de chala, y se decidió con un encogimiento de hombros. Había sin duda otras razones en las cuales no se detuvo a pensar. (Eran sus ya inveterados hábitos de soledad y andanza y su confianza desafiante en su propio valor y saber, o mejor, su necesidad de ponerlos a prueba). Paulo Morra (con su aventada melena bajándole desde el sombrero copudo hasta los hombros y sus ojos zarcos reñidos con su tez aindiada por heladas y solazos) avanzaba montando en pelo su 23


Pangaré. Un cuchillo atravesado al Cinto, un par de boleadoras liado a la cintura y el chifle del agua colgado de allí mismo, eran toda su defensa, si no contamos un poncho descolorido como el tiempo. ¿Montar en pelo cuando no pocos indios Comenzaban ya a lucir estribo y rienda? La cosa, que escandalizara un poco a un jefe de frontera, se la había aclarado él en dos palabras: cada vez que lo correteban los indios y se veía obligado, para capear el riesgo, a saltar en pelo sobre el caballo de reserva. Es lo que había ocurrido en la mañana de ese mismo día en el "Arbol del Gualicho", justo en el punto en que viniendo del sur solía •columbrarse ya la Sierra de la Ventana. De allí, hacia el norte, comenzaba la ondulación del pastizal sin fin; hacia el sur, la llanura patagónica barrida por el viento y sembrada de piedras hasta Río Negro. Sobre una loma pedregosa, alzábase, bajo y nudoso y ladeado hacia el noreste por el soplo incansable del pampero, un algarrobo, el único árbol existente en varias leguas a la redonda. Era el árbol sagrado de los indios o de Gualicho, porque ellos tenían más respeto al genio del mal que al del bien. Pero ¿acaso los mismos cristianos no solían frenar sus malos intentos menos por amor a Dios que por temor al infierno, es decir, a la cárcel? ¡Indios idólatras! —ponderaban los adoradores de la Cruz. •Sin embargo, aquel no era un dios sino un altar. ¿Y acaso era peor adorar un árbol vivo que dos palos secos? —se preguntarían quizá los salvajes. Sea lo que fuere, los indios no pasaban junto a ese árbol sin dejarle alguna ofrenda. Así colgaban de sus ramas estribos, riendas, cueros de bichos del monte, boleadoras, puntas de lanzas, pedazos de ponchos. A veces —tal vez el mejor halago para Gualicho— una mano persignadora o una cabellera de mujer rubia... Los indios acampaban en su redor clavando sus lanzas en el suelo, pero jamás se permitían atar los caballos de su tronco ni tocar una rama para hacer fuego. Los mismos cristianos lo temían y no pasaban junto a él sin dejar una prueba de su homenaje, aunque solo fuera una lata de sardinas vacía. Descansando estaba, pues, Morra, a la sombra tacaña del árbol de mentas, dando tiempo a que sus caballos serenaran el resuello, cuando por cier24

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to movimiento de las orejas de Pangaré malició que los indios venían detrás de su huella. Todavía titubeó un momento, aunque terminó saltando sobre su caballo enfrenado, cuando le pareció entrever la polvareda de los salvajes... La persecución fue cargosa como temporal de Cuaresma, y tanto, que hubo de saltar del montado al Pangaré para recobrar la distancia que venía perdiendo. "Ah, hijos de una!"... Se quedaron con las ganas, aunque también se quedaron con su parejero. Morra marchaba al tranco largo y tendido de su único caballo que, medio blanco de polvo, negreaba de sudor a trechos. Poco a poco la pampa india había ido mermando su rigor. Se anunciaba, casi insensiblemente, el dominio del trébol. Alguna bandada de teroteros, con su porfiado grito de alerta, escoltaba desde el aire, la marcha del viajero. O los veía a ratos comer sobre la hierba, con el paso menudito y presto de sus cruzadas canillas de alambre, deteniéndose de golpe para saludar con una venia ceremoniosa. En eso el eco creciente de un tropel comenzó a inquietar al jinete. Se alzó él apoyando las rodillas sobre la cruz del animal y oteó el campo a la redonda. Hacia el naciente distinguió una polvareda. Combinando ojo y oído, se dijo que no eran nada más que caballos sueltos, conclusión apaciguadora solo a medias, porque los cimarrones de casco y crin, si formaban una gran masa sobre todo, solían dejarse venir sobre los caballos mansos, rodearlos, convidarlos con amistosos relinchos en sordina y llevárselos confundidos con ellos en el envión huracanado de la fuga. Por fin los vinientes se pusieron a la vista. Tratábase de poco más de una treintena de baguales. Los vio avanzar como queriendo venírsele encima, tapados de cerda hasta los encuentros... El gaucho profirió un convincente aullido de perro o de aguará, y los cimarrones, llegados a distancia de un tiro de boleadoras, se sentaron sobre los garrones para volcarse en conversión cblicua como arreados por el viento. Un caballo padre, en rezago, alzándose sobre las patas delanteras hasta besar las hierbas con las mechas del testuz, coceó irreverentemente al cielo de la tarde. Al fin, en menos que se reza un credo, el pajonal los tragó otra vez. El sol estaba ya a pocos jemes del suelo. Sobre el perfil de una lomada, como engastado en el cie25


lo, se destacó un venado. Pero el gaucho no venía en la ocasión dispuesto a dar gusto a sus boleadoras. Por un lado sabía, mejor que nadie, que la pampa fronteriza no permitía descuidos dado que, como el ñandú, el indio podía surgir en cualquier lugar y momento. Por otra parte estaba casi seguro de que, a raíz de un fugaz cambio de dirección del viento, sintió una algarada de aullidos por el lado de la costa, y eso no era para tranquilizar a nadie. 4 La no escasa frecuencia con que los indios (cuando no las montoneras o el gobierno) limpiaban de moradores los ranchos gauchos, adelantaba ya de suyo la sospecha de que los perros sin amo en la pampa debían volverse con el tiempo una familia más pudiente que la de los zorros. Así, ocurría, en efecto. Solo que los perros libertos no se redujeron a agremiarse en jaurías y a cumplir con el creced y multiplicaos. Se reintegraron totalmente a la vida de sus abuelos del bosque. La variedad de forma y de color del perro doméstico comenzó a borrarse y el desierto terminó por darles esa uniformidad de tipo que da a los hijos de una misma especie. El perro cimarrón devino más o menos lobuno: de mucha cerda y orejas paradas, hocico filoso y grandes piernas de corredor y peleador de oficio. Agilidad y aguante hasta decir basta. Hipocresía y astucia rivales de las del indio. Solo que eso no fue todo: al cambiar de hogar y de pelo y de estilo de vida adquirió alma de lobo y se pasó al bando de los enemigos del hombre. La tupida ocasión de cuevas y pajonales para el escondrijo, la tierra toda abierta a la redonda en pista para la carrera y sobre todo la sobra de carne herbívora en la pampa, aseguraron anchamente el porvenir de los canes mostrencos. Cuando a alguna de esas tormentosas jaurías, en el fondo •de la noche patagónica o pampeana, le daba por oponer su aullido al retumbo del mar o al silencio de la desbordada luna llanera, parecía que la añoranza del fogón y el techo perdidos les desfondaba las entrañas, y tanto, que, quien acertaba a escucharlo, sentía pasar por su espalda un escalofrío ausente de la tierra 26


ya hace millares de años, y los caballos mismos erizaban la crin. La conducta del lobo, advertimos, sin exagerar casi: las jaurías destacaban ojeadores o campanas, avanzaban en arco, se cerraban en corral sin puerta sobre la pieza elegida: ñandú, venado, potrillo u hombre a pie. Así mermaban un tercio del multiplicio del ganado.

Cuando Paulo Morra tuvo la certeza de que la jauría se echaba sobre sus rastros, puso su caballo - al galope, aun con riesgo de que se le cansase del todo. Era prudencia aconsejable porque la perrada, muy hambrienta a juzgar por el ardor de los ladridos, podía significarle una cargosa molestia... Acababa de surgir, no lejos, la silueta de un árbol —un chañar, quizá— cuando el diablo metió la cola: un hoyo o cueva invisible hizo rodar al caballo, y aunque el jinete salió de pie y empuñando el cabestro, el animal se enderezó con un sordo quejido y una mano en el aire.., dislocada. Morra no lo pensó dos veces: se lanzó a lo que daban sus arqueadas piernas en dirección al árbol. Llegó a destino, pero los perros delanteros de la jauría llegaron también pisándole los garrones, y tanto que no tuvo tiempo de intentar un salto a la rama más baja. Buscó respaldo en el tronco y esperó con el cuchillo en la diestra y el poncho ya • envuelto en la otra, mientras se cerraba en torno de él un brete de ladridos y colmillos y un erizamiento de pelambres semejante a un pajonal con viento. —Erré maula! —rugió el hombre a tiempo que con un quite de relámpago paraba el ataque del primer cimarrón, que gimió y cayó a un costado con la cabeza entre las manos porque un tajo sobre los ojos lo dejó en la oscuridad. Siguió una pausa breve como el canto de un gallo. Acreció de nuevo el aspérrimo hervor de los gargueros y dos perros saltaron casi a un tiempo mismo, y aunque uno corrió la suerte del primer atacante, el otro amordazó el cuchillo y cayó con él •entre los dientes. El gaucho arrojó allá lejos su poncho liado en rodete. La perrada, entretenida en disputárselo, dio tiempo justo para que el asediado desatase las

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boleadoras ceñidas a su cintura y en un decir Jesús quedase armado y en guardia, según la embrujada esgrima de los pampas: la bola manijera engarfiada por los dedos del pie que la bota de potro no cubre, la otra en la mano izquierda girando en molinete protector corno un escudo y la tercera bola en la diestra lista para el mazazo. Los perros, amenguando su acoso de amagos y ladridos, miraron algunos instantes con interés o con asombro aquella novedad. Hasta que el primero que recomenzó el ataque lo hizo solo para morir con el cráneo cascado como una nuez, en el aire, antes de volver a tierra. Algo por la fatiga y algo, sin duda, por la vaga sospecha de que aquello llevaba las de resultar un juego inútil, los perros fueron poco a poco apaciguándose, hasta sentarse, los más, sobre el tafanario y mudar el ladrido por el acezo. La bermejez de las ansiosas lenguas colgantes pareció revelar una suerte de parentesco con el ocaso que en ese momento rojeaba sobre la hierba. Un perro de las últimas filas aulló de pronto tan plañidero como si saludase a la desesperación o a la muerte. Morra creyó adivinar que la perrada esperaba ya solo un pretexto para mudar de rumbo. Apenas si se dejó ganar por el gozo se haber salvado su vida, pensando que quizá en ese momento perdía la suya el mejor caballo de la pampa.

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El menor de los García

Hijo de un caballero de fortuna, aunque venido a menos un día por la innumerable prole de sus dos matrimonios, don Alejandro García había desplegado desde la adolescencia una energía laboriosa y tesonera que le permitió ponerse en primera fila entre los de riñón cubierto, aunque distinguiéndose de sus émulos menos por el lujo de su casa y su mesa que por la rareza y modernidad de sus gustos, sin contar algunas luces de autodidacta. Años después de extinto, su recuerdo viviente era un culto en la viuda y más aún en los hijos que parecían haber heredado sus cualidades y tendencias, aunque acaso con una excepción única: la del hijo menor. No es que Claudio fuera un chico abúlico o rebelde, pero a la madre no se le escapaban ciertas modalidades que distanciaban a este hijo de los otros. La curiosidad, abierta, por ejemplo, tan privativa de todos o casi todos los niños, en Claudio parecía multiplicada por dos o por siete. Entre los tres y los seis años el niño pareció vivir en un puro deliquio, como si cada día, entre el asombro y el maravillamiento, descubriera el mundo. —Mamá ¿por qué los gallos cantan de noche? ¿Por qué las moscas caminan en el cielorraso con las patas para arriba sin caerse? —Eh?... Porque... son moscas. —Por qué las gallinas beben alzando el pico... así.., bien alto, mientras las palomitas chupan el agua? —Y... porque cada uno bebe como Dios lo ordena. —Ah... ¿Y por qué las chinches no duermen de noche como nosotros, y las bandurrias descansan sobre una sola pata? —Mamá... ¿Por qué tío Angel (un señor que prefería el vino al agua) tiene la nariz casi como un tomate? —¡Claudio! ¿quieres callarte un rato y dejar de sacarme el quilo hablando boberías? 29


—Sí, mamá, pero oye: ¿a los terneros también los traen las cigüeñas? —No... —,Por qué? ¿Quién los trae entonces? —Bueno, basta, majadero, que ya me has hecho doler la cabeza!

Sin duda muchas de estas respuestas sofrenantes o evasivas, cuando no burlonas, lo llevaron inconscientemente a replegarse un poco sobre sí mismo, escondiendo gran parte de sus fantasías y emociones. Eso pudo inclinarlo a la soledad, pero no ocurrió así porque su sensibilidad ricamente expansiva lo empujaba en sentido contrario. Algo más: quizá para ponerse defensivamente a cubierto de la burla, disimulando los desbordes de su naturaleza apasionada, Claudio no dejó amustiarse su vocación de buen humor y de travesura. Es asaz sabida la simpatía palpitante del niño por el animal joven o niño en - cuya transparente inocencia y juguetona vitalidad ve reflejadas las suyas como el cielo en el agua. El más insignificante chucho, micifuz, pollito o patito —juguete vivo— vale para él infinitamente más que cualquier juguete o muñeco mecánico, por maravilloso que sea. Solo que en Claudio esa aficción se daba con caracteres de monomanía. Al cumplir seis años, Ignacia, la cabrera, habiale regalado un cabrito mamón que él se empeñó en convertir en muñeco, hasta el punto que le costó lágrimas el resignarse a no llevarlo a dormir consigo. Con los días el animalejo fue creciendo en gracia y travesuras, y tanto que los mayores, no siempre de acuerdo en otros temas, comenzaron a concordar sin esfuerzo en que el huésped era francamente indeseable. Exageraban, sin duda, pero la verdad era que no contento con meter su hocico en todo —hasta en las flores de papel que adornaban las andas de una Santa Rosa casera— y trepar de un salto a las mesas y las camas, meneando el rabillo para dejar caer mejor sus oscuras pastillas, el diablejo había descubierto que la ropa colgada era alimenticia, o por lo menos manducable. Claudio fue anoticiado al fin que aquel pensionista debía ser puesto en la calle o en el asador, pero el único defensor del desvalido imploró la posterga30


ción de la medida con tan convincentes argumentos de gemidos y lágrimas, que los jueces hubieron de ceder. Solo que, justo en la madrugada siguiente, el reo se superó a sí mismo, desayunándose con una media mantilla de seda y regalándose, a la postre, con todos los claveles y alhelíes del jardín cuyo cerco había salvado con un verdadero brinco de saltimbanqui o volantinero. Cuando a mediodía Claudio regresó de su primera jornada escolar se encontró con que su imprescindible compañero estaba en la parrilla como Guatimozín. El golpe fue tan profundo que le costó algunos días de cama y liebre y un grandísimo susto a la familia. Con todo, el achaque más inquietante del alma de Claudio era su afición a los pájaros: explorar, descubrir y catalogar el mayor número posible de nidos, inspeccionar la incubación y el crecimiento de los pichones, desnicharlos en vísperas de ensayar el vuelo e incorporarlos a la avifauna casera. Como en el niño parecía haber una libertaria tirria a los barrotes, prefería criarlos sueltos, o encerrándolos en corralitos de caña, después de despuntarles las alas, sin advertir quizá que el hechizo insondable del pájaro está en el vuelo. Zorzales de cuerpo oscuro como la noche y de pico y patas de un tinte como el del amanecer; benteveos con el pecho siempre lleno de sol y de alegría; chingolos saltando como a la rayuela con sus canillas de alfiler; palomas de ojos tan puros como los de un ángel... Cumple agregar que no eran solo ésas las chifladuras de su hijo que inquietaban a la señora de García. Por ejemplo: ella no era ninguna santurrona, pero ¿es que Claudio no pasaba la raya al quedarse sin aprender los rezos (es decir, abreviándolos o comenzando por el final) y dando más trabajo para ir a misa que para tomar un purgante de aceite?

Tal vez no era imposible rastrear las causas de semejante falta, aunque la señora no lo intentara nunca. En cada aniversario de la muerte del padre rezábase por varias noches el rosario en la casa, bajo el inevitable comando de la Niña Paula —una 31


señorita de sesenta y tantos bien vencidos, virtuosa como una santa de yeso aunque de carácter que recordaba un poco al limón con sal usado en gárgaras contra el dolor de garganta. Al no mucho rato de la cena el corro de los niños hallábase beatamente arrullado por el embeleso que creaban los cuentos de la vieja Fermina, o en plena función de corridas, brincos, revuelcos, risas y alaridos, cuando (tan bienvenida como la visita de un gavilán a una bandada de palomas) una orden de la Niña, trocaba todo aquello en un corro de grandes y chicos arrodillados en la sala alumbrada por la luz cegatona y parpadeante de unas cuantas velas, y comenzaba aquel dúo temido: el rezo de la Niña con voz tiple y temblorosa (—voz de lechuza o de cabra?— se preguntaba Claudio) y su eco alterno en el coro de los demás, tan sordo que parecía salido de un sótano, y de nuevo la voz solitaria tan adelgazada ya que amenazaba quebrarse en llanto, y otra vez el coro rastrero y encovado, todo por un tiempo tan largo, que Claudio, sin querer, asimilaba a lo más fiero de que oyera hablar: el tiempo indeterminado de lospresidiarios. El gangoseo de los rezos, cuyo texto nunca logró entender ni a medias, el olor y el pestañeo de los cirios, y el cuerpo crucificado en el arrodillamiento y la inmovilidad, todo eso produciale una impresión que él no acertaba a definir, pero salir de ella era como despertar de una pesadilla. La Niña Paulita no conocía la sonrisa. Cierta vez que a él se le escapara un estornudo que apagó una de las velas próximas, la Niña lo había favorecido con una mirada más desdeñosa y odiosa que una escupida. Cuando reprendía a la Pumpa, .su criadita, ésta solía lanzar una especie de alar¡do ahogado; Claudio pudo averiguar al cabo que la Niña, con santo disimulo, pellizcaba en torsión la carne de la negrita, ordenándole guardar silencio. ¿Y ese señor que rezaba en misa, de rodillas sobre el piso, con los ojos cerrados, golpéandose de - cuando en cuando el pecho, mientras en el fervor del rezo su larga barba temblaba como la llamita de los cirios? Era don Simón, el procurador, cuya especialidad, según secreto a voces, era la de dejar en la calle a los huérfanos o viudas que decía detender. ¿Y el cura? Era un varón ancho de espaldas y muy salido de vientre, muy afecto a los diezmos 32


—especialmente en corderos— y a las empanadas con ají, y tan propenso al constipado como al berrinche. El mejor motivo para procurárselo era la presencia de los perros en la iglesia: paraba entonces en seco la misa y, volviéndose con cara de comisario hacia la feligresía, aludía con voz aflautada de indignación a las mujeres y a su testarudez de mulas —eran sus palabras— en no comprender que el sacramento de la misa no era para niños mamones ni para perros enamoradizos. Entre tanto, el sacristán, algún gendarme y varios comedidos emprendían contra los canes una cruzada tan sañuda como si fuese contra los perros judíos. A Claudio, que tenía una simpatía casi fraternal hacia la gente perruna, sin discriminación de castas, aquel exceso le recordaba un poco el de Herodes con los otros inocentes. Una impresión no menos imborrable habíale dejado a Claudio lo que oyera contar a su tío Manuel, a quien solían tildar de masón. Ocurriera al cabo de una sequía que estaba reduciéndolo todo a yesca y polvo. El cura y los suy os, sacándolo a San Isidro de su sombrío y fresco nicho de la iglesia, lo habían llevado en andas, bajo un solazo descomulgado a que viese con sus propios ojos fijos, el estado de quintas y sementeras e intercediese así, como testigo ocular, por una sed de agua. El resultado había sido que las nubes, que desde días atrás venían burlándose de los ruegos de la gente, comenzaron con un alboroto de truenos que parecía el de carros de piedras volcados y se precipitaron al suelo con tal apuro que, amenazados por la creciente en el cruce del río a pie enjuto, los procesionantes habían acudido al "sálvese quien pueda" abandonando impía y cobardemente al santo a su suerte y el río, no menos hereje, se lo llevó andas y todo. Claudio no sacaba de todo esto conclusiones muy claras, pero su sentimiento general ante las cosas llamadas santas era de desabrimiento y aburrimiento y, tal vez, sin que él se diese cuenta, de secreto rechazo. Al cielo nunca lo entendía bien. Los pájaros y las palomas le resultaban más interesantes que los ángeles. Al infierno, sí. creía comprenderlo mejor, esto es, sentía que lo hechizaba de horror con la crueldad desmesurada de sus castigos —como el caso contado por su tío Manuel, de aquel hombre que mató a su mujer por celos ( eso sí, no quisieron explicarle qué eran celos) a pedradas y a los 33


pocos días, en la cárcel, se volvió canoso como un viejo. Solo que no lograba ni siquiera imaginar que algo no tuviera fin, y menos tratándose de castigos, y que Dios tuviera tanto enojo que nunca dijera: ¡basta! Todo eso Claudio no lo pensaba propiamente, y menos con palabras, sino que lo sentía de modo nebuloso, aunque convincente. ¡Don Manuel García! Era un gran parlanchín aquel tío criollazo (el único de los hermanos que se había quedado pobre) que tenía más afición a los caballos que a los pesos. No le escaseaba el tiempo y lo empleaba en parte leyendo novelones y otros libros. Era tal vez el único hombre de corbata que despertaba el interés de Claudio. ¿No contaba de aquellos negros esclavos de otros tiempos que eran marcados a fuego por sus dueños con el mismo hierro de marcar las mulas? Y de aquellos indios cazados con perros por los españoles como si fueran venados? ¿Cómo pudo haber hombres que hicieran eso? Claudio solía quedar boquiabierto y trémulo de asombro y de lástima. Pero, después, un comienzo de indignación le entrecerraba inconscientemente los puños.

Pese a tales rarezas, o por eso mismo, Claudio = era el más ingenuo de sus hermanos. Todavía recordaba el bochorno que sufriera en la mesa un día delante de un forastero que había preguntado a los otros nmos, un poco en broma sin duda, qué carrera preferirían seguir cuando llegase el tiempo. —Médico —contestó uno. —Militar, se adelantó el otro. —Y tú, Claudio? Claudio se destosió y respondió al fin: —Yo... domador. ¡Cómo se habían reído! En la familia de don Alejandro —como en todas las de su rango— era palabra de Evangelio que a los niños debía limitárseles en lo posible la frecuentación del traspatio, es decir, el contacto con sirvientas y peones. ¡Qué bueno podían aprender de allí —decían las amigas de su madre— sino malas palabras y abrir los ojos antes de tiempo! Y ocurría que de todos los niños de la familia, Claudio

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era el más inclinado a violar el precepto. Su madre pensaba que no había materia para la alarma, pero que era bueno no descuidarse. La cosa tenía sin embargo una explicación candorosa. Claudio no había logrado comprender por qué él no podía hacer lo que los otros niños. —No se te ocurra pisar descalzo el suelo caliente! —No te mojes los pies en el sereno ¿entiendes? —La siesta de verano se hizo para dormir, no para andar al solazo y menos con la cabeza descubierta como un indio! —Qué comés? ¿Chicharrón? ¡Eso es un desperdicio! Sí, Claudio no comprendía por qué él no nodía hacer nada de eso y en cambio los chicos pobres —el potrerizo, el hijo de la cocinera, el nieto de la comadrona— no solo podían sino debían hacerlo y eran tenidos por flojos o maulas si mostraban poco brío. Claudio no había podido menos que ir advirtiendo que esos chicos se probaban casi siempre más resueltos y hábiles que él, y eso lo achicaba no poco. Cierta vez le ocurrió algo peor. Como estrenaba un trajecito de lujo regalado por su madrina —terciopelo azul y botones de nácar— y en su vanidoso contento fuera a exhibirlo al traspatio, le pareció ver que entre el coro ponderativo de los mayores, Roque, el hijo de la cocinera, se quedaba como apenado y humillado, con los ojos fijos sobre su pantalón haraposo, y él, Claudio se había vuelto con un sentimiento parecido a la vergüenza. Pero su mayor descubrimiento había sido otro. En efecto, poco a poco había ido advirtiendo que los llamados ricos no sabían hacer nada o poco menos. Sí, vestirse con ostentación e ir los domingos a misa con los zapatos espejeantes. Vender telas detrás de un mostrador, como don Cándido, el obeso tendero, o remedios, como don Blas el farmacéutico, o recorrer sus propiedades montado en un vis. toso caballo, como su padre, o llenar pliegos y pliegos como el escribano don Simón. Pero ¿qué era eso junto a lo que sabían hacer los que solo podían calzar alpargata u ojota? Por ejemplo: horas y horas sin cuento se había pasado curioseando la labor del maestro Carlos que se las había con un formidable tronco de álamo, marcaba sus líneas con un hilo tiznado de carbón, lo canteaba a filo de hacha, lo alisaba a filo cíe 35


azuela, trazaba nuevas lineas y, después, con el ayudante metido en el hoyo del aserradero, transformaba aquello en tablones y listones. Y más tarde el trabajo continuaba sobre el banco, de donde, mediante aquellos instrumentos de maravilla —el berbiquí, la garlopa, el torno y otros tantos— y como por obra de brujería, iban saliendo puertas, ventanas, mesas, sillas y hasta carritos para niños. ¡Qué grande y bonito era todo eso! ¿Y el albañil, que una simple llana —aunque secundado por esos instrumentos mágicos que eran el nivel y la plomada —levantaba una casa en que podría cobijarse una familia de gigantes? No menos increíble resultaba la hazaña del herrero que, sin más ayuda que la de la fragua, el yunque y la maza, manipulaba el hierro como si fuese arcilla, transformándolo en lo que venía en gana, desde un rastrillo de jardín a una llanta de carro. Ni decir que cualquier peón era capaz, él solito, de uncir al arado una yunta de bueyes, y partir el suelo en surcos tan derechos como hilos de telar, o de regar las siembras en las noches escarchadas de invierno, o segar las espigas en los días más de horno del verano, todo ello para cosechar un trigo que generalmente no era suyo... Mayor admiración le llenaba el pecho frente al arte violento del domador, puesto que el hombre, pese a su terrible baquía, no estaba seguro de salir de la prueba con los huesos sanos. Su madre tendría acaso toda la razón del mundo en evitar el excesivo contacto de su hijo menor con la gente de la cocina y el traspatio, mas lo cierto era que —y apenas se atrevía a confesárselo— él sentía que ésa era la que despertaba el interés profundo de su mente y de su corazón. ¿Quién podía igualar a la vieja Gumersinda contando aquellas historias de reyes mandones, princesas encantadas, niños aventureros, dragones, caballos con una estrella en la frente, árboles que cantaban sin necesidad de pájaros en sus ramas, o cuando relataba uno de aquellos casos de aparecidos (¡ocurridos a ella misma!) en que la sensación de miedo que trasmitía era tan honda que uno se sentía feliz ¡oh, muy feliz! de hallarse allí, junto al fogón de la cocina, rodeado de mujeres y hombres fuertes y protectores? Con todo, quizá su más leal admiración se la ganaba don Pedro, el arriero. ¿Cuántas leguas, a uña 36


de mula y de caballo, había recorrido este hombre desde la niñez, como marucho, hasta hoy en que blanqueaban sus barbas, como tropero, como mozo de mano de viajeros ricos, o como correo privado —solita su alma entonces— desafiando la sed de las travesías, la traición de pantanos y médanos, los vientos inhumanos de la puna, los temporales blancos como sudarios de la Cordillera? ¡Las cosas que había visto, las penurias que había sufrido, los peligros que había superado este hombre, con paciencia, baquía y audacia tremendas! Y sin embargo, ahí estaba, como si nunca hubiera hecho cosa digna de llamar la atención de nadie, ahí estaba, con su seco pie desnudo en la reseca ojota, es decir, tan pobre como había comenzado cincuenta o sesenta años atrás. Claudio sentía confusamente todo eso —sin que su pensamiento ayudase mucho— con una mezcla ingobernable de admiración y de lástima, como ante un águila de alas rotas, y con una especie de sordo rencor. ¿Contra quién?


Reapertura del bosque

La primera sorpresa del que entra en el bosque salvaje es la de su silencio, un silencio de catedral abandonada. Eso no reza, urge advertirlo, para la hora de amanecer, porque entonces es el júbilo como de resurrección de los pájaros, una orgía de música y revuelos. Después la masa de sombra que esconde el bosque parece imponerse al fin y todo calla de nuevo. A través del silencio principalmente es como el misterio comienza a calamos. El silencio y la desorientación. Porque apenas hemos dado veinte pasos más allá del umbral del bosque cuando los puntos cardinales se nos pierden como un alfiler en el matorral. Es lo que sucedió a Antenor en aquel primer día de experiencia selvática. Era el hijo de un hombre de más que mediana instrucción, que corriera mucho mundo y no pocas aventuras y que al fin muriera en la cama, aunque dejando a los suyos en pobreza y menoscabo. Apenas cursada la escuela primaria, Antenor debió ayudar con su trabajo a los suyos. Hortera primero, oficinista después. Había heredado de su padre, sin duda, la afición a los libros junto con una imaginación andariega. Silencioso y reservado de suyo, prefería la camaradería de los libros a toda otra, y buscaba en cuentos y novelas, en libros de viajes y de exploración científica, el desquite vengador de su remansada clausura. Los sedentarios suelen tener la fantasía nómade. Era un prisionero, pero apenas si lo sentía, gracias a los juegos de la ilusión y a la felicidad pasiva libada en la fronda de los libros. Solo que con eso su sed de conocimiento —tal vez heredada como todo lo que uno lleva adentro— acrecía sin pausa y, si leía y estudiaba en todo momento, libre y aun robando horas al sueño, no procedía como un estudiante, sino como un hombre que busca descifrar el derrotero escrito con clave, de un tesoro enterrado. Por razones de atavismo también, sin duda, sus sueños viajeros a regiones incógnitas no están encaminados al mundo civilizado (las deslumbradoras 38


y asordadoras ciudades modernas o las legendarias ciudades con cimiento de milenios) sino a las arcaicas y frescas maravillas de la naturaleza salvaje. Vivía y veía en su magín lo que no conocía ni de vista. El mar con su ir y venir de fiera enjaulada, y su alto enojo constelado de espumas al luchar con el viento, el mar, que hace vibrar como una lira la roca del mundo. Y la gran llanura, gustosa de dejarse inundar más por el cielo que por la lluvia y los ríos, tendida como una pista para los galopes, y silenciada adrede para los relinchos. Y la montaña, en que la tierra se encarama sobre sí misma para ensanchar sus horizontes y frena con nieve el fuego insurgente encarcelado en los bajos fondos. También soñaba con las soledades lívidas del desierto, su piso de rescoldo, sus arenales convertidos en oleajes o trombas por un viento salido de las troneras del infierno. Y por contraste, las soledades de los polos del color de las lápidas, donde los fríos que congelan el vino amenazan congelar la sangre del hombre y tal vez su alma. Pero Antenor, que tenía por encima de todo la pasión entre sensual y mística del árbol, soñaba maniáticamente con el bosque. Y un día Antenor se encontró de huésped en la Casucha de un neón caminero, al margen de 1rm catretera que hendía el cormón de la selva ubtrópical del noroeste argentino. Otro día, en efecto, había conseguido romper el capullo del encierro y la pasividad y la rutina y echarse, aunque solo fuera por un par de semanas, al hondón de la aventura. (Diremos al pasar que también obraba de por medio un comienzo de amor fracasado?) ¡Qué paréntesis en su vida! Conservaría ese recuerdo para sus años venideros. Y metiendo en el bolsillo el total de sus parcos ahorros, se había encaminado al lejano bosque. La mañana en que con contenida emoción y escopeta al hombro y acompañado de un muchachuelo en papel de lazarillo penetró en el bosque, quedo azorado y medio anonadado a un tiempo. Aquello resultábale quizá más estupendo de lo que supusiera y, sin embargo, no podía ocultar una de-. copción íntima. El gran bosque, cargosamente sombrío y silencioso, tenía algo de museo, de iglesia vacía y hasta de catacumba. Habíanle hablado de pájaros de lujo, de cerdos y pavas monteses, de corzuelas, y él, después de horas de excursión e inquisición, no encontraba nada de nada en qué gastar un solo cartucho de su escopeta. Más aún: de 39


aves, con excepción de un alboroto apenas perceptible, bajado de grandísima altura —que según su guía provenía de una bandada de loros—, no escuchó un canto ni advirtió un vuelo de pájaro. Y él era sensible como pocos al misterio alado y musical del pájaro. Nunca hablase detenido a cavilar sobre esa manía suya, que no consideraba tal, y que no intentó satisfacer dada su antipatía a las jaulas. Sentía que el pájaro era en cualquier ocaSión una fresca albricia para sus ojos y sus oídos no menos que para su corazón. Algo como un restaurante edénico para el alma envejecida del hombre. Confusamente, sin dilucidarlo ni formularlo, sentía que el canto y el vuelo y los colores de los pájaros estaban secretamente ligados a lo más inocente, apasionado y mágico de nuestra niñez; a la gracia matinal y a la libertad y alegría sagradas de lo creado, y que sin fpájaros tal ves la vida no merecía ser vivida. ¿Y qué era un bosque sin pájaros sino algo como un cementerio o una ciudad asolada por la peste? Pero transcurrieron los días y Antenor en cada uno de ellos, hasta en los de lluvia, se encaminaba al bosque. Sin que él apenas se diese cuenta, el bosque lo había ido subyugando con sus secretos profundos. El primer viraje había ocurrido apenas en el segundo día, al iniciar su excursión con la primera claridad del alba. Fue una revelación, porque no solo pudo conocer los primeros pájaros del bosque —el chaichalero, la urraca—, sino porque sus cantos le llegaban a porrillo y desde todos los rumbos y distancias, y alcanzaba a ver y a escuchar los vuelos de los más próximos. En efecto, estaban atareadísimos afinando sus cantos para saludar la llegada inminente del sol y celebrar el nacimiento sagrado de la luz. (El canto de los pájaros es, como la aurora misma, un hijo de la luz). Descubrió que la caja de sorpresas de la creación era la madrugada. El más puro espectáculo de los ojos y del alma. La llegada de cada alba era como si se tratase de la primera alba de la creación. Como un regreso al edén, o un lavado de las penas y las arrugas. La más inocente y viviente forma de alegría. Nuestra capacidad de comunión con la naturaleza —y de toda ésta era la más pura— ¿no estaría en relación con nuestra capacidad de dicha? Poco a poco, y cada día más, Antenor fue sintiéndose como en su casa. Y averiguando un sin40


fin de novedades. No constituyó la menor de ellas el advertir por primera vez la serena majestad y profundidad del árbol. No era solo la soberana es- -. tatura de aquellos árboles —tal vez los únicos gigantes de verdad que existieron nunca sobre la • tierra—, sino su augusta presencia de dioses benignos con sus barbas de liquen, su estola de flores, su hospedaje tutelar definidos, y algo más: el árbol no era aquí individuo sino pueblo. Ningún árbol podía ser tomado como una criatura aislada, pues • estaba en relación entrañable con el resto, y las • tentaculares y formidables lianas (finas y resistentes como hilos de telégrafos y robustas como el brazo de un hombre o el cuerpo de una boa) que los ligaban unos a otros, no eran sino como el símbolo externo de una comunión secreta y sagrada. Los árboles eran las columnas —el hombre alzó las suyas a su imagen y semejanza— de un templo viviente que ocupaba lo mejor del haz de la tierra. Sí, un templo vivo y padre de un vivir innumerable. No se lo veía al primer vistazo, eso era todo, porque el bosque, como el mar, estaba lleno de reserva y misterio. El bosque —se decía sin palabras— es en cierto modo nuestra infancia, la de nuestra especie. Sus helechos están aún mojados de diluvio. Su espesura tiene algo de La sombría preñez de la tormenta, pero su llovizna de verdor y frescura es la ducha que alivia o restaura nuestro cuerpo y también nuestra alma de toda fiebre y toda sequedad. Una tarde en que sentado frente al rancho mateaba con su huésped, una gallina y su pollada que andaban por ahí cerca estallaron en asordante alharaca lanzándose como una exhalación hacia la casa. Ya era a destiempo. Un halcón —cuya sombra cruzo tan instantánea como la mancha de luz que refocilo, un espejo— acababa de llevarse un pollo. —¡Qué barbaridad, señor! —se malhumoró el hombre—. Cada gallina que sale con pollos, cría dos, uno o ninguno... Uno por uno se los levanta el maldito bicho, como acaba de verlo usted... —Pero no intentó darle caza alguna vez? —Darle caza? Hum... ¿Y a dónde lo va a hallar a tiro? Solo se deja ver cuando se pierde entre las copas de los árboles con su presa en las uñas. El volverse invisible —según fue viendo Anteflor— era un arte litúgico practicado con celo devoto por todo animal en el bosque. No menos el del silencio, el arte de caminar con paso alfombrado, de 41


deslizarse por los senderos del bosque con el mínimo de ruido o sin ruido alguno. La gramilla, el musgo y el liquen eran como un forro interior de terciopelo. Sintió más de una vez un canto o llamado desconocido, y por su guía supo que era la voz de las pavas del monte. Anduvieron peleando con la maraña por más de una hora, tratando de localizarlas. Cuando creyeron conseguirlo, les llegó un ruido de alas y gritos y entrevieron a la distancia, entre las ramas bajas, algo que desapareció sin dar tiempo a levantar el gatillo de la escopeta. También vio corzuelas, en dos ocasiones, pero siempre como por la ventanilla de un tren en marcha, es decir, atravesando el sendero como un rebote de pelota. Antenor fue advirtiendo que el hombre no era el concesionario de toda sabiduría corno se cree y que en el bosque los animales sabían bastante más que él, es decir, poseían mejor arte de conseguir su propósito, evitando el peligro y sobre todo el de acercarse a la felicidad por las sendas menos pantanosas... Si las lianas parecían serpientes, en igual grado la serpiente se esforzaba por pasar por una mera liana. Su huésped habíales encarecido la necesidad de no descuidarse, porque la víbora llamada de la Cruz estaba lejos de ser escasa, y más lejos de ser inofensiva. Generalmente en el bosque la presencia de una víbora se advierte cuando la ciega e intempestiva proximidad del hombre, le ha dado un buen susto y ella reacciona acudiendo a sus colmillos, es decir, proyectando y recogiendo su cabeza en el movimiento más veloz de toda la zoología. Estas y muchas otras cosas ipor el estilo fue conociendo nuestro hombre con los días. De lo que apenas pudo darse cuenta fue de que el bosque lo estaba sojuzgando sin prisa y en sigilo, incorporándolo suavemente —como un desliz sobre el musgo— a su vida misteriosa. Sin darse cuenta Antenor estaba identificándose con las criaturas del bosque, con el alma insondable del bosque. Comenzó a experimentar la indefinible sensación de haber vivido ya en una época remotísima: miles de años y quizás de siglos. Y no se .trataba de algo como una restauración de su sangre y su piel, sino también de su alma: eso que los griegos expresan en el mito de Anteo, el gigante que renovaba sus fuerzas al dar con todo su cuerpo en tierra. 42


Nada de esto llegaba a la conciencia de Antenor, ya que nunca se detenía a pensar en semejantes cosas, pero esa impresión, no por vaga era menos real. Sin tener propiamente una idea de lo que estaba ocurriendo sentía, eso sí, que el bosque constituía, de algún modo, su hogar y su familia, y la añoranza de su casa y de su pueblo apenas contaba o no contaba ya. Digamos de paso que aun las manifestaciones verosímilmente menos gratas llegaban a despertar un vital y ávido interés en él: desde el espectáculo de tal o cual piara de chanchos del monte, saqueando el suelo con su erizada y colmilluda voracidad, hasta la vecindad de los fangales bullentes de larvas, mosquitos y fiebres bajo su caperuza de nenúfares. Justo es consignar también que si el encuentro con un jaguar no era cosa obligatoria, estaba lejos de ser imposible. Atribuíasele de cuando en cuando la muerte de algún vacuno, y no faltaban leñadores que se habían cruzado con sus rastros, ni algún cazador que llegara hasta su guarida con sus perros. Eso, unido a las ciento y una hazañas atribuidas a la fiera, cuya conciencia aparecía tan pintorescamente-manchada como su piel (junto al vampiro, demonio horrible, él era un demonio hermoso), para conservar al bosque su prestigio más profundo: el del misterio y el terror. Junto a los animales, las plantas —según lo consignamos ya— comenzaban a ser para Antenor seres vivientes y su biografía y sus aventuras despertaban hondamente su interés y su emoción. Aventuras... ¿Qué era sino el lance de la semilla de cierta parásita dejada por el viento o los pájaros en la copa de algún árbol —palmera o cualquier otro—, brotada allí a favor del polvo y el rocío, que comenzaba a echar raíces buscando apoyo en el suelo, para iniciar entonces la obra de estrangulación morosa de su huésped, ocultando al fin su cadáver, siempre en pie, bajo un sudario de hojas y flores? Sí, había plantas que asesinaban plantas, y flores que comían carne, es decir insectos, y tenían cierto olor de fieras. Sí, por encima de todo (y siempre sin que apenas sospechara el sortilegio) era la hora la que iba cautivándolo con ese poder casi imponderable e insondable que tiene sobre la carne y el alma del hombre. Los helechos, que iniciaron en los orígenes la velluda pubescencia de la tierra. El cañaveral, que esconde la siringa del dios de patas de chivo, vi43


viente aún. El nogal, de ramaje sombrío como nube de tormenta y con rumor de lluvia. El lapacho, que empapa sus flores en la aurora, y el jacarandá, que empapa las suyas en el cielo. ¿Para qué alargar la lista? Es sobre todo el ascenso de las savias que parece remontar nuestra sangre, y el respiro de las frondas que es bálsamo para el nuestro. Y algo más. Antenor descubrió que el silencio viviente del bosque era un hermanito mellizo de la música para los oídos y el alma torturados por la radiotelefonía y demás estridencias mecánicas de la civilización Los de la naturaleza eran rumores vivos. El del agua en las piedras y el del viento en las hojas era un dúo que nadie podía cansarse de escuchar. El estridor cadencioso de los grillos o el coro de los sapos en las noches arrullaba su sueño. El trueno tenia para él, el descreído, un sentido mucho más hondo que los órganos de las catedrales. Y volvía una vez más al diáfano misterio de los pájaros. Ellos, que después de doce horas de inercia y modorra, despertaban como si resucitaran, enloquecidos de vuelo y canto. Pero también era la torcaz, cuyo arrullo en la hora más callada del día, parecía el latir mismo del corazón del bosque. Y eran los picaflores que, volando bajo, casi a su altura, parecían querer libar también en sus ojos y en su corazón. ¡Ah, los pájaros! Ellos que cantan con el pico entreabierto y empinado hacia el cielo como si lo sorbieran, y que parecen conservar todo el día en sus picos la humedad del alba, ellos, los pequeños querubes portadores de arpa, le habían enseñado la más iluminada de las pedagogías: la obligación de ser feliz, esto es, de decir nuestra gratitud a la luz. Sin pensarlo ni decirlo, Antenor había llegado a otra comprobación. Y era que el simple olor de la selva (de flores y ramas, de cortezas y troncos y hojas descompuestos, de gomas y resinas en secreción, de polen y carroñas, de insectos y reptiles, de la salvajina agazapada en la fronda o debajo de los troncos caídos, en yacijas o pantanos), el innumerable e insondable olor de la selva era para él lo que el vino, la música, la velocidad o la ruleta para otros: una embriaguez y un trasporte. Un espanto le recorría la espalda cuando recordaba algunas de las hazañas de la civilización técnica de hoy con su beatería de la velocidad y su moral de confort y dividendo que solo ve en la naturaleza una fuente de recursos, la inagotable vaca lechera, sin sospechar ni en sueños que no le asiste ningún 44


derecho a castrarla de sus bosques y sus bestias y sus pájaros, a ensuciar sus paisajes —sin respetar ni las estrellas— con avisos comerciales, a emporcar sus ríos hasta el hedor obsceno, a expulsar el silencio hasta de sus retiros más púdicos, con la estruendosa chatura de sus altoparlantes. El bosque —que conservaba aun en pleno día un poco de noche en sus rincones últimos— y la naturaleza toda, estaban llenos de misterios y de increíbles revelaciones. (Porque la naturaleza, mucho más vieja que el hombre, es también más fresca que nuesta infancia, y en ella se cumple sin ilusión el misterio de la hembra madre y virgen a la vez). El rostro del bosque era más innumerable que las olas del mar. El sombrío bosque, bebedor de luz y de rocío, era la esfinge verde, con su verde sueño, su verde despertar y sus verdes rumores, —su silencio y sus gorjeos— la forma y tibieza de sus huevos y sus nidos, —el salto de sus cascadas y sus corzuelas— su aire dulce y pesado como los racimos pasando apenas sensible por entre nuestros cabellos y nuestros sueños— la tormenta que obliga a sus árboles a luchar unos con otros y deja su olor a rayo y a nubes empapadas, —el movimiento de sus ramas y sus mariposas que vuelven visible el ritmo de los mundos... ¿Qué sabemos de los latidos del bosque, de sus sensaciones, quizá de sus emociones, cuando recibe la lluvia después de una porfiada sequía, o cuando después del desnudo y aterido invierno curiosea de nuevo el cielo con sus entreabiertas yemas, o cuando entre los nidos que abriga entre sus ramas comienza a rebullir y piar la vida? Somos en cuerpo y alma —sentía más que pensaba Antenor— meras partículas de un todo viviente, al igual que las brisas, los insectos o los astros. ¿No respiramos acaso con el pulmón de los árboles absorbiendo el aire que ellos purifican? ¿Acaso los gritos de los pájaros no salen también de nuestro corazón? ¿No estamos todos encadenados al ritmo de los ciclos y metamorfosis? Somos jungla y bestia aunque no querramos y el modo de avanzar en lo nuestro no es negarlos sino comprenderlos para poder cabalgar sobre ellos. Los hombres de otro tiempo —se decía Antenorse encerraron en conventos o huyeron a los desiertos, esos camposantos de la naturaleza. Pero el hombre de hoy vive tan encarcelado como los árboles de un convento ¿Cómo pueden hoy mismo los seres hu45


manos, ellos, los hijos del edén primordial, vivir de espaldas a él durante su vida entera, al alba, a las estrellas, las hierbas, los árboles, las nubes, los pájaros, las cascadas y el aire libre, ese numen ubicuo? Desertan de él o lo calumnian. Hablan de la fealdad y el horror de la muerte, sin atreverse a mirar los materiales fúnebres amasados y transformados de nuevo en creación y luz. La larva desteñida, arrastrada y viscosa, trocada de golpe en mariposa, es decir, en un milagro de color, esplendor y vuelo, milagro equivalente al de una sierpe transformada en ángel ¿no es el más hermoso y profundo de los símbolos? ¿Están o no los dioses detrás de todo eso? ¿Por qué y para qué, sino, tanta belleza y tanto gozo alado? Pero los hombres, imbecilizados de terror religioso, se niegan aún a asumir esa resplandeciente enseñanza y siguen Volviendo sus ojos lacrimosos o legañosos hacia un más allá creado por los administradores de desesperación y consuelo. No ignoraba que los zoólogos modernos habían descubierto que, cuando el hombre apenas sabia gruñir o chillar y su amor no pasaba de ser una simple agresión reproductora como en las bestias —los pájaros ya habían inventado el canto, la melodía, y no solo como pura efusión del gozo de vivir, sino como expresión del requiebro amoroso, aun después de las nupcias; es decir, que el amor era ya en muchos de ellos un sentimiento, y un sentimiento perdurable, según lo indica la duración vitalicia de la pareja en las palomas, las garzas, los loros y tantos más. No menos, sino más acaso, trabajaban la mente y los sentidos de Antenor, el misterio de los perfumes. Los sinuosos y morosos aromas, lazos más envolventes que las lianas y las boas. ¿Por qué tanta Variedad y belleza en ese empeño en hacer de cada aroma una delicia distinta y sin igual? El aliento de la rosa y del jazmín silvestres o el del clavel del aire, y mil más, inimitable y único en su poder de evocación y ensueño. Se habla de perfumes deliciosos —se decía Antenor—. ¿Por qué no sublimes, a veces, ya que en su ruta de aéreo ascenso la sensación se trueca en emoción y aun en sentimiento, elevando el alma a un ensueño de melancolía o de felicidad como nuestros más puros recuerdos o ilusiones? Antenor que había metido sus narices en no pocas curiosidades y novedades de la ciencia, no ignoraba que las flores son como los órganos sexuales de las 46


plantas. Ahora bien, ¿qué especie de misterio nupcial era ése que nfediaba entre el aliento de las flores y el corazón del hombre, es decir, esa voluptuosidad celeste que despertaban en él? Si el aroma de las flores producía en nosotros un placer tan puro que podía devenir nostalgia o añoranza ¿no quería decir que a través de las flores la naturaleza ya lograba alzarse sobre sí misma, pues que los sentidos, transportados por la fragancia, suministraban al corazón su más vital poesía y permitían que el alma inventase su propio horizonte? ¡El amor y las flores! La verdad es que muchas corolas se parecen a labios húmedos y temblorosos de deseo. Las plantas moviendo sus corolas tenían algo de incensarios ante el altar del dios de toda nupcia, y la selva, con sus verdes persianas, tenia algo de alcoba. Apenas cabía duda de que el perfume, corno el arrullo y la música, era uno de los senderos del amor. Los perfumes de las flores eran como ángeles invisibles levantando a los seres humanos al nivel de su corazón y aun de sus sueños, es decir, al júbilo soñador de permanencia. Aquí se ofrecía a ojos vistas el juego gozoso y terrible de lo creado con su nacimiento y crecimiento, su muerte y resurrección. Pese a sus tragedias y dolores el mundo y la vida eran un renovado misterio de belleza y felicidad, y por eso el de la generación de las criaturas vegetales y animales, le parecía el sacramento mayor, el fiat de cada día, que permite que la vida triunfe siempre sobre la muerte y que la inmortalidad sea un hecho vivo y no una boba promesa para más allá del mundo y la vida. Poco a poco, sin mucha inquietud ni extrañeza fue descubriendo sentimientos que sin duda llevaba dormidos dentro de sí. El, tan indiferente al Dios de las religiones, sentía ahora una emoción indefinible, tal vez una especie de devoción hacia el gran Desconocido encarnado en la naturaleza de la que todos somos parte integrante. (Más de una vez le pareció que los árboles velludos bailaban en torno suyo tomados de las manos, buscando incorporarlo a su ronda...) Un día Antenor reemplazó en su plaza al peón caminero y se quedó a vivir en el umbral del bosque para siempre. Y eso ocurrió porque, catequizado por la selva, no logró sospechar que el hombre como tal es el resultado cíe una lucha inacabable con la natu47


raleza, dentro y fuera de sí mismo: con su caos, o su orden, que ya no es el nuestro. Ni que si el beato de la civilización (sobre todo el de hoy, que solo aspira .a explotar a la naturaleza como el rufián explota •a la ramera) no es libre, tampoco lo es el mero salvaje. Sin negar ni sofocar sus instintos está obligado a armonizarlos con su mente y su sentimiento, porque así ha logrado las tres creaciones que constituyen el trípode de su real • grandeza, de su erguimiento sobre la mera zoología: el pensamiento, la música y el amor. ¿El amor? Postergamos adrede este detalle. ¿Estaba Antenor identificado del todo con su paraíso a ras de tierra y cándidamente feliz, o al menos no echaba nada de menos? Quizá sí, quizá no. El recuerdo de su amor frustrado le volvía apenas y ya no como opresión sino más bien como incitación a limpiarse totalmente de esa sombra. Tal vez nacía en él una sospecha. ¿No sería la del amor la única • alegría sagrada? Eso se preguntó más de una vez cuando la orgía de colores y sombras, de alas y cantos y sobre todo de silencio y aromas lo dejaban abrumado hasta el agotamiento y sin embargo con un ansia misteriosa. Dejamos a propósito sin decir que don Domingo, el caminero, fuera de Bruno, muchachuelo de once o doce años, tenía una chica algo mayor, llamada Silvia. Y que, correspondiendo menos a las atenciones del dueño de casa que a la pendiente de su corazón, Antenor no tardó en evidenciar una cariñosa simpatía a ambos. Recordaba que el día de su llegada le había llamado la atención la extraña belleza de los ojos de Silvia, sonriéndose en sus adentros ante una pregunta: ¿de qué collar de perlas o de qué aderezo de brillantes no se desprendería una gran dama por adquirir ese par de ojos? Siguió tratando a ambos chicos como a hermanos menores con sencillez y afecto que ellos, venciendo su esquivez, se apresuraron a devolver de todo corazón. Pasaron los meses y Antenor, cautivo de la gran fronda, ni siquiera tuvo ojos para ver que Silvia se estaba transformando (anécdota no inferior a las más hermosas del bosque) en una mujercita según lo traicionaban el comienzo de altivez de su busto y la acentuación de la cadencia de su paso, sin que el ingenuote advirtiera otro detalle: que en el contraste con la abierta sencillez de los primeros tiempos, ella ahora le alcanzaba el mate o respondía a sus preguntas- sin alzar los pár48


pados. Cierta tarde en que él le gastara una broma halagüeña a propósito de una flor que ella se había colocado en el pelo, tampoco pareció advertir el rubor de felicidad que iluminó la cara de su amiguita. El bosque estaba celebrando esos días la llegada de la primavera y todo parecía más penetrado que nunca de la voluptuosidad sagrada de vivir. Los soplos del aire tenían algo de suspiros. Los aromas, como despertando a una nueva vida, emergían a la redonda, trenzando entre sí una intrincadísima red a la que nada escapaba sin duda. Los insectos violaban, con obscena inocencia, la virginidad de las corolas, desparramando después a la redonda el polen pegado a sus alas o sus patas. Aquí un abejorro o un avispón zumbaba junto a alguna flor —begonia, orquídea, clavel del aire, y la mar...que parecía inclinarse para escucharlo. Allá las mariposas robaban largos besos a los jazmines colgados de las ramas de un tala. Hasta las hormigas habían alquilado alas para celebrar sus nupcias. Ese mediodía, anticipadamente tropical, al salir de su baño ei el remanso del arroyo, se quedó desnudo un rato, caminó otro por entre los árboles y terminó acostándose sobre el musgo a escuchar el silencio, tan profundo que hubiera podido sentirse la caída de una pluma o el paso de una hormiga. Sin embargo ese silencio estaba hecho de mil rumores secreteados. Ya en un comienzo de modorra le pareció sentir que la selva tenía olor ¿a qué?... a bodega o sacristía.., a camisa de mujer o de víbora... Con los ojos cerrados sintió o soñó que sus axilas y su tórax se cubrían de helechos, que su piel tenía olor a bosque y fiera, que los bejucos trepaban por su columna vertebral, que su sangre, subiendo al modo de la savia, reventaba en pétalos o besos... Se enderezó de golpe con ojos de asombro y maravilla. Una noche de luna llena a Antenor se le ocurrió ir a dar una vuelta por el naranjal silvestre que ocupaba uno de los costados del bosque. Era la época de la floración y el efecto del aroma impar y el de la luna sobre el bosque y en especial sobre los ramos de azahares —blanco y negro como el amor y el olvido— formaban una suma tan irresistible que el mozo llegó a hallarse en un estado medianero entre la embriaguez y la alucinación. Era como si se hubiera dado cita con una mujer de cuya 49


venida dependía la vida misma de su corazón y que podía llegar de un momento a otro o tal vez nunca. Solo ocurrió al cabo que una figura de doncella le cruzó por la imaginación, y de modo tan patente, que creyó reconocerla aunque ella ocultaba su cara entre las manos. ¿Silvia?... Qué extraño, se dijo. Fue al día siguiente por la tarde cuando se topó a la salida del bosque con la vieja Fermiria, la curandera (muchos le sospechaban sus puntas de bruja), quien le contó que venía de casa de don Domingo, a donde fuera llamada porque la Silvia había sufrido un desmayo. —¡Carambal... ¿Algo grave? —preguntó, pestañeando. —No sé... no creo. Pienso otra cosa. Ella vino a y erme a casa no hace mucho. No tengo dudas... La chica está muy enamorada... —Ah... —dijo Antenor con sorpresa y tal vez con un comienzo de malestar—. Vaya... No se me había ocurrido que pudiese tener novio. ¿Don Domingo se opone? —Don Domingo ni nadie sabe nada. Es cosa que yo sospecho, o mejor, adivino. No sé, señor, si hago mal en decírselo, pero... —Diga. Haría lo que pudiera por ellos, siquiera por devolver de algún modo tanta buena voluntad conmigo. ¿Hay acaso necesidad de médico? —¿Médico?... —sonrió un poco la vieja con ojitos fruncidos de curiosidad o malicia. —Puede ser. Pero , no. O yo estoy medio ciega o la chica está enamorada de usted hasta aquí —concluyó con tono seco, señalándose las cejas. Y todo, aunque muy real, terminó como en los cuentos. El edén salvaje terminó su obra de catequización de nuestro héroe valiéndose de los ojos de Silvia, más verdes que las primaveras del bosque.

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La zaina de Don Pancho

"La mula mala! ¡La mula mala!" Cuando uno o dos de los chicos de la pandilla de la aldea —calle de tierra, casas de barro— que teníamos por patio de juegos el camino público, lanzaban la alerta, todos escurríamos el bulto tal corno ratones al maúllo del gato: zampándonos en los zaguanes o en algún portillo, trepándonos a una tapia o a la rama de algún árbol. No era para menos. Don Pancho Flores, propietario de holgados posibles de aquel barrio y traficante en vino y otros chismes con los lejanos pueblos de Tucumán y Salta, poseía una gran arría de mulas y entre ellas una que se recortaba cíe las demás tanto por su desaforada estampa como por el brillo inusual de su pelaje y de sus ojos. No eran ésos, sin embargo, sus rasgos de más crédito. En efecto, lo de "mula mala" no iba de ningún modo por calumnia, como que su diversión favorita estribaba no solo en cargar contra el primer ser moviente que le saliese al cruce —perro, yeguarizo o cristiano— sino en colarse, como humo por chimenea, por los zaguanes de las casas. Y entonces era de oír el berrido de niños en llanto, el grito aflautado de mujeres pidiendo auxilio o el alboroto de la perrada tratando de cumplir con lo suyo, en vano, porque la Zaina, que tenía presteza de víbora en el ataque, era tan certera en la tarascada como en la coz y pobre del chucho que no estuviera anoticiado. Ella, despreciando todo eso como si fuera escándalo de gallinero, se apegaba a las pasas o pelones del cañizo, al maíz del mortero, cuando no prefería regalar su paladar con la ropa colgada de la soga. Tampoco a la gente permitía arrimos confianzudos. Al primer amago de defensa de quien quiera que fuese, la muy bellaca se le iba al humo, como se dice, con las orejas acostadas y el belfo levantado, un brillo de demonio en los dientes y los ojos y un himplido de burla... Si allí no había un hombre de paleta que campease por sus cabales con una buena horquilla o un buen rebenque, lo mejor era dejar que la mula hiciese 51


su gusto y se retirase de aburrida. No era milagro, pues, que luciese buen pelo y mejor carnadura. Para cia, que salvaba alambradas y cercas con un salto de venado, no había cebadal ni maizal prohibidos. ¿Que no pocos creían que la Zaina era comadre del diablo? Por cierto. Pero otros, en voz baja, opinaban que le bastaba con ser comadre de su patrón... ¿Por qué, sino, toleraba él semejante animal y obligaba bajo el poncho a los demás a resignarse? Y entonces venía el inventario de las hazañas de la mula en el pago o en sus andanzas por parajes remotos y a veces en algún desencuentro con su pro p io amo, hazañas todas teñidas en esa tinta camaleona de sagacidad, de maldad y de burla que se atribuye al mandinga. Cierto, no eran pocos los que tenían negras sospechas de la Zaina. ¿Que toda mula es hembra carecida de quién, y de eso, de que no tiene macho, vienen casi todos sus caprichos? Sí, pero ésta colmaba todas las medidas. De ahí que no pocos dieran en sospecharla hijastra o hija del patrón del infierno, pues solo así creían explicarse su poder y baquía tremendos: sus diabluras. Y también su aparcería •con la suerte. Por ejemplo, cierta vez que su amo había empinado el codo más de la cuenta y, perdidos en tierras desconocidas de ambos, ella —no se sabía por qué milagro— había terminado por salir al pago en que naciera... En otra ocasión, en tierras de Bolivia, pastaban en un potrero ella y el resto de la tropa, cuando a la media tarde estalló la tormenta que venía amenazando desde la mañana. A los primeros truenos todos buscaron refugio debajo de un árbol, menos ella, y en eso se descolgó un rayo que hizo un tendal de toda la mulada. No quiero mentir, señor, pero cuando llegamos al lugar de la gran avería, la Zaina estaba en pie y hedía aún a azufre...

La mula, toda mula tiene ya por fatalidad de casta algo que la pone al margen del común y vulgar bestiaje. "Animal muy sorprendente —opinó Darwin, que pudo conocerla a sus anchas y a fondo en sus caminatas por los Andes. Un híbrido que tiene más razón, más memoria, más alientos, más 52


afecciones sociales, más potencia muscular, más larga vida que sus padres. El arte se sobrepuso aquí a la naturaleza". (El bronce deja chicos al estaño y al cobre, digamos). No exagera el sabio. Solo que se dejó algún detalle en el tintero. Por ejemplo: que el burro, el explotado y resignado orejudo, tiene virtudes que la miopía tradicional se empeña en no ver. Coneolorcorvo, que a fines del siglo XVIII trajinó por tierras porteñas y cordobesas, se anoticíó que el garañón era el único bicho que le devolvía la bola al jaguar, convidándolo a subir sobre su lomo y tumbándose sobre él en un cerrar de ojos para averiarle el delicado espinazo. Tschiffely, en 1925, vio en tierra boliviana un burro atado a soga tirarse al suelo y frustrar a manotadas y coces preventivas el ataque de un puma en apronte. "Nunca sospeché que el burro tuviese tanta inteligencia y sangre fría". Lo que la mula hereda de su padre no es, pues, para su mengua. La terquedad del burro, tan desacreditada del hombre, es un instinto de afirmación propia y puede indicar todo, menos poquedad de ánimo. Como no sea en ligereza, la mula aventaja al caballo en cualquier contrapunto: mayor resistencia al frío, a la sed, al hambre, a los achaques y, ni decirlo, a las fatigas de la marcha o la carga. Mayor calado en la mirada, quizá, y mucho más olfato, para no hablar de sus orejas capaces de encartuchar rumores que no llegan a otros oídos. Si todo eso fuera poco, quedan la aguerrida seguridad de su pisada en las peores quiebras de la sierra y su indiferencia de guanaco ante la profundidad de los derrumbaderos.

—De modo que usted llegó a conocerla? ¡Sería muy chico! —De cinco a seis años. No recuerdo, o apenas, la figura del animal, pero sí que para mí —y pienso que para los demás niños— se confundía con la ideaque teníamos del demonio... —Y lo era, señor! La mula mala... Me gustaría contarle lo que recuerdo de ella, que no es poco. Sin duda he olvidado muchas cosas de mi porfiado vivir —setenta y tantos años son cosa larga, don!— pero los recuerdos de esa mula, de más empuje que 53


el viento zonda y más cargada de malicia que taba de pulpero, se ligan a mis días de niño y de mozo de tal modo que me vuelven patentes a la memoria ahora en que suele olvidárseme hasta cosas ocurridas en la víspera. —Y el dueño de la Zaina? ¿Era don Pancho el hombre terrible que suponíamos los chicos? Don Lino se echó un poco el sombrero hacia la nuca, se pasó la mano sobre sus mechas canosas y se compuso el pecho: —¿Qué puedo decirle? Don Pancho, mi padrino —mi padre mejor, puesto que me crió como tal desde que yo gateaba por el suelo— sin duda era como todos, solo que en él las cosas porfiaban por llegar a la demasía. Quiero significarle que él era tal vez más bueno y más malo que los hombres comunes. Quizá no me hago comprender, pero siento que hablo la punta verdad. De mí solo puedo decir lo que alguien me contó mucho después: que cuando mi madre, abandonada, murió de mala muerte, y yo, recién nacido, quedé librado enteramente a la buena o a la mala voluntad de la Providencia, don Pancho me alzó en su poncho y me llevó a su casa. La santa de mi madrina solía contarme que una noche en que siendo yo aún criaturita de poco más de un año caí con una fiebre que secaba los trapos mojados con que me envolvían, mi padrino ensilló una mula, cruzó en la oscuridad, tentando al diablo, el río crecido, y regresó •a eso del alba trayendo en aneas —un poco a la fuerza y un poco a fuerza de plata— a la vieja Eduviges, la curandera de más mentas esos años, y allí se pasó el día y la noche siguientes junto a mi camita, fumando su chala, sin dormir ni probar bocado, hasta que me vio fuera de peligro... — A sí era don Pancho? —Aguárdese! En nuestro barrio, en varias cuadras a la redonda, era muy difícil que muriese algún vecino pobre —y caramba si los había!— sin que mi padrino se llegase entre los primeros a la casa del duelo y no con el tilín de la condolencia solo, ni a acortar la noche entre trago y charla, sino a enterarse bien de lo que hacía falta, mandándolo a traer o trayéndolo de su casa, o poniendo la plata para la compra. Ni decir que el cajón del difunto corría por su cuenta y que él era el primero en cargarlo después hasta el hoyo final. —¡Ni lo hubiera sospechado! —No le exagero ni un negro de uña. A comedi54


do y servicial con quienquiera que fuese, nadie le ponía el pie delante. Una vez en Escaba, en uno de esos días de llovizna que parecen sin principio ni fin y en que la cuesta se pone más rodosa que palo jabonado, alcanzamos a dos arrieros que llevaban un cargamento de vino. Lo recuerdo como si fuera ayer. Junto a los barriles descargados, encogiendo un jarrete, tiritaban las mulas totalmente rendidas a fuerza de rodadas y tumbos, mientras los dos hombres, acurrucados sobre sus monturas, descalzos y emponchados de barro, aguantaban la llovizna con cara de recién soltados de la mano de Dios. Mi padrino largó la carcajada a la vista de aquellos cristianos que parecían a pique de largar el llanto. No le voy a contar aquí lo que aquel hombre, a quien cualquiera tarea o empeño parecía quedarle chico, hizo en la ocasión. Mejor, lo que hicieron él y la Zaina, que trabajó solita como una piara. Solo le diré que después de lidiar una tarde entera estuvimos a boca de oración todos —hombres, bestias y cargas— al otro lado de la cuesta. Creo que los arrieros tenían los ojos húmedos, pero esta vez, sin duda, de gratitud y contento, y tal vez de incredulidad... —Digamos, don Lino, que su padrino era un hombre con todas las de la ley y como hay pocos. —Y... usted lo dice. Por algo tendría una cáfila de ahijados de pila y casorio. Pero yo puedo agregar una puntada. Soy viejo y he caminado mucho. Si algo he visto es que en el mundo, las cosas no son propiamente buenas ni malas, sino que son... como son. Don Pancho lucía muchas veces esa cara de la taba que ya vimos. Pero con harta frecuencia también lucía la otra. No lo voy a negar, aunque quizá fuera mejor dejar eso en lo oscuro. Solo que no quiero cortarle el cuento. —Claro que no. —Hum, la otra cara de la taba... ¡Jué pucha! ¿Será preciso que le diga que mi padrino no era hombre de recularle un jeme a nada ni a nadie, ni al mismo diablo cuando venía a tentarlo? Una vez (esto no pude verlo con mis ojos, pero lo oí contar a muchos viejos de antes) jugó y perdió en una noche una arría de toros que llevaba a Chile. ¡Travesuras de sus tiempos de mozo! Yo lo conocí más tarde y lo vi arriesgar una pila así de bolivianos —¡cien morlacos!— a una vuelta de taba. Y alzar la plata en su poncho de vicuña... ¿Qué estaba en copas? Desde luego. Y vaya si era rumbo55


so en el barato. Mientras embolsicaba la ganancia en el tirador hasta ponerlo rechoncho, los muchachos lo rodeaban como las moscas a la miel. Le untaba al que pedía y al que no pedía. Era entonces también cuando —a veces por una nadita— solía empujarlo el demonio, tal vez desde adentro. Su puñal era mentado y nunca vi otro que cargase tanta plata en la culata. Entonces era cuando había tenido más de un contrapunto a cuchillo (Uno de los cuales le dejó de recuerdo ¡Dios me guarde! un costurón en el arranque del cuello, sin contar el de bala que le agujereó el poncho y un hombro). Y entonces también era cuando la madrina —¡ánima bendita!-- tenía que resignarse a lo que viniera o, hablando en plata blanca, a las perrerías de mi padrino. Verlo aparecer con la cabeza un poco gacha y sin decir esta boca es mía, y ponerse ella blanca como una cuajada, era todo uno. Con todo, no era raro que mi padrino apareciera alguna vez sonriendo medio al sesgo o riendo con risita tiple, y eso no era para tranquilizar a nadie, pues anunciaba a veces una de esas bromas suyas, que parecían urdidas por la locura y tramadas por el diablo en persona. Pero no quiero, no quiero recordar eso, porque me siento mal después... ¡La • buena y santa de mi madrinal... ¡Pobrecita! Ella era la que lloraba más que yo cuando aturdido de miedo no atinaba a hacer bien un mandado y un latigazo venía a liárseme al cuerpo como una víbora. —Mala bebida, el hombre! —Pero vea lo que somos los viejos, señor! Estaba contándole de la mula mala, y recién advierto que perdí la huella a poco andar, como un pipiolo. La mula mala de don Pancho! ¿Quiere que le diga una cosa? De juro que es ocurrencia propia de un redondo como soy yo y usted un hombre leído, podrá reírse de mí. Bueno, más de una vez llegué a pensar ¿cómo le diré? que había algo de idéntico entre don Pancho y la Zaina. Quiero decir que sus genios se asemejaban y se confundían hasta parecer uno solo como los rastros de dos cientopiés. Tal vez estoy diciendo una barbaridad. ¡Puedo jurarle que era mucha mula, aquélla, señor! Era como un río hermoso y de mucha agua, pero lleno de remolinos de perdición, y era preciso conocerle los vados. Si se emperraba y se empacaba, se volvía más firme que horcón de cumbrera. Entonces eran inútiles los reniegos, los gri56


tos, los tirones, los azotes a las patas o la cabeza... Ella no movía un pelo. ¡Se hubiera dejado asar viva! ¿Y cuando resolvía quitarle el asiento al intruso que sentía en su lomo? Una vez un domador sanjuanino de muchas mentas, de paso por estos pagos, oyó hablar de la mula y se dejó decir que le gustaría probarla. Ganoso de la novedad, don Pancho resolvió hacerle el gusto, pero advirtiéndole que no debía montarla con espuelas, pues el animal, por delicadeza o engreimiento, no se lo permitía a nadie. El hombre escuchó el consejo con una media sonrisa, y liviano como un gato del monte, sin tocar casi el estribo, se enhorquetó sobre la mula, que no pareció darse por apercibida. Me pareció, eso si, verla estremecerse un poco y yo también me estremecí por dentro. También me pareció verle un relumbre de brasa soplada en los ojos y tuve un mal presentimiento. Como se empeñara en no moverse, sorda a las voces, y después al rebenque, el jinete acudió a la espuela. Entonces se sintió una especie de hipo y la mula se lanzó en una de brincos, abalanzos, cabriolas, zambullidas y boleos, como nadie viera nunca. Aunque pareció más de una vez a punto de apearse antes de tiempo, el jinete aguantó el ventarrón. ¡Cuyano lindo! Entonces la mula, con los dientes destapados, le buscó las canillas, pero se dio con los guardamontes. La bestia pareció resignarse, cuando de pronto comenzó a girar sobre si misma como perro que se muerde la cola, con aire cada vez más veloz, es decir, con un remolino tan mareador que no tardó en escupir allá lejos al jinete, el pobre, que no pudo alzarse del suelo, porque uno de los huesos cíe la cadera no estaba en su sitio. —La mula no llegó a jugarle una pasada semejante a don Pancho? —Qué no? La mar de travesuras, con los malos ratos del caso. En los largos viajes y aunque llevara diez leguas de marcha con dos barriles de vino en el lomo, la Zaina metíase en cualquier casa abierta a hacer de las suyas, o por lo menos se daba maña de llegar por sobre los cercos hasta la ropa colgada a secar. Bueno, travesuras, pero una vez la cosa fue tan poco divertida como una carcajada de loco. Estoy viéndola de nuevo. Nos vamos acercando, al caer de la tarde, al pueblo de Tolombón, yo, de marucho, en la punta de la piara; de pronto cesa el llantito querencioso del cencerro y la yegua madrina, con los ojos y ore57


jas clavados hacia adelante, se sienta sobre los garrones rebufando y tiritando de miedo... Miro yo también... ¿y qué? ¡La Zaina está pariendo! ( Es sabido que la mula no pare y que el día que lo haga comenzará el fin del mundo). Cuando llamado por mis gritos de alarma llega el capataz, no menos inquieto que yo al principio, pues lo veo persignarse, se descubre al cabo que lo que la mula está echando no son los pares sino una mantilla color sangre que tragara ese día robándola de una soga, según su amaño. Muy desparecido desenlace tuvo otro hecho, el que más me sacudió entre todos, aunque solo lo presencié a medias. Una tarde, al volver de una parranda, picado por los tragos de tinto y por la chunga de un borracho ("¡gallo sin espolones no es gallo!") don Pancho cedió al mal capricho de montar con espuelas a la Zaina. Según se supo después, la mula no se negó a caminar, pero lo hizo con la peor mala gana, encogida y amusgando las orejas. Cuando al no mucho andar sintió el roce de las rodajas, la bellaca respondió con tal remolino de corcovos que el jinete fue a parar en un cerco de tunales y talas. No le voy a detallar lo que sucedió después. Basta recordar que mi padripo retrucó a la de la mula con una judiada peor. Con prudencia y paciencia santas, Coma las del presidiario que cava un túnel para despedirse del calabozo, no paró hasta asegurar sobre el lomo del animal dos bárbaros costales de piedra, mientras mi madrina rezaba, (ella estuvo segura siempre que la bestia era bicho de mal agüero y tal vez comadre del diablo y un sinfin de veces le había pedido de rodillas a don Pancho que se deshiciera de ella). Así como se vio suelta, la mula arrancó al trote, con ojos saltones de ahorcado, y al no mucho trecho y, pese a la media montaña que llevaba encima, se alzó en el primer corcovo, gritando a lo indio, y en otro y otro más, hasta que cayó espantada, enloquecida, y sin duda aplastada. Pero no: se alzó a trotar y corcovear de nuevo y caer otra vez con un quejido que no olvidaré nunca. ¿Qué cuánto duró eso? Tal vez horas. La mula reamaneció al otro día frente al corral de la casa con el lomo limpio, pero golpeada y despellejada por todos lados, la cabeza hinchada, manca y con un bárbaro tajo en la paleta izquierda. Parecía haber luchado con una pareja de leones. —La guapa perdería un poco sus humos, me 58


imagino... ¡A lo mejor quedaría hecha un pañuelo de seda! —¡De a dónde! La misma seguridad y el mismo engreimiento de antes, sin olvidar siquiera sus humoradas de duende. Y no dudo que mi padrino fue el primero en advertirlo. —Pobre animal, pese a todo! ¡Y pobre mujer la de. don Pancho! —Usted lo ha dicho, señor. —Pero, escúcheme: ¿era puro capricho el empeño de don Pancho en mantener semejante animal? —¡Quién sabe! Yo pienso que él sentía una especie de cariño y admiración por ella, a su modo. No sé si le dije ya que la mula valía por tres o por diez. Y no hablo por hablar. Mire. Fuera el oído o el olfato —o algo que no sabemos— la Zaina sentía la aproximación .de la novedad o del peligro a una legua de distancia, tal vez a más. Se paraba de golpe, apuntaba en tal dirección los ojos y las orejas, y resoplaba haciendo hervir los ollares. Era la señal de alarma. No fallaba nunca. Cuando comenzaba a colear, o a mosquear las orejas, mi padrino decía: "Va a cambiar el tiempo esta noche o mañana". No había perro guardián más alerta y sin fallas. ¡Y qué firmeza y seguridad en las patas! Las de un guanaco, señor... La estoy viendo gatear, con la carga más pesada, por la cornisa de un derrumbadero. Un salto de dos o tres varas o más, en un terreno cualquiera, no es hazaña que exija mayor ponderación; muy otra cosa es cuando ese salto se da sobre un precipicio que puede tener una cuadra de profundidad; la vimos hacer eso a la Zaina una vez y todos ahogamos un grito, descontando lo peor. Pero la vimos caer al otro lado, mirar de reojo el derrumbadero y ponerse a .tiritar... ¡Le había entrado recién el miedo que debió entrarle antes! —Pero, dígame: ¿la senda que llevaba la mula pasaba forzosamente sobre ese tajo? —De ningún modo; la senda no pasaba por ahí ¡y vaya si lo sabía la Zaina, ella que parecía conocer todas las huellas de la sierra tan bien como los dedos de una tejedora conocen los hilos de la urdimbre! —Entonces? -¡Qué puedo decirle! Yo siempre pensé que lo hizo por punto capricho o por ponerse a prueba. En cualquier caso nunca le vi una cara más satisfecha y oronda a mi padrino: como la de una madre cuya hija se lleva todos los piropos y halagos 59


en su primer baile. ¿Que a la Zaina le sobraba tela para tenerse fe? No le diré que no. Creo que tenía más advertencia y amaños que muchos cristianos. No hay ponderación que le quede grande. Cruzaba con carga los ríos crecidos, siempre al sesgo, enfrentando la corriente, no con el costillar, sino con el pecho, para burlar mejor su resistencia. Bajar una cuesta, resbalosa no es moco de payo, lo sabe cualquiera y mejor que nadie las mulas cargueras, que suelen hacerlo dando vueltas sobre el lomo como los barriles que se desprenden de su carga. Y a veces llegando al plan pura osamenta. La Zaina se sentaba a lo conejo y bajaba la cuesta arando el barrial con las ancas y las patas traseras. Cierta vez, vaya a saber por qué, le falló la ciencia en el cruce de un pantanal; mas no bien sintió hundírsele las manos se volcó sobre un costado y comenzó a remar con las patas traseras hasta librar una de las delanteras; llegamos a tiempo de salvarla, pero no dudo que se hubiera salvado sola. Tampoco se dejaba trampear por los pastos venenosos; los husmeaba a fondo y al apartarse pegaba un respingo y hacia rebramar los ollares como advirtiendo el peligro a sus compañeras... Con todo, la ponderación mayor la ganaba la pujanza del animal. ¿De dónde sacaba esa resistencia de lonja sobada a mordaza y maceta, y ese coraje cojudo capaz de hacerle pata ancha a lo que viniera? Si tiraba a la cincha, antes reventaba la cuarta o la argolla que cedía ella. De cargas no hablemos: aguantaba las de dos mulas como si llevara una niña a misa. Cansada nunca la vi. Cuando las demás mulas de la tropa flaqueaban en los repechos al rigor de la fatiga o de la puna, la Zaina estaba ahí, para el relevo; llevaba una carga y otra y otra y después la suya, como si fueran de juguete. Y no hablemos del viento. Un arriero serrano, y más si pisó la Cordillera alguna vez, podrá olvidarse de todo menos del viento de las alturas. Y ahora pregunto: ¿qué es el hombre entre aquellos cerros que montan unos sobre otros y hacen recular el cielo hasta parecer que lo ponen fuera del mundo, y lo encajonan a uno alma y todo? Allí el hombre se siente solo una hita. ¿Y la nieve con su frío que puede quemar más que un tizón del infierno? Eso nunca se lo aprende mejor que cuando uno tiene que habérselas con el viento rempujándolo de atrás o de adelante en un fi60


lo cumbrano o en un desfiladero. Y tanto que a veces lo mejor es apearse, pues el viento, inflándole el poncho como un globo, puede soliviarlo y botarlo cuesta abajo. Tal vez malicia que estoy contándole un cuento. No, se lo juro por esta cruz! Y el peligro es doble para las mulas de carga, como que éstas le ofrecen al viento más lugar donde meter el hombro. ¿Que sí lo vi con mis ojos? Si, y no una vez sola. Y bueno, señor, con la Zaina no había miedo. ¿Era su pujanza o su baquía? Ambas cosas, no hay duda. Contra el viento, que bramaba como un rodeo de toros que olfatea la muerte, mataba los gritos y pechaba como un río crecido, la Zaina luchaba sin apuro, esperando las pausas, estudiando el lunar de tierra donde afirmar el vaso, cuerpeándole a las salientes: la Zaina luchaba y pasaba. ¿Que una hembra puede ser más corajuda que el rey de los machos? Dígamelo, usted, señor... ¡Pero qué memoria esta mía! Ahora resulta que me estaba olvidando de lo mejor. Por Diosito, créame que tiemblo un poco por adentro de solo recordarlo. Bueno, un día, ya entrándonos en la Cordillera, la Zaina hizo desde temprano un gasto de inquietud que terminó por contagiarnos a todos, al mismo don Pancho. Vea, olfateaba el suelo, rebufaba bajito, se paraba de cuando en cuando y apuntaba una oreja y otra o los ojos hacia distintos rumbos, a veces medio erizando la crin... Hasta que al filo del mediodía comenzamos a sentir un ruido que parecía venir de muy lejos y de todas partes —de las cuevas, de las quebradas, de los chiflones, tal vez del infierno— mientras las mulas se detenían resoplando y tiritando... Cuando de pronto nos dimos cuenta que todo se movía. Se vio a los picachos desensillarse de su nieve, y a muchos peñascos bajar con brincos de cabra, y todo el cerro bailar una especie de malambo entre una polvareda que subía de las quebradas como humo... Yo no sé rezar, pero esa vez recé. ¿Que cuánto duró eso? Nosotros hallamos que una eternidad, pues la cosa no era solo para alebronar al hombre más desmemoriado de Dios, sino al diablo mismo, como que tal vez el techo del infierno estuvo a punto •de hundirse... ¿Era eso lo que la Zaina había estado viendo venir desde el comienzo del día? No era para ponerlo en duda. Miré a la mula, que ya estaba serena, mientras aún temblaban las verijas de las otras y la hallé casi tan grande y misteriosa como la Cordillera misma... 61


I

En ocasiones nos parecía que la mula brillaba como un as de oro en el naipe de la piara y entre todas las mulas del mundo. Estoy seguro que don Pancho sentía entonces no solo un orgullo de padre por el hijo cuyas hazañas ponderan ricos y pobres, sino esa gratitud que lo ablanda a uno por dentro cuando un desconocido le alarga la cuarta en el pantano. Solía palmearle entonces la tabla del cogote, le acariciaba el lomo, hablándole a veces en voz baja. Tal vez la bestia ligaba el sonido de tal o cual palabra a ciertos hechos o cosas, la verdad es que parecía entenderlo como una persona. La mula se volvía hacía él con el belfo temblando un poco y un ruido sordo en la garganta como si relinchara para adentro... ¿El compadre y la comadre se entendían? ¡La Zaina de don Pancho! Cuando en algún lugar perdido de nuestras andanzas (alguna de esas travesías de arena en que no hay una gota de agua para un pájaro, o alguna puna en que no hay más verde que el acullico de la coca) la Zaina relinchaba, parecía decir por nosotros la nostalgia de la querencia verde con su ruido de pájaros y acequias, como si llorara penas de mujer abandonada o viuda, hipando largo, largo, con una profundidad de entrañas, de alma, que nos estremecía a todos, hasta a los cerros... ¿Que la Zaina llevaba envainada siempre la mala intención y que no bien se aburría con unos días de descanso volvía a sus atravesadas travesuras? Eso era sabido. Y también lo era que con Pancho, aunque ya moro de canas, conservaba, como ascua bajo ceniza, el genio de sus días mozos. Lo que tanto temía la pobre de mi madrina existía siempre como una amenaza. La fatalidad hizo lo demás... —Yo oí hablar de la .desgracia en el Chaco. Contaban de muchas maneras. Hasta oí decir que al otro día del sucedido alguien topó en la Quebrada de los Bizcos con una mula fiera como la medianoche que lo obligó a disparar, no solo con un rebufe que lo sacudió como un viento, sino con su morro y su encuentro tintos en sangre como si acabara de merendar carne viva... En realidad ¿cómo fue la cosa? —Nunca se supo bien, porque todo ocurrió sin testigos. Pero yo creí desde el comienzo que no era difícil adivinarlo. Me bastó averiguar que don Pancho venia en la ocasión con algunas copas en la cabeza y sobre todo que en la pulpería se había 62


estado tocando, una vez más, el viejo repique: el odio de la Zaina a las espuelas. ¿Por qué don Pancho tomó eso como un desafío, sabiendo lo que podía significar o significaba? —Es lo que yo me pregunto. —¡Que quiere que le diga! Sin duda por las mismas razones de la mula cuando dejando la senda común prefirió saltar el precipicio. Confiado quizá en su estrella. Porque parece cierto que la suerte, que es hembra, suele amadrinarse con hombres de esta laya, y los protege, y aun los mima o los adula, hasta que un día se aburre... —¡Muerte bruta hasta para ocurrida en un Cuento! —Me lo va a decir a mí, señor, que peleé con la pesadilla y el desvelo noche a noche, más de una semana, todo eso pese a saber desde siempre que la aparcería de mi padrino y la mula no era más segura que el cruce de un río escarchado y que podía apostarse a un mal fin doble a sencillo. Vivía la escena en sueños como un tajo en mi carne: tocada por la espuela en plena cuesta... ¿se imagina usted...? la mula se volvía un torbellino de corcovos, y todo eso, en menos que canta un gallo, llegaba al plan del precipicio hecho una madeja de sangre y huesos. ¿Que la mula se sa1vra, como llegó a decirse, y enloquecida de terror y furor cargara a diente limpio sobre el jinete? Eso me parece menos probable, aunque creo que para la Zaina nada era imposible.

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En el principio fue el polvo

Teros que gritan su propio nombre hasta el aturdimiento. A ratos, viento trasminado de humedad y de gustosa hedentina de hierbas de virtud. Olor •a nube y surco. Sombras amigas sobre algún gorjear de arroyo y pájaros. Los arrieros habían sacudido enérgicamente sus ponchos, medio ruanos de soles y lluvias, alforjas y avíos de ensillar despidiéndose de las pulgas antes de dejar esos pagos. Amagando una escapada o iniciando una viña, encabritándose aquí y allá, con las colas liándoseles a los garrones (retozos terminados en una coz o una cornada, ademán de cabalgar al que iba delantero, hueco entrechocar de cornamentas) la torada recién salida de la querencia, gorda y de refresco, obligaba a un buen gasto de gritos, pechadas y golpes a los guardamontes, antes de avenirse a la huella. El peligro de una disparada existe siempre en esos comienzos, y puede sobrevenir por una nada: una bandada de pájaros que alza el vuelo, el respingo de un chivo disimulado detrás de una peña... Incluso a último momento un yaguané de gran alzada y astas gachas había intentado . la fuga lanzándose, como botado por una honda, hacia la loni.a vecina. Juan Pío, el tropero que iba más a la mano, no se dejó convidar dos veces y se le echó a la zaga y su mula salvó el repecho como un gato del monte. Allá en la ceja, mula y jinete y guardamontes semejaron no sé que pájaro-fantasma de alas entreabiertas. El lazo viboreó silbando en alto, la mula pareció clavar sus cuatro patas, ladeándose hacia la zurda, y el toro, sujeto por las astas, cortó su envión en seco, como golondrina que da contra el vidrio de la ventana. Pero todo anduvo bien, al cabo, y la remeza lle• gó a Andalgalá amansada y militarizada por la • porfiada marcha. 64


Pedro Carrasco había tranqueado ya más de la mitad del camino de la vida. Hijo de una familia acomodada, como dicen, se había hallado un día, a la muerte de su padre, junto con sus hermanos, casi tuteándose con la miseria. Se agachó a trabajar desde mocito y trabajó de veras como bueno, aunque con suerte tacaña. Solía recordar con sonrisa desganada la copia aquella: A la señora Pobreza tengo de sacarla al campo y preguntarle a moquetes por qué me persigue tanto. En realidad, en esa lidia por espantar la indigencia, la suerte le había sonreído dos veces, aunque sin aquerenciarse con él y sin que él lo extrañara demasiado ni aflojara por eso. Pedro Carrasco, esta ocasión con Agapito Rueda, se habían resuelto, una vez más, a llevar ganado a Chile, es decir, a jugar nuevamente con la Cordillera, que una vez lo tratara muy bien, pero que otra... Bueno, la cosa era fiera hasta en el recuerdo y prefería no evocarla. Las noventa y tantas reses adquiridas en la estancia El Suncho habían llegado, después de dos jornadas, sin novedad. No tenía por qué haberla, si se exceptuaba el peligro inicial de la disparada y el de esa cuesta de la Chilc.a, áspera como pata de langosta y parada como un descolgadero.

Sí, ahora la cosa iba a cambiar un poco de aspecto. Hay toros cerreros, firmes de manos y aguerridos para la sed como guanacos. Pero estos no lo eran y se trataba de salvar los campos que median entre Andalgalá y Belén: una travesía de casi veinte leguas sin una gota de agua, y que, naturalmente, solo podía intentarse a favor de la noche. No es que se tratara de algo habitualmente peliagudo, pero ahora había una novedad que venía amolando como una pajita en el ojo: la sequía porfiadamente larga, y este calor bravío y creciente como nadie viera antes, ya vencido el verano. 65


Y tanto, que los del Fuerte venían refraneando desde hacia una semana: —Si pasa de hoy la tormenta, no pasa de mañana. Pero pasaba... Y no había como quedarse a las resultas y derrochando en pastaje, cobrado a precio de oro, por causa de la sequía. Al promediar la tarde del último día de marzo estaban moviendo la torada rumbo a los campos del oeste. Eso sí, no sin antes abrevarla a sus anchas en la última represa de las afueras del pueblo. —Beban hijitos, hasta que les, duela el garguero, porque no volverán a ver agua de aquí hasta la luna. Eso dijo Pedro Carrasco, bromeando en serio. Era algo tan hondo y límpido como la dicha, ver los astudos adentrarse en el remanso —rodeado de sauces que aumentaban con sus chorros de Verdor la frescura del agua— dejar el líquido subirseles ;hasta las paletas, beber con inacabables sorbos que sonaban a besos de novios, hasta hinchárseles y deformárseles las panzas, dejando escapar un suspiro de entrañuda dicha. Comenzaron a arrear al fin, con pausa de convaleciente. Los bichos rechonchos de pasto y agua, iban satisfechos, sin duda. En algunos que intentaban apresurar el paso, el agua les glugluteaba en la barriga como en un chifle no bien lleno. Pero el calor no cejaba. Al contrario, la sofocación parecía intensarse con la aproximación de la noche. Una chuña invisible dejó oír a lo lejos su carcajada. ¿Anunciará cambio de tiempo? se dijo Pedro. Como si lo hubiera adivinado, Juan Pío, al pasar junto a él, rezongó: —El calor nos va a achurar mañana. Pedro semblanteó la noche. La noche como estaqueada, inmóvil y nublada de estrellas. Una lechuza, apenas adivinable sobre un arbusto, chistó largamente con sobresalto de vieja, volviendo la cara hacia atrás sin mover el cuerpo. —Eh, brujaL.. En un cerro lejano, el incendio que hablan observado en el viaje de ida, se mantenía aún. (De día distinguíase su columna de humo semejante a una nube; de noche parecía un corneta). Era aquello como la bandera de remate alzada por la sequía, porque, en efecto, cuando la vegetación y el aire mismo parecían enjugados hasta la última go66


ta de humedad, y la rabia del sol subía y subía, entonces algún pedazo de vidrio perdido por ahí, o quizá la arista de una piedra, producían la primera chispa y era bastante: el incendio comenzaba a caminar y eso podía ser por semanas y leguas. Pedro Carrasco advirtió de pronto que estaba dejándose ganar por todo eso, más de la cuenta. ¿De dónde, si no, le venía ese mal presentimiento en que la suerte de sus toros y la suya se hacían un nudo? Le pareció que la noche no tenía buena cara, como si disimulara una mala intención. La verdad es que un calor como éste bajo las estrellas no recordaba haberlo padecido sino contadas veces y nunca a campo abierto y menos ya casi en el zaguán del otoño. ¿Mal presentimiento? Tal vez se nacía suertudo o desgraciado, como se nace caballo de paseo o caballo de noria...

La verdad es que este emperramiento de la sequía venía jadeándolo sordamente, como si se tratase del castigo de una culpa común. Semana tras semana sin una gota de agua ni para la sed de un pájaro. No digamos las siembras y las plantas de cultivo: el mismo campo bruto, sufriendo como una carne o un alma. Las lomas más peladas que mollera de cura. Todo cubriéndose de un polvo blancuzco que tenía algo de sudario. Juan Pío no carecía de razón. Si el calor de la noche era tal que obligaba a sudar a las mulas, el sol del día siguiente podía ser algo más que amenaza para los toros. En la vida —cavilaba Pedro Carrasco— las cosas raras a veces eran como cama de recién casados. Al contrario, eran tan frecuentes las perrerías como esa de una helada caída en el corazón de la primavera o un granizo en vísperas de la vendimia. Tal vez no era preciso aprender muchas cosas, pero sí a discutir con nuestro pensamiento, sin darle cuenta a nadie. Le parecía a veces que, al menor descuido, la vida del cristiano venía a ser peor que la del animal. El había pasado por trances en que no pudo agarrar el sueño porque su cansancio había ido más allá que •el de los brutos o en que las tripas, de hambre, hablaban solas. De las agonías de la sed no hablemos. 67


De pronto sintió como una especie de vergüenza de dejarse tentar por el mal agüero y la derrota. El se había salvado de tantas a fuerza de hacer pata ancha y esperar que cambiara el viento. Encendió un cigarro y taloneó su mula. El arreo prosiguió por horas y horas sin novedad mayor. Con cachaza de rumia, envuelto en la nube invisible y el olor sepulturero del polvo. La sofocación no aflojaba ni en la cercanía del alba. Hicieron alto para que la tropa descansase antes de descender la Cuesta: un sendero de hormigas estorbado por pedruscos gigantes. (Por otra parte era ho;a de acordarse que venían sin probar bocado desde el mediodía último). Los toros rendidos fueron echándose aquí y allá, con un hondo suspiro de satisfacción, como para no levantarse nunca. A la vuelta del fuego improvisado los arrieros estaban paladeando los primeros mates, mientras el churrasco comenzaba a chirriar en su asador de jarilla. De pronto un ruido irreconocible se cirnió sobre ellos y apenas tuvieron tiempo de aplastarse sobre sí mismos cuando un bulto oscuro envuelto en pedregullo y olor de polvo pasó casi por encima de ellos y se perdió cuesta abajo. La torada, rendida al cansancio y al sueño, no mosqueó una oreja. Se trataba de un guanaco echado a pique por un rival cuya cabeza, rematando el largo cogote, pudo entreverse algunas brazadas más arriba, al borde de un peñasco. No llegó a sospecharse humedad ni en las estrellas del amanecer. Habían notado, con inquietud no disimulada del todo, que el alba alzá.base sin el chisme de un solo pájaro. Marchaban ahora por un campo desmesurado y chato, moteado de jarillas amén de tal o cual zarza o arbusto espinoso y apegado a la tierra. A la vuelta, cerros rugosos y calvos, como de vejez. El sol parecía ya de plantón sobre una sola pata, como las cigüeñas. El campo estaba inmóvil como toro empacado. Solo de cuando en cuando un remolino de viento vestido de polvo pasaba caracoleando a lo lejos o se venía encima, acegando a los arrieros y haciendo estornudar a las -bestias. (No dicen que adentro va el diablo sentado en una silla de plata llamando con un pañuelo de seda a los incautos?) Los hombres marchaban con los ojos entrecerrados y casi sin resuello para evitar el polvo. Las mu68


las ya con las barrigas sumidas y los ijares huecos. El silencio era como un sigilo de emboscada y el -. calor parecía zumbar al modo de un tábano. Al cielo no lo arrugaban una nube ni un vuelo, si se descontaba el de algún cuervo solitario que trepaba a la altura, por si acaso, a tomar noticias de algún difunto viejo o nuevo adobado por la sequía... Los hombres defendían sus cabezas con sombrerotes de grandes alas y sus cuerpos con ponchos para aliviar el castigo del sol que comenzaba a pesar sobre sus espaldas como una mochila. El agua de los chifles estaba tibia ya. —Parece un arreo de vacas recién paridas —dijo • uno, aludiendo a lo arrastrado de la marcha. —Si esto no es purgatorio no sé lo que será —rezongó otro. El sol se encarnizaba sobre la tierra como chimango en la osamenta. El ganado tosía o estornudaba o esbozaba muy de tarde en tarde un mugido abortado bajo la tiranía del polvo y la sed. En el suelo raído solo podía verse alguna vez, bajo las jarillas, un escarabajo pechando su seca galleta de mula. Pedro Carrasco iba con el corazón en un puño • temiendo lo peor. El campo parecía muerto, con • una tristeza y eternidad de camposanto. —Mire para allá —dijo de pronto Toribio, señalando •con el mentón la sierra del noroeste. Una nube color ala de cóndor estaba extendiéndose sobre el filo de los cerros. Al principio y pese a su ansia ceñuda, no tomaron eso en serio. La tierra, - delirando tal vez por la fiebre del calor, comenzó a amotinar sus remolinos- de polvo, como queriendo nublar el sol. El campo mandaba a ratos un relente a jarillas y retamas chamuscadas como un horno barrido antes de poner el pan. Entre tanto la nube se iba oscureciendo y tapando el cielo sin prisa ni demora. Se oyó de repente un trueno sordo, como encerrado en alguna caverna remota de los cerros, Solo que repercutió largamente en el corazón dé los hombres y sin duda también en el de las bestias. ¿Se daría aquello, tan difícil y fácil a la vez? ¿Les alargaría Dios su mano chorreando lluvia? No se atrevieron a creerlo del todo. Pero un nubarrón zaino oscuro venía ganando la delantera. Y todos confiaron en el milagro cuando el nubarrón tapó 69


el sol y fue como si la tierra se cobijara a tiempo bajo la copa de un árbol... Alguno que otro toro intentó mugir. De pronto el trueno retumbó muy cerca ahora, derecho sobre sus cabezas, ¡Y qué!... Las primeras gotas comenzaron a descolgarse, enormes y pesadas, aunque a desgano, una a una —como pesetas contadas por un avaro— haciendo polvear el suelo. Sin saberlo los hombres estaban rezando en sus corazones. Hasta comenzó a sentirse —do era ilusión?— ese olor, más fresco y hermoso que el de todas las flores, con que la tierra, martirizada por una espera demasiado sedienta y tozuda, agradece al cielo su rebautizo en las aguas de la vida. —Dios tiene que compadecerse, carajo! —Hágase, mamita! Se sacaron los ponchos y los sacudieron para que el polvo no se les hiciese barro. Pero al cabo todo quedó en nada. Fue como chanza de Día de Inocentes jugada por un guarango. Un golpe de viento —que soplaría el diablo— se llevó el comienzo de nublado. Y el sol apareció como un verdugo que no puede menos que reírse de la cara de difunto de su víctima. Y nada más que el árido siseo del vientecito en el arenal, y el chisporroteo de alguna chicharra y el estridor como de coyuntura de pulgar apretado de alguna ramita cediendo por exceso de calor. Al pasar junto a un chañar de sombra haraposa un chimango se remontó con desgano desde una osamenta de burro. Tal vez por una inconsciente necesidad de agarrarse a algo para no desesperar, Pedro Carrasco se encontró reviviendo trozos de niñez y mocedad en su aldea, que ya quedaba a menos de tres leguas, pero que parecía cada vez más inalcanzable. La felicidad verde en el valle oculto como los huevos del nido de la perdiz. Viñas preñadas de jugo rojo. Callejones bordeados de árboles alzándose y extendiéndose para unir sus ramas en bóveda hasta formar un túnel de sombra, solo agujereado por el silbido de los pájaros, y de frescura aumentada por el líquido gorjear de las acequias.

De muy distinto modo estaban ocurriendo las cosas del otro lado de los cerros del norte. Allí el 70


sol no había acabado del todo con los restos de humedad de los valles estrechos, y el calor desaforado hizo fermentar al fin la tormenta. El sol amaneció con la cara de déspota que venia mostrando desde tantos días atrás, pero al no mucho rato, las nubes fueron tapando el cielo y parte de la tierra y detrás de ellas comenzó a moverse el trueno con tanto escándalo como si estuviera cambiando la posición de los cerros. Aquello parecía un alerta para que gentes y animales no fuesen tomados demasiado de sorpresa. El río, con sus cuadras de arena frente al pueblo, largo de muchas leguas y emparedado entre cerros, solía acopiar meses de agua en una hora de lluvia y entonces le daba por desbordar como olla de leche puesta al fuego. Viboreó un rayo apenas visible y el trueno que sobrevino se multiplicó por un profundo rato en los cerros como si fueran huecos y no de piedra maciza. Y la tormenta se descolgó de golpe y en tropel cimarrón como si temiera que le faltase tiempo para su cólera. En menos que se reza un credo las gargantas ardidas de los montes escupían torrentes. ¡Todos los pliegues de los cerros convertidos en arroyos y los arroyos secos en ríos de avería! El cielo devolvía de golpe y porrazo todo el agua que había chupado de aguadas y plantas en tres meses de sequía. Cuando todos esos rebaños de espuma y mugidos se juntaron en la quebrada grande, la cosa se puso fiera del todo, porque las aguas que venían ya arrastrando y entrechocando, como si fueran bochas, pedrones que no moverían tres hombres, esas aguas crecieron hasta poder arrear árboles, cabras, burros _para no contar tal cual rancho de sus orillas— y subieron de tono hasta llegar a un trueno que estuvo ensordeciendo al valle durante horas y horas. Y la tormenta en vez de amainar, parecía crecer, como si los dioses indígenas, desde sus pucarás invisibles, se empeñaran en rodar las nubes falda abajo.

Mientras eso ocurría en los valles del noroeste Pedro Carrasco y los suyos, y los toros y las mulas, aguantaban cada vez menos las últimas leguas de 71


aquella procesión de condenados, más largas a medida que el sol se acercaba a su tope. Tierra de violencia donde hasta los ríos, el zonda, y hasta la tierra misma cuando se sacude por dentro, son armas arrojadizas como las boleadoras. La luz era como un incendio sin llamas. El sol pendía tieso, a modo de plomada de albañil y perseguía sin misericordia aun a las sombras más menudas, que debían esconderse en las cuevas, debajo de las rocas o de las panzas de las bestias. A ratos el aire hedía a chamusquina.

Sin quererlo y sin darse cuenta Pedro Carrasco se encontró reviviendo un pasaje más del infierno que de este mundo, de su trajinada y aporreada vida. Hacía de esto ya muchos años, siendo muy mozo él. En una arría de mulas, viajando a Bolivia, una de ellas, en un descuido, hablase apartado de la huella bajando hacia una cañada. Apalabrado con sus compañeros, siguieron ellos con la tropa, mientras él seguía las huellas de la descaminada. Las perdió después de largo rato, al llegar a un pedregal. Lo cruzó a éste en un sentido y otro, buscando la punta del hilo, digo, la Continuación de los rastros. Y así había dejado entrarse el sol, sin hallar nada, hasta advertir al querer dar vuelta, que se estaba enredando en sus pfopias huellas porque había perdido el rumbo. Lo tapó la noche al pie de un médano y hubo de dormir allí. Y al otro día fue como hallarse en el zaguán del infierno, porque amaneció zondeando. ¡Un día de un viento soplado por el fuelle del diablo en pleno diciembre y en pleno médano y él desorientado ya y solo con unos tragos de agua en los Chifles! Costeó el medanal, buscando salida, siguiendo las huellas por los restos de bosta seca (la Única señal que no se borra en las arenas del desierto) hasta que la mula, jaqueada por la calda y el médano —que sorbe las patas de cualquier bestia que no sea el gua,naco— se negó a seguir y sudada hasta las uñas y chupada como vaina de algarroba, se echó con un hondo suspiro de alivio o de agonía. El se apresuró a desensillaría, tirándola del cabestro, sin que el animal mostrara la menor intención de Cambiar de postura. Entonces tuvo que abandonarla a su suerte y siguió con la montura al hombro, hasta que la fati72


ga y la sed lo obligaron a aliviarse del estorbo. Como que ya tenía de sobra con el viento que se divertía en levantar polvo a las alturas como el alacrán que arquea sobre el lomo su cola endemoniada. Y ni decir que ya hacía rato que había vaciado del todo su chifle. El día anterior había divagado por un valle olvidado de Dios entre cerros pelados como cabeza de cóndor, bordeando un río seco. Río seco, es decir, desertor, ausente de sí mismo o sea de su lecho que recordaba en sequedad y color a ese resto o camisa que dejan las víboras cuando mudan de piel. Río mudo, cuyo caudal era solo de piedras y arenas. ¿Arboles? Sí, los de estas zonas mendicantes de agua, cuyas flores —se trata de tusca, chañar o picharrilla, de jarrilla o algarrobo— son amarillentas como un final de otoño, sin duda en homenaje forzoso a la tiranía del sol. Pero ya no tenían flores y bajo la seca apenas conservaban un resto de hojas. Vegetación resinosa, y tan enjuta en la ocasión que pareciera que la brasa del pecho de la lloica bastaría para declarar el incendio. Al intentar seguir por la falda del cerro más próximo, se había sentido acorralado por las espinas como las reses por el alambre de púa. Los cardones se defendían afilando sus aguijones, ellos que, como los pájaros, beben las gotas de sereno del alba, enviándolas a sus raíces para seguir la porfía. Y ahora era el médano, donde no hay sombras ni huellas, el médano obligado por el viento a arrugarse en oleaje sin rumor ni espumas. La •arena, limadura de rocas que, al sol, no se hace polvareda, sino llama de piedra: la arena limpia de toda ixnpureza, hasta de esa llamada vida. Al promediar la tarde divisó una línea oscura en el horizonte hacia la punta extrema del rumbo que llevaba, y el corazón le saltó adentro queriendo seguir más aprisa que él... ¿Arboles o qué? Caminó y caminó hundiéndose a ratos hasta media canilla en la arena, aunque pese a ello y pese al calor al rojo blanco, sin una gota de sudor. ¿Era que el zonda le estaba enjugando hasta la sangre y la saliva? Se detuvo un momento porque el acezo le impedía andar y al e anhinarse un poco advirtió manchas blancas en el pecho y las pantorrillas... ¡Era la sal del sudor evaporado Continuó la marcha, haciendo de tripas corazón, porque ya no tenía duda que el borrón del horizonte eran árboles. Solo que cuadras antes de llegar a ellos se dio con otra sorpresa: ranchos de 73


paredes de troncos enterrados en el médano a medias o hasta el techo... Entonces recordó aquello escuchado desde niño: la historia del pueblito llamado Pantano Viejo abandonado por sus pobladores —ten qué año?— porque un día las vertientes que lo proveían de agua habían dejado de manar debido a excavaciones y explosiones hechas en el cerro próximo. En cierto instante en que logró poner orden en sus pensamientos, dedujo que él se había descaminado del norte hacia el naciente. ¿Cuántas leguas de arena y sed lo separaban ya de sus compañeros? ¡Un villorio devorado por la sed como por una peste o un volcán! ¡Oh, aquí había sido el rizado murmullo de las acequias y los álamos, el verdísimo frescor de las ramas y las viñas; aquí los pájaros habían alquilado las ramas para sus nidos y que rumbeaba al naciente! Y así, caminando sin tregua, subiendo y bajando lomadas pedregosas y áridas, con tal cual arbustillo de sombra harapienta, lo alcanzó el mediodía con un sol que parecía fijo del todo como la mirada del tigre en acecho. Le entró prisa en eso, sin duda porque comenzaba a perder la esperanza. Y siguió caminando, pero ya sin fijarse hacia dónde, entregado al azar, •no sin sospechar que cuando más caminase, más lo apretaría la sed. Si, ¿pero cómo sentarse o echarse a esperar la muerte? Y así fue como entró de nuevo en tierras donde el polvo —no la arena— era señor absoluto. (En el principio fue polvo y quizá también en el fin lo será). Campo de antes del diluvio, donde el peligro más inminente era el del guadal de polvo, más tragón que el de cieno. Hasta que en un bajío creyó advertir plantas y algo como un brillo de agua... ¿Qué? Era un salitral con jumes. El jume, la planta acérrima y medio mineral, y el salitre, como sudor cuajado del desierto. Un silencio de camposanto, aunque turbado a ratos por el oculto, con su tambor funeral que él bate debajo de nuestro horizonte, en la noche hundida de los muertos y de las raíces que luchan sin tregua para no morir. Y siguió andando leguas y horas, cada vez con mayor engorro, aunque sabiendo que no podía detenerse. Todo para ser sobrecogido por lo más inesperado: el descubrimiento de rastros de hombre, tan frecuentes o frescos que su corazón paró un momento sus latidos, aunque solo hasta advertir que estaba pisando sus propias pisadas. Entonces se sintió per74


dido del todo. Le invadió el magín la mar de cosas, todas de pesadilla. Sí, la sed es el mejor anticipo del infierno sobre la tierra. ¿Hasta cuántas horas puede estirarse la sed de un hombre? ¿Quince, veinte? Dicen que en vísperas de morir de sed, sobreviene una tosecita peor que la de los tísicos. Y que cuando de los ojos empiezan a saltar lucecitas, es el comienzo del fin. Entonces, el sediento, ya enloquecido del todo, o tal vez mezquinando su carne a los caranchos, se entrega a cavar con sus uñas su propia fosa. Se sintió como planta arrancada y con las raíces ofendidas sin remedio por el sol y el viento. Sintió cerrársele la garganta casi del todo. La lengua más seca que la de un loro. El gaznate como de yesca o esponja. Y más torturante que la sed misma era la tentación del agua. El agua, que no tiene olor, color ni sabor ni forma, como el alma misma. El agua, sangre de todo lo que vive, anterior y mayor que la otra. Sin ella no hay planta ni animal, ni sentimiento ni lágrimas. El agua, más felicidad que el amor, más cielo que el otro: cielo líquido. Y el agua, el gorjeo del agua, más que la música de los ángeles. (Todo esto no se lo decía con palabras, ni lo pensaba siquiera, pero lo sentía de algún modo, mientras su magín, desbocado ya, inventaba lluvias y aljibes, cascadas blancas y sandías rosadas...) Porque el desierto, amigos, no es cosa así no más, sino el más maula de los demonios, ya que puede burlarse de sus víctimas con la tentación del agua, mucho más irresistible y temible que la de la hembra, el oro o el poder: el agua, cuerpo vivo de la felicidad. Solo que al cabo de un tiempo su ansia pareció irse calmando. Desde luego que la sed lo estaba casi estrangulando como la soga estrangula al ahorcado y quizá su lengua estaba a punto de colgar amoratada y sus ojos amenazaban salirse de su cuenca, pero ocurría a la vez que ya había tocado el fondo de la deseperación y comenzó a sentir una especie de calma: sin duda esa que demora un instante la tormenta, o la del reo al subir al cadalso. ¿O era la seca ebriedad de la sed, más alucinante que esa otra babosa y lacrimosa del vino? En cualquier caso ya no sentía esa quemazón de todo el ser de horas antes, ni siquiera pena o pujo de llanto, tal vez porque la sed del desierto le había secado hasta el manantial de las lágrimas... Y entonces ya no tuvo pensamien75


to más que para su madre vieja, que tal vez no resistiría el notición del entierro de su hijo por mano propia, y para la Anita, su novia, que alarmando a los mirones, había gemido al despedirlo como si no esperara verlo más. ¿Y al fin? Nada... Un sendero de hormigas seguido al azar, más por instinto que advertencia, que fue a dar a un sendero de cabras, y éste a .. un canto de gallo, es decir a un rancho perdido en una quebradita próxima.

Pedro Carrasco acababa de despertar de una pesadilla solo para entrar en otra. De veras el campo se iba pareciendo a un arrabal del infierno. La gran sequía era como un incendio reciente, del que solo quedaban la ceniza y el resquemor. Blancos de polvo hasta las pestañas, hombres y bestias tenían algo de amortajados. Los bofes debían estar ya arrugados como fuelles. Sed antediluviana de agua. Pisaban polvo, respiraban polvo, paladeaban polvo. Tal vez comenzaban a ser polvo ellos mismos. Pedro Carrasco sentía su corazón cada vez más encogido y tembleque, como mula que baja por un despeñadero. Hacia el sudoeste remoto se distinguió una nubecita blanca como un ángel. Era la cima del Famatina, cuyo cuerpo azul se fundía con el cielo. Había que luchar, sin embargo. El peligro se volvía cada vez más filoso, como que vuelta a vuelta los toros amagaban echarse. —Eh, toro! ¡Eh!... —Sigue, caracho, si no quieres que el sol te fría en tu propio cebo! Sí, había que atropellar gritando, escupiendo entre grito y grito, azotando los guardamontes o las ancas de los pobres astudos que dejaban ver a veces un pedazo de lengua reseca como si fuera de loro. Hasta que todo pasó como en una pesadilla y en menos que canta un galio. El toro que tranqueaba en la punta se detuvo arqueando un poco la cola- y levantando en alto el morro fruncido —imitado poco a poco por los más próximos— y de pronto, con un 76


mugido que se le quedó en el gañote, se echó adelante de un brinco con la cola en alto, y a poco trecho la larga procesión, como agarrándose de la cola del diablo, se precipitó detrás. Los arrieros trataron al principio de detener aquella avalancha como de agua que rompe su dique, espoleando sin asco sus mulas, sacudiendo sus ponchos con gritos de indios, como ajenos al peligro de morir bajo tamaño avalancha de patas entre una polvareda más cegadora que humo pero, ni qué decir, todo fue tan inútil como escupir la cara del viento. A los prófugos les faltaba tierra para disparar, como si escaparan de una cárcel o llevaran avispas bajo el rabo. ¿A quién alquilaban semejante brío bestias que venían ya arrastrando las pezuñas y amagando echarse, derrotadas en efecto por la sed y el cansancio? Pero el que huye del incendio se olvida hasta de sus muletas. La tormenta que los burlara en la mañana se había desfondado al otro lado de los cerros del noroeste. Una tufarada de viento les había hinchado los ollares con el olor del río crecido, es decir, la promesa del paraíso líquido, la de la mayor felicidad que se conozca sobre la tierra y bajo el sol: el encuentro de la sed y el agua. Aquello, peor que el espejismo del desierto, llevaba derecho al muere —como sucedió— ya que abrevándose con furia y sin medida en aquella agua mitad barro de la creciente, casi todas los pobres bestias debían finar con las panzas hinchadas como nubes de tormenta. Cuando las mulas, semiahogadas por el polvo y las toses, no cedieron un tranco más a la espuela que les ensangrentaba los ijares, los arrieros se quedaron pestañeando y contemplando como recién despertados de un sueño, el atropello de lomos y astas que se perdía en el nubarrón de la polvareda y el trueno del galope bisulco. Se les cayó el alma a los talones. De veras parece que en ocasiones Dios pierde los estribos y entonces es capaz hasta de echarle una zancadilla a un ciego. Sin saberlo Pedro Carrasco iba llorando lagrimones que abrían surcos oscuros en su cara blanca de polvo. Lloraba barro! Iba con los ojos cerrados. Tal vez se durmió un instante, o fue que soñó despierto. Vio que los toros llegaban al río —los que no habían caído en las huella casi todos a un tiempo, pardos de polvo y cebrunos de sudor, con las lenguas salidas, para zampar cuerpo y todo en un agua gredosa 77


sus fauces rajateadas por el sol y el polvo. Y bebían, y bebían como bocatomas, con sorbos inacabables, entre borborigmos de caldera, primero, y después con pausas, alzando los morros chorreantes, y seguían bebiendo, y aunque iban hinchándose y criándose, seguían bebiendo y no pararon hasta.., secar el río, y caer sobre su lecho con estertor rematado en trueno, mientras sus barrigas se alzaban hasta hombrearse con los cerros y las nubes y tapar el sol y el mundo...


Guitarra adentro

Aquel Domingo de Ramos —despedida última de carnaval— la gente había acudido a la pulpería de don Mercedes como hormigas a una chorrera de arrope. Eso sí, era a boca de oración y apenas si había alguno que otro bebido —entre los hombres, se entiende. Cuando yo entré, el baile se movía con ese desgano de los comienzos, y en ese instante se había hecho una pausa para escuchar a uno de los cantores del pago. Alguien me chismeó al oído: —¿Ve aquél mozo que está allí, junto a don Cruz Toledo? —Sí, ¿Un forastero, no? —Bueno, dicen que es alguien de avería para la guitarra. —,Ah, si? ¿Y de cuándo por estos barrios? —De hace un par de semanas, a lo sumo. —Y en qué trabaja? —En cualquier cosa. Lo vi herrando mulas en lo de don Rangel, pero creo que anda de paso buscando trabajo en alguna mina. —Ah, ah. —Aquí anda ya corriendo un chisme traído por alguna lechuza. En su pago —en San Juan, creo— parece que tenía una novia, o algo así, cuando hubo de ausentarse engac.hado con un contratista de los ingenios del norte. Volvió al cabo de dos años, con sus buenos pesitos en el bolsillo para encontrarse que la prenda acababa de comprometerse con uno de esos hombres a los que le sobra la plata que nos falta a los que andamos estorbando. —Ah, ya... Pero usted sabe y mejor que yo que novedades de esa laya son viejas como el modo de andar a pie. —No digo que no. Y muchos lo suelen arreglar con alzarse de hombros y una escupida... o con una barrabasada. Con nuestro hombrecito ocurrió otra cosa: fue como si algo se le quebrase adentro. En todo caso abandonó su pueblo y se echó a rodar tierra, 79


sin rumbo fijo, ocupándose de cualquier cosa, mudando de querencia siempre y al parecer importándole de la vida menos que a un gitano. —Se habrá dado al trago, de juro. —No, creo que no. Ni al juego. Según diceres, todo su metejón es la guitarra. —Y?... ¡También es hembra y menos maula que muchas! ¿Sabe que se me está despertando 1.a curiosidad como a las viejas? Me gustaría oír a esa chicharra. --Crco que no se quedará con el antojo. Es cierto que no faltan quienes digan que le gusta hacerse de rogar, por hurañía según unos, y otros que por llamar la atención. Pero no pasan de bolas, según parece. En efecto, lo que menos traicionaba aquel hombre era hipocresía o vanidad. Vestía, por lo demás, muy a lo pobre y su único lujo era un pañuelo de seda al cuello. Al fin mi informante se acercó a él y después de saludarlo con su mejor manera, hablando en voz alta le dijo que ya sus mentas estaban corriendo por todo el pueblo, y que ellas lo estaban medio obligando a dejarse oír. El forastero se destosió un poco y demoró en contestar, y al fin dijo que él era un aficionado a la vihuela como tantos y que era mucha honra que le pidieran tocar y que lo haría pese a su temor de que el ruido resultase más que las nueces. Sacó su guitarra de un estuche muy, pero muy aporreado por el tiempo, y después de una pausa comenzó a tocar. Una zamba primero. Una chacarera después. Y el efecto no tardó en verse: uno a uno todos fueron volviéndose hacia él como la punta de los pastos hacia donde sopla el viento. De la boca de su guitarra, como de un pozo de brujo, iban saliendo cosas que quizás nadie oyera antes. No pasó mucho rato y aquel hombre estaba ya queriendo mandar en todos los corazones, como su patrón, según creí adivinar. Me dije que el cantor estaba intentando anoticiarnos de muchas cosas, pero sobre todo de los vientos encontrados de amor —a todos, incluso los que creían saber algo y a los que nunca habían oído hablar de ellos. Yo estaba pensando que no es pura casualidad que la guitarra tenga cintura y voz de mujer, ja que quizá el corazón de la mujer, como la guita80


rra, puede dar voces muy distintas según quien lo toque. El encordado de la guitarra parecía un puente debajo del cual pasasen, atropellándose, aguas profundas. Pero a ratos era como si pasase todo el caudal que pasa por el corazón. Y a ratos parecía desbordarse la creciente de las lágrimas. Entonces fue cuando alguien, adivinando el pensar de los otros, dijo, con broma cariñosa, que tal vez ya era tiempo de que desenvainase la voz. Y él cantó. Creo que está demás que diga que yo nunca había oído a un hombre poner así tanta alma en su voz y en la punta de sus dedos. En una de las pausas reojeé en redondo a la concurrencia, o mejor, pasé revista de soslayo a las distintas caras. Valía la pena. Don Toribio, el carnicero, se había olvidado para siempre, con la boca entreabierta, del bolo de coca que rumiaba. El turco Tufí, con sus bigotes caídos, parecía chupárselos de gusto. El pulpero demoraba en volver a rellenar los vasos. Hasta Ramón Pedraza, el cara de vinagre, tenía ahora un ceño despejado y una cara que no era de él. El viejo Braulio, tan callado por lo regular como un árbol sin hojas, fue esta vez el primero en levantar su vaso diciendo sentencioso: —Con el perriiiso de todos, señores, voy a brindar por este hombre —y movió su barba de chivo apuntando al cantor—. Aunque tal vez el pobre no la conozca, nos está regalando la felicidad. ¿Qué quería decir el viejo que tenía mentas de brujo? Varias voces corearon algo, aprobando. El cantor agachó la cabeza en una media venia tímida pestañeando seguido, como avergonzado. Y la música y el canto continuaron, porque los concurrentes lo exigían así, con voces como de ruego y mando a la vez. La belleza —se llame música, mujer o primavera— es quizá la menos turbia de nuestras alegrías, creo; pero también tiene algo del misterio embriagador y tremendo del vino. ¡Caramba la guitarra y la voz de aquel hombre! Música que caía sobre el corazón como sobre un campo en sequía, —que ponía el alma en el fiel de la risa y el llanto, digo una demasía de júbilo y un comienzo de angustia---, que era como una enamorada que diese el último adiós a su amante ya 81


perdido en la lejanía o lo abrazase con alegría extraviada al regreso de una insoportable ausencia, —guitarra tan hombruna y mujerenga a un tiempo que parecía querer acercarnos algunos de los secretos de la noche y las estrellas, o narrarnos las albricias de los pájaros del amanecer, o era de pronto como si alguien sollozase con toda el alma sacudiendo todo el cuerpo. Que el diablo haga de mi cuero un poncho si miento un chiquito. Fue entonces cuando advertí otra novedad no menor. La Dora, la hija de don Mercedes, el pulpero, parecía al fin interesarse por algo que no fuera su propia personita. ¡La Dorita Era sin duda más lujosamente linda de lo que tal vez esté permitido a la hija de un simple pulpero, aunque él guardase —se suponía— más plata que varias docenas de tipos como yo. El único defecto -si lo era— lo constituía su engreimiento. Se sabía guapa y de ojos de abrirse cancha hasta en lo oscuro, y codiciada hasta de los muy pagados de sí mismos, y tal vez no olvidaba del todo los morlacos de su tatita. Hasta se había permitido rechazar la oferta de casorio de Panchito Rivas, •hijo de uno de los cogotudos del pueblo, y ni decir que había contestado siempre con un alzarse de hombros y una media sonrisa compasiva a las insinuaciones o declaraciones de más de un tenorio lugareño o de paso. No había faltado alguien —de los dolientes, seguro— que pespunteando las cuerdas zumbase la coplita fisgona: Si un- rey buscas para novio cuatro tiene la baraj a...

Era cosa seria la Dora, con sus ojos color de moscatel y sus labios color de mosto y que no conocían más beso que el de la bombilla, y la altivez retadora de su talle, y su andar de perdiz presta al vuelo, y su mirar como rehuyendo posarse en alguien. Eso si, no era menos cierto que su vista alegraba los ojos como un ojo de agua en la travesía o un ceibo emponchado de cucuruchos carmesíes. La miré con disimulo. Se había quedado con las manos puestas en el respaldo de una silla, olvidada de su aire de mirar por sobre el hombro, con sus ojos dorados (que parecían más grandes y más hondos, como un río crecido) puestos en el cantor. 82


Eso duró un rato largo. En el silencio que sobrevino se oyó el cric-cric de una de las lechuzas anidadas en el campanario próximo. A mí se me ocurrió pensar que ella estaba esperando y esperando (y tal vez rogando) que aquellos ojos oscuros de él se volviesen un momento hacia ella. Pero creo que no la miró ni una sola vez o, mejor dicho, cuando él alzaba la vista no la detenía en nadie sino que parecía mirar muy lejos, como más allá de nosotros, a menos que estuviese mirando hacia adentro de sí mismo, o que no hallase donde esconder la mirada al saberse centro de la atención tragona de todos. Mis ojos tropezaron en eso con el bulto de Cirilo López, el tahúr y mujeriego de mal ganada fama de guapo, con su aire de "a mí no me tose ni mi suegra", que estaba espiándola a la Dora con no sé que sonrisita cínica y ojos que le brillaban - como los de un puma encorvado. Pero, claro está, hubo un nuevo envión de ruegos e insistencias y el guitarrista cedió una vez más. Y lo que vino me pareció que aún dejaba a la culata lo anterior. O quizás era que la música nos había ido entrando poco a poco al corazón como • la lima al hierro. Cosas maravillosas y confusas estaban pasando a través de mi magín y mi alma, y sin duda de los de todos. La corcovada tristeza de los cerros, —y el cencerro de la piara en los largos viajes llorando por la querencia remota—, y el canto de La torcaza ahondando la soledad, —y la sed arenosa de las travesías—, y la bendición del jagüel con su rumor de risa de niño. Ésas y muchas cosas más. La borrachera del corazón en su amor de primavera o en el de un amor capaz de sobornar al olvidó y la muerte, —y un ruego sin fondo procurando una tregua del destino—, y un golpear de nudillos en la tapa de la guitarra o del ataúd llamando al ausente sin regreso. Y sin embargo el viejo Braulio tenía razón. Por encima de todo aquello era una alegría más límpida que cualquiera otra. Como una cisterna alumbrada en el desierto. Como si en la urdimbre de su instrumento, el guitarrero tramase las fibras más nobles de nuestro ser. Hubo una pausa: Alguien dijo cerca de mí: —Me ha hecho recordar mis tiempos de niño y al finado Paredes, que habiendo matado a un hombre en un desafío, embrujó con su guitarra al co83


misario, y tanto, que —según se dijo— hizo la vista gorda para que el preso pudiera limarse los grillos y volar. Pero no oí más porque la música y la voz volvieron con una audacia más larga como de río que crece: Cuando se muera Riquelme dos velas le han de prender: una porque ya se ha muerto, otra porque no ha'e volver. Y Riquelme tocó y cantó una vez más, la última no recuerdo si fue gato o milonga, o qué. Comenzó medio al tranquito, lerdeando, y después atropelló a fondo, como cuando uno clava las espuelas y se alza sobre los estribos, revoleando las boleadoras detrás de un guanaco en el callejón de los cerros. La voz y la guitarra crecían como un río, pasando de un extremo a otro, diría del otoño pisado a pura risa en los lagares al canto de la tórtola del monte intentando poner en música el llanto humano, y creo que todos estábamos más o menos borrachos por dentro, digo menos de vino que de guitarra y de añoranzas. ¡Ah, la guitarra, que lo encariña a uno con las propias penas, y hace olvidar la vida, y también la muerte, como la sed hace olvidar el hambre! El cantor estaba echando el resto, sin duda. Todos seguíamos no solo amontonados sobre nosotros mismos, sino sujetando el resuello, colgados de un hilo. Silencio más santo que el de la misa, y que nadie se atrevía a romper. Ese silencio fue tan hondo que por la ventana entró patente el relincho del cojudo de don Mercedes que pasteaba al otro lado del río. Algunos respiraron con fuerza como caballo que se le afloja la cincha después de un galope. Otros seguían como ausentes de sí mismos. Uno se había quedado en cuclillas, dibujando algo en el piso con un palito, y otro con la cabeza volcada hacia atrás contemplaba la viga del techo. El pulpero demorabu en volver a sus vasos, y doña Rosa, su mujer, se secaba con la punta del delantal las lágrimas que no le cabían en los ojos. —Eso se llama bravura, —sentenció al fin alguien con voz ronca. —Que me rebajen una oreja —gruñó Cirilo López, al vecino suyo, echando un resoplido aguardentoso por entre sus gachos bigotes. —A mí no me la pega, amigo. Este no ha aprendido solito lo que 84


sabe. ¿Cuándo se ha oído tocar, así, quiere decirme? (El otro alzó los ojos, pestañeando seguido como lechuza al amanecer. Bien entendía lo que le querían decir. El que vende su alma al diablo en la Salamanca, suele hacerlo por plata, por mujeres, por poder o por algo que puede procurar esas prendas, aunque no falta algún loco que la merca por cosas de mucho menos enjundia, como la de ser un jinete inapeable, por ejemplo.) —Hay gustos, amigos —continuó el fanfarrón metido a zahorí—. ¡Vea que empeñar sin vuelta su alma solo por el capricho de poder, guitarra en mano, enredar el alma de los oyentes en las cuerdas.., como la araña enreda moscas en sus hilos!,,. La vanidad, que maulas, es más angurrienta que la sepultura... Alguien se adelantó sin prisa hacia el guitarrero. Era don Agapito, otro de los platudos, presumido de mano abierta, aunque no eran pocos los que rezongaban que no soltaba un peso ni a su abuela sin prevenirse que eso fuera visto de muchos ojos y llegase hasta los oídos de los sordos. Sea lo que fuere, el tal, con el sombrero medio echado hacia -atrás y hurgando algo en un bolsillo de su vistoso cinturón de carpincho con rastra de plata y medio volviéndose hacia los asistentes, dijo alzando la voz para que lo oyeran todos: --Creo señores, que ni yo ni nadie ha oído jamás tocar ni cantar así. Sírvase, amigo, —remató alargándole un papelito de cien morlacos al cantor—, por si le haga falta esto en la huella, y disculpe. —No hay de qué, y se agradece —retrucó el aludido, recibiendo el chisme al tiempo que se alzaba y se encaminaba hacia el mostrador diciéndole al pulpero: —Aquí está esto, señor, para que lo beban estos amigos conmigo -a la salud del hombre generoso. Y volvió a sentarse como si tal cosa. Algunos de la rueda enderezaron las orejas como si hubieran oído mal. Otros se entremiraron de soslayo. Creo que todos pensarían lo que yo. Desbaratar una centena de patacones que le caían como llovidos del cielo ¿no le quedaba grande al hombrecito a quien no le sobraba acaso un par de chirolas para renovar sus alpargatas? (Pero al mismo tiempo pensé que solo un pobre es capaz de mostrar desinterés cierto por cosas del bolsico. El rico 85


suele ser arrastrado como basura aunque esté sobre la plata. Y lleva su caja fuerte en las espaldas como una joroba.) El cantor volvió a su guitarra sin que nadie se lo pidiese, para despedirse, según dijo... Y ahora sí que parecía tocar menos con la punta de sus dedos que con la de su corazón. A ratos parecía un brujo que conociera el sentido de la voz de los pájaros y los vientos, o el arrorró para adormecer a las fieras o las tormentas; otras veces su guitarra parecía estar en el cielo, con sus cuerdas bajando como hilos de lluvia sobre un secadal. Cuando calló, nadie se atrevió con el silencio. Fue entonces cuando ocurrió aquello que sorprendió o azoró a todos, aunque tal vez no a mí. Entre indecisa y presurosa, con su cinturita y sus caderas de guitarra, la Dora avanzó de pronto hacia el •cantor, y desprendiendo de sus cabellos el Único adorno que solía usar, un clavel —que entonces me pareció más arrebatado que la pasión y el rubor— se lo puso en el ojal de la solapa. Vi que él palidecía primero como uña apretada y después que la sangre se le subía a la frente y que apenas atinaba a musitar algo, mientras ella se retiraba de prisa hacia el interior de la casa, sin duda a esconder su confusión y el color de su cara apenas menos encendido que el del clavel entregado. Fue poco tiempo después cuando ocurrió el gran reventón. La Dorita se fugó con el forastero. Desde un pueblito lejano escribieron a los padres de ella una carta muy humilde pidiendo autorización para casarse y dando a entender que no esperaban ni querían ayuda. Las lenguas del pago —las veteranas sobre todo— tuvieron comida para rato, condenando o lamentando la cosa. No figuré entre ellas. Salvo mejor opinión, yo pienso que eso que llaman matrimonio de conveniencias o resuelto por los padres, es la misa de difuntos del amor. Con la pareja de mi cuento pasó sin duda al revés. Casi todos llevamos escondido o dormido no sé dónde, un amanecer con pájaros. Eso fue, de juro, lo que el guitarrero despertó en la Dora con la música que crea cielos que no se ven, pero que se oyen. Y ella debió haber adivinado entonces que la rosa —el clavel en su •caso— es más útil para nuestra alma que la zanahoria para nuestras tripas. 86


Desquite

Enlazado de medio cuerpo por un pañuelo que cruzaba bajo las alas, colgaba el gallo en vilo del gancho de la balanza de mano. —Seis, ocho... Les llevamos apenas una oncita, —masculló el viejo Eladio. —Bueno, bueno, calcen ligerito y vamos, —gritó don Paulo. Y en las púas, despuntadas como guampas torunas, les calzaron las espuelas de acero. Cantó uno y sobre el pucho le retrucó el otro: cantos encogidos de rabia, como restallados. Capadas •de crestas, las cabezas desnudas como un talán, rojas como un tajo. Lampiños de cogote, de anca y de muslos, mostraban la carne en que ardía la sangre de pelea como ají de monte. En cuanto al estado, ya se vería el alcance del toreo y la dieta, y la maña de los cuidadores. Con ese odio que prende más ligero que la pólvora, tiritaban de coraje, golosos del entrevero a punta. Se salían de la vaina. Uno, el Giro, era medio viejazo, y viejazo del todo, pero su fama tampoco era nueva. Al Torcazo, un tuerto de avería, su dueño lo había costeado de no sé qué pago. En un decir Jesús, un muchacho había rociado y barrido el redondel. El viejo Eladio echó su gallo. ¡Qué mozo para un baile! Cloqueando despacito, alzando un poco las patas por el ajuste del puón, el Torcazo caminaba tranquilo, canchero viejo. El costurón de un tajo le sesgaba el cogote. Por ratos quería alzar alguna pizca del suelo, o tirarse la atadura de una espuela. Don Paulo se arrimó con su gallo y el viejo levantó el suyo. .-Caramba, —chanceó aquél, mirando al Torcazo, —como si medio le brillara la cabeza... —Es la grasa de zorro, señor, —se rió el otro aludiendo a la vieja trampa. Soltaron. Los gallos guardaron distancia, agualtándose medio al sesgo con ojos de chispa, los cogotes encogidos, tiritando las cabezas, en sube y baja, como si vinieran buscándose de años sin poder toparse.

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(Sabido es que en este mundo no hay valor como el del gallo, que lleva más ecuador en su sangre que el zonda o los toros alzados. Siente el placer de la pelea como otros el del bocado o el trago. A veces parece que si canta es solo para apresurar al regreso del sol que trae la luz para el combate. Que mucho, pues, que se vuelva sordo a las heridas y se críe en la lucha y aumente su temperatura en los golpes como el hierro en el yunque. Yo, el que narro, estoy metido en esta ceremonia muy contra de mi gusto, pues fuera de que me repugna toda adulación a la crueldad y la muerte, creo que el que hace vibrar como un arpa su ala rayando el suelo en honor de su dama y se emparejo, al amanecer con su cresta y su canto, es uno de los aguinaldos del mundo.) Se acercaron de pronto, cara a cara, a cosa de un jeme. Se cruzaron al fin, y revolaron dos o tres veces más sin tocarse. Se tanteaban. —Un cañón, su Giro, don Pancho. —Jue pucha... ¿y el otro? Y vea lo que me lleva de alto; creí que fuera menos... ¡Habla sabido criarse su gallo! —Y... todavía llorando! Se criará si es brujo, pero con el ojo tuerto no ha de ojear a nadie, pierda cuidado. —No le hace —copó otro—. No ha de ser el primer tuerto que anda de gendarme... Algunas risadas se ahogaron en el silencio de los más, que espiaban a fondo. Entretanto los gallos habían llegado a pico y a los primeros topes que los presentaban sin trampa. —No se ha visto nada todavía. —Es l'hora de parar, señores, antes que la balanza se ladee. Con las cabezas temblando como al hervor de la sangre, y con su maña cíe cuchilleros viejos, los gallos trataban de ventajearse. Siendo animales de tanta ley, la riña podía estar en un pelo. ¡Qué empate en el arrojo y la baquía! El Giro no entregaba la cabeza ni en chanza, o la botaba al suelo para que las patas del otro ni la viesen. El Torcazo, en cambio, le barajaba todos los tiros, y ya se vio que podía tirar mordiendo de donde echara el pico, y también con mordida ajena. ¿Y el ojo seco? Mucha falta que le hacíal... La riña estaba en un pelo. Bárbaros de más puntas que un tala, era cuestión que se entregaran un poco, no más. Por ahí se agarraron de firme, y con88


testando al otro, el Torcazo tiró dos veces en la misma picada, aunque su tiro de crédito era de costado. Se le vio un rasponcito, una nadita, cerca del oído... —Diez pesos al Giro! —desafió el comisario— ¿Quince pesos al Giro, señores? ¿Quién paga? Nadie movió la boca. Se cruzaron de nuevo, y al Giro le coloreó un tamaño tajo encima de la nuca. —Pago los quince pesos, don! —anotició de golpe el viejo Eladio. El desafiante medio tartamudeó al principio, pero después retrucó con ganas: —¡Pagados! —Velay, ¿quiere llevarme cinco pesos más? —se le arrimó otro comedido. —No ha de ser, amigo; déjeme espiar un poco... Qué diablos, al Giro le sangraba ahora el pico. Hereje el tuerto, señor. ¡Vaya la falta que le hacia el ojo ausente! Le llovió la plata como habas. —Diez pesos al Torcazo! Cinco aquí! —Diez a ocho al tuerto! —Está lindo pa' parar, caballeros; nada se ha visto hasta no ver todo —filosofó un viejo de ponchito hilachento, sabiendo que una riña es como taba en el aire. Todos estaban con la boca seca. Nadie pitaba. Los gallos se acorralaron a muerte. Dos o tres topes más y alguno medio cloqueó. ¿Cuál? No se supo bien al principio. El Giro acababa de perder el pico, y el otro, golpeado en el ojo bueno, estaba ciego... El asombro de la rueda ruideó como viento. —Silencio. Cosa del diablo. Vea usted si uno puede fiarse de algo. Dos veteranos venían a quedar de a pie, como quien dice, en las partidas, antes de soltar la carrera. El Torcazo tiraba picotazos al aire; como cazando moscas; el Giro cargaba con ganas; pero al querer morder para afirmar el bote, mezquinaba el pico destapado. ¿Y ahora? ¿Remataría en tablas? ¿O la riña sería más larga que un velorio? Vaya a saber. Los jugadores callaban. Los gallos, apocados un buen trecho, fueron volviendo al juego, pechados por algo más fuerte que 89


ellos. Sin maña, a lo zurdo, se topaban de nuevo. —Agora sí! —Se va a componer el baile. —Ahijuna, vea no más... —Silencio, señores —pidió con mando el viejo Eladio—; mi gallo está peleando a oído. Quedaron como en misa. De veras, el Torcazo, ciego, buscaba la cabeza de su contrario guiándose por el resuello. La riña chispeó un rato. Golpes de muerte se cruzaron de un lado y de otro. —Ahí nos pegaron fiero. —Y esa del cogote? Vea... —Cuidao, cuidao... Los peleadores se metieron en la muerte hasta el encuentro. El Torcazo tenía la cabeza arada de tajos. El Giro estaba torcido ahora. Apunados por la lucha, resollaban con pena, silbando, roncando. Las alas les caían como un poncho mojado. Uno picoteaba la lona del brete, ido. El otro, como con chucho, tiritaba sobre sus patas. Aún se buscaron. Cómo no, si para algo es el bicho que entre sus puones y su pico acorrala el mayor coraje de que haya mentas. A alguno le borbollaba la garganta. ¿El Torcazo? Sacudió la cabeza con un cloqueo. —Oh... •degollao... Lo está ahogando la sangre! En eso, sintiendo cerca el acezo del otro, se despabiló de golpe, y tambaleando a lo borracho, cmtareó el último bote. Después se acostó despacito sobre sus patas y aflojóla cabeza, muerto. El vencedor, desfondado de heridas y casi ciego, miserable, espantoso, soberbio, lanzó su diana de victoria. Digamos que detrás de la riña había gallo encerrado. El comisario Ramos se había amancebado —¡no era milagro habiendo la ocasión!— con la comisaría desde hacía años, formando trenza con el cura y el juez, tales para cual. Mandón el hombrecito y con más zancadillas que una vizcachera. Y estaba entrando de aprendiz de brujo. Sabíase, al menos, que en las votaciones con un solo golpe de varita, digo de pluma, producía la comparición de los ausentes, y si el caso apuraba, resucitaba a algún Lázaro. También tenía fama de ir a medias con el gobierno en las multas y de comerse uno o dos gendarmes, digo sus sueldos. 90


No había podido desaprovechar la ocasión de cierta diligencia del viejo Eladio ante la autoridad para dejársele caer sin ruido caldeándole la oreja con las ventajas de ladearse hacia el gobierno en las próximas votaciones. El viejo se negó, pidiendo disculpas. El había pertenecido desde mocito al bando contrario y daría mala vista ¿no le parecía? que, ahora que se hallaba en las malas, lo abandonara como a caballo manco... El comisario se mordisqueó el bigote sin decir mu, pero al no mucho tiempo, con pretexto del carnaval, le había pedido permiso para bailar un rato en su casa. Era el antojo de muchos bailarines a causa de la Aguedita (ojos de torcaza y cinturita de culebra), la hija única del viejo que él cuidaba como un sacristán un altar. Paró el golpe en el aire, pues, alegando no sé qué achaque ocasional de la Hermógenes, su mujer. No quedaron las cosas en buen pie, sin duda. Hasta que un día, en una tabeada, Albino, su hijo mayor, —tan medido en sus modos, como era— había tenido la perra suerte de lastimar seriamente de un talerazo a otro mozo. Los testigos coincidieron en que el herido —hijo de familia acomodada, amiga del comisario— había no solo provocado sino agredido al heridor. De maldita la cosa que sirvió eso. El sumario resultó, como tenía que ser, desfavorable al más pobre, opositor al gobierno para mayor desdicha, que fue remesado a la ciudad, en cuya cárcel llevaba ya dos años. Los suyos habían quemado buena parte de lo poco que tenían buscando excarcelar a aquel hijo. Para colmo, en cierta ocasión, el comisario le había dado a entender al viejo que aquel asunto pudo haber tomado otro giro de haber sido él menos rebelde y porfiado... El punto más enconoso de la cuestión era que el comisario había castigado al muchacho después de la pelea, y el viejo, sin que nadie lo oyera, había jurado vengarse. ¿Qué podía hacer él, viejo y pobre? ¿Qué no?... ¡Le haría un buen raspón en la cara y no de atrás, no señor, sino de adelante, y tan rápido que no le daría tiempo de pestañear! Después, viniera lo que viniese... Por meses llevó ese entripado. Poco a poco una consideración nueva le fue cruzando el magín. Bueno, sí, el señor comisario ostentaría siempre en el cachete bola la flor •de tarja que él le dejaría de recuerdo, pero, claro —apenas si lo pensó antes— su familia quedaría en total 91


desamparo, para no contar que él, quizá con las costillas rotas, iría a descansar en un calabozo por años, tal vez para el resto de su vida. No, eso no era venganza. El viejo sentía en lo hondo un nudo de pena y rabia como no conociera antes. Su hijo, su gallo, su plata... ¿Eh? En realidad su confianza estaba puesta del todo en algo que traía de contrabando, digamos así. Sí, el Ajiverde —hijo del Torcazo— era casi un polio, y, para peor, no sabia luchar a cogote, cedía a pico, metiendo la cabeza, como con miedo, debajo del ala del contrario. Solo que, cuando a las cansadas dejaba su escondrijo y mordiendo un poco de atrás, revelaba al sesgo... entonces el otro gallo, fuese el que fuera, quedaba medio ido o ido del todo, del bote en el oído, que no fallaba nunca. Eso ocurría en los topes de prueba con las canillas forradas. (Que con los puones de acero la cosa podía resultar muy otra cosa? Bah...) Confiaba de lleno en eso y también en que el señor comisario, tan gallero y ventajero como era, mordería la carnada, si es que resultaba tal. ¿Enfrentar un pollón a un gallo duro y maduro y de avería como el Pinto? Era pedirle demasiado! Se hacía el dubitoso, rascándose la nuca. Solo pareció ceder a los muchos empeños y de vergüenza al qué dirán. Cotejaron los pesos, convinieron la parada y se aprestaron a calzar. La plata estaba por el otro, un Pinto de avería. Chupando una empanada calduda, se le arrimó su compadre Toribio. —Una lástima, caracho, si te lo achuran al pollo... Arriesgarlo de ese modo, viejo... —Será, no digo menos... Pero tiene que vengar a su tata y puede que Dios le ayude—. Después, ladeándose sobre el otro, le rezó a la oreja: —Solo voy confiao en las patas... ¡Es como macho cíe espadas en los topes! Algún recién llegado tomaba lenguas. El Pinto estaba ya en el redondel. Se paseaba rezongando despacito, como preguntándose él no más dónde estaba el guapo que se animaba a pisarle el pon- cho, y de repente mandaba su canto como un hachazo. Que se creía sobrarlo a cualquiera, se veía a la legua. Y la plata se volcaba para él. Por el Ajiverde solo iban unos amigos del dueño, y eso por compromiso. Los otros cargaban la mano en 92


las paradas y ya estaban dando usura. Esta es la de ponerse las botas, se dirían. El viejo Eladio se enderezó a medias, se destosió un poco y dijo, mientras echaba algo al brete: —Eso paro, señores. Diga si vale algo—, agregó, mirando de soslayo al comisario. Era un talero de cabo y virolas de plata, recuerdo, igual que su recado, de sus buenos tiempos, cuando trajinaba con mulas a Bolivia y los pesos no eran hacienda alzada de su rodeo. —Cincuenta pesos pago! —retrucó al fin el comisario. —Ni una palabra más... Soltaron al fin. Por un rato, vichándose al soslayo, medio lunancos en el apronte, se convidaron. Se toparon al cabo en un refucilo de revuelos. Quedaron otra vez frente a frente, aguaitándose... El Ajíverde tenía una puñalada en el cogote, cerquita de la vida... —Nos han metido hasta la ese! _ponderó alguien. Su dueño, tragando saliva, se confesó por dentro que esta vez había venido con la negra. Tiró de nuevo el Pinto, y el Ajíverde empezó a cuerpearle, salió después trotando a la redonda, para meterse al cabo de un rato debajo de un ala del otro. El viejo, que le conocía bien el juego, aguardó, confiando aún. Los demás pensaron que, si bien iba a tirar largo, la riña estaba hecha. Pasaron los instantes como horas. Aquello se iba poniendo aburrido. Dale siempre con el mismo cuento: el uno jugando en falso sin dar la cara y el otro apuradazo por rematar la riña. —En cuantito se pare va a saber lo que es bueno!... Pero nada. En una de tantas, zafándose de debajo del ala del otro, el Ajiverde mordió de costado y tiró... Al Pinto se le vio junto al oído un rayoncito, una nadita, que sin duda muy pocos notaron... El viejo Eladio se incorporó a medias y sin prisa, señalando hacia el tala próximo, donde sombreaban, con otros más, el caballo del comisario y el suyo, con sus sendas monturas chapeadas, y murmuró, mirando a la autoridad: —,.No me queda grande jugar mi recado contra el suyo, don? La duda y el asombro hicieron pestañear a mu93


chos y alguno creyó que había oído mal. ¿Era que el vino que un rato antes había echado al buche se le estaba subiendo a la cabeza? ¡Pobre! Con todo, la atención se hizo redonda. El comisario tosió al fin con una sonrisita indefinible. —Vea, si es un antojo, será como usted quiere. La riña seguía estancada y de juro perdida sin vuelta para el Ajiverde, cuando de pronto, sacando la cabeza de debajo del ala enemiga, repitió su jugada, sin ruido, en un verbo. El Pinto cayó roncando en un revolcón de muerte. Al viejo Eladio le temblaban las manos y la voz. No era ningún lampalagua para el trago el viejo. Bebía muy de tarde en tarde y siempre sin pasarse de la raya. Pero esta vez se sintió tan a sus anchas que aceptó sin gestear los plácemes de sus compinches —y no se crea que por la plata embolsicada— y pagó con gran gusto varias vueltas de copas y a él se le fue la mano en la suya. Echó un último sorbo, a codo empinado, y fue a sentarse en un rincón de la pulpería. Se durmió y tuvo un sueño de ángel. Su gallo, el Ajiverde, era el tata, no de todos los gallos, sino de todos los pobres, y por eso, en un par de revuelos y por su cuenta, le vaciaba los ojos al comisario, al juez y al cura.

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Mi amigo Fanta

Pienso que soy de esos hombres a quienes cuesta un poco brindar su amistad o aceptar la ajena. Con Panta Medina fue otra cosa, pues por él supo que la amistad puede ser un aguinaldo de la suerte. Bueno, pero ¡quién no se sentía amigo de Panta! Conocerlo y tratarlo media hora ya era comenzar a quererlo. Parecía que el caudal del corazón, que en los demás es tacaña o está escondido bajo arena o fango, brotaba en él con espontaneidad y limpieza de manantial. No era de esos que por instinto le mezquinan el bulto a cualquier compromiso, si no entrevén ventaja, y se sienten como a distancia o por encima de los demás y siempre están como de vuelta y ante las peores lástimas ajenas se quedan como convidados de piedra, como si eso no rezara con ellos. Digo que a comedido ante la aflicción o la necesidad de los otros era difícil que alguien le pusiese a mi amigo el pie adelante. Y algo menos común, si cabe: nunca conocí cristiano más capaz de regocijarse con la alegría del prójimo. Yo sospecho que los malos de verdad son pocos, y que los realmente buenos son más pocos todavía. ¿Entonces? Que la oronda mayoría de los hombres somos como camino de médano, que ni es camino ni deja de serlo... Y ahí está: yo llego a creer que si una canallada se está cometiendo a nuestra vista, sin que nosotros alcemos la voz o la mano.., es porque ya estamos encanallados. Los más de los hombres ladean los ojos y cierran bien el pico cuando la injusticia o el robo son hazaña de algún ahijado del gobierno o la fortuna. ¡Y no me digan a mi que ésa es gente honrada! Sí, ya ponderé que no había hombre como Panta para alargar la cuarta en el pantano al medio hundido. Y sin embargo no todos sus amigos, y yo el primero, estábamos por entero conformes con él. No sé cómo explicarlo. Soy hombre rudo y con frecuencia las palabras se me entreveran como reses de marcas diferentes. Quiero decir, por ejem95


pb, que la imaginación del hombre prefiere irse por huellas trilladas, aunque no lleven a ninguna parte, y solo por milagro se anima a abrir una picada nueva. Malicio que no logro hacerme entender. Vuelvo a mi amigo Fanta y repito que él era la nobleza misma, pero ante la injusticia no parecía turbarlo la indignación. En sus ojos claros parecía remansada la serenidad. Ante un abuso de la autoridad o del patrón se encogía de hombros con una sonrisa de impotencia o de desprecio, no sé.. ¿Creía que el mundo había sido siempre así y que rebelarse era patear contra el clavo?

Como casi todos los pobres de estas tierras nuestras en que la Pobreza manda más que la Providencia, Panta, desde niño, se había avezado con delicadeza a toda clase de trabajos brutos: campeador en el cerro, labrador en tierras ajenas, hacheador en el monte, obrero de zafra o de mina —porque el necesitado, ya se sabe, se ve forzado a cambiar de sitio como la luz mala. He conocido, aquí y allá, trabajadores de gran baquía y aguante, pero nunca uno en quien la fuerza y la certería fuesen como el pulgar y el índice, si no es Panta. Y parecía que todo lo hacía no solo sin esfuerzo, sino por pasar el rato. No es mucho, pues, que el verlo trabajar tuviese algo de fiesta, fuese un regalo para la vista y el ánimo, como lo es para el oído una guitarra en buenas manos. Verlo tumbar solito un toro, por ejemplo, para caparlo o curarlo, atándolo del primer tronco o poste a mano con una punta del lazo y con la otra enredándole el lomo y las patas y tirando hacia atrás, sin violencia, hasta que el animal se acostara como por su propio gusto. Lo he visto dar el primer riego a un trigal en invierno (cuando el agua suele escarcharse donde se remansa un poco) durante dos días y una noche él solo y sin más pausa que la precisa para cocer el mate o chamuscar el churrasco. Cosa más justiciera aún es ponderar • la seguridad y resistencia de su muñeca en las faenas de la zafra y sobre todo en las de un desmonte. Panta, de una ojeada a un laurel o un chalchal, parecía adivinarle la disposición exacta de los rai96


gones ocultos y ya estaba meneándoles pala y pico, sin apuro y sin demora, para descubrirlos, y no tardaba en llegar el eco del primer hachazo. Cuando las raíces trozadas formaban ya una parva de leña y el socavón tragaba su cuerpo, Fanta sabía bien cuál era el último raigón cuyo corte iba a decidir la caída del gigante y sobre qué costado se volcaría. Si se trataba de acostar un árbol mutilando su tronco a flor de tierra, Fanta parecía tomar la fajina como un contrapunto entre dos payadores de mentas. Se lo veía darle al hacha, gobernándola mano a mano con la derecha y con la zurda, durante un tirón que hubiera reventado a cualquier otro, y eso sin acortar el resuello ni dar señales de calambre en los dedos, y sin que cada hachazo no cayese en el lugar justo, sin fallar ni en el grosor de un pelo —todo de modo tan limpio que el corte en redondel iba adelgazándose hacia abajo como un trompo, hasta terminar en púa... Creo que no hubiera errado un corte ni hachando en lo oscuro. Los demás hacheadores solían pararse a mirar. Cuando caía el árbol, Panta, resollando como parejero recién deshinchado, sonreía mientras se secaba con una mano de canto el sudor de la frente. Calmado al fin, encendía un cigarrillo, y arrastrando los píes y con alguna broma al caso, para quitar toda importancia a la cosa, se arrimaba a dar una manito al compañero más atrasado en una tarea. Así fue cómo ocurrió el percance que le costó dos meses de enfermería y de jornales perdidos: por salvar a un hacheador de ser aplastado por un cedro se dejó apretar él por la punta de las ramas.

El que me escucha hará tal vez como los patrones del obraje: no le concederá la menor importancia a estas menudencias sobre la artesanía cimarrona del hacha. El ya tendrá su admiración comprometida con los jugadores de fútbol, los boxeadores, los corredores de automóvil, o tipos por el estilo, es decir, con los favoritos de la nombradía y la fortuna en el mundo que padecemos hoy que, si yo no la yerro, son los que no darán un pito a los demás, sino antes les quitan, con los pesos, las pocas chirolas de buen sentido que tie97


nen. (jA menos que se diga que los re fe rees que arriesgan su vida en las canchas de fútbol, lo hacen por nosotros!) Sabido es, en cambio, que el trabajo útil y explotado no luce ni da beneficio ni renombre, aunque su esfuerzo llegue a veces a lo heroico, para terminar casi siempre en la miseria cuando no en la muerte anticipada. En los trabajos de servicios más o menos caseros, el hacha parece cosa baladí o lo es. En las hacheadas del obraje ya es otra cosa. El eco de su golpe machacón no es cadencia dulce como la de la zamba o el canto del grillo, y se mete por los oídos hasta la médula: es algo monótono y tremendo porque parece solo el retumbo del corazón sacudido por ella. ¡No hay dúo que halague menos el oído! No miento: en el ¡hemi del quejido no es tal vez el hombre el que se queja, sino su alma alquilada. No es seguro que la misma cruz de Cristo pesara tanto el hacha del hachero a la larga. Cuando uno entra en el bosque, hacha al hombro como un soldado sin gloria posible, no cuentan las flores ni las ramas ni siquiera el canto de los pájaros (en la madrugada, porque después enmudecen): cuentan solo los troncos erguidos y como desafiando, semejantes al torso desnudo del hachero. Tal vez porque el silencio cerrado del bosque recuerda algo al de una iglesia abandonada o al de la covacha del difunto, o porque amenaza amodorrar al hombre, obliga casi siempre al grito: ¡Ibujuuúf ... Después eso se olvida casi del todo. No es para menos. La mordida del acero del hacha es terrible para el árbol, pero a la larga, cuando no a la corta, también lo es para el hombre. Al no mucho rato de abrir la tarea, la boca, en las pausas, comienza a hundirse un poco en el resuello, que tiene algo de ronquido o silbido. Cada vez que se alza el hacha se alza también el enjambre que cubre la espalda y los brazos sudados. Pero junto con el hacha bajan de nuevo los mosquitos, se dijera que más enconados por la interrupción. Los piques que se meten debajo de las uñas, el polvo del quebracho que tiende a llagar la piel, el pasmo de la cintura que no deja alzar el tórax, son minucias que apenas merecen recordarse. No es bueno que el hachero le haga mucho gusto a la sed, digo a la golosina del agua. Porque el cuerpo puede irse en salmuera, digo en sudor, hasta formar un charquito debajo de los pies. L98


Poco a poco, aprovechando que los músculos del hombre van amodorrándose con el retemblor de los golpes, el tronco del árbol se vuelve de metal. No miento. El hacha ya está caldeada como si diera sobre un yunque, y muerde apenas o no muerde. De pronto, si el hachero no para a tiempo, el hacha salta sola. Pero hay que comenzar de nuevo aunque - eso sea lo que el cuerpo menos pide. Hay cuerpos de hacheros tan delgados —y no suelen ser los más flojos —que más se parecen a lianas que a troncos. ¿De adónde sacan tanta fuerza y aguante? Aunque, claro está, eso no puede durar y no dura siempre. Alguna vez los brazos aflojan de golpe porque también aflojan los pulmones o el corazón, yéndose en sangre como fusilados por la espalda. ¿Qué relación hay entre la sangre del hachero y la resma que trasuda el algarrobo, y el tanino, la sangre acérrima del quebracho? Y ¿qué le puede importar esto a la compañía o al patrón? Y ahí tiene usted. Como el monje que a veces se azota a sí mismo para ganarse el cielo, el hachero termina por hallarle una especie de afición a su oficio bruto, aunque él solo se gana el infierno. Todo eso pese a que las garrapatas se le pegan como los abrojos a una cimarronada, y que él debe enjugarse el sudor hasta la última gota, mientras su cuerpo humea como caballo con mucho galope y el refucilo del hacha en alza y baja se copia en su pecho mojado. El hachero se aficiona a su oficio como el verdugo al suyo (aunque aquí sea él su propia víctima) tal vez porque el eco de los hachazos o el del derrumbe de los grandes gigantes de barba verde dé al bosque sordo una resonancia de montaña —o porque el hacha le multiplica los brazos como al molino que lucha con el viento o al pulpo que lucha con el mar dándole una ilusión de poder casi brujo. O tal vez todo sea porque, culateado y machacado por el hacha todo el santo día, duerme de noche con un sueño de difunto, aunque el eco del hacha siga rebotando en su corazón como en un bosque amenazado de tala a corto plazo... El hachaje es trabajo no menos desalmado y -: zaino que el de las minas. Lo menos que suele ha-, cer es dejar al hachero medio lunanco de hombros. Las más veces termina clavándolo como un Cristo y antes de hora. Su vida es como novia burlada que se queda con los aprontes, o mejor, es como 99


un nublado oscuro sin más luz que el relámpago del hacha subiendo y bajando. • ¿Que he conocido casos? Había un compañero, Linidor Guerra, de oficio domador. Un día cayó en un revolcón como nunca le ocurriera del caballo y esta vez fue para no alzarse más. Otro hubo, el • Tuerto Venancio, que era muy creyente y llevaba una medalla de la Virgen del Valle colgada del cuello y en los momentos crudos nombraba siempre a Dios o a los santos. De qué carajo le valió. Un día cayó boqueando y sin decir ¡ay Jesús! Y recuerdo al indio Salatiel, de pura sangre charrúa, que boleaba la pierna al caminar en lo liso como si anduviera en el yerbazal. Duro como un quebracho, se sujetaba las crines con una vincha de chaguar para que no le cayeran sobre los ladeados ojos y • - hacheaba medio en cuclillas, como si estuviera peleando a cuchillo y mezquinara el mondongo. Cuando caía el lapacho o el cedro despeado por el hacha, Salatiel le ponía la pata sobre el tronco como si fuera el cogote de un jaguar y lanzaba un alarido indio de triunfo, que el bosque, también indio, contestaba con un rezongo. Y bueno, también un día cayó sudando tanino, digo, se fue en sangre como mujer que aborta. El dueño del bosque, o el turco Melgen que se lo arrendó, o el encargado del obraje se hicieron ricos, o al menos embolsaron plata. Pero nosotros... ¿qué? Siempre metiéndole al acero, acribillados de calambres o mosquitos los brazos o los lomos, sudando como queso recién apretado, cuando no escupiendo los bofes —y todo eso para salir empatados apenas con la proveeduria. Y esto lo digo solo porque es la pura verdad, no por hacerme compadecer cíe la Providencia. Cuando cae un árbol, el bosque resuena como una iglesia, con una especie de despedida coreada por todos los árboles. El encuentro del bosque y el hombre es un desafío y una pelea, y el árbol parece defenderse a su modo. El guayacán, ébano criollo, corno dicen, caldea el hacha como un yunque. El lapacho y el quebracho son más piedra o metal que madera. Qué mucho, pues, que entre los tumbadores de árboles haya más de uno que se maneja solo con dos o tres dedos de una mano. A veces el hacha rebota y se lleva un pie. O es el árbol el que se encarga de aplastar a su enemigo, cobrando su muerte en la del hombre. 100


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Sin duda huelga agregar que Panta (que cumplía con devoción todo compromiso, que se empleaba a fondo en cualquier trabajo, aun el más desalmado, sin protestas ni rezongos, y aun, al parecer, complacido), Panta, digo, era el obrero de más crédito cualquiera fuese la laya de patrón que le tocase. Qué más se querían ellos, que de juro se dirían en sus adentros: ¡ojalá todo peón le pisara el rastro a éste Pero no se me quiera entender mal. Panta jamás buscaba acomodo, ni lo vi galopar al costado de nadie, ni tenerle el estribo a nadie, por muy don que fuese.

Se estará medio adivinando ya que Panta no llevaba la marca de los calaveras, los chupadores o los mujeriegos. Sí, pero parece tributo exigido por el diablo el que no hay hombre sin alguna falla y Panta tenía una y no chica: la del juego. Y yo era el primero en lamentarlo sin más que basarme en el hecho de que como jugador nunca pasó de recluta. Aunque soy el menos dado a meterme donde no me llaman, a Panta solía cargarle la romana en esta debilidad suya. Convénzase, amigo —comenzaba—, que quien pone su confianza en su trabajo no debe ponerla jamás en la suerte, porque ésta es hembra y tiene que sentir celos y castigar al ingrato. Por otra parte —agregaba--, si sacamos bien las cuentas, ¿qué quiere hacer un sujeto como usted o como yo, con las manos embrutecidas de callos, frente a un jugador de respeto, que le huye al trabajo como a la tiña y suele tener unas manos tan suaves como las de un vendedor de sedas, y dedos que deletrean el naipe con solo tantearle el lomo, o con nada más que acariciar la taba le enseñan las vueltas justas que han de dar en el aire para caer sonriendo a la suerte...? Y no hablemos si nos topamos con un tahur, de alma más hueca y dañosa que el colmillo de la víbora Pero todo era inútil. Daban ganas de llorar o de tratarlo como a un niñito que juega con un arma cargada cuando veía a Panta perder en un rato de carpeta o en unos cuanto tumbos de taba todo o 101


casi todo el haber juntado en semanas o meses de esa fajina suya que valía por dos. ¿Por qué hacía eso? A veces, para pensar en lo mejor, se me ocurría creer que Fanta tentaba a la suerte buscando liberarse alguna vez de la cruz negrera. Y tal vez yo tenía un poco la culpa con mi refrán preferido: "Las manos de uno no sacan de pobre sino el trabajo de los otros". Aunque hablo solo por hablar, pues en lo atinente a la plata y al modo de ganarla, con Panta nunca emparejamos nuestros pareceres. Mejor dicho, él creía, como todos los resignados, que pretender cambiar un poco el mundo es escupir contra el viento. Cuando en algún estrecho huelgo de la vida jornalera yo estiraba demasiado el silencio, como me ocurre a veces, Panta solía chumbarme: ¡Pero diga algo amigo! Se está ahí como santo al que le pasó el día... Yo no desperdiciaba la ocasión de recomenzar mi retintín, aunque no era de cencerro sino de hierro golpeado. "Muchas tajadas tiene el melón, pero al pobre solo le tocan las cáscaras." "Unos nacen para chapalear sobre el propio sudor y otros para hamacarse en la vida como achira en remanso." "El gobierno y las leyes y lo de más, son de ellos. . . y curándose el maldeojo cualquiera lo ve." Y así, dale que dale con esas cosas que a mi —vaya a saber por qué— me duelen más que a los otros. (Si no fuera por la vergüenza confesaría que a veces me cuesta sujetar el llanto, como si yo estuviera en deuda con todos los aporreados por el hambre y la injusticia, como si llevara adentro la pena del mundo.) ¿Y Panta? Remendando algo, o afilando una herramienta, mudo o silbando bajito. —Pero, amigo, responda algo! O vende ahora las palabras? —¿Yo...? —contestaba al fin con una sonrisa que a mí me parecía de una pena muy honda, como de novia obligada que se pisotea el corazón antes de decir el si que le arrancan. —¡Qué voy a decir! Que las cosas vienen así desde atrás y no seremos nosotros quienes podamos mudarlas... —jO nosotros o nadie, compañero! —saltaba yo, porque eso venía a -pegarme en la matadura. Y la cosa terminaba casi siempre ahí, por acuerdo mudo de ambos lados, pues adivinábamos que 102


de seguirla no haríamos más que amargarnos uno al otro.

Y un día nos separamos, porque el pobre debe acudir aquí o allá, es decir, donde está el que alquila su trabajo. Alguna vez, contestando a unos garabatos míos, me contó que trabajaba en un camino que cruzaba un cerro, con un buen jornal y no lejos de su pago. Otro día un compañero me dio pormenores. Panta era capataz de cuadrilla, pero al revés de lo que suele ocurrir con los capataces de cualquier obra, que miran desde lejos a sus subordinados, Panta (que ponía el hombro, antes que nadie, a las tareas más crudas o riesgosas, que afilaba las herramientas y cargaba los tiros de dinamita, no siendo éstas obligaciones suyas, que paliaba o enmendaba las faltas ajenas, y todavía los domingos recortaba el pelo o afeitaba gratis a cuantos tenían ese antojo, siempre con esa sonrisa que le salía desde adentro), Panta se había hecho el rey del corazón de sus compañeros. Eso lo sabía yo antes que me lo dijeran. Porque, por encima de todo, Panta era uno de esos hombres buenos (y al mundo nunca le ha de faltar esa muestra), buenos hasta decir basta! Su gusto era servir a los otros. Ya su sonrisa desnudaba su corazón a tal punto, que su cara oscura y con tempranas arrugas tenía una atracción de amanecer con alborozo de pájaros y todo. Sin duda nunca se sintió infeliz porque su felicidad mayor estaba en aliviar el esfuerzo o la pena de los otros. Así, hasta que un día reventó como un caballo galopado más allá de lo que dan sus bofes, digo, le falló el corazón, según parece de resultas de una mala fuerza hecha al voltear un peñasco. (El aguinaldo del hacha! —me dije yo.) Y aquel león de la fuerza y el esfuerzo, forzado al descanso, se murió de pena y tan pobre, que yo, y otros no más pudientes que yo, debimos costear los gastos del velorio y hombreamos el ataúd, de tablas de cajón, hasta el cementerio.

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Isidro Sanduay

Si hubiera un Dios, no digo infinito en saber, sino solo con un poco de olfato, el mundo olería menos a banquete de cuervos. Los que ya vienen jubilados a este mundo y se cuidan bien de ensuciar sus manos en el trabajo, y los que saben que solo regada con el sudor ajeno la tierra da rentas gordas, ésos son los amos de este valle de lágrimas y de perlas. Para los demás, agachar el lomo y callarse. Yo no sé para qué han inventado un infierno aparte, cuando con el que aún humea sobre la tierra alcanza y sobra. Solo que aquí las culpas las paga el que no las tiene y el culpable se desayuna con gloria transitoria, hasta que le toque banquetearse con la otra, que para eso paga iglesias y misas. ¿Que estoy intentado el inventario de las lástimas de este mundo? No, señor, no quiero volverme loco. Pero no puedo evitar que se me cruce por las mientes el caso, multiplicado por millones, del que apenas pisó la escuela o no la pisó nunca, porque la coyunda del trabajo por cuenta ajena se la ciñeron desde niño y ya no tuvo de alzar cabeza, y así, ¡jadeando de sol a sol (para qué contar las noches?) todos los días de su vida, llegó a viejo, y con más hilachas que nunca, y un día cayó muerto estando de pie, porque nunca tuvo tiempo de sentarse... ¿Que hay quien escapa al cimbrón? Vaya, ya se sabe, aunque ese sea, siempre, alguno que para colarse entre los de bolsa llena se volvió antes tan maula como ellos. Todo esto sin contar que parecen ser los pobres diablos los encargados de dar las mejores pruebas de valor y aguante, sin contar lo que aún vale más: el desinterés y el candor. Carajo, si conozco casos... Me estoy acordando de la finada Josefita, que enviudó moza no más, y debió hacerse ducha en toda labor de mujer, amén de algunas de hombre, para criar la cestada de hijos que le quedó por toda herencia, y en la segunda parte de su vida tuvo que doblar su empuje para ayudar a su hija en la cuesta arriba

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de criar siete cachorros, pues su yerno era de los que tienen más bríos en la cama que a pie y mejor mano para la taba que para el hacha o el arado. ¿Y Pedro Balboa? Vivió casi setenta años sin apearse del caballo, como arriero, o guía de viajeros, o chasqui, trotando de una punta a la otra de la provincia, o a Salta, Tucumán o La Rioja, las más veces solo, cruzando travesías de esas que anuncian su sed arenosa con un silbido como la víbora su veneno, y siempre hombre clarito en sus tratos y su palabra como agua de manantial, y siempre cambiando riesgos y jadeos de sumir el ombligo.., por un puñado de chirolas. Y cuando la vejez lo apeó a medias, aún siguió espantando el hambre con un ponchito viejo, hasta los ochenta y cuatro, acarreando leña del campo, trenzando cabestros, arando de sol a sol tierras de otros, y hasta hilando o torciendo de noche junto al fogón. Cosas de esa laya he visto a porrillo, aunque eso no estorba que los patrones de adentro de casa prediquen que la guapeza y la baquía son cosas de gringos, y que los pobres de esta tierra, que a más de mestizos no saben enjaretar el corazón ni el bolsillo, están de más y estorbando a las máquinas y es cosa de buen cristiano ayudarles a mudar la querencia al cementerio... ¿Ay de los vencidos? ¡Ay de los pobres, digo yo, que nunca alzan cabezas, zafo que se vuelvan tan maulas como los de arriba!

Pero no es cosa de gastarse en partidas y menos en quejidos. Y si resbalé un poco en esto, toda la culpa la tiene el haberme acordado del pobre Isidoro Sanduay. Pobre digo, aunque fue hombre —no sé de otro— de pelearle de igual a igual a la Cordillera y a su viento blanco y salir con la suya. Arriero desde niño, se había hecho viejo en trajines de ida y vuelta a Chile, digo arreando toradas de distintos patrones. Y cuando con los años ese tráfico vino a menos hasta cesar del todo, Sanduay, quizá debido a su fama doble de baquiano y honrado, siguió pisoteando la Cordillera de tarde en tarde, es decir, cada vez que algún ricacho de este lado, precisaba mandar algo a Copiapó o traerlo. ¿Por una paga medio a tono con la molida de huesos y las he105


lazones y los riesgos que debía enfrentar y vencer el mandadero? La pregunta se contesta sola; ya se sabe que todo patrón ajusta el precio del trabajo que compra al nivel del hambre del vendedor. Si pudiera tomarlo de esclavo y ajustarle la cuenta con un puñado de porotos y otro de azotes, lo haría y con gusto... Y no hablo por hablar, señores. Mi abuelo, que no conoció la mentira ni de vista, y que trabajó años en Chile, solía desempolvar sus añoranzas de peón de minas pintando como con el dedo —la voz le temblequeaba entonces— al apire, viniéndose desde el fondo del socavón hasta los ochenta metros de altura, con noventa y tantos kilos de mineral, sin pararse a resollar siquiera, para no pisotear el reglamento; y llegando al fin con el cuerpo y las piernas en arco, los músculos tensados como a torniquete, lagrimeando sudor toda la piel, las narices como de potro a escape, la boca hundida en las esquinas por el grito abortado en un silbido que se escapa de lo más arisco de la carne, o del alma.., ¡Eh, puchal... Cristo ¡jadeó una vez sola, pero éstos todos los días, en un calvario más duro de trepar, tanto que no todos llegan a los treinta y tres veranos. ¿Lo ignoran los patrones que comulgan los domingos y hacen rociar las minas con agua bendita? Mejor no hablemos de cosas que la ley prohibe. Volvamos a Isidoro Sanduay y su último viaje. Regresaba de Copiapó, de donde saliera tres días atrás y ahora, ya en uno de los valles de la frontera, buscaba el refugio de la casucha de pirca o piedra bruta, que apenas podía distinguirse entre la babel de peñas y peñascos, pues tan petisa era que los hombres, para entrar, debían hacerlo medio en cuatro patas. Ni decir que el nuestro traía el uniforme que obliga la Cordillera: poncho calamaco de espesor de capote, sombrero ovejón, pasamontaña, boa de vicuña, guantes caseros y antiparras oscuras contra la mirada de basilisco de la nieve soleada. Atada a los tientos del borrén trasero, a modo de mochila, dos cobijas envueltas en un cuero sobado. Lo demás, comenzando por el ajo contra el asma, en las alforjas panzudas. El hombre descabalgó y desensilló su mula, y la acomodó detrás de la casucha en un reparo de peñas a resguardo del viento, dejándole por toda vitualla unos puñados de maíz y algarroba. Ya se desquitaría la pobre en la noche del día siguiente en las vegas del primer valle del bajo. Fue al darle la espal106


da para volver sobre sus rastros cuando sintió, sobrecogiéndose un poco, el relincho de la mula, tan endiabladamente largo y tan en violación del silencio de camposanto de las cimas, que resonó también en los huecos de su alma aquel sollozo de añoranza de los pagos de sol y alfalfa, allá en lejanías y niveles tal vez hundidos para siempre. Volvió a la casucha el hombre, acabó de entrar sus bártulos y se preparó a hacer fuego con leña de yareta ( esa planta casi milagrosa que aplastada por el clima sin misericordia de la gran altura se cierra sobre sí misma formando a ras de tierra con su tronco, ramas y hojas una especie de hongo a prueba de hacha y hundiendo en tierra raigones tan leñosos como el algarrobo). Aunque traía fósforos en una cauta de lata guardada en una chuspa junto con el tabaco y la coca, prefirió el eslabón, cuyas primeras chispas prosperaron sobre un puñado de musgo seco. Al rato ardía un buen fuego, aunque llenando de humo la covacha. Puso la pava para el café y la ollita para el chilcán, guiso cordillerano improvisado con harina cocida de maíz y charqui y mucho ají. Todo ello no antes de haberse descalzado y arrimado a las brasas sus pies empedernidos de frío.

El fuego! Sin duda solo en las desterradas alturas de la Cordillera o en los arrabales del polo puede volver el hombre a la emoción de hace centenas de siglos, cuando, como los dioses crearon el rayo, él creó el fuego, o hizo de él su primer dios de amparo contra el frío, las tinieblas y las fieras. Mientras iba calentándose el agua, Isidro Sanduay volvía millares de leguas hacia atrás en el tiempo. Tal vez todo venía de que en las últimas horas de la tarde la absoluta falta de viento y la solemne quietud del ambiente no le inspiraran mucha confianza, sin que pudiera decirse por qué. (El gran baquiano de la Cordillera parecía estar en el mismo nivel mágico de ciertas aves agoreras y sin duda sabía cosas de que no tenía conciencia.) A través de casi medio siglo de lidia con la Cordillera, Isidro Sanduay estaba idenficado con ella casi del todo, sintiéndola carne de su carne y hueso de su hueso, como el indio con la selva cuyos árboles son como semidioses caseros o camaradas suyos, o 107


el marinero que camina oscilando un poco sobre la tierra y siente que ella le quema los pies y solo se halla seguro y a gusto sobre el vaivén de las olas y escuchando la canción del viento o del destino en el cordaje. Sin pensamiento concreto y sin palabras, Sanduay sentía que era parte de la montaña o que la llevaba adentro. La piedra levantándose e invadiéndolo, sojuzgándolo todo: plantas, bestias, pájaros, hombres. La piedra reemplazando a la tierra, al cielo, a las estrellas. La montaña como un firmamento de piedra o una tormenta de piedra suspensa en acecho sobre el hombre y su suerte y amagando caer sobre ellos. La quieta violencia, la deformación y animación alucinante de la piedra en ciertos picachos o mogotes, como monstruos cargados de joroba y milenios y vaya a saber de qué designios. Las moles hinchándose como nubes y las nubes plagiando el bulto de las moles. Cementerios más muertos que los otros, en que la lava enfriada hace de loza. Y a la vuelta, en todos los rumbos, los picos con sus gorros de dormir durmiendo un sueño cíe eternidad. Y el silencio de ciertos momentos, tan grave que no deja escuchar otra cosa. Un silencio tal que parece calar los huesos y la piedra misma hasta su médula de fuego, y entonces un simple susurro —un soplo de aire, la caída de un guijarrillo— sobrecoge como una blasfemia. Cuando de pronto llega el viento con sus alaridos de indiada araucana, o el trueno, que parece que estuviera echando a pique las montañas, una tras otra. ¿Y hay algo peor? Siempre puede haber algo peor, porque la escalera del horror no parece tener peldaño final. ¡El frío de la altura! Fríos que rajan las rocas mismas, hacen tiritar las estrellas, escarchan la luna. Fríos que matan a los ríos y que hacen puentes de traición de sus cadáveres. Fríos que son como el otro polo del infierno y hielan el vino y las lágrimas. ¿Por qué ha venido el hombre a pisotear estas alturas prohibidas, a desafiar a los vengativos dioses de la montaña, con su rayo, con su avalancha, con su epilepsia de fuego y su baba de rocas fundidas, con su frío mayor, que no solo puede detener la sangre del hombre, sino que vuelve carne de gallina el alma misma? ¿Y no será igual que el horror del frío el del viento blanco que parece extender su sudario a una creación ya difunta y, peor aún, el terror sagrado de las alturas de donde todo eso baja? 108


Porque sin duda hay algo más hondo que el horror de las sombras, y es este horror blanco de los fantasmas, las osamentas y la lápida de nieve.

Mientras fumaba su chalita junto al humoso fuego de la guarida, Isidro Sanduay se halló rememorando sin querer su primer cruce de la Cordillera, cuando él era un muchacho de apenas cumplidos catorce años, que venía acompañando a su tío Juan Cruz, capataz de una arría de doscientos mulares y cuarenta vacunos. La cosa inolvidable ocurrió en este mismo páramo a una legua de altura sobre el mar. El día había amanecido como congelado y cuando se pusieron en marcha, pareció aumentar aún su rigor. Caminaron un par de horas cuando en el aire paralítico cruzó una ráfaga y después otra y de pronto se hallaron en el más ciego de los campos de batalla. Sin duda en los grandes momentos la audacia de los hombres para imaginar lo peor se queda corta. Aquello parecía inventado por alguien para probar que la capacidad de paciencia y resistencia, de baquía y coraje de los hombres podía ser aventada como ceniza. Un viento con envión de avalancha, con brío de relámpago, con porfía de garúa. Cargaba con tal fuerza que no solo arena, sino piedras del tamaño de un puño volaban en todas direcciones, y con tal velocidad que duplicaba el frío. La tropa y los montados se negaban a caminar y los jinetes debían lidiar a fondo para no volar en alas de sus ponchos. El viento silbaba, mugía, aullaba, rugía como demonios azotados; o vociferaba y clamaba como una muchedumbre acorralada por un incendio o remataba en un ulular hueco como si fuera su estertor. Venía desde todos los rumbos, del sur, del este, del oeste, del norte, del cielo, del infierno; atacaba en todos los frentes, porque no era un viento, sino una jauría de vientos, que derrotaba las voces y los gritos que volaban rotos o parecían venir del otro lado del valle. Junto con el espanto, una humillación sin fondo para hombres y bestias el verse tratados como los conejos por el hurón, o como niños acoquinados por el coco en la oscuridad. Ese sufrimiento moral no era inferior al de los cuerpos amenazados de congelarse como agua estancada. Tal vez una venganza planeada por el genio que mora en las grandes altu109


ras, porque en las pausas del alboroto sentiase algo parecido a una infinita quejumbre, como así el huracán fuese forzado por alguien a hacer lo que estaba haciendo. Cuando al promediar la tarde pudieron llegar al refugio de la casucha solo quedaban dieciseis mulas, faltaba un arriero y dos venían con los pies quemados por el hielo. El se salvó sin duda porque su tío le dio a tiempo una friega de nevada. Y a todo esto en el cielo no llegó a verse una sombra de nube ni cayó un copo de nieve.

Ayer noche... Hoy, ya pasada la media tarde, Isidro Sanduay está marchando a pie y a duras penas por otro altiplano, envuelto en una implacable blancura. Pero las grandes desgracias deben contarse en pocas palabras para no revivirlas en el recuerdo. Durmió esa noche en la casucha. Aunque durmió no es la palabra. En efecto, antes de medianoche despertó sacudido por una pesadilla que no lo era, sintiendo que toda la montaña se quejaba y temblaba... Ay, no podía equivocarse. Era el viento blanco, que llegaba con tal apuro con su cargamento de nieve que a no mucho andar los aludes comienzan a descolgarse con estruendo que no cabe en los oídos y menos en el corazón... Al otro día no había Cordillera, porque todo era una sola blancura, o mejor, un sudario envolviendo las cumbres, los valles, los precipicios, la tierra y el cielo y aboliendo todas las huellas y los rumbos. Isidro Sanduay había sentido que su sangre se encogía y refluía sobre su corazón como un gusano pinchado, porque él adivinaba, de algún modo, que el horror mayor no es el de la tiniebla, que después de todo lleva su preñez de aurora, sino el blanco absoluto detrás del cual no hay colores ni esperanza. Trató de serenarse y sacar bien las cuentas. No podía quedarse en la casucha porque el temporal podía durar días y entonces se hallaría sin bastimentos y sin leña, y su mula, atada y quieta se moriría de frío y hambre. No lo pensó dos veces. Resolvió partir y lo hizo confiado —no del todo, eso sí— en que su aguerrido instinto de orientación adivinaría la huella a través de una blancura que no borraba solo la tierra sino el aire mismo. 110


¿Confiaba el gran baquiano en su experiencia y su ciencia, que todos ponderaban? Tal vez ni en una ni en otra, justamente, sino en algo mucho más hondo, aunque vago y no formulable en ideas y menos en palabras. Era sin duda —aunque él no lo supiese—, que después de tantos años de confrontación entrañable y a solas con la montaña se había despertado en él eso que de juro está en todo hombre dormido, pero no muerto: el instinto de orientación, que en tiempos inmemorables debió tener en común con las criaturas no humanas. Porque es fuerza repetirlo. Isidro Sanduay había terminado por sentirse parte integrante de la Cordillera, o mejor, era como si la llevara adentro, y por eso, aun ausente, la revivía hasta en sus sueños, y en ellos sobre todo. Ella con su carne de granito y su alma de abismo y cima, que parece comenzar en la piedra derretida y terminar en la nieve petrificada; esas cumbres que son como tiendas de guerra donde el invierno acampa todo el año; esos picos (envueltos en capotes de nieve para defenderse de fríos que acaso hieren la roca como si fuera carne) que parecen alzarse por encima del tiempo y ya fuera del mundo. Y por el otro lado los precipicios perdiéndose en la noche de su profundidad, yendo quizá hasta el zaguán del infierno. Otras veces toda la montaña da impresión de escombros, de algo más grande que ella derrumbado hace tiempo. La roca mezclada al caos. La piedra trocada en pesadilla. El desprendimiento de los glaciares trocado en avalancha de nieve, rocas y siglos, y el temblor de la montaña refugiándose en las vértebras del hombre. Para Isidro Sanduay la existencia del cóndor en la soledad sin misericordia de la gran altura era otro misterio. Sí, el desmesurado pájaro calvo como las cimas y oscuro como las cavernas, que se agazapa en las cimas del aire y baja en picada o cruza en diagonal con ruido de zonda era como el dios o el demonio de la montaña infiriendo su sombra y su misterio a los valles remotos y a los cielos mismos.

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Y marchó horas y horas, muy despacio, desde luego, para evitar las rodadas y el extravío. Es decir, marcharon, porque en la total soledad blanca en que el jinete y su mula eran la única mancha y las únicas cosas movientes, ambos, el hombre y la mula, se sentían y sabían entrañablemente hermanados por la suerte. Y también porque el no errar el rumbo y la huella corría tanto a cargo de uno como de otro. ¿Rumores? No más que el sordo de los cascos herrados sobre la nieve, alterado de cuando en cuando por el roznar con que la mula se defendía del frío que le escocía los ollares. A medida que el cansancio y el hambre iban gastando a los viajeros, apretaba más a fondo el frío, aunque todavía soportable, pues no había viento ni brisa sino una especie de tiritamiento del aire. Al subir y bajar las cuestas el jinete, por evitar el congelamiento de sus pies y dar alivio a la bestia, descabalgaba y marchaba sobre la nieve, con las riendas en la mano. Solo que la suerte cuando golpea con ganas, es raro que golpee una vez sola. Al promediar la tarde, y después de una mala pisada, la mula comenzó a manquear. El jinete se apeó y examinó concienzudamente el miembro resentido. El animal levantó la pata temblorosa y acercó el morro con un resoplido al pecho de su amo como pidiendo ayuda o clemencia. Sanduay sintió que el corazón se le encogía. Y •lo que siguió fue algo tan moroso y doloroso como la subida a un cadalso. Porque la manquera de la pobre mula, en vez de ceder se fue agravando, y tanto que al fin el viajero resolvió seguir el viaje a pie, tirando su cabalgadura. Cuando comenzó a cerrarse la noche, apenas habían cubierto un tercio de la etapa que les correspondía... Sanduay volvió a sacar las cuentas. A ese paso, no podrían llegar al mediodía siguiente al primer rancho de auxilio sito en el valle del bajo. Y no llegando en ese plazo no llegarían nunca. ¿Qué hacer? ¿Abandonar la mula a su suerte? ¿Despenarla para evitarle una larga agonía? La sola idea de ajusticiar con su propia mano a su castaña —la mula más baquiana y guapa que conociera en su vida y su compañera en siete andanzas de ida y vuelta a través de la piedra y la nieve— le repugnó como un mal olor, porque el hombre hecho 112


a los peores peligros y fajinas, tenía un corazón de paloma, o mejor, un leal corazón de perro. Desensilló bajo el reparo de un gran peñasco. La mula se acostó de inmediato. Su amo le echó encima una cobija y las prendas de su montura. Aprovechó el reparo para improvisar —no sin esfuerzo y maña— un fueguito con el resto de yareta que llevaba en las alforjas. Mientras se calentaba el agua de la pava para hacer un jarro de café, se dio maña de secar sus medias y tamangos y darse una enérgica fricción en los pies.

Minutos más tarde reemprendía la marcha sin atreverse a volver la cabeza hacia atrás, pero dándose valor con la idea de que, después de todo, las cosas podrían andar mejor de lo creíble y entonces habría tiempo de salvar a su mula. ¡Cuántas veces no se había visto en su vida en trances tan amargos como éste! Fue entonces cuando lo sobrecogió el relincho de la mula. Y toda la montaña pareció responder sordamente a aquella quejumbre que tenía algo de hipo, estridente y sin embargo entrañuda, y larga, larga, como una despedida lanzada al entrar en un desfiladero sin salida ni retroceso. El viajero se detuvo sin querer, estremeciéndose de un modo extraño, porque aquel relincho resonaba menos en Sus oídos o en los cerros que en su corazón. Sin embargo, después de una hora de marcha, una brumosa idea de que esta vez llevaba las de perder comenzó a trabajarlo. Tal vez su cabeza misma había perdido algo de su despejo habitual. La verdad es que su situación no era para menos. ¿Quién se había hallado alguna vez viajando a pie y solita su alma, en un mundo como éste? Una noche de invierno en la cornisa de los Andes, sin ayuda de hoguera o guarida, no la aguantarían ni los cóndores. ¿Muy oscura la noche?... No, más bien clara como si la alumbrara no sé qué misteriosa media luna de la tierra, no del cielo. ¿Soledad y desolación y mudez? Más allá de lo que el magín humano puede representarse. Ni árboles, ni pastos, ni piedras, ni horizonte, ni cielo... Un desamparo sin fin en su orondo horror, con esa casi blancura peor que toda oscuridad, como si un sepultado vivo, 113


al despertar, no viese más que su sudario... Sintió que el corazón le reculaba. Fue más allá del filo de la medianoche cuando el viajero se dijo que necesitaba descansar. ¿Totalmente rendido? ¡De a dónde! Pero precisaba sentarse un momento, nada más que un momento. Lo hizo sobre un pedrusco, poniendo sobre él la cobija y las alforjas que llevaba al hombro. Pocos minutos apenas, y se levantó de un salto, con cierta actitud de desafio, golpeando los pies en el suelo, sacudiendo con fuerza la cobija. Lo habla sobrecogido, de golpe, la sospecha de que la inmovilidad podría enfriarlo o adormecerlo. Y siguió caminando, y caminando y caminando, subiendo y bajando cuestas sin prisa —podía resbalar— y sin demora —debía ganar tiempo y leguas— diciéndose que todo podría salir bien sin alguna mala pasada de ocasión y con un poco de suerte. Hay quizá hombres que nunca pierden el ánimo ni aun cuando ya están perdiendo hasta el resuello. ¿Sería Sanduay uno de ésos? Tal vez. Si en esta ocasión, por encima de todo, lo movía el ciego y lúcido instinto de supervivencia, no es menos cierto que también lo alertaba el honor heroico del rumbo y la huella que manda en todo arriero de ley. Estaba empeñado en una jugada a fondo contra el destino. Amor a la vida, desafiándola. Entonces el hombre puede llegar a la grande hazaña, casi con facilidad, como el puma que, en caso de apuro, se alza con un salto vertical de nueve metros hasta la mollera del cardón. Isidro Sanduay seguía caminando cuando, por el frío que se iba volviendo insoportable, sospechó que el alba estaba cerca. También advirtió otra cosa. Que sus pies ya no eran del todo suyos y que el hambre empezaba a torturar su estómago como una llaga.

Amaneció al fin y el viajero vio mejor que aún estaba en pleno infierno blanco. Todo blanco, en efecto, salvo la sombra de los riscos y los hondones. Toda la naturaleza sepultada bajo la nieve, y, sobre ella, lo sobrenatural, tal vez. Un tiritamiento

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que no era solo de frío le digitó la espalda... el silencio, el frío y la blancura que hielan el corazón del hombre antes de congelar su carne. Reconoció sin querer engañarse a sí mismo, que el frío puede matar a un hombre y aun a un toro como si fuera un pichón caído del nido. Se restregó con la enguantada mano los bigotes. Escupió y su saliva crujió como granizo al caer en la nieve. ¡La Cordillera y sus cosas! Venía recordando una arria de doscientas y tantas reses y siete arrieros tapados por la nieve tan simplemente como una gallina tapa sus pollos. ¿Es que la blancura es solo el rostro de la inocencia que parece regir las catástrofes definitivas, o es que lo horrendo tiene una especie de pudor y se viste de ángel? Esto Sanduay ni se lo decía ni lo pensaba: apenas si lo intuía en un alucinado mal presentimiento. Se dijo que le era indispensable la ayuda del fuego, siquiera por dos instantes, para poder continuar. Intentó hacerlo al reparo de un risco saledizo, con un resto de yareta y pastito seco que aún quedaba en sus alforjas. Todo fue en vano, porque sus dedos no le obedecían. Consiguió a duras penas sacar los fósforos y tomando, no sin esfuerzo, un guijarro con las palmas de las manos, consiguió aplastar las cerillas y procuró arrimar su llamita a la vedija de pasto seco, sin conseguirlo. Le llegó el olor de carne quemada. Sospechó que eran sus dedos, aunque no sintió dolor. (Con razón, al sacarse los guantes ayudándose con los dientes, había tenido la sensación que sus dedos ya no eran parte de sus manos.) Lidió otro rato, hasta que el frío, ya inaguantable, lo obligó a retomar su camino después de golpear con fuerza sus pies contra el suelo y sus manos contra sus muslos, y tranquilizado a medias al sentir, por una especie de hormigueo, que la vida volvía a sus miembros. Y siguió marchando según un tiempo en que ya los minutos comenzaban a parecer horas luchando con el calambre agudo que el hambre producía en su estómago. Y cuando después de un inacabable tiempo eso fue cediendo, como filo que se embota, comenzó la lucha, tal vez más honda con la tentación casi irresistible de tirarse a descansar, a descansar para siempre, a dormir aunque nadie viniese a despertarlo nunca. Por lo demás apenas si sentía sus pies cuando tocaban tierra y se movían transportando su cuerpo. También el corazón comenzó a molestarlo con golpes bruscos, con palpi115


taciones como las de una ave herida, que intentaban ahogarlo. El aire helado parecía nublarle un poco la vista detrás de las antiparras. Sentía vértigos y aprehensión de caer. Un comienzo de terror lo obligó a sacudirse por dentro como caballo que se saca el polvo, recobrándose, sintiéndose casi bien. Se dijo que quien hace doce puede hacer trece, y que sin duda todo andaría bien si no se dejaba ganar por el miedo como un novato. Ningún señor cóndor, con su nevado pañuelo, el cuello, cebado en el terneraje de los valles, se cebaría en sus ojos. Resbaló de pronto y casi sin darse cuenta se encontró en el suelo. Por unos instantes se quedó inmóvil. Cuando advirtió que estaba amodorrándose, hizo un violento esfuerzo y se enderezó, tambaleándose y ahogando un grito. Reemprendió, con prudencia, la marcha aunque tuvo la impresión de caminar en muletas. Entre vueltas y revueltas, el camino comenzaba a descender a un altiplano o puna. También había llegado el viento blanco aquí, a esta pista de desolación y sequedad, donde no llueve casi nunca, pero donde, quizá solo por dar razón a la locura, parecen inspirarse los temporales de los valles bajos. Distinguió una mata de tolas y más allá un manchón de ¡ros verdes. Se dijo, dándose confianza, que si lograba vencer la flojera, es decir las ganas de tirarse al suelo como burro aplastado por la carga, la partida no estaba perdida. Es verdad que el airecito de la puna era más o menos insoportable, pero él tenía que soportarlo hasta salir de ella. Eso era todo. De pronto alcanzó a distinguir algunos vuelos de poca altura allá en el portezuelo que daba entrada a las tierras del bajo. ¿Avutardas, alguna bandurria...? Al fin volvía a ver algo que se movía, y • que no era el viento de las alturas con su empeño de congelarlo y detenerlo todo, hasta el salto de las cascadas. xperiméntó menos alegría que asombro. Durante un rato se sintió como rehecho, caminó casi con aplomo.. . (Desde el portezuelo podía columbrarse las vegas de la quebrada a un costado de las cuales humeaba el primer rancho.) Pero eso no duró mucho. Creyó darse cuenta que estaba llegando al último soplo de su aliento. Su alma comunicó a su carne ese inevitable temblor del venado cuando advierte que los perros le han cortado la fuga. 116


Pero ya estaba llegando casi a la boca del portezuelo, casi sin advertirlo, obedeciendo a ese saber y a esa voluntad que dormitaban en la más nocturna hondura de nuestro ser, luchó con el miedo o el desmayo que lo invadía, logró aún unos instantes de prórroga. Tal vez se resistía a rendirse a la muerte, solo porque no le parecía justo perder esta carrera después de haber cubierto casi toda la distancia, cuando estaba ya casi pisando la raya. Porque ya el viento había dejado de torturarlo, y ya estaba bajando la cuesta hacia el valle salvador... No sentía dolor alguno ahora, pero la cabeza parecía querer írsele a un lado u otro, como precisada de almohada. Resbaló en eso y como mareado; manoteó el aire buscando apoyo y cayó de costado sobre la ladera de una roca. Comenzó a salirse del sendero y quedó casi sentado y cerró los ojos. Se sentía bien del todo ahora, como el que despierta de una pesadilla. Sí, había estado padeciendo una pesadilla. Ya pasó. Ahora veía el camino de su casa, el algarrobo del frente de su casa, el fuego de la cocina... De pronto sintió un extraño ruido. Era su propia risa rota que lo asustó, despertándolo a medias. Enderezó la cabeza e intentó restregarse los ojos por sobre las antiparras. De pronto escuchó algo como un alerta que no le pareció suyo, y despertó del todo. ¿Se estaría volviendo loco? No, cosas del diablo, pensó. Y advirtió de algún modo que tal vez ya no aspiraba a vivir, pero se resistía a morir. O tal vez era que todo hombre digno de ser tal lleva en si el orgullo de Lucifer, y no recula ante nada cuando se trata de algo realmente grande. Tal vez ya sabia que estaba derrotado, que iba a morir y que ya estaba muerto a medias, y sin embargo esperaba aún, porque la esperanza es más grande que la sabiduría. Otro hubiera fatigado y aburrido a Dios o los santos con sus plegarias. Pero él tal vez nunca había pisado la iglesia y no recordaba si su madre, que lo dejara huérfano muy niño, le había enseñado a rezar. Amarrado al trabajo, desde que aprendiera a sostenerse en el caballo, nunca había tenido tiempo de pensar en Dios y en las amenazas o promesas de sus personeros. Se dijo que querer detener la muerte cuando llega, es como sujetar con la mano una avalancha. Más aún: sé vio muerto y cubierto a medias por la nieve, mientras lo buscaban algunos baquianos 117


Y comedidos, él mismo era uno de ellos... ¡Ay, si no quería morir, menos quería enlcquecer! Con un esfuerzo tan hondo que le arrancó un quejido como de bestia, consiguió alzarse de nuevo y siguió caminando. Con no poca dificultad, es claro, en el paso y el resuello. Caminó y caminó arrastrando minutos más pesados que horas. Pero ella, la que oculta su nombre, sabe en el momento oportuno desplegar más seducciones que todas las beldades juntas. Le basta entonces una simple promesa. ¿Para qué tanto sacrificio y desespeso si eso no lleva a nada sino a aumentar el martirio, mientras el único remedio está a la mano: echarse a descansar, a dormir a gusto y sin plazo?

Entonces no más golpes, caídas, ahogos, desgarros o quemaduras, martilleo en el corazón o en el cerebro, ni arrastrar el cuerpo como si fuera un ataúd con uno mismo de ocupante... ¿Eso para qué? ¿Para qué ya...? Y de pronto ¡no! ¡y no! ¡y no! Isidro Sanduay acababa de descubrir el gran motivo oculto. Ahora sabía por qué había resistido tanto y por qué seguiría resistiendo. Cierto,- él ya no importaba. ¡Pero los otros, su mujer, sus hijos! Eso era otra cosa. Vaya si valía la pena cambiar su dolor y espanto de saberlo un día comido de cóndores como mula despeñada.., por la alegría sin orillas de verlo volver como resucitado.., ¿El suicida que llama a la muerte? ¿El torero que la desafía por engreimiento? No, él no tuvo esas imágenes. Ni siquiera la de que cuando se lucha a muerte por los demás la lucha es tan glorificadora como la de los dioses creando el mundo. No solo pensó —decimos, sintió oscuramente— que aun perdido todo ya, era fuerza lidiar ahora por volver al mundo, como el pollito que desde dentro del huevo picotea el cascarán por entrar en la luz. Y lo supo mejor, cuando dejando en la penumbra a su mujer y sus otros hijos, la figura de Panchito, el menor, se le mostró tan viva como si estuviera hablándole. El, tan -durito para el caballo y las tareas con sus doce años no cumplidos, tan hombrecito ya. ¿Acaso si viera él a ese hijo cercado por las llamas no cruzaría sobre las brasas con los pies descalzos si fuera preciso? ¿Y ahora solo por ceder a la comodidad, por un momento de flojera, iba a dejarlo huérfano?... Mas ya su pensamiento pasaba a otra cosa. De nuevo, recuerdos muy de otros tiempos, se de118


senterraban en su memoria. Recuerdos más o menos inmisericordes de sus cuarenta años de Cordillera y arreo. Y vaya si los tenía. Ahora era el de Asensio Acha, tal vez el mejor trajinante cordillerano que hubo nunca, y la muerte de don Pedro Cabezas, el patrón. Esa vez no le cantó el gallo al viejo Asensio, es decir, no sospechó o presintió bien el cambio de tiempo y el temporal se le vino encima tan de golpe y a traición como un derrumbe de arena, y ni él ni nadie acertó a dar con el refugio, es decir, la casucha para los hombres y el reparo para las bestias de arria y de monta. Y cuando lo descubrieron al fin después de un cuarto de hora de jaleo que pareció un siglo ya estuvo perdido casi todo, y el patrón fue salvado a gatas y en tal estado que murió esa noche misma en la casilla, donde lo velaron turnándose, y al alba, no lejos de allí, lo metieron en la raja de un peñasco, tapándolo con piedras para salvarlo de los zorros y los cóndores. Sí, en aquellos años Asensio Acha estaba muy pero muy viejo y medio cegatón. ¿Que por qué seguía en la brecha, aún? Quién sabe. Quizá porque a un veterano de estas descomulgadas alturas lo mueve algo más que el afán de ganarse la vida, algo más hondo, vaya a saber qué, y más fuerte que él, y que no puede ser resistido... Tal vez el prurito de engañarse a si mismo, hasta el punto de creer que se sigue siendo como el cuchillo ya muy gastado, pero aún capaz de cortar un pelo en el aire. (Y de pronto ya no estaba refiriéndose al otro sino a él mismo.) Sí, él, Isidro Sanduay, quizá haya nacido para eso solo, para arrear toradas o cargas por entre cumbres, vientos y nevazones... Bueno, un deber o tarea como cualquier otro. Una vez más, y de repente, tiene la sensación de que está a punto de detenerse o sentarse, es decir de caer, lo que por nada debe permitirse. Entonces le habla a su corazón que parece a punto de

detener sus latidos: V iejo, no me tienes que fallar, Nunca me has fallado y ahora te necesito más que nunca. No me digas que quieres quedarte y dejarme solo.

Queda un largo rato sin pensamiento ni palabras, pero el diálogo silencioso vuelve: No seas ron-

ro, viejo. Te vas a apichonar ahora. Nunca has tenido miedo... De aparecidos o ánimas, no digo, pero de "ésta" que conoces, aun en sus momentos de peor genio, como a tus manos...

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De nuevo el recuerdo del otro gran arriero vuel-

ve. Ese sí que fue un hombre.., que valía por diez, porque jamás perdía la calma. Sí, como si estuviera cebando mate, cuando en los momentos que parecían los últimos los demás se sentían al borde del llanto o del hoyo... Qué cojones. Otros son guapos porque gustan florearse con el fierro en un entrevero y salir sin un ras poncito, cuando no gastan su temple y su baquía en desmadejarle las

tripas a otro. —"Asensio Acha? —dice de pronto en voz alta—. Jamás le oí tener media palabra de más con nadie... Pero yo hubiera querido ver a los guapos de cuchillo junto al viejo Acha cuando la Cordillera como una madrastra desalmada jugaba con hombres y animales como el viento con las hojas secas, enloqueciéndolos de horror y terror antes de difuntearlos.. . ¿Y el viejo Acha? setenta y nueve años.., siempre el mismo sin perder la calma un chiquito, disponiendo y ordenando con su voz de siempre lo que debía hacerse, o haciéndolo, cuando ya todo estaba perdido o lo parecía, al menos... ¡Jue puta!" Y otra vez el seguir y seguir, ya sin sentimiento ni pensamiento alguno. Y de pronto es la cabeza la que quiere irse de un lado a otro, por su cuenta. — Esto no puede ser. ¿Por qué tiene que ser? (Y de nuevo en voz alta). — ,El viejo A cha? Pero Isidro Sanduay tampoco es ningún flojo. ¿Y quién dice que lo que hace un hombre no puede hacerlo otro?

En verdad se siente definitivamente cansado, tanto por fuera como por dentro, un cansancio que le traspasa la médula hasta los sueños. Y sin embargo algo oscuro en él, tal vez más allá del instinto, le ayuda todavía.. ¿Está rezando? No, es una letanía de su propio invento. — Debo resistir, debo resistir, tengo que resistir, resistir, resistir. resistir.

Calla al fin y en eso estalla en un sollozo. Sí, llora sin saberlo y tanto que las lágrimas comienzan a asomar debajo de las gafas. Después calla y se dice que ya no tiene hambre ni le duele parte alguna del cuerpo, justo cuando todo su cuerpo es un puro cuajo de dolor. Y al fin su silencio se quiebra en una carcajada tan extraña, que parece un graznido en el momento en -que cae una vez más, y queda sin movimiento. — Tal ves estoy muerto —piensa o sueña— tal vez

uno se imagina que uno aún vive cuando ya está

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Cuando una punzada en el espinazo, que le sube hasta la mollera, le advierte que aún está vivo, solo que no puede ya ponerse de pie aunque lo intenta a porfía. Nadie daría ya dos centavos por su vida.

al otro lado...

11 Un nuevo y desesperado envión, venido de un saldo último de su ser, lo puso en pie, tambaleante. Se apoyó sobre el saliente de una peña y miró, casi sin darse cuenta, hacia el fondo del valle. ¿Estaba soñando de pie? Vio la quebrada con sus anchas vegas amarillentas, porque allí no había nieve. Quiso avanzar y cayó de nuevo. Pero su entusiasmo era mayor que su proximidad a la tumba. Bajó arrastrándose sobre sus manos y sus rodillas por un declive y aún tuvo fuerza para subir del mismo modo, aunque con un jadeo parecido a un estertor, una pequeña loma, hasta la cresta. ¡Ah, tenía razón! Se distinguía el humo del rancho perdido entre las peñas. No, no lo engañaban su magín ni sus ojos porque le llegaba al mismo tiempo el eco del ladrido de los perros que sin duda acababan de divisar su bulto sobre el filo de la loma. El corazón le saltó a la garganta, como un gato, estrangulándolo a medias. Quiso seguir avanzando sobre los talones de sus manos y sus rodillas ya ensangrentadas, pero no le obedecieron. Quiso gritar, pero no escuchó su voz. Sintió un pujo de llanto, pero sus lágrimas y su alma misma quizá ya estaban congelándose. 12 En efecto, los perros habían dado la voz de alarma y los moradores del rancho llegaron a tiempo —bien que solo por un negro de uña— de salvarlo, aunque ya no parecía un hombre, así con la cara amoratada e hinchada como a golpes de puño de un gigante, tan mostruoso o tan inhumano como la montaña misma. Los dedos de sus pies y sus manos cayeron casi por su cuenta como moras demasiado maduras. Para atajar la gangrena le 121


aplicaron ahí nomás, después de puesto al rojo, el hierro de herrar las mulas, que otro no había. A los pocos días estaba fuera de peligro, y tres meses después podía saltar sobre su caballo y afirmando en los estribos sus pies truncos, gobernar las riendas con los restos de sus manos. Como al árbol podado, sus muñones no le mermaron la energía. Así fue. Todo ser viviente parece esconder reservas incalculables. Pero solo el hombre es capaz de ir más allá de su propia medida, aguantando lo que no aguantaría un ángel o un demonio, aunque para ello es fuerza perder la conciencia de la enormidad y el espanto de su situación, a fin de no enloquecer. Un hombre solo (no más que un ratón o una hormiga frente a la inmensidad y la tempestad) luchando sin perder la cabeza, la esperanza ni el coraje, luchando dos días y una noche sin tregua, a brazo partido con la montaña bajo el viento blanco, es decir, con un revoltijo de cimas y abismos, desfiladeros, chiflones y páramos, todo amortajado de blancura y frío implacables y desterrado el rumbo, y aunque dejando todos los dedos en las fauces del monstruo, salvando la vida y, lo que es más, llevando al máximo la estatura del tino y el valor del hombre, allí, allí donde un ejército entero hubiera quedado nara desayuno de


Malvina

La gente reserva su capacidad de admiración o asombro para los inventos de la ciencia de hoy porque casi siempre ignora que en buena parte eso no es más que el redescubrimiento de lo ya inventado por la naturaleza hace millones de años. ¿La alfarería, la carpintería, la canastería, el telar, la espada, la aguja de inyección, la pila de Volta, el vuelo por encima de las nubes? ¿Y qué son el hornero de nuestros árboles y postes, el pájaro carpintero, el bicho de cesto, la arafia hilandera, el pez espada, la víbora, el gimnoto y el águila? Olvida o ignora, en cambio, que si bien algunos pájaros habían inventado el canto cuando el hombre no sabía pasado del gruñido, éste terminó inventando la música, creación más pura y honda que el conocimiento. Y también olvida que acaso la mayor hazaña del hombre sea ésa que siguiendo y superando a ciertos pájaros (ano se sabe que la garza enamorada suele ofrecer una flor en el pico a su compañero?) lo ha llevado de la mera anécdota carnal a la profundidad y belleza del amor propiamente humano. Yo descuento que el amor es lo más venerable que hay en la naturaleza, porque es la estrategia del ser contra el no ser, la derrota de la muerte, la vida mostrándose como un renacimiento ¡nata~ jable. (Y tanto que el amor se vale hasta del espectáculo mismo de la muerte como de un sagrado afrodisiaco.) Eso sí, el amor humano propiamente tal ya no es solo persistencia, sino esplendor y ascenso. Y no es preciso mucho seso o intuición para adivinar que el amor es bien poca cosa si no se ofrece como un torbellino que suma en su espiral el deslumbramiento, la angustia y el deliquio. El misterio •de la pareja humana, como integración o dúo, es no solo una armonía sin fondo, sino la más hermosa hazaña de lo que vive. Tal vez una revelación más honda que la música, o mejor, la música parece solo el andante de sus sueños. An123


te ese sacramento, la obscenidad y la castidad aparecen como pecados equivalentes. Y al hablar de música, digamos que hay almas sordas y otras que la llevan en si como su propio latido. El que no haya amado nunca porque no es capaz de elevarse hasta eco, hace bien en consagrarse profesionalmente al dinero, al poder, a los viajes o las diversiones. Creo sinceramente que el corazón que no se usa a fondo en el amor, deviene una herramienta herrumbrada o un reloj sin cuerda. Y que los días vividos sin amor son como hojas secas que solo pueden servir de alfombra de nuestros pies. Muchas mezquindades se han dicho y siguen diciéndose de la mujer, porque la vanidad del hombre es más femenina que la de ella. Y porque hablan desde su cabeza, o desde sus meros ojos, o desde su bajovientre. Las mujeres, en general, no son menos inteligentes que sus compañeros, y hasta suelen serlo más, aunque su inteligencia tenga otro estilo y orientación que la nuestra. También es cierto que si el cuerpo de la mujer está más hecho para el amor que el del hombre, ocurre lo mismo con su alma, y por ende ella se halla mucho menos expuesta que él a olvidar que lo mejor del amor, como del pájaro, con sus alas. 2 Que Malvina era criatura de una profunda e inquietante belleza, no era opinión mía, sino que lo decían todos. Había tanto verde en sus grandes ojos como para teñir una primavera, aunque el suyo era el esplendor misterioso de las luciérnagas en la noche. ( & Y qué duda cabe que dos bellos ojos de mujer profundizados por el amor son el cielo humano?) Las cejas de Malvina se fruncían con un casi imperceptible aire, no sé si de desdén u orgullo, pero sí de altivez o lejanía. Y el pesado lujo de sus trenzas, de un negro azuloso como el de ciertos racímos o ciertas noches, jugueteaba mimoso sobre sus espaldas hasta más abajo de la mínima cintura, o ceñía sus sienes con una corona más real que la de las reinas. Pero el sortilegio de su femeneiclad se vendía, más que en su sonrisa y sus 124


modales, en su voz y en su paso. Nunca he visto una mujer que caminase como ella. El paso de la mujer no es solo movimiento, sino sentimiento, música, ensueño. Como el pájaro se adueña del cielo con sus alas, la mujer, con solo andar, puede apoderarse del mundo. Al menos, ése era el caso de Malvina. Ya se estará adivinando que yo me enamoré de Malvina sin quererlo y hasta sin darme cuenta. Al principio al menos. Porque después me descubrí lleno de secretas ilusiones respecto a ella, y mi tribulación perduró y acreció a lo largo de los meses y los meses. Mi tribulación y mis dudas. Porque alguna vez, tal vez dos, había •dejado que sus ojos se encontrasen con los míos. ¿Había allí indiferencia, curiosidad vaga o un comienzo de algo más? Y como temía alucinarme a mí mismo, engañándome adrede, me encontraba lleno de hurañía y timidez, y en vez de procurar la ocasión de encontrarme con ella, la evitaba sin quererlo. Y cuando menos la veía, más me acompañaba su imagen. Mi corazón todo era como una noche de verano y sofocación anhelando con vehemencia la frescura del rocío y los gorjeos. El azar, el puro asar fue el autor de todo. Volvía cierta vez de un viaje, cuando al entrar por una de las calles del pueblo sentí rumor de música y jolgorio saliendo de una casa. Su dueño, que en ese momento asomaba a la puerta, me atajó el paso, invitándome con amistosa insistencia a apearme y descansar un poco —en realidad a participar de un pequeño festejo, pues se trataba de la boda de un primo suyo. Yo me excusé alegando el polvo de mis ropas y el cansancio de mi caballo, pero fue inútil. Descabalgué al fin. Y cuando un poco más tarde entré a la salita de baile, mi corazón se sacudió de golpe. Malvina con su madre y una prima suya estaban entre los concurrentes. Advertí como si la viera por primera vez, que sus ojos valían un montón de oro y que sus cabellos no valían menos. Un forastero la miró sin disimular el asombro que le agrandó los ojos amagando un silbido en sordina mientras meneaba un poco la mano derecha. Quien ha caído alguna vez entre los hilos y nudos de un gran amor, no precisa qoe le cuente lo mío; quien conoce eso solo de oídas, no podrá 125


entenderme. Solo quiero decir que después de saludar a los dueños de casa y a Malvina y los suyos, fui a sentarme aparte, contestando las preguntas de algunos conocidos y conversando de cualquier cosa. Una especie de miedo de niño me impedía mirar hacia donde mi corazón porfiaba a la vez en que, acaso por descuido, lo hice, tuve no sé por qué la sospecha de que ella pasaba por un trance semejante al mío... ¿Estaba un poco ido o el diablo se burlaba de mí? Y con todo, cuando en las vueltas de la fiesta, nos encontramos circunstancialmente uno al lado del otro, por algunos instantes, y roto el silencio que se interpuso entre nosotros al comienzo, conversamos de cosas indiferentes, tuve la impresión súbita que mi corazón y el destino jugaban la gran partida, porque me pareció notar o noté que sus ojos y los míos estaban conversando de otra cosa y se entregaban un mensaje que apenas me atreví a descifrar. ¿Para qué más detalles? Cuando pasó la fiesta, yo sabía que mi voluntad ya no era mía, y eso, en vez de afligirme, era como un manantial que aflora entre arenas horneadas por el sol. ¿Qué es la dicha? Yo no lo sé. Creo que nadie lo sabe. Solo podemos decir que antes del amor podemos mantenernos a trasmano de la desgracia o el desasosiego, pero no estamos, de seguro, ni en el umbral de la dicha. Por el amor vamos, sin poderlo evitar, a conocer las formas más agudas de la inquietud y el dolor, mas, pese a ello, o gracias a ello, podemos asomarnos al único paraíso cierto o, si se prefiere, a robar unos instantes a la inmortalidad. Otros cuentan o cantan sus desventuras. Son los ingratos. Somos mucho más escasos los capaces, como yo, de agradecer con humildad y fervor los raros momentos de dicha que nos haya concedido el destino, dilatando nuestro ser hasta el endiosamiento. El amor sabe mejor que nadie que el mundo está lleno de ritmos y rimas, de latidos y besos, y que hay más hervor en el arrullo del palomo que en las pailas de arrope. Y también sabe que sí el amor es largo, la vida es corta y de ahí la intensidad y esplendor de su visita. Yo, junto a Malvina, creí advertir (y éste era 126


como el manantial de mi deslumbramiento) que todo lo que había imaginarlo o presentido como dicha pertenecía no a la patria evanescente de los sueños, sino a la realidad respirante y latiente de cada día. Entonces conocí la dicha —digo que la alegría celeste existe sobre la tierra— como pueden conocerla los privilegiados del amor y solo ellos. Nuestros secreteados diálogos en la paz de las noches eran un milagro tan claro que los pájaros pudieran haber despertado antes del alba para celebrarlo. Yo sentía como si todo mi cuerpo fuera Corazón, y que sus besos y el solo recuerdo de sus besos me borraban el mundo. Cada vez que nos despedíamos era como si se tratase de la última, como si ella o yo partiera para un viaje de retorno inseguro. Tan intenso era nuestro adiós. Son estas cosas que no pueden decirlas las palabras, y sin embargo yo me empeño en hacerlo, sin poderlo resistir, pese a la fiebre cerebral porque estoy pasando, ya que mi médico me tiene prohibido, no solo escribir, sino hasta leer. Porque yo llegué a amar desde lo más hondo —diría, la más nocturna y estrellada profundidad— de mi ser, y tuve la sospecha radiosa de ser amado lo mismo. (Me atrevo a pensar que quien no amó así, quien quiera que sea, y se hizo amar lo mismo, no es más que un fardo de tripas.) Ella representaba la belleza de la mujer en su candor sagrado. La veo haciendo y deshaciendo frunces en su falda para esconder el alado temblor de sus manos. Veo su sonrisa de azahar con luna. Oigo el trémolo secreto de su voz que a veces parecía rimar con la ondulación de su paso o de su cabellera. Su cara no era suya: era la cara de la felicidad. Diría que sus ojos entraban en mi corazón como una lámpara en un cuarto oscuro. Cierta vez, al mirarla de soslayo, y advertir que ella hacía lo mismo a través de lágrimas inconscientes, sorprendí en el fondo de sus ojos tal misterio de esplendor y amor, que mi corazón desfalleció y él y yo caímos de rodillas.

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Pero ocurre que los hombres somos tan débiles como la mujer, y más todavía. ¿Cómo fue que llegué a herir de celos el amor de Malvina, y tales —tan increíbles e insufribles— que de la noche a la mañana resolvió irse a una comarca lejana, a casa de una tia? Y esto sin una palabra de despedida. ¿Estaba yo enteramente libre de culpa, al menos? No lo estaba. Y eso era lo que yo mismo no lograba comprender. ¿Quién es ese tortuoso demonio que puede desviarnos con la tentación de lo nuevo y desconocido, lleno de imán nada más que por ello, ya que puede ser vulgar o villano, como quizá era mi caso? ¿Cómo fue? Que otros lo hagan, y respecto a criaturas tan opacas corno ellos, podrá explicarse. ¿Pero cómo pudo ocurrir que yo, que no estaba acegado por Malvina, sino con los ojos transparentemente abiertos para la iluminada belleza de sus ojos y de su corazón, pude ceder a una distracción cualquiera, ya no digo a una tentación turbia? Me sentía hondamente desorientado y humillado. La primera noche de mi desdicha y mi desvelo fue la de un hombre que sin quererlo y sin saber cómo ha perpetrado un crimen y se encuentra sumido en un calabozo. Tal vez no hay nada más lamentable en el mundo que cuando un hombre se derrumba por dentro. Y qué espanto cuando estamos desesperados y sin embargo esperamos sin saberlo, y el tiempo camina con trancos de segundos, mientras el corazón calza botas de siete leguas. Mi desvarío volvía una y otra vez al punto de partida. ¿Cómo pude caer tan bajo, ofendiendo mi alma antes de ofenderla a ella? Los cortos de vista piensan que todo el amor está en la gracia y el esplendor y juventud de las formas. ¿Cómo se da entonces que la más hermosa de las prostitutas no enamore a nadie que no tenga alma de cabrón o rufián? Es que el amor humano usa sin duda una realidad de mera superficie como una introducción a una realidad de hondura. Por eso la fidelidad mutua es el sacramento del amor veraz que revela así su vocación de permanencia. Tal vez nuestra idea de Dios no sea en el fondo más que nuestro sueno de un amor sin decadencia ni muerte. ¿Cómo fue entonces que si yo me sentía o sabía 128


el partícipe de un privilegio que vale más que todas las coronas, pude caer tan fácilmente en la tonta y vulgarisima veleidad? No sé decirlo. Y esto es un hombre que sabia o sabe lo que tantísimos ignoran: que si el amor busca rodearse de belleza como el agua se rodea de vegetación es porque aquélla es solo la dilatación de su propia esencia. Porque el amor es la belleza en sí y la que comunica vida a las otras. La ausencia de Malvina me reveló también ese gran secreto. Y también otro. Que el amor como la música es una creación humana erigida sobre la otra, no negándola sino hundiendo en ella sus raíces como las hunden en lo hondo de la tierra el árbol que quiere florecer en alto. Sin los jugos de la carne, digo de la tierra, el amor es solo fuga o sueño, pero no es menos cierto que si el alma no interviene decisivamente, ese amor, como en las bestias, se reduce a una pura ceremonia de reproducción. Si hay algo innegable es que el amor de carne va más allá de la carne. Lo que vuelve al amor, como al pájaro, un hijo del cielo, son sus alas. No, no exagero la desmesura de mi añoranza explicable por una doble profundidad: la de la enamorada belleza de Malvina y la de mi amor. ¿Es que no hay ojos femeninos que por el amor son un segundo firmamento más viviente que el otro? ¿Que mucho, entonces, que el temblor de nuestro ser sea como un temblor de vuelo? No se extrañe tampoco que mis mañanas y mis noches estuvieran salpicadas de los ojos de la ausente, que me miraban y yo miraba en todas partes. Como asimismo si confieso que no hubiera deseado ni a mi peor enemigo hallarse en mi lugar. Yo era como alguien velando en la cabecera de un moribundo.., que era yo mismo. A veces quería desesperadamente solo saber que ya estaba olvidado del todo y que ella no volvería nunca, para que cesara mi dolor y mi vida con él. También es cierto que en mis muy escasos momentos de alivio, me esforzaba en ser ecuánime, diciéndome que no tenia derecho a quejarme así de , mi destino, ciegamente, ya que parecía que la ausencia y el dolor parecían necesarios para que un gran amor pudieran mostrar toda su dimensión de hermosura. ¿Cuánto tiempo pasó, cuántos fueron mis días y mis noches luchando con la eternidad y con mi 129 [


memoria, mi implacable memoria que fue mi peor enemigo? (Alguna vez, en un desvarío de la ternura, la había obligado a ceñir sus trenzas, como un pañuelo de luto, en torno a mi cuello, y entonces mi alma había gemido de dicha, todo para que después, en la ausencia, y muy hondo, sollozara de angustia y espanto.) Me enconaba, hasta medio embrutecerme en el trabajo, buscando un poco de olvido, pero ni el extremo cansancio me defendía bien del desvel y la pesadilla. Me esforzaba por aparentar una dura indiferencia, pero mi voz habíase vuelto ronca, pues seguía peleando por dentro contra el insobornable dolor hasta la última lágrima. Tal vez mi cerebro comenzaba a aflojar. Más de una vez, en la soledad, me sorprendí enviando un beso a alguien en la punta de los dedos. Sí, enviándole mi corazón por los aires a través de travesías, montañas y leguas sin cuento.

Solo que el milagro puede darse sobre la tierra, aunque no precisamente bajo la forma que las gentes creen o esperan, sino otra, menos sospechable. Y fue qué un día, sin haberme hecho llegar la menor noticia, Malvina regresó. Nunca la dicha (la mía y adiviné que la de ella, porque la esencia de la dicha está en darla a otro a través de la nuestra, pues ella no es un canto en la soledad, sino un acorde) se pareció más a un amanecer después de una noche espesa de tiniebla y pesadilla, o al deslumbramiento y el temblor del cervatillo recién llegado a la dulzura de la luz y la leche, que la de mi corazón cuando volvió a oír —apenas dando fe— su voz ligeramente mojada en lágrimas. Sus manos me parecieron más menudas y ligeras y advertí que sus ojos, como ahondados hasta la orilla del alma, casi le comían la cara, dándole una hermosura tan honda que me compadecí de los ciegos que no podían presenciarla. Pero no hay palabras para contar nuestro reencuentro. Solo sé decir que ella no me hizo el menor reproche, ni una alusión siquiera a mi incomprensible borrón, o porque vería en mi cara el infierno que acababa de cruzar, o porque no precisaba perdonarme nada adivinando que mi amor por 130


ella era de tal sustancia que traicionarlo era traicionarme a mí mismo, convirtiéndome en mi propio verdugo. Cuando intenté balbucir algo sobre mi culpa, echó la cabeza atrás —su cabellera entró en la noche— como para ganar distancia, inundando con sus grandes ojos los míos, y de pronto se abatió sobre mi pecho con un sollozo que rebalsó en el mío, y cuando cogí sus manos y sentí sobre las mías caer su primera lágrima, adiviné que en nuestro rapto había más cielo que en la risa de los niños o en el rezo de las beatas. Y la verdad es que por días y días vivimos más de éxtasis que de vida, como algunos pájaros en cierta época del año viven menos de pitanza que de cielo y música. No hay taba de dos suertes, decía yo en mi corazón. Cuando un hombre —uno entre miles— se da con el don del amor sin fruslerías ni trampas, puede olvidarse de todo el resto. La verdad es que me sentía un hombre totalmente nuevo y muy por encima de lo que había sido, como el viajero que a punto de caer aporreado de sol, de polvo y de leguas, siente con todo su cuerpo el gorjeo del manantial, o como un pájaro que cambia de golpe su jaula por el doble infinito del cielo y el bosque. Llegué a decirme que tal vez ni la inteligencia ni la belleza eran sagradas, que solo el amor lo era. No había ocurrido que ella retornara más hermosa sino que su hermosura parecía haberse vuelto más misteriosamente profunda y como lejana. Una noche de esas tan colmadas de estrellas que parece que una más las haría rebalsar, como una gota última a una copa ya repleta, y en que ella ciñó alrededor de su frente sus sombrías y suntuosas trenzas, me pareció que todo el misterio y el esplendor de la noche acababan de coronarla. No dudo que nuestra carne es tan soñadora como nuestra alma misma. En todo caso en nuestras caricias había algo del vuelo de los sueños. Yo no sé si su frente, su nariz o su boca tenían la perfección de rasgos de las estatuas, pero sí que en sus ojos, en ciertos momentos, había algo capaz de hacer soñar o llorar a los ángeles. Ya se estará sospechando que yo —y tal vez ella también— pasaba por uno de esos trances en que se vive en un momento lo que un monje o un sabio no alcanza a vivir en toda su vida.

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Así fue. ¿Pero es que existe una incompatibilidad sin soborno entre la intensidad y el deslumbramiento de la pasión y su supervivencia indefinida en el tiempo? Porque Malvina murió un día en la cima de su juventud, y mi corazón murió con ella, y los latidos que sobreviven en mí son solo un eco de los que ella se llevó consigo. Murió cuando nuestro = amor, renaciendo cada día, iba ganando profundidad como las raíces con el tiempo, y nosotros mismos parecíamos tener corazones, no de criaturas humanas, sino de amantes inmortales. En todo caso, lo que sin duda nunca nos pasó por el magín es que nuestro amor pudiera cesar un • día, pues él, más que a la dicha, se parecía a la fatalidad. Y no puedo menos que consignar aquí nuestro último secreto, el más pudoroso. Una mujer cualquiera puede engendrar muchos hijos de su carne y quererlos a todos hasta el sacrificio y el heroísmo. Pero solo pocas mujeres y una vez única en su vida, pueden engendrar el hijo de un dios. Malvina me dio a entender alguna vez, aunque no sé ya de qué modo, que llevaba en sí nuestro amor como una concepción más alta y resplandeciente, como un feto divino. Yo solo sé —y es el único saber de que estoy seguro— que si nada puede protegernos contra el amor y la muerte, el único remedio contra el mal de haber amado demasiado, es amar más todavía. Aunque estas son cosas que tal vez solo la música, no las palabras, pueden decirlas. (Siento los pasos del médico y me apresuro a esconder estos garabatos debajo de la almohada.)

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El aljibe de los médanos

El mundo es tan interesado y maula como juez que marca precio a sus sentencias. Cuando el mucho mérito se da entre alguno de los concesionarios del mando o la fortuna, suelen sobrar en vida los repiques en su honor y a veces en la prisa le inauguran la estatua antes que él inaugure la fosa. Cuando se da entre los carecidos de rango, éstos mueren sin pena ni gloria. Hay muchas batallas ganadas, pese a la ineptitud del general, por el solo empuje de los soldados y los caballos, pero ya se sabe quién siega los laureles. Perdóneseme esta cháchara, que ella se debe solo a que de estar no más se me ha cruzado por las mientes la figura del maestro José, José Vega, el pocero. Dicho así no más suena a poco o nada, ¿no es cierto? Pero yo que lo conocí bien y también creo conocer un poco el mundo, puedo dar fe de que se trataba de algo más envidiable que una pila de pesos o de títulos. En efecto, el maestro José era hombre sin falla ni desperdicio. Aunque su bondad se parecía al agua y el pan y su honra a la sal, quedaban medio ocultas por sus rasgos más saledizos: su guapeza y baquía en cualquier trabajo u oficio, su artesanía redonda. Sabía tumbar y aserrar árboles o levantar casas, dinamitar y labrar piedras o curar animales, remontar globos de su hechura, cavar pozos en el desierto o hacer a mano trompos para niños. Eso y otras cosas a ratos perdidos. ¿Cuántos pozos y casi siempre en algún lugar en donde el diablo fue a tirar las riendas, alumbró a lo largo de sus años que ya eran muchos? Su corazón también era como cisterna en el desierto. Su último trabajito —como él decía— habíalo ejecutado en la plaza de un pueblo, en un valle fragoso que en los veranos, a cada tormenta y por un par de días, dejaba sin agua a gentes y bestias, pues las crecidas arreaban un agua barrosa y bravía que borraba las tomas. Los vecinos habían resuelto probar fortuna mandando excavar un pozo en medio de la plaza. Como llegaran mentas de 133


José Vega, enviaron un propio con una proposición en firme. Y él vino. El maestro cobraba a tanto por metro, aumentando un poco según la hondura y ayudante, herramienta y lo demás, salvo la soga, iban de cuenta suya. Como el precio, más que • módico, pareció bajo, el trato se cerró sin demora. —A qué profundidad cree usted que estará el agua? —preguntó el presidente de la comisión municipal. —Imposible hacer cálculos, señor. —Pero, más o menos. ¿Treinta? ¿Cuarenta?... —Y más también, mucho más, si no tenemos • suerte. Solo Dios, o mejor, el diablo, lo sabrá.. Y el trabajo comenzó. Cuando a los nueve metros de hondura se dio con una napa de tierra ligeramente húmeda, comenzaron los augurios fáciles y alguien hasta llegó a los parabienes. El maestro • creyó del caso prevenirlos para evitar descreimientos prematuros: —Esto no significa nada. Ocurre siempre, al cavar un pozo, que se va alternando con capas muy diferentes entre si, desde las resecas a las barrosas, desde la pura arena a la roca viva... Y el trabajo prosiguió, semana tras semana y después meses y meses. El maestro tenía por ayudante o peón a Serapio Maguna con quien trabajaba alternando el puesto en la común tarea: uno descendía al pozo sobre un travesaño atado a la soga y el otro volteaba el torno en que se ovillaba la soga en cuya punta venia el balde con el material excavado. Cuando pasaron más de dos meses, el interés fue decreciendo. Aquello parecía cuento de nunca acabar. A las capas húmedas y aun aguachentas, que cambiaban la expectación en ansia y en una inminencia de júbilo, sucedía el médano enjuto cuando no la roca que era preciso dinamitar encendiendo • la mecha (que se traía durante unos metros consigo al subir dejando el pozo) con la punta del cigarrillo. Cuando se llegó a los cincuenta metros de profundidad y otros tantos metros cúbicos de greda y ripio, excavados a pala y pico y extraídos a balde • desde las tinieblas, la comisión administradora se reunió a deliberar sobre la conveniencia de abandonar la aventura. —Es cosa de ustedes —opinó el maestro, al pedírsele opinión. —El agua puede estar a un metro o treinta metros más abajo. 134


—Y si no estuviera a ninguna profundidad? —preguntó el de barba más espesa. —Todo puede ser, pero eso me parece más o menos imposible. Por lo menos yo siempre he dado con agua. Y el trabajo continuó. Y el maestro José, en medio de la impaciencia o la indiferencia de muchos, cuando no de la soma de algunos, mostrábase siempre el mismo, sereno y a veces sonriente, sin apuro, pero con el ánimo y el brío habituales, como si recién comenzara la obra. Hasta que un día, al dar vuelta el año, a los noventa y dos metros de profundidad, saltó, con temblor y júbilo de resurrección, un agua límpida como un diamante. Poco después el mismo maestro José alzaba sobre la boca del pozo algo de más fecunda hermosura que campanarios y pirámides: un molino de hierro cuyo caballo de noria era el viento.

Ese era el hombre contratado esta vez —se confiaba tanto en su baquía como en su suerte— para excavar un pozo en una travesía de veinte leguas que separaba dos pueblos. No son muchos los que tienen noción exacta de lo que es una travesía, digo una inacabable ringlera de leguas sin una gota de agua ni para un pájaro y en que, durante los veranos, el sol parece inmovilizarse sobre la tierra como una clueca sobre sus huevos. Un rosario de distancias y soledades. Un aire seco, un aire intenso y fijo como la mirada de la víbora, produciendo a veces una especie de somnolencia alucinada. Leguas de polvo, siglos de polvo, porque en el principio fue el polvo y en el final lo será. Polvo más fino que ese que los insectos elaboran en las tumbas. Sed antediluviana de agua. Los ríos, si los hay, se han ido huyendo de la sed, dejando lechos tan secos como la piel que dejan las víboras en la primavera. Una luna socarrona, y con algo de bruja, que hace aullar o cantar de hambre a los zorros. El viento caliente de los médanos que llega como un toro recién apeado del cerro bramando y echándose tierra sobre las paletas. 135


Sol y sol y polvo y polvo. Parece que la vida también ha puesto pies en polvorosa, pero no es así, porque la vida es más aguerrida que la muerte. No hay porfía como la de las plantas del desierto en busca de agua. Tras semestres o años de espera cae al fin una lluvia más o menos arisca, y las semillas del desierto se hinchan, y el pasto crece casi a ojos vistas. El cacto gigante, más poderoso que un pulpo, echa horizontalmente sus raíces a distancia de un tiro de boleadoras. Otras plantas extraen del relente la dedalada de humedad que precisan, la absorben por sus hojas, mandan el sobrante a las raíces y de allí la reabsorben cuando llega el caso. Los árboles —los pocos que por aquí se alzan al amparo de las quebradas o de los ríos de agua antojadiza— se cubren de hojas finas como pestañas y se arman de espinas para defenderse del sol, el polvo y el zonda. Y no pocos animales —ñandú, perdiz, lagartija, insecto— hallan también modo de vivir o sobrevivir, abrevándose de rocío, cuando no hay otra aguada. Pero el hombre no. Metido entre estas distancias y arenas abiertas de par en par, el viajero extraviado puede perecer de sed en no más de veintitantas horas, según sea el caso.

• Elegido el lugar, a no mucha distancia de un viejo camino de herradura, el maestro José y Serapie, su ayudante, dieron comienzo a la obra. Con no poco estorbo y demora, por cierto. Comenzaron construyendo un rancho de quincha, no para resguardo de la lluvia, desde luego, sino de los vientos y también de los fríos cuando llegaran, y para guardar sus provisiones y herramientas. Tenían .1 consigo dos mulas. Serapio —cuando no el maestro— debía viajar cada madrugada con una carga de barriles hasta el único ojo de agua de los contornos, a dos leguas y pico de distancia, cerro adentro. En tanto el otro afilaba las herramientas, buscaba leña y ponía al fuego, para ir ganando tiempo, la ollita con maíz y un poco de porotos y charqui que constituía sus dos comidas al día... Volvía el aguatero y después de sendas jarras de café y pedazos de pan más o menos viejo, recomenzaba la obra ¡ni136


ciada hacia un par de meses. Una pausa a medio día y abandono al clavarse el sol. Después de forrajear y abrevar las mulas y mientras se calentaba la comida tomaban mate y conversaban un poco. A menos que a Serapio le diera por atropellar el silencio y la noche con su guitarra y su garguero.

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Serapio Maguna, rebautizado el Moto (un cartucho de dinamita le había volado el pulgar de la zurda) era el tipo de hombre pobre de provincia pobre que desde muchacho se echa a rodar tierra en busca de pan y los menesteres que escasean en su casa y su pago, agachándose a trabajar en lo que caiga —peón de caminos o minas o pozos petroleros, cavador de aljibes o hachador de quebrachos, pelador de cañas o arriero— y sea donde fuera, desde la Cordillera al Litoral y desde Jujuy a Comodoro Rivadavia: el peón o hacedor universal que si no muere por accidente o en un hospital, a mitad de camino, llega a viejo sin más ahorros que sus arrugas y sus achaques. "He arado muchas leguas y penas", solía decir Serapio para ponderar sus andanzas y trabajos. El Moto era un tipo de agallas, se parecía tanto a los hombres de su laya como se distanciaba de ellos. De letras no conocía ni la o por redonda ni la i por puntiaguda, pero sabía firmar aunque tragando saliva y sudando un poco cuando echaba la rúbrica "con más vueltas que sebo de tripa" que había copiado de un dibujo de carona. Por lo demás, aunque tenía un carácter tan alegre y travieso como el de un chico, el Moto era aprendiz de filósofo, digo, expresaba su experiencia de la vida en sentencias y refranes tan filosos como sus penas y tan machacones como sus andanzas. "Entre flacos no se cuentan las costillas." "La suerte del guaso es como botín cambiado." "El tuerto no debe retratarse de frente ni el ñato de costado." "Barriga de pobre más vale que falte y no que sobre." "A la mujer como al río hay que conocerle los vados." "El ciempiés es lerdo porque las patas le estorban." "Lo mejor que tienen los ricos es la tapa, como el cajón en que viajan al cementerio." 137


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De no menos filo o punta eran sus comparancias y sus motes. Todo esto sin contar los casos, sucedidos y percances —reales o maquinados, de su alforja o de la ajena— que le rompían las costuras de los bolsillos. Al referirse a sí mismo, se llamaba "el hijo de mi madre". Solía decir de los suyos: "Mi padre salió de este mundo (por la boca de un socavón minero) sin esperar que yo llegase a él. A mi madre la conocí apenas, pues para ayudar a la suya, tuvo que dar de mamar a un niño de buena familia, que por serlo se quedó con la leche que •a mí me tocaba. Yo mamé de una cabra. Lo de extrañar es que no haya salido más chivateador de lo que soy". Agregaba que tenía la obligación de mostrar siempre cara alegre porque había nacido un domingo de carnaval. Eso sí, como buen filósofo analfabeto y de manos callosas, el Moto era medio hereje o hereje y medio. Según él entre los pobres había de todo —lo mejor y lo peor— pero todo rico era un maula o estaba obligado a portarse como tal. Los ricos eran como los borrachos: cuando más bebían más se les alargaba la sed. Tal vez allí estaba su castigo. ¿Para qué querían tanta plata si no era raro que muriesen aplastados por ella y por la gordura como los burros cargueros de las minas? Fuera de eso, los ricos, los patrones, se reservaban el derecho de saberlo todo y anoticiarle al peón que era ignorante, flojo, chambón y todavía desagradecido. Y eso aunque uno trotara o cinchara como una mula en la faena. Serapio solía resumir su convencimiento en sentencias como éstas: "Los magnates se pasan el mate unos a otros". "El pobre es como caballo rabón atacado de tábanos". "LA qué pobre la suerte no le ha patriado una oreja?" La gran falla de los pobres era la tendencia a buscar alivio o coraje en la chupa. "Eso no sirve Para nada como no sea para volvernos más harapientos por fuera y por dentro." También sobre religión Serapio tenía Opiniones propias: "Dios, de juro, tiene razón de vivir resentido con los hilachudos y tratarlos como los trata. Creen más en el pulpero que en el cura y se olvidan de ahorrar unas chauchas para un responso que les dé derecho a descansar bien después de haber reventado alquilando su lomo". Con todo, el Moto estaba lejos de ser un amargado o un descreído. Su buen humor era siempre co138


mo agüita tragada por el arenal, pero que brota de nuevo. Si bien solía decir que un médico que se respete no puede tener enfermos pobres, él mismo gustaba recordar que había conocido cierto médico que en vez de cobrar a sus enfermos desvalidos les prestaba plata —sin cobrar interés ni capital— para comprar remedios... "¿Que mucho que cuando le llegó la hora sus enfermos tuvieran que costearle el cajón?" Serapio tenía finalmente otra cuerda. En efecto, era guitarrero y poeta, tenía un pozo sin fondo de coplas de todos y algunas de su marca, y decía que se animaría a payar con el diablo, aunque solo payaba con 1a soledad de su alma nómade. Fuera a donde fuese, nunca se separaba de su guitarra vieja de cuerdas con más nudos que sus propias manos. yaba con la soledad de su alma nómade. Fuera a amargo o en que el desamparo y la nostalgia parecían ceñirle un poco las costillas, rascaba su vihuela y con voz semejante al chiflido del viento sobre el arenal echaba sus bárbaras quejas contra la suerte. Otras veces daba curso a la vena de su buen humor y su malicia: Mi señor, si me permite, le haré una pregunta suave: ¿cómo dentra en casa ajena cuando ha perdido la llave? Las mocitas de hoy en día son como el león cebado. Cuando les entra el amor no respetan ni al cuñado. El cura que quiera amor debe tirar la sotana, aunque es mejor que le corte el badajo a la campana. Pobre pulpero que pierde de andar en la procesión y más pobrecito el piojo que muere sin confesión.

El maestro José, siempre parco en palabras —o "ahorrativo de saliva", como decía su aparcero—sonreía a veces con ligero meneo de cabeza escuchan139


do las salidas del Moto. Solía quedarse, con los ojos entrecerrados por el humo o los recuerdos, rememorando vaya a saber qué remembranzas de su medio siglo de lidia con el destino tuerto de los desposeídos. A veces su silencio rumiaba otras cosas. Sus preocupaciones y visiones volteaban en torno al nuevo pozo y su suerte. Renovaba en sus duermevelas sus sueños de algunas noches: que al fin habían dado con agua, es decir, con algo que valía más que mil cargas cíe plata. Y que, como ciudad cruzada por un río, el desierto quedaba redimido por aquel manadero alumbrado en sus entrañas. Lo demás venía solo: alguien —una familia o dos— se establecía allí, al cobijo de un manchón de alfalfa y de un puñado de árboles de fruta, y entonces los viajeros y arrieros y sobre todo sus pobres mulas, aporreados por leguas de polvo, sed y cansancio, podrían sacudírselas de golpe con aquel regalo de sombra y agua, más fresco y dulce que una sandía entreabierta. Todo ello aunque ya nadie recordara los nombres de los cavadores y menos sospechara sus crujías. En verdad que aquel destierro era hecho adrede para probar a hombres duros. La soledad, el desamparo y a ratos un silencio de camposanto. En cualquier otra parte —opinaba Serapio— la pajarada canta y alborota como para cortar el sueño a un borracho. Pero aquí las barras del amanecer alborean sobre el lomo de los médanos sin que se oiga ni un chistido de lechuza. Porque donde no hay agua no hay pájaros ni hay canto. Y el cielo sin pájaros es como una jaula vacía. "Campos largados de la mano de Dios como la suerte de los pobres", sentenciaba el Moto. Cierto, tierras donde hasta el llanto es seco y asoma a los ojos solo como un relumbre. La fajina era hereje. Al rematar el día los hombres se enderezaban poquito a poco, con las manos en los cuadriles, la cintura vuelta un puro calambre. El calor, ciertos días, entre las doce y media tarde, era desalmado como un castigo. Solían usar entonces un pañuelo mojado debajo del sombrero. La tierra olía a horno recién barrido. Alguna que otra tarde solía verse tal cual nube en los cerros del sudoeste. En ocasiones, que no pasaron de tres, la nube llegó a nubarrón y le tapó la cabeza al sol como hace el arriero con la mula mañera. El cam140


po contuvo el aliento, esperando. El trueno reventó en los cerros lejanos, y su retumbo se despeñó un rato en los ecos. Y las primeras gotas comenzaron a caer, tamañas y cachacientas, humeando en el polvo. Un suspiro de esperanza o alivio pareció alzarse de la tierra... Y eso fue todo. Y solía ocurrir algo peor. Ciertas mañanas el aire amanecía como ensimismado y el sol no demoraba su calda, chirriando en alguna chicharra como en plancha escupida. Y de pronto, al promediar la mañana, se dejaba venir el zonda. Y no era solo que sonaba y quemaba como una llama sino que aventaba los médanos hasta el cielo como queriendo nublar el sol para ponerse a cubierto. Y entonces no quedaba más que encovarse en la casucha y taparse bien la cabeza con el poncho y esperar a que se rindiese el zonda —digo a que se hundiese el sol— porque la bien cernida arena del medanal se metía por los ojos, por la boca, por los oídos, por las narices, hasta por debajo de las uñas. Imposible, no digo trabajar, sino cocinar, comer, pi'aro h ablar. Oíase entre las rechiflas del ventarrón, el roznar de las mulas, defendiendo de la arena sus ollares. "ES como salir de una sepultura", decía el Moto cuando al fin cesaba el temporal de secano y podía volverse a la vida —perdido ya un día de trabajo— comenzando por librarse de las arrobas de arena acumulada en ollas, monturas y cobijas. Entonces, aunque a escondidas, solía morder más hondo en los hombres la añoranza de las verdes aldeas, con su fresco rumor de acequia y su olor a alfalfa y leche, sus pájaros abajando con sus alas el cielo a la tierra y silabeando su contagioso contento de vivir, y los árboles con su rumor de cascada hacia adentro.

Había un tercer personaje y era el cuzco de Serapio. Clavel, como todos los perros de su especie, era vivo como un chisquete y robaba la voluntad de los hombres con sus ojillos de luciérnaga, su ladrido de alarma a la pisada de una hormiga, el plumero de su cola en rosca y sus brincos en alto amagando un lengüetazo de afecto. Amaestrado por su amo, lucía entre sus gracias la de hacerse el muerto, dar una vuelta de zamba alzado sobre 141


las patas traseras o ayudar a tapar el fogón barriendo la ceniza con el hocico. Pero no todo lo suyo era pasatiempo o adorno: sabia también ganarle la puerta de la cueva a cualquier quirquincho por poco que el conchudo demorase en poner la tranca. Solo que también Clavel parecía sentir de tarde en tarde los efectos de la soledad cimarrona. Abandonando su lecho en la noche, sentábase sobre su cola y apuntando el hocico a las estrellas, dejaba oír su llanto capaz de perforar el alma de un violador de tumbas.

Sin decirlo y quizá sin conciencia de ello, el Moto sentía por ese hombre profundo que era el maestro José, una admiración pareja a su apego. De noche, antes de tender sus monturas para dormir solían darle a la sin hueso un rato. —A veces pienso —decía el Moto— que de no haberlo conocido tal vez yo no sería yo... no sería como soy... —No te entiendo, Serapio. —Digo, así, volcado a ponerle buena cara al mal tiempo. —Ah, ah. —Sí, y vea que hay, y he visto yo, cosas chanchas en el mundo. Algunas me han dejado como una cicatriz en la memoria. —Está bien, pero cargarse con una preocuapción de esa laya, no ayuda a tirar para delante. —Yo solo quiero decirle que un cualquiera como yo sabe carnear una res, arar, segar, tumbar árboles, podar, arriar ganado en los cerros, cortar adobes, hacer un lagar o un arado, cruzar solo una travesía. .. y veinte cosas más. Usted, todos lo ven, se da vuelta como maestro en cualquier oficio criollo y también gringo. ¿No es capaz hasta de poner al trote un reloj herrumbrado? —Eso no tiene importancia ninguna. ¿Pero a qué viene...? —Digo, don, que los pobres servimos para todo y es como si no sirviéramos para nada. Usted mismo, con todo lo que sabe hacer y ha hecho, no ha salido de pobre, velay... —Hombre, nunca se me ha ocurrido pensar que pudiera ser más de lo que soy. 142


—Sí, tal vez sea lo mejor que podemos hacer. El pobre es como el gato que mira la carne colgada, mientras el rico, puede hacerse todos los gustos, hasta los más prohibidos. para qué te metés esas cosas en el mate? —Sí... don José. Por eso el pobre que no se vuelve duro como carne de cogote (y no todos pueden hacerlo) está jorobado, y para mejor a veces se contagia de las chanchadas de los platudos. Pero dejemos esto —agregó, encendiendo su cigarro de chala— solo quiero decirle ahora que •si soy como una sombra suya, no es tanto, velay, por esa capacidad que todos le ponderan, y yo el primero... —Che, Serapio, es mejor que nos vayamos a dormir... —Déjeme terminar... Es porque usted es un hombre, se lo mire de dónde se lo mire. Y vea que lo vengo espiando por fuera y por dentro. Y hasta ahora no le he podido hallar ni una hebra de interés o falsía en la trama... Gran flauta... ¿Cuándo los ricos van a conseguir algo de este porte —terminó arrojando con fuerza su cigarro recién encendido— aunque vuelquen todas sus alcancías para comprarlo? —Bah, bah... Pero en cualquier resuello del trabajo y con cualquier pretexto el Moto solía volver a su tema, como el borracho al trago o el tahur al naipe. —Los pobres somos como tierra de nadie y cualquiera puede ponernos el talón encima, mientras los ricos pueden darse el gusto en lo que caiga, pues no hay pedo que se les ataje. (Don José fruncía un poco las cejas.) Si, cualquiera lo ve... vaya dónde vaya y por mucho que mezquine el bulto, el pobre, como primeriza en parto, tiene que pasar sus crujías. ¿Qué dice, don José? —Yo... no digo nada. Vos siempre con el mismo tun tun. —Pero, don José, si nosotros no tocamos ese tun tun, quién quiere que lo toque. Fuera de que no nos dejan otro. —Sin embargo no me negarás que hay pobres que llegan a ricos. Eso irá en suerte... —En uñas, don, en uñas. Los pobres que llegan a ricos pierden lo poco de bueno que tienen. Son como las moscas que dejan de amolar al burro vivo para mudarse al burro muerto... Los curas... —Y qué te hacen los curas si no pisas nunca la iglesia, igual que yo?... - ...los curas dicen que Dios está en el cielo, y

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así será. Pero también es ciertito que él es solo de los ricos, les únicos que tienen propiedad. ¡De dónde van a costearse ese lujo de tener Dios si no tienen más hacienda que sus piojos, si nunca les alcanza para pagar un responso, ya no digo una misa cantada...!

Los sábados a media tarde los poceros escondían sus herramientas y utilaje en la arena del médano, ensillaban sus mulas y retomaban el camino del pueblo. Los lunes, al promediar la mañana, estaban de nuevo en la al parecer inacabable tarea. Respondiendo a los curiosos del pueblo y a los miembros de la comisión del municipio sobre la mayor o menor seguridad en la excavación del pozo, que pasaba ya de los treinta metros de sonda, José Vega había contestado que salvo que el diablo metiese la cola —cosa que no podía preveerse— no veía otra amenaza que la de una capa de puro médano, aunque delgada, no más, a dos metros de la baca, que él había calzado minuciosamente para evitar sorpresas. Contestando a los preguntones, el Moto decía que el pozo debía estar muy hondo porque cuando se salía de él amanecía de nuevo... Solo que... Providencialmente fue un domingo y los dos poceros estaban en el pueblo. Serapio, sediento de compañia y charla, hallábase esa tarde en la pulpería respondiendo a la curiosidad de conocidos y amigos sobre la excavación y la vida del desierto. Sus contertulios, gente dispuesta a creer en aparecidos, en tesoros sepultos denunciados por lucecitas, en gusaneras eliminadas por rezos, mostrábanse medio desconfiados esta vez. ¿Qué contaba el Moto? Entre otras cosas, que desde el fondo del pozo, y aunque fuera a medio día, podía verse la noche con sus estrellas, sus Tres Marías, sus Siete Cabrillas... El maestro José en el traspatio presenciaba una tabeada, sin mayor interés al parecer, cuando sintió tiritar el suelo. Los jugadores, con los ojos pegados a la tumba-cabezas de la taba, no advirtieron nada, pero al pulpero le pareció como si las botellas de los estantes se codearan un poco entre sí aunque no estaba seguro. El pocero pensó con alguna aprensión en su pozo, pero no dijo una palabra. 144


(Y a lo dijimos. Los hombres prefieren reservar el nombre de héroes a los que exponen o gastan su vida en la glorificadora tarea de atraillar hombres para aplastar a otros hombres o ser aplastados por ellos poniendo en el banderín la palabra obediencia o religión o civilización. A los que se sacrifican todos los días cíe su vida en la humildad prof usa y el anonimato absoluto, por un jornal de limosna, sirviendo al prójimo o a generaciones enteras, a esos no les toca retribución de ninguna laya y su nombre solo queda en los archivos del viento. Quién se toma el trabajo de imaginar siquiera lo que es excavar en la más hueca y enjuta soledad — contra el querer del viento, la arena y el sol, a lo largo de días y de meses— un suelo que va oponiendo, una tras otra, capas de tierra de ripio, de barro, de arena, de roca, y llegar así, a media cuadra de profundidad, o más, y tanto que las estrellas, en pleno día, se acercan curiosas a la boca del pozo: todo eso mientras el mero escape de la soga en que se desciende, la mera caída de un guijarro o una herramienta o el deslizamiento sigiloso de una napa de arena, pueden sepultar al topo humano más irremediablemente, que a los faraones, bajo varios pisos de geología y olvido.)

Sin embargo al otro día, cuando él y Serapio llegaron a su lugar de trabajo, del pozo no hallaron ni huellas. Un ligero temblor del suelo al soltar la napa del médano calzada lo había cegado del todo. Solo por lástima o descuido de la suerte, estaban aún bajo el sol y no bajo un torreón de arena. Podían darse por resucitados.

Y fue después de esta silenciosa catástrofe, cuando pudo conocerse algo que el viejo Vega había pedido a Serapio guardar en total silencio para no alarmar a la gente, algo de que él mismo, en su medio siglo de túneles verticales, no había oído hablar nunca. "Algo como para poner los pelos de punta a un calvo", según decía el Moto. Porque siempre lo peor es posible y puede llegar sin presagio. Es algo fácil de contar. Un medio día en que Serapio daba vuelta al carretel del torno recogiendo la interminable soga en cuyo extremo, sentado sobre un travesaño, el maestro viajaba hacia la boca del pozo, —Serapio---- digo, sintió que la piola perdía peso y por un relámpago del instinto, más que por razonamiento comenzó a mover el manubrio a la disparada en • sentido contrario. ' ¿Qué había pasado? Nada o casi nada. Al notar, en 145


un costado de la pared del pozo, un guijarro que se había aflojado y sobresalía una pulgada amenazando desprenderse y caer como un aerolito o un plomo de carabina en la cabeza del cavador, el maestro José había tratado de hacerlo caer, apretándolo con un pie, con tan mala suerte, que el travesaño pasó uno de sus extremos por debajo de una corva y se le escapó de entre las piernas. Solo por una réplica ciegamente lúcida de todo su ser y gracias a que su delgado cuerpo era un haz de músculos, y sobre todo a que en casos de extremo peligro el mecanismo humano puede a veces superar la energía del músculo y la del cerebro -se encontró con el cuerpo en equis incrustando literalmente las uñas de las manos y los pies en las paredes del pozo, es decir, suspenso ante el abismo como un picaflor ante una corola... Hasta que por una corazonada providencial de su socio volvieron la soga y el travesaño, y el náufrago pudo volver a la superficie salvando la osamenta quizá por un segundo, o menos... "Lo vomitó la muerte cuando ya lo tenía tragado a medias. Fue la única cosa medio buena que hice en mi perra vida"— solía decir el Moto, escupiendo a lo lejos.

resas


El misterio del perro

Esa noche junto al fuego en la holgada y enhollinada cocina de la finca, Leonel Aguirre, dueño de casa, y su amigo Federico Gray hablaban de perros. —Si, es bicho muy inteligente, pero hay otros que no lo son menos. Y coincidieron, en general, que la razón animal difiere de la humana solo en grado y modo, pero no en esencia, y terminaron refiriéndose a las muestras más salientes, desde el elefante a la hormiga. —Eso y muchas cosas más —arguyó Aguirre—, pero yo creo que el del perro es un caso único. El lobo, devorador secular de cabras y corderos, trocado en guardián de rebaño y en amigo del hombre hasta la muerte y más allá. —Sí, es conmovedor, cuando menos, pero ¿no hay en esa actitud un pecado de lesa independencia, de renuncia a lo más propio e íntimo, para adoptar lo de otro? -Y o también he pensado más de una vez lo mismo. Pero óigame. Ya está dicho que la inteligencia es solo un sector de la sensibilidad general del ser. ¿Y acaso está demostrado que la inteligencia es virtud más profunda y hermosa que la bondad? Y bien, creo que la superioridad del perro sobre los otros seres —sin excluir al hombre— está en su riqueza emocional y afectiva. Lo que en otros es apenas un hilo de agua, en él es un torrente. Y aquí Leonel Aguirre dejó correr la abundancia de su corazón y de su imaginación. Dijo que el perro no era solo el primer animal domesticado por el hombre, sino que fue un activísimo colaborador en la lucha contra la tradición del bosque y la caverna. La oveja, el caballo, el buey fueron y son súbditos del hombre, no compañeros. Pero el perro, protegido y cuidado interesadamente, fue convirtiéndose en el maestro de desinterés de su amo, terminando por dictar a lengüetazos la primera pedagogía de amor que aparece en el mundo. El misterio sagrado del perro consiste en que recibe la amistad del hombre como si en su alma oscura de lobo surgiese una revelación, como si 147


se colmase en ella de golpe y gozosamente, un vacío de siglos. ¿Que al adherirse al hombre, viendo en, él una especie de dios esperado, el perro ha perdido su mejor atributo del animal de monte, su soberbia indepedencia? Pero si ello implica una limitación, también implica un crecimiento. Como el del amante de verdad, el honor del perro está en vivir menos para si que por y para el ser amado. —La fiera de la jungla —remató Aguirre— con su egoísmo profesional y asesino trocada en una especie de abanderado del amor, de santo de la lealtad ciega al ser amado! Nunca pude entender este misterio si no es aceptando que en toda criatura existen, a la par, el instinto de agresión y el de afecto, y que si el primero domina en la mayoría de las bestias y los hombres, puede ocurrir lo contrario si las Circunstancias ayudan. —Intenta usted sacar una Conclusión doctrinaria? —No intento, surge sola. Si la sociedad, al parecer, está hoy en condiciones de librar al hombre de su incertidumbre angustiosa, otorgándole a él y a su prole un seguro contra el hambre, la desnudez y la ignorancia, (falta solo que el verbo se haga carne) ¿por qué el lobo humano no ha de jubilar su mezquindad y su ferocidad, si ya no le hacen falta? Y rió de un modo extraño, ladeando la cabeza. Después de un rato continuó: —Por lo demás, no ensuciemos al hombre natural presentándolo peor de lo que es, como hacen las religiones, para sacar en limpio que solo puede redimirse de su maldad con la ayuda de un Dios sobre cuya existencia no hay noticias confirmadas. ¿Acaso no está comprobado el candor amistoso de los salvajes sin manchas de civilización, como los que Colón y Mendoza conocieron en América y los europeos en Polinesia? Pero volvamos al corazón del perro. Pocas cosas se han grabado más hondo en el mío que una escena presenciada muchas veces en mi niñez. La actitud infinitamente desconfiada y esperanzada a un tiempo del perro huérfano, que busca un amo y solo encuentra insultos o pedradas: que se aproxima moviendo sin prisa la cola, ladeando un poco la cabeza, con duda temerosa, y que, llamado al fin, se acerca pulgada a pulgada, no dando entera fe a su vista y sus oídos, arrastrándose sobre el vientre, mirando con ojos de humildad, de súplica y esperanza que no se ve en ojos de hombre. —Sin duda el perro está entre las criaturas más sensibles e imaginativas. 148 [


—Desde luego. Usted como yo, habrá observado, cuántas veces, un perro durmiendo y habrá advertido con qué frecuencia el desarrollo de su sueño o su ensueño es legible en el ligero movimiento de sus patas y sus flancos y en sus ladridos en sordina... —Es cierto. Yo tuve un galgo que al dormir parecía revivir parte de sus correrías. —Toda criatura tiene mucho de esfinge para las otras, y no es mucho que el alma del perro nos resulte misteriosa si el alma del hombre lo es para el hombre. No obstante, los impulsos del perro se nos muestran diáfanos como ningunos. (Cotéjelos con los del gato o el horno sapiens...) El perro puede ser tenido como la personificación de la emoción y el sentimiento puros y de la pura espontaneidad. Recuerde esa especie de la salutación de su afecto en torno al ser querido, ese a modo de baile hecho de cabriolas, giros sobre sí mismo, agitar sin tregua de su cola, contracciones ondulantes, acezos, amagos de saltos al pecho y lengüetazos a la cara o las manos... —Todo entre gimoteos y ladridos cortados... ¿No es cierto que entonces un simple palmoteo en la paletilla parece equivaler para él al más dulce de los besos? —Ciertamente. En esa mímica del perro, como en su mirada, hay un infinito cariño, devoción y alegría. Puede creerse que el cuerpo del perro es cauce estrecho para el torrente de su corazón. Como rapto emocional tal vez no hay nada cotejable al del perro ante su amo que regresa después de una ausencia larga. Su echarse sobre él (su amigo, compañero, padre y dios, todo en uno) traiciona una embriaguez de ternura que llega hasta el delirio. Su regocijo es solo comparable, sin duda, al del pájaro enjaulado que recobra su cielo y su bosque. Podemos descontar que su alma está bañada de lágrimas de felicidad. —Pese a todo, de mí sé decirle que guardo mis dudas sobre el rango de excepción que es común atribuir a los perros —concluyó Leonel Aguirre, echando las haldas de su poncho sobre los hombros y estirando ambas manos hacia el fuego. —,,Recuerda la frase del escritor sueco: "La más amable, y en cierto sentido la más perfecta creación de Dios"? —Yo diría que más que la aseveración de un hombre de ciencia parece la expresión de un enamorado —acotó Federico Gra y , el naturalista, huésped de la casa por esa noche. —No, no caigamos aún en ingenuidades del peor romanticismo. La naturaleza es un 149


depósito general de maravillas y hermosuras, pero también de horrores. Tal vez el argumento más atendible contra la existencia de Dios, digo de una providencia infinitamente sabia y misericorde, sea el de la comprobación de su perfecta impasibilidad ante el dolor y el horror. Basta recordar que la mitad de los seres vivientes está destinada a ser pasto de la otra, y las hormigas esclavistas.., y las arañas y otras criaturas que tienden a usar a sus cónyuges de manjar de bodas... —Desde luego... .la naturaleza es como es y no cabe en nuestros catecismos, y el hombre debe comenzar aceptando sus leyes si aspira a modificarlas o superarlas. —Todo lo que quiera, y ya sé que no está probado que el cerebro del perro sea superior al del elefante, del loro, el mono o la foca, pero concédame que el perro se ofrece como superior a todos en la hondura e intensidad de su afecto, y tanto que sus saltos y meneos de cola tal vez son menos vivos que su espíritu y su corazón. Habrá usted oído casos —y sabrá que no son fábulas—. de perros que se dejaron morir de sed y hambre junto a su amo difunto en el desierto.

Al decir esto Aguirre pensaba en su perro. Cobre tenía una larga historia. Lo había criado un hombre que no le dio maltrato, pero tratándose de un sujeto de carácter apático o frío, Cobre se sintió restringido en sus impulsos afectivos. Un día, aún medio cachorro, se extravió y fue a caer en manos de un carrero que, si casi lo acostumbró al ayuno, no logró designarlo del todo al insulto y al látigo, pues, ni aun en medio de sus ayes, Cobre nunca deponía su erizada y gruñidora actitud de defensa. Se sentía muy infeliz y creyó que ése era el destino de todo perro. Así hasta que una ocasión, después de un día de marcha a través de una travesía insolada y él con una pata herida, cayó o se acostó para morir, sin que su amo se diera cuenta. Solo que los dioses que velan por los perros quisieron que la cosa ocurriera frente a la casa de Leonel Aguirre y así fue cómo Cobre conoció a su último amo, descubriendo de golpe un mundo totalmente insospechado por él. Aguirre era 150


también parco en palabras y ademanes, pero Cobre advirtió de entrada que entre sus amos anteriores y éste había tanta diferencia como la que media entre el agua salada de los esteros y la trémula dulzura de los manantiales. Le bastó oír su voz y mirar sus ojos —o quizá los perros olfatean el corazón del hombre— para saber que la derechura y la bondad moraban en el alma de su amo como la limpidez y la hermosura en el ojo de la cierva. La verdad es que Leonel Aguirre era uno de esos hombres —escasos, pero no ausentes— a quienes el espectáculo de la injusticia y el dolor gratuitos y evitables les produce algo así como el efecto que produce una carroña. Pasaron solo, algunos días y el perro comenzó a sentir —más que advertir— que él vivía menos para sí mismo que para su mano.

Ambos amigos guardaban silencio, mirando el fuego absortos. Aguirre, con los ojos entrecerrados, revivía una escena frecuente en sus últimos tiempos. Con la boca entreabierta en lo que venia a ser una clara sonrisa, la garganta trémula de gritos contenidos o algún gemido sordo, y en los ojos una luz que solo se ve en los de una madre contemplando a su rorro, Cobre, sobre el filo de su alma, espera una palabra, una sonrisa, el más leve gesto de su amo. Este siente eso de tal modo que Involuntariamente baja su mano hasta las orejas o la espalda del animal, a tiempo que dice: "Qué cara más de tonto tiene este perro!. .. ¡Cobre es el perro más tonto que conozco!" Entonces, como un golpe de viento sobre un remanso, un estremecimiento hace ondular el pelo, la piel, la sangre, el alma toda de Cobre que no puede contener un salto y un loco ladrido de felicidad. —.Cree usted en la telepatía? —preguntó Aguirre. —Desde luego, pero, como lo dice la palabra misma, entiendo que se trata de un fenómeno menos mental que visceral; una comunicación más de afectos e imágenes que de pensamiento. Debe ser común en muchos salvajes en libertad y,debió serlo entre el animal y el hombre o entre hombres en estado de naturaleza. Nada de raro tiene que en la soledad de los campos, y bajo ciertas circunstancias, se dé todavía entre el hombre y un ani151


mal que llega a identificarse con él, como el perro, al grado de que por defenderlo arriesga su vida sin un momento de vacilación. ¿Cuántos seres humanos son capaces de tamaña dación de si mismos, de esa generosidad total? El naturalista alargó su charla a fin de insistir en su interpretación del aullido —no del ladrido— sosteniendo que en el momento de ese trance el animal se hallaba bajo un estado casi de hipnosis o de sonambulismo, en que revivía la jungla originaria con su silencio de acecho o su rumor de viento demorado en la fronda o su incitación de Sabana cruzada bajo el doble rigor del frío y el hambre siguiendo la ruta de la carne cruda y la sangre humeante. Insistía en que el aullido debía obedecer a un insondable ataque de nostalgia; era un llamado a través de millones de noches a la jauría abolida del paraíso de los orígenes, el primer hogar de su especie muchísimo antes de sus ya buenos siglos de convivencia con el hombre y aún antes de la aparición de éste sobre la tierra; todo eso que estaba dormido, pero no muerto en el alma canina. Era sin duda una apelación al más intenso arrojo y a la más delgada astucia, a la inmaculada autonomía y libertad salvajes. —Volvamos al punto de partida —dijo Aguirre. El hombre no es, no puede ser moralmente inferior al animal. ¿A qué se debe, pues, que su índole se muestre a veces por debajo de la del chacal o la hiena? —A la codicia, o a la ambición, o a la vanidad, o a todo eso junto, llevado a veces a límites de locura. -Y también al miedo. Ahora bien, esas tendencias antisociales no pueden provenir del salvaje, que vivió, como se sabe, en igualdad comunal, sino de esa organización que vino después y que aún perdura, en que los más deben trabajar en ayunas para que los menos puedan eructar sin fatiga... Y si eso puede explicarse en tiempos ya idos por el ínfimo rendimiento del trabajo, hoy, en que la técnica colma o puede colmar la bodega del mundo, la expropiación y la explotación, no solo son un delito de lesa decencia humana, sino una pleitesía gratuita a la estupidez. —Desde luego. Pero la contradicción cada vez más aguda entre lo que es hoy y lo que podría ser mañana, parece indicar que un gran cambio no está lejos. 152


—Y vendrá, a buen seguro, si los hombres no se duermen, solo que no de las urnas ni de los cuarteles ni de las sacristías... Los gusanos ya están en la haga... Calló con la frente muy inclinada: —Vea —dijo al cabo con voz ligeramente cambiada— solo a título de muestra voy a contarle en dos palabras la historia de Pascual Devoto, un amigo mío. La cosa ocurrió en su mocedad siendo él obrero en una empresa de construcción. Por esos días la policía, muy atareada en aplastar o prevenir cualquier insurgencia obrera, lo detuvo a él y a otros dos miembros de un sindicato y resolvió usarlos para hacer una advertencia a los ilusos... declarándolos autores del envío de un cajoncito con una bomba a un legislador de la época. Los jueces, coincidentes como siempre con el criterio policial, los condenaron a prisión perpetua. Y solo debido a lo transparente de la chicana —que incluía por cierto el gasto adecuado de torturas— y a la protesta porfiada de algunos sectores populares, pudieron volver a ver la luz después de once años de encierro. —Y pensar que aún son millones los demócratas que se niegan a prestar fe a cosas de esa haya. —No les conviene prestarla. La moral de mi cuento tiene un agravante. Y es que en Pascual Devoto hay dignidad y generosidad bastantes para abastecer a varias docenas de policías, jueces y gobernantes. Y sonrió con aire melancólico. —Sin duda —aventuró Gray, a modo de glosa— que todavía por un rato el intelecto seguirá mirando a la bondad como a un hermano pobre. —Solo que no hay bondad sin honradez y no hay honradez sin coraje. Si la bondad es meramente pasiva, si no es capaz de denunciar o afrontar al verdugo, entonces... La bondad combatiente, en cambio, quizá es más santa que varios capones con aureola. —Alude, por cierto, al santoral cristiano? —Así es. Y cuando esa condición, o lujo, se •da en el pobre, y hasta en el miserable, capaz de partir su pan duro con otro más hambriento que él, entonces es cuando el carbón humano se hace diamante ¿no le parece?

L,

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¡Pobre Leonel Aguirre! Fue poco después de eso cuando se fue o se desterró de este pueblo y no • volvimos a saber más de él. Sujeto malquisto de los ricos y las autoridades a causa de sus ideas y actitudes, la policía se encargaba de molestarlo de cuando en cuando y con cualquier pretexto, por orden de no se sabía quién. Y sin embargo tal vez era el suyo el corazón de más caudal y mayor limpieza que he conocido nunca. Su vida parecía haber transcurrido siempre bajo la animadversión de la suerte. Su última historia fue misteriosamente trágica. De uno de sus viajes y después de una prolongada ausencia regresó casado con una mujer muy joven. Por muchos meses la pareja pareció vivir en pleno idilio. A su fresca lindura, Emilia agregaba tanta sencillez y jovialidad y tal poder de simpatía que le ganaron en poco tiempo la adhesión exaltada de los humildes. Donde ella llegaba era como si amaneciera. La amuñecada hija de la ciudad —muy dada a la lectura, además— se hizo ducha en manejar el huso y el telar de campo y en el desempeño de casi todas las tareas femeninas de la chacra. Lo que no le impedía abandonarlas cada ves que era de necesidad urgente ir a extasiarse ante los colores o la música de tal cual pájaro posado en el árbol más próximo, o ante las gracias infantiles del borreguillo o el potrillo recién venido a este mundo. Porque ningún quehacer era lo bastante serio para estorbarle cumplir con su corazón o su fantasía: soltaba la costura para ir a acariciar o regalar un trocito de dulce al negrito de la ordeñadora, o dejaba de dar de comer a sus gallinas para levantar en su delantal a los pollitos de la última clueca entre grititos y arrumacos de colegiala. Mirándola, su esposo meneaba la cabeza con una sonrisa que nadie le conociera antes. Como Emilia se había convertido en una pasable amazona, con frecuencia salían ambos a caballo, galopando por la playa del río, apeándose un rato en algún rancho amigo o en el bosquecillo próximo. Cobre, el perro, era su escolta obligada. Leonel Aguirre llegó a convencerse de que el perro puede amar no solo con inspiración y entrega de que pocos seres humanos son capaces, sino con una especie de identificación que apenas podemos 154


sospechar. Solía quedarse ensimismado recordando que, cuando Emilia, sentada un instante en sus rodillas —como un pájaro en una rama— tapábale la cara con su pelo suelto, entre la risa de ambos chocando al modo de dos copas en un brindis, Cobre adivinando lo que pasaba en el corazón de sus amos, partía con un gemido y un salto hacia cualquier parte, para volver hecho un remolino de cabriolas y coleos, acezos y ladridos de desbocado júbilo. Sin duda entre las posibles menguas de Federico Gray no figuraba la de la envidia. En cualquier caso llegó a sentirse feliz con la felicidad de su amigo. Y le venia más de una vez a las mientes el recuerdo de cierta charla tenida muy en los comienzos de su amistad, rematada por él con una ocurrencia guasona. "Habría que darle a elegir, dijo, a una beata enamorada entre subir al cielo sola o bajar al infierno con su elegido." Leonel rió buenamente y agregó después de un rato, como si se hiciera un reproche íntimo a sí mismo: "Tal vez, mi amigo, el hombre incapaz de hacer feliz a una mujer no debiera vivir."

Un día llegó a visitarlos un hermano de ella. Cuando después de no larga estada emprendió el regreso, lo hizo acompañado de Emilia, pues su marido quiso que ella aprovechase para pasar una temporada con los suyos. La ausencia duró menos de un mes. Fue en esos días cuando Cobre comenzó a observar una extraña conducta. Comía poco o nada y lo más del día se lo pasaba durmiendo o dormitando. Por la noche se movía con una animación parecida a la de los animales nocturnos, yendo de un lado a otro como husmeando algo, y a eso de la media noche comenzaba a aullar. ¡Pero de qué modo! Sentado sobre sus patas traseras, con el morro apuntando como una brújula a la más alta lejanía de la noche, a las heladas e indiferentes estrellas, con la garganta apretada y sacudida por excesivos espasmos, parecía expresar no solo todos los dolores y temores de la vida, sino también los de sus antepasados y como espantado ante un futuro 155


que tomaba el rostro de la muerte. Parecía el llanto mismo de vida ante el horror de la enfermedad, la vejez y el ineludible acabamiento... Porque en el aullido, el perro vuelve a ser lobo, bosque, prehistoria, aunque parece expresar también, mejor que él, algo de la angustia sobrehumana del hombre... Emilia al fin volvió, al parecer más enamorada que nunca de su compañero. El, sin poder aguantar más tiempo, había ido a esperarla a mitad del trayecto del largo viaje. Lo que siguió fue un noviazgo más hondo y trémulo que el anterior, pues la mutua ausencia significó para ambos una revelación de la hondura que la raíz de su amor había alcanzado en sus corazones. Para el hombre, tal vez quemado de soledad interior, la compañía de aquella mujer equivalía de juro al descenso de la lluvia sobre la planta agostada del desierto. En ella obraba acaso el maravillamiento de descubrir semejante caudal de ternura y hermosura en el corazón de un hombre de vida dura y casi severa.

Solo que aquel dúo no duró mucho tiempo. Los dioses de los que viven parecen tener celos de la felicidad del hombre cuando alcanza ciertas cimas, y se apresuran a fijarle plazo. Emilia murió después de una brusca enfermedad, cuando nada hacía sospechar tamaño desenlace. Su marido no exteriorizó su dolor con gestos de tragedia como era de esperar de su templado carácter, pero hasta los menos curiosos se estremecieron de verlo encanecer en un par de meses. Apenas hablaba con nadie, si no era para llamar a su perro, que sintiendo la mano de su amo sobre su espaldilla, se quedaba mirándolo con infinita tristeza, mientras él parecía interrogarlo ansiosamente, sin palabras, sobre los sagrados y vedados secretos del Más Allá... (Y fue a poco de eso cuando comenzó a ganar crédito entre la gente el más increíble de los rumores. Que habían recomenzado los aullidos de Cobre, con más virtud de escalofrío que antes. Solo que

esta ves no eran del perro sino del hombre...)

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El regreso del Moro

Como otros tienen la pasión del juego, el alcohol o los dividendos, yo tengo la pasión del caballo, desde niño y siempre, aunque ya haga años que no sienta consonar con el mío el latido del galope. Para mí el relincho no solo es un clarín, con un un pulso y vida que no tiene el otro, sino una de las músicas del mundo, que aumenta la hondura del cielo y el verdor de los prados. Para mí el galope solo tiene paralelo en el arrojado brinco de la catarata o del arco iris. He trabajado durante un cuarto de siglo en pastos, lidiando con vacunos y yeguarizos. La Monta —yegua de sangre peruana, mansa como una paloma y arrojadiza como un torrente— levantaba tan altas las manos al trotar, que cierta vez, cruzando un callejón muy arbolado, advertí un refucilo a mi costado izquierdo y sentí después un tintineo en el techo de ramas. La yegua había perdido una de sus herraduras... Hijo de la Monta y nieto de un caballo de carrera de la región, negro y volador como un tordo, el Moro fue, desde chico, un potro excesivamente avispado y travieso. Lo trajeron a casa, desde los potreros, una mañana muy temprano, a los dos o tres días de nacer, con su madre, que fue atada al tronco del aguaribay del traspatio. Allá corrimos todos, golosos de novedad, a conocerlo. Era negrísimo como una semilla de sandia. Hallábase mamando en ese momento, con las orejitas amusgadas y una de las patas traseras muy apartadas de las otras. De pronto dejó el chupete, se plantó sobre sus diminutos vasos y sus larguísimas canillas, con un ¡quién vive! en las orejas erectas, meneando el breve rabo y removiendo el hociquillo en el paladeo de la última gota de leche. Los ojos: dos gotas de infinito... Se oyó un coro de ponderaciones y arrumacos, en que distinguí hasta la voz de mi madre. La yegua, ya olvidada del todo del dolor monstruoso y angélico del alumbramiento, estaba pendiente, con toda la dulzura de la leche derramada en sus venas, •de aquella carne de su alma que era su hijo. Podía adivinarse que su corazón tenía forma de paloma. 157


Imprevistamente, el potrillo dio un brinco de cervato hacia adelante, deteniéndose ante la cerca solo el instante preciso para adivinar que galopando en redondo nada podía estorbarlo. Mi lo hizo un buen rato, deteniéndose al fin, para continuar de nuevo, entre la ponderación casi infantil de los mirones. De ser en un circo lo hubiéramos aplaudido a porfía. Nuestras manos temblaban involuntariamente por acariciarlo, por detener un momento su forma arrojadiza. Era inútil. Su madre seguíalo con ojos avispados y algún ligero comienzo de relincho. El cortaba a ratos el galope para arrimarse a la ubre materna, fiarse una breve chupada a cuenta de mayor cantidad, y partir de nuevo. El juego se repitió con variantes los días siguientes, y, en el potrero, por semanas y semanas. Verlo era un baño de frescura y regocijo para los ojos y el alma. Con breves treguas, y esbozando de tarde en tarde algún relincho meñique, galopaba horas y horas, lleno de esa sabiduría e inocencia matinales, llamadas salud, rebosante de vitalidad gozosa su angosto cauce, como arroyuelo bajo la lluvia, avivando sin saberlo el ritmo de su corazón para ajustarlo al de su galope, ensimismados su cuerpo y su ímpetu y asomada a los ojos el alma ventanera, descubriendo y adentrándose en el misterio de la vida • como en un paraíso inventado para él, como si la primavera fuera solo una alfombra para su galope... Había algo misteriosamente ingenuo y salvaje a la vez en su persona y su juego (algo del mundo de las hadas .o de los demonios) de un ímpetu tan inatajable como el ascenso del alba. Era como si su madre lo hubiera concebido de ese numen ecuestre que es el viento. Este recién venido a nuestro valle de lágrimas traía en sus ojos, antiquísima y fresca, la luz de las primeras mañanas del mundo y trasuntaba una felicidad física, palpable, desposada, eso si, a los espíritus alados que moraban en él. Tenía por delante, como una interminable pista, el tiempo para su galope. Vivía, sin saberlo, algo de la poesía álacre de las auroras futuras. Los dioses de la vida podían estar contentos de él. El Moro vino al mundo con una deportiva propensión a brincar sobre el primer obstáculo a mano: zanja, acequia, cerco o prohibición cualquiera. En cierta ocasión, siendo él de año y meses, saltó 158


sobre un seto espinoso que bordeaba un hondo arroyo de cuya existencia él no tenia noticias, sin duda. Los que asistimos a la prueba, descontamos que se habría quebrado las patas, cuando menos. Al llegar al lugar de la escena, con el corazón en la boca por la carrera y el mal presentimiento, lo hallé de pie, un poco aturdido aún, con el hocico y las rodillas chorreando sangre, y eso era todo. No dio mayor trabajo en la dama. En realidad tratábase de un animal de noble índole, aunque con exceso de bríos y con nervios a flor de piel. Un día que enredó una rama espinuda con su larga cola, dio vueltas en torno a la cerca del potrero, a saltos, relinchos y coces, todos los que fueron precisos para verse libre del pingajo. Otro día, sorprendido por la gorra de un chico que fue a caer entre sus patas, arrancó el poste a que estaba amarrado con un fuerte cabestro y repitió la escena anterior a lo largo de muchas cuadras con el tramojo a cuestas. Después de tales percances manteníase por algún tiempo sumamente desconfiado y a la defensiva. ¡El Moro! Era sin duda un animal hermoso y decíase que no había nada parecido en muchas leguas a la redonda. Dos o tres de los acomodados del pueblo intentaron separarme de él, adelantándome propuestas tentadoras a su juicio. Hasta me llegó un mensaje en el mismo sentido desde una ciudad remota. Yo decliné toda oferta de esa laya con una fácil sonrisa de desdén o de burla, aunque mis finanzas aconsejaban lo contrario, porque los pobres difícilmente trafican con la amistad y el amor, y el Moro era mi profundo amigo y yo llevo la herencia gaucha en la sangre. Apenas me hubiera extrañado más que me hubieran propuesto comprarme un ojo o un pedazo del corazón. ¿Qué diría usted si le ofrecieran todas las estrellas de la noche a cambio de la mujer amada? Cuando ocurrió su trágica muerte, un filósofo analfabeto creyó dar con la clave: lo había matado la envidia de los ricos. El defecto mayor o único era su humor tornadizo. Tratábase de un animal pacífico y sin mañas, solo que en ciertos días amanecía hecho un haz de nervios y de pie sobre el ¡quién vive! como si hubiera tenido una convulsa pesadilla durante la noche. Entonces el jinete —si no era yo, sobre todo— debía mantenerse con las piernas bien ceñidas y sin descuidar la guardia un solo instante. En efecto, por cualquier incidente, aun mínimo —una 159


mancha oscura en el suelo, el vuelo de un pájaro y hasta la caída de una hoja— solía alzarse Sobre los garrones, girando a un costado con ímpetu tan bronco que podía desazonar al jinete mejor sentado. Una mañanita de invierno, con nieve caída en la noche, marchábamos por un largo callejón bordeado de talas. El caballo, que había amanecido con los nervios de punta, iba cada vez más inquieto, haciendo hervir los ollares, ladeándose a derecha e izquierda, buscando olfatear el suelo, desconfiando quizá del blancor de la nieve o tomando por hoyos las negras manchas de la nieve desatada. Y todo sucedió en menos tiempo que se dice amén. El momento en que traté de hurtar mis ojos a la agresión de una rama espinosa coincidió infortunadamente con una de esas categóricas tendidas, sesgas como el relámpago, del Moro, y yo me encontré en el suelo, aunque por suerte cayendo sobre las puntas de los pies y las palmas de las manos. El caballo no disparó, sin embargo: hallábase a unos cuantos pasos de distancia, esperándome sin duda, aunque entre rebufes y ojos desorbitados de asombro. Monté de nuevo y creo que fue la única vez que su cuerpo conoció la ofensa porfiada del látigo, porque la humillación de mi caída me había embrutecido. En otra ocasión un conscripto semiborracho, invocando mi nombre, consiguió apoderarse del Moro, ensillarlo, montarlo y partir a todo escape. Cinco cuadras marcharon juntos. Al doblar un recodo, el montado, desconociendo sin duda al montante, resolvió jugarle una de las suyas y el jinete debió esperar la venida del día siguiente para recobrar el uso cabal de su mollera. Dándome cuenta estaba el muchacho potrerizo de la chicana del soldado, cuando sentimos el eco de un tropel creciente. Es el Moro, me dije. Y era él, en efecto. Traía solo un pedazo de rienda, pues habíase desprendido a corcovos y coces del resto de la montura y, cuando saliendo de las primeras sombras de la noche detúvose de golpe frente a casa, mostraba todo el aire de haber tenido una reciente entrevista con el patrón del infierno. Pese a estas minucias, el Moro, ya lo •dije, era una criatura mansa y aun bonachona. Nunca mordió ni pateó a nadie. Creo sinceramente que me sentía su amigo como yo me sentía de él. Cuando yo entraba en el alfalfar o cebadal en que pacía, dejaba de ramonear para venir hacia mi, con un 160


pequeño relincho amistoso. (El afecto y la lealtad transparentes de un animal realzan su precio por contraste con las frecuentes trampas de la amistad o el amor humano.) Gustábale que le palmease el lomo —era fácil advertirlo— o que le peinase las crines o la cola con mis dedos, sacándole de paso algún abrojo. Nunca lo premié con azúcar o con sal, pero sí, muchas veces, con un puñado de ciruelas o de vainas de algarroba que él recogía de mi mano, goloso como un chico. No lo rememoro al Moro por puro y ocioso afán evocativo, sino por gratitud profunda. Le debo, en efecto, algunas de las emociones más hermosas de mi vida, pues mediaba entre nosotros una relación entrañable. Los que han tranqueado buen trecho de su vida a caballo, ya estarán adivinando que la sola figura del Moro —la envergadura de su pecho, la esculpida y potente finura de sus remos, el fogueo de sus ojos a través del tupé— me producía un cosquilleo de gozo. Creo que la curva crinada de su cuello en el galope no era inferior a la de una catarata. Tal vez estas son cosas que solo el que ha trajinado leguas de desierto y penurias logre comprender a fondo, como también que a veces la añoranza del caballo amigo por un hombre solitario pueda ser tan cavadora como la de una mujer. Me gustaba mimarle largamente como a un niño heroico la furia en reposo de sus crines. Aunque una fruición más inocente y honda a la vez era el llevarlo al abrevadero después de un largo trajín en día caluroso y quedarme allí viéndolo hundir el hocico en el agua con ruido y visible gozo de beso, y sentir la pulsación de sus tragos —como si la sed fuera mía— pasando por su garguero, interrumpiéndose a trechos para alzar con pausa el belfo goteante y comenzar de nuevo, hasta parecer que iba a beberse todo el remanso con el cielo que le daba fondo. De pronto comenzaba a dar grandes manoplazos agua adentro, entre un arco iris de rocío, antes de zambullir el cuerpo hasta media crin con un ancho suspiro de satisfacción. Su mera presencia era para mí un alerta y un estímulo: digo el solo espectáculo de esa vitalidad que se le escapaba por los aliares, por los ojos, por las crines, por los cascos. Manso como era, parecía no conocer la necesidad de reposo. Revolvía fulgurosamente los ojos bajo la movible visera del jopo, cambiando sin pausa de postura, sacudiendo la 161


crin, refregando el morro en la rodilla trémula, amuf ando o irguiendo las orejas, agachándose a comer con un ojo en el pasto y otro en el horizonte, dando aldabonazos en la tierra con uno y otro casco, como provocando a los dioses del subsuelo o del viento. (Más de una vez creí notar un parentesco real entre el demonio que agitaba su sangre y sus crines y el que aún desasosiega mi espíritu: tal ves era ese el origen raigal de nuestro apego mutuo.) Las civilizaciones religiosas de ayer, como las civilizaciones mecánicas de hoy, han tendido y tienden no solo a poner al hombre a trasmano de la naturaleza que llaman externa (como si materia y espíritu no fueran los dos extremos de un mismo arco) sino a perseguir a la naturaleza dentro del hombre. Vivimos en desarmonía más o menos total con el ambiente respirante y palpitante que nos envuelve y nos trasciende. Somos criaturas enfermizas porque hemos perdido todo respeto al animal salubérrimo y venerable que somos en la raíz del ser, y que no contradice la ambición humana de ascenso, sino que es su servidor imprescindible, el patrón americano de la cepa noble. Pues lo de instinto y de selva que aún llevamos adentro es lo único que puede ponernos en contacto con la inocencia, la fuerza y la gracia de lo que vive. Volviendo a mi tema diré que había en mi sentir una relación secreta, pero evidente, entre el numen huracanado que lo poseía al Moro y lo que yo sentía a veces en mi alma: entre el ritmo brutal de su galope y el que yo sentía a veces en lo hondo de mi ser y en la punta de mis dedos. Lo terrible de la domesticidad para el animal es que tiende a perder su iniciativa propia. Lo más noble del caballo no es precisamente su sometimiento incondicional, sino al contrario, el que pese a sus milenios de servidumbre no haya perdido en el potro su rebeldía, es decir, su desenfrenada libertad salvaje. El Moro admitía el freno porque se había habituado a él como a un carozo que uno conserva en la boca, porque no estorbaba su galope ni su relincho, ni le mortificaba en modo alguno, ya que él sabia avanzar o detenerse a la menor insinuación de la rienda, del cuerpo o la voz del jinete. Pero no admitía la espuela, es decir, que le buscaran las cosquillas. Al mero ruido de la rodaja, a veces, se detenía, o sacudía la cabeza o uno de sus cascos, o se erguía en dos patas con las orejas amusgadas al rape y un fulgor casi felino en los ojos. 162


Ni decir que yo respetaba esa dignidad suya, como si fuera la de un hombre. Es que pese a su dulzura, el Moro tenía alma de caballo cimarrón, de bagual. Advertíalo hasta cuando lo llevaba al abrevadero. Olfateaba al agua entre pujantes resoplos, como si le encantasen las ondas que suscitaba con ellos. Bebía después como bebe el borrachón con sorbos profundos e inacabables, levantando al cabo el morro goteante para comenzar de nuevo, todo ello sin descuidar la guardia, es decir, ojeando con celo a los costados, no descontando lo imprevisto. Después, avanzando hacia el centro del remanso, hasta sentir el agua en el encuentro, comenzaba a castigarla como ya conté, a grandes manotadas, entre un menudear de gotas y un estruendo de chaparrón, para terminar acostándose con el cuello en alto como un guanaco y un enorme suspiro de anhelo satisfecho. Después, recobrando la orilla, sacudía su cuerpo todo con la pujanza de un golpe de viento sobre una bandera. Su alma era sin duda la de aquellos que repetían cada día esa hazaña que no intentó nadie más (galopar sobre el médano o con las patas trabadas), esos caballos indios cuyo aliento inextinguible no precisaba espuela, látigo ni freno. (Poetas sin freno y sin más espuela que su ímpetu —soñaba yo— ¿por qué no podrá haberlos alguna vez sobre la tierra?) Ni decir que mi admiración por el Moro era humilde y ferviente. ¿Su estampa? Un ajustado equilibrio entre sus líneas longitudinales y transversales y las de través. Cabeza de cráneo grande y cara corta, - orejas finas, - perfil recto, - cuello de estatura ecuestre, - ollares y maxilares potentes, - ojos Casi cervales de hermosura y casi humanos de inteligencia, - cruz recia y baja, - dorso, lomo y vientre armoniosos, -. grupa de repujada redondez, levemente oblicual, - pecho amplio y esculpido de músculos entre los distanciados encuentros, - tórax capaz como una vorágine, - muslos y piernas densos y elásticos a la vez, - brazos y codos a plomo, - cuerdas netas, - nudos ceñidos como un remache, - cascos de cavador de leguas, perfectos, - crin y cola de cometa de los prados... ¡Un pura sangre criollo! Esos eran su frente y su perfil. Pero yo ponderaba mucho más su fondo: su sobriedad, su aguante, su brío, su coraje, su advertencia, su personalidad poderosa. Guapo de toda guapeza en su trabajo, sobre todo. Como yo también creía serlo en el mío —al menos así lo decían 163


muchos— tal vez no lo desmerecía del todo. Hecho al agua en cubo y al retozo en alfalfares en flor, bebía, llegada la ocasión, agua de charca y aceptaba el pasto que solo roen los guanacos. ¿Mi devoción por él? Como se quiere a un niño y se admira a un gigante. Lo hubiera besado en ciertos momentos, si no fuera porque no hay beso entre hombres que se respeten. Estoy olvidando lo que menos debo olvidar aunque es un secreto: la noche en que con la Malvina nos juramos —aunque sin decir palabra— ser el uno para el otro como el agua para el sauce (y lo cumplimos hasta que la muerte se entrometió) le propuse traerla desde el rancho del baile hasta su casa en la grupa del Moro. Este jamás se había prestado a tal menester y creí ver en sus orejas su azorada extrañeza. Pero le palmeé el cuello por debajo de la crin y le dije algo al oído, y terminó portándose como un caballero, cuando ella montó a mujeriegas tomándose ligeramente de mi cintura. Me pareció que no debía estar menos airosa que la luna que acababa de asomar sobre el cerro para alumbrarnos el camino. Del Moro pensé que no solo su pelaje, sino también su corazón, era de terciopelo puro. (Me dije que un día le regalaría un par de herraduras de plata.) Se pensará tal vez que lo está transfigurando un poco mi cariño y mi añoranza, pero no hay tal. Entre los regalos del mundo está el de un animal mostrándose en la máxima tensión de sus fuerzas. Y el Moro era como una nube sombría que oculta el relámpago. Lo que costaba con él era evitar el galope, en que le gustaba estirarse hasta casi sacarse el freno con las manos. Lo recuerdo con preferencia saliendo de la noche, en alguna larga marcha • —como quien sale de las arenas del desierto para entrar en un remanso— y llevándose todo el campo y el amanecer por delante. Gustábame soñar a ratos en las profundas jacas andaluzas y berberiscas que fueron sus abuelas y también en el remoto abuelo del Ned-jed seco y pedregoso o arenoso, amojonado por distanciadas palmeras, y en los siglos de pampa y sierra nuestras que devolvieron a sus padres casi el duro paraíso originario, y los americanizaron hasta el tuétano, entregándoles la libertad sin freno y la personalidad sin tutores. Más de una vez sobre su lomo una noche entera. Cruzar de extremo a extremo una noche a caballo, cuando muchas estrellas parecen quedar debajo de nuestro estribo, es en verdad 164


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realizar un viaje de altura, sobre todo de altura poética. La revelación plena del caballo, empero, es el galope, como la revelación del halcón es el vuelo: el galope que levanta al montado y al jinete por encima de si mismos... El Moro y yo galopábamos por el centro del valle o la playa del río, en un hipódromo de montañas, dentro de un horizonte con perfil de corcovo y galope, de montañas inmensamente azules como desposadas por el cielo en el misterio de la lejanía. En los largos galopes de las largas mañanas de verano, los ollares del Moro tenían rumor de torrente y espuma de torrente orlaba su boca y su pecho. En el galope era yo hombre de carne y hueso y viento a la vez. Caballo y jinete integrábamos un solo ser y representábamos, a nuestro modo, tal vez, algo de la alegría y la mocedad inmortales de la naturaleza: yo me sentía con un pie en el estribo y otro en el viento. El riesgo inherente al galope era otro ingrediente de intensidad y de vida. (En el galope, el aire, entrando a rodo en los pulmones y soplando a dos carrillos sobre la sangre hace que el alma se columpie a gran altura. Como el esfuerzo del jinete es mínimo y deja la mente libre, el galope resulta un acto contemplativo y activísimo a la vez, y el paisaje con sus cerros y árboles sedentes se echa a andar en sentido contrario en desfile de caravana.) Yo no iba sobre una máquina —auto, motocicleta o avión— sino en una criatura viva capaz de alegría y dolor, de emoción, sentimiento y fantasía como yo. No era esto lo que menos contaba. Si galopábamos contra el viento, entonces la embriaguez aérea del pájaro era nuestra. Porque el galope del caballo, pese a que lleva nuestro hierro en la boca y los cascos, toca y no toca sobre la tierra a un tiempo, es un intermediario entre el cielo y la tierra.: un hermano implume del vuelo. En ocasiones el contagio de su rapto era tan loco que llegué a imaginar como no imposible el que pudiéramos salvar de un salto el horizonte. Confluíamos tal vez en el misterio del centauro. ¿De dónde se les ocurrió a los griegos hacer que Quirón, el centauro, fuese uno de los maestros de la sabiduría humana? ¿Acaso para enseñar a nutrir el intelecto, sin olvidar que el cuerpo y la sangre son también sagrados, y que el eclipse del instinto no es menos fúnebre que el de la. inteligencia? 165


Todo esto sin olvidar lo más hondo: como si el ritmo carnal y aéreo del galope obrara con inspirada tiranía sobre el ritmo que todos llevamos escondido en nosotros, yo sentía el verso escandirse por su cuenta en mi mente y mis pulsos. Y ocurrió que un día el Moro no remaneció en el potrero en que pernoctaba con los demás caballos. La noticia no me sorprendió mayormente al comienzo. Otra cosa fue cuando pese a todas las diligencias no fue hallado ni vivo ni muerto. Entonces se recordó que hacía apenas cuatro días que partiera una tribu de gitanos que sentara sus reales en el pueblo por un par de semanas. Entonces hubo que acudir a la policía y al telégrafo, dando informes y pidiendo noticias a varios pueblos de la comarca. Al fin logró darse con el paradero de la tribu nómade, en un villorrio distante veintitantas leguas del nuestro, solo que no obraba en su poder caballo del pelo ni la marca indicados. Recibí la noticia como se recibe la de la muerte o la infamia de un amigo o amiga, como una puñalada a traición, pero no quise resignarme. El más maravilloso de los instintos animales es sin duda el de la orientación, que el hombre también debió poseer en sus remotos orígenes aunque ha terminado por perderlo del todo o casi del todo, si bien su recobro es lo único que puede explicar las proezas de baqueanos y rumberos. Es cosa de apodo y proverbio el arte de las palomas mensajeras. La abeja vuelve a la colmena desde una distancia de dos o tres kilómetros. Parece guiarse por la Vista. ¿Pero qué puntos de referencia le sirven de hilos? "Su brújula es el sol", aseguran los zoólogos de hoy día, es decir, el ángulo que ellas advierten entre la tierra y la marcha del sol. A los diez años de permanencia en el lecho del río elegido, las anguilas Viajan al mar, allí desovan y mueren y sus hijos, desandan el camino de sus padres, sin conocerlo y sin fallar. Los salmones emulan la hazaña, pero en sentido contrario: van del mar a desovar a los ríos. Las cigüeñas, sin ser guiadas por sus padres, siguen repitiendo el viaje milenario de éstos, desde un continente a otro. Decir que las aves, los peces y otros animales Viajan sin equivocarse a un punto remotísimo, conocido o incógnito, porque tienen un instinto de dirección, no es explicar las cosas. La pregunta de la esfinge susbiste: ¿cómo saben la dirección a seguir, qué sentido emplean, por qué sentidos se guían pa166


ra averiguar un camino que desconocen y que puede abarcar diez o veinte mil kilómetros, a través de llanuras, montañas, mares, nubes? No lo sabemos a ciencia cierta. El regreso del Moro estuvo relacionado con ese gran misterio. Los yeguarizos del campo están ligados por un hilo invisible a la querencia y así pueden retornar a ella desde una profunda distancia. En la pampa de los gauchos podía facilitarse un legüero al viandante en apuros con la certeza de que el animal volvería en cualquier momento al palenque de la casa. Mi caballo regresó una madrugada, a los siete días de ausencia, cuando yo estaba perdiendo o había perdido ya toda esperanza. Me despertó su relincho. Lo repitió al y erme, alboreante como una diana, trémulo como el álamo temblón, alto, alto, con el hocico apuntando hacia los cielos. ¿De dónde venia? Nunca lo supimos. Traía consigo, como recuerdo de su gran aventura, un bozal y un pedazo de cabestro. Para mí fue claro que les jugó una de las suyas a los gitanos. Se acordaría de sus pagos, de la fragancia borracha de los alfalfares en flor, del eco rebotado de su alarido entre los cerros y, quiero creerlo, del cariño de mi mano y mi voz. Y entonces pondría en su estirón el mismo ímpetu que ponía en sus brincos sobre cercas y alambrados y, claro es, el torzal cuatrero reventaría como una bordona vieja. El Moro volvió, pues, y su regreso fue una de las alegrías de luz de mi vida. Le acaricié por un larguísimo rato las crines, palmeando mimosa e incansablemente el cuello y el lomo, mientras él, ladeando de cuando en cuando la cara, ponía su hocico sobre mi hombro con una especie de vagido o relincho ahogado. Tal vez yo tenia los ojos húmedos. (No sé si el mío se halla entre los destinos trágicos, pero mi vida está llena de pequeñas tragedias, enormes para mí. Mi mejor amigo de la adolescencia, príncipe de la amistad y la bondad, derribado a balazos por un asesino de profesión; mi madre, muy anciana ya, que sin duda abrevió sus días con el notición del encarcelamiento de su hijo; María Eugenia, primero, y Malvina después, que se fueron del mundo cuando todos mis latidos eran suyos y los suyos míos.) Mi caballo volvió para morir al poco tiempo, asesinado por un rayo como un héroe de mito. Pero ésta es otra historia. 167


Yo había recibido a pasto, por empeño de mi amigo Quesada, artesano chileno, avecindado en mi pueblo, un caballo de un paisano suyo. El bruto del forastero y mi Moro, después de porfiadas discusiones a diente y pezuña, terminaron por hacerse compinches. Solo que el Moro le contagió al otro el gualicho del brinco, y un día de tormenta, en que anocheció a media tarde, quizás alertados por el redoblar guerrero del trueno en los cerros del contorno, ambos resolvieron darse asueto. Un rayo los acostó a los dos a un tiempo, a la entrada de una represa ajena, sellando su aparcería con la muerte. ¿Quién contagió ésta como punitiva fatalidad al otro? Porque el chileno resultó ser un ladrón de gran envergadura que usaba mis alfalfares para cebar a su gateado pangaré antes de ir a dar su bote de halcón a treinta o cuarenta leguas de mi pueblo. ¡Pobre Moro! Lo lloré en mi corazón como se llora la pérdida de seres a quienes quisimos y tal vez nos quisieron hasta la muerte. Aún lo espero, sin saber y, a veces, en sueños, siento su inconfundible relincho. En ocasiones me despierto escuchando el eco de su galope, pero es solo el de mi corazón que se apresura a reunirse de nuevo con él, quizá en algún rincón del cielo araucano, en que jinetes y caballos galopan la inmortalidad.

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El santurrón

No es preciso que diga que soy un hombre rudo y cíe poco alfabeto. Eso sí, me ha gustado desde mozo fijarme en las cosas más que el común de las gentes y no temer verles las caras que tienen bajo la careta. Sobre eso, mis necesidades de pobre me han llevado desde niño de un lado para otro, en ocasiones a cientos de leguas de mi pago, ocupándome en quehaceres de todo pelo y entre gentes de toda ralea. De ahí que no falta quien diga de mí que soy capaz, pese a mi poca cartilla, de leer debajo del agua. Que eso me queda grande, ya lo sé. Lo que creí ver esa vez —y estoy seguro que lo vi— no quise decírselo a nadie, porque temí hasta decírmelo a mí mismo. Por un tiempo, al menos. ¿Por qué lo cuento ahora? Ni yo mismo lo sé. Ay, amigo, qué cosa es el hombre, digo, a qué distancias y obscuridades no puede llegar el hombre cabresteándole al amor, o acorralado por él. Vea que he visto cosas en mi vida. Pero yo me digo: si el amor es a veces más autoritario que el gobierno, o más que un comisario mandón y medio matón ¿tiene toda la culpa el hombre si no es capaz de resistirle? ¿Que he visto cosas indignas de darle crédito? No acabaría de contarlas. Una mujer bien plantada, vamos al caso, y sobrada de pretendientes, que le viene en capricho iniciar en cosas del amor a un chicuelo que podría ser su hijo. Un hombre ya no joven, querido y respetado de todos, que un día abandona a su mujer (que se parece a una reina de cuento, y a sus dos hijitas que se parecen al amor) ¿por quién?... Por una de esas que dejó Cupido para su gasto, como dicen, y. que ni linda es... Y de un mocito que se casó con una viuda media entrada en años, sin duda porque tenía de adorno un collar de vacas, y después se amoldó con la hija mayor de su mujer y la obligó a la veterana a hacer la vista gorda. Y una solterona tan beata que no alzaba los ojos por no mirar a los hombres y de la que al fin se descubrió que se había puesto de novia con.., el cura. Y no hablemos de viejos macetas apotrillados por la primavera. Bueno, no es bueno para el varón, ni en su memoria, salpicarse con chismes de enaguas. 169


Tampoco soy dado a meterme en bajos pantanosos, pero me parece que eso que llamamos naturaleza es algo brutal, obsceno e inocente a la vez, porque no oculta que su voluntad es no solo la conservación de lo que vive sino su prolongación en los tiempos, pase lo que pase. ¿No es eso, en sus últimas raíces, el amor? Yo no creo que el hombre sea una criatura mejor armada que las otras para resistirlo. Usted me dirá que para eso tiene el hombre más conocimiento y delicadeza y sabe de mandamientos y leyes... Podrá ser. Pero no olvide que el amor es para él algo mucho más grande que para los animales y por eso el hombre, frente a ese ángel con rebenque, es quizá más débil que el resto de los seres, ¡Y qué culpa tiene la mujer, y menos el hombre, si ella viene al mundo forrada de tentaciones como la serpiente de escamas! Sea lo que fuere, sobre lo que ni hay duda es que cuando el amor contrariado o prohibido se mete en los huesos de un hombre o una mujer, los • hace olvidarse del hambre, de la sed, de la vergüenza y quisa del día del juicio. ¿No se oye hablar de lo que algunos indios bolivianos hacen con las llamas? Soy domador y conozco más de un caballo manso de lomo y de abajo que, a veces, por cualquier • motivo o sin ninguno, se desbocan y entonces no se sujetan ni aunque les salga al cruce el diablo abriendo sus alas de murciélago. Vivía yo entonces en un lugar muy apartado, allá por donde el diablo perdió el poncho. En tiempos viejos fue tierra de indios tan duros de pelar que los fundadores del villorrio tuvieron que mudarse un día con cimientos y todo a otra parte. La tradición dice que en el último motín el cura echó las campanas al vuelo y sacó en procesión al Santísimo, lo que no fue estorbo para que un indio le persignase la mollera de un macanazo. Algo de ese genio de gato del monte o de intención envainada de mula —según lo que se ve de cuando en cuando— debe quedar en sus descendientes, aunque muchos de sangre mezclada hasta llegar al ojo zarco. Un hombre que por celos justos o de antojo degüella a su mujer delante de su hijo de ocho años, que desde entonces queda con los ojos medio salidos de quicio. Una mujer que mata a otra a pedrada limpia cuando la sabe gruesa del hombre que le ha jurado fidelidad a ella. Un muchacho, casi un niño, que acorralado a filo y pun170


ta por un viejo cuchillero, lo mata de un frenazo sin querer. ¿La sangre india o mestiza? Pero los Miraval eran de sangre española más o menos pura, rubios muchos de ellos. Y bueno, un hermano mató a otro en duelo a fierro por la misma enagua, un tío rapto a una sobrina, y un hijo dejó manco a su padre que lo castigaba. De las mujeres, señor, quizá fuera mejor no hablar. Eran casi todas hembras de linda tapa, pero en cuanto a la letra... Hembras de la tierra donde cacarea el gallo, amigo, y canta la gallina. Y si les entraba esa fiebre que no se mide con termómetro, entonces era de persignarse. ¡Ojos de dos de oro y de a mí no me tose ni la suegra del diablo! (Solo que a veces traicioneras como una ciénaga.) Y al hombre, vea, aun al que parece más toro, cualquier mocosa medio jarifa puede hacerlo cabestrear con un hilo de coser o pecharlo a una barrabasada. Con decirle que hubo una que le zafó el novio a la novia casi en las narices del cura... Claro que otras salían con quilates de ley. Una de ellas, donosa de cara y modos, según decires, fue la que vino a casarse con don Angel Mariano Espilocm, hombre de otros pagos que cayó al nuestro con una comisión que andaba en diligencia de minas. Los otros se fueron, y él, que se prendó de la Eduviges y se apalabró con sus padres, compró tierras aquí y terminó casándose, aunque el novio le llevaba sus buenas libras a la novia en la romana de los años. Pasó algún tiempo y el forastero no demoró en mostrar las uñas y las pezuñas. Se traicionó medio calculador y maula, y seco por demás en su trató con la gente, lo que no fue para ganarle simpatías. Y como resultó más celoso y desconfiado que cojudo tuerto, su mujer füe su víctima desde el vamos. Si no era para alguna fiesta de iglesia cuando venía el cura del pueblo, o algún velorio, apenas si salía de su casa. De los que llegaban a ésta, pocos tenían ganas de volver. Vinieron los hijos, y don Angel Mariano, que tenía de ángel lo que yo de obispo, destapó una vez más sus mañas. Si con la mujercita pareció ablandarse, hasta el punto de sonreirle y aun sentarla en sus rodillas alguna vez, al varoncito lo miraba como ternero guacho. No carecía de saber don Angel y hasta leía el código, no digamos el almanaque. Deciase que habiendo quedado huérfano de muy chico se crió en casa de un cura primero y 171


después en una estancia. En cualquier caso era muy doctor en achaques de animales y también de cristianos. Curaba el ojo ñublo con miel y semillas de albahaca, las verrugas con granos de trigo, al niño potroso con una ojotita que colgaba a secar de una vara de la cocina. También sabía sacar muelas, enlazándolas con un tiento y arrimando de golpe un tizón a las pestañas del paciente. No entendía menos de animales. Con un sahumo de chamico, lana negra, ají y guano curaba el moquillo; con sal de piedra en el gaznate la manquera del encuentro, y las aguas atacadas, rezándoles; volcándole el rastro, obligaba a volver al animal extraviado. Ni decir que para capar era manosanta. Pero queda algo en el tintero. Beatón como pocos, no se acostaba ni levantaba sin rezar primero, y era el hombre indispensable en rosarios y novenas, o cuando había que meterle al trisagio en apuros de seca o granizo. Llegó a hacerse muy amigo del cura, en los primeros años, al menos, y, cosa de no creer, hasta llegó a albergarle en su casa en cada gira del padrecito. Huyeron algunos años y la suerte le jugó una mala pasada a nuestro hombre. En ocasión de un largo viaje, volvió con un ojo de menos, aunque nunca se supo a las claras cómo ocurrieron las cosas. El, sin entrar en mayores detalles, habló de un accidente, pero no faltó quien creyó saber —todo confiado en secreto— que había de por medio una venganza, o mejor, el cobro de una vieja deuda de sangre. En todo caso, su carácter, en vez de ablandarse, se agrió más, o tal vez se mostró sin tapujos. Su mandonismo se Volvió más terco. "ES preciso decir dos veces las cosas?" gruñía cuando no se le obedecía antes que terminara de hablar. A su hijo solo le hablaba para mandarlo, aunque sin dirigirle la mirada. Solo ante su hija su cara se desnublaba a medias. Se sabía que en sus raptos de rabia castigaba a sus animales, no como cualquier paisano medio bárbaro, sino como el viento castiga al médano o la peste a un poblado. Entonces sus propios perros se alejaban o escondían. (Y no se crea que no sabía reír; lo hacía alguna vez, pero esa risa suya, ladeada y sin ruido, hacia daño.) Tuve ocasión alguna vez de verlo rezar en los puestos, con los párpados bajos y dándose algún aldabonazo en el pecho, sí señor. Pero yo que sé a que atenerme respecto a los curas, no me engañaba tampoco con éste sin sotana, que hacía sus veces. Me 172


hacía acordar de un brujo de tribu india que vi en los Chacos. No era mucho sospecharle un corazón más duro que sus talones. Tengo al respecto una idea muy mía. Pienso que el cobarde puede en ocasiones vencer su miedo como si fuera una proeza, y que el más tacaño puede romper las costuras alguna vez, pero el que nació para canalla no puede errar su vocación. ¿Don Angel Mariano?. .. Bueno, mejor no entrar en detalles. Doña Eduviges, su mujer, enflaquecía a ojos vistas. Había perdido hacía rato el color de durazno de sus mejillas y sus ojos parecían cada vez más grandes y más tristes. Un día, al fin, murió la pobre, de una alteración, dijeron, en uno de esos momentos en que el viejo daba campo libre a uno de sus berrinches. Se susurraron muchas cosas entonces. Por ejemplo, que don Angel Mariano, en su manía de desconfiar de todo, o por puro gusto de amolar, le dio a entender o le dijo a su mujer que no estaba seguro que Narciso fuera hijo suyo... En todo caso, ya viudo, el viejo se volvió más hosco y bellaco. Chísmeábase que no lograba conciliar el sueño, y que algunas noches, a deshora, se lo podía ver andar como alma en pena por el corredor o por un callejón que daba entrada a la casa. Yo de mí sé decir que en mis noches de desvelo sigo viendo su ojo redondo y sin pestañeos como el de la cascabel. Así pasaron los años y sus hijos se hicieron mozos. La Clorinda se volvió una real moza, y tanto que su lindura andaba en boca de los criollos del pago y hasta de los que acertaban a pasar por él. Su hermano Narciso también era un mocito de muy buen parecer, con una cara como de niña, trabajador y sin vicios, y que nunca hablaba ni salía de la finca sino por orden o permiso de su padre. Tanto que el chismerío no dejó de ocuparse de él. Ls mujeres decían que no miraba a las muchachas porque no tenía permiso del padre. Más de una moza, por desdén o despecho, llegó a llamarlo marica, aunque más de una madre veía en sueños un yerno como él, tan guapo de cara, como de manos en el trabajo y sin una chispa de vicio: ni juego, ni cuchillo, ni parrandas. Yo me crié fuera de mi pago. Volví a él ya mozo y con algunas prendas de lucir y algunos pesitos en el tirador. Traía también algo más y era mi costumbre de no hacerle asco a ninguna tarea, y, aunque no sé si está bien que lo diga, más cuidadoso de mi buen nombre que de mis ojos y mi caballo, cosa debida a la enseñanza de mi madre, que de santa paz goce 173 u


la pobre. Y si agrego que no era manco del todo para la guitarra, ya he mostrado todo mi haber, que, según se ve, no es para dar envidia a nadie. Y va de suyo que no lo enumero por jactancia, sino por lo que va a verse. Porque ya es hora que diga que verla por primera vez a la Clorinda y quedar como herido por ella —y de herida que no cierra— fue todo uno. ¿Que la volví a ver en contadas ocasiones? Así es, pues se sabía que su padre le reducía a lo muy indispensable las salidas fuera de la casa. Decíase que era el orgullo del viejo y que la mezquinaba más que a la niña de su único ojo, reservándola tal vez para algún hijo de magnate. Sabíase también que don Angel Mariano solía olvidar un poco por ella su hosquedad y sus mañas, hasta el punto de permitirle que pulsara la guitarra y cantara, en alguna ocasión de lujo. (Ay, amigo, su mujer también había tenido esa habilidad, y una voz de calandria sureña, pero el viejo se la quitó de raíz y bien al comienzo.) ¿Verla a la Clorinda en la casa? Lo probé una vez, con pretexto, que yo creí más que bueno, de darle la noticia al viejo de un toro alzado de su marca, que me pareció ver en una mesada del cerro. No se me ocurrió repetir la prueba. La cara que ponía don Angel al mozo, o no mozo, que asomaba los bigotes por allá es la que se pone al tramposo que vuelve a pedir fiado. Sí, me prendé de la Clorinda por motivos que no dependían de mí, pero también porque me pareció advertir que, aunque a hurtadillas, contestaba a mis miradas y al mandado del corazón que yo ponía en ellas. Una muchacha amiga llegó a contarme que ella había preguntadó con visible interés si era cierto que yo pensaba ausentarme de nuevo, y alguna cosa más. Y ni decir que eso bastó y sobró para llenarme de ilusiones que me quitaban el sueño. ¡La Clorinda! Ya se sabe que ante ciertas mujeres —aunque su hermosura no sea cosa de ponerla en altares— los hombres son como pollos mojados. Ahora pienso que la de mi cuento era de ésas. Yo creo que la mujer más sencilla e inocente puede tener para un hombre sensible el hechizo excesivo que suelen tener algunas noches demasiados estrelladas en la soledad de las travesías. Es algo que no se comprende ni a medias, aunque se lo sienta dentro de los huesos o del corazón. Inocente, dije, y ése era el aire de la Clorinda. La Clorinda era algo más o quizá algo menos, aunque toda ella, desde la sonrisa 174


al tobillo, fuese como un desafío o una promesa secreta, pero adivinable. Sus ojos tenían pureza y reposo de remanso, y sin embargo ciertas miradas suyas, lanzadas como al descuido, podían penetrar en el corazón como el cuchillo en la cuajada. ¿Coqueta? No sé, y sin embargo un lunar negrísimo que tenía en un costado del cuello parecía pegado allí por el mismo diablo, y el contoneo cíe su talle turbaba un poco... ¡La Clorinda! Si, llevaba consigo, tal vez inconsciente, la seducción, como una víbora escondida no sé si en los cabellos o en la cintura.. . Yo sentía a ratos el murmullo de su enagua en mi oído como se siente el zumbo de la fiebre. Pensando en ella me ocurrió más de una vez recordar el caso de la Débora, moza tan guapa como consentida, y del Coto, el tonto, que se quedaba mirándola como el gato a la carne colgada. Principio quieren las cosas, señor. Porque ella tuvo su parte de culpa, fuera por inconsciente coquetería, o tal vez, cediendo a esa pizca de perversidad que tiene hasta la hembra más pura, por dar celos a sus pretendientes. El caso fue que comenzó a llamarlo su novio y fingir que si no aceptaba a nadie era porque se reservaba para su Evaristo. Alguien la previno contra esta chacota, tan cruel en el fondo, pero ella se redujo a fruncir la boquita con malicia ingenua yendo de aquí para allá en sus quehaceres con su donaire y ese vaivén de caderas capaz de marear cabezas más claras que la turbia del Coto que la seguía servilmente con ojos neblinosos de angurria, ciñendo los dientes sobre el labio abajero para evitar la baba que se le caía sola. Así, hasta que un día —una siesta de verano— el Coto la topó, o tal vez la esperó adrede, en un cruce solitario y le cayó sobre el bulto como el gato del monte sobre la pollona andariega, sin que le valieran los gritos de socorro, y sació sobre ella hasta el hartazgo su sed de médano caldeado, hundiéndola en el horror y el bochorno y a dos dedos de la muerte, mientras él se alejaba con algunas manchas de sangre que le daban pinta de fiera asesina. En mi ignorancia he llegado a una ocurrencia que sin duda hará reír a mi costa. Pienso que las mujeres se dividen en dos clases: las que son más mujeres de la cintura para abajo y las que lo son de la cintura para arriba. Mi desgracia viene quizá de no haber sabido aplicarle esa medida a la mujer que durante un tiempo empozoñó mi vida. Con todo lo que llevo dicho, no se extrañe que a lo largo de un año entero haya vivido en una duda 175

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semejante a una agonía que no acaba. Si ella había puesto los ojos en los míos, o si, como temía tanto (llegando hasta el escarnio de mí mismo) eran puritas ilusiones mías. Para colmo de vergüenza llegué hasta tener celos. ¿Con qué derecho?, se dirá. Con ninguno. De veras, ¡llegué a tener celos del cura! Se pensará también que ya estaba perdiendo los estribos. No del todo. No eran antojos míos y solo míos. El padre Floro —según porfiados rumores— se mostraba demasiado paternal con algunas de sus hijas de confesión. Yo sabia más de una historia, con pelos y señales, del zorro veterano. Pero el viejo Angel Mariano era como los venados de la cumbre que, aunque beben con el hocico bien hundido en el agua, no dejan de explorar • ambos lados y hacia atrás, con orejas y con ojos • un tiempo. Algo debió maliciar el viejo y poner la cara que él ponía en ciertos casos, porque el cura dejó de albergarse en su casa en las siguientes giras. Tampoco la cosa se me escapó a mí del todo. Cierto día, al oírlo pronunciar su nombre —Clorindita... me volví como al descuido y pude ver su hocico fruncido como un alfeñique y sorprendí en sus ojos esa mirada enturbiada del que comienza a sentir los efectos del vino o el veneno. Tengo que confesar ahora que un día hice lo que suelen hacer los cobardes cuando llegan a salirse de sus casillas. Agarrar al toro por las astas. ¿Hasta cuándo iba a vivir visteándome con mi propia sombra? Fui una tarde a casa del viejo y haciendo de tripas corazón, le dije: —Señor, sin duda usted tendrá referencias de mí, ¿no?... —Hum... —Creo, si no está mal que le diga, que soy un mozo trabajador... y honrado... -Je... Je... —Bueno, señor, si no es mucho decir, si no lo ofendo, querría -Je... Je... Je... —querría ser su hijo... Quizá la Clorinda... El viejo dejó su media risita y gruñó algo que no alcancé a entender. Solo recuerdo que enjareté el hocico como para escupir de asco y que su ojo único me atravesó el corazón como si fuera un cuerno. Me sentí un perro sarnoso. Creo que la vergüenza me subió desde el cuello hasta la mollera como quemándome la raíz del pelo, y salí, tal vez sin despedirme, viendo apenas por dónde caminaba... 176


Soy de los que sienten y creen que un hombre puede perderlo todo menos el respeto de sí mismo. Para salvar el mío resolví irme del pueblo. "Carabajal, me dije, creo que estás de carta de más en este naipe". Claro que no podía alzar el vuelo como una golondrina. Antes precisaba arreglar mis asuntos, ya que pensaba irme sin vuelta. No quería despreciarme a mí mismo. En eso andaba. Había vendido ya las prendas que no podía llevar conmigo, y por mis tierritas estaba en trato firme. Había vendido también un potro a medio amansar. Pero con mi Gateado lucero, la cosa se me hacía cuesta arriba, aunque había interesados de sobra. Un caballo en el que se ha trotado y galopado leguas y años y ha compartido con uno soledades y fatigas y quizá peligros, ya no es un caballo sino un amigo. Y el Gateado, que no conocía una maña, era más alerta que el ojo de un gallo y guapo como mula carguera. ¿Pinta? Bueno, se pintaba solo. Tal vez era mucho caballo para ser de un pobre. No me resolvía, digo, a separarme de él. La pena me volvía huraño hasta el punto de pensar, como amistad y lealtad, solo en mi caballo. Ahora pienso si en ello, sin que yo lo maliciara, no había también algo de pretexto para demorar mi partida... Pues lo cierto era que la imagen de la Clorinda me seguía como mi propia sombra. Veía patente a cada momento, sus ojos bajo sus cejas casi unidas que parecían dar más brillo y negrura a su mirada, entre sus largas pestañas que hacían cosquillas en mi corazón. La sangre parecía llenárseme de claveles... o de ortigas. Acababa de cruzar un arenal insolado que brillaba y ondulaba como por burla a modo de laguna. Parecía que el calor había acoquinado también el aire, que no se movía. Era el comienzo de la siesta, cuando el diablo anda suelto. El cielo blanqueaba como las espigas maduras. Solo el chisporrotear de las chicharras se metía con el silencio, a ratos. Me apeé debajo de un sauce, junto a la acequia que salía de un viñedo y le saqué el freno al Gateado para que bebiese a sus anchas. En eso caí en la cuenta que era el viñedo de don Angel Mariano. De allá adentro llegaba por momentos el eco de un machete cortando alfalfa. Sin mayor curiosidad, casi sin pensarlo, miré por una hendija de las ramas del cerco. A un costado una higuera echaba una sombra azulada como hollejo de breva. De pronto mi corazón dejó de latir. La Clorinda cruzaba por debajo de la higuera, cu177


bierta la cabeza con un pañuelo de colores, trayendo en una mano una jarra de agua. La seguí con la vista, apegándome al cerco. Se detuvo ella debajo de una cepa, a cuya sombra descansaba el cortador de pasto, secándose el sudor de la frente. Era Narciso. Se apresuró a recibir la jarra que traía su hermana y bebió con ansia, mientras ella lo miraba risueña y yo los miraba a ambos. El estaba serio y como inquieto. Ella, con el pañuelo sobre un hombro, se arreglaba el pelo, ladeando la cabeza y mirándolo a Narciso con una sostenida sonrisa, mientras él hacia señas con los ojos hacia la casa, como presuroso de terminar la entrevista. Y fue para mi pura desgracia que yo siguiera mirando aún. Sentí que se me helaban los pies y se me erizaba la sangre y que los árboles estaban temblando conmigo... Fue a los muy pocos días de eso cuando ocurrió la monstruosidad sin igual, que sobrecogió y acoquinó a todas las gentes, y amadrinó todas las conversaciones durante semanas y meses. Bueno, la cosa no es larga de decir. Una tarde a boca de oración, en el camino del cerro, lo hallaron a Narciso en el suelo sin conocimiento y lleno de sangre... ¡Estaba castrado! La policía y el juez intervinieron y se dieron a huronearlo todo hasta el cansancio. No fue mucho lo que pudo ponerse en limpio. A causa de la lluvia de ese día Narciso solo pudo llevar las cabras al cerro no mucho antes del mediodía. Como casi a boca de oración volvieron las cabras, con el perro que regresó sobre sus rastros, sin que apareciese Narciso, salieron a buscarlo. Así fue como dieron con él, al parecer difunto. Recién en la noche recobró el conocimiento. Cuando a la mañana del segundo día llegó el comisario, que no quiso venir sin el médico, éste, después de examinar con prolija atención al enfermo, dijo que él no tenía nada que hacer, que la operación parecía obra de cirujano, y que, a su parecer, el mutilado no corría peligro. Cuando éste pudo prestar declaración se redujo a decir una y cien veces lo mismo, sin salirse un dedo de la huella, como chico que recita la lección. Que la tarde de su desgracia, a la hora del regreso, los senderos del cerro estaban cerrándose con la niebla y que él venía bajando con demora, cuidadoso de que no se le atrasase alguna cabra muy preñada o con crías recientes. En eso advirtió confusamente delante de sí algo que clareaba y que tomó por un hombre de poncho blanco, aunque después, con el maravillamiento del caso, creyó descu178


brir que aquella figura no avanzaba caminando sino flotando o volando... Y ya no tuvo duda que era un ángel y se arrodilló para recibirle. Y no recordaba más. Sus parientes, fuera de lo dicho en primer momento, tampoco sabían nada. Por lo demás la Clorinda, a fuerza de sollozos, había perdido casi toda la voz, y sus ojos y pestañas estaban más que nunca de riguroso luto. El viejo, por su parte, dejaba caer a veces una lágrima de su ojo único, que yo no podía ver sin estremecerme... Eso era todo. Como Narciso tenía muy poca relación con la gente y menos se oyó que alguna vez • cruzase una mala palabra con nadie, quedó descartada toda idea de venganza. En cuanto al viejo, aunque no era querido, tampoco tenía enemigos declarados. ¿Un accidente, acaso? Eso ni que soñarlo. ¿Entonces? Aunque tal vez nadie llegó a expresarlo, los más estaban por la sospecha de una venganza. Vaya a saber qué cuentas pendientes no dejaría el viejo en sus andanzas de mozo. Tampoco faltaron quienes susurrasen, escondiendo la boca con una mano, de un posible castigo sagrado, un castigo bajado de lo alto, para saldar con el hijo, inocente cordero de Dios, la culpa del padre, torturador y verdugo de su mujer y quién sabe que más... ¿Hubo quién sospechó otra cosa? No es imposible, pero no lo sé, aunque lo malicio. Por lo pronto, cuando el médico habló conmigo en reserva y como al descuido, pero buscando algún rastro, sobre mis aspiraciones a novio de la Clorinda —no faltaban chismes a ese propósito— yo entreví que en mi hombre había la sospecha de algo que no se atrevió a destapar... Pero, repito, nada llegó a ponerse en claro. • Que Dios, si un Dios existe, me perdone. Lo mío era algo más que esa sospecha. A fuerza de revivir recuerdos y atar y desatar minucias, y a fuerza de estrujar mi pobre cabeza y mis entrañas, había llegado a un casi convencimiento. Para mi desgracia • sin remedio me resultaba casi claro, con un claror de llama de infierno, es cierto, pero claror al fin. Porque debo decirlo aquí: aún no he desembuchado aquello que, desde antes del lance sin nombre, yo ya llevaba adentro. Algo que se tatuó en mí de modo que no he podido borrarlo hasta hoy. ¿Por qué demoré mis ojos en aquella ocasión? Me negué a aceptar la significación de lo que vi o creí ver, algo que me golpeó toda la sangre, algo capaz de hacer temblar a almas más seguras que la mía. 179


Y yo temblé como con chucho, en una especie de agonía de horror y vergüenza. Y no solo no se lo dije a nadie, sino que no quise decírselo a mi alma. Y ahora mismo pienso a ratos si no debía arrancarme la lengua antes de hablar... Y después de todo ¿puedo poner la mano sobre el Luego, que tengo la absoluta verdad en ella? Ah, lo que yo sufrí llevando aquello dentro de mi, como un tumor o el feto de un monstruo. Me sorprendía a veces mordiéndome los puños para no rugir o llorar a gritos. Mis sentidos querían rechazar su propio testimonio. Creo que hasta los dientes me crujían como cuando se oye chirriar arena entre dos platos. ¡Y queriendo a toda costa que eso no fuera más que una pesadilla! Entonces, para librarme de eso que amenazaba estrangularme desde adentro, echaba a todo escape mi caballo, en el primer descampado, galopando a lo indio, como disparando de mi propio horror, o quizá buscando sin saberlo, una rodada fatal. Otras veces me encerraba a solas con mi guitarra, y ella, como la torcaza en la soledad del talar, lloraba sin lágrimas mi dolor de fuego. Un día me ofrecí adrede para ayudar en una corrida de burros orejones y allí anduve días trajinando cumbres entre cerros canosos de vejez y nieve, con mi poncho lleno de viento estorbando a las nubes, y ni eso enfrió mi fiebre. Quizá no queda nada que hacer cuando un hombre se derrumba por dentro. Diga usted que tal vez guardo aún algo de niño en mis adentros, y quizá eso como un amanecer con pájaros que anuncia agua en el desierto, me ayudó y me salvó. Qué quiere. ¿No habrá más sabiduría en la sonrisa de un rorro que en la tos de los sabihondos y el rezo de los beatos? Sí, es verdad que alguna vez, quizá con un comienzo de despecho, llegué a pensar que la Clorinda era mucha hembra (mujer más de cintura abajo que de cintura arriba) pero no tardaba en insultarme a mí mismo por esa sospecha canalla. Y sin embargo... Sí, creo que el diablo, ese hijo de las tinieblas y los tizones, está metido en la sangre de todos o casi todos nosotros. Tal vez mi candor y mi amor no me dejaron ver que había más infierno que cielo en su hermosura. ¿No decía nada ese tic suyo de ciertas ocasiones de mojarse los labios con la punta •de la lengua, como si le quemaran o se burlara de los mirones? ¿No se parecía al de la víbora que tantea el aire con su lengüeta de llama?... 180


Ah, pese a la dulzura de los cabellos que rodeaban su cara como una pura caricia, y pese a esos ojos de remanso, Clorinda —ahora lo sabias— era - eso: la mujer que puede estrangular el corazón de un hombre como la liana estrangula un roble. Una • hija del demonio recamado de tentaciones para los débiles y también para los fuertes... Tal vez el demonio con faldas. ¿Qué? Porque es preciso que diga —aunque no sé por qué ni para qué— aquello, aunque se trata de algo que quizá está más allá de todo perdón en la tierra y el cielo, o de cosas que no podemos comprender. Sin duda el culpable de todo fue ese viejo beato y maldito con su manía de criar emparedados a sus hijos. ¿Acaso el hombre y su carne no son como el perro, que sujetado a cadena y estaca se atigra? O el agua estancada, que se pudre? Y bueno, amigo, tengo que decirlo. Lo que vi o creí ver, sublevándome contra el testimonio de estos ojos que se comerá la tierra, fue que la Clorinda, dejando caer la jarra a un lado, se lanzó sobre su hermano —que parecía como a la defensiva— y se colgó de su cuello volteando sus trenzas, como la recién casada que recibe a su marido a la vuelta de un largo viaje. ¿Que vi mal, o le di a ese gesto un sentido que no tenía? Mi corazón me dijo que no-. Ah, señor, fue como si hubiera visto una mata de jazmines meada por un perro. Y sentí en mi corazón como un llanto de toros que olfatean la sangre del compañero degollado. ¿Se comprende ahora por qué a mí era difícil • engañarme? ¿Y por qué desde el primer momento - supe, como si lo hubiera visto, que la causante más visible de todo era ella, y aquel aniñado mozo era reo y víctima en uno, y más esto que aquello, y que el gran factor de la monstruosidad era aquel viejo con aire de encantador de serpientes, y alma de brujo de tribu, de sacerdote de hechizos y hecatombes? Había una minucia que me arañaba la conciencia como una basurita el ojo. En la mañana siguiente de la hechuría, en la casa de los dolientes, vi por casualidad detrás de la cocina, colgada de un horcón, una manea como recién lavada que el perro cabrero se arrimó a olfatear dos veces. Me estremecí porque sentí adentro como una mordida de víbora. ¿No habría sido el perro testigo y cómplice involuntario- de la ignominia, haciendo desaparecer la achura nefanda? ¿Por qué me vino semejante ocurrencia? 181


II

Cierta vez un cura alojado en casa de paso a bendecir una capilla en los cerros, se entretuvo conmigo, niño de escuela, contándome casos de la "historia sagrada". No entendí nada ni conservo más recuerdo que el de un padre que por orden de Dios, manea a su hijo y va a degollarlo, cuando un ángel le señala un carnero enredado de las astas en una zarza espinuda. Esta vez, aquí, de juro, no hubo ángel. Tuve dos o tres pesadillas y en ellas vi —y aún lo veo— al viejo alzarse con las manos ensangrentadas junto a Narciso inmóvil en el suelo y maneado con la manea del horcón y al perro como en espera de algo... ¡Y a la Clorinda tal como la vi la última vez, con las trenzas colgándole como víboras...! Creo que lloré por dentro hasta agotar la vertiente, aunque aún suelo sentir la salazón de las lágrimas en la garganta. En sueños suele ella mostrárseme aún como la vi tantas veces, con su sonrisa de dientes de leche y sus párpados bajos como de monja que reza... ¿Una trampa de su alma de serpiente? ¿Es que éstas no suelen ser también hermosas como la tentación o la ilusión? Se dirá que un hombre no debe confesarse ciertas cosas, aunque quizá el hombre que se avergüenza de su ternura ya está muerto por dentro. Pero no quise enloquecer o parecerme a un mendigo con más llagas que harapos. No quise hacer de la afrenta mi costumbre, y me retiré a tiempo. Ay, amigo, con solo la seguridad de librarme para siempre de tales sueños y no pasar otra vez por las crujías de ese largo año que pasó al fin, me sentiría casi feliz, y agradecido. Tan pobre me siento, que no le pido más a mi suerte.


Diabetes amarga

—Solterito, ¿no? —No, señor; aquí donde me ve soy casado. A los pobres, metidos en el brete, cuando no nos da por el naipe o la caña, nos da por el casorio. Y tengo un mocoso así... Vea, don, cuando me acuerdo de ese hijo y pienso que él tendrá que pasar por las que pasamos nosotros, el corazón me tinta como verija cíe redomón azorado o se me cierra como un puño... —No me cuente eso a mi... Juan Pinto. —¿Ha visto? Con todo, lo peor, según malicio yo, es que los gobiernos están hechos por los ricos y para los ricos, para defender sus intereses contra los descalzonadoS. Por eso es que las cosas no pueden tener remedio. —Pero hay pobres que se hacen ricos, y usted mismo ha contado un caso. —Uno entre mil o diez mil y siempre en la medida en que el avivado aprende las mañas de los acomodados y cierra sus oídos a todo lo que no sea música de chirolas. Pero eso no cambia las cosas ni en un negro de uña. A mí no me vengan con teologias. Nadie se hace rico con su propio sudor, sino ordeñando el sudor ajeno. Una vez caí con fiebre y tuve una pesadilla que aún me dura. Vi que las monedas se hacían no con plata y cobre, sino aleando sudor y llanto de pobres. Mire que he visto casos hasta empacharme. Un compañero mío, flojo y medio en el trabajo, pero ceñido como mordida de dogo para soltar una chaucha, se metió a pulpero, y vendiendo vino bautizado a sus clientes y cobrándoles dos veces cuando el vino les aguaba la memoria, echó mucha barriga y más respeto. Un turco —un tal Melgen— llegó a mi pago con un atado a la espalda vendiendo bicoca ( a eso le llamaba "la trabajo"). Hoy es el hombre más rico del pueblo y aunque no sabe leer y es más bárbaro que yo (y ya es decir algo) talla ahora de jefe político. Otros dos compañeros tuve, cuando era yo muy muchacho y me enganché para Comodoro Rivadavia. Eran los más guapos para buscar la aliviada en la fajina y zafar el bulto apenas se hablaba de un reclamo o una huelga. Años después los hallé convertidos en amos del pueblo de 183


su nacimiento. ¿Cómo habían hecho? ¡Qué sé yo...! Secuestrando un vagón de bolsas de azúcar en combinación con un jefe de estación o un comisario —así se chismeaba, al menos— y amoldando su opinión a la de todos los gobiernos, y pagando con bonos o mercadería inflada a sus peones, y sobornando a los testigos o al juez para no indemnizar a los accidentados de su mina. Eso sí, no se fijaban en morlacos más o menos cuando se trataba de regalitos a la iglesia. —Vea, amigo, yo no sé si me equivoco, pero me parece que los curas con sus misas y confesionarios, con sus campanas y campanillas, les vienen como de encargo a los ricos para que los rotos se resignen a su mala suerte como a aguacero de temporal. —Eso se desprende solo, como lana esquilada por la sarna. —Si aguantamos callados, nos convertimos en brutos o flaqueamos a mitad del camino. Si nos alzamos... ¡Parece que la cosa no tiene salida! —Yo no creo lo mismo. Lo peor no es que nos obliguen a alquilar los lomos. Lo peor es que estamos ensillados por dentro. La resignación se nos pega como mugre. Pienso que la mayor desgracia nuestra somos nosotros mismos, que tomamos gato por liebre solo para no contradecir la ley y no nos sacamos las lagañas que nos contagian de miedo de ver las cosas cómo son. Cuando venzamos ese miedo, las cosas pueden cambiar a fondo. Porque entonces, sin duda sabremos unirnos para luchar juntos contra la langosta. La gusanera del ganado podrá matársela rezando, pero la del hombre nunca. —Y vea que hay gente de coraje y baquía entre los desarrapados. Yo he visto hombres que se jugaban la vida sonriendo y parecían tener Vista de gato y cuerpo de víbora en una discusión a fierro pelado. —Sí, pero eso no sirve para nada, O Solo para jorobamos más. ¿De qué Vale que nosotros nos marquemos o nos echemos al hoyo entre nosotros mismos, de puro brutos, o por ganar mentas de guapos, cuando la única guapeza que importa es la de saber librarnos alguna vez de las garrapatas... de dos patas? Mientras tanto, los de arriba se entienden siempre entre ellos para sacarnos el quilo, aunque a veces riñan o simulen reñir por el reparto. Y aún hay cosas que hieden peor. ¿Qué mucho que el que tiene fango adentro se goce en salpicar a los demás? He visto guapos alquilados por los 184


ricos para meternos los cojones en la panza (a los que sudamos para que ellos descansen) cada vez que el hambre o las deudas nos obligan a pedir que nos aflojen un poco la coyunda. Hermanos nuestros de sudor y dolor vendiéndose por unos cobres para remachamos el grillete o la mollera. Ay amigo, yo no sé si lo de Judas seré, cierto, pero esto sí es cierto y deja chico lo de aquél y lo de todas las putas juntas... —Muy verdad. Porque parece ser que con los gendarmes y los milicos no les alcanza... —Y menos les alcanzaría si los de abajo supiéramos atraillamos y tirar juntos. —Pero eso cuándo va a ser! —Quién sabe, don. Por ahora estamos desorientados y muchos son los que se resignan y aun se persignan. Pero no hay seca que dure siete años ni todo es mugre en el corazón del cristiano. Y hay guapos —y siempre los habré,— de manos limpias y que solo se juegan por lo mejor, aunque la suerte no les ayude todavía. ¿Nunca oyó hablar del finado Lindor López, el zurdo López, que le decían? Muchos lo recuerdan todavía, porque no es fácil olvidarlo. Todavía no he conocido otro hombre como él. Valía por dos en el trabajo, cualquiera que éste fuese, porque era tan baqueano como firme. ¡El Zurdo era ambidextro, como dicen Pero eso no era todo, sino que, aunque de buena talla, tenía más corazón que cuerpo. ¿Quién le igualaba en preocuparse por los otros, en aliviarlo a un amigo?... Digo mal, al primero que lo viese en apuro, aunque no lo conociera ni de nombre. Y siempre con su jopo que le caía un poco sobre los ojos y su sonrisa más de niño que de hombre y siempre tocándose el sombrero viejo al saludar, con mucho "señor" y "usted disculpe" ... Y eso hasta con los rotosos. Para mí —y creo que para cualquiera— era como un hermano mayor, o como un padre y una madre a la vez. Pero tenía un pero, y eso fue su perdición. Ay, amigo, y perdone si digo alguna barbaridad. Yo no sé si Dios existe, y si así fuera me gustaría ver qué cara les pone a los pobres si es que los escucha cuando van a decirle en sus propias barbas las perrerías de esos que le costean iglesias de más pompa que los palacios de Las mil y una noches... Bueno, el pero del Zurdo era que una injusticia, y más si se cometía con un indefenso, le nublaba los ojos y creo que le extraviaba la vista. Y entonces podía salirse de la vaina. Digo, podía asomarle el indio que llevaba adentro 185


y entonces ya era difícil que aflojara aunque lo estirasen como tiento fresco. Peligraba tener mal fin, y así fue. Cuando ocurrió la primera huelga en que me tocó hallarme, él fue de los que hizo punta, y el que se enfrentó con el administrador y le dijo las cosas por su nombre de pila, aunque sin faltar al respeto. Cuando quisieron detenerlo, lo ladeó hasta el suelo de un niangazo al primer machete que se le vino encima, y burló el golpe de otro echándole una zancadilla y pisándolo en las paletas; pero en el entrevero que siguió, otro gendarme, de atrás, le persignó la nuca de un sablazo. Cuando después de meses lo sacaron de la cárcel para llevarlo al hospital, ya no era él. El sudor se me escarchó al verlo. Estaba tordillo de canas y escupía sangre. Cuando murió, lloré mi primer llanto de hombre... Vea, don, yo no creo en santos, que si no colgaría de la pared el retrato del zurdo López que guardo en una caja y le pondría flores y les contaría su vida a todos, porque tal vez eso serviría de algo... —Son cosas esas que nunca maliciarán los de arriba. Y, sin embargo, tal vez solo porque hay hombres así, valdrá la pena seguir viviendo. Pero cuénteme de la "huelga grande". Fue allí donde lo detuvieron y encarcelaron a usted, ¿no es así? —Así es. —Por el incendio del cañaveral ¿no? —No, señor. Bueno, sí, estuve entre los que Je metimos fuego a las cañitas, y hasta me parece que fui el que hizo punta. Pero créame que no lo hice de metido a guapo o de loco. No; me dije que era bueno pinchar a los ricachos donde más les duele, que es en el amor propio... a la bolsa, y compadecerse •un poco de ellos, ya que ellos nunca lo hacen con nosotros... Los ricos solo son tiernos con sus ganancias, buscándolas no importa dónde. Tienen esa buena voluntad de la mosca, • que lo mismo se asienta en la miel que en la mierda. A decir verdad que no lo pensé mucho. Creo que en ese momento yo ya no era el de un rato antes o el de ahora. No, no. Por mi alma desorientada pasaban como una yeguada chúcara, estrechándose, mezclándose y atropellándose, muchas cosas: la peonada del ingenio recibiendo algo de mercadería a precios doblados y, justo en la entrada del carnaval, algunos pesos, que iban sin demoraal noque del pulpero —esos enganchados y sus mujeres e hijos cargados como meros fardos de pazto y hasta cualquier altura en los camiones de 186


transporte—, las balanzas de pesar caña, mermando el peso como río en la seca y las de pesar proveduna aumentándolo como río llovido, —la pelada de caña a rajacincha desde mucho antes del alba hasta el anochecer bajo la garúa de alfileres de los mosquitos o bajo el sol ensañado como un tábano—, las crujías en el hospital, donde uno cae tumbado por el chucho o por la sobra de canto y la escasez de alpiste, —y el trato de los patrones y sus galopines con nosotros que no es preciso que lo insulten a uno de palabra, ya que su sola mirada de indiferencia, lástima o desprecio es peor que una escupida—, y más hondo aún, eso que tenemos que oler aunque sea aroma de difunto: que el que simula el trabajo o no trabaja ( y que es las más veces un tipo ciego y angurriento como una sanguijuela y aguerrido en todos los fraudes y abusos) viva como un hijo de rey, desafiando a la redonda con sus comodidades, hartazgo y atalaje, mientras usted, yo, cualquiera de los de abajo, tienen que agachar el lomo, gran flauta, y resignarse a una vida de perro sin dueño: todo eso aunque usted sea toro y medio para cualquier trabajo, y derecho como un pino en sus tratos y aunque tenga en su corazón la limpieza y humanidad que les falta a todos los dueños de ingenio juntos: todos esos cuervos emponchados que son capaces de retragar lo que vomitan solo de miedo que otro lo alce... Bueno, don, todo eso se me juntó cuando yo y otros ñatos a los que contagié mi entusiasmo, le metimos fuego al cañaveral. —Siendo así, amigo, la sacó liviana con dos años de cárcel. —No, señor, está equivocado. Del incendio se nos culpó a todos, pues nada pudo ponerse en claro. A mí me condenaron por las barrabasadas que tenía en la cabeza y el pico, o, como dijo el sumariante, por "abogado sin pleitos". Si me hubieran maliciado lo otro, no sería el hijo de mi padre el que estaría lengüeteando aquí. —Se refiere a la quemazón, Juan Pinto? —No, señor. ¿Usted oyó hablar del comisario Nabor Flores? ¿Cómo no va a...? —Por cierto, llegaron mentas de él hasta mi pago. Entiendo que en la huelga grande le ajustaron la cuenta. —No toda. A eso iba. ¡El comisario Flores! Lo nombro y es como si sintiera ruidear de arena entre dos platos. Decían que recibía dos sueldos, uno 187


de la provincia, y otro, mucho más gordo, del ingenio. Más seguro es que recibía un sobresueldo de] diablo. —Ciertamente, la fama le achacaba al hombre un alma de víbora de la cruz. —¡Quién sabe! Vea, yo pienso otra cosa. Usted sabe que el tigre, si ha comido, no ataca a nadie, y que la Víbora, que no busca morder a nadie —como no sea a la rata o conejo de que se alimenta— sacude el cascabel para que nadie se le arrime, ya que pueden pisarle el espinazo. ¿Es que el hombre va a ser magnate también en eso, ganándoles a las fieras en mala entraña? Yo no creo. Otra cosa es decir que el interés y la ganancia pueden poner al hombre por debajo del cientopíes. Dinero y también ostentación, y poder.., qué sé yo. Entonces, sí, puede el hombre negarse a sí mismo, y llegar hasta burlarse y gozarse del sufrimiento ajeno, es decir, hiede peor que carroña con cuervos. —Me parece, amigo, que usted, como la lechuza, no precisa velas para ver en lo oscuro. —Bueno. No sé si don Nabor era corajudo. No todos los verdugos son cobardes, aunque usted puede decir, con perdón de la palabra, que castigar a un hombre amarrado es cagarse en el propio coraje, si se lo tiene. Lo cierto es que don Nabor Flores había conseguido hacerse temer tanto como aborrecer de nosotros y eso —oiga lo que le digo— parecía producirle más satisfacción que el sueldo doble... ¡Sentirse el hurón ante los conejos! —¡Qué nene, amigo! —Vea, comidos por las necesidades o las deudas, deslomados por las fajinas o los achaques, algunos intentaban poner bosque por medio creyendo así saldar la cuenta con un tumbo de taba. ¡Pero qué le iban a enseñar al zorro lo que son gallinas! El comisario, que era gallero y carrerista y tenía más vueltas que sebo de tripa, criaba un par de dogos tan duchos que se encargaban, casi siempre, de entregarle al prófugo en la punta de sus colmillos como si fuera una perdiz. —Lo oí, pero no me animé a creerlo. —Créalo sin miedo y créame algo más. Cuando los gendarmes volvían con el huido, las más veces sucio de sangre y barro y medio extraviado de terror, don Nabor sonreía, él, que no gastaba sonrisas nunca, pregustando de juro la lección de talero que con su propia mano solía dar al iluso "para que aprendiera lo que no enseñan los libros". Sonreía, y el brillo de sus ojos —pensaba yo— no 188


podía ser sino el de los tizones del infierno. No sé lo que pasaba por mí entonces. Sentía como si el alma se me enrojeciera de vergüenza, una vergüenza más fortacha que el sol... Tenía asco de ser hombre. Sáqueme de una curiosidad, y disculpe. ¿Su padre no fue hombre de muy buena posición? —Algo de eso hubo, pero al morir solo nos dejó deudas y a nosotros en la calle. Y yo, el mayorcito, tuve que hacerme el duro antes de tiempo aunque era un mocoso... ¿Qué cómo salimos a flote y qué laya de mujer era mi madre?... Vea, una noche me desperté a deshora y como vi luz en la cocina me acerqué de •puntas de pie. ¿Qué Vi? Dos tablones llenitos de empanadas y rosquetes crudos... ¡Era una fiesta grande al otro día, y mi madre, por ganarse unas chirolas, no había pegado los ojos en toda la santa noche! "Pero —le supliqué, tomándola de las manos y aflojando las rodillas— ¡cómo no me ha puesto a que la ayude!... " "Hijito —gimoteó—, ¿crées que no se me tuerce el corazón haciéndote trabajar como un penado, para robarte el sueño encima... T' —Lo comprendo ahora mejor que antes, pero créame que estoy galgueando por oír de su boca cómo fue el remate de la huelga grande. —Como lengua de ahorcado... Perdimos y encima quedamos con dos muertos que la policía nos achacó a nosotros... ¿qué me dice?.., y una cáfila de heridos y vapuleados. —Pero no fue entonces cuando?... —Ya sé a qué se refiere. Bueno la huelga reventó como hormiguero en primavera. Cuando íbamos llegando al local del administrador, don Nabor apareció. Venía, qué le voy a decir, saliéndose de la vaina y de la guapeza como siempre y más ahora que venía adornado con un sargento y un cinturón de chafarotes. En eso don Borja Soria, hombre bonachón y más sosegado que un remanso, se adelantó —tal vez por ser el más viejo— a hablar con el comisario. ¡Inocente! Don Nabor le contestó el saludo cruzándole el cogote de un talerazo. —¡Mal parido y peor criado! —Fue entonces cuando alcé con disimulo una piedra en que acababa cíe tropezar. (En el cerro estaba hecho, desde niño, a atajar, de una pedrada en las guampas, al vacuno que intentaba zafarse del arreo y mi tiro fallaba solo por chiripa.) Yo guardaba la piedra, poco mayor que una mandarina, en el bolsillo de la blusa esperando la ocasión. Y vino, 189


porque la mulcada comenzó a alzar y bajar los latones, y no siempre de plano, y cada vez con más apuro, como si rezaran el trisagio, invitándonos a buscar otra sala para el baile, mientras don Nabor hacia flores a derecha y zurda con su guacha de cuero de anta... Saqué al fin la piedra, secreteándole: "Hijita, quiero que me le dé un beso en la frente a aquel buen mozo". Y me obedeció. El comisario abrió los brazos soltando la guacha para algún heredero y midió el suelo con todo el ancho de sus espaldas mientras una cascadita de sangre le teñía la cara como un bofe. Entonces disparamos. —Sospecho que a usted mismo no le dejaría de pesar al poco rato, lo que acababa de hacer... Un mozo de tan buen corazón como sé que es usted. •—Y no fue así, sin embargo. Tal vez está mal lo que voy a decirle, pero la verdad pura es que me • gocé del hecho como cuando uno aplasta un tábano aunque le ensucie la mano con la sangre. (Usted sabe que al minero solo le amanece cuando sale del socavón a la entrada de la noche)... Así fue. En ese momento tal vez yo era yo; ni pensaba en las torturas que podían reducirme a albóndiga, ni en la muerte demorada de la cárcel. Me decía: Si se ha ido al infierno de cabeza, el diablo tendrá su mejor aparcero; si pone otra vez los huesos de punta, por lo menos ya no andará orejando, va a lucir en la frente la marca de Juan Pinto.., digo mal, de la huelga grande. Porque es justo, ¿no le parece? que los pobres tengan algo que los alivie siquiera por dentro, algo que los convide a caminar hacia adelante. Porque si lo que debe moverse se detiene, de juro que se congela o se pudre. —Nuestra suerte sin duda ha sido tuerta desde siempre y hasta ayer no más, al menos si, como parece —y todos lo dicen— comienza a cambiar de repente... O se oyó antes, alguna vez, de un gobierno que no solo ayuda a los pobres sino que les enseña a juntarse y defenderse de sus patrones...? —Vea, don, yo también, a lo ñandú, me tragué la cosa sin mascar, al principio, y le juro que tal vez ni cuando novio el corazón me badajeó tan alto... ahora? —Y ahora?... Bueno, pienso que a los pobres las cosas le vienen casi siempre como botín cambia• do. Y que los ricos son siempre entre ellos como bueyes de yunta que no cortan ni aunque los acollaren con un pelo. O me equivoco medio a medio, o las cosas solo han cambiado un poco por afuera. —No le entiendo bien. ¿Y el aumento de los jor-

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nales? ¿Y el sindicato, que según dicen ahora, mantiene a raya a los patrones? —Vea, señor, me obliga a decir cosas que debemos callar para no ser bautizados de traidores o vendidos. ¿Los sindicatos dice? Solo quiero advertirle que no son nuestros.., sino del gobierno, que no es lo mismo... —¡No me diga! —Sí, señor; usted no ha tenido ocasión de ver la procesión por dentro. Quiero decirle, no más, que muchos de los hombres de más tino y agallas de entre nosotros —podría darle una docena de nombres— han sido puestos a un lado o en un calabozo o vaya saber dónde... Todo esto mientras algunos de los más maulas o agachadizos están ahora con autoridad y eructando de llenos. —Sí, así se han puesto las cosas, cuando pintaban tan bien, ¿será que los de abajo nunca podremos hacer nada? —Pareciera... Sin embargo, yo sigo creyendo —¡en algo hay que creer!— que si nos juntáramos entre puros nosotros, sin la venia del gobierno y dispuestos a luchar como el gato, panza arriba, sin más baquianos que algunos de los nuestros, nuestra suerte cambiaría de cara... Lo digo por decir algo.

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Indice Paulo Morra 5 El menor de los García .....................29 Reapertura del bosque .......................38 La zaina cíe don Pancho .....................51 En el principio fue el polvo ..................64 Guitarra adentro .............................79 Desquite .....................................87 Mi amigo Fanta .............................95 Isidro Sanduay ..............................104 Malvina ......................................123 El aljibe de los médanos ....................133 El misterio del perro ........................147 El regreso del Moro ........................157 El santurrón ................................169 Diabetes amarga ............................183

TERMINOSE DE IMPRIMIR EL 10 DE MAYO DE 1968, EN LOS TALLERES GRAFICOS DE LA COMPAÑIA GENERAL FABRIL FINANCIERA S. A., IRIARTE 2035, BUENOS AIRES.



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