Libro el arca de noe en el plata

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EL ARCA DE NOE EN EL PLATA



LUIS FRANCO

EL ARCA DE NOE EN EL PLATA

[9j EDICIONES LA VERDE RAMA BUENOS AIRES


漏 Copyright 1973 by Editorial iLA VERDE RAMA Distribuida por EDITORIAL LAGOS Talcahuano 638, Buenos Aires - Rep. Argentina Derechos internacionales asegurados Impreso en Argentina - Dep贸sito de Ley 11.723


EL ANIMAL Y NOSOTROS



Los antropoides se diferencian del hombre al primer golpe de vista por la casi atrofia de sus miembros inferiores y su servil sujeción a los árboles. Esclavos de las circunstancias, incapaces de la menor invención mecánica y del menor ensayo de socorro mutuo, dependen por entero de lo que la naturaleza salvaje les ofrezca al alcance de sus velludas manos. No nos asombremos ni burlemos, sin embargo. Durante millares de siglos el hombre gastó un estilo de vida tan escaso de elegancia y señorío como ése: desnudo, inerme, casi valetudinario, refugiándose en los árboles o las cuevas y reducido a vivir de la caridad de esa Sociedad de Beneficencia que es la naturaleza. Estrechado así contra las cuerdas de lianas, fue justamente esa extrema invalidez la que lo llevó a apelar a su cerebro y sus manos (¡no tenía otra cosa el pobre!) para capearla o vencerla, y así fue cómo un día inventó el hacha de piedra, que no fue al comienzo ninguna hacha sino un mero canto vagamente filoso y sin sombra de mango. Pero era la primera herramienta y el hombre se definió por ella: toolmaking animal, o el animal que fabrica herramientas, como decía Franklin. Con todo, no hubiera hecho mucho el hombre si sus primeras herramientas o armas —flecha, honda, lazo o red— no le hubieran servido para atrapar con vida a los animales y brindarles a algunos de ellos alojamiento vitalicio en su hogar. Ahora bien, fuerza es reconocer que los animales que el hombre fue domesticando, lo ayudaron a civilizarse, es decir, a redimirse de su grosería analfabeta. El primer catequizado (en el mesolítico) fue el lobo, que terminó convirtiéndose en perro, esto es, en el más infalible conmilitón del hombre. Éste, sin pensarlo y tal vez sin advertirlo, había conseguido su primer triunfo pedagógico al trocar al perro de arma puramente ofensiva en defensiva y sobre todo al haber despertado en la fiera cazadora una capacidad de lealtad y afecto que nadie hubiera sospechado y que aún hoy asombra. El ladrido mismo fue una adquisición progresiva (¡el lobo aúlla, pero no ladra!) ya que parece un paso hacia el lenguaje. Es verdad que el gato se adhiere más a la casa que al amo, pero se ha domesticado al fin y ello no es chica hazaña tratándose del más hirsuto de los felinos en estado de naturaleza. La conversión de la oveja a la domesticidad no sólo aseguró al catequizador la provisión de carne sino la de lana, lo cual era no menos importante, 9


ya que buscando aprovecharla del mejor modo posible, el hombre (o la mujer, mejor) inventó el hilado y el tejido, es decir, una de las más obvias hazañas industriales. Sin la doma del toro, el hombre no hubiera salido de la agricultura femenina, o sea, la siembra a punta de estaca o paleta de carnero. El arado arrastrado por el buey domestica la gleba como la quilla domestica las olas. El hambre, más temido que los felinos, puede ser tenido a raya. Sin la equitación el hombre hubiera continuado como peatón funcional, tan apegado al suelo como el reptil casi, y ciertamente más que el venado, la liebre o el lobo. Enhorquetado sobre el lomo del caballo, el quídam de pies lentos y vulnerables se sintió alzado sobre cuatro zancos duros como el basalto y atropelladores como el viento. En verdad el hombre ascendió a un trono móvil y pudo avasallar la tierra, y la distancia que lo humillaba antes se postró ante él. La dilatación del horizonte externo también dilató el de su alma. Si vamos al meollo de las cosas, el hombre apenas inventó nada. Imitó y perfeccionó muchas cosas, lo que no es lo mismo. En efecto, cuando él vino al mundo, la araña había ya inventado el huso y la tela; el hornero, la albañilería; el puerco espín, el alfiler; el pájaro sastre, la alta costura; el castor, la ingeniería hidráulica; la víbora, la aguja de inyección; el gimnoto, la pila eléctrica y así hasta el cansancio, sin olvidar que el pez-espada sigue siendo el primer espadachín de mar y tierra. Aún careciendo de esa originalidad, el trabajo del hombre no fue menos rumbosamente meritorio. Basta recordar que con la baba del gusano de seda ha elaborado telas tan espléndidas como las mejores pieles o plumas de la naturaleza, que ha convertido al perro en su guardaespaldas, que alquila a cambio de casa y comida los servicios de limpia ratas y víboras del gato y la mangosta, que obliga al hurón a cazarle chinchillas y a la abeja a fabricarle miel por toneladas. Como resultancia de todo lo antedicho, el hombre depende de los animales mucho más de lo que se cree. ¿Qué sería de las amas de casa y los restaurantes sinla gallina y los huevos, qué de las fiambrerías sin el calumniado chancho y qué hubiera sido de los patriarcas y de Mahoma sin el camello? No es aventurado pensar que andando el tiempo la situación podría agravarse si el hombre terminara por dejarse reemplazar del todo por los animales y las máquinas. Las hormigas que poseen esclavos, dice un naturalista, dependen enteramente de sus servidores. Un poco de indispensable prudencia ante el riesgo señalado no excluye la posibilidad y conveniencia de agregar nuevos nombres a la lista de la fauna doméstica. Los candidatos con más títulos por ahora son el carpincho, el yak y la cebra. Sarmiento en su tiempo propuso la adscripción del oso hormiguero a nuestra burocracia de parques y jardines. ¿Que hay especies indomesticables? Así es, pero no hay nada que pueda justificar el empeño del hombre de someterlas a una cautividad tan mezquina como zopenca, y menos aún a asesinarlas por avaricia cuando no por puro deporte. ¿Por qué llevar al borde de la extinción a especies tan sobradas de elegancia y utilidad a un tiempo, como la vicuña y el guanaco, moradores de zonas más o menos inhóspitas, o a otras como el ñu, la gacela, el rinoceronte, el anta, el antílope, el elefante, la jirafa y cien más que ya eran parte integrante de la gracia y riqueza del mundo millares de siglos antes que el hombre 10


viniera a perturbar su equilibrio y armonía con corridas de zorros o carreras de cohetes teledirigidos? Una apresurada y somera generalización ha llevado al común de los hombres a aplicar a los hijos de la zoología los criterios y leyes válidos para la sociedad humana. Así se han perpetrado errores pomposos, algunos aún en vigencia. Por ejemplo, se da por descontado que en toda la naturaleza el macho lleva la voz cantante y la fuerza rugiente. No es así siempre, ni mucho menos. En el innumerable reino de los insectos y los arácnidos es casi siempre la dama más balumbosa, fornida y velluda que el caballero con cuyo cuerpo ella se banquetea a veces después de las nupcias. No faltan casos de equilibrio perfecto entre los dos miembros de la pareja como en las águilas. Entre los ciervos, los machos y las hembras pasan separados la mayor parte del año. Entre éstos, es una cierva la que hace de jefe. Pero las cosas no cambian del todo cuando ambos sexos se juntan y los machos riñen entre sí por el cetro de la hegemonía galante. "Aunque uno de los machos logre un grupo de hembras, no es su jefe. No vigila para capear el peligro. De esto se encarga la hembra que dirige y si algún riesgo amenaza al clan, es ella la que ordena la huida, mientras el macho, egoísta, escapa solo", (Nunvo Fox). -_.El burro no es tal burro, sino un sujeto más inteligente que el caballo y veces más que el jinete. Tampoco el puerco es una porquería, sino al revés: su afición a los bajos fondos húmedos se debe a que tiene que alimentarse de raíces y papas que precisa destapar con el hocico. Y su afición a revolcarse en el fango es la prueba de su culto de la higiene, pues el exponerse al sol después de revolcarse en el pantano es el camino más aconsejable para que los piojos, que le sabotean la paz y el sueño, puedan morir emparedados en el barro seco. ¿Que la especie humana es la única que prevé el futuro: la única que segrega profetas y pitonisas? No lo negamos. Pero recordemos que la zoología se le había anticipado con algunos de sus hijos como lo dice el que la pitonisa usara de radar del porvenir un pitón. Tampoco debe dejarse en el tintero que, la ardilla y el topo entierran el sobrante de su otoño de nueces para capear las hambres invernales. ¿Es o no tener sentido del futuro? Hay quienes suponen que existen personas o grupos de personas que nacen y mueren con instinto ambulatorio y sometiéndolo todo a esa ingobernable pasión que los obliga en cualquier momento a cambiar de residencia y meta. La maldición que recayó sobre los tobillos del Judío Errante. No hay tal fatalidad misteriosa sin duda, sino, casi siempre o siempre, una causa obvia y concreta. El habitante de los secarrones valles o abras catamarqueños o riojanos, que abandona sus pagos para ir a recalar temporaria o vitaliciamente en el Gran Buenos Aires, el Chaco o Comodoro Rivadavia, volviendo la espalda a su hogar y su horizonte, a las albas de su infancia y a sus pájaros, no lo hace por una conminación recóndita, ni por evitar los bostezos, sino obedeciendo a la búsqueda de una seguridad de vivir o sobrevivir que su rincón nativo no le ofrece. Cuando una tierra es demasiado pobre para exportar sobrantes económicos, exporta a sus hijos. El nomadismo existió sobre el haz del mar y de la tierra desde siempre entre las más diversas especies: insectos, peces, aves, mamíferos. A esta tendencia más o menos irrefrenable originada en la necesidad de asegurar el alimento y la crianza de la prole, corresponde el sentido —desarrollado sin duda a través de millones de años-

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llamado de orientación, que permite a ciertas especies trasladarse a lugares donde lograrán su pleno desarrollo y volver al edén de su cuna y sus amores, salvando continentes y mares, pasando del agua dulce a la salada, y aunque el viajecito dure tres años como en las anguilas. El fenómeno está lleno de incógnitas, no despejadas del todo, tanto respecto a los motivos como a la técnica del peregrinaje. Desde luego, lo averiguado no es poco. Por ejemplo, que los pájaros exclusivamente insectívoros son migradores a la fuerza, pues llegado el invierno, los insectos desaparecen. Hay que buscarlos en tierras visitadas por la primavera o el verano. Emigran del trópico en la primavera, pasándola en las zonas templadas para veranear en las frías y regresar en otoño. Desde la hormiga que se aleja pasito a paso de su hormiguero y regresa hasta dar con su casi invisible puerta de calle, después de salvar un centenar de metros de matorrales y barrancos que son bosques y montañas para ella, hasta las golondrinas que pasan del otoño a la primavera en un solo vuelo, las muestras del sentido de orientación son un puro asombro. La mayor hazaña inicial del hombre y la raíz de su condición de tal, y por ende de la civilización misma, fue su forzada determinación. de usar su seso y sus manos para fabricar herramientas a fin de vengar las obvias desventajas de su aparato ofensivo-defensivo: ni músculos ni osamenta de catapulta, ni piel o caparazón invulnerables, ni patas o alas de viento, ni agujas para inyectar la muerte. Ese fue el punto de partida de la creciente diferenciación del resto de la zoología, que si bien sabe adaptarse con mayor o menor eficacia a las condiciones y a ios cambios de ambiente para sobrevivir, no llega al umbral de lo que constituye propiamente la aventura humana: transformar el medio y transformarse de rebote a si mismo, luchar no sólo por sobrevivir sino por crecer. Ahora bien, el hombre en general, en todo lugar y tiempo, no siguió aquella clarividente advertencia de los griegos, meden agan (nada con exceso). Al contrario, tendió siempre a ir de un extremo al otro del arco. Así —para dar un solo ejemplo—, en su dieta culinaria osciló a lo largo de los tiempos entre el ascetismo siríaco, búdico o cristiano, que propone el ayuno o huelga de hambre como el mejor medio de mejorar el alma, y el régimen seguido por los ases de oro de la Roma decadente, de comer hasta el vómito (el comedor de todo romano de respeto tenía por anexo el vomitorio) para recomenzar desde cero kilómetro. Así fue, cómo, desde el plausible empeño del protagonista de la prehistoria de adscribir a su ambulante hogar a ciertas especies salvajes, sea para ayudarse en sus cacerías, como ocurrió en el mesolítico con el perro, —sea para aliviar el transporte de su persona o su carga como ocurrió con el camello, el asno y el caballo—, sea finalmente para asegurar la provisión de su mesa o su ropero, domesticando la cabra, la oveja y la vaca, el hombre terminó por poner en práctica la más odiosa de las ocurrencias: someter a ciertos animales a cárcel por tiempo indeterminado con el único objeto de despejar la bruma de sus días de aburrimiento. Así un día inventó la jaula para pájaros, es decir, se manchó con la más lúgubre de sus barrabasadas: el circunscribir a un espacio de dos jemes de junco o alambre tejido a un libérrimo sujeto hecho adrede para el vuelo y el 12


cielo: a la criatura favorita de la belleza y el júbilo, como inventada para prolongar a lo largo del día la aleluya del amanecer. Con el andar del tiempo el delito de esa naturaleza aumentó respetablemente de bulto con la instauración de los llamados eufemísticamente jardines zoológicos, o edenes hechizos para animales de monte. Se trataba de permutarles los árboles vivientes por estrechas paredes de cemento, las lianas por barrotes de hierro. De los libres hijos de la naturaleza no escapó ni uno solo. El oso polar fue trasladado de su polo y alojado en una bañadera. Ni decir que los otros cambios de domicilio significaron una degradación equivalente. El cóndor fue apeado de su cumbre y encerrado sobre un peñasco y bajo unos cuantos metros cúbicos de fiambrera. . . Al hipopótamo se le suplantó el río por una pileta de inmersión. Las vicuñas, que llevan en sus lomos el sol de sus altos cielos y en sus vientres la nieve de sus altos valles, y las gacelas, casi invisibles de prontitud en el pudoroso refugio de sus florestas, y los grandes ciervos que llevan un bosque de invierno en la cabeza: todos fueron encerrados en minúsculos bretes como en un patio de contraventores. Andando el tiempo fueron inventados los circos o jardines zoológicos rodantes, y ni decir que la suerte de las pobres fieras, que condenadas a la artritis y al tedio ya era tétrica, se volvió fúnebre. Y no fue sólo porque las incomodidades de los viajes aumentaron a compás con la merma del menú, sino, y sobre todo, porque debieron someterse a una educación un poquito más infernal —siempre hay un escalón más en el camino del descenso— que el aprendizaje del latín para los niños del medioevo. Gimnasia diaria de saltos, piruetas y reverencias, todo bajo el estímulo pedagógico de la palmeta, digo del látigo o el fogueo, cuando no de una humillación más profunda. El que esto escribe nació en un lugar donde las montañas son más altas que las nubes. El amor por la montaña y sus hijos fue su matinal amor y ella se le mostró como un monumento con todos sus andamios a la vista, o simplemente como la escalera de Babel para llegar al cielo. La montaña le parecía más grande que la tierra, pues en verdad ésta desaparecía escamoteada por los laberintos de la piedra y el cielo. Cuando conoció el bosque, se le ofreció más populoso y menos vulgar que la ciudad, y sus hojas verdes le parecieron siempre preferibles a las hojas secas de los libros: una biblioteca de páginas vivas abierta al alboroto de patio escolar de los pájaros. Más tarde, al cabo de polvorientas jornadas, viajó hacia el sur y la Pampa se le presentó como la cuna de la infancia de la hierba, pero también como la tierra de pan llevar con su nivel de piso de horno justamente, aunque arbolada de mugidos y relinchos. Y al fin conoció el mar, que parecía alzar sus brazos y su voz para saludarlo, azorándolo con sus azules de cielo y sus verdes de pradera, salpicándolo de -espumas y gaviotas. Pero doquier —montaña o bosque, pampa o mar— amó sobre todo las plantas y mucho más los animales. El animal es brutal a veces, pero nunca innoble, feroz, pero no sádico: mata para no morir, eso es todo. Por lo demás, no tiene el culto de la sepultura y del más allá, no se golpea el pecho ni se arrodilla ante ídolos de carne o humo. Vive según su naturaleza, como el hombre debiera vivir —y vivirá algún día— según la suya. Pues tened por seguro que el hombre no nació para fiera y menos para fiera enjaulada. El cóndor me dio el primer ejemplo de que un dios y un demonio pueden 13


ser una sola persona. De la pampa nada me cautivó tanto como el chajá, su altísimo gallo guardián de las albas del sur, que vuela a ratos a la azotea de las nubes, pero no como otros a bichar su presa, sino sólo para hacer oír a todos la música de su júbilo. El misterio del mar, submarino y ultramarino siempre, me atrapó de entrada, hasta en sueños: Niño prodigio, una vez yo fui al circo del mar. Un pez todo de perfil y de esgrima tan fatal que en su espada se mellaban las mil espadas del mar. Y vaya se hacían cosas de mirar y de pasmar con su galope sin eco los caballitos del mar, con su relincho que nadie, nadie, nadie oyó jamás. ¡Para eso las caracolas tocan la murga del mar! Mi maravillamiento creció cuando me anoticié que los peces del gran [fondo no tropiezan contra la tiniebla porque el abismo los tatúa de luz. Amé los árboles, entre tantos motivos porque los he visto poner a raya el avance de las arenas del desierto como los perros detienen al león; pero sobre todo porque son el hogar de los pájaros. Creo con los griegos que el buho, que perfora la oscuridad, no es símbolo indigno de la sabiduría, y creo con Thoreau que el servicio de pompas fúnebres a cargo de los cuervos es más respetable que el de los funebreros tonsurados o intonsos, porque devorando la podredumbre el cuervo es agente de purificación o redención y no al revés. Pero quien habla de aves habla sobre todo de pájaros, esos favoritos de la luz por el esplendor de sus formas y plumajes, o la claridad matinal de su alegría y su canto. (Aun durmiendo con la cabeza metida debajo de un ala, el pájaro pía de tarde en tarde soñando con la aurora.) Apenas hay adjetivos de ponderación para el picaflor que vive chacoteándose con la luz y robándoles besos a las corolas, o para el loro que trajo de contrabando a la zoología el verde de los bosques, o para la paloma que inventó el beso y alisa con su pico su reposo y sus alas. Que nuestro pájaro hornero haya inventado miles de siglos antes que el hombre la bóveda y el rascacielo es una prueba entre tantas de que hay en la Naturaleza una inteligencia mayor y anterior y que la nuestra es parte integrante de ella y no se distancia de la del animal en esencia, sino en modo y grado. ¿Y qué decir de aquellos en quienes el firmamento se hace canto? La burocracia de santos y ángeles bobalicones me invitó al bosque desde niño, pero el coro de los pájaros cantores me pareció siempre el coro celeste de la tierra y el cielo. Nunca olvidemos que cuando el hombre de los árboles o las grutas no usaba más idioma que el gruñido, los pájaros ya habían inventado la música, o sea, habían abierto la primera ventana sobre lo que después devendría los cielos sonoros de los Mozart y Beethoven. 14


Pienso que los hombres, trabados por los crucifijos, los negocios y las máquinas, los Santos Lugares y todos los lugares comunes, se han salido casi del todo, del camino de la naturaleza, viviendo, no los sueños reales de la belleza y el amor, sino sus pesadillas. El viejo Adán vive exterior e interiormente tan enjaulado como los hijos del bosque secuestrados por él. Retrocede ante su propio futuro con un miedo tan antiguo como la noche y el llanto. Ha salido de la jungla de lianas y garras para meterse en la de cemento y ruedas, volviéndose un pelele de sus propias máquinas. Produce ahora todo lo que precisa, y ya no hay necesidad de explotación y usura, pero vive en la miseria y la negación, refugiándose en horóscopos, hostias o mesas espiritistas, sometido todavía a las castas parasitarias que han inventado la caza del hombre y la caza del dividendo. Pero el hombre matinal y edénico no ha muerto del todo. Cuando algún día consiga desalienarse de sus expropiaciones y monedas y rompa sus mitos y sus rejas, recobrará su libertad —más válida que todos los paraísos— y la armonía consigo mismo, con el prójimo y la naturaleza. Entonces advertirá que la gran poesía es la que se vive, no la que se escribe, y sabrá, como los pájaros, que de algún modo el cielo puede hospedarse más en nuestras almas que en nuestros ojos. L. F.

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EL PÁJARO Y LA JAULA



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Como los demás niños tienen la pasión de los juguetes tradicionales —trompo, bolitas, pandorgas, soldaditos de plomo— o la de los juguetes favoritos de hoy —mecanos, automóviles, pistolas o ametralladoras, cuentitos ilustradamente policiales o televisión—, yo tenía la pasión de los cachorros de perro, o de gato, o de lo que fuera, pero sobre todo la de los pájaros. Eso, cuando era niño, pero aún sigo siéndolo en gran parte, y hasta pienso sin rubor que el hombre que no ha salvado un poco de infancia en el fondo de su corazón y su fantasía, ha dejado secar su raíz más viviente. Yo siento que son tres las enseñanzas que la diáfana sabiduría de los pájaros intenta comunicarnos: que el cantar es más importante que el yantar; que el gozo de la vida vale más que la inmortalidad, y que las libres alas M pájaro son apenas un comienzo de las que el hombre lleva en su espíritu. ¡Ah, los pájaros! Que son las criaturas mimadas de la belleza, y más criollas del cielo que de la tierra, no puede dudarse. También es obvio que sin pájaros, es decir, sin alas y sin trinos, la vida sería terrenamente impoética. Un bosque sin pájaros sería algo peor que una ciudad devastada por el cólera. ¡Ah, los pájaros! Qué albricias para nuestros ojos y para nuestros oídos y sobre todo para nuestro corazón. Ellos sí que saben el menosprecio exacto de la tristeza, del fastidio y la muerte. Para ellos sí que la vida merece ser vivida como una embriaguez iluminada. ¿Que hay gentes que olvidan o menosprecian a los niños y a los pájaros y prefieren enamorarse del dinero? (Sí, gentes que huelen a tumba abandonada aunque se bañen en perfumes.) Si pudiéramos imitar a los pájaros, volviendo hacia la naturaleza, sin abdicar nuestro camino hacia adelante, porque la naturaleza es también espíritu, y si nosotros lo olvidamos, perdiendo nuestra salud y nuestra inocencia, nuestra alma misma puede perderse! Hay quienes piensan o creen que las causas definidoras del hechizo de los pájaros está en la variedad y esplendor de sus colores. Pero no es así. No. Colores tan prestigiosos como los suyos se ven en muchos animales —peces, insectos, serpientes y aún mamíferos— y desde luego en las flores y las piedras y los metales. ¿Pero qué es el lujo de éstos junto al del martín pescador o el loro, que llevan en su vestimenta los colores del bosque, el remanso y el sol? ¿Y golondrinas azules de tanto vuelo y cielo? Tal vez el don de sentir la belleza ferviente de las cosas era en mí más honda que en los otros niños o tal vez era ligeramente enfermizo. La vista y la fragancia del alfalfar en flor —el matiz verde o morado de los huevos de la perdiz—, el alba devolviendo sus colores, su voz y su vuelo a los pájaros y dinamizándolos de alegría —el canto profético del gallo en la noche, o bien en el amanecer cuando su cresta se empurpuraba junto con la de los montes—, los rosales silvestres cubriendo en octubre los setos con un color y un olor que eran como una doble invitación a la dicha —el relincho del caballo que 19


parecía volver más verdes los pastos y más azules los cielos y los cerros—, la descalcez rítmica del pisador de uva en el lagar y la turbia rojura del mosto con su relente más dulce que su sabor, y tantas cosas más por ese estilo, que hacían sentirme, sin que me diera cuenta, una especie de millonario de hermosuras. . . Los rezos no, y menos la iglesia con sus misas y sermones y su inmovilidad arrodillada, cosas no sólo fastidiosas, sino ligeramente fúnebres. La escuela tampoco me satisfacía del todo, aunque no era lo mismo, pues no todo lo que allí se enseñaba me resultaba aburrido o absurdo. Sólo había deletreado unos cuantos libros de cuentos, pero escuchaba sin perder sílaba, en las noches de invierno, junto a la estufa, las narraciones de un tío novelero y minucioso. Soñaba en cosas remotas y tal vez mágicas. En el Brasil, en que un sol inmenso maduraba frutas desconocidas a la vuelta del año y en que el pájaro tucán volaba a remolque de su pico; en los desiertos, en que la arena y el sol se parecían a la muerte, cruzados por el camello con su invisible aljibe a cuestas; en tos polos custodiados por las ballenas y los témpanos, y en nuestra Mesopotamia en que el viento cabalgaba en nubes., ríos y gaviotas. Pero, entre todas las cosas vistas o soñadas, los pájaros eran mi desvelo. Podían bajar a picotear en mi alma, tanto la tendía hacia ellos. Y como el picaflor, que duda entre dos corolas, dudaba yo en la elección de mi pájaro favorito. ¿Cómo decidirse? ¿Qué era la piedra llamada esmeralda junto a la esmeralda viva del picaflor que además era una recapitulación de las otras gemas, el picaflor, novio de todas las corolas? Otro hechizo, y no menor a ninguno, tenían los pájaros y era el de sus nidos y sus huevos. Un día, con los años, aprendí que cuando el hombre se albergaba en las ramas de los árboles o en las cuevas de las fieras, las aves habían ya inventado el arte de construir sus casas, a veces con un ingenio y primor que todavía asombran y situándolos en la rama más allegada al cielo para evitar la visita de los peatones. En cuanto al pájaro hornero, había inventado no sólo la arquitectura sino el rascacielo. El nido que denotaba en algunos casos un ingenio casi heroico o brujo, encerraba siempre un largo poema de ternura en dos o más píldoras. Desde el artístico nido de muchas avecillas menores, al enorme y desparpajado nido del carancho formado de palitroques, huesos de oveja, tallos de hierba, pedazos de cuero, todo mal forrado de lana, o el nido del cachalote, monumental parva de ramas espinosas tan bien trabada que podría aguantar el peso de un hombre. ¡Y qué gracia misteriosa y como sagrada la de sus huevos! El nido del pájaro no es un estuche ni sus huevos son perlas sino algo infinitamente superior: cápsulas de vida, eslabones de una cadena de inmortalidad. La forma y el tamaño, la tibieza y pulidez de los huevecillos de un blanco azulino de leche descremada, o de un blanco opaco, o un blanco marmóreo con manchas o pintas de color! Los del hornero, críspidos de blanco en fondo rosa. Los del zorzal anidado en las viñas, tan variados de tamaño y color como las uvas. Los del benteveo, cinco huevos largos y puntiagudos con una salpicadura de color chocolate en el extremo más ancho. Los huevos blancos y casi redondos de la lechuza. Los del carancho, tamaños como los del pavo y salpicados de sangre. Los del ñandú, como destinados para una tortilla de ogro. Los del picaflor, más amorosos que las perlas de mejor oriente. 20


Pero hay tres cosas en que el pájaro no sólo planea por encima de todo lo que vive, sino que resulta inimitable: su vuelo, su canto y, tejida a ellos, su intensa e inmaculada alegría de vivir. Los mamíferos tienen el cuerpo sobrado de agua; los pájaros parejamente saturado de agua y aire. La energía vital que acumula en sí el pájaro es tanta que la carrera no sería suficiente para descargarla y precisa del vuelo, y queda todavía un sobrante que podría sofocarlo si no se le escapase por el pico en forma de música. Se me dirá que el hombre de hoy puede volar más alto y más rápido que los pájaros. Pero no es así. El que vuela es el avión —no el piloto encarcelado adentro—, como el que galopa es el caballo, no el jinete. El vuelo del pájaro es el más profundo y vivo de los movimientos posibles: una embriaguez de aire y espacio, o sea, de cielo: la forma más pura de la gloria mayor de este mundo, la libertad. Se me dirá también que la música humana es quizá la más alta creación de la especie, y que a su lado el canto de los mejores melodistas alados es apenas un balbuceo de niño. Sin duda, sólo que la música de los Palestrina, Beethoven, o Stravinsky es suya tanto como del órgano, el oboe, el violín o el piano, mientras que el pájaro es él mismo instrumento viviente de su propia música, ejecutada así, pulsando su propio cuerpo y alma: por eso encuentra correspondencia directa e inmediata, más que con nuestro tímpano, con nuestro respiro y latido. Para el hombre no disminuido por los artificios, todo ruido de la naturaleza es una incitación fruitiva, desde el trueno al rumor de la brisa, desde el gorgorito de la rana que aumenta el claror del remanso, al relincho que refresca el verde de la pradera. Aun sin su música, les bastaría a los pájaros su condición de criaturas las más vívidas de la tierra, para que su voz repercutiese en nuestro espíritu como en su natural caja de resonancia, es decir, para que nos contagiara su alegría. El breve canto del pájaro, infinito de claridad, frescura y pureza, es un llamado de la primera mañana del edén, es decir, de los días en que el hombre estaba en la Naturaleza y ella en él como en el espejo mutuo de los enamorados. Los tordos, impedidos de comer en los días lloviznosos, cantan todo el día para capear el hambre un canto que comienza con un sonido gutural y termina en un tintineo líquido, como una garúa de melodía. El arrorró de la torcaza, que arrulla el sueño del bosque en la siesta, es como el intento de traducir en música el llanto humano. ¿Y la calandria? Cuando ella comienza su concierto, el silencio es como el girasol de su canto innumerable. Instintivamente el niño de nueve años que yo era había sospechado acaso que toda crueldad infantil significaba una forma de fealdad y estupidez a un tiempo. Con los años el matador de pájaros llegó a parecerme algo igual o peor que Herodes degollador de inocentes. Ahora me parece que ése es también el caso del ornitólogo o del amante de la Naturaleza, que asesina preferentemente a los más bellos pájaros —el más paradisíaco ornamento del mundo— para ofrecerlos al deleitamiento fúnebre de los feligreses del museo! (Ni decir que entre el pájaro vivo y libre y el embalsamado hay más distancia que la que media entre el faraón Sesostris, conquistador infatigable, y su momia resucitada cuarenta y tres siglos más tarde.) Y ya está dicho de los propietarios de jaulas, que embalsaman al pájaro sin quitarle la vida. . En un alarde parejo de miopía y mezquindad, el campesino odia y persigue a los pájaros, olvidando beatamente no sólo que ellos tienen también 21


derecho al banquete del mundo, sino que por unas frutas que pican o un puñado de semillas que comen, destruyen millones de insectos y larvas, tanto que si ellos desapareciesen "todo verdor perecería" sobre la tierra. Así ocurre que cuanto más próximo de los hombres se halla un árbol se ve menos limpio de insectos. Un tratado de paz con los pájaros significaría, para ambas partes, la recuperación de un pedazo de edén. Serían nuestros jardineros oficiales y gratuitos, los ángeles guardianes de nuestros huertos. No hablemos de los devoradores de pájaros, de mirlos con arroz o alondras con polenta. No son mejores los que profesan amor a los pájaros y se lo muestran reemplazándoles el bosque y el cielo por el estuche llamado jaula. El pájaro no rehúye el claro sendero que va de su alma a la nuestra. Pero nosotros preferimos el torcido sendero de la traición y el asesinato. Si no lo matamos hacemos algo peor: lo encarcelamos para siempre. Es posible que a muchos regocije el canto del pájaro enjaulado —el hombre tiene la vocación de lo fúnebre—, pero a mí me eriferma el sólo pensar en la pérdida de la ilimitada libertad del cantor, de su desenfrenado vagar de gitano del aire y el bosque, en su ex felicidad de vuelo y cielo. El hombre ha inventado los invernáculos, los floreros, las flores de papel y las alfombras, todo en el intento de reemplazar o desplazar a la primavera y sus inmortales instantes. Pero ha hecho algo infinitamente peor, ha inventado la jaula. Es decir, al ser más libre de la Tierra le ha suplantado el bosque y el cielo por unos cuantos jemes de alambre tejido. Carcelero de sí y del prójimo, el hombre lleva ruido de cadenas hasta en su paso y su risa. No nos extrañe que haya caído en el peor de los crímenes de lesa naturaleza: encarcelar al más libre de sus hijos, al más íntimo de los mensajeros enviado por ella hasta la ventana de nuestra alma. ¿Alguien extrañará mi confesión? A lo largo de los años adultos, nunca he podido dar con pájaros enjaulados, y hasta con meras jaulas, sin que una mano de sombra y de hielo me estrechase el corazón, y cuando en una mañana desbordada de luz, en una calle ciudadana, paso junto a uno de esos aciagos negocios que medran con la venta de pájaros, o advierto recorriendo la calzada, sobre un triciclo, un jaulón atestado de avecillas ofrecidas en venta, se me nubla el día como si entrara en un lazareto o una cárcel. Con los años aprendí que el miedo de los pájaros a nuestra augusta y vertical presencia es fruto de un amargo aprendizaje. Ellos, que se asientan en la cruz del toro, el lomo del caballo o la nariz del hipopótamo, saben bien que bicho peor que el gato o el halcón es ese mamífero que camina en dos pies. No le valen mucho al pájaro sus tretas para defenderse del mono sabio. Sin embargo en mi niñez me entusiasmaba hasta el júbilo y el grito la bendita astucia del pájaro con pichones o huevos que vuela con convincentes simulacros de impotencia o chillidos de dolor —o se queda en la rama con la cola y las alas caídas de cansancio y el pico abierto de asma—, o brinca desgarbadamente de rama, o se deja caer al suelo y se alza con desesperación pronto a sucumbir. En el comienzo fue el pájaro y siempre lo será. Un bosque o un soto sin vuelos y revuelos y gorjeos es como una ciudad visitada por el cólera o un cementerio pintado de verde. Los pájaros puntean a toda hora su alma tensa con sus plectros, digo con sus picos siempre húmedos de aurora. Gracias a sus alas la tierra ha colonizado el cielo. (El albatros duerme en su vuelo sobre las sábanas tendidas

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de sus alas.) Gracias a su canto y su alegría, el cielo entra menos por los ojos que por los oídos a nuestra alma. El crespín, la tórtola, el urutaú, el kakuy, el tero, el chajá son onomatopeyas con alas. El cardenal y el picamaderos llevan gorro frigio sin duda como una protesta contra esa amputación del vuelo y de la libertad que son las jaulas y las rejas. El lirismo de muchos pájaros es el mismo, aunque más espontáneo, que los hombres buscan traducir en el pentagrama o el verso. El de la calandria es tan rico que da la ilusión de que el arcoiris sonara. Dejé de matar pájaros a hondazos y en verdad nunca se me ocurrió robar sus huevos. Eso no. Mas bien era yo una especie de detective o inspector de nidos, para sacar sus pichones así que estuviesen en estado de no precisar a sus padres. Todo para criarlos bajo mi tutela; en mí latía, oscuro, pero irreductible, el impulso de rechazo de la jaula. Mi sensibilidad y mi imaginación —acaso no mayor que en la mayoría de los niños y los hombres— adivinaban sin esfuerzo, aunque sin advertirlo claramente, que para el pájaro, hecho al privilegio supremo de la rima del vuelo y el cielo, la jaula era peor que la cárcel de hielo del invierno o la sombra sin orillas de la muerte. Para mí era menos grato el rumor del vuelo de los ángeles en la imaginación que el de las alas de los pájaros en la realidad. Pienso ser creído sin esfuerzo si digo que acaso las más hondas penas de mi niñez tuvieron por causa la desaparición de alguno de mis pájaros, o su muerte en manos de la fatalidad, digo las zarpas de algún gato. Terminaba olvidándolo, sin embargo, con esa facilidad para prescribir el temor o el dolor propia de los pájaros, que chillan de espanto temblando como hojas al viento, bajo el vuelo del halcón, para cantar y juguetear otra vez, como si tal cosa, apenas pasado el peligro. Sólo que hubo una excepción memorable. La de un zorzal, criado suelto, naturalmente, y apenas puesto en jaula por la noche. Había terminado domesticándose no sólo resignado a su suerte, sino contento con ella, al parecer. . Desnichado en verano, había llegado a la adultez bajo el benigno y vendimia¡ otoño aguantando bien al invierno que vino. No llegó a cantar propiamente —porque no era la estación propicia o porque en general, los pájaros aprenden el canto por contagio de sus padres—, pero valía por la mejor música su trasparente silbido de alborozo, sobre todo a la vista de su bocado favorito: las pasas de uva. Así llegó la primavera. Su silbido —creí notarlo— aumentó en fuerza y volumen. Su vivacidad pareció crecer como la llama atizada. Por precaución y para no recortarle las alas, le até un hilo, sujeto a una de sus canillas por una correhuela, que se quitaba en la noche. En realidad, eso se hacía más por no despreciar el consejo de un mayor que por desconfianza mía en mi prisionero, al que nunca llegué a considerar tal. ¿No era, en efecto, un miembro de la familia con nombre propio y todo? El Negro volaba del patio a la cocina o el comedor, y a cualquiera de los árboles cercanos, con preferencia a un chañar florecido, donde su negro bulto contrastaba con el amarillo glorioso. Hasta que un día el Negro desapareció de la jaula y de la casa. ¿Se trataría de un descuido en el cierre de la jaula y el pobrecito habría caído en la boca de alguno de nuestros gatos? ¿O se trataría de una fuga voluntaria y deliberada? Ambas suposiciones me cortaban el resuello. . . Durante dos días, 23


mañana y tarde, lo busqué por la quinta de la casa y por las arboledas y viñas de los contornos, minuciosamente, como quien busca una moneda caída en el polvo del camino. Todo fue inútil. Hasta que en la madrugada del tercer día. Pero antes es preciso decir que pocas veces, sin duda, se dio contraste más hondo entre la sombría pesadumbre de un corazón y la sonrisa iluminada del amanecer. Era aquélla la más diáfana mañana del mundo. Los árboles con su misterioso lenguaje de dioses barbudos. El doble murmullo de frescura de los sauces y del agua que corría a sus pies. La madreselva invisible de los perfumes y los paraísos azules de la lontananza de cerros y cielos. El aire tan limpio, que tal vez yo contenía el aliento por temor de empañarlo. Aquel nogal, tan inmenso, que a su sombra podría acampar una tribu entera. Y ese olor a fertilidad que inspiraba el corazón de todos, sin duda, bestia, hombre o pájaro. Había tanto verde que estaba desbordando sobre el cielo y el río distantes. Ah, tal vez las verdades más vivientes del mundo sólo pueden ser reveladas por la belleza. Y yo estaba envuelto, empapado por la primavera, que rima la savia de la tierra y la sangre del hombre. ¿Quién ha dicho que el edén esté cerrado? En mi inmaculada ignorancia yo sentía de algún modo que la ciencia viva colgaba aún de las ramas de los árboles. ¡El canto de los pájaros! Yo había advertido quizá que en algunos de ellos la necesidad de canto era tan imperiosa que cantaban hasta el dintel de la noche, y aún bajo la llovizna, como si obedeciesen a un impulso más irresistible que el del hambre mismo. ¡Qué variedad de voces la de esa mañana! Desde la que recordaba el ímpetu de un chorro que brinca hacia lo alto bañándose de sol —el zorzal, la calandria— o un hilo de agua entre guijarros —los tordos, los mistos— hasta las innumerables que evocaban el eco de instrumentos conocidos —flautín, triángulo, castañuelas—, aunque ejecutados por hadas o duendes. Cuando al fin se fue recobrando el silencio oí todavía la voz de una calandria. Y me pareció que los demás pájaros escuchaban con asombro y delicia su propia voz transfigurada en la ejecución de la virtuosa mima. Se trataba del canto de los pájaros libres en su árbol y su bosque, es decir, rodeado de las tres profundidades que él precisa: soledad, silencio y altura arbórea o aérea. Y sobre todo era la aurora, la hora sagrada. Porque el canto del pájaro es hijo de la luz, es tal vez la luz hecha sonido. Sí, yo estaba, todo ojos y oídos, volcado sobre el vuelo y el canto de los pájaros, pero con el corazón oscurecido por la pena como un agua encenagada. Los benteveos con sus pechos y sus gritos de sol. La cristalería desmenuzada de los chingolitos, apeándose vuelta a vuelta sobre el suelo, y el relámpago zumbante del picaflor que nunca se digna tocar el polvo ni la hierba. Los tordos —parduscas las hembras, negriazules los machos— con su canto tan fino que calaba como una llovizna. . . A ratos, en algún resquicio de silencio, me llegaba el arrullo de alguna tórtola, semejante al arrorró con que las madres indias adormecen a sus hijos. Todo eso era infatigablemente hermoso y removía lo que hay de aéreo y celeste en nosotros, los seres sin alas. Pero yo apenas lo veía y oía, o mejor, lo sentía como en sueños, con toda mi atención y mi ansia comprometidas por un detalle solo: la esperanza de reconocer el silbo del Negro entre el silbo de los otros zorzales, aun sospechando ya que eso no era fácil. 24


Hasta que la sorpresa vino por donde no esperaba. Dos pájaros acababan de posarse en un duraznero cercano, bien al alcance de mi vista. Dos zorzales. . . ¿Qué? Uno era él, sin un asomo de duda, como lo decía la correíta ceñida a una de sus rojizas patas. Sobre la delgada ramilla en que aún se balanceaba un poco, el Negro alzó la cola y silbó su largo y transparente trino que sentí menos en mis oídos que en mi corazón. No dudé que me reconocía y que aquél era su saludo y su llamado amigo, y que esperaba —¡cómo no!— que me le acercara. No perdí tiempo en hacerlo, claro está, cuando advertí que el corazón se me paraba en seco. Casi a la par de su compañero acababa de alzar el vuelo, con otro largo silbo que me pareció de burla, y rayando oscuramente el clarísimo azul, fueron ambos a perderse en la arboleda de enfrente. Todo el invierno del mundo cayó de golpe sobre mi corazón. Pensé que debió ser cosa del diablo, ese hijo de los tizones y las tinieblas. Creo que por un momento empecé a morir. Apenas si advertí la barra del amanecer coloreando aún detrás de la alameda. Tal vez vi un álamo aislado viajando tembloroso hacia el cielo, y el oro en borlas de los paraísos, o las palas espinudas de un tunal, y entre ambos un redondo horno de barro plagiado del hornero con alas. Pero ya no tenía ojos ni oídos sino para los pájaros. Una banda azul rayada de pardo de los tordos volando diagonalmente. Dos tijeretas queriendo tusar la crin de un tamarindo. Todo para sentir de pronto que entre cielo y tierra había un hueco sin fondo: la ausencia del Negro. El contraste entre la unánime hermosura y alegría de la tierra y mi desolación era demasiado profundo. Tal vez nunca me sentí más solo. Cerrados los corazones y los cielos. ¿Una pena irrestañable? La lección fue asaz dolorosa, pero terminé aprendiéndola con los días, digo con los años. El pájaro cautivo, ya sin vuelo, esto es, sin libertad ni alegría, no es pájaro. La jaula es el invento fúnebre por excelencia. Mientras existan cerrojos y barrotes para los cuerpos o para las almas, ni el pájaro ni el hombre podrán alzarse hasta su propio cielo. Pero un día las jaulas y la aurora se abrirán para todos.

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EL ZORRITO



-1— Creo que una de las más fáciles propensiones del hombre es la de la calumnia. Los señores feudales, desocupados vitalicios, se llamaron a sí mismos nobles, resumiendo en esta palabra las más doradas cualidades, y a la palabra villano, nombre del pobre y laborioso habitante de las villas, la convirtieron en sinónimo de grosero, cobarde e indigno. Los historiadores palaciegos u oficiales han calumniado siempre a las masas, los pueblos explotadores a los explotados, las suegras a los yernos y viceversa. Ninguna de tales calumnias iguala, sin embargo, a la perpetrada por el hombre con los animales. Estos, que no pueden contestar a tal ofensiva, están en la situación del candidato a la horca a quien se le ligan las dos manos para que no pueda batirse con la cuerda perpendicular. El hombre se ha declarado no sólo concesionario exclusivo de la razón, chispa de la Razón divina, sino propietario de un alma inmortal. ¿Que al animal se le concede una razón bajuna y un alma caediza como hoja de higuera? No, ni siquiera eso. El animal no tiene alma y apenas si cuenta con algo sombrío y subterráneo llamado instinto. (Ya veremos lo que parece haber de verdad al respecto.) Como los animales no tienen defensor de pobres y ausentes, al hombre la calumnia contra ellos le sale tan barata como al empresario de pompas fúnebres su sepelio. Entre todos ninguno más agredido por la maledicencia que el zorro. Se descuenta que Juan Bellaco es una panoplia de bribonadas y menguas. Se lo supone capaz de zafarse de cualquier calabozo sin abrir la puerta ni la ventana. Y que es tan glotón como un buitre o un prior de convento, puesto que llega a manducar con fruición hasta una ojota jubilada, olvidando que su huelga de hambre no es voluntaria. ¿Por qué ha de perder sus mañas con los años si es cuando más las precisa? Viejo y medio gotoso ¿qué quieren que haga si la gota es peor que un aguacero de invierno? El hombre tiene asentado que entre zorro y picardía media esa relación que hay entre pelirrojo y pecas; que el zorro está erizado de fraudes como el puerco espín de espinas. . . Creo que tal dogma padece de exageración, cuando menos. ¿Por qué el zorro ha de ser el más perdulario de los prójimos de este mundo? ¿Puede el hombre tirarle la primera piedra? Entre tanto suele olvidarse de poner siquiera unos adarmes en el otro platillo de la balanza. Primera justicia al mérito: su remilgado olfato lo ubica a leguas de tipos como el perro o el cuervo para quienes la carroña huele a nardos. Segunda: su porte es más aristocrático que el del perro y el lobo, sin contar su personalidad, tan bien perfilada como su hocico. El lobo caza en comandita, pero él lo hace individualmente porque tiene sobrada fe en sí mismo. Como ciertos calvos que tienen el cuero cabelludo en la cara, él pone la pompa de su elegancia en la cola, todo lo cual no le impide cortársela de un tarascón cuando así logra divorciarse de la trampa, aunque sabe que zorro rabón casi deja de ser zorro, como el charro sin sombrero deja de ser mejicano. 29


Aquí está la virtud prócer de nuestro personaje. El tiene ese quid de que carecen las ovejas, los perros y tantos millones de representantes de la fauna bautizada: un incorruptible espíritu de independencia y más amor a su libertad que a su vida y a su cola. No se diga que es moco de pavo. Todo lo anterior no pretende que la mala fama del zorro sea gratuita, ni mucho menos. Uno de mis amigos sostiene que el zorro tiene tantas mañas como un tahur y más ingenio que toda una academia de letras o una junta numismática. Bueno, en lo de hacerse el difunto, ya lo sabemos, es el sumc pontífice. Como sabe que un perro de buenas canillas puede taparle el rastro, sabe también cómo equilibrar la desventaja: manejando su cola como el mejor timonel su timón se permite giros tan oportunos que, mientras los perros pasan rectilíneamente de largo, se da tiempo, en hartas ocasiones, de sumir el bulto en la cueva salvadora. Los campesinos, tal como hacen los historiadores con sus héroes favoritos, le cuelgan al zorro mil y una hazañas, muchas de las cuales —las más hermosas— deben ser mentiras. Pero es un zoólogo de hoy quien cuenta que el zorro llega a imitar el balido de la cabra o de la oveja como recurso de última instancia para descarriar a alguna prójima incauta. Y otro naturalista relata el caso en que un zorro seguido de perros se dio de narices con un tren de carga que marchaba sin prisa ni demora sobre sus rieles. Al prófugo le quedaban sólo tres caminos: esperar el paso del tren, intentar el cruce por debajo de él o costear la vía; como ninguno era aconsejable, tomó un cuarto como quien busca la cuarta dimensión: saltó sobre una de las chatas y siguió viajando de polizón agazapado entre un montón de troncos. Cuando llegaron los chuchos se dieron con que el sabroso olor a zorro se cortaba de golpe, como si se hubiera subido al cielo al modo de los caranchos o de los ángeles. Los perros discutieron un buen rato con idas y vueltas y olfateos y ladridos y al fin se quedaron con la lengua colgando. Se dirá que el mero ingenio no es una recomendación de buena conducta. Pero en tren de estricta justicia no debe olvidarse que si el zorro no fomenta la ganadería, es un honrado servidor de la agricultura ya que devora sin remilgos ratones, ratas y conejos, y si su despensa está vacía se banquetea con langostas como si fueran langostinos, imitando a San Juan Bautista en el desierto. ¿Que la mitad del alma del zorro es del diablo y la otra mitad no es de los ángeles? Aceptemos. Pero qué culpa tiene él de poner en juego todos los recursos que Dios le ha dado, amén de los que agregó por su cuenta, para defenderse del hambre? Y aceptemos de paso que para el que tiene hambre, el estómago es el órgano capital, es decir, cerebral. Las honradas gentes del pueblo han tenido en general frente al zorro una actitud justa celebrándolo cuando maneja su ingenio contra la fuerza prepotente, y poniéndolo en la berlina cuando intenta burlarse de los que él tiene por simples. En nuestro folklore, al menos, el zorro figura en una cáfila de aventuras en que su magín, más agudo que su hocico, triunfa sobre la prepotencia roma del tigre, su tío. Entre tantas consejas populares sobre el zorro, sólo quien recuerda aquí la que lo presenta como lo que es casi siempre: como un honrado y denodado padre de familia. En efecto, se trata en este caso de un pobre zorro que tiene una escalera de hijos tan larga como para subir al cielo, pero que a él lo deja 30


en pleno purgatorio, pues tiene que sacar, sea de donde fuere, el bocado de cada día para los suyos, en tiempos tan ásperos como arrope con hormigas. Para mejor, la dama, su mujer, no permite que sus hijos mayores, ya de bozo incipiente, colaboren en la provisión de la despensa familiar alegando que son aún muy niños: —Pero, hombre sin hiel, quieres hacer trabajar a esas criaturas! Ni decir que la opinión de los muchachones coincide benditamente con la de la mamita. Juan, el padre, agacha la cabeza y se reduce a murmurar. —Está bien, hijitos, disfruten del descanso bien ganado, pero rueguen a tata Dios que no llegue el día de la polvareda! —Qué querrá decir tatita con ese retintín? —pregunta uno de los herederos. —Macana del viejo, che —opina el mayor—, ustedes saben que con los años la gente se vuelve puro consejos y manías. Y el pobre Juan sigue con su cruz sin Irineo arriesgando hasta en pleno día su viejo cuero a los perdigones de la escopeta y los colmillos de los galgos. Hasta que una tardecita, mientras los zorritos descansan frente a la covacha hogareña, avistan de pronto a cierta distancia una espesa polvareda que entre vueltas y revueltas crece y se aproxima,. - . de perros que vienen ya cosquilleándole los garrones, un zorro viejo que grita con voz entrecortada por el asma de la fatiga y la angustia: —Hijitos, llegó el día de la polvareda! —2— Los perros de un vecino que vivía al pie del cerro descubrieron cierto día que una zorra había elegido para hogar un huraco bien disimulado debajo de una peña. Los canes no tardaron en dar cuenta de ella y de sus hijos. Uno fue salvado sin embargo y a los pocos días, llegó a mi poder en calidad de regalo inapreciable. Así lo consideré yo, al menos, en rotunda divergencia con el criterio de mi madre y algunos asesores oficiosos, todos empeñados en convencerme de que el zorro, amén de ser un sujeto profesionalmente dañino, era herejemente indomesticable, es decir, no reconocía ningún favor recibido y terminaba devolviendo cizaña por trigo, digo, mal por bien. ¿Domesticar un zorro? Era cultivar espinas. Sólo un chico medio loco podía tener semejante ocurrencia. El zorro no ha nacido para jaula y la casa del hombre es jaula para él. Pienso ahora que yo en muchacho no era un aprendiz de loco, pero reconozco que cultivaba algunas de sus monomanías y porfías. El hecho fue que a fuerza de ruegos y promesas obtuve permiso para probar suerte por cuatro o cinco días. Durante ellos el zorrito, que yo mantenía sujeto con una cuerda del cogote, no dio muestras de apegarse a nadie en lo más mínimo y ni siquiera aceptaba caricias. Manteníase a la defensiva, en efecto. A la menor aproximación erizaba el lomo y mostraba convincentemente, entre gruñidos, sus colmillos de aguja. En los momentos en que despachaba a toda prisa un zoquete de carne, era prudente no arrimársele demasiado. Todo lo cual no impedía que la gracia de su figura y sus movimientos ejerciera una irresistible atracción y creo que no sólo sobre mí. Naturalmente con la sola excepción de las aves del corral; 31


el día que se los mostré a las gallinas pusieron el grito en el cielo, pero él se mostró desdeñosamente insensible al escándalo. El permiso que yo obtuviera caducaba al quinto día, pero la verdad es que no hubo necesidad de prórroga. Al cuarto día, en efecto, el pensionista había conseguido cortar la soga mascándola y mandándose mudar con el adiós en el bolsillo. Como en el pueblo había más perros que niños no dudé de que caería víctima de ellos y lamenté amargamente la mala cabeza del prófugo. Ni decir que, pese a ello, y siempre con un resto de esperanza, yo inicié afanosamente y en la medida de mis posibles, su búsqueda, aunque sin conseguir noticias ni rastros. Fuerza fue resignarse. Pasó un tiempo —entiendo que muy corto— cuando comenzaron a circular noticias cada vez más frecuentes sobre desaparición de pollos y gallinas, y hasta de una gallineta que serruchaba los oídos del vecindario con su grito intermitente. Se llegó a la conclusión de que debía tratarse de un ratero muy fino —forastero sin duda y probablemente chileno— que por cierto trabajaría en la sombra y soledad de la noche. Algunos vecinos montaron guardia a deshora, o encerraron un perro en el gallinero o 'lo ataron del tronco del árbol que suele hacer de dormitorio de las gallinas. Todo fue inútil. La diligencia policial por cuenta de un gendarme tuerto, pero armado de chafarote y rebenque, resultó también ociosa. Hasta que un día, por puro azar —o mejor, por agencia de unos muchachos, de esos que suelen vendimiar cuando el dueño de la viña duerme la siesta— se dio con el cuatrero. Había en la vecindad un viejo viñedo poco menos que abandonado. Su dueño había muerto hacía años, y el encargado provisorio, que encargaba a sus burros la poda de las vides, se reducía a cuidar el cerco. Al¡! prosperaba como en tierra prometida, toda clase de maleza —desde la rastrera roseta al empingorotado chañar—, que abrazaba amorosamente a los pámpanos de las vides sobrevivientes, formando una selva más o menos virgen e inviolable. Pues bien, allí había sentado sus reales nuestro zorrito y desde allí favorecía a la redonda con sus incursiones a todas las fincas de la vecindad, ajusticiando a toda pollona andariega y casquivana que se alejaba demasiado del patio casero o a la pata y su cauda de patitos unidos como por un hilo de agua, que iban a chapuzar en el bebedero próximo. Su hora bendita era la siesta. Dormía a pierna suelta en la noche, mientras los gallos dialogaban con el sol a través de la tiniebla, o en el alba, mientras la luz chismeaba con los pájaros. El joven cazador hallábase en muy buenas carnes y mejor pelaje y no tenía al parecer intenciones de mudar de residencia ni de barrio. Hablase instalado tan estratégicamente como el aduanero en su aduana o la lombriz solitaria en el lugar que ella no cambiaría por ningún otro del paraíso.

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EL PERRO DE MI AMIGO



Lo menos que puede decirse es que los animales (que el Adán de la prehistoria fue domesticando) lo ayudaron a salir del salvajismo, es decir, a civilizarse. Qué hubiera sido de él sin la oveja y la cabra, que le dieron la gorda limosna de su leche y de su piel y su lana con las que inició la hilandería y la sastrería; y el gallo, que le enseñó a medir las horas de la noche; y el buey, que lo ascendió a labriego; y el caballo, que ascendió a caballero humillador de distancias al peatón apegado al suelo como el lagarto o el ciervo. Aquí en familia, confesemos que, propiamente hablando, el hombre apenas inventó algo. Se limitó a mejorar lo hecho por otros. No es poco, pero bueno es saber que cuando él se apeó en el mundo, ya la araña hilandera había inventado la tela; el puerco espín, los alfileres; el castor, la ingeniería hidráulica; el hornero, la arquitectura; la víbora, la aguja de inyección; el gimnoto, la pila eléctrica. Todo esto sin olvidar que el primer espadachín fue el pez espada. Pero hay algo no menos importante o más. Es frecuente hablar de la impasibilidad de la naturaleza, pero apenas se recuerda que la yegua y la cigüeña protegen del sol, con la sombra de sus cuerpos, a sus crías. Que la gallina afronta al perro y la tigra al fuego para defender a sus rorros; que cualquier pájaro con cría trabaja todo el día como un galeote para salvar del hambre a esos insaciables pichones. Junto a la crueldad de la naturaleza, también la ternura existe y tan innumerablemente hermosa como el parto de la lluvia en el desierto. El primero de la lista en el tiempo y el afecto fue el perro. Al domesticarlo, el hombre lo trocó en un arma defensiva y ofensiva que le permitió llegar a piezas huyentes muy fuera de su alcance. Y aun ocurrió algo mejor. Sin buscarlo, descubrió —y cultivó— en la fiera colmilluda e hirsuta, una capacidad de amor y lealtad que ni pudo sospechar siquiera y que no ha sido superada aún. El alumno inició y guió a su maestro en ese misterio de luz que fue agrandándolos por dentro. El perro lobo sólo conocía el aullido; al lado del hombre inventó el ladrido, llevado por una apasionada necesidad de comunicarse con su amo. Junto a esto, ¿nos abochorna, cuando menos, la existencia de cazadores capaces de tirar contra una hembra en preñez o en el nido? Todo eso para no recordar que el llamado tiro a la paloma demuestra que aun en nuestros días la fauna humana puede dar ejemplos de erguida brutalidad aliada a la cobardía más bajuna. Esa noche junto al fuego, en la holgada y enhollinada cocina de mi pequeña chacra conversábamos de perros con mi amigo. —Sí, dijo, el perro es bicho muy inteligente, pero hay otros que no lo son menos. Y coincidimos, en general, en que la razón animal difiere de la humana sólo en grado y sobre todo en modo, pero no en esencia, y terminamos refiriéndonos riéndonos a las muestras más salientes: desde el comportamiento de la abeja

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y el elefante, hasta el del loro que monta guardia en algún árbol para que sus compañeros saqueen los choclos a mansalva, o el más reciente del delfín que aprende a jugar con su amo y sus allegados. —Eso y muchas cosas más —arguyó mi amigo—, pero yo creo que el del perro es un caso único. El lobo, el devorador de corderos y cabras convertido en guardián del rebaño y en amigo del hombre hasta la muerte y más allá. ¿No ha oído de perros que en el desierto se dejaron morir de hambre por no abandonar el cadáver del amo?. —Sí, es conmovedor en extremo, pero ¿no hay en esa actitud un pecado de lesa independencia, de renuncia de lo más propio e intimo, para ser lo de otro.. —Yo también he pensado más de una vez lo mismo. Pero, óigame. Ya está dicho que la inteligencia es sólo un aspecto de la sensibilidad general. ¿No parece haber cierta relación entre la inteligencia y la capacidad de sentir lo ajeno, de olvidar un poquito el feroz interés propio? —Probablemente. —Bien, yo pienso que la superioridad del perro sobre los demás animales (tal vez sin excluir al hombre) está en su riqueza emocional y afectiva. Lo que en otros apenas es un hilo de agua, en él es un torrente. Y aquí mi hombre dejó correr la abundancia de su corazón y de su imaginación. Dijo que el perro no era sólo el primer animal domesticado por el hombre sino que fue un activísimo colaborador en la lucha contra la tradición del bosque y la caverna. La oveja, la vaca, el caballo aceptan la compañía del hombre con mayor o menos indiferencia. Con el perro ocurre algo muy distinto. Protegido y cuidado interesadamente, el perro terminó por convertirse en el maestro de desinterés y de amor de su amo, dictando a lengüetazos y colazos la primera lección de verdadero amor que aparece en el mundo. ¿El amor fanático, aun en las fieras, de los padres a su prole? Sí, pero pasado apenas un año o menos esa misma madre desconoce y rechaza a sus hijos. Frente a eso está lo que puede llamarse el misterio sagrado del perro, que recibe la amistad del hombre como si en su alma oscura de lobo surgiese una revelación, como si se colmase en ella de golpe, gozosamente, un vacío de siglos. . . ¿Que al adherirse al hombre, viendo en él una especie de dios, el perro ha perdido el mejor atributo del animal de monte, su espléndida independencia? Sin duda, ya que esa actitud implica una limitación. Pero implica también un crecimiento. Como el del amante de verdad, el honor del perro está en vivir menos para sí mismo que para el ser amado. Calló un rato y lo que vino después fue algo como el ditirambo de la bondad humana. Dijo o sugirió que el hombre no era un ángel caído sino un primate levantado por la biología y la inteligencia, pero que para su verdadero erguimiento faltaba el aporte de la bondad. Y que si nuestra alma era nocturna como las raíces, la bondad se parecía al agua alumbrada en el pozo profundo saliendo de las sombras como un amanecer. La única ferocidad irracional era la impulsada por el interés o la vanidad, es decir, la del hombre. Sólo una estupidez doblada de cobardía podía explicar la actitud del que castiga a un caballo asustado o a un burro derrumbado por la fatiga. Pero que había algo peor y era la congelada indiferencia con que las clases privilegiadas y sus gobiernos echaban a la miseria y la extinción al innumerable rebaño de los desposeídos. Había un oasis superior a los del desierto y era el corazón que acoge a los corridos por la sed y la soledad del desierto humano. . 36


—La fiera de la jungla —remató mi amigo— con su egoísmo profesional y asesino, trocada en una especie de abanderado del amor, de santo de la lealtad ciega al ser amado! Nunca he podido entender ese misterio, si no es aceptando que en toda criatura existen, mitad y mitad, el impulso de agresión y el de afecto, y que si el primero domina en la bestia y en la mayoría de los hombres, puede ocurrir lo contrario si las circunstancias coadyuvan. —¿Intenta Ud. sacar una conclusión doctrinaria? —No intento, surge sola. Si la sociedad humana, como todo parece indicarlo, está ya en condiciones de liberar al hombre de su incertidumbre angustiosa, otorgándole a él y su prole un seguro contra el invierno, el hambre y la agresión —falta sólo que el verbo se haga carne— ¿por qué el lobo humano no ha de jubilar su brutalidad y su mezquindad, si ya no le hacen falta. Y rió de un modo extraño, ladeando la cabeza. (¡Pobre amigo mío! Murió no hace mucho. Sujeto malquisto de los ricos del pueblo, y de la policía que estaba obligada a molestarlo de cuando en cuando por orden de no se sabía quién, era el corazón de más calado y transparencia que conocí nunca). Mi perro —comenzó mi amigo alargando sus manos ateridas hacia el fuego— se llamaba Milico. Los muchachos que cuidaban las vacas y apartaban los terneros del tambo llevábanlo alguna vez consigo. Un día le vi rastros de sangre en la boca: les pregunté si había peleado, y la respuesta no me resultó clara. Pude des p ués, a raíz de ese detalle, averiguar que se divertían echándoles el perro a los burros o vacunos ajenos que entraban en la finca, a los cuales el azuzado animal, si conseguía morderlos de las narices al saltarlos, derribaba al suelo como un puma. Fue poco después que mató un perro de ganado en una riña. Ya estarán sospechando que Milico era un perrazo fiero y peligroso en extremo. Pero no era así precisamente sino todo lo contrario. Entre los varios canes que he criado o conocido a lo largo de mi vida nunca he hallado nada igual, ni siquiera semejante, en mansedumbre, en dulzura, y en un cariño al amo que rayaba en fanatismo. Todo eso para no hablar de su trasparente inteligencia. Había en casa una runfla de chicuelos sobrinos míos. Milico era su juguete vivo y su víctima. Lo enredaban con hilos o correas, cabalgaban en él, le tiraban de las orejas, le vendaban los ojos. Lo aguantaba todo, gustoso o resignado, y si la cosa pasaba a mayores, se batía en retirada, escapándose de sus verdugos. Jamás lo vi agredir a nadie por su cuenta, se tratase de gente o animales. Recuerdo una escena repetida centenares de veces. Marchábamos por calles o senderos, yo a caballo y él trotando a la vera del estribo. Y entonces ocurría lo inevitable: de todas las casas y los ranchos salían perros ladrando estrepitosamente, con el pelo y los colmillos de punta. . . Mi inquietud era grande, pero yo le había enseñado a Milico a no apartarse del costado del estribo y a no contestar los insultos y las provocaciones. En efecto, su respuesta reducíase a un gruñido sordo y a un ligero erizamiento del pelo de la poderosa nuca. . Sus desafiantes parecían oscilar en la duda de si aquella actiud implicaba cobardía o desprecio. Generalmente todo quedaba en alharaca. Pero tal cual vez ocurría que alguno o algunos de los agresores querían ensayar un venial mordisco en el lomo o en una oreja del pasante. Y aquello era la chispa en el pajonal, y ya mis órdenes y gritos no valían nada. Milico erguiase sobre sus dos 37


macizas patas, echábalo al suelo y caía sobre su nuca o su garganta. Todo esto en menos que canta un gallo. Y lo que seguía no era lucha sino un comienzo de asesinato. La fiera dormida despertaba de golpe en el mansísimo perro mientras ahondaba la mordida, mudo o entre gemidos que parecían traducir un escalofrío de gozo. Era inútil que alguien le pegase, o que lo mordiera otro perro o que la propia víctima le rasguñase el vientre con las patas traseras. Las quijadas cerrábanse como las puertas del destino. Yo tirábame del caballo, tomaba a mi perro de las patas traseras, pedía que algún comedido le echase encima un balde de agua y daba un ligero tirón iacia atrás, en el momento oportuno. Milico soltaba su presa. Era el único rnétodo que daba resultado. En cierta ocasión el perro de un carnicero se había lanzado sobre Milico sin decir agua va. Momentos después el agresor pedía clemencia. Entonces su amo, tomando una tranca de puerta de corral, habíala aplicado varias veces sobre la cabeza de mi pobre perro, hasta que soltó su presa. Yo lo vi volver a casa tambaleándose como un hombre ebrio y con la cabeza hinchada. No escuchó mi llamado y fue a meterse debajo de mi cama. Fue totalmente imposible sacarlo de allí. Salió sólo al día siguiente, tal vez fogueado por el hambre. Aceptó un medio plato de leche y se dejó tratar con paños de salmuera caliente la cabeza y la nuca tumefactas. Tres días después estaba bien. Milico era sobrio y tal vez prefería los huesos a la carne; a la hora de la mesa aparecía a pedir un pedazo de pan que debía dársele en la mano, pues de tirárselo en el suelo, se volvía sin alzarlo. El apego de Milico a su amo, su afecto profundo y vívido por él, sobrepasaba todo extremo. Cuando ponía mi mano sobre su cabeza o acariciaba sus orejas o su lomo, su cola ondeaba como rama en la brisa. (El batir de la cola de un perro describe como un cardiograma los movimientos de gozo y amor de su corazón.) Uno de sus hábitos infalibles era entrar en mi cuarto a la madrugada a ver si yo ya estaba despierto. Casi siempre lo estaba, pero al sentirlo entrar cerraba los ojos y simulaba dormir y aun roncar. Milico se plantaba a dos jemes de mi techo. Yo solía entreabrir muy ligeramente los párpados y mirarlo por entre las pestañas. Su actitud era todo un espectáculo. Tenía los ojos clavados en mi cara, con atención estudiosa y profunda, tratando de descubrir en mí el menor signo de vigilia. Fruncía a veces las cejas, ladeaba una oreja, después la otra, dejaba correr ondas visibles de inquietud por el pecho o el lomo o escapar un vago gemido. Podía eso durar un largo rato. Y bastaba el más tenue esbozo de sonrisa involuntaria en mí para que se precipitase a poner las manos en el borde de mi cama ganoso de recibir en la cabeza o la paletilla algo que le era tan necesario como el alimento o la luz del día: una caricia, después de lo cual salía afuera ya tranquilo. Creo que mi perro tenía un solo defecto: el de sus celos. Sólo que los expresaba con la más exquisita delicadeza. Por ejemplo, si, como me ocurrió más de una vez, yo levantaba algún cachorrillo para acariciarlo sobre mis rodillas, Milico abandonaba su descanso o el cuidado del caballo, se aproximaba sin apuro, ponía su morro sobre mi muslo y comenzaba a deslizarlo muy suavemente hacia la rodilla hasta arrojar al suelo al intruso y recibir de su amo la caricia a que él sólo, entre todos los perros, tenía derecho. Después volvía a su puesto junto al caballo, porque Milico a fuer de buen entendedor sabía que un hombre de campo, si va apurado quizá no pierda el tiempo en apearse a recoger una billetera o una alhaja perdida, pero que si una prenda de montura 38


ajena —lazo, pretal, sobrepellón, rebenque— viene a tentarlo, difícilmente desperdiciará la ocasión. El perro, en general, es muy inteligente. Pero no menos sino más desconcertante es el misterio de su simpatía por el hombre, tal vez el mayor milagro de amor sobre la tierra. ¿No se sabe de perros que se quedan junto al cadáver de su amo muerto por accidente en la soledad del campo, cuidándolo por días y más días, dejándose morir lenta e infernalmente de hambre y de sed? ¿No se sabe que su insondable afecto por el hombre que lo cría o lo adopta suele llevarlo a la comunicación telepática llegando a veces a presentir la muerte de ese amo? Que tal cosa no ocurra en las ciudades o villas tiene, creo, una explicación fácil: es necesaria la soledad de los campos para que el contacto entre el alma del hombre y la del perro se vuelva comunicación o comunión, y piénsese que para esto ni siquiera es indispensable que nuestro siervo canino reciba buen trato. No, el amo suele tomar tan poco interés real por su suerte y él entre tanto no sólo le perdona el mal trato a que suele someterlo, sino que insiste en ver en él a un dios, y una simple caricia suya le entreabre la puerta de la felicidad, y por defenderlo daría su vida sin un segundo de vacilación. Cuando se piensa en estas cosas y en el orgullo que el hombre pone en su inteligencia y en sus inventos técnicos, uno siente, sin poderlo evitar, un poco de lástima, cuando no de menosprecio, por su corazón. Regresaba cierta vez de un largo viaje forzado y recuerdo que llegué a mi casa en las primeras horas de la noche. Las gentes de la vecindad que llegaron a darme la bienvenida no me ocultaron que habían abrigado un mal presentimiento de mi suerte, no sólo por las noticias confusas de mi extrañamiento sino también por la conducta de mi perro. En los primeros días de mi ausencia Milico me había buscado por todos los rincones de la casa y la finca, y también por las casas vecinas, y al menor eco de trote o galope brincaba al camino esperando yerme llegar, sin duda. Después de una semana su actitud y modales comenzaron a cambiar. Se movía poco y comía menos. Se pasaba las horas, tirado en cualquier parte, dormitando. Y al no mucho tiempo de eso, dio en aullar a cualquier altura de la noche, por horas enteras a veces. Los vecinos comenzaron a preocuparse más de lo debido, pues nunca habían escuchado aullar de ese modo. Parecía que de lo más recóndito de las entrañas se alzase hasta el corazón de la noche aquel lamento de una orfandad irremediable e inconsolable. Parecía el infierno pidiendo socorro al cielo. Callaba un rato y recomenzaba con énfasis cada vez más lúgubre, hasta lo inaguantable. Los hombres salían a espantarlo. Las mujeres vertían su íntimo temblor en alguna lágrima. Sentado sobre sus patas, con su hocico como una brújula, apuntando a la más alta lejanía de la noche —las heladas e indiferentes constelaciones— con la garganta apretada y sacudida por sucesivos espasmos, parecía expresar no sólo todos los dolores y temores de su vida, sino también los de sus antepasados y tal vez espantado ante un futuro que tomaba el rostro de la muerte. Parecía el llanto mismo de la vida ante el horror de la enfermedad, la vejez y el ineludible acabamiento. Porque el aullido es algo tan profundo y desmesurado que ningún sollozo ni alarido humano, ni relincho de caballo cercado por el incendio, o balido de ciervo atenazado por el jaguar, ni grito de ave ante la tempestad, puede medirse con él: parece alzarse no sólo de la entraña del perro sino de toda la zoología, y del hombre mismo, como un desafío a todo lo creado, como una ape-


¡ación, no sólo contra las penas y angustias de la existencia, sino contra lo perecedero de toda alegría y toda vida. En el aullido, el perro vuelve a ser lobo, bosque, prehistoria, aunque parezca abarcar también algo de la angustia sobrehumana del hombre. Pero en fin (gracias fueran dadas al cielo), el mal presentimiento había sido falso y yo estaba de vuelta sano y salvo y Milico. . . ¿pero dónde estaba él? Los chicos se apresuraron a llamarlo voceando su nombre. Aquel bulto blanquecino que venía aproximándose desde el fondo del primer potrero debía. . Sí, ¡era él! Cuando el olfato le anotició mi presencia, se detuvo como no dándole fe; después, como una avalancha, se me vino encima y con ungran salto que me hizo tambalear me puso las manos sobre el pecho y sentí la humedad de su lengua en mi frente. Cayó al suelo y volvió a saltar con un gimoteo tembloroso, mientras yo le hablaba y le palmoteaba la cabeza o la espaldilla tratando de calmarlo. Era inútil. Entre caracoleos y cabriolas Milico daba vuelta en torno mío y volvía a saltarme al pecho o al hombro, gimoteando y acezando, mientras yo trataba de hacerlo entrar en razón hablándole como se habla a una persona y gritándole: "¡Bueno, basta, basta ya!", entre las risas y bromas de los circunstantes que sin duda trataban de disimular la impresión que nos embargaba a todos. De pronto Milico se lanzó al camino y lo sentimos alejarse en una carrera perdida, buscando sin duda librarse así de ese torrente de emoción que lo arrastraba, pero no tardó en volver, y en un impulso más loco que los anteriores, saltó por encima de mi cabeza, rodó sobre el suelo y desapareció otra vez a la carrera para volver de nuevo. - ¿Cuánto tiempo duró aquello? No podría calcularlo ahora. Recuerdo, si, que al fin Milico se sosegó, es decir, dejó sus carreras y sus brincos y sus acezos, pero su tumulto interior mal frenado, aún era visible en el estremecimiento de sus patas, en las ondas visibles que recorrían su cuerpo y en la intensidad de su mirada. En un último impulso se alzó sobre sus talones como una criatura humana y poniendo sus manazas sobre mi pecho trató de esconder su cabeza debajo de mi brazo izquierdo, con leves hocicadas para penetrar más profundamente, y se quedó un rato, quieto del todo, como si estuviera escuchando los latidos de mi corazón, y ciego, como si quisiera ocultar del mundo su inenarrable dicha. Al fin pareció calmarse del todo, nos fuimos a dormir y él se echó sobre un cuero de puma al lado de mi cama. Al otro día amaneció muerto al pie del algarrobo del patio donde solía descansar de día y mucho se comentó entre los vecinos el extraño caso. Para mi, aunque parezca absurdo o ridículo aun insinuarlo, para mí que lo mató el amor, el exceso de su amor. Ignoro si la devoción del beato por su Dios, hecha de temor e interés, merezca mucho respeto, pero la del perro por su amo suele brillar como la nieve al sol. Por días y días mi corazón fue sólo un apretado puño de angustia. Pensando en mi perro, sobre todo, fue como llegué a advertir que ni la civilización técnica ni la alta cultura de la mente sirven de nada si no se logra la humanización definitiva del hombre, si se deja más o menos agostada esa siempreviva que es el alma. Y que no hay música sobre la tierra como el trémolo de un corazón que se abre en oferta a otros como la granada —cuando ese corazón en secreto es tan manirroto como una fuente pública. 40


LA INOCENTE CULEBRA



El hombre no sólo rompe el equilibrio de la naturaleza, ensuciándola y hasta prostituyéndola a veces, sino que llega a conspirar contra su propio interés material, y algo de más calado: contra el interés contante y sonante de su propia alma. Así es como hace una hecatombe diaria de aves, negándose a ver que sin estos insaciables glotones de insectos, se borraría el verde de la tierra. Persigue como un inquisidor a sapos, gatos, onzas, zorros y zorrinos, olvidando que el primero, gran tragón de bicharracos, es un gendarme de quintas y hortalizas, y que los segundos son asaltantes profesionales de ratones y ratas. ¿No llega en su aciaga miopía a perseguir al mismo oso hormiguero que expurga de hormigas la tierra, en vez de proclamarlo acreedor de nuestra gratitud, más que todos los santos del calendario? Nuestros cazadores --esos pistoleros del deporte— asesinan a todo animal silvestre que les ofende la vista, sin perdonar ni al flamenco, esa ave empollada por la aurora. La flora y la fauna del mundo reculan. Nuestros bosques, o han sido arrasados en ciertas zonas como si fueran una plaga o han sido castrados de sus mejores árboles. En las selvas de Misiones, los monos, que eran tan vulgares como las ramas, van desapareciendo, principalmente, porque los francotiradores tienen sed de blancos. Los lobitos de río y las nutrias, sin más culpa que la de llevar pieles codiciables, no están ya al borde de nuestros grandes ríos sino al borde de la extinción. En Chile, Canadá y hasta en Italia, hay criaderos de chinchillas, mientras nosotros las hemos agotado del todo o poco falta. Las garzas blancas, casi irresistibles a la vista como nevada al sol, fueron hace tiempo, decomisadas de sus copetes, no después de trampeadas, sino después de masacradas hasta en sus colonias de nidificación. Recién si se empieza a sospechar que el mundo no ha sido creado sólo para patria del hombre y que todo ser viviente es compatriota nuestro. Cada animal tiene un destino y una personalidad sin par, es un plenipotenciario de lo viviente con patente intransferible. El mono no es una caricatura de hombre sino que es él mismo y, como partícipe de la gracia del mundo, cada animal —hasta el murciélago!— es hermoso a su modo, amén de una obra maestra. Al cruzar un matorral que orillaba un potrero, Cándido Pío sintió un pinchazo, de espina sin duda, en el pie desnudo dentro de la ojota. Al agacharse advirtió al mismo tiempo dos gotitas de sangre en el tobillo y una viborita muy vistosa —anillos negros, rojos y amarillos— que escapaba a toda prisa. El hombre llegó rengueando a la casa y, sintiéndose enfermo, se metió en cama. Es verdad que el tobillo no acusaba hinchazón, ni dolor propiamente dicho —aunque el paciente creía que sí— pero la cama prosiguió por días y días. La prehistoria vive velluda en nosotros como el helecho primordial en ciertos rincones del bosque. Pero lo malo o lo peor no es eso sino que el hombre, inventor de la cadena y la jaula y único practicante de la crueldad innecesaria 43


se declare a sí mismo concesionario exclusivo del sentido moral y la bondad, todo mientras consultando su cronómetro, pero no sus latidos, sigue entreteniendo sus ocios con la guerra hasta hacer hoy del petróleo la hidrografía del infierno. . . ¿Por maldad natural? (No, no puede ser peor que las fieras.) No, sino por vanidad y por interés, es decir, por defender las lindezas de la santa propiedad privada. Así es como ha llegado a perder del todo su actitud edénica ante la naturaleza, esto es, el hábito de sentirse parte integrante de la misma y libar su dulzura y su hermosura como el picaflor liba corolas. Mientras el cielo florece en los nomeolvides y tintinea en los pájaros el hombre sigue considerándose concesionario del mundo, esto es, con derecho a disponer de la libertad, de la vida y de la honra de todo cuanto se mueve sobre la tierra. Todo niño de campo experimenta una simpatía natural hacia los animales (cachorros y pichones sobre todo) sin omitir escarabajos, sapos y lagartijas. Pero el hombre, por orgullo y miopía, ha calumniado casi siempre a sus primos de sangre y hermanos de crianza que son los otros hijos de la zoología, declarándolos conmilitones del demonio a algunos, y asesinos de vocación y profesión a no pocos. Mas la verdad es que los cuervos, lechuzas y sapos —probado está— nada tienen que ver con agorerías ni hechicerías. En cuanto a las llamadas fieras, cuando matan para comer son tan inocentes como nosotros cuando cortamos una lechuga o una breva; cuando matan devolviendo agresión por agresión al cazador o al deportista, no hacen más que ejercitar su derecho de legítima defensa. Saciada su hambre, el tigre mismo mira con indiferencia de abstemio cualquier pieza de caza que se le ponga a tiro. Más aún: criadas juntas desde chicas en la misma jaula y bien servidas en su menú de cada día, la salvaje pantera y la mansa oveja, pueden ser compañeras de juego", dice el domador Hagenbek, quizá el hombre que más ha calado en el alma animal hasta hoy. Entre los preferidos de la calumnia humana, figuran en primer rango los reptiles, esos arrastrados tipos que cuando el hombre aún no era, inauguraron con el musgo y el helecho la verde aleluya de la tierra. Pues bien, la misma víbora venenosa es inculpable. No envenena por ambición o por venganza como Canidia, Lucrecia Borgia o Stalin, sino porque es su único modo de cazar, es decir, de ganarse la pitanza. Y si ataca a un hombre o un caballo es por puro miedo, sabiéndose o creyéndose atacada. Antes del conocimiento de las ciencias naturales —o sea, desde los más hondos orígenes hasta ayer nomás, y, para muchos, hasta hoy— la víbora ha sido un misterio más o menos indescifrable para el hombre: su forma de collar o cinturón —su cuerpo helado como un escalofrío—, su marcha tan expedita como ¡a de cualquier patudo o más —su ayuno o muerte trimestral bajo la losa del invierno—, su resurrección con cambio de piel y todo en la primavera —su piel pintada de colores de mariposa o tatuada de signos esotéricos—, su sigilosa y sinuosa capacidad de explorar los más recónditos escondrijos —el contraste entre la inmovilidad de piedra de su acecho y la presteza, no inferior a la del rayo, de su ataque de búmeran—, sus ojos de párpados inmutables como loza de tumba o vidrio de reloj —su lengua bifurcada como las astas del diablo—, su silbido de conjuro de hechicero, —y primero y último, la distancia increíble entre su bulto aplastado y mínimo y su poder de derrotar a rivales que tienen cien o doscientas veces más peso que el suyo. .

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La serpiente fue siempre la esfinge, es decir, la encarnación del misterio, el terror y la maravilla. ¿Que mucho que se la creyera capaz de envenenar con su lengua, como si fuera la decana de la calumnia, o bailar al son de la flauta, o hipnotizar con su mirada a sus víctimas, o mamar como un ternero de vacas y hasta de mujeres, aunque carece de labios para la succión? Sólo al cabo de una larga fila de siglos los investigadores responsables que no admiten la sabiduría del pasado si no concuerda con la demostración convincente, han reemplazado las maravillosas mentiras viejas con jóvenes verdades no menos maravillosas. Que el llamado misterio de la serpiente no es sino uno entre los infinitos casos ofrecidos por la zoología de la adaptación de la forma y conducta de un animal a su medio y a sus propias necesidades. Que como el bocado predilecto de la serpiente fueran los ratones y topos, en sus andanzas a través de cuevas y recovecos, las patas fueron resultándole un estorbo y hubo que jubilarlas. ¿Y caminar con qué? Con la punta de sus innumerables costillas, resultando así mucho más cientopié que el cientopié. Que el alargar y adelgazar exageradamente su cuerpo tuvo que pagarlo con la extrema fragilidad de su espinazo, lo cual exigió un arma ultrapotente para protegerlo: de allí la necesidad de veneno, por lo menos en la variedad de víboras que por una mandíbula superior muy recortada, dientes muy pequeños y ausencia de muelas, no podían retener la presa. Lo demás siguió por fuerza como la tos sigue al resfrío: el ahuecamiento de dos de los colmillos —acostados cuando no se usan para evitar romperlos— a fin de trasegar a la sangre del candidato elegido dos gotas de saliva trocada en elixir de corta vida. . . ¡Verdadera aguja de inyección, pues! Pero esto ocurrió sólo con un tercio de la gran raza serpentina. Las otras familias, que son tan venenosas como una lagartija o un gusano de seda, han debido y aún deben (¡las pobres inocentes!) expiar el crimen de su parecido de silueta con sus primas sepultureras, pese a sus servicios de cazadoras de ratones, topos y otros rivales del hombre. Cándido Pío, el campesino de nuestra historia, guardó cama largos días, creyéndose envenenado. Además, conforme a la ciencia tradicional de la región, estaba seguro de no recobrar su salud y sin duda ni evitar su muerte, si no mataba con su propia mano a la comadre del diablo. Terminó por abandonar la cama, aunque un poco rengo aún. Y durante varios días, a la hora de la siesta, cuando el diablo anda suelto, montó guardia en el matorral en que le ocurriera la mala pasada. Hasta que un día dio con su verduga de nuevo, y aunque guardando la precaución debida, la atacó con rencor siciliano, y en el silencio de la siesta se oyó el eco de sus golpes de garrote, hasta que la hermosa, inofensiva y servicial cazadora de ratones quedó inmóvil, inmóvil, sin siquiera un temblor en la punta del rabo. Entonces Cándido Pío se sintió súbitamente sano y advirtió que no rengueaba ya. Nuestro hombre —su nombre lo delata— era un ignorante nato y consuetudinario. Pero hay majestuosos mamíferos en dos patas que no lo son y proceden peor o lo mismo. ¿Es que nuestro engreimiento de monos sabios no comenzará por fin a aflojar ante la sabia inocencia de la Naturaleza como las sombras de una pesadilla retroceden ante la blancura del alba? Falta un poco de amor, y faltando ese poco, falta todo. El sujeto aerodinámico de hoy puede ocupar todas las alturas, pero nada ganará si sigue dando la espalda al alpinismo que más importa: el de la cima sagrada del corazón humano. 45



EL VICUテ前



Las altas, heladas y casi desiertas tierras de la precordillera, cuyo corazón lo constituía aquella gran laguna de agua salobre o mar chiquita, eran una especie de feudo condal de la familia más acaudalada del pueblo. Los pobladores de sangre india que en calidad de arrendatarios las ocupaban, hablan traído aquel año entre los tributos obligados —ovejas, llamas, lanas, sal— el regalo de aquel potrillo de vicuña, tan irresistiblemente hermoso con la ligereza casi aérea de sus remos y su cuello, con su lomo de sol y su vientre de nieve, y sus ojos nocturnos, y sus abreviadas y pulidas pezuñas, y su marcha más grácil y armoniosa que la de un cisne de cuello negro, una piragua o una doncella. Si parecía tan milagrosamente delicado y frágil era tal vez en parte porque constituía uno de los últimos representantes de una estirpe real, de un pasado tan espléndido como el de los Atahualpa y Huáscar. (Al domesticarlo lo cristianaron, es decir, bautizaron con el nombre de Chuchi, interjección quichua que traduce admiración y cariño a la vez.) Como cuatro siglos atrás la raza de los hijos del sol, ésta de las criaturas de vellocino solar frisaba el borde de la total extinción. Apenas precisamos decir que la vicuña es una de las víctimas más absurdamente lamentables del prurito zoocida del hombre. La vicuña, se sabe, constituye una de las más suntuosas y honrosas bellezas del reino animal y de cualquier reino. Rubia y blanca, recuerda un poco la aparición del sol coronando el alba. La esbeltez de sus remos y su cuello, la cadencia como de quena de su marcha, el misterio de inocencia y dulzura de remanso de sus ojos que esconden quizá tesoros más reales que los del inca. Hay algo más codiciable para los hombres y más fatal para ella: su lana, tan vaporosa como el humo y tan untuosa como el musgo y más digna de hilarse en husos de oro, dada su mayor resistencia al invierno y al tiempo. ¿Por qué la destruye el hombre? Digamos, justicieramente, que más por ciego interés y ciega rutina que por maldad. Millones de años antes que el hombre, los animales han ido inventando casi todas las técnicas que el hombre redescubrió después, desde la bóveda a la pila eléctrica. En tales condiciones de deudor universal, es doblemente inexplicable e imperdonable la conducta del Horno sapiens con los animales. Cegado por el prurito enfermizo del lucro o el de la destrucción deportiva, el hombre no parece sospechar siquiera que no tiene ningún derecho a disponer satrápicamente de la riqueza y belleza del mundo como de bienes mostrencos. Menos parece sospechar que, al proceder así, conspira contra su propio interés material y, lo que no es menos, contra el interés del alma humana y la armonía del mundo. Por lo pronto, la persecución contra las aves —para matarlas o enjaularlas— es infantilmente suicida, pues sin ellas los insectos borrarían el verde del mundo. (Todo esto sin contar que la curva que describe su vuelo en el firmamento no es menos hermosa que la del arco iris, y que el gorjeo y el trino 49


tintinean menos en nuestro oído que en nuestro corazón. Y que los pájaros son nuestros maestros en la pedagogía más sabia, tendiente a enseñar que la hermosura de la creación es un sacramento y un gozo. La justiciera relación entre los comedores de pastos y los comedores de bifes —herbívoros y carnívoros— es una de las muestras de la sabiduría de la Naturaleza, más armoniosa que los conciertos. Si las lechuzas, víboras, hurones y grullas desaparecieran, los ratones y ratas saquearían la despensa del mundo y las langostas almorzarían todo el verde de la tierra.) Si la gestapo de los cazadores terminara mandando todos los leones y leopardos a la cárcel o al cadalso, de golpe, los vegetarianos de cuatro patas podrían devorar toda la hierba y el Sahara podría devorar toda el Africa. ¿Y acaso no es sabido que sólo la filantropía de los tigres reales es lo que veda que las intocables vacas brahmánicas terminen con la India y los hindúes? Pero el hombre atómico no ve nada o se hace el miope. Recordemos al pasar un solo caso. El Africa ecuatorial fue el arca de Noé de la Naturaleza, pero esa arca amenaza irse a pique. Se mata un elefante sólo para aserrarle los colmillos, que el aserradero vende a 45 céntimos de dólar por kilogramo. Se mata una jirafa o un ñu para usar su rabo de quitamoscas. Se asesina todo un rinoceronte porque se cree fanáticamente que el lobanillo que lleva en la nariz es el cuerno de la abundancia para restaurar la energía amorosa del hombre Antes de la llegada del hombre blanco y cristiano a nuestra América, la muerte no pendía día y noche sobre las cabezas de las vicuñas sino por rara excepción o por obra de la Naturaleza dulce e implacable. En efecto, en el imperio quichua, donde no todo era bueno, pero donde habiase llegado a suprimir el hambre entre las gentes, las vicuñas eran consideradas leales súbditos del inca, y como tal, exigiaseles el tributo de su lana, pero no el de su vida. ¿No podía domesticarse la vicuña, dado que es vital para ella la libertad de pasearse a su gusto entre cumbres y valles encumbrados? Llegada la época propicia se formaba en alguna alta ensenada un brete con hilos y vedijas de colores, se arreaban hasta él a las tribus de vicuñas de los aledaños, echábaselas una por una al suelo maneándolas con un tiro de boleadoras, despojábaselas del vellocino de oro, pero no de su vida ni de su libertad. Todo eso fue reemplazado poco a poco por el método de la civilización —cazadas a bala en cualquier tiempo y sin perdonar ni a las crías— con el profetizable resultado final de que hoy una libra de lana de vicuña vale más que una libra de oro, porque el bellísimo y nobilísimo animal se ha extinguido o poco menos en nuestro país, y en su patria mayor, la meseta altoperuana, corre hacia el mismo destino. Porque si lo que anoticiamos del Africa es cosa de espeluzno, no lo es menos lo que ocurre entre nosotros, llevado el hombre por su tuerta avaricia como por su engreída estupidez. Ya ha terminado con millones de aves acuáticas y no acuáticas, que Sarmiento intentó salvar, y está a punto de hacerlo con el huemul, el venado y el carpincho. Tiene por juramento sacro el de asesinar no bien los ve a la culebra y al zorrino, pacíficas gentes que se ganan honradamente la vida destruyendo ratones, topos, insectos y otros maleantes de poco bulto y mucho daño. Y lo propio ocurre con el sapo, todo un benemérito de la agricultura que vive sorbiendo con su sobrada boca cuanto pulgón, cucaracha o mosca se le pone a tiro. ¿Estamos seguros de que esta miopía 50


nuestra nada tiene que ver con la aparición de neoplagas como la llamada mal de los rastrojos? ¿Y cómo es que nuestros gobiernos o nuestras sociedades rurales no levantan un dedo para oponerse a la asoladora destrucción del guanaco, único animal mayor capaz de sobrevivir en algunos miles de leguas de desierto patagónico y tan útil por su lana como por su carne? Todo esto para no contar que la defensa de nuestra fauna y nuestra flora no debe ser hecha sólo en nombre de la utilidad o la vanidad del hombre (el mismo chajá, tan prodigioso de canto y vuelo, puede resultar un guardián más alerta que el perro) sino de dos cosas que no pesan menos en la balanza de hoy y el futuro: el ornamento sagrado del mundo y la elevación moral y estética del alma humana. La inteligencia, desviada por la avaricia, se equivocaría más o menos aun si el genio de la especie no corrigiera o evitara nuestros yerros. ¡Si el alma natural que hay en el hombre estuviera menos nublada por el interés, la rutina y los rezos! La crueldad gratuita, patrimonio sagrado del hombre, no es sólo medio miope como el jabalí, sino vomitable como la carroña. El cuervo con su servicio de pompas fúnebres, cumpliendo una ley de la naturaleza, es menos nauseabundo que la servicia bautizada. La sola calidez del corazón humano es capaz de crear un nuevo clima derrotando las nieblas y los témpanos. Sin el amor la misma belleza se vuelve estéril y obscena. No existen dragones ni ángeles, pero gozamos de la luz del cielo cuando dentro de nosotros lo alado derrota a lo rastrero. El más hermoso suceso del mundo acontece cuando nuestra alma, reconociendo sus errores, se viste de rubor como la rosa o el amanecer. El automóvil de hoy puede correr a doscientos kilómetros por hora. Es la versión contemporánea del más antiguo de los rodados: el tatú-carreta. Que progresamos en velocidad salta al ojo. ¿Progresamos también en sabiduría de la vida? ¿Somos más filósofos que los animales? Es discutible, cuando menos. La abolición deportiva o comercial de muchas especies animales entre las más relevantes (todo esto mientras el destructor funda peluquerías y cementerios para perros con misa de réquiem y todo) es bastante peor que la destrucción de bibliotecas y museos. Estos pueden rehacerse y quizá con ventaja. ¿Pero con qué llenar el hueco que dejará en la naturaleza —para poner un solo caso— la extinción final del verdadero vellocino de oro llamado vicuña, existente desde millones de años? Y volviendo al tema de nuestro relato, ¿qué no merece que se haga por la vicuña que llevaba sobre su delicado lomo todo el peso de la industria textil del imperio de los incas? Huelga repetir que tomada en su medio natural la vicuña es uno de los más puros ornatos de la creación animal: allá en su patria fronteriza de la otra de inviernos y volcanes, con sus montes durmiendo bajo sus gorros de nieve, respirando un aire inmaculado, galopando por la ceja de negros precipicios desde las nivosas alturas a las verdísimas vegas de los valles bajos, la vicuña, con su traje de nieve y sol, se revela como lo que es: la hija más joven de los viejos dioses de nuestra América. El vicuñito de mi cuento —era, en efecto, varón— tuvo que ser alimentado con biberón en las primeras semanas, para completar la dieta herbívora. No fue tarea fácil, pues la extrema timidez y arisquez del animalito lo exponían a riesgos casi suicidas. Fue entregándose, sin embargo, aunque nunca del todo. Los perros de la casa, a fuerza de enérgicas prevenciones, aprendieron a res51


petarlo, conteniendo entre gemidos el impulso que los empujaba detrás de su galope. El, a su vez, fue perdiéndoles el miedo. Y un día entre los días amanecieron amigos. Para ayuda de lo que va a venir recordemos que con toda su rítmica elegancia, la vicuña no puede negar su parentesco con el camello, tan desgalichado y jorobado como es el pobre: sus entreabiertas pezuñas que le evitan hundirse en tierras pantanosas o arenosas; su fruncir las narices hasta enjaretarlas del todo contra los vientos del arenal; su aguante de delfín para el agua salada, si no hay otra en la sed; pero también ha heredado algo del genio del camello: éste cocea, ella escupe. Chuchi, el vicuñito, tenía por establo y campo de deportes la descomunal quinta de la casa donde se lo encerraba celosamente cada noche, aunque de día le era permitido abandonarla, bajo el ojo avisor de sus guardianes, se entiende. Como en el pueblo nunca habían visto un teque (ternero o cervato de vicuña), Chuchi era la miel de todos los curiosos y aun de los que no lo eran. Todos los cachorros y potrillos tienen gracia para prestar. Chuchi teníala para regalar por arrobas. Esbeltísimo sobre sus finas canillas, nada igualaba el remansado embeleso de sus ojazos, que parecían reflejar la ingenuidad y el asombro del mundo recién inaugurado. Si su vientre y su pecho recordaban las cimas nevadas de sus pagos, su vaporosa capa rubia recordaba al sol asomando su flequillo sobre ellas. Verlo galopar era una pura albricia para los ojos y el corazón. Y cuando acostaba las orejas sobre la nuca y fruncía la naricilla, o bien removía de prisa los labios arrinconando en una esquina de la boca el bolo de la rumia y amagando una inminente escupida, Chuchi era todo un número de circo para niños y menores de ochenta años. A medida que se fue criando y tirando a ser todo un varón hecho y derecho, Chuchi fue perdiendo mucho de su inimitable gracia infantil, pero ganando otra que le atrajo bastante mayor número de mirones y admiradores sinceros, cuando no fervorosos. Porque así es el mundo. Era que Chuchi, ya en plena mocedad y acercándose a la adultez —víctima inculpable de la falta de compañeros y compañeras de su especie— Chuchi venía dando todas las muestras de padecer esa enfermedad de gentes más o menos elegantes y desocupadas llamada neurastenia. O, para hablar a calzón quitado, Chuchi exhibía todas las manías y travesuras de un muchachón malcriado y echado a perder por los mimos de la abuela y las tías solteras. Aun encerrado en la quinta estiraba el ajirafado cogote por encima del seto y dábase maña de aliviar de su sombrero a cualquier abreboca detenido por ahí cerca, o de su pañuelo de cabeza a cualquier viejita yente o viniente. Suelto dentro de la casa, la posibilidad de sus chanzas crecía como el vino bajo el riego del pulpero o las ganancias del boticario bajo una peste. Acercábase a los cañizos del traspatio y simulando comer o comiendo algunos pelones o higos puestos a achicharrarse al sol, echaba la mitad al suelo. Paseando por aquí y por allá a contenillo no le faltaba ocasión de convidar con un tarascón la cola del primer jumento o chucho descuidado o soñoliento, o allegándose de rondón al mortero y ahuyentando a las pisadoras de maíz o de trigo, poníase a paladear con atareada urgencia un poco de afrecho, y no pocas veces, levantando el breve y coqueto rabo, dejaba un recuerdo de su buena digestión mezclado al grano. 52


Una de sus bromas preferidas, y la menos celebrada por el mujerío, era una pura glotonería de sobremesa: consistía en tomar para ensayo de su rumia la ropa blanca o de color colgada a secar. Más de una vez dejó sin pañales al rorro de la casa. ¿Que por qué no se acudía a un correctivo? No era eso moco de pavo. Ante el menor amago contra sus fueros de intocable, Chuchi acostaba las orejas y destapaba los dientes (no los incisivo superiores que no tenía, pero sí sus colmillos, muy traseros, aunque peligrosos), todo con un brillo de diablo viejo en los aniñados ojos y un apretado gruñido de advertencia, sin contar su coz melliza o su patihendido manotón siempre a mano. Ni decir que ni los niños ni las mujeres se atrevían entonces con su bella persona y eso se lo tenía él bien sabido. Cuando alguno de los hombres de la casa, garrote o rebenque en mano, lo ponía en retirada, descargaba su nerviosismo en corvetas de chivo o brincos de payaso, intentando de pasada colear a patos o gallinas entre un escándalo coreado festivamente por los perros. Pero había algo más. No se ignora que las vicuñas y los guanacos sabían escupir ya mucho antes de que el hombre viniese a ofrecer comedidamente sus servicios de rey de la creación. A fuerza de ejercitarse casi a diario en los últimos tiempos, Chuchi había perfeccionado ese arte de villanía humana llegando al maestrazgo. Como al disparar su proyectil ingería de munición el bolo de la rumia, el escupitajo más o menos infalible caía en forma de cataplasma color hiel sobre la nariz o la frente del agraciado, cuando no en el ojo, que era su blanco preferido. ¿Que la hazaña despertaba una ruidosa hilaridad entre los mirones, aunque no en el favorecido? El operador no parecía insensible a ese éxito como una estaca o un inglés. Así, por obra de sus propios méritos, Chuchi llegó a condecorarse con un título tan honroso como cualquiera de los que lucen las personas golosas de notoriedad: Caballero de la Orden de la Escupida. ¿Absurdo? Menos, creo, que el de la Orden de la Jarretera. Así, Chuchi, el vicuño, sin saberlo, ciertamente, se vengaba del fabuloso crimen cometido con su raza, y de paso, de la domesticidad y la civilidad, que lo habían privado de su alta patria de volcanes y neveras, ceñudos precipicios y rientes vegas, bajo cielos sólo rayados por el viento, el rayo y el cóndor.

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Tenemos aún ideas medios teológicas sobre los animales. Creemos, en general, que cada especie es como es y que así fue siempre. (La ley del transformismo apenas si interviene en nuestros conceptos.) No hay tal. Cada especie es una meta sin dejar de ser una ruta, es decir, una transición. La evolución no ha hecho alto en ningún momento. No nos hacemos a tal idea y de ahí que nos parezcan anomalías muchos rasgos de la vida animal. Sumisos a una herencia de siglos, seguimos separando lo natural de lo que no lo es, de lo que según nuestra miopía viola las leyes de la creación; pero en la Naturaleza lo misterioso o monstruoso también es natural. Sentenciamos que el que nace en tierra vive en la tierra y el que nace en el agua vive en el agua, pero el sapo se siente tan bien en ambos elementos que canta de gusto. Según nuestro catecismo el mamífero mama y el ovíparo no, pero el ornitorrinco, que nace de huevo, mama sin avergonzarse. El canguro y la zarigüeya que paren a sus hijos y los albergan en la sala-cuna que llevan en el vientre, deben creer que quienes exponen a sus nenas a la intemperie son seres desnaturalizados. El pez-espada debe sentirse un ultravertebrado y experimentar por los otros ese desprecio de ciertos militares hacia el inerme civil. El vampiro que duerme cabeza abajo se ha de asombrar de que haya prójimos que duermen echados, u otros más absurdos que duermen en cuatro patas como fa cebra y el caballo,o en una sola como la cigüeña. Y cómo no ha de escandalizarse el perico ligero, que vive descansando sin tregua, del ajetreo funcional de la ardilla, como muchas personas de que la vampira y la elefanta tengan sus mamas en el pecho. Que el nene del puma nazca con pintas, en la piel prueba su remota identidad de cuna con jaguares y leopardos, aunque éstos, más apegados a sus tatarabuelos, quieran negarlo. Existe en Africa y Sudasia un animal llamado chita que, domesticado y amaestrado, caza antílopes o gacelas por cuenta de su amo: es un perfecto tigre-perro, como la mula es una perfecta yegua-burro, que tiene de felino los colmillos, las manchas y los saltos, y de perro la prisa en la carrera (aunque él echa tierra al viento y a todas las patas corredoras) y también la condescendencia cortesana con su regio explotador. Pues bien, hay un ave en nuestra Pampa que es una encrucijada zoológica como que junta en un solo haz cuerpo de pavo y alas de pollo, vuelo de águila, gárgaras de pájaro tenor e inteligencia de elefante. ¿No es que el gran vuelo presupone una alardosa envergadura de alas, se trate del cóndor, el albatros o la golondrina? La explicación, como veremos, está en que nuestro pajarraco tiene menos de avión que de globo aerostático, más de nube velera que de ave. El barco había salido de Buenos Aires rumbo a Carmen de Patagones. La tripulación era francesa y los pasajeros franceses e italianos, hombres todos, con excepción de un niño de once años.

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Tratábase de un barco tan estrecho como viejo, mandado por un capitán más viejo todavía, que enfermó seriamente al tercer día de navegación. A mal comienzo, peor final. Una noche los sorprendió un temporal desatado, y el viento y el mar se fueron a las manos en plena oscuridad, y, cuando la rompía el relámpago, podía verse un mar color mortaja, que no era para aliviar el ánimo. Los del barco se sintieron ya con el agua al cuello, y el terror comenzó a mostrarse más cruel que los tiburones. En eso el barco, que al parecer sobrenadaba sólo por azar, dejó de moverse. Alguien gritó que había varado. ¿Dónde? Creyeron sentir algo como un canto de pájaros, si bien podía tratarse sólo de una ilusión fomentada por el diablo. No lo era, sin embargo. El alba, aunque se mostró más lerda que las tortugas, terminó extendiéndoles el certificado de salvación. Estaban a pocos metros de una costa bordeada de dunas. Pudieron desembarcar con bastante engorro, pero sin mayor peligro. Sospecharon que se trataba de la costa del extremo sur de la provincia de Buenos Aires, eso era todo. Bordearon primero una derruida muralla de dunas. Después la pampa, tan inmensa y misteriosa y ondeante como el mar mismo, arada de distancias como él, dentro de un horizonte de pajonales y crines. En efecto, las manadas de caballos salvajes brotaban de cualquier parte de una tierra en que el cuarto Evangelio hubiera podido comenzar: "En el principio fue el caballo". Siglos y leguas de llanura, querencia mayor de la luz, pues las sombras estaban ausentes casi del todo. (Aquí gentes, bestias y pájaros debían sospechar que toda la creación era pampa como los peces creen que el mundo todo es mar.) Resolvieron aprovechar el fresco de la mañana primaveral para marchar hacia el sur, rumbo al río Colorado, que suponían no debía hallarse lejos. A lo largo de la vasta llanura cubierta de hierba no muy tierna y moteada de una que otra mata, y bajo un silencio interrumpido sólo por tal cual aislado canto de pájaro, caminaron hasta mediodía sin dar con alma ni pozo vivientes. De tarde en tarde sentían el eco de un redoble subterráneo que venía sin duda del subsuelo y que parecía cosa del diablo, aunque no era más que el topo llamado oculto, si bien ellos lo ignoraban. En cambio sí habían oído hablar de los perros cimarrones o sin amo, vueltos a la agresiva autonomía del lobo, y en verdad los sintieron en cierto momento, y no sin inquietud, como una frontera de aullidos, perdida en la lejanía. Era una tierra muy anterior a aquella en que las espigas repiten el atareado murmullo de las colmenas y el lino obliga al cielo a apearse hasta el suelo, y el maizal ondea su rubia crin al sol: tierra aún a trasmano de la doble alborada de la leche y la harina. Bravía y como nómade y sin embargo secretamente dulce y llena de promesas, esta tierra en que el infinito parecía anidar como una más entre sus aves terreras. Relinchos o mugidos de tarde en tarde. Y también la cabeza arborescente de algún ciervo estampada sobre el cielo. Pero cualquier detalle fue borrándose ante el asomo de un peligro que de mera sospecha se trocó al fin en realidad: el de la sed. Esta comenzó amenazándolos primero, hostigándolos después con la más perversa de las ilusiones, la del agua: el espejismo. Aguadas y remansos mostrándose a la distancia les hicieron apresurar los latidos y los pasos más de una vez hasta convencerse de que se trataba de una pifia. Tal vez como un descuento les dilató los ojos de maravilla un pájaro diminuto con su pecho de escarlata intenso y sus alas

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negras como un carbón que estuviese haciéndose brasa. . . Después de olvidarse del cansancio y la sed durmiendo una buena siesta a la sombra de un cañadón, continuaron viaje hasta la entrada de la noche en que hicieron alto para dar descanso a sus doloridos pies en un real de ranchos vacíos y pozos cegados, con todas las muestras de haber sufrido la visita de los indios, pero ellos ya con el pregusto seguro de hailerse próximos al río. La sombra y el descanso les aplacaron un tanto la sed. Las estrellas comenzaron a parpadear aunque a ratos oscuras nubecillas cruzaban sobre ellas, acompañadas de voces misteriosas. Advirtieron que eran aves en migración hacia el sur, con el pico de brújula, gritando de tarde en tarde para mantenerse unidas y evitar el extravío. Esas voces eran como el pulso del cielo. Fue entonces cuando ocurrió aquella inenarrable sorpresa. Comenzó como un coro de doscientas o trescientas trompetas de guerrera y creciente intensidad, que duró cosa de tres o cuatro minutos y calló, aunque sólo para dar lugar a un coro más cercano y por ende de mayor estruendo, y así sucesivamente, hasta que aquella alternativa de clamor legionario y de silencio remató en un trompeteo tan vasto e irresistible como de juro fue el que derribó a Jericó o será tal vez el del Juicio Final. Y aquel huracán sonoro, que tenía sin embargo algo de música, sacudía las endebles paredes del rancho, y las barbas y las almas de los hombres, y sin duda todas las hierbas y las estrellas de la Pampa. Los hombres se miraron sin comprender nada y su ánimo zozobraba entre el asombro y el miedo. ¿Era un encantamiento de esta tierra, misterioso como todo lo desconocido? Cuando se acercaron al río los extraviados fueron dándose en la semi oscuridad, vuelta a vuelta, con aves peatonas de gran bulto que apenas si se molestaban en apartarse un poco para dejarlos pasar. ¿Serían ellas las autoras de aquel himno inventado acaso en las primeras edades del mundo? No era fácil creerlo. Llegados al fin a la margen del río y saciada en inacabables tragos la sed que les venía estrujando la lengua y las entrañas, los peregrinos se tumbaron a dormir con el sueño de los bienaventurados. Sólo que transcurrido un tiempo, que a ellos les pareció tan corto como un Avemaría, el himno de marras los despertó de golpe, aturdidos, creyendo soñar. ¡Sí, los cantores eran aquellos enormes y sibilinos pajarracos! Recobrado el silencio, al parecer del todo, tardaron un rato en recobrar el sueño tan bárbaramente atropellado. Sólo que jamás batallón alguno fue sacado de su porfiado sueño más antes del alba y de modo más militar por un toque de diana que nuestros desorientados aventureros por la diana de las trompas del desierto. Grandes y variadas aves cubrían las aguas orilleras. Garzas y patos para todos los gustos. Y cisnes cuya blancura parecía más intensa junto a la negrura de sus cuellos. Y aves de un color de duraznero en flor y tan altas que parecían en zancos, vadeaban las aguas y cuando alguna de ellas entreabría las alas era como si la aurora comenzase de nuevo. Pudieron ahora observar a su sabor a los estentóreos avechuchos que, siendo al parecer muy amigos del agua, congregábanse en la ocasión a la orilla del río, arreados sin duda por la sequía de los campos circundantes. Talla de cisne y forma casi de gallo y pastador como un borrego. Cresta de larga punta y collar retinto. Ojeras y patas purpúreas. Lo que no podía 59


verse es que este gran gallo salvaje, que también cantaba las horas nocturnas como el otro, estaba armado de dos truculentos espolones debajo de cada ala, y que pese a ello era animal tan sociable y manso como las palomas, y que adoptado desde pichón por el hombre volvíase tan adicto al amo y a la casa como un perro. Menos podían saber los ignorantes gringos que aquel pajarraco misterioso lo era en tal grado que los especialistas no acertaban a fijarle precisa ubicación en la zoología, situándolo ya junto al ñandú, ya junto a la oca, para terminar declarándolo pariente cercano del archeopteryx (el primer pájaro que hace millones de años atropelló el cielo con sus alas), pese a lo cual podía figurar entre los más intelectuales personajes de pluma, a tal punto que, según un sabio, es entre las aves lo que el elefante entre los mamíferos. Todavía les estaba reservada una sorpresa más ancha y más honda. El ejército alado, tan innumerable como aquel ejército asiático que se bebió un río entero en el Asia Menor, estaba dividido en regimientos que no se confundían entre sí, y dentro de éstos, distinguíase también, indivorciables, las parejas de macho y hembra, cuyo afecto mutuo era tan visible como sus crestas. En el canto, alternado por sexo, sin duda, se oía chajá y chajalí. La novedad de mayor bulto ocurrió al promediar la tarde. Como respondiendo a la muda y porfiada imploración de los campos enjutos, el cielo preparaba con cierto apuro una de sus grandes tormentas. En un silencio de acecho, un nubarrón pardo oscuro avanzaba hacia el centro. Desde el sudeste, despeinando ligeramente el pajonal orillero, llegó el primer resuello del aire. Un pájaro chilló a la distancia. Y al fin el viento atropelló a fondo - - - Sólo que no era el viento, sino que aquellas falanjes de pluma estaban batiendo las alas cada vez con mayor ímpetu, hasta que, alzando al fin la voz, alzaron también pesadamente el vuelo. Pesadamente, es verdad, al comienzo, pues a medida que ganaba altura la espiral del remonte, los grandes pájaros, sintiéndose al parecer cada vez más en su elemento, comenzaron a moverse ya con soltura de águila o de albatros. Toda la tierra era ya sólo un litoral de su vuelo. Como la alondra, elevábanse casi verticalmente cielo adentro, sosteniéndose en sus alas y su canto a la vez como en dos pedales. Era sencillamente increíble tratándose de un ave de corpachón de pavo y de alas apenas mayores que las de un gallo. (Los mirones no podían saber que aquel velero del aire usaba un flotador clandestino, es decir, tenía debajo de la piel una especie de camisa de espumilla o de espuma, o mejor, una cota de malla aérea. Es decir, llevaba alas también debajo de la piel.) Y algo que no era menos. Todos los fuertes de la tierra, el aire o el mar —de pico, colmillo o garra— y aun los de fama estremecedora, declinan toda soberbia y escapan con saludable respeto ante el trueno y el rayo. Pero estos grandes pájaros de la Pampa desafiaban precisamente eso: las sombrías y preñadas nubes que adelantaban sus primeros refucilos y rezongos. Los vieron perderse en el nubarrón tempestuoso, y sus altísimas voces comenzaron a bajar de tono hasta sentirse sólo como a través de un cuarto cerrado. Pero eso no duró mucho. Las voces fueron poco ,a poco recobrando su fuerza anterior. Todo hasta que el canto volvió a sentirse tan potente como en tierra —capaz de dominar el fragor del pampero, de la tempestad o del mar— sólo que en un tono distinto, pues ya no era el canto terrestre, sino que alzado sobre el techo de la tormenta y contagiado de cielo —como si el 60


cielo fuese su verdadera querencia— el canto se volvía como transparente en su pureza y encanto, algo sencillamente celestial: una trompeta de ángel. Dos cosas más eran también visibles. Que los demás grandes voladores escalan el cielo llevados por el prurito de migración o mudanza de clima, aunque con mayor frecuencia en busca de la pitanza, es decir, propulsados por las bajas necesidades del vientre. Mientras este gran pajarraco misterioso volaba a ojos vistas sólo por aplacar su alta sed de gozo y de belleza. Su vuelo no era más que poesía viva. ¿Que ese vuelo, por otra parte, iguala al del cóndor o la cigüeña? Sí, pero el suyo, lejos de ser mudo, parecía buscar la cima del remonte inmenso sólo para hacer llegar a los hijos de la tierra algo de la embriaguez sagrada de la libertad sin freno, de la alegría melodiosa de los cielos. Horas más tarde los inmigrantes supieron que aquel pájaro era el chajá, el gallo magno de la Pampa, que no sólo conjura como el otro, desde el fondo del valle y la tiniebla, la resurrección del sol al tercer canto suyo, sino que se trepa a lo más alto del firmamento diurno, como si fuera la copa de un árbol, para lanzar su aleluya al mundo y a la vida. El chajá, guardián de las albas del Sur, gallo sagrado de la Pampa.

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EL REGRESO DEL MORO,



Como otros tienen la pasión del juego, el alcohol o los dividendos, yo tengo la pasión del caballo —desde niño y siempre, aunque ya haga años que no sienta consonar con el mío el latido del galope. Para mí el relincho no sólo es un clarín, con pulso y vida que no tiene el otro, sino una de las músicas del mundo, que aumenta la hondura del cielo y el verdor de los prados. Para mi el galope sólo tiene paralelo en el arrojado brinco de la catarata o del arcoiris. Con ingenuidad guasona llegué a pensar alguna vez que quien no llega a la dignidad de jinete no pasa de un monigote patudo. He trabajado durante un cuarto de siglo en pastos, lidiando con vacunos y yeguarizos. La Monta —yegua de sangre peruana, mansa como una paloma y arrojadiza como un torrente— levantaba tan altas las manos al trotar, que cierta vez, cruzando un callejón muy arbolado, advertí un refucilo a mi costado izquierdo y sentí después un tintineo en el techo de ramas. La yegua había perdido una de sus herraduras. Hijo de la Monta y nieto de un caballo de carrera de la región, negro y volador como un tordo, el Moro fue, desde chico, un potro excesivamente avispado y travieso. Lo trajeron a casa, desde los potreros, una mañana muy temprano, a los dos días de nacer, con su madre, que fue atada al tronco del gran aguaribay del traspatio. Allá corrimos todos, golosos de novedad, a conocerlo. Era negrísimo como una noche nublada o una semilla de sandía. Hallábase mamando en ese momento, con las orejitas amusgadas y una de las patas traseras muy apartada de 1a6 otras. De pronto dejó el chupete, se plantó sobre sus diminutos vasos y sus larguísimas canillas, con un ¡quién vive! en las orejas erectas, meneando el breve rabo y removiendo el hociquillo en el paladeo de la última gota de leche. Los ojos: dos gotas de infinito. . . Se oyó un coro de ponderaciones y arrumacos, en que distinguí hasta la voz de mi madre. La yegua, ya olvidada del todo del dolor monstruoso y angélico del alumbramiento, estaba pendiente, con toda la dulzura de la leche derramada en sus venas, de aquella carne de su alma que era su hijo. Podía adivinarse que su corazón tenía forma de paloma. Imprevistamente, el potrillo dio un brinco de cervato hacia adelante, deteniéndose ante la cerca sólo el instante preciso para adivinar que galopando en redondo nada podía estorbarlo. Así lo hizo un buen rato, deteniéndose al fin, para continuar de nuevo, entre la ponderación casi infantil de los mirones. De ser en un circo lo hubiéramos aplaudido a porfía. Nuestras manos temblaban involuntariamente por acariciarlo, por detener un momento su forma arrojadiza. Era inútil. Su madre seguía!o con ojos avispados y algún ligero comienzo de relincho. Él cortaba a ratos el galope para arrimarse a la ubre materna, fiarse una breve chupada a cuenta de mayor cantidad, y partir de nuevo.

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El juego se repitió con variantes los días siguientes, y, en el potrero, por semanas y semanas. Verlo era un baño de frescura y regocijo para los ojos y el alma. Con breves treguas, y esbozando de tarde en tarde algún relincho meñique, galopaba horas y horas, lleno de esa sabiduría e inocencia matinales llamadas salud, rebosante de vitalidad gozosa su angosto cauce, como arroyuelo bajo la lluvia, avivando sin saberlo el ritmo de su corazón para ajustarlo al de su galope unimismados su cuerpo y su alma, y asomada a los ojos el alma ventanera, descubriendo y adentrándose en el misterio de la vida como en un paraíso inventado para él, como si la primavera fuera sólo una alfombra para su galope. Había algo misteriosamente ingenuo y salvaje a la vez en su persona y su juego (algo del mundo de las hadas o de los demonios) de un ímpetu tan inatajable como el ascenso del alba. Era como si su madre lo hubiera concebido de ese numen ecuestre que es el viento. Este recienvenido a nuestro valle de lágrimas traía en sus ojos, antiquísima y fresca, la luz de las primeras mañanas del mundo; y trasuntaba una felicidad física, palpable, desposada, eso sí, a los espíritus alados que moraban en él. Tenía por delante, como una interminable pista, al tiempo para su galope. Vivía, sin saberlo, algo de la poesía álacre de las auroras futuras. Los dioses de la vida podían estar contentos de él. El Moro vino al mundo con una deportiva propensión a brincar sobre el primer obstáculo a mano: zanja, acequia, cerco o prohibición cualquiera. En cierta ocasión, siendo él de año y meses, saltó por sobre un seto espinoso que bordeaba un hondo arroyo de cuya existencia él no tenía noticias, sin duda. Los que asistimos a la prueba, descontamos que se habría quebrado las patas, cuando menos. Al llegar al lugar de la escena, con el corazón en la boca por la carrera y el mal presentimiento, lo hallé de pie, un poco aturdido aún, con el hocico y las rodillas chorreando sangre, y eso era todo. No dio mayor trabajo en la doma. En realidad tratábase de un animal de noble índole, aunque con exceso de bríos y con nervios a flor de piel. (Pocas desgracias como la de un potro sobrado de bríos e imaginación caído en manos de un domador mucho más bruto que él, que termina emborrachándolo de espanto hasta volverlo un sujeto de avería y peligro para sí mismo y para cuanto lo rodea.) Un día que enredó una rama espinuda con su larga cola dio vueltas en torno a la cerca del potrero, a saltos, relinchos y coces, todos los que fueron precisos para verse libre del pingajo. Otro día, sorprendido por la gorra de un chico que fue a caer entre sus patas, arrancó el poste a que estaba amarrado con un fuerte cabestro, y repitió la escena anterior a lo largo de muchas cuadras con el tramojo a cuestas. Después de tales percances manteniase por algún tiempo sumamente desconfiado y a la defensiva. ¡El Moro! Era sin duda un animal hermoso, y deciase que no había nada parecido en muchas leguas a la redonda. Dos o tres de los acomodados del pueblo intentaron separarme de él, adelantándome propuestas tentadoras a su juicio. Hasta me llegó un mensaje en el mismo sentido de un ricachón de la ciudad lejana. Yo decliné toda oferta de esa laya con una fácil sonrisa de desdén o de soma, aunque mis finanzas aconsejaban lo contrario, porque los pobres difícilmente trafican con 'la amistad y el amor, y el Moro era mi profundo-amigo y yo llevo la herencia gaucha de la sangre. Apenas me hubiera 66


extrañado más que me hubieran propuesto comprarme un ojo o un pedazo del corazón. ¿Qué diría usted si le ofrecieran todas las estrellas de la noche a cambio de la mujer amada? Cuando ocurrió su trágica muerte, un filósofo analfabeto creyó dar con la clave: lo había matado la envidia de los ricos. El defecto mayor o único era su humor tornadizo. Tratábase de un animal pacífico y sin mañas, sólo que en ciertos días amanecía hecho un haz de nervios y de pie sobre el ¡quién vive! como si hubiera tenido una convulsa pesadilla durante la noche. Entonces el jinete —si no era yo, sobre todo— debía mantenerse con las piernas bien ceñidas y sin descuidar la guardia un solo instante. En efecto, por cualquier incidente, aun mínimo —una mancha oscura en el suelo, el vuelo de un pájaro y hasta la caída de una hoja— solía alzarse sobre los garrones, girando a un costado con ímpetu tan bronco que podía desarzonar al jinete mejor sentado. Una mañanita de invierno, con nieve caída en la noche, marchábamos por un largo callejón bordeado de talas. El caballo, que había amanecido con los nervios de punta, iba cada vez más inquieto, haciendo hervir los ollares, ladeándose a derecha e izquierda, buscando olfatear el suelo, desconfiando quizá del blancor de la nieve o tomando por hoyos las negras manchas de la nieve desatada. Y todo sucedió en menos tiempo que se dice amén. El momento en que traté de hurtar uno de mis ojos a la agresión de una rama espinosa coincidió infortunadamente con una de esas categóricas tendidas, sesgas como el relámpago, del Moro, y yo me encontré en el suelo, aunque por suerte cayendo sobre las puntas de los pies y las palmas de las manos. El caballo no disparó, sin embargo: hallábase a unos cuantos pasos de distancia, esperándome sin duda, aunque entre rebufes y ojos desorbitados de asombro. Monté de nuevo y creo que fue la única vez que su cuerpo conoció la ofensa porfiada del látigo, porque la humillación de mi caída me había embrutecido. En otra ocasión un conscripto semiborracho, invocando mi nombre consiguió apoderarse del Moro, ensillarlo, montarlo y partir a todo escape. Cinco cuadras marcharon juntos. Al doblar un recodo, el montado, desconociendo sin duda al montante, resolvió jugarle una de las suyas y el jinete debió esperar la venida del día siguiente para recobrar el uso cabal de su mollera. Dándome cuenta estaba el muchacho potrerizo de la chicana del soldado, cuando sentimos el eco de un tropel creciente. Es el Moro, me dije. Y era él, en efecto. Traía sólo un pedazo de rienda, pues hablase desprendido a corcovos y coces del resto de la montura, y cuando saliendo de las primeras sombras de la noche detúvose de golpe frente a casa, mostraba todo el aire de haber tenido una reciente entrevista con el patrón del infierno. (Eso sí, jamás se desbocó, es decir, cayó en ese terror fantasmal que lleva a un caballo a huir de sí mismo como de un incendio. Tal vez era harto inteligente para eso.) Pese a estas minucias, el Moro, ya lo dije, era una criatura mansa y aun bonachona. Nunca mordió ni pateó a nadie. Creo sinceramente que me sentía su amigo como yo me sentía de él. Cuando yo entraba en el alfalfar o cebadal en que pacía, dejaba de ramonear para venir hacia mí, con un pequeño relincho amistoso. (El afecto y la lealtad transparentes de un animal realzan su precio por contraste con las frecuentes trampas de la amistad o el amor humano.) Gustábale que te palmease el lomo —era fácil advertirlo— o que le peinase las crines o la cola con mis dedos, sacándole de paso algún abrojo. De mi parte, a mí me cosquilleaban las palmas de las manos por hacerlo. Nunca lo 67


premié con azúcar o con sal, pero sí, muchas veces, con un puñado de ciruelas o de vainas de algarroba que él recibía de mi mano, goloso como un chico. No lo rememoro al Moro por puro y ocioso afán evocativo, sino por gratitud profunda. Le debo, en efecto, algunas de las emociones más hermosas de mi vida, pues mediaba entre nosotros una relación entrañable. Yo que fui siempre avaro de mi tiempo, perdía gustoso o sin sentirlos largos ratos, redondeando sus cascos, cepillando su lomo, o peinando sus crines o su cola. Los tiranos (en todo hombre hay un aspirante a tirano) creen que educan a un hombre o un animal cuando a fuerza de mal trato y terror aplastan toda iniciativa, es decir, hasta la última raíz de la personalidad del educando. La pedagogía a cargo del látigo, es tan aciaga para el hombre como para el animal. Al jinete bruto responde el caballo bruto. El caballo mordedor o coceador es una víctima que se defiende de su primer verdugo. Yo nunca comprendí —o lo comprendí demasiado— la crueldad asesina de la espuela. La réplica irreplicable la daría el caballo si pudiera hurgar con una carda las verijas desnudas de su caballero. ¿Que hay gente que corta la cola y las orejas a los perros? Yo me conformaría con raparles a ellos las cejas. . . y ponerlos frente a un espejo. Cortarle la crin y la cola a un caballo no sólo es privarle de un rasgo integrante de su belleza sino de su pantalla de aventarse las moscas. Pienso que el hombre es casi siempre más cruel que los animales y es eso lo que, pese a la superioridad de su cacumen, lo lleva a ser a menudo más estúpido que ellos. Las orejas del caballo no sólo son un órgano de percepción como en nosotros sino también de expresión, y tan decidoras como nuestro lenguaje: dirigidas hacia cualquier rumbo en averiguación de un ruido incierto, apuntadas como dos pistolas hacia adelante ante el temor o el asombro, o echadas hacia atrás en la cólera. Creo que el caballo interpreta no sólo el más ligero toque de las riendas o de la presión de los muslos, sino hasta el cambio de tono de la voz. Tal vez el caballo, que no entiende el sentido de las palabras, capta las inflexiones de la voz humana tan bien como nosotros y tal vez percibe la vibración o el olor de nuestra bonhomía o nuestra rabia o cosas que nosotros no podemos advertir. Cierta noche de tormenta, oscura como cueva tapiada, en que debíamos cruzar un puente de madera tendido sobre un arroyo seco muy crecido en la ocasión, el Moro se negó a hacerlo, y pese a mi tozudo empeño, todo fue inútil. Al otro día supe que el puente había sido roto por la creciente dos horas atrás. ¿Quién le dio la noticia a mi caballo? Quien no ha pasado largas horas, sobre todo en la noche, cruzando una travesía solitaria y no exenta de peligros, no puede sospechar la misteriosa amistad que llega a establecerse entre cabalgadura y jinete. Peligro, dije. Tal vez de un accidente que puede dejarlo a uno a merced de la sed. Tal vez del enigma de la noche del desierto, amenaza para el hombre primitivo que no duerme del todo en nuestras células. El caballo, a su vez, que también lleva en las suyas el miedo a la arcaica noche felina, siente la vecindad del hombre como la de un compañero de armas. Sea lo que fuere, el Moro fue en muchas ocasiones mi único y entrañable camarada. Y algo más. Su mera presencia era para mí un alerta y un estímulo: digo el sólo espectáculo de esa vitalidad que se le escapaba por los ollares, por los ojos, por 68


las crines, por los cascos. Manso como era, parecía no conocer la necesidad de reposo. Revolvía fulgurosamente los ojos bajo la movible visera del tupé, cambiando sin pausa de postura, sacudiendo la crin, refregando el morro en la rodilla trémula, amufando o irguiendo las orejas, agachándose a comer con un ojo en el pasto y otro en el horizonte, dando aldabonazos en la tierra con uno y otro casco, como provocando a los dioses del subsuelo o del viento. (Más de una vez creí notar un parentesco real entre el demonio que agitaba su sangre y sus crines y el que aún desasosiega mi espíritu: tal vez era ése el origen raigal de nuestro apego mutuo.) Las civilizaciones religiosas de ayer, como las civilizaciones mecánicas de hoy, han tendido y tienden no sólo a poner al hombre a trasmano de la Naturaleza que llaman externa (como si materia y espíritu no fueran los dos extremos de un mismo arco) sino a perseguir a la Naturaleza dentro del hombre. Vivimos en desarmonía más o menos total con el ambiente respirante y palpitante que nos envuelve y nos trasciende. Somos criaturas enfermizas porque hemos perdido todo respeto al animal salubérrimo y venerable que somos en la raíz del ser, y que no contradice la ambición humana de ascenso, sino que es su servidor imprescindible, el patrón americano de la cepa noble. Pues lo de instinto y de selva que aún llevamos adentro es lo único que puede ponernos en contacto con la inocencia, la fuerza y la gracia de lo que vive. Volviendo a mi tema diré que había en mi sentir una relación secreta, pero evidente, entre el numen huracanado que lo poseía a él y lo que yo sentía en ocasiones en lo hondo de mi ser y en la punta de mis dedos. Lo terrible de la domesticidad para el animal es que le hace perder su iniciativa propia. Lo más noble del caballo, no es precisamente su sometimiento incondicional, sino al contrario, el que pese a sus milenios de servidumbre no haya perdido en el potro su rebeldía, es decir, su desenfrenada libertad salvaje. El Moro admitía el freno porque se había habituado a él como a un carozo que uno conservaba en la boca, porque no estorbaba su galope ni su relincho, ni le mortificaba en modo alguno, ya que él sabía avanzar o detenerse a la menor insinuación de la rienda, del cuerpo o la voz del jinete. Pero no admitía la espuela, es decir, que le buscaran las cosquillas. Al mero ruido de la rodaja, a veces, se detenía o sacudía la cabeza o uno de sus cascos, o se erguía en dos patas con las orejas amusgadas al rape y un fulgor casi felino en los ojos. Ni decir que yo respetaba esa dignidad suya, como si fuera la de un hombre. Es que pese a su dulzura, el Moro tenía alma de caballo cimarrón, de bagual. Advertíalo hasta cuando lo llevaba al abrevadero, como era mi gusto. Olfateaba el agua entre pujantes resoplos, como si le encantasen las ondas que suscitaba con ellos. Bebía después como bebe el borrachón, con sorbos profundos e inacabables, levantando al cabo el morro goteante para comenzar de nuevo, todo ello sin descuidar la guardia, es decir, ojeando con celo a los costados, no descontando lo imprevisto. Después, avanzando hacia el centro del remanso, hasta sentir el agua en el encuentro, comenzaba a castigarla a grandes manotadas, entre un menudear de gotas y un estruendo de chaparrón, para terminar acostándose con el cuello en alto como un guanaco y un enorme suspiro de anhelo satisfecho. Después, recobrando la orilla, sacudía su cuerpo todo con la pujanza de un golpe de viento sobre una bandera. Su alma era sin duda la de aquellos que repetían cada día esa hazaña que no intentó nadie más (galopar sobre el médano o con las patas trabadas), esos caballos indios cuyo aliento inextinguible no precisaba espuela, látigo ni 69


freno. (Poetas sin freno y sin más espuela que su ímpetu —soñaba yo— ¿por qué no podrá haberlos alguna vez sobre la tierra?) Ni decir que mi admiración por el Moro era humilde y ferviente. ¿Su estampa? Un ajustado equilibrio entre sus líneas longitudinales y transversales y las de través. Cabeza de cráneo grande y cara corta, orejas finas, perfil recto, cuello de estatua ecuestre, ollares y maxilares potentes, ojos casi cervales de hermosura y casi humanos de inteligencia, cruz recia y baja, dorso, lomo y vientre en reparto equilibre, grupa de repujada redondez, levemente oblicua, pecho amplio y esculpido de músculos entre los distanciados encuentros, tórax capaz como una vorágine, muslos y piernas densos y elásticos a Ja vez, brazos y codos a plomo, cuerdas netas, nudos ceñidos como un remache, cascos de cavador de leguas, perfectos, crin y cola de cometa de los prados ¡Un pura sangre criollo! Esos eran su frente y su perfil. Pero yo ponderaba mucho más su fondo: su sobriedad, su aguante, su brío, su coraje, su advertencia, su personalidad poderosa. Guapo de toda guapeza en su trabajo, sobre todo. Como yo también creía serlo en el mío —al menos así lo decían muchos—, tal vez no lo desmerecía del todo. Hecho al agua en cubo y al retozo en alfalfares en flor, bebía, llegada la ocasión, agua de charca y aceptaba el pasto que sólo roen los guanacos. ¿Mi devoción por él? Como se quiere a un niño y se admira a un gigante. Lo hubiera besado en ciertos momentos, si no fuera porque no hay beso entre varones que se respeten. Estoy olvidando lo que menos debo olvidar aunque es un secreto: la noche en que con la Malvina nos juramos —aunque sin decir palabra— ser el uno para el otro como el agua para el sauce (y lo cumplimos hasta que la muerte se entremetió) le propuse traerla desde el rancho del baile hasta su casa en la grupa del Moro. Éste jamás se había prestado a tal menester y creí ver en sus orejas su extrañeza. Pero le palmeé el cuello por debajo y le dije algo al oído, y terminó portándose como un caballero, cuando ella montó a mujeriegas tomándose ligeramente de mi cintura. Me pareció que no debía estar menos airosa que la luna que acababa de asomar sobre el cerro para alumbrarnos el camino. Del Moro pensé que no sólo su pelaje, sino también su corazón, era de terciopelo puro. Al otro día me encontré canturreándole a la oreja mientras peinaba su melena: Porque me dejaste anoche que me la trajera en ancas tengo, Moro, de calzar-te con herraduras de plata. Gustábame soñar a ratos en las profundas jacas andaluzas y berberiscas que fueron sus abuelas y también en el remoto abuelo del Ned-jed seco y pedregoso o arenoso, amojonado por distanciadas palmeras, y en los siglos de pampa y sierra nuestras que devolvieron a sus padres casi el duro paraíso originario, y los americanizaron hasta el tuétano, entregándoles la libertad sin freno y la personalidad sin tutores. Más de una vez viajé sobre su lomo una noche entera. Cruzar de extremo a extremo una noche a caballo, cuando muchas estrellas parecen quedar debajo de nuestro estribo, es en verdad realizar un viaje de altura, sobre todo de altura poética. La revelación plena del caballo, empero, es el galope, como la revelación del halcón es el vuelo: el galope que levanta al montado y al montante por encima de sí mismos. Cuando se galopa de cara al día que nace todo el aire 70


quiere pasar por nuestros pulmonés y el amanecer parece irse metiendo en nuestra sangre. El Moro y yo galopábamos por el centro del valle o la playa del río, en un hipódromo de montañas inmensamente azules como desposadas por el cielo en el misterio de la lejanía. En los largos galopes de las largas mañanas de verano, los ollares del Moro tenían rumor de torrente y espuma de torrente orlaba su boca y su pecho. En el galope era yo hombre de carne y hueso y viento a la vez. Caballo y jinete integrábamos un solo ser y representábamos, a nuestro modo, tal vez, algo de la alegría y la mocedad inmortales de la Naturaleza: yo me sentía con un pie en el estribo y otro en el viento. El riesgo inherente al galope era otro ingrediente de intensidad y de vida. (En el galope el aire, entrando a rodo en los pulmones y sopindo a dos carrillos sobre la sangre, hace que el alma se columpie a gran altura. Como el esfuerzo del jinete es mínimo y deja la mente libre, el galope resulta un acto contemplativo y activísimo a la vez, y el paisaje con sus cerros y árboles sedentes se echa a andar en sentido contrario en desfile de caravana.) Yo no iba sobre una máquina —auto, motocicleta o avión— sino en una criatura viva capaz de alegría y dolor, de emoción, sentimiento y fantasía como yo. No era esto lo que menos contaba. Si galopábamos contra el viento, entonces la embriaguez aérea del pájaro era nuestra. Porque el galope del caballo, pese a que lleva nuestro hierro en la boca y los cascos, toca y no toca sobre la tierra a un tiempo, es un intermediario entre el cielo y la tierra: un hermano implume del vuelo. En ocasiones el contagio de su rapto era tan loco que llegué a imaginar como no imposible el que pudiéramos salvar de un salto el horizonte. Confluíamos tal vez en el misterio del centauro, hijo de la nube y el viento. ¿De dónde se les ocurrió a los griegos hacer que Quirón, el centauro, fuese uno de los maestros de la sabiduría humana? ¿Acaso para enseñar a nutrir el intelecto, sin olvidar que el cuerpo y la sangre son también sagrados, y que el eclipse del instinto no es menos fúnebre que el de la inteligencia? Todo esto sin olvidar lo más hondo: como si el ritmo carnal y aéreo del galope obrara como inspirada tiranía sobre el ritmo que todos llevamos escondido en nosotros, yo sentía el verso escandirse por su cuenta en mi mente y mis pulsos. ¿No se me entreabría otro misterio antiguo, el del caballo hijo del impetuoso ritmo del mar, y el del caballo con alas caudalosas de numen? Y ocurrió que un día el Moro no remaneció en el potrero en que pernoctaba con los demás caballos. La noticia no me sorprendió mayormente al comienzo. Otra cosa fue cuando pese a todas las diligencias no fue hallado ni vivo ni muerto. Entonces se recordó que hacía apenas cuatro días que partiera una tribu de gitanos que sentara sus reales en el pueblo por un par de semanas. Hubo que acudir a la policía y al telégrafo, dando informes y pidiendo noticias a varios pueblos de la comarca. Al fin logró darse con el paradero de la tribu nómade, en un villorrio distante veintitantas leguas del nuestro, sólo que no obraba en su poder caballo del pelo ni la marca indicados. Recibí la noticia como se recibe la de la muerte o la infamia de un amigo o amiga, como una puñalada a traición, pero no quise resignarme. El más maravilloso de los instintos animales es sin duda el de la orientación, que el hombre también debió poseer en sus remotos orígenes aunque 71


ha terminado por perderlo del todo o casi del todo, si bien su recobro es lo único que puede explicar las proezas de baqueanos y rumberos. Es cosa de apodo y proverbio el arte de las palomas mensajeras. La abeja vuelve a la colmena desde una distancia de dos o tres kilómetros. Parece guiarse por la vista. ¿Pero qué puntos de referencia le sirven de hilos? "Su brújula es el sol", aseguran los zoólogos de hoy día, es decir, el ángulo que ellas advierten entre la tierra y la marcha del so!. A los diez años de permanencia en el lecho del río elegido, las anguilas viajan al mar, allí desovan y mueren y sus hijos desandan el camino de sus padres, sin conocerlo y sin fallar. Los salmones emulan la hazaña, pero en sentido contrario: van del mar a desovar a los ríos. Las cigüeñas, sin ser guiadas por sus padres, siguen repitiendo el viaje milenario de éstos, desde un continente a otro. Decir que las aves, los peces y otros animales viajan sin equivocarse a un punto remotísimo, conocido o incógnito, porque tienen un instinto de dirección, no es explicar las cosas. La pregunta de la esfinge subsiste: ¿cómo saben la dirección a seguir, qué sentido emplean, por qué sentidos se guían para averiguar un camino que desconocen, y que puede abarcar diez o veinte mil kilómetros, a través de llanuras, montañas, mares, nubes? No lo sabemos a ciencia cierta. El regreso del Moro estuvo relacionado con ese gran misterio. Los yeguarizos del campo están ligados por un hilo invisible a la querencia y así pueden retornar a ella desde una profunda distancia. En la Pampa de los gauchos podía facilitarse un legüero al transeúnte en apuros con la certeza de que el animal volvería en cualquier momento al palenque de la casa. Mi caballo regresó una madrugada, a los siete días de su ausencia, cuando yo estaba perdiendo o había perdido ya toda esperanza. Me despertó su relincho. Lo repitió al y erme, alboreante como una diana, trémulo como el álamo temblón, alto, alto, con el hocico apuntando hacia los cielos. ¿De dónde venía? Nunca lo supimos. Traía consigo, como recuerdo de su gran aventura, un bozal y un pedazo de cabestro. Para mí fue claro que les jugó una de las suyas a los gitanos. Se acordaría de sus pagos, de la fragancia borracha de los alfalfares en flor, del eco rebotado de su alarido entre los cerros, y, quiero creerlo, del cariño sin fondo de mi mano y mi voz. Y entonces pondría en su estirón el mismo ímpetu que ponía en sus brincos sobre cercas y alambrados y, claro es, el torzal cuatrero reventaría como una bordona vieja. El Moro volvió, pues, y su regreso fue una de las alegrías de luz de mi vida. Le acaricié por un larguísimo rato las crines, palmeando mimosa e incansablemente el cuello y el lomo, mientras él, ladeando de cuando en cuando la cara, ponía su hocico sobre mi hombro con una especie de vagido o relincho ahogado. Tal vez yo tenía los ojos húmedos. (No sé si el mío se halla entre los destinos trágicos, pero mi vida está llena de pequeñas tragedias, enormes para mí. Mi mejor amigo de la adolescencia, príncipe de la amistad y la bondad, derribado a balazos por un asesino de profesión; mi madre, muy anciana ya, que sin duda abrevió sus días con el notición del encarcelamiento de su hijo; María Eugenia, primero, y Malvina después, que se fueron del mundo cuando todos mis latidos eran suyos y los suyos míos.) Mi caballo volvió para morir al poco tiempo, asesinado por un rayo como un héroe de mito.

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Pero éste es otro caso. Yo había recibido a pasto, por empeño de mi amigo Quesada, un artesano chileno avecindado en el pueblo, un caballo de un paisano suyo. El bruto forastero y el Moro, después de porfiadas discusiones a diente y pezuña, terminaron por hacerse compinches. Sólo que el Moro le contagió al otro el gualicho del brinco y un día de tormenta, quizá alertados por el redoblar guerrero del trueno en los cerros del contorno, ambos resolvieron darse asueto. Un rayo los acostó a un tiempo a los dos, sellando su aparcería con la muerte. ¿Quién contagió su fatalidad a quién? Porque el chileno nómade resultó ser un ladrón de gran envergadura y usaba mis alfalfares para cebar a su alazán antes de ir a dar sus botes de halcón a treinta o cuarenta leguas de mi pueblo. ¡Pobre Moro! Lo lloré en mi corazón muchos años como se llora la pérdida de seres muy leales a quienes quisimos y nos quisieron hasta la muerte. Aún lo sueño y a veces me parece escuchar su relincho en la lejanía. En ocasiones hasta creo sentir el eco de su galope, pero es sólo el de mi corazón que cree toparse de nuevo con él tal vez en algún rincón de ese cielo araucano en que jinetes y caballos galopan la inmortalidad.

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La montaña: la tierra alzándose desde su profundidad de fuego hasta las nubes para explorarse a sí misma. La corcovada altivez de los cerros. Las plantas de las laderas, erizadas de sed y espinas. El bosque de las quebradas, menos denso de ramas que de misterio. Raída por vientos y avalanchas, la piedra doquier, formando horizonte, nublando el cielo y la tierra. El aire minimizado de la altura que enjareta los bofes y culatea el corazón. Arriba, muy lejos, la noche atrincherada en el fondo de los precipicios. El enojo del trueno emparedado entre los cerros, obligando a taparse los oídos. La rabia de las siestas de verano amenazando cuartear las piedras, y los meses aprisionados por la nieve y el hielo con fríos atizados por el viento más quemadores que tizones del infierno. El cernido follaje del algarrobo que mete avío y dulzura en sus vainas en lugar de hierro como el hombre. En la primavera, la desmesurada flor del cardón redimiendo todas sus espinas, y la flor del aire no indigna de ser oliscada por los ángeles. Nubes cargadas de granizo, en los malos días, y en los mejores, el cóndor sombrío y amagante como un nubarrón cargado de tormenta. Paulito acaba de cumplir once años. Desde los nueve, en que su hermano mayor partió al servicio de la marina, Paulito lo ha reemplazado en el servicio de llevar las cabras al cerro todos los días y aunque haya lluvia o nieve. En verano sale junto con el lucero del alba que tinta allá arriba como un pichón llovido; en invierno al rato de alzarse el sol sobre las cimas volviendo casi a boca de oración. En una alforja de cuero crudo de chivo lleva elavío: maíz tostado o harina cocida, charqui, un pedazo de queso. Agua no, porque él sabe dónde hallarla, en las oquedades secretas de las peñas, si el arroyuelo queda a trasmano. Su único compañero en el oficio es Cual, el perro cabrero. Sus armas: una honda de lana y una soguita de cerda. A veces los libes, boleadoras de juguete que se fabricó él mismo. Eso, y sus ojotas y su poncho, es todo. No ofrece mayores peligros el cerro para Paulito y sus cabras, porque el puma respeta la forma humana —y hasta se dice que simpatiza con ella—, y el zorro prefiere atacar de noche y a mansalva, y, no descuidando la guardia, el cóndor puede ser espantado a tiempo aun en caso de agresión repentina. Sin embargo es el cóndor, en verdad, el único enemigo de temerse. ¿Cóndor? Paulito sabe a qué atenerse, como que desde los cuatro años las charlas escuchadas en torno al fogón del puesto o cortijo han tenido preferencia marcadísima por las cuatrerías del cóndor. Y está, sobre todo, la autoridad de don Barbieni, el condorero —curandero de largas mentas, además— que suele pasar de cuando en cuando por el puesto y quedarse en ocasiones por varios días. El gringo viejo lleva siempre consigo una escopeta de largo caño, que carga con municiones, grandes como uvas, fabricadas por él mismo. Montado en su macho veterano, toma los caminos de las cimas y la puna, y- cuando 77


regresa —al cabo de semanas, a veces— suele traer consigo un buen fardo de pellejas de cóndor con todas sus plumas que vende a buen precio a los comerciantes de los pueblos, y un collar de cabezas de corvo pico por las que cobra tributo a los estancieros de la zona. A lo largo de las horas y los años, escuchando a los mayores y sobre todo al Gringo, Paulito ha tenido tiempo de saciar su curiosidad, si bien renaciente, de la vida y milagros del gran cuatrero de las cumbres. Sabe, pues, a qué atenerse. Que el cóndor, calvo como los picachos en que vive, no tiene voz igual que ellos, o, al menos, nadie que se sepa se la ha oído. Que a su ojo no lo estorban las leguas, y emboscado en la altura y vuelto invisible desde tierra, lee como si fuera un libro todo lo que pasa en las laderas y los valles. Que no vuela de noche ni en días de temporal. Que a diferencia del águila y del puma, cazadores solitarios, él obra siempre en banda. Que no lleva jamás su presa en las garras —demasiado botas— ni en el pico —demasiado corvo— sino en el buche. Que el gran vagabundo tiene un gran apego a la querencia y por mucho que se aleje, termina volviendo casi siempre al dormidero común. Que puede bajar en picada desde su mangrullo aéreo al plan en que se halla la presa en no más tiempo que canta un gallo. Que el regreso a las cimas del aire o la montaña es lerdo al comienzo —y jadeante como el de un cojo si ha recargado de carne el buche— pero sólo hasta que logra tomar la espiral del remonte. Los niños de ciudades y pueblos, aun los más pobres, muy difícilmente pueden imaginar la vida de privaciones y penurias que debe soportar un pequeño pastor de la puna, los encumbrados pagos serranos, donde hasta el aire se da con tacañería. Leguas y leguas a pie, a través de riscos, breñas y páramos, detrás de sus cabras, animal andariego y montaraz si los hay. Y la helazón de los días de invierno, con llovizna o nevasca. Y peor aún la de los vientos, que penetra no sólo a través del poncho y las ropas, sino de las carnes, amenazando petrificar los huesos, cuajar la médula. Entonces Paulito tiene que guarecerse en los reparos improvisados de las peñas, y tratar de hacer fuego con las humosas y lacrimosas leñas del cerro, para defenderse de algún modo del frío asesino —todo esto sin quitar los ojos de las andanzas de las astudas—. Y están —no menos traidores sino más— los días en que la neblina tapa la vista a dos trancos de distancia, y en que es preciso volver temprano, guiándose más por el instinto de las cabras y del perro que por la propia advertencia. Y está, por encima de todo, la soledad sin alma viviente, la soledad —más invencible que la neblina y el frío— que acaso hubiera terminado idiotizándolo o enloqueciéndolo de no ser la compañía del perro, tan entrañable y veraz que el uso de un lenguaje común apenas hubiera agregado algo. Cuando le da por ladrar de puro gusto, el dúo de perro y cerro es uno de los pasatiempos de Paulito. Pero quien debe trabajar sin tregua y desafiar el peligro apenas tiene tiempo de acordarse del frío, la soledad o la locura. Pasa eso con Paulito. Que jaqueado por un quehacer constante, y familiarizado, sin advertirlo, con la presencia formidable del cerro, ha terminado por no sentir el peso de los días. Y hasta sucede lo contrario. En los días benignos la montaña se ofrece 78


como una amistad inmensa, y el cielo parece copiarse en el alma del niño mejor que en los remansos. Entonces, aligerada por la larga visibilidad la guardia del rebaño, el pastor y el perro se permiten hondos intervalos de olvido, y casi de dicha. ¿por qué no? Cual se entretiene entonces en el camino, con porfiados desvíos, siguiendo a olfato todo rastro que le sale al paso, o cavando la entrada de toda cueva o hendija, entre gimoteos y gruñidos, para disparar de golpe en alcance de su amo y saltarle al pecho errándole un lengüetazo de cariño en las narices. Paulito a su vez rompe a correr a todo escape, trepa a los riscos como un huemul, lanza a lo alto un grito relinchante que el perro comenta a ladridos. Ambos se quedan después escuchando los gritos y ladridos que devuelven los cerros, como en diálogo amigo. Con todo lo terrible que la montaña puede ser o parecer, no aplasta el alma de sus moradores, gracias sin duda a lo variado y cambiante de su fisonomía. Sí, más allá de los más altos pasteadores donde él llega pocas veces con sus cabras comienza la frontera de la verdadera patria del cóndor, donde el invierno acampa todo el año, y donde no moran ya animales, plantas, ni siquiera insectos, y donde el tiempo mismo parece hacerse piedra. En ocasiones, más allá de las nubes, todavía asoman rocas. Allí hay un aire hueco que todos los seres vivientes evitan, porque está hecho sólo para las alas del cóndor, y porque sólo los bofes del cóndor pueden aguantarlo sin riesgo de romperse. Sí, allí vive el gigante, y no de cuento, que calza las botas de siete leguas en sus recorridas diarias —el cazador cuyo campo de caza abarca varios climas, pues desde el invierno inmóvil de sus cumbres, la montaña se apea a las demás estaciones—. Siempre abrumado a medias por la presencia de la montaña, el pastor suele asentarse a veces en el filo de algún cerro como un chingolito en la cruz de un toro. A veces como emboscado entre aquel bosque de moles, de vericuetos, de senderos sin salida, en ciertos parajes cree hallarse ante un pueblo de monstruos y demonios. Una pesadilla tallada en roca. Y las grandes tormentas, cuando el trueno sacude el cimiento mismo de la montaña, y los cerros parecen dar unos con otros y los torrentes se precipitan rugiendo en todos los tajos y quebradas como leones sobre su presa. En los días de gran despejo puede, desde algún mogote, dominar escenarios desmesurados. La montaña muéstrasele entonces en su arrebatadora hermosura, aunque nunca exenta de un recóndito terror. La montaña levantada por las trombas del fuego primordial, y tallada por el tiempo, los torrentes y las avalanchas, aunque él no tiene ni la más remota noticia de tamaños misterios. Él sólo sabe que el blancor de la gran altura, que en días de sol brilla como un alba, es nieve. (La patria del invierno sin primavera, más remota e impasible que las estrellas, más allá, no sólo de la frontera del hombre, sino del animal y la planta.) El alto mundo donde la eternidad se hace costumbre. La montaña, sublevación de piedra y bosque. Cataratas de piedra. Corcovos de piedra. La montaña con remonte y combas de vuelo. Los picos, rugosos y canosos abuelos de la tierra con el tiempo congelado en sus cimas. La montaña más alta que las nubes. Y los cardones de sus laderas con sus sombras angostas como sombras de lanzas, y tan tiesos que parecen menos plantas que monolitos. Allá arriba la pampa lampiña de las punas con su aire minimizado que intenta ahorcar los bofes. Allá lejos, abajo, las travesías penitentes y los 79


médanos traga-ríos y el viento arreando polvaredas y mugidos. Algunos días los nubarrones hacen del cielo una cordillera corrediza y entonces el trueno suele hacer crujir la piedra inmensa como si fuera un esqueleto. Todo esto lo sentía Paulito muy oscuramente, por cierto y sin palabras, sólo que el buen tiempo mostraba otra cosa. A lo lejos los cerros parecían hechos más de cielo que de piedra. Él sentía entonces el alma tan alta como un vuelo. Las quebradas estaban llenas de árboles y allí los algarrobos con sus envainados confites y la paz de las siestas arrulladas por las torcazas. O el cencerro de las arrias con su voz de plata, porque acompañan leguas de soledad, de sed y peligro remedando la voz de los arroyos, las ranas y los pájaros. Hasta solía ocurrir también que Paulito hallara cierto parecido entre las lunas llenas del verano y los quesos de cabra. En cierta ocasión, un comienzo del verano, en que las lluvias prolongaron su ausencia, hallando desecados los habituales ojos de agua del cerro, se había animado a bajar al fondo de la quebrada; ocurrióle de pronto sentirse emparedado o encovado mientras escuchaba rugir, invisible, el torrente. Se le estrechó la garganta tal vez con un comienzo de llanto, cuando sintió, reconociéndole apenas, el ladrar de su perro. En eso notó una viva claridad allá arriba y vio como por un ojo de llave y como a leguas de distancia, un pedacito de cielo. . . Al fin, guiado por el eco de los ladridos, volvió sobre sus rastros y salió a la falda del cerro. Los picos lejanos le parecieron palomares de nubes. En otra ocasión ocurrióle algo más enorme. Al promediar cierta mañana comenzó a sentirse algo como un mugido que parecía venir de todos los rumbos y fue creciendo como un trueno, eso sí, no venido de las nubes, sino de las quebradas o las cuevas, y vio temblar y polvear las cuestas como un burro que se sacude después de revolcarse, y rodar peñascos cuesta abajo, con fragor que lo obligó a taparse los oídos, mientras el perro, erizado, ladraba y temblequeaba. Dio un grito sin querer y se acurrucó junto a una planta de toTa, tiritando y llorando, hasta que al fin todo pasó como una pesadilla. Con todo, la tortura habitual, especialmente en el corazón del invierno, es el frío, tan intenso a veces, que le obliga a lagrimear y echar humo de fogata por la boca y las narices. Sólo que los días benignos no son pocos y entonces lo olvida todo, muy principalmente en la primavera, cuando sus cabras descubren entre las peñas el primer pastito nuevo. Más tarde colorean las enormes flores del cardón, y se dejan sentir o ver de nuevo los escasos pajaritos de las tierras altas. Óyese otra vez la hueca carcajada de la chuña. Su alegría o su consuelo de siempre, eso sí, lo constituía su perro. Cual es un cabrero nato, es decir, criado mamando de las cabras, durmiendo a su lado y tan amañado con ellas que más de una vez, impedido Paulito de salir al cerro, Cual vuelve al puesto a la hora de costumbre arreando la majada, después de haber montado guardia sobre ellas durante el día como si fuera otro Paulito. Al más remoto olor de zorro o puma, o ante el vuelo demasiado bajo de algún cóndor, da el ladrido de alarma, y si la hora de regreso está próxima, aprovecha para anticiparla, ladrando en torno de sus pupilas, quienes por otra parte no tardan en adivinar sus intenciones, especialmente el chivo madrino que agita, trotando adelante, el cencerro que oscila al par de su barba. En las siestas de verano suelen los dos guardianes dormitar por turno. Al perro ocúrrele entonces defender a sus cabras aún en sueños, pues Paulito óyele ladrar a la sordina mientras un ligero temblor recorre su flanco y sus patas. . 80


En las zonas de altura media la montaña parece condescender con la pequeñez del hombre, en parte al menos. Es cierto que ella se empeña en mostrar aquí y allá cuerpos de monstruos, perfiles de tortura o agresión, precipicios de escalofrío, bocas de cuevas que tal vez dan entrada a la mansión del señor don diablo. La presencia de la montaña es a ratos envolvente y amenazante como una gran borrasca. Pero todo eso, con la costumbre, pasa a segundo plano, pues aquí el árbol, la hierba y el pájaro son casi una compañía humana. Los mismos cardones gigantes, enteramente vestidos de púas como un puerco espín, brindan un fácil huraco al nido del pájaro carpintero. Sin embargo lo que decisivamente impide que Paulito ceda al frío y al hastío y al anonadamiento es sin duda la insondable atracción que sobre él ejerce el rey de las cimas del aire y de la roca. Porque más que ningún ser viviente se envuelve en misterio el que vive en pagos defendidos por las nubes y la lejanía inalcanzable: el mundo del frío, la blancura y la soledad sin cambios, tres personas distintas y un solo demonio verdadero. Pese a ello, Paulito ha podido verlo más de una vez en escenas de sencillez e ingenuidad que le han dejado, ¡quién lo diría! una impresión casi casera. Por ejemplo, ha podido llegar muchas veces hasta el llamado "Bañadero de los cóndores" y en dos ocasiones sorprendió a un grupo de ellos pasando y repasando al vuelo por debajo de un gran salto de agua y vióles después posarse aquí y allá sobre las peñas y sacudirse el lomo mojado con violencia de potro y extender al sol las descomunales alas. (El cóndor, como todo animal carnicero, es amigo del agua.) También los ha visto perseguirse unos a otros, en juego retozón, como cachorros. Sabe igualmente, por haberlo oído y visto, que cuando les falta la pitanza, los cóndores no tienen a menos el convidarse a mesa ajena. Seguir desde las nubes, y desde el primer momento, una partida de caza del puma es fácil como un trago de agua para los grandes espiones del espacio. Comprobado el éxito del golpe, se apean a toda prisa y apostándose en lugar y a distancia aconsejables, esperan que el afortunado asaltante se harte y se retire a reposar. Sólo que los aspectos de potencia, de brutalidad y misterio son los que privan cuando se trata del cóndor. ¿Será verdad, cavila Paulito, que sus huesos están henchidos, no de médula, sino de aire? ¿Y que su ojo legüero ve siempre las cosas al alcance de su pico aunque estén a cincuenta cuadras de distancia? En cualquier caso él los ha visto manchar de golpe con su negra presencia el cielo, inmaculado hasta entonces y bajar en descenso vertical y pasar al sesgo de unas cuantas brazadas sobre su cabeza con ruido de viento emboscado, ladeando a un lado y otro para ojear mejor hacia abajo esa cabeza pelada y orlada de blanco como las cimas, o remontarse de nuevo en menos que canta un gallo y sumergirse en la altura como un pato se sumerge en el agua, (Paulito no puede saber que el remonte del cóndor sube tan alto que termina emboscándose en la profundidad del cielo y queda invisible para el hombre, pero él, que usa una mirada de leguas, puede revisar las cimas, las laderas y los valles, desde su celeste mangrullo, tan bien como nosotros vemos el plan de la calle desde un primer piso.) Mientras la cellisca o el temporal persisten, y aunque sea por una semana, el cóndor ayuna. No hay hambre más negra que la del cóndor sobre la blanca desolación de las cimas. El hambre del cóndor es entonces tan sin fondo como la sed del desierto. Sólo que en descargo suyo podemos decir que el gran 81


tragón no es propiamente un glotón: come con anchos intervalos y entonces debe hacerlo para vengar los ayunos pasados y prevenir los futuros, eso es todo. (A veces el lastre es tal, que para alzar el vuelo debe sacarse un poco de carne del garguero.) De ahí Ja desmesura de sus agresiones en ciertos casos. Paulito ha visto cosas que, no por conocidas de mentas ya, lo estremecieron menos. Una tarde, ya casi a puesta de sol, sintió un largo mugido de angustia y logró al fin localizar la escena. Una vaca que había ido a encajonarse en una saliente avanzada sobre un despeñadero hallábase acosada por una banda de cóndores que revoloteando en ronda cerrada buscaban cortarle toda retirada y obligarla a largarse peñas abajo. Llevada en efecto hasta el extravío y la locura por la azotaina de aletazos, la vaca terminó por perder pie y rodar por el abismo con un baladro de espanto que Paulito llevó por muchos días en los oídos y en el corazón. Porque dicho está que la mayor potencia del cóndor no se halla en las garras, sino en el pico, capaz de alzar una calavera de buey o saltar el ojo mejor enclavado, y en sus alas de huesos y músculos de atleta y violencia de viento zonda. Lo que vio una mañana de niebla le dejó un recuerdo más estremecedor aún. Al llegar a lo alto de un mogote, ganoso de no perder de vista a sus cabras, sintió una serie de ruidos sordos, como de poncho sacudido contra el viento. De pronto, en un correrse de la neblina, presenció la escena. Cuatro o cinco cóndores, apenas visibles, arreaban a grandes aletazos a una llama, ladera abajo, mientras otros dos miembros de la banda se ensañaban con la cría, recién nacida al parecer, buscando arrancarle los ojos o la lengua, y derribándola al fin. Pudo ver esto, pese a que el frío le nublaba los ojos hasta las lágrimas y le acurrucaba la carne sobre los huesos. El pastor a veces se queda soñando, aunque de esto nunca habla con nadie. El cóndor, que está casi al mismo tiempo en las cimas de la montaña o del aire y en el hondón de las quebradas ¿es un ser como los otros? ¿Es el cóndor un gigante cuya estatura domina los cielos y la tierra? Imagina vagamente y sin palabras el oleaje de cielos que el gran pirata surca con sus remos y su vela. El sol acaba de perderse detrás del filo de los últimos cerros. Paulito regresa con su majada de cabras, que van ya más allá abajo arreadas por Cual, que las conoce una a una y es capaz de advertir la ausencia de cualquiera de ellas. El eco devuelve multiplicados por cuatro los ladridos del perro. De pronto el pastor siente un rumor como de río que crece o de viento en el algarrobal. Desde el filo por donde viene mira habla el estrechísimo tajo —donde ya se anticipa la noche— que es la quebrada que queda a la derecha. Más que ver lo adivina todo. Entretenidos allá abajo, tal vez desde hace horas, en alguna de esas comilonas mudas, pero más feroces que la de una jauría, los cóndores vienen levantando el vuelo con esfuerzo, doblemente estorbados por la repletez de sus buches y la suma estrechez de la quebrada. El primer cóndor se muestra al fin, como un fantasma inmenso, casi al nivel de los pies del pastor, a sólo cuatro o cinco brazadas de distancia. Sin pensarlo casi, como por un puro envión del instinto, Paulito desprende las pequeñas boleadoras que lleva a la cintura y las arroja a la de Dios que es grande sobre el pasante. Trabado su vuelo, el cóndor se precipita quebrada abajo en un zumbante revoltijo de alas, apeado del cielo como un niño de un potro. 82


EL GALLO DEL DESIERTO



El gallo, el marido de la gallina, me ha parecido siempre un animal lujosamente extraordinario. Viví mi infancia en un pueblo donde las diversiones favoritas de los mayores eran las carreras de caballos y las riñas de gallos. Como tuve siempre la idolatría, entre arábiga y gauchesca, del caballo —su relincho y su galope aún me siguen pareciendo tan gloriosos como el chorro de la ballena o el arcoiris—, las carreras me impresionaron siempre como un rito sagrado de potencia y hermosura. Debo confesar que, perfectamente al revés, las riñas de gallo terminaron por repugnarme tanto como el olor de carroña. No comprendía entonces —y menos comprendo ahora— cómo los hombres podían solazarse con un espectáculo que significaba casi siempre la muerte de uno de los contricantes, o, lo que no era menos, la pasión y la mutilación satánica de ambos. Todo ello mientras entregaba al gallo no sólo mi lástima profunda sino mi admiración sin retaceos. Como a tantos otros animales el perpetuo corral y el soborno de la pitanza han rebajado a la condición de siervo al descendente del alto gallo silvestre de los bosques de fa India, aunque él —vaya a saber cómo— ha conservado su sabiduría de aurora, su grito terrestre y celeste a la vez, como un alerta de hombre y pájaro a un tiempo, verdaderamente universal y para todos. Mi simpatía indeclinable hacia los animales me llevó, sin darme cuenta, a observar menudamente sus modalidades y costumbres. Mi favor particular por el gallo creo que comenzó con la pesca de una minucia que no es tal, a buen seguro. Al dar de comer al averío en el traspatio fui advirtiendo que las palomas y los patos se apresuraban a engullir la pitanza, cada uno por su cuenta, sin importarles un pito de los demás; el pavorreal, si las granzas iban escaseando, no tenía inconveniente en arrojarse con un tremebundo picotazo contra sus propias esposas. La conducta del gallo era limpiamente opuesta: levantaba un grano y otro grano —tragando alguno como por descuido— y dejándolo caer para que las gallinas y los pollitos comiesen. Eso dice en favor del gallo mucho más que otras virtudes que comparte con diversos animales, aunque la del valor, en el gallo —su roja bravura— no admite parangón, como la dureza del diamante entre las piedras. Es posible que el gallo encierre en el triángulo de su pico y sus espolones el mayor coraje del mundo. He visto más de un gallo cribado de heridas, destapado el pico, ciego de remate, regoldando de sangre, fa garganta apuñaleada, ya cogido todo el cuerpo por el temblor de la muerte, alzarse hermoso y espantoso de heroísmo, revolando en un esfuerzo último contra el adversario, herirlo tal vez sin remedio, y caer de espaldas, difunto. Pero el gallo es el adelantado entre todas las aves por otra quisicosa: es el hijo favorito del alba. Él no se reduce a saludar su aproximación como las demás, sino que la victorea desde las profundas distancias de la noche: 85


tres veces, hendiendo el corazón de las tinieblas, lanza su grito de resurrección, su bienvenida a la navidad de la luz, la vida y la hermosura del mundo. (Constituyó en mi infancia uno de los mayores misterios y maravillas, no el de la Trinidad, sino éste de los gallos iluminados antes del alba, es decir, este diálogo entre los gallos y el sol a través de las tinieblas.) Por su ímpetu desafiante ha sido comparado al clarín, pero éste resulta cosa hueca y de hojalata junto a aquella voz que tiene toda la alegría y la sabiduría sagradas de la aurora. Si bate sus alas antes de cantar no es para aplaudirse de antemano sino para que su saludo vuele hasta el sol.) No hace mucho viajaba yo desde una ciudad cualquiera de Europa a Buenos Aires. Sólo que al aterrizar el avión en Roma, cinco viajeros nos encontramos con que, por falta de asientos disponibles, no podíamos continuar nuestro itinerario. El imprevisto tenía perspectivas de prolongarse por una semana o más. A ninguno de mis compañeros, y a mí menos que a nadie, le hizo gracia la noticia. Pero a mal tiempo buena cara. Para levantarles el ánimo a los otros, y levantármelo a mí mismo, dije: —Quién dice que a último momento no nos cante el gallo del desierto? -a...? Hube entonces de contar el caso. Los que alguna vez tuvieron la dura ocasión de cruzar a caballo una travesía de verdad saben que eso deja una cicatriz en la memoria. Yo tengo varias cicatrices de esa laya. He aquí el origen de la más honda. Era yo un muchacho quinceañero. Un día hube de emprender una larga cruzada a uña de mula. La primera etapa abarcaba una buena travesía y una cuesta no exenta de posibles sorpresas aun en una noche de luna. De todos modos, noventa kilómetros de desierto más o menos polvoroso o arenoso, es decir, sin ,una gota de agua ni para un pájaro. Don Pedro —mi guía— y yo podíamos aguantarlo, porque llevábamos una indispensable provisión de agua en los chifles, y las mulas también podían pelearle bien a la sed en el curso de una noche, aun en lo más polvoroso del verano, como era el trance, pero no al solazo de la mitad del día siguiente. Era forzoso, pues, llegar a destino alrededor de la madrugada o no mucho después. Salimos al hundirse el sol, después de abrevar las mulas en la última aguada. Se nubló al oscurecer. La noche nos oprimía hasta la sofocación y el sudor a jinetes y cabalgaduras. Más tarde comenzó a relampaguear, con anchos intervalos, sobre los cerros del poniente. Al fin se escuchó el primer trueno, a gran distancia y sordamente aplaudido por los ecos. No le hicimos caso, porque en las tierras ciliciadas por el sol ocurre que el trueno y aun algunas gotas locas, no pasan, casi siempre, de burla y alevosía frente a la espectación entrañuda de plantas, bestias y hombres. No llegó a más, pero al rato, por el viento que empezó a soplar y la frescura y el olor del aire, supimos que había llovido a gran distancia. Fue un alivio para nosotros y también para las mulas que, poco a poco, fueron aligerando el paso por su cuenta. Por lo demás, como yo era un muchacho desaforadamente novelero, para el cual la ciencia pendía de las ramas de los árboles como en los días del edén, y como no tenía la menor noticia del matrimonio indisoluble entre el señor interés y la señora estupidez y poseía en cambio un corazón quizá tan hondo como los lagares y las guitarras, iba reviviendo en mi imaginación muchas de las abigarradas escenas del villorrio recién abandonado: desde la nieve de los

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cerros remotos con su virginidad inviolable, hasta la dulzura de álgarroba y vidala del carnaval reciente o la leche ordeñada que de su propia espuma hace buche y arrulla en el balde. Así marcharíamos unas tres horas, o más, cuando sentimos que íbamos caminando sobre tierra llovida y al fin sobre terrenos en que el agua de las nubes había corrido fugazmente, al menos. La oscuridad no sólo no cedía sino que parecía más cerrada que antes. De pronto sentí la voz de don Pedro que venía emponchado en la cerrazón y el silencio desde hacía casi una hora: —Paremos aquí. Voy a apearme un momento. -. . . No estoy muy seguro del camino. No me agradó la noticia, aunque no le di mayor importancia. Otra cosa fue cuando el hombre, después de errar algunos pasos en la oscuridad y encender algunas cerillas que el viento apagaba de inmediato, volvió hasta su mula, que yo tenía de la rienda y me dijo con voz que me pareció cambiada: —En todita mi vida habré visto llover tres o cuatro veces cuando más, en estos malditos campos, pero nunca hasta hacer rodar el agua. —Y eso...? —Eso significa que no hay huellas y yano podemos estar seguros del camino. . . Tal vez lo mejor sea quedarse aquí. —Hasta que amanezca? —Eso digo, pero. —Eh? —Que aún estamos como a unas ocho leguas, lo menos, del Fuerte. y el solazo puede aplastar a las mulas mañana. me dice, don Pedro?. —No hay que afligirse, vea. . . Puede desnublar y dejarnos ver un poco. Es muy, muy posible, también, que nos cruce algún viajero. Creí adivinar que nuestra situación era más o menos peligrosa y que el hombre disimulaba para no angustiarme. Lo cierto fue que comenzaron a desfilar por mi avispado magín los no pocos casos de que tenía mentas de extraviados en la travesía inmisericorde y muertos de la más desalmada muerte posible: la de la sed. . . ¡Primero la cabalgadura y en seguida el jinete, o juntos! Y este último hallado después junto a una fosa cavada con las uñas, no se sabe si buscando agua o sepultura. La noche en estas soledades en que la más próxima vecindad humana suele quedar a varias leguas de distancia, es temible como la amenaza de un enemigo emboscado. De día cualquier peligro es más o menos concreto y podemos aprestarnos para la defensa o la fuga. De noche, no. Además la tiniebla, que puede ser tan espesa como la montaña misma, es hueca. Y cuando hay compañía, es Ja de las estrellas, tan distantes como el comienzo o el fin de los tiempos. En la noche del desierto el temor irracional nos trabaja. Sin poder evitarlo, y lo que es más, sin saberlo, vuelven las noches más remotas de nuestros antecesores asediados por el peligro de las fieras, los demonios o el clan antropófago: despierta el terror hereditario que duerme en nuestras células. En las zonas fértiles o pobladas, nada hay más risueño y exultante que el alba, no sólo por el desperezo general de la naturaleza, sino, ante todo, por el canto y revuelo de las aves que es como otro firmamento. Pero aquí no hay

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pájaros porque no hay agua. Es cosa que no puede olvidarse fácilmente esta mudez lúgubre de los amaneceres del desierto. La frescura pasa como un suspiro. El sol primero y el calor después se presentan sin demora. Y con ello la obsesión fatal: el peligro de la sed. El recóndito clamor de los desiertos por el diluvio. Qué contraste con las tierras felices, donde el alba se despierta a pasar lista a los pájaros, y el gallo iluminado antes que ella confirma su agorería, y las frondas dan frescor y rumor de acequia y la acequia huye cuchicheando chismes o risas. La travesía tiene casi siempre algo de siniestro y de triste como una fiera enferma. En época de gran sequía guarda un perfecto aire de camposanto. Nada se mueve o el movimiento está a cargo del viento y de los cuervos. La línea de los médanos, a la distancia o cerca, con no sé qué aire de pumas en acecho. De cuando en cuando al lado de la huella, una osamenta, tan pulida y blanqueada por el sol, el viento y los chimangos, que es como la losa fúnebre del finado. Ni los animales ni las plantas del desierto precisan casi beber agua, o mejor, pueden entretenerse con algunas gotas de rocío, esperando la ocasión de abrevarse con algún comienzo de lluvia o alguna creciente más o menos fugaz y desastrosa enviada por las lluvias de la sierra. Entre tanto mi imaginación no estaba dormida. Dos casos rondaban mi memoria. El de dos niñitas que habiendo desobedecido al peón que las conducía de esperarlo a la sombra de un árbol sito en el primer recodo del camino (mientras él cargaba su propia mula y ensillaba la mula carguera), se habían apartado de la huella llevadas por las mulas, sin duda en busca de agua, pues pese a lo temprano del día el zonda comenzaba a irritar al calor. Cuando el peón, que no notó el desvío, no logró darles alcance, volvió riendas y comenzó a rastrearlas. Ni decir que el hombre no era muy baqueano. Las encontró al otro día, abrazaditas, una boqueando, la otra muerta. El segundo caso era el de un viajero, a quien se le amancara la mula, por cuyo motivo, retrasada en horas su marcha, y acuchillados por el sol y la sed, rumbeó hacia el poniente, cortando médanos (a pie y tirando de su mula) en busca de un ojo de agua en el cerro más próximo. No llegó. Hallaron su cadáver no lejos del de su mula, junto a un pocito de media vara de hondo, excavado por él, no se supo si buscando agua, ya enloquecido por la sed, o sólo en procura de sepultar su cuerpo para evitarle la profanación de los caranchos. Yo sentí que un escalofrío me encogía el ánimo y la sangre como un soplo de brisa arruga al agua de un remanso. Porque aquí la noche es más antigua que las estrellas. Peleaban en mí desesperadamente, de un lado, mi pequeña conciencia educada en lo racional, y del otro la pedagogía más o menos irracional y tenebrosa de las consejas escuchadas en fogones y travesías sumadas a la herencia de siglos de horror y misterio emboscada en nuestros huesos, que parece meternos en una noche viuda de todo amanecer. Porque el miedo es tan antiguo como el tiempo y la noche, y la prehistoria sobrevive archivada en nuestras células. Fue en pleno remonte de esta divagación y cuando ella, sin que yo apenas lo advirtiera, comenzaba a estrecharme la garganta, fue entonces cuando me pareció sentir. . . ¿qué?. . . ¡Un remoto canto de gallo Traté de ver la cara 88


del hombre, sin conseguirlo, por cierto. Hablé al fin, tartamudeando un poco, como el que teme decir un disparate. —Canto de. .. de. . . gallo? —Hum!... parece, pero. Quedamos, por lo menos yo, en expectación aguda hasta lo doloroso. Pasados larguísimos minutos, el canto se dejó oír de nuevo, más claro esta vez, me pareció, quizá por lo tenso de la atención. —Entonces —suspiré de golpe, sin disimular el retozo de mi ánimo—, hay algún rancho a no muchas cuadras de aquí. —Ranchos?. . . ¿De dónde quiere-rancho en estos desiertos, niño? —Viajeros?. —iHum!... Puede ser. . . aunque no lo creo. A raíz de nuevas preguntas saqué en limpio que mi guía sospechaba que aquel kikiriki no provenía de ningún crestado patrón de corral, pero sí. ¿por qué no?. . . del patrón del infierno, todo con el objeto de extraviar de remate a los desorientados. ¿Acaso otras veces, con el mismo fin, no solía remedar gritos de arriero o repique de campanas, o retumbos de hacha? A mí me habían enseñado, o yo había aprendido, a no creer en cosas de esa laya. Pero la autoridad de aquel hombre envejecido en el cruce de travesías, unida a la soledad y la oscuridad que me envolvían como el manto de dos brujas, me hicieron dudar un poco y tal vez algo más que un poco. Porque el miedo nos vuelve el alma nocturna como los buhos. En todo caso insté y rogué al hombre a que prosiguiéramos nuestra marcha y así lo hicimos al fin. (Tal vez mi pelo y mi sangre se habían erizado un poco.) Alcanzaríamos a andar cosa de cuadra y media, lerdeando y un poco a tientas como en la ceguera de un túnel, cuando el galló cantó de nuevo y esta vez sí, mucho más cerca. . . Sentí como si el corazón se me alzase de puntas de pie. Aquella voz era como una hendija de luz partiendo en dos la noche; era, no el anuncio del amanecer, sino un comienzo de amanecer y patio casero, de agua fresca y caliente compañía humana. Mi esperanza entró de cuarto creciente en luna llena. No sé en qué iba cavilando mi guía, pero continuamos en silencio y ya con cierta prisa rumbo hacia aquel canto de combate que peleaba solito por librar a un niño acoquinado de la tiniebla y el miedo, del desamparo y la sed, y, tal vez, de la muerte. Sujetamos las mulas, quizá estorbados por la ansiedad creciente, mientras yo temía que los retumbos de mi corazón no me dejaran sentir otra vez con nitidez suficiente la voz guiadora, digo, salvadora. Pero ésta se alzó de nuevo, casi encima de nosotros, tan alta que mi corazón vibró como un caracol a la orilla del mar, y más que el canto de todos los pájaros del alba, a tiempo que un ladrido multiplicado atajaba a medias una voz de hombre preguntando: —Quién es? El gallo golpeándose esta vez sus flancos con las alas —para aplaudirse a sí mismo o alertarse para hacer subir su canto a las estrellas— lanzó de nuevo su ¿quién vive? Era yo el que revivía antes de morir del todo. El misterio quedó despejado en dos palabras. Un carpintero del pueblo a donde nos dirigíamos hablase trasladado por una temporada con su mujer, su perro y unas tres o cuatro gallinas hasta una arboleda de algarrobos sita en pleno desierto, a pocas cuadras del camino real, con el objeto de aserrar y 89


labrar madera. Sustentábase con charqui, locro y mate —amén de algún quirquincho ocasional— y de algarroba, que compartía con el burro en que acarreaba agua todas las mañanitas desde una vertiente del cerro distante poco más de un par de leguas. Eso era todo. Después de convidarnos con mate y rellenar de agua nuestros chifles, el carpintero, que me pareció tan barbudo y bonachón como san José, nos sacó al camino. Creo que desde niño, y pese a mis défectos, la ingratitud no ha figurado en la lista. En cualquier caso, a lo largo de los años y hasta el día de hoy me endulza y rebasa el corazón la leche de la ternura humana cada vez que rememoro a aquel cantor del desierto que me salvó en esa noche en que luché, a oído y pulso como los ciegos, tal vez con la muerte misma. Y por él, desde entonces hasta hoy camino llevando bajo el brazo mi gallo de pelea y de aurora.

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LA TIGRA DEL ISLOTE "El yeguareté. Es imposible de domesticar, y acaso sea más fuerte y feroz que el león, porque no sólo mata a todo animal, sea el que sea, sino que tiene bastante fuerza para arrastrar un caballo o un toro entero hasta el bosque donde lo quiere devorar, y también atraviesa a nado, cargado con su presa, un gran río, como yo lo he visto.". FÉLIX DE AZARA



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En dos estancias sitas sobre la costa izquierda del Paraná comenzó a notarse, andando el tiempo, la ausencia de tal cual res, yeguariza o vacuna, en los rodeos. Hechos los recorridos del caso por algunos de los escondrijos o querencias de más trabajoso acceso, no se dio con uno solo de los animales ausentes. ¿Que algún cuatrero de mucha baquía y de agallas venía menudeando sus visitas? Ni que decirlo. Sólo que la búsqueda o averiguación en ese sentido, tampoco llevó a nada: ni la sombra de un rastro. No se buscó por el lado de la ribera descontando que el traficante de marcas ajenas no vendría en barco o en canoa. Se extremó la vigilancia sobre los linderos de tierra adentro, se pregonó un lindo premio por cualquier dato esclarecedor o siquiera sospechoso. Todo fue inútil. Y lo peor del caso era que, aunque a prudentes intervalos, creyó advertirse la ausencia de nuevas reses de asta o de crin. Mamá tigra acaba de despertar de su dorado sueño diurno, en su yacija disimulada en lo más espeso de la maciega, en lo menos inundadizo de un islote de los muchos que el gran Paraná tolera en su lecho, a veces sólo por un puñado de años. La fiera entreabre los ojos. En el gran iris verdoso, la pupila, a la luz aún cruda del poniente, aparece minúscula, esa pupila que en el corazón de la noche (sobre todo si la tiniebla y la ira colaboran), aparece irresistible de luz como el rayo hecho mirada. Mamá jaguara tiene dos cachorros tan hermosos como los dos ojos del amor. Habían nacido el mes anterior con los ojos cerrados. Conocían profundamente a la madre por el tacto, el olor, la tibieza, el gusto de la leche, aunque no la vieran. Dormían todo el día y también de noche, pues apenas si se despertaban para mamar. Ella pasaba el día enterito con ellos. De noche salía de caza, aunque conformándose con lo primero que le saliera al cruce a fin de demorar lo menos posible la vuelta al cubil. Regresaba con una especie de maullido suspiroso. Los rorros contestaban con un vagido de niño de cuna al sentirla. La enorme fiera enroscábase tan mimosa como una gata en torno a ellos, lamiéndolos, aseándolos y peinándolos sin cesar y de modo suavísimo con su lengua casi tan áspera como una carda, dejando oír un ronroneo enteramente equivalente al de un gato amodorrado junto al brasero. Ellos conocían dos placeres fuera de la delicia inconsciente del sueño: el de una lengua tibia que los envolvía en una malla de cosquilleo y modorra más grata que el olor de la selva, y aquella fuente inexhausta de dulzura que eran las mamas de la tigra. Lentísimamente, por milésimos de milímetros y segundos, fueron abriendo los ojos a la revelación creciente de la luz. Tanteaban, paladeaban, olían, iniciaban ya hasta un esbozo de cólera, emitiendo entonces un ruido como de carraspera: ensayo de gruñido. Comenzaban a moverse a gatas en la estrecha covacha, semejante a un nido de ave de laguna, elegida e improvisada por la madre debajo de la hor-

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queta de un gran sauce caído. La luz les atraía, pero resultábales insoportable cuando el sol se asomaba al umbral de la gruta. Avanzar hasta él estaba prohibido: fueron aprendiéndolo gracias a cierto oportuno golpecito que la madre les daba con la nariz, revolcándolos a veces y volviéndolos al interior del cobijo. Más tarde, en vez de la nariz, la madre acudió a la zarpa. Poco a poco, conforme se fueron endureciendo sus cuerpecillos y amaneciendo en sus cerebros un esbozo de conciencia, fueron ensayando sus primeros juegos, entre sí y con su madre. A veces permitíales ella que se subieran sobre su cabeza. Sólo que, con los días, iban volviéndose más propensos a la irritación ya descargarla en esbozos de riña, entre ellos. Tratábase, ya lo sabemos, de puros animales de combate, esto es, de los que el destino pone en la alternativa de matar (y a trechos reses de doble o triple peso al suyo!) o de morir de hambre. Así han aprendido lo que ahora practican con cualquier pretexto: un inicio de real lucha entre ellos, abrazándose, intentando enderezarse sobre sus patas traseras, dejándose llevar por un comienzo de cólera cierta, que les aplasta las orejas y les eriza el pelo de la nuca, arrancándoles un gruñido que se estrecha en sus gargueros y termina en estornudos de gato. Un día la tigra llegó a la covacha con algo cuyo olor atrajo de inmediato a los cachorros, despertando una fruitiva sensación en sus paladares antes de sentirla en la boca. A poco de probarla fueron engolosinándose y remontando el gruñido, como si temiesen que alguien viniese a arrebatarles aquel nuevo manjar, menos dulce que la leche, pero de sabor hondo y trastornante casi hasta un comienzo de embriaguez. Era carne. Fueron después aprendiendo cosas y cosas. Las leyes de la física y la lógica no eran para ellos, pero fueron aplicándolas por la experiencia innata llamada instinto y por la experiencia adquirida hora a hora en contacto con el mundo. Sólo que las mudanzas del azar llevaron a los pintados hijos de Tupí a conocer también el hambre. Ella volvía de sus excursiones con las fauces vacías y todo eso mientras iba mermando la leche de sus mamas. Los cachorros, extenuados gradualmente volvíanse muy irritables. Después de extraer unos tragos de leche terminaban amodorrándose o durmiéndose, para despertar antes de tiempo gimiendo o mayando. Un atardecer, su madre, empujándolos de a poco con el hocico, los obligó a salir afuera y se hizo seguir hasta donde la maciega se cortaba de golpe. Agachó la cabeza y comenzó a beber algo a lengüetadas. Era un remanso. Sus hijos la imitaron mecánicamente. La nueva sensación era placentera y por un rato se sintieron casi satisfechos. Pero la otra sensación, la del hambre, no tardó en renacer, y más aguda. Sólo que la madre volvió esa noche con carne, como noches atrás, aunque de sabor algo distinto: era pescado. Tupí venía iniciando a sus hijos en otro aprendizaje: el de la suspicacia. Todo lo que no se conoce puede ser peligroso. Es preciso, ante todo, no dejarse ver, o sea esconderse o deslizarse agazapada y sin ruido hasta averiguarlo. Ante cualesquiera ruidos que no fueran los habituales del viento, el río y los pájaros, debían acurrucarse y guardar silencio. En sus pequeñas salidas, cada vez más largas, fueron descubriendo el mundo, su topografía y los cambios de tiempo y de hora. Y fueron descubriéndose a sí mismos. Y así, por una ley aparentemente contradictoria, fueron aprendiendo a prescindir de su madre y aun a desobedecerla: a ser sus propios guías. Porque al revés de la vida doméstica donde a cambio de la libertad que

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se le quita, al animal se le otorga un seguro de alimento y de vida, en el hogar salvaje el riesgo es una presencia constante y ubicua, sin excluir el riesgo de morir de hambre. Y aquí cada cual debe ser su propio conductor y guardaespaldas. Todos o casi todos los pueblos primitivos, antes de que se descubrieran o inventaran los otros dioses, comenzaron adorando a los más hirsutos privilegiados de la fuerza y el poder: león, águila, tigre, oso, víbora o cocodrilo. O adoraron una combinación biforme: deidades con cuerpo de hombre y cabeza de chacal o de toro, o bien con cuerpo de leona o pez y cabeza de mujer. También en nuestra América, para algún pueblo selvático, el jaguar fue un dios. Su poder sobrepasaba la comprensión de la mente humana. ¿Cómo una criatura cuyo tamaño y peso apenas eran iguales a los de un hombre podía derribar un gran ciervo o un anta, o aplastar a un caimán con sus puños? Fuera de eso, los otros prodigios. Podía abatir a cualquier bestia sobre la hierba, al pez o al carpincho en el agua, al mono o al ave en los árboles o el aire. Ello sin olvidar que su piel era todo un alarde de suntuosidad y suavidad. Y su paso, onduloso como un arroyo o una liana, no se lo escuchaba él mismo, como si sus monstruosas zarpas caminaran siempre sobre musgo. ¿Y en las manchas misteriosas de su piel no estaban escritos los signos de la Fatalidad? ¿Y acaso en la indolencia solemne y desdeñosa de su aire y su marcha no se traicionaba ya el dios que era? Dios o no dios, la estructura toda y desde luego la panoplia de su musculatura, hacen del yaguareté la más perfecta de las máquinas de guerra de la naturaleza: la máxima prontitud, flexibilidad y pujanza unidas. ¿Qué criatura viva puede resistir una zarpa que cae con la fuerza de cuatro o cinco hombres? Ello para no hablar de sus otras virtudes. Su sigilo de oruga en la marcha. Su agilidad que le permite encaramarse con igual soltura en la rama de un árbol que en el cerviguillo de un toro. Y la celeridad de su acrobático salto mortal sobre la pieza elegida. ¿El arrebato y la pujanza del viento? Sí, pero nunca en mengua de la más estudiada sutileza. ¿No ataca al yacaré, de caparazón inatacable, tratando de tomarlo por debajo de la cola? ¿No atrae a los peces de su preferencia con un bonito zarpazo y los merienda sin dejarse ofender por ninguna de sus traidoras espinas? ¿No atraca al puerco espín, tupido de pinchos como un alfiletero, golpeándolo en la punta de la nariz, su único punto sin defensa? Después, ya se sabe, que cuando busca ponerse a tiro de alguna res, se sitúa siempre contra el viento y sabe arrastrarse tan endiabladamente como una víbora por los más intratables vericuetos del bosque, o convertirse en una piedra de inmovilidad y mudez en el acecho, por horas y horas si es preciso. Y cada vez que lo necesita, puede nadar casi con la soltura del surubí, rey de los piratas con aletas del Paraná, a quien se parece fraternalmente por los negros lunares de su pelleja no menos que por su roja sed de carne latiente. Eso sí, evita los grandes espacios abiertos en la madrugada porque la luz le roe las redondas pupilas, cuya embrujada capacidad de recoger los restos de luz difusa en las sombras la vuelven una inimitable conocedora de la noche. Ve tan bien en la jungla en tinieblas como un ciervo a mediodía hasta tres cuadras de distancia. Sus ojos sesgos y un ligero vaivén lateral de la cabeza le

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permiten ver a la redonda al marchar. Sus pupilas de oro vuélvense verdosas o purpúreas según el reflejo de la luz o de la cólera. Naturalmente, no todo puede ser favor y ventaja. No hay niños mimados ni sobrinos de papá en la Naturaleza. En efecto, la exclusividad del menú carnívoro, sin una pizca de grano o verdura, predispone al jaguar a la humillante mortificación del lumbago, como a cualquier notarió maduro, y esto lo fuerza al mal humor y a ese rezongo en voz alta llamado rugido, en ocasiones en que más se precisa de sigilo y discreción. Y todavía algo que no pesa menos: el agresivo relente de todo magnate carnicero (él es el único en no darlo por existente!) que al ser sentido de lejos por las narices herbívoras, permite a la chusma de los perseguidos improvisar la fuga burladora. Eso constituye la fuerza de los débiles y la debilidad de los fuertes. Y algo quizá de mayor peso: lo corto de sus tripas explica lo precipitado de su digestión y su hambre (toda fiera que salta lo hace sobre hambre) y aunque su siniestra inteligencia apenas cede a la burlesca del mono, el ancestro la desfavorece; su poder de caza es tan excesivo que desdeña a veces la paciencia y el amaestramiento y con ello el progreso mental. Pese a todo ello, el tigre azteca, caribe, guaraní o araucano, puede llegar a la categoría del más rangoso asaltante de zarpa. No menos truculento que el león o el tigre, y bastante más que el leopardo, puede, igual que éste, columpiarse en la rama de un árbol como en una hamaca paraguaya y apearse desde allá mudado en jinete sobre el lomo de un ciervo, un caballo o un anta. Y lo menos olvidable: herido, se olvida como un ángel de perros, hogueras o rifles, para saltar despreciativamente por encima de ellos, hecho un torbellino de agresión, sobre el hombre, a quien honra reconociéndolo enemigo único, y cuando paladea carne bautizada da en preferirla por su sabor más salino y por su docilidad, a toda otra. * * * Ni decir que Tupí, la enorme jaguaresa a cuyo despertar asistimos, reúne en grado muy envidiable, cada una y todas las virtudes de su raza. Mejor que cualquiera de sus parientes, sabe nadar tan bien como un carpincho o saltar sobre su presa con el estilo oblicuo imprevisible del relámpago. (Sin olvidar que había tanto terciopelo en su paso como en su manto.) No es nativa del islote ni sus vecindades. Procede muy del norte, de la alta selva paraguaya y brasileña, nada menos, y varios meses atrás, a raíz de un exceso tropical de sequía, seguido de otro de diluvio y desborde de ríos, había navegado Paraná abajo sobre una balsa de camalotes hasta aterrizar en una isla que le pareció de su gusto. Sólo que, desde el segundo día, la hiréspede ha advertido que la isleta apenas puede servirle de residencia hogareña y nada más, pues carece de lo único que puede disipar su aburrimiento y su apetito: la caza mayor. Así es como ha iniciado sus singladuras nocturnas con ida y vuelta a tierra firme. Como ha varado en una joven isla todavía escasa de árboles y carecida de caza mayor, como no sea algún carpincho ocasional, Tupí, jaqueada por el hambre y la extrañeza del nuevo hogar, añora vorazmente en los primeros tiempos su selvosa patria del trópico. Más aún, tiene la brumosa aunque agobiadora sensación —por no decir revelación— de que su pelo, su piel, sus patas, su

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nariz, su sangre, su alma, son parte de la selva, y que ella de algún modo es selva también, y de ahí una vaga aunque honda sensación de estar mutilada. De cualquier manera el bosque sigue viviendo en ella, el gran bosque a cuya mayor profundidad no llega el sol y por eso las bestias y los pájaros también la rehúyen. Por lo demás, fuera del alba y el ocaso —en que los pájaros saludan o despiden al sol— el silencio reina casi absoluto bosque adentro. De día, fuera de la cháchara de los loros y los monos y de algún pájaro que golpetea la corteza en busca de insectos o las bayas en busca de semillas, o excava algún viejo tronco para hacer su nido, o de alguna rama que se quiebra, apenas si se escuchan ruidos: los perseguidores precisan silenciar su arrimo a sus presuntas presas, y éstas silenciar su fuga. La tigra evoca a veces —y en sus primeras noches intensamente— el paraíso infernal de los trópicos en sus rasgos menos olvidables. Ese calor del subosque, pantanoso y denso hasta el ahogo y punzado por las fieras más sedientas de sangre: los mosquitos. Y las aguas cenagosas tocadas de nenúfares inmensos. Y los diluvios que duran a veces un giro entero de la luna, cuando su propia piel amenazaba criar musgo. La tierra velluda de helechos y los árboles barbudos de líquenes. Ausencia de sendas o sendas tan retorcidas e intrincadas como las lianas que ligan con leguas de cables los árboles gigantes agobiados de parásitas. Y el ronco y penoso mugido de los caimanes en las noches calientes. Sí, la selva con los bajos túneles cilíndricos cavados por las antas en su fuga desbocada. Y tanto silencio en ciertas zonas que puede sentirse la caída de una pluma. Y tanta sombra como para borrar los soles de un verano. Y el sollozo del urutaú, tan imprevisto como un hondazo en un remanso, revelando toda la hondura de las tinieblas. Y ahí no más, y al mismo tiempo, sus encantos sin número, desde el suelo tapizado de musgo o césped, o la hojarasca de un otoño de azafrán y púrpura —alfombra viva superior a las de Esmirna—, o los helechos, vello púber de la tierra, o ciertas flores, de tanta delicadeza, que el simple aliento del hombre puede ajarlas. Y ese olor de la selva, más hondo que la selva misma, hecho del relente de savias, resinas y gomas, y de un mar de hojas, cortezas y cáscaras podridas y fermentadas, y fango negro y corolas y carroñas y fiebre. . Zonas que jamás profanó con su rastro y su olor la bestia vertical llamada hombre. La vida tal como en los amaneceres de la vida sobre la tierra. Los recuerdos de Tupí son entrelazados y copiosos. Mejor que cazador o explorador alguno, la amazona de garras conoce la biografía de cada animal, la vida y milagros del gran bosque y la verde fiebre de sus entrañas. Está antes que nadie la decana de los pitones, la anaconda, con su talle del grosor y largo de un tronco de palmera y su abrazo que nadie es capaz de retribuir. (Tupí había sido la soberana de un inmenso coto de caza, pero no soberana absoluta; dado que hay criaturas que exigen y obligan al respeto, y la gran boa era una de ellas.) La anaconda —que puede atravesar los grandes ríos con un tercio del cuerpo en alto como un mástil— duerme semanas después de cada atracón a causa de que traga sin mascar, y aun entra en modorra al cambiar de piel, y aun despierta es más o menos sorda, pero más sordo es su desliz por las ramas cuando sube en busca de monos, su bocado favorito ... La tigra siente una especie de gratitud por la gran serpiente, pues aborrece de alma a los monos —cuya carne está lejos de despreciar sin embargo— a causa de que cuando alcanzan a entreverla (los monos transitan por las

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copas de los árboles como si fueran una calle alfombrada) arman allá arriba un insoportable escándalo de chillidos, saltos, gritos y gargajos, arrojándole frutas, ramas, bayas y hasta sus saldos digestivos. Y por desgracia ella rarísimas veces consigue echarles el guante. Aborrece no menos a los monos aulladores, que tienen una especie de joroba trompetera en la garganta con la que asordan todo el bosque despidiendo al sol. Y están las hormigas nómades emigrando siempre en un ejército al que nada se puede oponer sino la fuga, aunque más que de ejército se trata de un solo animal de millones de mandíbulas, tal vez ciegas, pero acollaradas por el olfato. Y está también el único animal capaz de meterse con las hormigas, el oso hormiguero, tipo de facha medio infeliz e inofensiva, a menos de ser atacado, que entonces se abraza al atacante clavándole las hoces que lleva en sus patas delanteras, no desclavándoselas ni aun muerto. (Tupí había tenidei que habérselas más de una vez con uno de esos monstruos de cabeza mínima y cola desmesurada, pero sólo en casos de apuro.) Y está el caimán (el caimán negro, con su cuerpo de dos veces y media el largo de un jaguar), que tiene la costumbre de ajustar su interminable hocico sobre el del prójimo que se agacha a beber en el río convidándolo a bañarse juntos. La tigra pasó también cierta vez por ese trance, aunque logró evitar el chapuzón poniendo a tiempo sus garras sobre los ojitos del lagarto. A lo largo de una docena de años tuvo ocasión de vengar la mar de veces ese susto, porque el caimán en tierra, con su blindado cuerpo y sus patitas flojas, pierde el ochenta por ciento de su elegancia y su guapeza, y porque los caimanes jóvenes son un manjar de rechupete. (Cuando ella caía sobre uno de ellos a tiempo, clavándoles sus cuatro colmillos en la nuca, dándolos vuelta sobre el crestado lomo para abrirles pecho y vientre con sus garras.) Tupí recuerda todavía cosas y cosas. Garzas enhebrando peces con su largo pico a la orilla de algún charco. El tapir que galopa por túneles abiertos por él debajo de la maraña, pero que puede ser arrestado a veces en el pique, y a buena hora; pues se trata de la mejor carne del bosque. Y en alguna ocasión, a la orilla del río, un nido de huevos de tortuga, otro encuentro dichoso. (La tigra se relame un poco los labios.) En ciertas ocasiones todavía cree oír el profundo rumor de la selva oriunda compuesto de mil ruidos distintos: el del río cayendo desde una cornisa de basalto, el de algún árbol desgajado al fin bajo el peso de los siglos, el griterío de tal cual ave sorprendida por el gato montés, el sollozo ya humano del urutaú, el susurro con que las frondas miman al silencio, el pregón hueco y convulso de otro jaguar, o, despertando a los demás pájaros antes del día, el tañido del pájaro-campana. Tupí contaba doce veranos tropicales y algo más de cuatrocientas libras de peso. ¿Que tenía su conciencia tan manchada como su piel? Desde luego. Ni decir tampoco que su erudición en todos los conocimientos, prácticas o artimañas era la que puede atesorar con el tiempo y la suerte un tigre americano de la gran selva. Con un oído casi tan fino como el del murciélago, no se permitía casi ningún yerro sobre la procedencia y distancia de los innumerables ruidos de la selva, aun de los más vagos y confusos. Un exceso más torturante que el del calor, que a veces parecía ablandar los huesos y la voluntad, era el de la luz del sol que injuriaba y minimizaba sus pupilas. Tampoco simpatizaba con 98


la luna llena, que denunciaba su silueta a ojos vistas. Naturalmente reservaba su preferencia a las noches más lóbregas, en que ella veía tan bien como una calandria en la madrugada. Comenzaba su rugir sacudido y cóncavo con virtuosismo de ventrílocuo, que no permitía a los demás calcular su dirección y distancia, arrimando adrede su ancha cabeza al suelo para sentir de paso la pisada de las piezas mayores y tal vez el olor de los rastros ya no frescos. Era su guerra de nervios. Muchos de los escuchantes descargaban sin querer su tensión en chillidos, mugidos o gritos histéricos o disparaban con rumbo contrario al aconsejable. (Nada de extraño; los excesivos felinos del terciario nos impresionan aun después de un millón de años y ya vestidos de fósiles: el jaguar vivo es siempre un tercio de misterio y dos tercios de terror. Su bramido o su tos despierta toda la prehistoria archivada en las células de los animales y obliga a la carne humana a acurrucarse sobre el esqueleto como un alma en pena.) Como podían denunciar su presencia el cloqueo de las pavas del monte, el alerta de ciertos pájaros o las toses de los monos, no dejarse ver ni sentir era su primer mandamiento. Aun en las noches más ciegas olía en lo oscuro las hojas secas para evitar pisarlas. Ni decir que la tigra se sabia de memoria los innumerables y sinuosos senderos del bosque, más enredados y enredadores que las lianas. Sabia también, entre muchas otras cosas, que el ciervo, aún hundido su hocico en el agua, no dejaba de menear sus orejas escuchando a la redonda y que su descuido más propicio era el rato empleado en sacarse el forro de las cuernas restregándolas contra algún tronco. Sabía igualmente que debía retirarse de sus partidas de caza apenas el naciente alboroto del alba comenzase a luchar con la guturación del río. Pero quizá la mayor prueba de su sabiduría era la que daba al inmovilizarse, paciente como la eternidad, en el acecho, bien que entonces su intensidad de vida llegara al colmo, a semejanza de la clueca inmovilizada sobre sus huevos. En cualquier lugar y momento la enorme gata pintada era el rayo con guantes de terciopelo. Decenas y centenas de figuras y lances de esta laya desfilan por la memoria de Tupí, o desfilaban, al menos, en los primeros días de su destierro en su pequeña isla, porque ya las cosas han cambiado. Ya no ensueña con las piezas predilectas de su vida tropical —yacarés, ciervos, carpinchos, tapires o tortugas— desde la noche en que confiando en su baquía nadadora Tupí desafió la anchura del gran río y arribada a la orilla vio con sus ojos lo que no viera antes ni en sueños: bestias comedoras de pasto de dos o tres veces más bulto que las mayores conocidas —unas de grandes cuernos, otras de grandes crines— y no pudo contenerse. Ensayó sobre ellas su poder. Y desde entonces. * * Y he aquí que hay un recuerdo que esa casi reciente excursión a tierras ribereñas ha refrescado de golpe. Allí, después de años, ha vuelto a sentir olor de hombre. Dijimos ya que Tupí tenía su conciencia más manchada que su piel, y ahora agreguemos que la mancha del homicidio tampoco faltaba en ella. Dos eran los mandamientos venerados del Bosque: 1 9) Quien está en paz

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con su estómago debe estar en paz con el mundo; 20) todos deben evitar al otro demonio, domador del fuego, a menos de defender ante él la propia vida, don sagrado. Las fieras temían al hombre por ser el amo del fuego, y también porque no sólo podía herir a traición como la yarará, sino desde lejos; pero al mismo tiempo lo despreciaban porque se parecía al mono y porque lo sospechaban débil, ya que no tenía ni la piel del tapir, las garras del yaguareté, la cola del caimán, las patas del ciervo, el abrazo de la boa o del oso hormiguero, ni siquiera la agilidad del mono. Por todo el bosque corría por verdad averiguada que quien comía hombre se volvía sarnoso. Tupí, por puro azar, hablase topado con él de manos a boca cierta noche que ella cruzaba un brazo del río. (Se sabe que el jaguar, como la pantera, y al revés el tigre, puede mirar de frente sin ladear la cabeza). El hombre venía sobre un tronco hueco que movía con dos palos. Como le pareció que iba a atacarla, saltó sobre el tronco y el hombre al mismo tiempo, y al verlo caer moribundo al primer golpe advirtió que era más débil que un tapir. La segunda vez la cosa fue muy diferente. Cierto amanecer venía ella con las entrañas roídas por tres noches de ayuno, cuando advirtió cerca del río la fogata y al hombre en cuclillas junto a ella y dos perros dormidos. Se acercó serpeando sin ruido y se quedó en acecho. De pronto, sin darse cuenta ella misma, saltó sobre el foguista destrozándolo en menos que se enrosca una víbora, en medio del zafarrancho de los perros que la acosaban evitando de ponérsele a tiro. En la cuadrilonga cabeza de Tupí arrugada por muchos bostezos de hambre y muchos rugidos de rabia ha entrado desde entonces la convicción de que un jaguar lleva en sí, fuera de su armipotente astucia, la fuerza y el coraje de varios hombres y perros juntos. Hace rato que se ha entrado el sol y Tupí descansa aún. El ronquido de la Bella Durmiente del Bosque es el del que duerme en colchón de plumas. Despierta al fin, y sus hijos casi junto con ella, misteriosamente. Golosa de ternura, como si toda la dulzura de la leche le inundara las venas (su cubil tiene la hondura amorosa de los nidos) comienza a lamer a sus hijos, carne de su alma. Acaba de dejar la yacija donde sus críos quedan acurrucados sobre sus cuatro patas, parpadeando soñolientos aún, después de haber agotado la provisión de leche de sus últimas horas, sin quedar saciados. La madre está pasando por un trance en que la necesidad suele estrecharle más a fondo los ijares, cuando sus cachorros, cada vez más crecidos, robustos y glotones, agostan sus mamas y comienzan a exigir, sin saberlo, la carne que aún no pueden conseguir por cuenta propia. Detenida a varios pasos de la yacija, Tupí avanza las dos manoplas, entreabre las fauces con los ojos semicerrados, hunde las paletas y estira al máximo una de sus patas traseras con un extraño gemido en desperezo que exagera el largo de su enorme cuerpo. Después se queda quieta, quieta, en honda auscultación, moviendo apenas la punta de la cola, tan inquietante como si fuera de víbora. De pronto se le alza el pelo del lomo y se le abajan las orejas y el cuero de la cara se le hace un solo frunce de arrugas, y sus ojos amarillentos verdean con la bilis de la rabia, y su cola comienza a latiguear sin ruido sus flancos, cuando entre un principio de carraspera que borbolla subiendo y subiendo, 100


destapa sus benditos colmillos, que en las noches de luna albean como tos jazmines. Es que cree entreoír un remoto escándalo de perros, los bichos odiados entre todos porque podían delatar sus rastros, porque metían una asordante bullanga y porque ayudaban servilmente al hombre, y la ley del bosque sólo permite la ayuda entre parientes. Después, apaciguada al fin, avanza serpeando como una anaconda, por un sendero de la maciega, hasta la orilla del río y tras una breve pausa, se echa confiadamente en sus aguas inmensas. Hacía pocos días que a un leñador de la zona, al pasar en su canoa junto a la orilla del río, le había llamado fuertemente la atención una huella ancha y profunda como la que deja la arrastradura de un cuerpo de mucho peso y volumen, que bajaba desde el dintel de la barranca hasta el umbral del agua. Descansó los remos, curioseó un rato, cada vez más cejijunto, y como no advirtiera ningún rastro, ni de animal ni gente, terminó por alzarse de cejas y de hombros y mover de nuevo los remos, fastidiado un poco sin duda por aquel rompecabezas. Era Tupí una real hembra, es decir, una criatura de belleza y majestad de reina, sin duda —duplicadas por el misterio y el terror— con su soberbio manto de sol y sombra; su pintarrajeada cara de ídolo, su vitalidad que se escapaba por la punta de las zarpas, los pelos y los ojos, su paso ondutoso y sigiloso como las lianas, sin contar, ya lo difimos, sus colmillos de jazmín con luna. En todo caso su presencia, como la de las mujeres demasiado hermosas, cortaba momentáneamente la respiración. Así se la vio, por lo menos, al resplandor de un demorado relámpago que la iluminó al subir a lo alto de la ribera opuesta. Se detuvo un instante echando una ojeada por sobre el hombro izquierdo. Como sabía mejor que nadie que su peor enemigo era su propio relente, jamás se aproximaba a su presunta víctima sin ponerse a sotavento. Es lo que hizo en la ocasión al perderse en la jungla. * * * Uno de los mandaderos de la estancia madrugó ese día más de lo corriente por un especial apuro en el mandado a desempeñar esa mañana. La madrugada estaba apenas comenzando a parpadear sobre el río, a cuya orilla izquierda marchaba en su trotón, cuando él ya se hallaba a más de dos leguas del punto de partida. Al doblar un recodo del camino, el vientecillo del amanecer le dio de golpe en la cara. En eso el petizo comenzó a hacer hervir los ollares y a tiritar con todo el cuerpo como si tuviera chucho. Y de pronto, botando el alma en un bufido, giró sobre sus patas traseras con tales ganas que arrojó al caballero a cierta distancia contra el suelo, mientras él se volvía sobre la huella como si viajara en la punta del viento. El mocito se levantó sin inconvenientes rezando un rosario de recuerdos para el petizo y su parentela, recogió su sombrero de entre los pastos y se quedó un momento rascándose la coronilla sin saber qué pensar ni qué hacer, cuando al volver distraídamente la mirada hacia el río, advirtió allá lejos un gran bulto, muy confuso al principio, pero que terminó por identificar perfec-

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tamente, mientras sentía parársele el aliento y el corazón lanzársele a escape, imitando al petizo. No era para menos. Un enorme jaguar, semejante a un enorme y lunareado surubi, cruzaba a nado el río, derivando un poco al sesgo hacia la otra orilla, llevando a remolque un gran tronco. . . Pero al fin pudo verse que no era un tronco sino un caballo muerto, arrastrado con un remo entre sus fauces por la fiera que, sobre el fondo de la aurora duplicada ya sobre las grandes aguas, aparecía desmesurada de horror y esplendor, con la espantosa hermosura del incendio en la noche. • Naturalmente tratábase de Tupí, la cuatrera de cuatro manos, nuestra conocida.

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LA POBRE LECHUZA



Hay seres que parecen destinados a la denigración y la calumnia como otros son propensos a los accidentes de tránsito o al dolor de muelas. ¿Qué culpa tuvo Judas Iscariote de traicionar a Jesús, si ya su traición figuraba en el plan de la redención, y lo anticipado por las profecías debía cumplirse? ¿Acaso no se le imputó al mahometano Amrú, lugarteniente de Omar, la quema de la biblioteca de Alejandría, aunque tal hazaña era dura de repetir, dado que romanos y cristianos se le habían anticipado? Sí, ejemplos de calumnias los hay por gruesas y para todos los gustos. El más fresco que conozco es el de un amigo mío, pobre como peral en invierno, que acaba de recibir una carta suscrita por una rúbrica sin firma, anoticiándole que no es anarquista, sino prestamista. Pero acaso el ejemplo más sinceramente infame es el referente a la lechuza. Ya se sabe lo que de ella se dice en el campo. Que se complace sarcásticamente en profetizar la muerte y que, cuando se asienta en el mojinete de algún rancho, el cri-cri-cri de su grito es en realidad el estridor anticipado de la tijera cortando la mortaja del candidato a difunto. Y que no sólo usa medias peludas para no resfriarse, sino también alas de blandura algodonosa para que nadie perciba el paso de su vuelo delincuente, y un cuello giratorio que le permite volver la cara —mientras el cuerpo inmóvil se confunde con el poste para curiosearlo todo a la redonda entrometiéndose en lo ajeno y chistando confianzudamente a los caminantes —y ojos que miran, no de costado como usan las aves, sino de frente y sin pestañeo, como los de un santo de palo, o un inquisidor—, ojos de color azufre (ese material estratégico del infierno) que le permiten ver en las tinieblas lo que otros no pueden ni deben ver, sino que es una mujer disfrazada de lechuza, es decir, una comadre del diablo llamada bruja, y que de noche, jineteando una escoba que galopa más ligero que un chisme, puede trasladarse a cualquier parte, en diligenciamiento de sus fechorías. No nos extrañe nada de todo esto. El hombre en general, como el cientopié, marcha pisando sus propiashuellas. Sus morales heredadas son una pedagogía contra la naturaleza. Ahí comienza el mal. ¿Qué puede equivaler a una bienvenida matinal de lavanda y rocío, o una ráfaga de pájaros? Nada como el alba y los pájaros para curarnos de nuestras fiebres —los braserosdel infierno, los cánticos adulatorios del paraíso o el caballo color sudario de los cuentos de fogón. El hombre, erigiéndose a sí mismo en concesionario de la chispa celeste, es la negación de la naturaleza que nos vivifica colándosenos por todos los poros, y la negación de la historia. ¿Angel caído? No,' sino primate ascendido a persona gracias al sudor de sus manos y de su frente. Nuestra alma es una discusión entre la tiniebla y la claridad que se esfuerza por amanecer. Aún se sigue ignorando que el vago, la prostituta y el ladrón no se hacen a sí mismos sino que los hace una sociedad dividida entre sudadores impagos y ahorristas de sudor ajeno. De ahí el arma defensiva llamada calumnia cuyas víctimas favoritas son las lechuzas y los hombres que ven en lo oscuro. 105


Ni decir que la biografía privada de la lechuza no coincide con la pública. Su vuelo es lento y mudo porque necesita acercarse sin despertarlos a los que duermen el sueño de los justos o andan en malos pasos apañados por las tinieblas. De ahí que se use linterna sorda, es decir, que cala la media noche como una sandía, aunque al amanecer precise lazarillo. Los griegos, un poco menos legañosos que nosotros, la tuvieron por el ave predilecta de la diosa de la sabiduría. En resumen que se trata de una persona muy por encima de su bajuna fama. ¿Que encarcelada se deja morir de hambre en señal de protesta contra toda clase de calabozos? Sí, pero suelta sin más descortesía que la de despuntarle las alas termina cediendo al buen trato y mostrándose como un miembro más de la familia. Y como su debilidad gastronómica la constituyen los conejos, topos, ratones y ratas su servicio policial equivale al de diez morrongos juntos. Don Secundino era un vecino del pueblo, a quien lo alumbraban bastante más pesos que las luces que tenía en la cabeza. Gran oidor de misas y responsos, creía —pese a eso o por eso mismo— en brujerías como otros creen en las declaraciones de los diplomáticos o en los específicos contra la calvicie. Don Secundino tenía un hijo único en quien amontonaba todo' su afecto y también su orgullo de padre y propietario. Por desgracia ese hijo no tenía un sólo callo en las manos, pero sí una Haga en una pierna que se empeñaba en no cerrarse, pese a la intervención sonante y contante de dos boticarios y tres médicos. Don Secundino no esperó más. Había esperado bastante, , pues su creencia secreta fue siempre que el remedio debía ser buscado en las artes ocultas. Consultó a una vieja curandera que, si no era bruja como decían todos, merecía serlo, quien, gracias a la mediación de un puñado de morlacos y un par de capones, le reveló el gran secreto. El autor del maleficio era una pobre mujer del vecindario, malquistada con la curandera, quien, después del diagnóstico, dio la receta que debía aplicarse sin titubeos la noche misma en que don Secundino viera una lechuza asentada sobre el rancho de la denunciada. Y tanto rezó y tanto esperó, que una noche apropiadamente oscura como debía ser, vio sobre el mojinete de la casa sospechada brillar un dos de oros. ¡Los ojos de la lechuza! Al día siguiente, muy de mañana, la noticia pasó de boca en boca como bombilla en rueda de mate. La noche anterior, entrando sin anunciarse en la choza de marras y cerrando la puerta por dentro, don Secundino había cargado a filo y punta contra la dueña de casa con unos tijerones de esquilar, sacándole de varias pertenencias del cuerpo parte de la poca sangre que tenía y restañándola con un paño destinado a aplicarlo sobre la pierna llagada del heredéro. Don Secundino logró evitar la cárcel no sólo gracias a la mediación de sus chirolas y a su amistad partidaria con las autoridades, sino, muy especialmente; a la'creencia general deque había procedido en legítima defensa. No nos extrañemos demasiado. ¿No se decía durante toda la Edad Media que los judíos condimentaban sus ritos religiosos con sangre de niños cristianos, y no se echó a la hoguera a varios sabios luciferinos y a varios millares de mujeres que tenían relaciones galantes y comerciales con el administrador del infierno? Y siglos antes, los judíos en marcha a Tierra Santa, ¿no limpiaron el camino de todo prepucio impío que les salió al cruce? ¿No seguimos hoy mismo ideando y perpetrando hazañas parecidas y aun mejoradas?

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EL DIABLO NEGRO



Apenas preciso decir que no estoy inventando nada, porque soy de los que sospechan que la naturaleza es más imaginativa que la fantasía de los que hacen catecismos y cuentos, y no precisa añadidos. Nací aquí donde los niños aprendíamos a silbar escuchando a los pájaros y donde los arroyos son hechos de rocío. Soy criollo de estos cerros del Noroeste y aquí gasté la mayor parte de mis días. No voy a ponderar la tierra donde vi la luz, como la más agraciada de todas, según hacen otros. No, la mía es dura, erizada y pobrona, pero yo, aunque he tranqueado un poco el mundo, no la cambiaría por otra, ¡qué queréis! Pienso que en el mar y la llanura la naturaleza abre sus puertas de par en par, en el bosque se esconde del sol lo más que puede, pero en la montaña se encabrita como buscando descubrirse a sí misma o emparentarse con el cielo. En cualquier caso sus picachos suelen asomar su vincha de nieve por encima de las nubes. Pagos difíciles de descifrar, como carta de amor borroneada por las lágrimas. Me dejé decir que mi tierra no es de opulencia y no la calumnio. Aquí la vida sonríe sólo a la orilla de algún río que corre con más ruido que agua, o en algún ojo de agua que se abre apenitas entre pestañas de berros, o en las quebradas rociadas de tarde en tarde por esas nubes que huyen de las travesías como de tierras largadas de la mano de Dios, desparejas no sólo por fuera: si el frío del invierno quiere escarchar la sangre, los zondas suelen ser de arena y llama como venidos del verano del infierno. El resto no es cosa de aleluya. Ríos secos, digo sólo con caudal de piedras. Laderas de desolación y bronca tristeza. Salitrales que son como lágrimas cuajadas de la tierra. El viento soliviando arenas que caen en lluvia de sequía. Campos de vegetación harapienta o ausente y donde el agua suele ser tacaña hasta con los pájaros. (Cuando el cielo no baja en nubes de lluvia, la tierra sube al cielo en nubes de polvo.) Campos que a veces se cruzan con el alma y entonces la soledad y el arenal se hacen baguala. Pese a todo, es decir, a esa aridez bravucona como un desafío y a ese erizado genio patente en los riscos tanto como en el lomo del cardón y las garras del puma, la gracia no ha olvidado del todo a estos cerros, paredeños de los Andes, pero donde aún la eternidad no está esculpida en piedra. Están la limpidez de ojos de niño de su atmósfera, sus piedras con colores de repuesto, las fragancias de sus hierbas que nos lavan el resuello y el alma; la garrulería de sus arroyuelos, tan trasparente como la de sus pájaros. Todo entre la altivez gibosa de los cerros. El misterio y la soledad tienen su ángel en la viudita o monjita que lleva en su blancura la inocencia de los campos y en el luto de las alas su melancolía. ¿El viento enjuto se entretiene navegando las ondas de los médanos o soplando caracoles de polvo en las travesías? Sin embargo las quebradas guardan 109


reservas de árboles tan altos como un vuelo. Cebiles, talas, acacias, molles. Y el algarrobo, dios indio de la dulzura y la fortaleza. Aunque tal vez, entre todos, nos gane primero el corazón el chañar de septiembre con sus flores más cálidas que yema de huevo en la sartén o pecho de benteveo en el grito. Tampoco faltan tentaciones para el cazador, desde el sur¡ de los descampados, con sus patas y sus giros de viento, hasta la vicuña de los valles cimeros vestida de nieve y sol. * * * Hay un cebo mayor, sin embargo. Es el de burros descendientes de abuelos o bisabuelos domésticos, pero nacidos libres con la complicidad del cerro, digo vueltos de golpe a sucondición de onagros. Bueno es decir aquí que el animal doméstico se parece al salvaje tanto como un lacayo al cacique Pincén. Mírese bien y se verá que en el fondo es un nieto degenerado del ancestro de la jungla. ¿Que el caballo ha ganado esbeltez y velocidad en el de carrera, y pujanza tractora en el de tiro? No lo negamos. Pero la sobra de canillas y cogote en el pur sang y la rechoncha macicez del percherón violan la simetría corporal y funcional del caballo sin amo, sin aludir a la resistencia e inteligencia del que provee por su cuenta a sus propias necesidades y es el guardián sin sueño de lo que vale más que la vida para cualquier criatura: su libertad. ¿Es que el toro o la vaca sin más ley que la suya,capaces de izar en sus astas a un asesino erizado de garras y colmillos, pueden achicarse ante el tonel de leche de la vaca holandesa o el tonel de grasa del shorthorn? ¿Es que el buldog, ciego armatoste de guerra, o el galgo ruso, mero proyectil de caza, no son dos hipertrofias del lobo y su funcional armonía de vigor, sagacidad y arrojo? * * * El que no lo ha visto con sus propios ojos no puede sospechar jamás la distancia al parecer intransitable que media entre el burro doméstico, con sus orejas vencidas, su tranco avaro y su lomo resignado a todos los azotes y cargas, y el burro liberto de los cerros, que sólo conoce figura u olor de hombre desde lejos: el orejano, intacto de lomos como un gavilán y arrojadizo como un torrente. Altas orejas capaces de interceptar cualquier ruido y fijar sin falla su procedencia: peludo como oso en invierno para defenderse de los fríos sicarios de la puna. En el mal tiempo royendo el brote más aplastado y la corteza más pobre, encarnizado como chimango en la osamenta. La forajida distensión de los bofes traída por el aire tirante del altiplano le va aguirriendo el resuello. La firmeza de cascos y de remos, y el como resorte de acero de sus nudos, es el peaje exigido por la patria de riscos y quiebras en que vive y una sagacidad mayor que la del caballo y tal vez que la de algunos milicos y civiles. Eso sí, a toda hora sobre el ¡quién vive!, los ollares como jeta de trabuco, saliéndose por las orejas y los ojos en busca de la ocasión de hacerse humo. Pero el hombre es siempre el hombre en todo tiempo y lugar y se cree con derechos de hijo de rey sobre todo lo que descansa o se mueve sobre la tierra. Quiere decir que los serranos entienden que el burro orejano es esclavo que tomó las de Villadiego y que debe volver, quieras que no, al dulce hogar de sus amos y a la civilización cristiana. Ese fin persiguen las corridas de burros de comienzos de otoño, cuando todos Tos paisanos de una vasta zona, previamente apalabrados, se reúnen un 110


día en sus mejores caballos, en lugar y hora fijos, nombran un capitán, y con sus órdenes precisas y cargosas emprenden una jadeante jornada de excomunión contra la libertad de los burros que en este mundo se dejan andar sin seña de cuchillo en la oreja y de hierro al rojo blanco en el anca. Allá por los cerros de Hualfín, hace ya algunos años, venía ganando fama de intangible un burro orejano llamado el Negro, a secas, porque su color era el de la mala suerte o el de las tormentas del cerro. Yo no soy ningún santurrón, que digamos, o, para hablar en plata, confieso que no voy a misas ni procesiones y que si me confesé una vez de niño no he vuelto a las andadas. ¿Que eso es caer en lo más negro, la falta de temor a Dios? Quizás. Pero yo conozco a más de un desalmado que se golpea el pecho a aldabonazos sin que se le despierte la conciencia por eso. ¿Temor al diablo? No sé. Tal vez eso ya es otra cosa. Tal vez la gente no yerra del todo cuando dice que no hay que creer, pero hay que cuidarse. Esto no quiere decir que se deba prestar oído a todo lo que los hijos del campo sueñan en voz alta a la orilla del fogón en las noches de invierno. Ni a lechuzas que cortan mortajas con el clic-clic de tijeras de su grito, ni a perros que aúllan a la muerte del amo porque la ven venir en la oscuridad, ni a almas que se descuidaron en vida y vuelven en procura de que las excarcelen del purgatorio con una misa, ni siquiera a viudas comedidas que se le asientan en la grupa del caballo al jinete que anda en malos pasos con fin de enderezarle el rumbo. Eso no. Pero creo un poco en el diablo; esto es, que el espíritu del mal existe y se encarna principalmente en los hombres que sacan rentas del sudor de los otros y todavía los obligan a encarcelarse o matarse entre ellos. ¿Y los animales? Éste es otro cantar. Tal vez el diablo los protege contra los hombres. En cualquier caso no fueron pocos en su tiempo los que creyeron que el Negro llevaba el diablo bajo su piel y detrás de sus orejas. ¿Que el Negro era un personaje de cuento para las noches de fogón o un fantasma creado por la credulidad y el magín ociosos? No, no: muchos alcanzaron a verlo aunque siempre a buena distancia y por un instante antes de emboscar el bulto. ¿Que el Negro era cosquilloso de oídos como el eco de las quebradas y más ligero en el escape que cabeza de víbora en la acometida? Desde luego. Pero algo más. Parecía ser el genio mismo de los cerros indios que hace bramar sus lagunas o descarga su granizo contra el intruso que los huella por primera vez, o le alfombra con nieve el despeñadero; el cerro que, sacudido a veces por el infierno que lleva en sus entrañas, se desensilla de sus nieves y peñascos saledizos, mientras yergue mejor la altanería cejijunta de sus picachos. ¡El Negro! Desconfianza de ojo non de tuerto, oreja en punta o apuntando como un par de pistolas, ollares hinchados de ruido como trompetas, cascos de guanaco en las bajadas y subidas o gateando la cornisa de un derrumbadero. ¿Ojos negros? No, del color del relámpago. Ya lo anticipamos: era un diablo en cuatro patas el gran matrero escapando de rondón peñas arriba o mangrulIando desde algún mogote. Nada digamos de su desafío semental, lanzado arremangando la jeta, encabritando sobre los cerros el rebuzno que los ecos comentaban en voz alta un buen rato. Decíase que llevaba en la cara y el encuentro los cicatrizados rayones de las garras del único puma que lograra saltar sobre su cruz. Agregábase que el Negro se había volcado en un ay Jesús sobre el lomo quebrando 111


como una caña el de su jinete. Aguerrido en todas las tretas, perseguirlo era sobar por gusto los montados para terminar clavándose como un Cristo en riscos y espinas. * * * Donde hay unos hay otros. Digo que también estaba Santos Miraval. El paisano de estas sierras es todavía, a su modo, un gaucho; aunque no el puro pastor a caballo que fue el gaucho de las llanuras del sureste. Este es tan hombre de a caballo como de a pie. Sabe de huellas de piedra y médanos, de sedes y fríos bajo vientos de nieve cernida, y esfuerzos y crujías que el paisano del sur no conoce ni de lejos, pero también es hombre de regatos y surcos, digo, de tranco acompasado al casi dormido de los bueyes, cuando no le toca menear el hacha en los quebrachales y el combo en los socavones. Nuestro serrano es como el fogón de huesos: escaso de llama y sobrado de aguante. Santos Miraval era un hombre de ésos, y desalmado para el trabajo como otros para el juego o la chupa. Bebía poco y hablaba menos. Con la cabeza fresca era tipo de pocas palabras, aunque comedido en sus modos, con mucho "señor" y "usté disculpe", y muy sujeto de hacer un servicio a cualquiera sin un adarme de interés. Se lo respetaba por eso y también —según se vio más de una vez— porque parecía haber en él, en un solo rollo, la fuerza, la baquía y el arrojo que varios hombres llevan por turno. Ya con algún trago la cosa cambiaba un poco. Su cara medio hoyosa de viruelas y con el jopo medio caído sobre un ojo, ya no era el mismo. Se ponía de bulto su altivez sin soborno, digo el no gastar venias con los ricos y el gobierno. No creo que fuera hombre de mala entraña y zafado, no. Pero algo que llevaba dormido en él parecía despertar entonces. Tal vez era un saldo del genio y la altivez insobornables de sus tatarabuelos indios —calchaquíes o quilmesque desmigajaron trozos de cumbres sobre sus perseguidores armados de fuego y a los que fue preciso, para no matarlos, mudarles la querencia a trescientas leguas de distancia, desde la sierra más crestuda al llano más chato. Es un decir. Miraval, en esas ocasiones, entre trago y trago de tinto, solía bromear consigo mismo llamándose "el hijo de mi mama", o con su suerte, diciendo: "Hasta Dios se me hace el sordo". Le daba por refranear a ratos: "No hable fuerte de noche, que chistan las lechuzas". "En lo oscuro, el cuchillo puede alumbrar la senda". Eso era todo, pero entonces no parecía prudente enredarse en mucha charla con él ni mucho menos llevarle la contra. Olvidaba decir que nuestro hombre gozaba mentas de tener en las boleadoras mano tan segura como otros en los trastes de la guitarra, y que de ellas participaba su caballo, un pangaré de patas de venado, cabeza seca y ojos de noche muy separados entre sí. ¿Que por qué estoy dejando a un lado mi tema del comienzo? Es lo que voy a aclarar. Varón de mucha alzada, como hecha adrede para hombrearse con los cerros y del que nunca se supo que ensayara venias con los de arriba, Juan Miraval, con su aire de estar siempre a la intemperie detrás de su mirada altiplana, se había dejado decir en cierta ocasión que esperaba no tirar la osamenta antes que se diese el gusto de anudarle una corbata de bolas al maula que ya venía jeringando harto la paciencia de los corredores del cerro. El alba iba saliendo detrás de los cerros oscuros como una daga de su vaina de cuero. En cada uno de los espaciados valles de la comarca los cam112


peadores, en pie desde antes del último canto del gallo, se despedían del fogón con algunos apresurados besos a la bombilla, mientras calzaban en las cabezadas de las monturas los ponchos de cuero del jinete y la bestia a la vez, gracias a los cuales no se deja parte de la ropa o de la piel entre las púas y ganchos de la breña. De los arzones traseros iban colgados los lazos, las boleadoras, las alforjas, los chifles, entre algún dicharacho de ocasión: "Lleve un diente de ajo para la puna, le dijo el cuervo al sapo cuando lo convidó a una fiesta en el cielo". Partieron al fin entre el alboroto de la perrada, y antes de una hora cada cual llegaba al lugar de la cita, un alto portezuelo donde el capitán de la corrida ya estaba impartiendo sus órdenes, cargosas hasta la minucia, a cada uno con el fin de que no quedase rincón al cerro —El filo del guanaquito, El iral, El bolsón, La quebrada del tala, El pozo verde, y el resto—, sin ser espulgado de orejudos que debían ser arriados después, según una estrategia convergente, hacia una gran abra que hacía de corral o rodeo. Escuché sus últimas palabras: "Pordiosito, a no mariconear. Síganlos como a pleito, robándoles todas las vueltas". La cresta del cerro de enfrente coloreaba de amanecer como la de los gallos que anunciaran su llegada. Salió el sol. Los cardones como presentando armas, mientras los ecos comenzaban ya a duplicar por cualquier lado los gritos de alerta y las ráfagas de ladridos. Perros de todos los abolengos, fundidos en una ralea cerduda y colmilluda y de bofes legüeros. Cosa de ocho a diez horas, no menos, demandaron el ajetreo y el jaleo de revisar una por una las querencias y guaridas del cerro y echar por adelante a todo peludo habido, evitando, eso sí, el desbande en lo posible, todo a fuerza de gritos y ladridos, de insultos o golpes de azotera a los guardamontes, sacudiendo sus ponchitos ruanos de lluvias y solazos, subiendo y bajando filos y laderas, orillando derrumbaderos, sujetando en seco o volcándose a un lado o agachándose para evitar a tiempo la topada con riscos, ramas o cardones. Sí, horas y horas de una fajina tan intensa y revuelta como un entrevero a lanza. A veces un jinete alado de guardamontes recortábase sobre algún mogote como tordo sobre la cerviz de un buey. A eso de la mediatarde los distintos arreos fueron convergiendo sobre la hoya prevista entre un ruidaje de cascos en las piedras sueltas, redoble de guardamontes, gritos y ladridos enloqueciendo los ecos. Venia la burrada con los ojos criados de azoro, mosqueando las grandes orejas, sonando los grandes ollares con soplo de fragua. Burros tordillos o blancos, o del color de los senderos, o negros como socavones, o gateados como cebras. Los perros, todos aventando las llamas de sus lenguas, semiahogados de acezo. Sucios de sangre ajena o propia, los más; derrengados no pocos, por alguna patada. Por sobre el tropel dos o tres alaridos desaforados parecían prevenir algo fuera de toda espera. A fin pudo entenderse. El Negro, el endiablado Negro, venía en medio de una de las arrias, sin que esta vez, como en tantas otras, hubiera podido hurtar el bulto, pese a más de un desesperado intento. Todos se alzaban sobre los estribos por distinguirlo, señalándoselo aquí y allá uno a otro. En verdad no era fácil lograrlo, entre tantas centenas de rebufantes orejudos que remolineaban sin tregua medio disparatados de intriga, de terror o de odio, tal vez presintiendo la afrenta de la oreja partida, el sexo abolido, la 113


letra de fuego en el anca. Al fin creí advertirlo y también que el brío se le resbalaba debajo de la piel como mercurio. Entretanto los campeadores estrechaban el cerco. Y entraron a tallar los lazos y las boleadoras. Pregunté por el boliviano comprador de burros. —Allá —dijo alguien apuntando con el cabo de su rebenque, hacia la boca de la ensenada— ¿Lo ve? Junto a un peñasco distinguí un hombrecito a pie, sombrero ovejón, calzón de barragán y ojota. Y cachetes bolas sin vello y ojos de niño. Advertí que rumiaba su coca como un guanaco. Parecía un chango y era hombre de tanta blanca en el culero como arte en el oficio —según después se vio— pues no precisaba estudiarles la dentadura para ajustarles los años sin errarla a sus burros: le bastaba arrimárseles al soslayo y pellizcarles de golpe el cachete. De pronto un largo clamor rebotó entre las laderas de la quebrada. Un inmenso burro negro —que a mí me pareció una sombra más que un cuerpo— acababa de burlarse del brete con un salto de guanaco y trepaba a todo trapo por una loma, con un rebuzno de amenaza o de pifia. Alcanzaba a sentirse el ruido de su disparada en el pedregal. Vi también que un jinete con un entrañudo ¡iibujujúúú ... ! se le echaba a la zaga, con las boleadoras ya desatadas en un caballo que galopaba cuesta arriba como por el llano. Era el pangaré de Santos Miraval. Entre perseguidor y prófugo la distancia pareció encogerse como gusano pisado. Creyó oírse el zumbo de las remolineantes bolas cuando partieron como un halcón de la muñeca boleadora al cogote del intangible, que cayó —¡al fin!— enredadas sus canillas con un quejido entre un poco de polvo y un paloteo de pedregullo y cascos. Eso no duró mucho. El Negro se enderezó de golpe y comenzó a bailar un como malambo en cuatro patas hasta conseguir rescatar de los mingos de piedra su cogote y sus azogados zancos. ¿Cómo? Eso es lo que debieron preguntarse todos. Sólo que su enemigo, gritando hasta desfondar el grito en la atropellada, estaba de nuevo a doce pasos de él revoleando la armada de su redondo trenzado, que partió sin perder un segundo a ceñirse como cuerda de horca en el cogote del arisco. Pero las cosas no salen siempre como lista de poncho. La taba suele echar culo cuando mejor la tiran. Esta vez todo ocurrió como en sueños. Sintiendo que le robaban todo el aire, el Negro se jugó en su antojo más desgobernado: se enarcó de golpe en un postrer brinco cuesta abajo. ¿Saltó sobre su muerte? Se sintió un corto chasquido seco y el lazo reventado volvió en un cimbrón de muerte contra el ahorcador, doblándolo sobre el arzón delantero como desnucado. El estupor me hizo recular el corazón, y de juro que el de todos. Quedamos como en misa. Creo que alguno se persignó. Santos Mirával murió así en pleno clima de vigor y rigor como había vivido, y a caballo, como debía ser. Todo en un tiempo de relámpago, pero suficiente para alcanzar a oír el rebuzno de real demonio del Negro al otro lado de la loma. Después lo vimos ganar un mogote, arqueando el lomo a lo gato, buscando sin duda su querencia de filos y punas, donde el viento levanta como polvo el pedregullo y sacude las nubes como capullos de cortadera. 114


EL NODRIZO



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En los antiguos días, sintiendo su obvia inferioridad en estatura, pujanza, aguante y prontitud frente a no pocos animales (ni concha o cuero invulnerables, ni alas o patas voladoras, ni colmillos, garras o cuernos perforantes, ni fuerza de catarata o ventarrón) el hombre los envidió sin rubor y tendió a soñarse descendiente de alguno de ellos. De ahí el totemismo. Después, cuando mediante el invento de armas cada vez mas eficientes fue poniendo a raya a las más respetables fieras, el hombre pasó al extremo opuesto: se sintió dueño de casa, digno rey de la creación y tendió a despreciar a los otros inquilinos del mundo. ¿Que el ñandú macho es quien empolla y cría a la prole? Basta para tenerlo por tonto de capirote, aunque nadie despliega tanto ingenio y gambetas para burlarse de sus enemigos delante de sus narices Cediendo, quieras que no, a la tiranía de la primavera, Choique, el ñandú de la Pampa, hablase visto obligado a renunciar a su arisquez y a estrechar relaciones con el bello sexo de su especie. Se sabe que una de las altas ventajas de las aves sobre las demás clases de la sociedad animal es esa sublimación del movimiento, esa rima de dos alas sobre la serenidad celeste que es el vuelo o poesía alada. La otra es el canto, inventado una cáfila de miles de siglos antes que el hombre aprendiera a silbar. La otra —la más honda y hermosa, sin duda, aunque menos advertida— es el invento del amor. Mientras en las demás criaturas de la tierra, sin excluir al hombre, el sacramento de la perpetuación de la especie se traducía en gestos de erizada o desmelenada violencia, muchas aves habían inventado algo distinto, alzado desde la mera sensación hasta la emoción y el sentimiento, creando la poesía del amor propiamente dicho y el ritual de la galantería, que es su trasunto. El galanteo de las aves, llamado pavoneo, toma su nombre del pavo real. Para deslumbrar a sus damas, que lo miran con remansadá indiferencia —simulada o no— el pavón yergue y despliega su cola, que es tan espléndida como una puesta del sol del trópico, ostenta alardosamente su pecho y su airón de turquesa, matraquea los cañones de sus plumas y mueve los pies en un lento y rítmico zapateo, Janzando de cuando en cuando gritos tan guerreros como los de una trompeta. El ceremonial amoroso adquiere en las demás aves la mayor variedad de estilo. El macho precede a la hembra, o la sigue como el palomo con un torrentoso arrullo, o marchan ambos a la par como la 'perdiz. Otras se golpetean mutuamente el pico, o se toman de él como el cuervo y el martín pescador, o se besan como las palomas y los chochines. El pingüino, como declaración amatoria y regalo de bodas a la vez, lleva en el pico la primera piedra para el nido futuro. Se sabe también que muchas aves incuban turnándose en el nido y que en la mayoría el ceremonial galante continúa durante ese período y aun después 117


del nacimiento de las crías. Y que en las parejas, es decir, en los matrimonios monógamos, la lealtad amorosa suele durar tanto como la vida Choique cortejaba a sus damas, rodeando a una ya otra con rendido comedimiento o mahometano fervor, esponjando y arqueando el cuello, cloqueando un arrullo con algo de mugido, desplazándose a un lado y a otro con las alas desgajadas, disparándose de pronto como emplumada flecha india, para terminar girando en redondo, con las alas tremantes, tal vez añorando el vuelo, avanzando lento y ceremonioso ahora, como ofreciendo de alfombra el fleco de sus alas, en genuflexiones de zalema oriental. * * Eso fue en la primavera. Hoy estamos a fines de verano. ¡Cómo ha cambiado el mundo! En octubre la Pampa era tan verde como el huevo del tinamú, cuando no prefería taparse con mantillas de flores. Remansos, con su caudal menos de agua que de cielo. Remansos y charcos, muchos de los cuales fue bebiéndose el sol veraniego, interrumpían el silencio redondo de la llanura con el hervidero de gritos y revuelos de las aves acuáticas, tan denso, que el cielo yacente de las lagunas aparecía nublado y ventoso de alas. Poco antes, en la apertura de la primavera, el piso y el cielo de la gran llanura habíanse prestado al desfile sin pausa de chorlos y becadas y de más turistas que venían del lejano norte, algunos desde los arrabales del Artico, pasando hacia el sur, como en el otoño habían llegado a invernar en la Pampa las aves que disparando del calor buscaran para sus nidos y sus crías, no la Patagonia, sino el misterioso continente antártico: gansos y patos trashumantes, numerosos en especies e incontables en número, sin olvidar el cisne albo de cuello nocturno, ni el blanco de pico rojo como una aurora despuntando en la nieve, pasando de día y de noche por las altas carreteras del aire, a excepción de las cigüeñas, que a veces prefieren salvar a pie enjuto la casi inacabable llanura. A fines de verano la Pampa escaseaba de corolas y remansos, y su manto, como un traje muy usado, había cambiado de color, pasando del verde flamante al marrón viejo. El sol apretaba ahora. Y el miedo al extravío y la sed hacía bajar el ánimo como los ríos bajan el lomo en la seca. Si divisaba un ombú a la distancia, el gaucho se sentía tan feliz como el navegante del mar al divisar tierra. Pero Choique, el gran ñandú, estaba contento. Había traído a vida, con éxito cabal, toda una camada de pollos que ahora, en caso de apuro, podían valerse por sí mismos. Porque si es uso y tradición que los varones entre las aves polígamas se desentiendan de nidos y crías, el ñandú marca una excepción gloriosa: releva totalmente a las hembras de las penurias de la incubación de los huevos y la crianza de la prole. No hay clueca más porfiada, madre más amorosa, nodriza más vigilante y sabia. Crispado de plumas y de nervios como la más cloqueante de las gallinas, enflaqueciendo adarme a adarme y libra a libra por la fiebre incubadora, deshojando plumas de su pecho, de su vientre y aun de debajo de sus alaspara mullir su cama y esconder y abrigar mejor sus huevos, acomodando con delicadeza de ángel sus canillas de lingote para no chocarlos, atento día y noche, a la redonda, a todos los peligros y sorpresas, levantándose sólo en raras ocasiones para echar algo al buche, Choique había aguantado cuarenta y dos 118


LAS BALLENAS ANTARTICAS a Dora y Angel Fanjul



días y'cuarenta y dos noches, hasta que sintió en el corazón fundido de maternal ternura el primer pío detrás del cascarón como venido del fondo remoto de una cueva. La saca había durado tres días. * * Sí, libres al fin de todos los afanes y trabas de la crianza, Choique y cualquiera de sus hijos pueden valerse por sí mismos contra cualquier imprevisto. La pluma del ñandú, flexible y despeinada, tiene algo de crin o de pasto secarrón. De ahí que no sea fácil verlo si está contra el pajonal o un cortaderal. (Bajo la luna las cortaderas simulan tropillas de ñandúes.) Cada canilla del ñandú es más ligera que la otra y ambas menos que la voluntad de fuga de su amo. No vuela, pero siente el apoyo de la tierra con la fruición del librado a tiempo de la horca. No vuela por el aire, pero sus alas están lejos de ser un mero adorno: vuela sobre el haz de la tierra como un barco velero sobre el haz del mar. Con tal prisa de pampero que sus enjutas canillas se vuelven invisibles y su cuerpo gris pardusco se confunde con la niebla o con la nube. Son los suyos los bofes legüeros del viento. (Los quichuas creían que de algún modo brujo la nube y el ñandú eran un solo ser. Y los indios pampas, frenéticos boleadores que creían que las Tres Marías eran dos bolas y una manija, pusieron al ñandú entre las estrellas, porque allá arriba, después de muertos, esperaban continuar con más holgura los pasatiempos de aquí abajo.) La Pampa, pubertad velluda y aún sin arrugas de la tierra, donde los ríos son como lagunas nómades. Todo sin dejar de ser el campo macho por definición, oliendo a libertad cimarrona y azar y a darse vuelta solo sin que Dios le haga una seña. Los tucuruzales, alevosos como una emboscada. Allá lejos, los médanos con sus gibas de arena que fatigan al guanaco y al viento mismo. En verano los cardos altos como un cañaveral y fornidos como cabos de lanza, único dique a los torrentosos malones. Y más tarde, la seca y su cola de corneta digo de incendios que caminan leguas y semanas. O la lluvia y las vacas empantanadas en los ríos desbordados, vivas aún y ya con los ojos vaciados por los caranchos. Y de nuevo la Pampa dando cancha hacia todos los rumbos, que le viene al ñandú tan a medida como cajón al difunto o polla gorda a zorro flaco. Los legos y aun los sabihondos suelen ignorar con soberbia que el medio en que un animal nace, vive y muere forma parte de su ser, o sea que nada sabemos de él, de los movimientos más geniales de su cuerpo y su psique, si ignoramos su relación entrañable con las demás formas. vivas y la naturaleza respirante. Es difícil saber si el ñandú fue inventado para aliviar con su ventosa y acrobática carrera la monotonía de la Pampa, o si la Pampa fue hecha para servir de pista o pedestal al ñandú. En todo caso no es fácil hallar en el mundo una alianza tan de carne y alma como la que media entre las virtudes de la gran llanura y las del gran canilludo. La arena más ancha y pareja del mundo para el campeón de todos los pesos de la carrera a pata la llana. No hay en efecto caballo, ni guanaco, ni gamo, ni liebre, ni avestruz africano que puedan aguantar el cotejo con él. ¿Que pueden igualarlo y tal vez sobrarlo en velocidad? Tal vez, pero nunca en aguante, y menos, mucho menos, en una virtud en que el ñandú es único entre los peatones: el manejo de su 119


cuerpo en plena carrera sólo comparable al de la golondrina en pleno vuelo. El hombre, modesto siempre, no sólo se ha asignado el puesto de monarca de la inteligencia y de la creación, sino que también se arroga el derecho de relegar al sotomundo de los tontos a cualquiera de los otros hijos de la tierra. Así ocurre con el burro, a quien honra con el cargo de abanderado de los torpes —aquí la única torpeza es la del juez— y de los pachorrientos resignados, aunque no bien recobra su libertad de onagro el orejudo asume una pujante agilidad y sagacidad y una singular soberbia de unicornio. En cuanto al avestruz, ha puesto su supuesta estupidez en proverbios y anécdotas: según éstas, el patilargo, frente al peligro, sólo atina a esconder en la arena su minúscula y hueca cabeza confiando que así vuelve invisible el corpachón entero. Digamos sólo que si la inteligencia de un animal puede medirse por su capacidad para adaptarse a todas las mudanzas del ambiente y de la suerte, y capear todos los peligros, saliendo vencedor de todos los contratiempos en su lucha por la vida, la del ñandú no es cosa de mirar por sobre el hombro. Casi tan veterano como la Pampa misma, el ñandú ha sobrevivido a todas las contingencias a lo largo de millares de siglos, mientras otras especies, contemporáneas suyas, caían en la derrota y el polvo para siempre. Los gauchos que lo trataron más de cerca e intimaron con él más que los naturalistas, sabían a qué atenerse. "El más gaucho de los animales", decían de él, alabándose de rebote al alabarlo. En efecto, no se trata sólo de que sabe volverse invisible cosiendo al suelo su enorme bulto, sin que se note el surcido, tal como en el caso de la perdiz, y sabe burlarse de sus perseguidores pisándoles los talones a ellos cuando lo buscan adelante, todo gracias a un viraje clandestino de 180 grados, sino que, mediante una avizora gimnasia a lo largo de los tiempos, ha hecho de todo su cuerpo (desde sus ojos y su cuello a sus alas y sus patas) un sapientísimo artefacto de fuga, capaz de burlar a todos sus admiradores y acreedores, de recular en chancletas sin dejarlas zafar, como quien dice. * La hazañosa vida del ñandú fue tal vez emparejada por los antiguos inquilinos de la inadjetivable llanura. En efecto, no es fácil hallar en el mundo hombre de campo que tuviera o tenga con su medio esa relación de carne y uña que el gaucho tuvo con el suyo. ¿Que el gaucho y el ñandú reducían sus necesidades al mínimum, y tenían su libertad por algo tan indispensable como la respiración? Eso también es cierto. Ahí está la Pampa: la parejura verde o baya añadiéndose a la parejura como una repetición de espejos. No hay sendas y cada yente o viniente inventa la suya. Los pájaros no abundan y buscan la vecindad de los poblados. El silencio es grande. Sólo a ratos el matraqueo del oculto debajo de tierra o las vizcachas con su ladrido de perro encovado. A ratos el silbido del viento en el pajonal, tan misterioso que parece venir de la orilla del alma. Junto a los remansos o a los arroyos, lentos como una rumia, la bullanga callejera de las aves de laguna. Arriba, la flota cachacienta de las garzas. Y acechando en cualquier parte y en ninguna, el peligro: indio o tigre, desorientación o sed. De noche, la Cruz del Sur marca los cuatro rumbos insondables de la Pampa.

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La Pampa, con el tiempo, ha ido criando un hombre a su medida. El gaucho conoce no sólo todas las sendas que no las hay o las borra el pampero, sino todos los arroyos, vados, aguadas, lomadas, cañadones o tremedales. Su mirada brujulea los rumbos y los mediorrumbos. Sus sentidos miden el calor, la humedad, la presión atmosférica como los del chajá o la chuña. Distingue todos los relinchos y los cencerros. En las tinieblas se guía por las estrellas; en las noches de temporal por el gusto de los pastos o el olor del viento. El gaucho puede cortar el escape de un caballo cimarrón o salvaje, derribarlo, ensillarlo y domarlo solo. Es enlazador, boleador y aguerrido en todos los menesteres e imprevistos. Cae de pie aunque ruede el caballo trampeado por la vizcachera, y es capaz de bolearlo a tiempo, si dispara, porque en la Pampa quedar a pie es irse a pique. Puede alzar el facón o el rebenque del suelo sin parar el galope. Puede, con un cuchillo y un poncho, desfondar el salto de un tigre. Puede hacer fuego bajo la llovizna o el viento cavando el suelo y tapándolo con un cuero que lleva debajo de la carona. Como no hay médicos ni farmacia, los achaques tienen que curarse solos. El mate llena sus horas dulces y también las amargas. El caballo es su hogar y la montura su cama. La guitarra le sirve de puente para pasar a la otra orilla: la del alma viajera, con sus añoranzas y esperanzas. Sólo que el gaucho de veras es hombre de veras y no peón de estancia. No cree en los gobiernos y si alguna vez escuchó misa fue desde afuera y a caballo. No cree que la Pampa con sus cascos y pezuñas sea de nadie sino de todos. Por eso debe huir de la leva y el juez como el ñandú de los perros y las boleadoras. Por eso, porque no tiene más que su libertad y no la cambiaría ni por todo el oro del inca. Tiene el galope bajo sus pies y la Pampa abierta de par en par a todos los rumbos y distancias. ¿Quién puede desjarretar su fuga? El gaucho, sí, ha logrado esa hazaña con el ñandú, gracias a las boleadoras, arma única en el mundo, que sólo pudo sugerir la Pampa, con su orfandad de piedras y palos y su exceso de llaneza y de leguas. Las boleadoras, que el indio arrojaba desde el suelo, el gaucho las arroja desde el caballo, como una mera prolongación del galope: es honda y lazo a la vez. Y el indio lo imita. * * Desparramados desde el alba hacia todos los rumbos, los boleadores regresan horas más tarde cerrando el desmesurado redondel sobre el centro marcado por la humareda de una fogata. Docenas y docenas de ñandúes vienen mezcladas a otros bichos del desierto. Y comienza la boleada. Los gauchos llevan dos o tres ñanduceras liadas a la cintura, amén de lo que no cuenta menos: su muñeca certera. Cuando el ñandú cae, el boleador salta a tierra, facón en mano, degüella al ave, sorteando sus respetables coces, recobra las bolas y ya está de nuevo enderezando el galope hacia otro blanco. Sólo que tal operación no sale siempre a pedir de boca, ni mucho menos. El ñandú no precisa apronte. Está siempre saliéndose de la vaina, digo con un prurito de retozo en los talones. El caballo gaucho también se le va al bulto solo, buscándole las cosquillas, pero él sabe zafarse y huir largando hasta el último rollo de su lazo, como queriendo meterse todo el viento debajo de sus alas. Porque ya dijimos que la máxima virtud del ñandú no es su celeridad ni su aguante, sino que son su astucia y sus recursos, y su diabólica seguridad 121


de evolución e improvisación, en plena fuga, su sabiduría de corredor sin par. Como tiene tres dedos y no dos, cuenta con bases largamente más firmes que su primo africano. Su cuello, tan voltario casi como el de la lechuza, le permite ver a su gusto tanto hacia atrás como a los flancos. El juego combinado de sus alas y de todos sus músculos y poleas, lo autoriza a los más imprevisibles y rayanos cambios de rumbo. Varios ñandúes han perdido ya la partida, pero no son pocos, ni mucho menos, los que se les ríen en las narices a fletes y jinetes. Y eso que los caballos capaces de esta faena son como de seda en la boca y acero en los corvejones, para los giros y no carecen de lo que ningún çaballo de boleador debe olvidar: la firmeza en la cruz, punto en que el jinete apoya la zurda cargándole el peso del cuerpo en el instante en que la diestra despacha los mingos maneadores. En efecto, se van viendo cosas que son un regalo de la vista. Uno de los corredores soslaya a cierta distancia a un gran patudo que se borra aplastándose sobre la hierba. Galopa hacia él, sujeta, descabalga y avanza, boleadoras en mano, tratando de localizar al agazapado que así podrá permitirle el más fácil y seguro de los tiros. En eso el gran pajarraco se iza sobre sus patas, se viene como una tromba sobre su perseguidor, lo traba y lo acuesta de espaldas y desaparece, todo en menos que canta un gallo. Otro jinete gana distancia detrás de un ñandú que va aminorando su tren y colgando ya sus alas por el cansancio. - . De pronto, tras la más veloz de las conversiones, se viene al sesgo y con apuro de flecha guaraní sobre el perseguidor, tan imprevista, que no le da tiempo ni para revolear sus boliches. El ñandú está ahora buscando el amparo del caballo. . Sólo que cuandoel jinete tornea las riendas, el prófugo se halla ya a distancia salvadora. La persecución del ñandú es una caja de sorpresas. Lo acaba de probar un nuevo lance. En un tiro maestro —de tres vueltas y un largo de sesenta varas— un boleador acaba de trabar la fuga de un zanquilargo grande y oscuro como un nubarrón de tormenta. . ¿Es Choique? Sí, es él. Pero he aquí que el caído se alza de pronto para iniciar una especie de cancán tan brujo que termina zafándose las bolas corno si fuera un par dé botas viejas. Y se calza las de siete leguas para recomenzar la fuga interrumpida. Su perseguidor, que ni siquiera ha tenido tiempo de apearse, se lanza de nuevo sobre él. Su caballo es un pingo de ollares sajados para tragar más viento, traído de las tolderías. Pero el ñandú, en una media vuelta fácil como una escupida, regresa sobre sus propios rastros hasta rozar casi los estribos del jinete y buscando ganar distancia a sus espaldas. El boleador ya no puede volver su caballo a tiempo. Le queda un albur único: arrojar los mingos hacia atrás, por sobre el hombro, a tientas. Choique cae esta vez para no levantarse más.

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LAS BALLENAS ANTÁRTICAS a Dora y Angel Fanjul



En el principio fue el mar. El mar insomne. El mar que acorta y alarga las distancias. El incensante mar que deja en las caracolas el recuerdo de su contorsión y su murmullo. El mar albeando en espumas y gaviotas, diluyendo en sus ondas el azul de la altura y el verde de la tierra. El mar ultramarino y submarino siempre, que guarda en las bodegas de su abismo la noche sin luceros, pero que no olvida tatuar de luz a sus hijos más recónditos. ¡Ay el mar, que pierde su anda de pronto y alza, enronqueciendo su grito interminable, su voz insurgente y siempre derrumbada, oh pirata de las profundidades, condecorándose a sí mismo con collares de islas! Para el hombre de los litorales marítimos el mar es el mundo. Para el hombre mediterráneo el mar es tan remoto y misterioso como el cielo y el infierno de los dioses. Ya los griegos, que lo adivinaron todo, presintieron que la vida tenía su raíz en el agua, es decir, en el mar. La ciencia de hoy cree poder confirmar la sospecha. Viene a explicar que cuando la tierra era apenas algo más que una roca aún humeante y todavía desnuda de todo germen, el mar estaba convirtiéndose en el caldo de cultivo de los seres. Los primeros fueron por cierto de una insignificancia microscópica. Las plantas y los animales fueron ambas cosas en una sola: zoófitos. Esos primeros pobladores del verdadero edén del mundo fueron evolucionando a lo largo de épocas tan demoradas como la eternidad, ascendiendo, sin salir del mar, desde los protozoarios hasta el pez. Un día parte de la vida desembarcó en la tierra, y la diversificación y evolución ascendente de la vida continuó sin pausa: a través de los batracios —puente con una cabeza en el mar y otra en la tierra— los reptiles comenzaron a colonizar el mundo sólido para bifurcarse según dos caminos de ascenso: el de las aves y el de los mamíferos, ambas criaturas de sangre caliente y pulmones refrigerantes. Pero la cabra tira al monte. En algunos de estos terrenos obró abismalmente la añoranza de los orígenes y regresaron al mar. Fueron las ballenas. * * * En el principio fue el mar y aún es el primero. La tierra es sólo una isla custodiada por las aguas del abismo. Aunque la tierra no está inmóvil (se mueve y cambia de forma a su manera) se ve como en quietud de ostra frente al mar, que siempre está yéndose y volviendo. El mar tiene cordilleras de sal disueltas en su seno. Es salado como nuestro sudor y nuestra sangre y también como nuestras lágrimas. Es la sangre universal y primordial, con su diástole y su sístole que son la marea ascendente y la descendente. 125


¿Y qué es la fastuosa fecundidad de la tierra junto a la del mar? En la tierra el gran agente de vida es la verde flora que cubre el delgadísimo haz del suelo: transforma el mineral en planta, de que viven los herbívoros y también los que comen praderas en forma de comprimidos, es decir, de reses. Pero hay inmensidades estériles cubiertas de arena o de nieve. Todo esto mientras el haz del mar es una interminable sucesión de praderas ahogadas de fertilidad, sin contar las praderas de profundidad o submarinas. Si el arenque no fuera devorado por el bacalao, y éste (que puede evacuar individualmente millones de huevas) por el esturión, y el esturión por el tiburón, la galaxia de huevos y de peces cuajaría el mar convirtiéndolo en un pudridero. Nos olvidamos decir que las ballenas se comen bancos y arrecifes de peces. El mar es la feria de todos los excesos y contrastes. El iris ha hecho allí sus ensayos primeros y tal vez los más felices según puede verse en los juegos de colores y esplendores de los peces, actinias, medusas, corales, conchas, perlas y otros inventos marinos y submarinos. Por otra parte el mar es la patria de los monstruos del espanto primitivo, sombríos como tormentas, y de tormentas en que el viento, el agua y la noche en lucha elemental amenazan con un retorno al caos. Y bueno es recordar que la luz no llega a los más bajos fondos del mar, es decir, que la Noche originaria se esconde en sus sótanos junto con el lodo de los primeros días del planeta. Con todo, el océano, padre del agua-velera de las nubes, es el tutor de la fertilidad y la belleza de la tierra. Los gigantes imperiales no existieron nunca en la tierra. Las familias de los titanes y cíclopes y de los Goliat y sus émulos, pertenecen al mito. Se hablará de los titanosaurios y plesiosaurios del secundario, que vivieron en la infncia del mundo, en la frontera anfibia del agua y la tierra, y del elefante velludo, y de la anaconda, la serpiente sansona que aún existe en nuestra América y ostenta dieciocho metros de estatura horizontal: bien, pero los primeros lograron sostenerse sobre sus patas y la última se arrastra cómodamente pedaleando sobre sus costillas y sus músculos. Los verdaderos gigantes del mundo lo son en tal grado que su masa orográfica los aplastaría irremediablemente en tierra; por eso se fueron al mar, para que las olas les sirvieran de salvavidas. Para pasar de cuadrúpedos terrestres a trotamares, las ballenas recurrieron a tres pequeñas reformas: cambiaron sus remos peatones por verdaderos remos, es decir, aletas, —adoptaron formas hidrodinámicas—, y se vistieron con un escafandro de grasa. Conservaron, por amor a la tradición patriótica, sus pulmones, su leche y su sangre calientes. Y un olfato y un oído de gran alcance. ¿Que la ballena azul, la primogénita de la familia, es la mayor criatura viviente de antes y después del diluvio? Un solo detalle dirá más que una academia de ciencias: fa lengüitade la matrona, aunque muda, equivale en la balanza al cuerpo de un elefante, es decir, a más de tres toneladas. ¿Mucho? No, porque la masa toda de la propietaria puede llegar a los treinta y un metros de eje y a las ciento cincuenta toneladas de peso. * * Hacía ya rato que la primavera antártica —o lo que allá equivale a eso— había comenzado, y el deshielo comenzaba a declinar, es decir, acercábase a su fin la batalla de los hielos, cuando un barco, que aparecía minúsculo y os126


curo como una cáscara de coco, penetró en el mundo del terror blanco. No era el primero en verdad. Los balleneros noruegos, espoleadas su fantasía y su voluntad por la extinción casi total de la ballena en los mares árticos, habían dirigido sus proas hacia esa especie de fondo del mundo que es el polo sur. (Costaría años y años de viajes y exploraciones —en trineos tirados por perros o por ponies, en tractores agrícolas, en aviones— de aventureros y hombres de ciencia, para descubrir que el polo antártico estaba cubierto por los hielos como el otro, pero debajo de esa masa vítrea que en partes alcanzaba más de mil metros de espesor, extendíase un sexto continente, más grande que Europa y Australia.) El barco de nuestro cuento era argentino y argentinos sus tripulantes. Acicateados por los relatos y consejos del capitán noruego Larsen, pionero de la exploración antártica, y financiados por un inteligente industrial argentino, un grupo de compatriotas nuestros hablase lanzado a una de las mayores aventuras de la historia americana y apenas inferior al cruce de los Andes por San Martín y Bolívar: iniciar la ballenería en el Antártico. Cruzaron junto a las islas del Cabo de Hornos, negro, y afrontaron el pasaje de Drake, dueño de las olas más blancas y perversas del mundo, y navegando sobre aguas de mil trescientos metros de profundidad arribaron a una de las islas de esa ringlera de islas que son como la escalinata que da entrada al continente incógnito. Desembarcaron a la espera de que la batalla de los hielos, tan revuelta y estruendosa y pavorosa como la que más, terminase definitivamente. Tuvieron aún tiempo de presenciar cosas enormes, aunque lo peor —cosas no vistas ni oídas por seres humanos— había pasado ya. * El hielo sin costuras hablase despertado un día de su sueño que dijérase eterno. En el silencio fúnebre comenzaron a sentirse ruidos sordos e imprecisos. Poco a poco la unánime blancura comenzó a rayarse de negro en todas direcciones y la acción comenzó con el tronar del choque de los grandes bloques de hielo entre sí o con el agua del mar que luchaba por liberarse. Desde las variadas alturas de la costa, arreadas por las corrientes inferiores y por el vendaval, bajaban los témpanos hasta las aguas no excarceladas del todo, con resquehrajamentos y choques titánicos entre un granizar de esquirlas y espumarajos de epilepsia. A su vez el oleaje defendíase lapidando con témpanos los altos acantilados. De la edad de la inercia muda hablase cruzado de golpe a la convulsión y el estruendo asordantes. (Eso había durado semanas y semanas. Ahora el mar estaba descubierto en la mayor parte de su haz. En la tierra, rocas y playas emergían de la nieve, y aquí y allá se veía verdear manchas de musgo y a eso se reducía todo el reino vegetal. Un ancho rumor llenaba el aire, que olía y sabía a algas, a yodo, a sal del abismo.) Pero si la flora era misérrima, ocurría todo lo contrario con la fauna. Rebaños y rebaños de focas celebraban en las playas o en las aguas ribereñas su reciente liberación del calabozo del hielo. Batallones de pingüinos (turistas veraniegos que volverían a sus pagos apenas amagase la noche semestral del polo) pasaban en viaje de ida y vuelta desde las playas de pescar hasta los lugares donde pensaban improvisar sus nidos de guijarros. Tampoco el aire estaba desierto, pues atraído por la noticia de la reapertura del mar, derri127


bada su bóveda de hielo, habían llegado las voraces y ruidosas gaviotas comunes, y la asesina gaviota de los hielos cuyo bocado favorito es la pechuga de pingüino, y el petrel, que parece caminar a pie enjuto sobre las aguas, y el albatros, el dueño de las más largas alas del cielo y lá tierra, que vuela tanto horizontalmente como según un ángulo de noventa grados y duerme volando, si no prefiere soñar acunado por las olas. Pero si la tierra a no mucha distancia del mar era un desierto más absoluto que los de Sahara o de Gobi, en el agua, cerca o lejos de las costas, hervía la vida, con todas las formas, desde las que están por debajo hasta las que están por encima de los peces. Se daba aquí, con ritmo más voraz que en las zonas del trópico, el juego circular de la vida, devorándose y reengendrándose a sí misma: las formas ínfimas, a veces apenas visibles, nutriéndose de los jugos del mar; los peces menores alimentándose de protozoos o pequeños crustáceos, y los grandes devorando a los chicos, y las focas y los leones marinos merendando peces, y los pulpos todo lo que se dejase besar por las Ventosas de sus tentáculos, y las ballenas de barba todo lo que retuviesen sus coladeras, y las orcas, devorando focas o ballenas de barbas, y los cachalotes devorándolo todo. Los espiones noruegos habían visto bien. Por encima de todo, aquello era el paraíso —o campo de concentración, si se prefiere— de todas las ballenas, tal vez hasta de las provenientes de la diáspora de los mares árticos, si los cachalotes humanos habían dado tiempo para tal cosa. En efecto, en todas direcciones y a cualquier distancia las aguas antárticas velanse tropicalmente arboladas de palmeras de agua, digo de chorros lanzados contra el cielo por ballenas de todos los tipos: las llamadas calderones, las de nariz de botella, las de joroba, y sobre todo, las que tienen el color de los cielos y los mares y el tamaño de los barcos: las ballenas azules. La expulsión de su aire viciado —de sus columnas de resuello— era sonoro como el de una válvula de escape. Porque los chorros de la ballena no son de agua sino columnas de vapor visibles por el contraste de calorías con el aire fresco o helado de los mares. (La pobre y antigua hija de la tierra moriría sofocada como cualquier terrícola si no pudiera respirar de cuando en cuando el puro y espeso aire que planea sobre los mares: beber gloriosamente un hondo trago de cielo). Las ballenas azules. Las inmensas nómades que pese al exceso de su masa y su peso y a la pequeñez de sus aletas se alzan desde el fondo al haz del mar atravesando una pila de horizontes superpuestos, o pasan de un océano a otro como las vacas cambian de potrero: desde la línea del ecuador a la frontera del hielo perpetuo, desde el Pacífico al océano Indico para entrar de nuevo al mar de Balboa. Aquí, en los mares del extremo Sur, sumergidas debajo de los techos de hielo, emergían rompiendo la superficie con un crac de buque rompehielos. Veíaselas avanzar con su piel tan lisa como la mejor cabritilla, su garganta surcada de pliegues, entreabierta la boca rasgada hasta debajo de los ojos, cosechando el placton o maná de los mares. (En el mar como en la tierra los animales viven diretamente o indirectamente de las plantas, y los peces en su inmensa mayoría se nutren de esos pastos flotantes formados de plantas microscópicas.) Avanzaban las ballenas, abierto el pórtico de SUS bocas, cerrándolas de 128


cuando en cuando para que, oprimida por el paladar y la lengua, el agua se escurriese por entre las lisas barbas y la comisura de los labios. * * * Oh, el Continente Blanco, el misterio mayor de los dioses de la geografía. Tierras y aguas homicidamente inhóspitas, defendiendo una riqueza de fábula. Nuestros exploradores advirtieron que aquellas islas y tierras eran una mera continuación de la Cordillera de los Andes. Pero advirtieron asimismo, al fin, que otros visitantes los habían precedido y que estaban navegando sobre aguas de S. M. Británica. Es decir, aquellas eran, de todo derecho, islas argentinas, sólo que Inglaterra en su pasión de coleccionar islas en que ha llegado al número de diez mil, había agregado aquellas perlas a su collar corsario. Los expedicionarios, aunque los más de ellos tenían una envergadura de alma capaz de cualquier aventura y algunos contaban con un prontuario de temeridades, sintieron de algún modo que aquel espectáculo rebasaba todas las medidas, y que de juro se darían —ya estaban dándose— con engorros más grandes que las mismas ballenas azules. Era aquel el reino del frío vedado a las criaturas de sangre caliente, a menos de tener el cuerpo blindado de tocino como la ballena o de plumas oleosas como el pingüino. Y sin embargo los hombres se atrevían con aquel infierno no inferior sin duda al otro de llamas que capitanea Satanás. Si se atrevían a salivar, sus escupidas crujían en el aire y caían en el suelo con ruido de granizo. Adentro de la improvisada casucha se podía aguantar bien, gracias a la reserva de combustible líquido, y a los tragos de cacao caliente. ¿Cerveza, fiambres? ¡Habla que descongelarlos primero! Del agua no hablemos. Y así el solo menester de aplacar la sed resultaba una comodidad de lujo, ya que para ello era preciso malbaratar lo que allí valía más que las perlas: la nafta. Si se exponían a la intemperie, el viento los sacudía como juncos. El corazón parecía esconder sus latidos. ¡Cincuenta grados bajo cero! ¿Es que la sangre humana podía aguantar eso sin detenerse? ¿Y el alma sin congelarse y llenarse de brumas? Y eso no era todo. Porque los demonios que regían el mundo antártico eran muchos: el viento, que ya dijimos, y el polvo de nieve, y la oscuridad blanca, más ciega que la otra, y las grietas en acecho y las caídas verticales de temperatura. Contra el temor al naufragio, en semejante mundo, no quedaba más que la esperanza insumergible de los luchadores natos. La lucha contra el tiempo antártico no tiene resuello porque el temor grande de los barrios circumpolares es la llegada de la noche de seis meses de tinieblas y de frío absoluto que ningún hijo de hombre puede aguantar. ¿Que aquellos inauguradores de la ballenería antártica, los primeros cazadores de ballenas azules, habían ido detrás del lucro? Desde luego, pero ese lucro individual podía rematar en lucro de su patria y eso no era ochos y nueves de baraja. Por lo demás, obraba en la ocasión el invicto instinto de aventura, la comezón de oponer la audacia y la prudencia humanas al peligro mayor: el de lo Desconocido. En cualquier caso aquellos hombres luchaban con esfuerzo y destreza y paciencia y arrojo iguales cuando no mayores que los de muchos héroes de ley

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¿Que la ballena máxima (la que lleva el color de los mares y los cielos y que se nutre sólo de pequeños peces, aunque en tragos de media tonelada, porque tiene el gaznate estrecho como una botella) es tan monumental como inofensiva, al revés de su primo dientudo, el cachalote, que puede hacer pasar por su gaznate un hombre sin necesidad de masticarlo y puede desfondar un barco usando de ariete su cabeza? Eso es cierto. La ballena magna huye de sus enemigos siempre, y se la caza con arpón-granada, a diferencia del antiguo arpón que se arrojaba a puño limpio. Todo eso es cierto. Pero ya vimos que la sola intemperie antártica es una conspiración constante contra la vida humana. Para no contar el peligro más temido por los balleneros del confín austral: la flota de témpanos, hermosamente variados de tamaño, forma y coloración, que va desde el blanco al azul pasando por el verde —los témpanos viajeros, grandes como un islote a veces, que pueden navegar con velocidad de avalancha y partir un barco como una cáscara de nuez. Por días y semanas y meses aquellos hombres trabajaron, lucharon como los demás no lo hacen en el curso entero de sus vidas, siempre codeando el peligro, a dos pasos del frío absoluto, es decir, de la muerte —y triunfaron. En las movibles y abismales praderas del Antártico improvisaron para siempre un tipo de explotación no soñado en las tierras del sur, una bucólica nueva: el ordeño de aceite de ballena azul, muchísimo más caudaloso que el ordeño vacuno de la Pampa. Lucharon y triunfaron por ellos y por su patria en aguas y tierras argentinas, aunque, como ya vimos, la magnanimidad británica habíase anticipado a honrar con su nombre a todas las islas y olas de la zona y estaba cobrando derecho de piso a los pioneros de la ballenería antártica, es decir, a los nuestros, cuyo éxito creciente comenzó a despertar la envidia y la emulación de los principales balleneros del mapamundi. Aparecieron los buques fábricas o factorías flotantes, que reducen a aceite una ballena apenas sacada del agua, y el ballenicidio fue tan exageradamente satánico, que ante un peligro de extinción, los cachalotes humanos y cristianos se vieron forzados a llegar a un pacto de caballeros, fijando límites a la matanza. Fue entonces cuando en vez de mirar con ojos de claridad y de confianza por el gran boquete sobre el porvenir que acababan de abrir aquellos guapos de verdad, comenzamos por inmovilizar a nuestros barcos balleneros para terminar trocando a los productores de ballenóleo en meros acarreadores de petróleo que es como trocar un astillero en fábrica de bicicletas. ¿Nuestros tutores caseros estaban ciegos o simplemente encandilados por el brillo de las esterlinas?

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EL HORNERO a María Ester y Héctor García



El hombre se ha tenido siempre por el propietario y usuario exclusivo de la razón, chispa de la llama divina. Las conclusiones últimas de los observadores más perspicaces y responsables dan tamaña versión, cuando menos, como exagerada. En todo caso es obvio, para el veedor desprejuiciado, que muchísimos animales no sólo son capaces de acertar ciega y como mecánicamente, sino de comportarse reflexivamente y encontrar por cuenta propia respuesta a una cuestión imprevista. Los animales no filosofan, pero razonan. ¿Ejemplos? Los hay a porrillo. El elefante tiende a vengarse de quien lo ofendió, aunque trascurra un buen tiempo; tiene una memoria de prestamista. El mono salvaje, si no logra trepar a un árbol con frutas, se ingenia a veces apilando un objeto sobre otro, o enchufando dos cañas, para alcanzar la altura deseada. El oso blanco, unimismado con la nieve, se tapa con la mano la negra punta de la nariz, que es lo único que puede denunciar su presencia cuando se halla en acecho. Ya no se puede seguir diciendo que la razón es una cosa y el instinto otra, sino más bien que la sabiduría instintiva y la sabiduría racional parecen meras variantes de una inteligencia anterior y mayor. O mejor tal vez: que el instinto no es más que una inteligencia trocada en hábito inconsciente por la herencia. Sólo bajo esa luz ciertos misterios dejarían de serlo, por lo menos en primera instancia. La perdiz, el tigre, el ñandú y la langosta parda o verde, y cien animales. más, saben que el color de su vestido se confunde con el del medio en que viven y que por eso pueden sentirse casi tan seguros como si estuvieran debajo de la tierra. La una y la gaviota anidan en las más estrechas salientes de la escollera seguras de que sus huevos cónicos, no ovoides, no peligran rodar al precipicio. La mayor sabiduría de la araña no está en el luciferino invento de la red sino en capear el peligro de enredarse en su propio invento. El gimnoto eléctrico que lleva en sí una corriente de trescientos voltios ataca por la cola y la cabeza a un tiempo para cerrar el circuito, sabiendo bien lo que hace. Para no pecar de prolijos, terminemos, por ahora mencionando las peregrinaciones largas de millares de millas de los peces o las aves que vuelven con certeza de iluminados al mismo lugar u hogar dejado el año anterior.. Bajémosle un poco el copete, pues, a nuestro narcisismo sagrado. El hombre no es el concesionario único de la inteligencia sobre la tierra, ya lo vemos. ¿Razonan los animales? Si eso significa la elaboración de juicios abstractos, no. Pero muy sí, si ello implica juzgar y obrar con un comienzo de observación y juicio propios. Detrás de la conducta racional más rudimentaria está ya la razón. La mente existe en toda vida —advierte un zoólogo de hoy—. Sí, desde la elaboración de un sistema filosófico a la elaboración de una colmena.

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El solo hecho de que innumerables especies —desde el elefante y el perro al delfín y la foca— sean capaces de atención y aprendizaje, esto es educación y evolución, denuncia que no todo en ellos es instinto periclitado, sino que obra también un comienzo de inteligencia abierta y progresiva. Se ha definido al hombre como el único animal capaz de fabricar herramientas. Pero muy recientes observaciones hechas sobre el comportamiento de los chimpancés en la selva vienen a demostrar que no sólo arrojan piedras o palos, sino que usan una varilla para soparla en el panal o la fruta que no pueden alcanzar con la mano. Es decir, todavía no fabrican la herramienta, pero usan como tal algún objeto de la naturaleza, de igual modo que Hércules improvisó su clava con un tronco de árbol. Es evidente que todo esto no existió desde siempre. No sólo el hombre, sino antes que él la Naturaleza se ha civilizado, por así decirlo, esto es, ha evolucionado hacia formas cada vez más inteligentes y perfectas (más capaces de afrontar con éxito todos los azares y cambios), expresados en la proporción cada vez más ventajosa del cerebro respecto a la masa del cuerpo y en la creciente belleza de las formas. Queremos aludir aquí sólo a los pájaros. No hay duda de que las primeras aves, de cabezas casi tan chatas como las de los reptiles, debieron ser bastante menos sutiles que sus lejanos descendientes. Y que, dado lo sumario y grosero de sus alas, sus vuelos debieron parecerse más a brincos eslabonados que a vuelos. Desde luego, las primeras aves ignoraron el arte del nido y el arte del canto. Anidaban en el suelo —es decir, en la máxima indefensión contra las inundaciones y los enemigos vivos— cual aún lo practican muchas aves de hoy. El nacimiento y la evolución del arte de la fabricación del nido —de formas cada vez más complejas y eficientes y alzadas a mayor altura— constituye una ilustración en altorrelieve de la evolución ascendente de los pájaros. Ni decir que los pájaros fueron inventando la música millares de siglos antes que el hombre inventara el silbido y el canto. Ellos comenzaron entonces a significar una de las más bellas coronas de la evolución orgánica, tanto por la intensidad como etérea de sus vidas cuanto por su capacidad de gozar de la luz y transformar en melodía ese gozo. Podríamos decir que, trabajando a lo largo de millares de milenios, los pájaros crearon la primera civilización del mundo, profundizando en tres dimensiones: el vuelo, la arquitectura y la música. El hombre tardaría aún siglos tan lerdos como la eternidad en seguir sus huellas. Se dirá que antes de los pájaros, ya los insectos y los peces volaron, y después volaron los murciélagos. Pero el comprimir inicialmente el aire con las alas para remontarse y avanzar, y el dejarlo filtrarse después, sólo puede hacerse bien a través de una sutilísima coladera de plumas. Sin plumas no hay vuelo vivo honradamente hablando. Y después, lo que ya sabemos: el vuelo se fue diversificando y potenciando, hasta remontarse a legua y media de altura en el cóndor, y lograr velocidades de saeta o de rayo en el halcón o el vencejo, o mantenerse vertical y haciendo pie en el aire, como en el picaflor, o sostenerse dos semanas sin tregua sobre las alas, como en el albatros. En cuanto a la creación musical, sabemos que el ruiseñor, la calandria y otros —sobre todo en ciertos individuos de genio— ese canto logra llegar a 134


música. Y eso, millones de años antes del arpa de David o la lira de Hornero, del órgano o el piano de Palestrina o de Mozart. Pero el otro aspecto, el de la construcción de la vivienda, es quizá el primordial, el grande y creador punto de partida. Sabemos que durante milenios el hombre se redujo a imitar a los más vulgares animales, guareciéndose en árboles o cuevas. Pero el pájaro, espoleado por el prurito de brindar la máxima seguridad a la prole, inventó el arte del nido, la arquitectura aérea. Pienso ahora sólo en el tal vez más talentoso pájaro del mundo, ese decano de los arquitectos que nosotros llamamos hornero. * * * La primavera —sobrenadando sobre las aguas del diluvio de las vulgaridades— comienza a amanecer en los árboles y las aves. Para muchos, primavera es sinónimo de flores. Para mí significa decisivamente la época en que el amor se expresa a través de los besos, de las corolas y del canto de los pájaros que hacen sus nidos: el chapuzón de todos los seres en la fuente de juvencia de la vida. Los buscadores de éxitos sonantes y contantes ignoran que la fiebre de las riquezas es hermana de la fiebre de los pantanos. Los sobornados por las maravillas de la mecánica y el confort ignoran que el destino del hombre no es ser vasallo de la máquina y la técnica, sino al revés. Por eso es que volvemos la espalda a la naturaleza, que no es el telón de fondo de nuestros visajes y ademanes, sino parte integrante de nuestra carne y nuestro espíritu. Nuestras ideas alineadas y tusadas como ligustros o conscriptos y de vuelo a ras de tierra como el de las gallinas, nos impiden ver lo que más nos hace falta. Que el amor bebido en los labios paradisíacos de la naturaleza es el primer amor; que el álamo y el arroyo confundiendo sus rumores dan la primera rima; que nuestro corazón, como el árbol, se alimenta de savia de la tierra y de luz del cielo y que éste está hecho del mismo aire que empurpura nuestra sangre y dilata como velas marinas nuestros bofes. No cerremos hipócritamente, pues, nuestros ojos a las orgías de los insectos y del polen ni nuestros oídos al epitalamio de los trinos. Ni a la nube que propone un viaje en globo al remanso en que se mira. ¿Montados en la grupa de la naturaleza? Así es, pues sólo de ese modo la salud de la carne y la del espíritu pueden besarse como dos tórtolas en una rama. Nuestra alma puede volverse entonces el arpa eolia de su propio soplo y escuchar la voz de los pájaros gritándole: "Que el alba no te encuentre dormida!" Entre los pájaros no tengo predilectos, es decir, lo son todos, mas si se me pusiera la soga al cuello, creo que me decidiría por el hornero. ¿Razones? Nunca fue fácil explicar las preferencias y los amores. Sea como fuera, estoy desde hace ya horas debajo de un pequeño cielo amoratado —digo, un jacarandá en flor— mirando y mirando, sin un instante de tregua o de fatiga, y con apasionamiento creciente, y con una admiración que linda en una especie de estupor sagrado, la labor de dos horneros que construyen su nido. La obra, asentada en la cima del poste de un telégrafo, debe haber sido iniciada ayer, o tal vez antes, porque está a punto de rematarse; bajan por turno hasta la orilla de una pequeña represa, donde, mezclándolo con brizna o raicillas, han batido y batido un poco de barro con sus patas y van alzándolo en ellas hasta el vértice donde está la pequeña obra inconclusa, 135


cuya bóveda, con un nuevo rodete de barro, ceñido al anterior, ya creado, está a punto de cerrarse definitivamente. Pero la obra del amor y para el amor no debe ser una carga, el trabajo no debe volverse condena. En efecto, no peligra serlo, porque de rato en rato los artesanos interrumpen su labor para alzar un pequeño himno —rubricado por un furioso trémolo de alas— a la dicha de amar para vivir y vivir para amar. Ya sé que a muchos mi relato y el objeto de mi relato les parecerá pueril. A mí me parece bastante más hermoso e importante que un Te Deum o un desfile patrio-militar. Pocas cosas como el canto del pájaro para contagiar de belleza viva nuestro corazón y clarificar nuestra razón de andar sobre la tierra. El pájaro es el primero de los hijos del alba, la criatura matinal entre todas, la que eleva en nombre de los demás el himno a la luz de cada día (aun durmiendo con el pico debajo del ala pía soñando el amanecer) ese celeste esperanto de los pájaros que todos entendemos y por el que nuestra alma parece reencontrarse a sí misma como el cisne que duplica en el agua su ampo. Más aún; gracias a sus cantos y revuelos el día en cualquier momento parece un comienzo de aurora. El pájaro no piensa en el pasado ni en la muerte. Vive en un presente puro. Eso y el pulso del torrente de su vivir, explican su alacridad genial. En ningún otro pájaro, tal vez, tamaña verdad es tan trasparente como en el hornero. Los veo cantar con los picos entreabiertos hacia lo alto, bebiendo sorbos de cielo para prorrumpir en trasportes tales que amenazan hender o trizar sus cuerpos como un vaso de cristal. Y nada más terrestre y celeste a la vez. ¡El hornero ¿Que la música de ningún pájaro, y menos la del hornero, se asoma ni lejanamente a la grandeza y riqueza de la música del hombre, la creación más profunda de su cerebro y su alma? Desde luego. Sólo que la del pájaro guardará siempre una ventaja inempatable: la de ser, en uno, el instrumento y su ejecutante, la de ser un arpa viva. Sin contar el resto: que no hay inspiración de músico o poeta cotejable al chorro inexhausto de lirismo del que revierte, para no morir, su gloriosa experiencia de vuelos y cielos. Algunos ponderan, y con razón, el orgullo de ángel del picaflor y la golondrina, que no ponen jamás sus pies en tierra. Pero en el hornero hay algo mejor. No sólo que su alegría numerosa y encendida como la preñez de la granada, sino su vida toda, ponen en evidencia esa ley de armonía que concilia y supera los contrarios, construyendo con lodo su choza en el umbral del cielo. Porque se trata del decano de los masones, del protoarquitecto. iY manejándose sin necesidad de andamio! El traje del hornero es de los más modestos, traje proletario, casi de color ladrillo. Qué hazaña la suya, sin embargo; la de uno de los grandes héroes de la inteligencia, sacramento mayor del mundo. Antes de que existiera el hombre, y mucho más antes de que la inteligencia humana probase su superioridad sobre el animal, el hornero había planeado y ejecutado aquello que sólo pudo ser sugerido por los dioses que crearon el mundo: mezclar el barro con paja o cerda, batirlo a fondo, alzarlo a la máxima altura, adivinar que aquello secado al sol se volvería duro como la roca y construir con él en lo alto, con prodigiosa inteligencia científica y estética, desafiando sin miedo vientos y lluvias, la casa, la bóveda, el rascacielo. Construir, con lodo y cielo, el más seguro y hermoso hogar del mundo. 136


No me canso de mirar a mis horneros, como no me canso de mirar el mar. El hornero. Lo veo caminar grave y airosamente sobre la tierra, erguido el pecho y echada hacia atrás la cabeza, alzando a cada rato su patita, suspensa en el aire un instante —como si quisiera empuñar una brizna de aire o de sol— posándola otra vez en el suelo con cordial firmeza. Toda su persona trasunta ese lujo de sensibilidad y alerta que le permite anoticiar a los demás pájaros del asomo clandestino del halcón o del gato o la comadreja. Bueno es anoticiar al respetable público que los zoólogos de hoy creen haber descubierto que el primer tramo en el escalón de la belleza animal le corresponde al pájaro, pero no sólo por el esplendor de la forma y el plumaje, el vuelo y el canto, sino también por una primacía mucho más honda, es decir, interior: la del amor. No es novedad que entre los mamíferos —sin excluir del todo al hombre—, la relación de amor se reduce casi siempre a un lance más o menos fisiológico y transitorio. Y mientras en el mundo primario de los insectos, los arácnidos, los miriápodos y los reptiles, la hembra suele ser un tirano más o menos sangriento, como todos los tiranos, y mientras en el reino de los lactantes el ejercicio de la tiranía corre a cargo de los machos, en la república de las aves hay una creciente tendencia a la igualdad de trato entre los consortes. El ceremonial galante, tan expresivo en casi todas las aves, viene de eso: de que el macho no se cree un amo sino un mero pretendiente. De allí, en el prurito de halagar o persuadir a su pretendida, el despliegue de su plumaje de gala, como en el pavón, el alcaraván, el ave del paraíso, el faisán, el gallo y tantos otros —o de habilidades de sumersión o vuelo, como en los buzos y en los halcones—, o de creaciones musicales, como en los pájaros de canto. (Obra aquí un sacramento dual: no sólo la belleza sirviendo de brújula al amor, sino el sentimiento amoroso dando nacimiento al arte.) Fuerza es insistir en ese preclaro aporte de las aves al contrapunto o payada de amor, que es la igualdad o rima entre los amantes. En el colimbo, la hembra no cede una higa al macho en la audacia del galanteo, y en la agachadiza es la dama la que asedia al galán. (Así cada sexo viene a ser a la vez la criatura y el creador del opuesto.) Ahora bien, la igualdad amorosa obtiene una especie de corona doble: el amor, de impulso, se trueca en sentimiento, y de mero lance en unión perdurable, que puede durar hasta la muerte, y tanto que hay aves que no sobreviven a su cónyuge. ¿Matrimonio indisoluble? Sí, pero no de imposición carcelaria, sino una armonía y felicidad nacidas de la libre voluntad del amor: tal vez la mayor belleza de la tierra. (Nuestra vocación de eternidad nace, no de no querer morir, sino de querer amar para siempre.) Ya sabemos que en la creación de la casa del amor y de la prole las aves superan bochornosamente al resto de los animales, y por miríadas de siglos al hombre mismo. La causa es obvia después de señalada por los ornitólogos: "Los ornamentales nidos son una ofrenda de amor". Hay otra minucia inmensa. El amor en algunas aves ha eclipsado la pura actividad biológica, la mera ventaja utilitaria que ciertos naturalistas de más anteojos que ojos dan como finalidad única. Las garzas blancas prosiguen en sus fervientes fantasías de parejo amor mutuo meses después de haber partido sus pichones. ¿La mar de tiempo y kilos de energía nerviosa disipados en meras 137


caricias? —se pregunta sonriendo Massingham, el tal vez más autorizado doctor en nidos, vuelos y cantos de nuestros días. El corolario de tamaño axioma es que si los mamíferos tienen mayor inteligencia plástica y mayor idoneidad para las lecciones de la experiencia, las aves poseen prevalentemente la vocación de sentimiento, imaginación ybelleza, y de ahí no sólo sus hazañas de forma, color, movimiento y canto, sino, resumiéndolo todo, su creación cimera: la del amor como un contacto externo y un dúo de almas a la vez, esa armonía sin par que constituye la aspiración secreta y creciente del amor humano. En todo eso vengo cavilando, mientras me olvido casi del mundo y de mí mismo contemplando a mi guapísima pareja de horneros (manto pardo de tierra, pecho blanco de cal y cola manchada de ladrillo) echar el quilo en su obra, la más antigua arquitectura del mundo: la vivienda levantada en tres o cuatro días con barro del Génesis cocido al sol; con sus dos compartimientos —alcoba y sala—; con su bóveda de desafío previsor del diluvio; con su puerta de calle dando hacia el Norte, de donde puede llegarle el resuello aún tibio del trópico, no hacia el Sur de donde suelen venir el viento o la llovizna bautizados por el Antártico; ese horno que, tenida en cuenta la desproporción de medios, es, como alarde de imaginación e inteligencia, hazaña arquitectónica mayor que la de las Pirámides o la iglesia de San Pedro. ¿No repite con ,barro sobre el nivel del cielo la forma del cielo sobre el nivel de la Pampa? No es nada de eso, sin embargo, lo que más enamora mi alma en esta ocasión. En efecto, descubro casi de golpe que la alegría de mi pareja de horneros es la alegría celeste del amor. ¡El fuego de su horno es su corazón que arde sin humo ni ceniza! En efecto. Mi pareja da a cada rato la impresión de que amada y amado volvieran a verse después de hondos años de viaje o de cárcel y celebra el reencuentro con un altísimo dúo de vítores y salves, y un trémolo de alas que es el trémolo mismo del amor total: un júbilo que diríase extraterrestre, porque ellos son más heroicamente fieles a su pacto que los Romeo y Julieta de la realidad o del arte, habiendo inventado eso que es como un comienzo de inmortalidad: la perduración de la pasión a través del tiempo, la distancia y el caos.

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LA IDA Y LA VUELTA DEL CHACHO



Sospecho que a más de un lector de este relato, algunas de las hazañas de su protagonista le parecerán exorbitantes o antojadizas. En efecto, nuestra información sobre la vida animal es generalmente somera o escasa, cuando no errónea. Olvidamos o simplemente ignoramos la mar de cosas. Por ejemplo, que los patos vuelan en triángulo relevando al conductor o guía cada vez que éste se aburre del cargo, tal como el loro que hace de centinela apostado en la rama más alta de un árbol mientras sus compañeros entran a saco en los choclos. Que por hábito heredado el caballo se alza primero sobre sus patas delanteras porque su antecesor salvaje precisaba otear el horizonte sospechoso, y, al revés, el toro se incorpora sobre sus remos traseros para mantener baja y en guardia la cornamenta en espera del primer viniente. Que la víbora decapitada continúa abriendo y cerrando las fauces con la mejor intención póstuma de vengarse del decapitador. Que el pico carpintero tiene dos dedos dirigidos hacia atrás y dos hacia delante a fin de percharse verticalmente en el tronco del árbol cuando hace de inspector de plagas o excava su nido. Que el albatros no precisa, para echarse una siesta, apearse de su vuelo. Que el puerco espín es un alfiletero, esto es, que sus púas están sueltas y las deja de recuerdo en la piel del curioso que estrecha relaciones con él. Que junto a un letargo de invierno, existe en la zoología un letargo de verano, por ejemplo como en el caso del cocodrilo del Africa o de ciertos caracoles del desierto que esperan durmiendo la siesta el regreso de las lluvias. ¿Piensan las abejas cuando ejecutan sus maravillosas tareas, u obran como sonámbulas? ¿Es que debido a que el cerebro del gusano de seda está disperso en cada uno de los segmentos de su cuerpo, podemos decir que no tiene cerebro? Podemos creer que los mamíferos, cuyo cerebro se parece al nuestro, tienen conciencia, ¿pero la tienen los reptiles y los peces y los insectos y en qué grado y modo? ¿Cómo es que la hormiga cortada en dos puede seguir chupando miel, y una rana privada de su cerebro sigue viviendo? ¿Por qué ronronea el gato? ¿Por qué aúllan los monos aulladores y los otros no? ¿Los peces voladores vuelan huyendo de sus enemigos o sólo por gustoso deporte? No es fácil dar respuestas convincentes a estas preguntas. Advirtamos de paso que el instinto no se muestra siempre seguro, ni menos infalible. El cachorro de elefante confunde a veces la trompa o la cola de la madre con su teta. El pollito de la gallina toma por grano un lunar o una pinta. No todas las palomas mensajeras vuelven a la querencia. El pájaro en cuyo nido el cuco pone sus huevos alimenta al pichón intruso aunque defenestre a los suyos. Hoy sabemos que conciencia e inteligencia no son siempre sinónimos. Podemos concebir el instinto como una inicial conducta inteligente que per141


mitió subsistir a los más aptos: el acto individual reflexivo fue automatizándose con el tiempo hasta volverse inconsciente y terminar transformándose en una herencia de la especie. No hay otro modo, sin este indice, de intentar comprender las maravillas recónditas del mundo del instinto, en que no falta hasta un sentido profético, como en la ardilla, que acopia nueces en el otoño para capear el hambre del invierno; o en el topo que almacena lombricés vivas, pero les corta la cabeza para que no puedan horadar el piso y huir; o en la avispa solitaria que practica un agujero, sale en busca de un gusano, lo pica paralizándolo, pero sin matarlo, lo mete en el agujero y pone sus huevos: así sus larvas tendrán alimento vivo. En el insecto, ave o mamífero que se finge muerto o herido para engañar al aspirante a verdugo hay sin duda la cristalización de una inteligencia anterior. Para qué remachar sobre la maravilla de los peces o las aves migradoras que recorren millares de millas de mar o tierra que no han visto nunca, sólo porque llevan impreso en el cerebro el mapa que les legaron sus mayores. Y decir, que ante un imprevisto, razonan y actúan "resolviendo una situación que no puede resolver el instinto". Se sabe de un chimpancé que apiló tres cajas para alcanzar una altura en que había fruta. Y de otros dos, que sumaron sus esfuerzos tirando de una soga para allegar un cobre harto pesado en que había comida. Se sabe igualmente el caso de dos pájaros —un carbonero y un herrerillo— que levantaron una soga que tenía una lata con granos en un extremo, sosteniendo con una pata cada centímetro de la cuerda mientras recogían otro centímetro con el pico. - - ¿Qué tal? Después de esto espero hallar menos parpadeo o resistencia a la autenticidad de estas dos noticias: primero, que el puma de mi relato fue capaz de contrapisar sus rastros para confundirlos y aun de diluirlos en agua marchando a trechos por el curso de un arroyo; segundo, que el puma en general, en plena jungla, se niega a atacar al hombre, como si fuera un felino criado en domesticidad desde cachorro. Su actitud de no resistencia frente al hombre, y aun de colaboración con él. Que un cazador capaz de burlar y derrotar la presteza y la suspicacia geniales del guanaco o del huemul, de derribar un caballo como si fuera un perro y de tronchar como una caña el cogote de un burro padre; que tamaño sujeto no se atreva con la vida de un hombre, da ocasión a una de las preguntas de la esfinge. Que no debe obedecer a miedo o a desconfianza en el alcance desmesurado en su poder, ni qué decirlo. Pero el hecho está ahí, verificable e indesmentible. Huye siempre ante el mamífero parlante, y aun acorralado, prefiere saltar sobre los perros —al revés de lo que hacen el jaguar y el tigre— sabiendo bien que el peligro real está en el amo de la jauría. Hay más aún; encontrándolo herido o dormido, el puma no ataca al hombre, y aun puede quedarse a distancia prudente como velando sobre él. Es que conocemos algo o bastante, pero nuestra sabiduría es aún miope, cuando no la relevamos con el espiritismo o la supersticiones sagradas. ¿Qué sabemos del diálogo de los gallos y el sol a través de la noche? ¿Estamos seguros de que los pasos de la oruga no retumban en la inmensidad? Asimilamos la muerte o la ceniza a la nada, pero si todo vuelve o renace no hay muerte. El gusano de la tumba no tiene la última palabra. * * *

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Chacho, el puma criado en el puesto de la sierra llamado El Cardón había sido cautivado siendo un cachorrito de días, con los ojos recién abiertos y mucho antes de que sus grandes lunares oscuros desaparecieran bajo el pardo amarillento, color de pajonal en otoño, que es la librea de los pumas adultos. Ni decir que en su nuevo hogar cautivó de entrada a grandes y chicos con la gracia de sus orejitas semirredondas y su larga cola casi cilíndrica terminada en negro, con la mimosa suavidad de su pelaje y el grosor preventivo de sus muñecas. Como en el rancho no había con qué improvisar un biberón, lo prendieron directamente de la teta de esta o aquella cabra, que tironeaba y balaba semienloquecida por aquel olor fascineroso, no sentido nunca, pero del cual las cabras sabían que debían alejarse, como del incendio o la inundación. Se vio, pues, lejos de sus padres y en un ambiente muy distinto del de la breña: su aprendizaje de la vida y del mundo fue totalmente diferente del que pudo ser en plena libertad salvaje, allá donde se descansa de día y se trabaja de noche. . ¿Que la dieta normal de un puma, de acuerdo a una tradición de millones de años, debe ser sangre caliente y carne palpitante? Sí, pero aquí no las había todos los días, y aun de haberlas, no convenía, como exclusivo, ese menú montaraz. Aprendió así a beber el suero sobrante de la leche cuajada, y a comer charqui y aun carne hervida y hasta llegó a disputar un hueso o una tira de cuero a la perrada. Y obró al fin la costumbre, y la obediencia más o menos automática a ella, y el apego al amo y a la casa. No sólo aprendió a dejarse acariciar la cabeza, las orejas y el lomo, como un chucho o un morrongo cualquiera, sino que eso entró a formar parte de un hábito y respondía a él con un ronroneo de satisfacción untuosa y contagiosa. Si muchas o casi todas las fieras pueden llegar a esa entrega, ello no debe sorprendernos en absoluto en un animal que en estado salvaje jamás ataca al hombre, y en ocasiones parece mostrársele amigo. La inteligencia y el instinto pueden ser considerados como vasos comunicantes, aunque de nivel alterno, ello es, que la una asciende a costa del otro, y viceversa. Los instintos más ricos son los de los insectos. Después vienen, en orden decreciente, los de las aves y mamíferos. El mamífero rezador, el de más alto nivel racional, es el de instintos más atrofiados o atenuados. Es el mayor beneficiario de la inteligencia, aunque no el único. El instinto puede ser tenido por una especie de inteligencia cristalizada, o mejor, remansada. Ciertos monos salvajes, ante una situación a la que su instinto no encuentra salida, pueden razonar hasta cierto punto. Cierta vez un zorro seguido de una cauda de perros dióse en su camino con un tren en marcha. ¿Detenerse o cruzar la vía arriesgándose a morir aplastado? No: saltó sobre una chata de leña. Tampoco el instinto es algo acabado. En las aves y los mamíferos es imperfecto y perfectible: guiado por sus padres, el aguilucho aprende a volar, el león a cazar, la foca a nadar. El pollo tiene el instinto de picotear: aprende sobre qué cosas debe aplicarlo con provecho. Chacho pareció sufrir una modificación en sus instintos (como el indiecito criado por un cura se aficiona al latín y al vino de misa) ya que se crió entre tos hombres. La costumbre puede llegar a ser una segunda naturaleza y aun reemplazar a la primera. Que lo diga el borracho que renuncia al menor trago de agua y puede morir de sed cruzando un río. . 143


Mediante la amenaza o la persuasión fue obligado a cambiar de actitud cada vez que aplastando las orejas y desenvainando los colmillos miraba con ojos fratricidas, exagerando su amarillento y rojizo fulgor, a perros y gatos. Con los días y los meses el Chacho llegó a perder el odio religioso de los pumas a los perros, hasta el punto de jugar con ellos sin usar sus garras. Estos, a su vez, fueron poco a poco pacificándose ante aquel olor a fiera, digo a misterio y a terror de monte, que les erizaba contradictoriamente el pelo, impulsándolos a la agresión y a la fuga a un tiempo. Aprendió a mirar con filosófica indiferencia a las mismas cabras a fuerza de enérgicas y persuasivas represiones cada vez que amagaba caer en tentación, como San Antonio en el desierto. (Su primer descuido, que dejó un tendal de gallinas, habíale costado una soberana amonestación de azotes.) Todos los animales son dados al juego. El mismo monumental y solemne elefante, cuando bebé, es tan juguetón y travieso como cualquier chicuelo sano. Jugando con el cornac a quién derriba a quién, si él gana se pone a galopar en torno al caído, berreando de alegría. Los potrillos, cabritos, lechones, oseznas, lobeznos, lebratos y cachorros de toda clase juegan a toda hora como escolares en el patio de recreo. De los pájaros no hablemos, pues hacen lo mismo, aunque ya no se cuezan al primer hervor. ¿Es sólo el desborde de un exceso de energía? ¿Es una gimnasia de la caza? ¿Se trata de una escaramuza contra el aburrimiento? Tal vez de las tres cosas a un tiempo. Como la mayoría de los animales nace con instintos subdesarrollados, quizá el juego sea sólo un esbozo de lo que mañana serán acciones terminadas y terminantes: una etapa inicial en el desarrollo de un instinto innato. Sea lo que fuere, lo cierto es que los pumas jóvenes figuran en la primera línea de los cachorros más juguetones. El Chacho, al menos, lo era tanto como los monos, los delfines, los pájaros o los tahures. Se chacoteaba con los perros hasta cansarlos o jugaba sólo con su propia sombra, simulando carreras, fugas, luchas, escondites inhallables o saltos de acróbata, intentando arrestar a algún pájaro en vuelo. Una capacidad de juego inextinguible. El tronco o la rama de su fuerza, reventando en capullos de alegría. Acechaba invisible detrás del mortero de algarrobo, de una piedra o de una puerta, para caer como un golpe de viento sobre la espalda del amo; desapareciendo después como la lluvia desaparece en el lago. ¿Era, pues, el Chacho uno de los animales domésticos del puesto de El Cardón? No nos apresuremos. Criado desde su niñez, casi desde la cuna, digamos, entre los hombres ¿podía el Chacho tener recuerdos del cerro y la breña? Recuerdos individuales, no, desde luego. Pero alguien recordaba desde el fondo de sus entrañas, de sus nervios y de sus células, cosas que él desconocía en absoluto. Era el misterio llamado instinto, tan imperioso y seguro en el animal de monte: la experiencia y la memoria de la Especie, con su ancianidad y profundidad de millones de años, legada al Individuo. Ocurría, pues, que sin saber cómo el Chacho añoraba su patria originaria, soñaba con la libertad y la felicidad tales como puede sentirlas y conocerlas la estirpe real de los pumas. Porque la relación entre el animal salvaje y la naturaleza salvaje es tan adentrada como la de uña y carne. Era, pues, el alma hereditaria de los pumas la que desde lo más hondo del ser del Chacho clamaba por la libertad de su monte, 144


es decir, de su hogar inmaculadamente salvaje. La montaña, pesadilla de piedra, caos detenido. Los cobijos debajo de tal cual roca para resguardarse del viento, que ofende la piel, del sol que ofende las pupilas, y de las miradas indeseables. El torrente cayendo con su salto y su rugido encrespado de puma en el ataque. Los cardones sin un temblor ni una sombra de hoja. El corazón de las quebradas con su oloroso misterio de fronda y sombra y su siesta ahondada de torcazas. Los cóndores bajando o subiendo en espiral con zumbido de zonda. Los rastros bisulcos o solípedos dejando recuerdos de olor sobre la tierra pedregosa o sobre la fragancia inodora de la nieve. Los médanos suaví simos en la noche e intransitables bajo el sol del verano, fraguado en el infierno. La puna con su aire minimizado, su pobreza de yaretas y tolas, su inhospitalidad de piedra y viento. El eco, obligando a las laderas a contestarse unas a otras, como los gallos al amanecer. Las secas lunas del desierto. ¿Que otros estaban condenados a comer hierbas, raíces, frutos, insectos, huevos o carroña? La estirpe de los pumas estaba condenada tiránicamente a comer carne viva y sangrante, a beber sangre roja y humeadora como un tizón en el día: carne que galopa velocísima en la tierra, vuela por el aire o se esconde bajo el suelo. El olor y el sabor de esa carne eran una felicidad para el puma, pero el ejercicio de sus músculos y la paciencia inmutable en el acecho y el repente rayano del ataque y el orgullo de la victoria, todo eso era otra felicidad. No se extrañará demasiado si anoticiamos que un día de primavera, a eso de la oración —un poco antes de que lo ataran con una soga de cerda al tronco de un algarrobo casero— el Chacho desapareció para siempre. * * * Con la novedad de la llegada y el engreimiento de los años —era como si recién le asomara el ralo bigote— sintióse en los primeros momentos tan a sus anchas en la libertad del monte como un sapo en el agua. Sintió, sin darse cuenta, que aquel era el hogar de toda su parentela, incluso sus más inmemoriales tatarabuelos. El aire entraba en sus bofes como en su casa y parecióle que vibraba en la punta de sus bigotes, su cola y sus uñas. El olor de las hierbas, tan intenso en tierras de agua tacaña, lo embriagaba un poco. De El Cardón se acordaba sin desagrado, pero medio borrosamente, como de sus padres el mocetón que cae en su primer amorío. Invadíalo a ratos algo como la sensación de ser dueño absoluto de su cuerpo y su vida y también del cerro mismo. Caminaba olfateándolo, espiándolo y auscultándolo todo, sintiendo como un gozo el juego suave y potente de sus músculos. Comenzaba a amanecer cuando se disparó cielo adentro, algunos metros, casi verticalmente, sobre un pájaro que acertaba a pasar arriba de él. Después giró dos o tres veces alrededor de sí mismo, como persiguiendo la punta de esa cola suya más larga que un látigo de domador o una serpiente de cascabel. Así fue al comienzo, pero dos días después comenzaba a cambiar todo. Chacho estaba padeciendo los primeros síntomas de un achaque más o menos desconocido en la domesticidad, pero asaz común en la vida cimarrona: el hambre, y él no estaba suficientemente preparado ni para sufrirlo con estoicismo ni para aplacarlo a tiempo. Padeció reiteradas y desastrosas frustraciones en su procura de agenciarse comida, cualquiera que fuese. El hambre gruñía no sólo en su garguero sino en cada una de sus células. Oscilaba entre la irritación y el desengaño; mau145


lIando sin querer, a veces, sin saber lo que era eso, se creyó en peligro de muerte. Otras veces el recuerdo de El Cardón venía a turbarlo, pero se defendió de la tentación del regreso, si la hubo. Su primer éxito logrólo a costa de una vizcacha, atrapada un poco de chiripa. Se alegró doblemente, por su estómago y por su orgullo de puma. Sabía ya que en el monte no hay el pan o bife de cada día sino cuando la suerte y la baquía lo procuran. Y así, llevando de traílla la paciencia y el ahínco, el arrojo y la cautela a lo largo de los días y los meses y los años, aprendió su oficio de cazador furtivo hasta ser maestro entre maestros. Claro está que con ayuda de su vocación de raza, ya que el puma y la pantera son los más perfectos o irreprochables de los felinos. Contaba también, y antes que nada, con esa sabiduría innata sin la cual poco o nada hubiera hecho: la del instinto. Los hombres suelen dejar a sus hijos en herencia (menos los pobres, que no dejan ni deudas porque nadie les fía) chirolas, tierras, vacas, bibliotecas o algún nombre altisonante, cuando no vergonzante. El animal deja a los suyos el tesoro de su instinto, especie de biblioteca viva, es decir, una sabia herencia acumulada y consolidada a lo largo de las generaciones. Al revés del hombre que, en parte al menos, es un ser racional que se conduce según su propio juicio, el animal no mira nunca sólo con sus propios ojos sino también con los de sus antecesores más remotos. La imitación es el gran instrumento de aprendizaje de la naturaleza. Cediendo al magnético ejemplo de los padres los hijos hacen lo que ven hacer. Así, las aves que anidan en el suelo aprenden a aplastarse contra él o a romper filas en todas direcciones a la primera voz de alarma. La predisposición innata no excluye el aprendizaje como complemento. El lobezno aprende a agazaparse o a moverse sin ruido, y el aguilucho a volar, gracias a la educación, como el cachorro de lobo de mar a desafiar la resaca. El patito nada por instinto, pero aprende a zambullirse bajo la batuta materna, sin lo cual su vida flotante podría irse a pique. Pero el Chacho estaba solo, solo con la necesidad, es decir, con la más exigente y severa de las maestras. Y bajo su férula, añadiendo a la experiencia colectiva heredada, la suya de cada día, fue aprendiendo innumerables quisicosas. En primer lugar, que el estómago es el gran órgano capital, no sólo del cuerpo, sino del conocimiento. Esto es, que la búsqueda del alimento que precisa cada ser para sobrevivir (como una lámpara precisa querosén para no apagarse) es lo primero que lo impulsa al aprendizaje de si mismo y del mundo que lo rodea. (El Chacho sabía ya lo que viene a decirnos un sabio de hoy: que ni el materialista a secas ni el nuboso idealista llevan razón, pues que el mundo externo aclara y completa las nociones oscuras e innatas de la mente, y que el hambre y la actividad nutricia son la experiencia primera del conocimiento, o sea, que el estómago enseña tanta filosofía como el cerebro.) Nuestro puma no tardó en aprender algo de la mayor importancia para él: a dormir de día y a trabajar de noche, cuando él veía mejor que nunca y sus presuntas víctimas veían mucho menos que a la luz del sol, según lo fue sospechando. Y si bien le ocurría pasar muchas noches en blanco, desquitábase al otro día durmiendo. Aprendió poco a poco, pero minuciosamente y a fondo, la topografía del cerro, subiendo hasta la frontera de la nieve, porque un puma calchaquí se ve obligado ciertas noches a caminar más que el Judío Errante o un cartero para 146


ganarse la vida. Ni decir que llegó a saberse de memoria la ubicación de las aguadas, porque la sed es más implacable con los glotones de carne, y sobre todo de sangre, que con los glotones de hierbas y frutas. Y aprendió, desde luego, a medir bien la distancia que media entre una noche nublada de nubes o nublada de estrellas, u otra de aguacero, y otra de luna llena, y la necesidad de adecuar su estrategia a este profundo cambio de decorado. Aprendió también el arte del acecho, esto es, el aproximarse a la suspirada pieza arrastrándose como una víbora, aprovechando los instantes en que aquélla se agacha a pastear o se rasca, para cruzar un tramo peligroso, y dar todos los rodeos y zigzagueos necesarios para ponerse a sotavento de la inminente víctima a fin de anular su olfato. (Y ello sin hacer el menor ruido ni mover un guijarrillo ni una hierba, suave, suave como si fuera vestido de terciopelo.) Todo lo cual equivaliera a nada si no hubiera aprendido también a domar su ímpetu, a trocarse en piedra, por horas a veces, hasta el momento justo de jugarse el todo por el todo en el brinco —pues por un instante de más o de menos puede ganarse o perderse el yantar o la vida. El Chacho vio también la conveniencia de asegurarse la comida de la noche siguiente tapando con ramas, palos o arena la comida de una noche de éxito, a fin de librarla de cuervos y cóndores y otros convidados de oficio. Y como nociones de alcance mayor, la de que los débiles son de una sensibilidad, ligereza y astucia más temibles que la fuerza de los fuertes, y esta otra: que los fracasos enseñan más que los triunfos a quien sabe sacar bien las cuentas y no hace del amor propio su cencerro de madrina. Recordaba un caso entre todos. Cierta vez, al amanecer casi, y después de una engorrosa fajina, había conseguido ponérsele a tiro a un fornido burro orejano que pasteaba a la entrada de un chañaral. Su brinco fue un hermoso r' . m'ro de circo, cayendo justo sobre la cruz del orejudo. Sólo que antes de clavar brn las espuelas sintió un afrentante porrazo en la cabeza y se halló no sólo a pie sino sin saber dónde estaba. Tardó en advertir lo sucedido: al jumento, al sentirse cabalgado, habiasele ocurrido cruzar de un solo envión el achaparrado y espinoso chañaral, apeando a tiempo al jinete. A raíz de esta experiencia y otras, el Chacho sacó en limpio que, pese a la fama contraria, el burro —sobre todo si es cojudo y cimarrón— es un individuo de tanta filosofía operante como un puma. Así fue cómo nuestro Chacho se encontró un día con que había logrado aquello que soñara sin saberlo al fugar de El Cardón: asumir su soberana independencia de bestia salvaje, realizar su vida según su destino de león, no de perro casero. Y cuando un día —aunque por una fugaz temporada— encontró una compañera, se sintió tan feliz como el pájaro hornero cuando entre aleteo y canto construye su ranchito de adobe en el umbral del cielo. Porque cada cual sin saberlo, lleva su ideal dentro de sus venas y sus células: cada uno, so pena de degenerar, no puede sino obedecer a su naturaleza, es decir, a su destino. ¡El destino de los pumas! La naturaleza ha trabajado miríadas de siglos en hacer de los felinos los próceres de más mentas del asalto victorioso, por lo menos entre los que se crían con leche: agilidad y elasticidad deportivas, fuerza de gigante armada de uñas y dientes cuchilleros, sigilo de musgo en la marcha, paciencia de santo en el acecho y violencia de demonio en el atraco. 147


Y he aquí, que el puma, si cede en fuerza bruta a alguno de sus primitos —el león, el tigre, el jaguar—, es el campeón de todos los otros méritos felinos, como el halcón es más águila que las águilas mismas: en eficacia acrobática, en audacia filibustera, en plasticidad capaz de amoldarse y triunfar en todos los ambientes: las ásperas montañas y los mullidos llanos, la gran pampa y la gran selva, los hornos del Trópico y las neveras de la Cordillera. Ni decir que el Chacho llegó a ser un completo atleta por fuera y por dentro. Su potencia muscular devino tan genial que su capacidad de contracción y distensión le permitió dar en tierra llana saltos de doce metros, y proyectándose de arriba a abajo podía llegar a dieciocho. Más de una vez, en trances de gran apuro, pudo alzarse sin tocar sus espinas hasta la cima de un cardón con su estatura de casa de dos pisos. Todo animal trae en el fondo de sus células no sólo una modalidad íntima de su ser, sino la herencia abolenga, el conocimiento acumulado de la especie, llamado instinto. Aunque más que conocimiento propiamente tal, es una vocación que requiere la práctica para devenir sabiduría o arte. El Chacho aprendió —repitiendo inconscientemente o imitando— muchas tretas del arte de cazar de los pumas. Por ejemplo, aprendió a arrastrarse por entre pastos y riscos (haciéndolo siempre contra el viento para que su olor no ofendiese las narices herbívoras) hasta una distancia conveniente, y allí agazapado siempre, alzar la larga cola rematada en contera negra, dándole una misteriosa y seductora oscilación que se volvía irresistible para la curiosidad infantil de ñandúes o guanacos, llevándolos a pisar el garlito. (Eso sí, él mismo cayó cierta vez en pecado de inocencia. Oculto en el pastizal, escuchó un silbido extrañamente largo y modulado y alzó sin querer la cabeza hasta distinguir al hombre que, a ojos vista, se interesaba por su felina persona, y que por suerte pareció no verlo, dándole a él tiempo de aplastarse otra vez contra el suelo y correrse como azogue. Sin embargo algo estalló, y chocó contra un peñasco próximo y su eco repercutió en las laderas.) Aprendió también a manejar su vista y su cuerpo, y tanto que era más o menos imposible acertarle una pedrada o un hondazo. Sabía que se tomaba por crueldad su destrozo inútil de reses, puesto que mataba mucho más de lo que comía; todo porque no podían maliciar su móvil, que era mantener la máxima virtuosidad de sus músculos y uñas, como un pianista la agilidad de sus dedos. Pero si mucha diferencia suele ir de hombre a hombre, ocurre cosa semejante entre las bestias, las de sistema nervioso muy desarrollado al menos, en quienes algunos individuos parecen alzarse sobre el nivel general de la especie. Tal vez el Chacho era un poco más sesudo que el común de sus parientes, pues a las añagazas que ellos ponen en uso, agregó algunas de su propia cosecha. Por ejemplo, Ja de volver sobre sus rastros y caminar largos trechos dentro del agua del arroyo a fin de derrotar no sólo la vista de los hombres sino algo más temible: las narices de los perros. Extrañó al comienzo a sus amigos del cortijo, mas terminó por hacerse a la soledad como un viejo ermitaño. Nada de raro, pues, que así como los hombres en sociedad aprenden a distinguir millares de semblantes y timbres de voz, el Chacho aprendiera a distinguir a maravilla, sin confundir con ningún otro ruido, las variadas voces del viento y la brisa, el siseo de cada insecto, el rumor de las uñas cavadoras del peludo o el oculto, el vuelo algodonoso de la lechuza, el paso de seda del gato montés, el piar vaguísimo de los pájaros semidespiertos por la luna, el relincho lejanísimo del guanaco que los ecos del cerro entrete143


nían un largo momento. En el silencio verde de la quebrada atragantada de árboles, tal vez sentía crecer las raíces y entreabrirse los capullos y las cortezas. En cuanto a su ojo nictálope, podía distinguir un bulto a medianoche tan bien como nosotros lo distinguimos a mediodía. De su olfato no hablemos: no confundía jamás uno con otro los mil olores de la jungla, como una araña no confunde entre sí los hilos de su tela alevosa. (Huelga decir, que, con sus uñas de daga, podía desgarrar la piel de una vaca o arrancar su carne tan fácilmente como nosotros pelamos una naranja y con su lengua aspérrima podía raspar los huesos como una escofina, limpiándolos de toda pulpa hasta el bruñido.)

En el puesto del Cardón concurrieron, andando el tiempo, dos novedades tan desacostumbradas como de mala cara. Con intervalo de tres noches, un visitante —puma, según el rastro— entró en el corral de las ovejas, dejando una víctima la primera vez, cuatro la segunda. La audacia del cuatrero era despampanante, pero no menos lo era el que los perros no hubieran dado la voz de alarma. En las tres noches subsiguientes al último asalto, los hombres velaron por turno en torno al corral, sin que se produjera novedad alguna. Se pensó que en adelante bastaría con que uno de los criadores tendiera su montura, es decir, su cama, junto a la puerta. Así se hizo. Esa misma noche el centinela se despertó dos o tres veces y se levantó otras tantas, inútilmente. Sólo que la postrera vez, habiéndose sentado un rato en una piedra al adivinar ya próxima la raya del alba, llamóle la atención cierto rumor sordo proveniente del corral, o al menos le pareció así. Avanzó con precaución, cuando un gran bulto oscuro, apenas esbozado sobre la pirca, desapareció de golpe. Era el puma de los daños, de juro. El guardián dio la voz de alerta, hombres y perros acudieron y la persecución comenzó. No fue larga. El gran espacio descampado de la lomada én que estaba el corral, permitió a los perros cortar la retirada al prófugo, que a fuer de puma era maestro en el salto, pero no en la carrera. Ante tal trance, buscó evitar el asedio con un largo salto de costado y con otro maravilloso brinco se alzó hasta la mollera de un gran cardón que estaba a la mano. Que no fue un trepamiento a lo gato, sino un limpio salto vertical y ascencional es cosa que no dejó lugar a dudas ya que el cardán estaba erizado de enconosos puones en cada pulgada de su cuerpo, con excepción de su capitel, no más ancho que un plato, donde el saltimbanqui quedó semisentado con las cuatro patas besándose entre sí. Cuando una de las pedradas que comenzaron a dirigirle desde abajo le rozó un codillo, el gatazo se descolgó de su cornisa con un desmesurado brinco lateral y llegando con otro al pie de un pedrusco, hizo espalda en él y se preparó a vender cara su vida, según todas las muestras. Sólo que al hallarse frente a su tradicional enemigo, la actitud de los perros, un poco confusa desde el comienzo, lo fue mucho más: no eran esos ladridos y gañidos histéricos, mezcla de coraje y terror, y esos amagos de ataques cortados por paradas o fugas incontenibles que los canes suelen gastar en tales casos. Nada de eso; pareciera que su persecución obedeciese sólo mecánicamente al chúmbale de los hombres. Algunos dejaban de ladrar y se sen-

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taban como a descansar sobre su tafanario y sus patas, colgando las lenguas en exagerado acezo. (No fue diferente la actitud del leonero; era éste un sabueso de mediana alzada que sólo gracias a una técnica tan diabla como rastrera podía medirse con un puma y derrotarlo: perdido entre la jauría que toreaba enloquecida a la fiera empacada, esperaba sabiamente el instante en que ésta abriese una pequeña hendija en su cerrada guardia y entonces lanzábase como una víbora hasta pegarse al cuerpo del reo —entrar en clinch, como dicen los boxeadores— de modo que éste, por falta de espacio, no pudiese hacer uso de sus zarpas ni colmillos, y colgábase de su garganta. Rota su guardia, el puma irábase al suelo, momento en que los perros podían cebarse sobre él sin peligro de salir con la nuca o la espalda rota.) Así fue, hasta que el creciente claror del alba y el alegre plumereo de la cola de un cuzco publicaron el secreto: el cuatrero no era otro que el Chacho. - - traidor a la ley de los hombres, pero inmaculadamente fiel a la ley de los pumas.

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SARMIENTO Y EL OSO HORMIGUERO a Hugo Acebedo



La gran mayoría de los niños de hoy toma contacto con los animales silvestres solamente en el circo o el zoo. Desgraciadamente, porque la esclavitud o la cárcel es la miseria total para quien la padece, pero también lo es en parte para quien la contempla sin poder levantar un dedo en su ayuda. Pese a todo, ese enfrentamiento del niño con el animal es algo largamente más estimulante que los juguetes o los confites. La jirafa, torre Eiffel andante; el gorila, cíclope venido a menos; el rinoceronte, unicornio anterior al de la fábula; el hipopótamo, que se hunde en su estanque como un sapito, aunque él tiene una boca capaz de tragarse o beberse el estanque. Y con todo, se trata no sólo de animales encarcelados, sino arrancados de su medio natural, de su hogar planetario, que es como arrancarlos de su propia piel. El oso blanco es sólo un ex oso, a quien le permutan el polo por una bañadera. El augusto tigre real, sacado de su jungla, confunde sus rayas con los barrotes de su jaula y las listas de una camiseta presidiaria. Apeado de su cumbre, el cóndor es un pavo enlutado. La vicuña que lleva en su lomo el sol y en su vientre la nieve de sus altos valles, y las gacelas, apenas visibles de rapidez en el pudor salvaje de las florestas, y los ciervos, con su ramazón de invierno en la coronilla, todos metidos en sus bretes como en un patio de contraventores. ¿La inocencia de los circos o zoos ambulantes? Peor que peor, porque la suerte de los cautivos, que ya era tétrica, se volvió fúnebre, pues que debieron ser sometidos a una educación un poquito más infernal que el latín para los niños del Medioevo. Gimnasia castrense de piruetas, reverencias y brincos, bajo el estímulo del látigo o la estaca cuando no el tizón, es decir, la afrenta inquisitorial. El jupiterino señor de la selva y la montaña, con su crin que se confunde con el bosque y su voz que acalla la de la catarata cuando con un ensayo de gárgaras esparce el terror en leguas a la redonda, convertido en un jubilado bostezante, o un bicharraco irritado y a la defensiva como gato cortejado por los perros. El elefante, que embotella cuando bebe la mitad del agua del río y usa la otra para dar una ducha a su lomo de colina, su majestad el elefante, cuya trompa es la única que pudo haber derribado los muros de Jericó, él, trocado en un payaso que pone sus patas sobre taburetes o se arrodilla como un sacristán para que suba sobre su cerviz el parásito que lo humilla. O la jirafa, convertida en jirafa de juguetería, maniatada por ese peal que es el redondel del circo, ella que redime la platitud de las praderas galopando con el morro tan en alto que las nubes parecen sólo su resuello. - Si lo hasta aquí enunciado es malo, el zoocidio a troche y moche no tiene adjetivos. El hombre destruye por matar el fastidio, por prejuicios cavernarios o por angurria de avaro. Sólo digamos aquí que la matanza o la cautividad de aves, uno de sus deportes favoritos, debe terminar de una vez para siempre, pues se trata del deporte de la estupidez y la canallería mancomunadas. Primero porque ni Dios ni el diablo tienen interés en que el hombre siga manchando sus manos y su conciencia con la destrucción del más bello ornamento de la vida, esa guirnalda de la tierra y el cielo que son las aves. Después, por153


que ya es delito de lesa inteligencia ignorar que sin pájaros no habría selvas (porque ellos las espulgan hoja por hoja de insectos dañinos, en su función de plaguicidas universales) y menos habría agricultura. Y finalmente porque mientras siga metiendo en jaulas a las criaturas nacidas para la más libre ciudadanía del cielo, el hombre seguirá enjaulando su propio espíritu. Todo ello sin decir que no debemos caer en ingratitud olvidando que son los animales los que han civilizado al hombre. Es decir, que gracias a la domesticación del perro, la cabra, la oveja, el gallo y la vaca (no menos que al cultivo del trigo, la vid y la higuera) el hombre dejó de ser una bestia nómade como las demás y se trocó en una criatura de hogar, de aldea, de civilización. A nosotros nos bastará seguir el ejemplo de Sarmiento (que en esto también se anticipó al alba como el gallo) para intentar la creación, no la negación, introduciendo o domesticando nuevas especies, no chafando las existentes. ¿Por qué no acriollar en el sur patagónico el jak y el reno, que son el ganado mayor de las regiones heladas? ¿Por qué no intentar en las zonas cálidas y semidesérticas la aclimatación de la cebra que se hace sin mayor lidia a los arneses, y, fuera de sus ventajas de sobriedad y aguante, tiene la de ser inmune a ciertas plagas del trópico, incluso a la infección fúnebre de la mosca tsé-tsé? Los pueblos han tenido siempre el culto de sus antecesores, aunque a veces ese antecesor fuese un totem, es decir, un animal o un árbol. Los pueblos están, así, llenos (hasta un exceso de feria) de héroes y próceres cuyo culto suele llevarlos a regirse más por los consejos del pasado que por los del presente o el porvenir. Sólo que la aparición de un grande hombre de verdad, en que un pueblo se refleja y supera a sí mismo, es cosa de rala frecuencia. El grande hombre no es un semidiós, ni un santo, ni nada por el estilo. Es un hombre como nosotros —incluso en algunos defectos como la soberbia o la intolerancia, la gula o la descortesía— sólo que dotado en grado mayor de las mejores cualidades de la especie: la inteligencia y la generosidad, la imaginación y el denuedo. Sin olvidar el desinterés, ya que, como dice un filósofo, podemos hablar de "la pobreza sagrada del genio". Y menos olvidar la cualidad grande entre todas, la del amor: la vocación y voluntad de servicio humano. El grado exacto de la grandeza de un hombre se mide por el grado de su poder de elevar a los hombres desde el nivel de la servidumbre al de la libertad, desde el umbral del vientre hasta el dintel del espíritu. Por obra de la naturaleza y de sí mismo, Sarmiento se vio agraciado por todos esos dones. ¿Que fue una especie de cabeza de turco de las impugnaciones y calumnias de su época —como Lincoln de la suya— y aún sigue siéndolo? No debe asustarnos: ese es, desde Anaxágoras y Giordano Bruno, el tributo exigido a los que intentan zafar a los hombres de los grilletes del pasado, del pantano material o espiritual, empujándolos hacia una comprensión y generosidad mayores, hacia la creciente belleza del destino humano. Fue esencialmente hombre de sensibilidad e imaginación, y esas son las mayores raíces de su iluminado amor a los niños, a su madre y a su pueblo, y de su visión y sentido de la naturaleza y la belleza que ni los poetas de su tiempo lograron ni sospecharon. Y eso no sólo por el recreo de descansar la vista en el verde pacífico y apaciguador de los árboles, los días de asueto, sino por la intuición o el instinto de nuestro parentesco de sangre y espíritu con ella, por la seguridad de hallar en su contacto, para el cuerpo y el alma, un equivalente del renuevo primaveral. Fuerza es llamar a las cosas por su verdadero nombre. Por debajo de todo, nuestro hombre fue un hijo de Pan (gustaba me154


vitablemente a ratos saltar de la civilización a la naturaleza para sentirse "divinamente bruto"), es decir, uno de esos privilegiados sensorios de hombre a quien le es dado sentir que la melodía del mundo pasa a través de su ser como el aire a través de los agujeros de la siringa. Sentía por temporadas la absoluta necesidad del aislamiento salvaje de su Carapachay —como Robinson en su isla, como Thoreau en su lago—, y todavía la de pasar sus mejores horas emboscado en una alta glorieta, como si vistiera una zamarra de árboles. Pero en nuestro hombre el mirar y el hacer no estaban divorciados como en nosotros. Si sintió y expresó la belleza del árbol como ningún poeta de su tiempo, hizo algo más; asoció el árbol al destino del hombre de la pampa velluda de hierbas, pero calva de árboles. "La Pampa es tabla rasa; hay que escribir sobre ella árboles". "El eucalipto será el marido de la Pampa". Y como lo dijo lo hizo. Hoy pasan de cincuenta millones los descendientes del eucalipto cuyas semillas hizo venir de Australia. Y no paró hasta dar a los porteños —que no conocían árboles más que de nombre— con un parque por las narices, hazaña que un poeta salteño achacó a procedencia celestial: Dios, que es todo un caballero, queriendo probar fortuna hizo la tierra, la luna y el Parque Tres de Febrero. A los 75 años ("cuando ya era el gran Sarmiento y la misma presidencia era horma estrecha para su zapato", como dice su mejor biógrafo) solicitó el nombramiento de Juez de Paz de Junín con el principal objeto de salvar de una destrucción infernalmente estúpida a las aves que se estorbaban en lagunas y remansos como los ángeles de Milton se estorbaban en el cielo. Porque en Sarmiento el amor al animal fue tan transparente como el amor al árbol. Al fundar la Sociedad Protectora de Animales no lo hizo sólo cediendo al móvil de argentinizar una bellísima novedad de afuera. Obedeció sobre todo a una profunda vocación de ayuda a los seres injustamente desfavorecidos, la misma que lo llevara a salvar a los pueblos del atraso y la servidumbre y a los niños del analfabetismo. En sus últimos años, en la creciente apretura de sus luchas, no fue la menor la que libró contra el muy meritorio intento de retrotraemos a la colonia; la reinauguración de la corrida de toros, que es el Santo Oficio llevado al circo. "Cuando las ciencias han demostrado que los animales tienen una chispa de razón, de la misma calidad de la nuestra, pero una sensibilidad idéntica, la personas cultas tratan a los animaies como quisieran ser tratadas ellas, no dando en espectáculo al pueblo el dolor, la sangre, la muerte, con sus agonías tan parecidas a la nuestra". En Rosario, en 1883, Sarmiento recordó que en 1818 el pueblo soberano, por agencia de Pueyrredón, había mandado arrasar la plaza de toros. "Tuvimos, pues, la demolición de la Bastilla española, la plaza de toros!" Y polemizó con ideas tan fulgentes y certeras como las flechas de Apolo para que los mártires caballos de cocheros y carreros tuvieran derecho a bebederos públicos y desde luego a no dejarse desmadejar las tripas a astazos para diversión de los feligreses de la sevicia. ¿Es que había espectáculo más humillante para el hombre que el de un inocente, indefenso caballo derrengado por veinte y más años de servicio, desventrado en pago por el toro, esforzándose por alzarse sobre sus patas trémulas, enredándose en sus propias entrañas, atufando a sangre y estiércol hu155


meantes? ¿Es que había nada más parecido al martirio del cristiano en el circo romano que el del toro en el circo cristiano? La abundancia de su corazón llegó, pues, hasta la zoología. Amó a los pájaros hasta el grado de constituir una de sus manías el criarlos y amaestrarlos en su casa. No sólo, sin duda, porque vio en el vuelo y la música y el fervor de la vida alada el más límpido mensaje de la Naturaleza a nuestra alma, y una especie de pedagogía de la felicidad, sino tal vez porque hallaba una compensación al odio y la calumnia siempre saliéndose de la vaina en la transparente inocencia de los pájaros y en el cristal melodioso de su alegría. El hecho es que rodeó de vuelos y trinos su ancianidad como de un nimbo. Su nieto Augusto cuenta que nada —ni la misma aguerrida obstrucción del Senado— logró sacar tanto de sus casillas al presidente Sarmiento como el ordenanza de la casa de gobierno que un día destruyó un nido de cardenales que aquél gustaba mirar en algún momento perdido desde el sillón de mando. Un día, para celebrar a nuestro hornero, escribió Mis Pajaritos, una página no inferior a las mejores de Hudson, el mayor poeta de los pájaros. Y en otra página imborrable ponderó la fuga del avestruz pampeano, prodigio triple de celeridad, de destreza y de gracia, y propuso que la corrida del zorro inglesa fuese reemplazada entre nosotros por otra que la aventajaba tanto como el Plata al Támesis: "el curre del ñandú". También soñó alguna vez en volver criollo de nuestros arenales y travesías al camello de Abraham y Mahoma. Y quiso que el osito lavador, enemigo profesional del bicho de cesto, y el carpincho, de carne no inferior a la del chancho y de piel semejante al terciopelo, fuesen prohijados por la civilización. Con todo, la más conmovedora mente hermosa de todas las sugestiones de Sarmiento en la materia, la hizo respecto de uno de los representantes más extraordinarios de toda la fauna americana. Un animal que se alza, cuando lo quiere, sobre sus patas plantígradas, como un mono o un hombre: que tiene un hocico largo como un tubo y una boca estrecha como un ojos de llave; que usa una inmensa cola cabelluda que le sirve de poncho en invierno y de quitasol en verano, cuando duerme; que si le viene bien echa a su hijo sobre el lomo, o se baña en el río como una nutria; aunque la menos olvidable de sus pertenencias son las uñas falciformes de sus patas delanteras, con las que puede alzar a un perro del hocico o abrazarse a un jaguar de modo tan íntimo que sus carnes se funden en un solo estertor. Sin embargo, tan formidable compadre es la más inofensiva de las criaturas y sólo palea para salvar su cuero o sus huesos, a menos que se trate de hormigas, que son su única debilidad. Porque nos estamos refiriendo al oso hormiguero. Las hormigas de los pagos tropicales o subtropicales, temidas hasta por tigres y serpientes, son para su lengua suaves como pétalos y dulces como miel. A propuesta de Sarmiento, el oso hormiguicida debía ser adscripto a la burocracia municipal y estancierit como guardián de parques y jardines. "La Pampa se puebla de árboles con dificultad a causa de las hormigas. El oso hormiguero es el encargado de la policía de las hormigas. Su boca contiene una espada flexible y elástica cubierta de un pavón viscoso que mete en el hormiguero y recogiendo el instrumento se trae consigo un hormiguero entero. Hoy está relegado a los bosques del Chaco, tanto lo han perseguido los conquistadores del suelo. Cada estancia debe llamar a estos proscriptos al seno de la patria común". Fue la última lección del más grande maestro del espíritu en Sudamérica y el más patrióticamente infamado en su tierra. 156


AMEGHINO Y EL GLIPTODONTE a Le贸nidas Barletta



Florentino Ameghino fue, como Sarmiento, un gran amador de los animales y llegó a conocerlos como casi nadie en el mundo, y amó a los animales y a la naturaleza toda porque amó a los hombres y creyó con fervor en la belleza sagrada de su destino, y trabajó para emanciparlos de su doble servidumbre: la fe en los dioses y el temor al infierno. A los tres años se cayó en un pozo con riesgo de ahogarse, pero nadie llegó a sospechar que todo era obra de las hadas madrinas del futuro excavador de los orígenes del hombre, quienes lo iniciaban así, bautizándolo con aguas subterráneas, en el misterio de los horizontes sin aurora. El, en efecto, evidenció como pocos, que el hombre es un Adán infinitamente más antiguo y velludo que el de la Biblia, es decir, que durmió en los árhoes o en las cavernas antes de comenzar su lucha por transformar el mundo y transformarse de rebote a sí mismo. Y no sólo eso, sino que antes de ser él mismo, fue un mamífero de cuatro patas, y más antes anfibio y más antes invertebrado, y que de todo eso — ala materia viva tiene una memoria sin lagunas— conserva residuos o vestigios en sus células y en las formas cambiantes porque atraviesa desde su iniciación como feto hasta el día que nace. La ontogenia repite la filogenia. El hombre es una recapitulación de toda la escala animal. Por eso es que cuanto lo rodea ejerce sobre él una atracción y un halago misteriosos: el color y el olor y las formas de la tierra, el viento y la aurora, los árboles y los pájaros, los animales y las estrellas. Su carne y su espíritu están amasados con la imperecedera sustancia del cosmos. Pero la más temprana y concreta ambición de Ameghino, trocada en empresa de toda su vida, fue levantar de su tumba, tan vieja como el viento y el polvo, al primer peatón vertical de la Pampa, que viviera millares de siglos antes que el de la otra Mesopotamia, en un edén mucho más tropical y salvaje. Con minuciosidad de reportero llegó a averiguar quiénes aportaban los platos de su menú favorito —carne y médula—, es decir, quiénes eran los principales vecinos con los cuales se trataba. El mastodonte, que doblaba en estatura y colmillos al elefante actual, —y un cerdudo caballito autor del primer relincho que escuchó la Pampa, y un pariente suyo, el hipidio—, y la macrauquenia, parecida a una mula de doble alzada y a un tapir a la vez, aunque más se parecía a sí misma, —el megaterio, gigante desdentado, que solía sentarse sobre sus patas traseras y su cola a desafiar al huracán—, y el paleolama, digno pariente del camello —y el gliptodonte, tío tatarabuelo de nuestros armadillos, que llevaba a la espalda una bóveda protectora—, y el toxodonte, bruto tan afecto al baño de inmersión y fango como nuestro hipopótamo. Claro está que no todo cuanto se movía era pasto o pasta para el horno pampeus. También él era pasto o blanco, al menor descuido, de sus vecinos de otros barrios. El artocterio, por ejemplo, oso cuyo abrazo podía aplastar como la caída de un roble. Y el maquerodo, una especie de jaguar que usaba de col-

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millos un par de serruchos corvos con los que podía degollar por la nuca presas de algunas toneladas de peso. Y las jaurías de perros, frente a los cuales el caballero del plioceno no podía ni soñar siquiera que un día los haría sus guardaespaldas. Y sobre todo el concesionario número uno del terror, el as de espadas de los tigres, llamado smilodón. Eso, e infinitas cosas más, averiguó Ameghino. Su libro Filogenia, fue la partida de nacimiento de la ciencia en Latinoamérica. He aquí su decálogo: 1) El cerebro parece ser más antiguo que el cráneo. 2) Las especies evolucionan del menor al mayor tamaño y encuentran su tumba en el gigantismo, cuando la masa pesa sobre el cerebro y la armonía del individuo consigo mismo y con el medio se rompe. 3) Hay una relación matemática entre la evolución de los dientes y la del cráneo: si aquéllos se encogen éste se alza. 4) La ventaja cerebral de los seres terrestres sobre los acuáticos viene de que su vida de relación es más compleja. 5) La cefalización de la vida es una norma; pues la evolución denuncia un creciente predominio del cerebro sobré la masa corpórea. 6) El desarrollo de la potencia sexual y el de la potencia cerebral se mueven según una paralela sagrada. 7) Bajo su forma monocelular los seres son inmortales. 8) No hubo tal fiat lux: la creación es la materia infinita en movimiento infinito a través del tiempo y el espacio infinitos. 9) Las fuerzas que mueven lo creado no son fenómenos ciegos sino noumenos inteligentes, y por eso los comprendemos nosotros, microcosmo de ese macrocosmo. 10) La extrema complejidad del organismo humano denuncia una antigüedad remotísima. Cuando Linneo en el siglo XVIII juntó en el orden de los primates al hombre con los lemures, los murciélagos y los monos, se ruborizaron hasta los sabios de mayor sangre fría. No nos extrañe, pues, que Ameghino, que ubicó la partida de nacimiento del hombre en el terciario, fuese proclamado ignorante o loco por los fuegos cruzados de la iglesia y de la ciencia oficial. Pero he aquí que la antropología de hoy, que fija una antigüedad de medio millón de años al Sinántropo, el primer Adán laico, parece darle la razón al calumniado. Es que él no partió nunca de una corazonada o un antojo sino de un razonamiento: no hay esqueletos del Adán pampeano, pero quedan rastros, si no de sus pies, de sus manos: piedras talladas, huesos rajados longitudinalmente, fogones fósiles, bajo una concha de gliptodonte que hacía de caverna pampa. (La misma lógica de Boucher de Pertres, el inaugurador de la prehistoria.) Triunfó después de muerto, cuando se halló una flecha incrustada en el trocánter de un toxodonte. Ameghino no bajó al infierno sino al paraíso formidablemente bestial de los orígenes de la vida y del hombre: una epopeya ante la cual las de los Homeros y Dantes resultan sueños de niño. Desde nuestro piso descendió por todos los pisos de la geología, a través de millones de años y tinieblas, hasta la edad primera de la tierra y regresó prontuariando todas las evoluciones y metamorfosis: los peces cambiándose en reptiles y éstos ascendiendo y bifurcándose en mamíferos y aves; los carniceros saliendo de los marsupiales, y el hombre saliendo del tronco común de los primates.

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Cuvier descubrió seis géneros fósiles, Ameghino trescientos: desde los tiburones y ballenas arcaicos al fororaco, ave con patas de camello; desde los caballitos enanos que lanzaron el primer relincho que escuchó la Pampa a los monos del mezozoico y los homúnculos del eoceno cuya forma anticipa la humana como una profecía. Las leyes de Moisés y de Manú y de todos nuestros códigos son cosas de rábulas o de monederos falsos frente a las leyes de la creación de las especies que él descubrió, como si los dioses que inventaron el mundo lo hubieran tenido de secretario general. No fue por cierto Ameghino un virtuoso de biblioteca y museo, eso que se llama un intelectual puro, que vive de espaldas al jadeo de los hombres. Para él la ciencia fue la lucha del valor moderno contra los miedos sobrevivientes de la edad de las cavernas. Y ni decir que su sencillez, su honradez y su generosidad, fueron tan claras como su genio. Y que podía caminar leguas, sin añorar asiento o comida, y trabajar quince horas seguidas sin mirar el reloj. Y al igual que Sarmiento despreció la fortuna privada (de sus valiosísimas colecciones vendió apenas lo indispensable para sus viajes de estudio) no sólo por ver en ella un estorbo o una joroba en el camino hacia lo mejor y lo mayor del hombre, sino porremachar su solidaridad con los desposeídos, que son los que amasan el pan del mundo aunque sólo prueben sus migajas. Fue, como el sanjuanino, un libertador de más calado y horizonte que Bolívar o San Martín porque si cruzar los Andes para emancipar pueblos es hazaña mayor, no lo es menos el atreverse con los Andes de los intereses consagrados, o los Andes sumergidos de la geología, en busca de una verdad más liberadora que docenas de batallas. No hubo coraje de héroe superior al suyo. No sólo desafió los errores de sabios de fama estruendosa, sino la ignorancia con aureola de los siglos. "La nada de que salió la creación? —le dijo cierta vez al arzobispo Espinoza—, lo único que puedo advertirle, monseñor, es que en mis investigaciones siempre he dado con un poquito de todo, pero jamás con un poquito de nada. ." Y comentó del inventor de la dinamita destinada a la guerra: "Debían aplicarle su propio invento". Vivió siempre creyendo que emanciparlo de sus amos celestiales o terrenales era el mayor servicio que podía hacerse al hombre. Y este hombre universal, si los hay, fue tan criollo como pocos, porque la Pampa parece fundir a sus más profundos hijos en un mismo molde, infundiéndoles algo de su propio espíritu. El paisano de Luján puede ser colocado sin violencia en la línea de los grandes baqueanos y rastreadores: El Niño-Diablo, Molina, Pancho el Ñato, Calíbar, Alico. ¿Andanzas sin fin entre la hierba y el cielo, sin errar rumbo ni huellas? La de Ameghino fue una cuesta abajo por los pisos de la geología bajo la noche cada vez más cerrada de los tiempos en busca del primer fogón encendido por el hombre hace —quién sabe?— tal vez más de un millón de años. Fogón cuyos restos fósiles él halló más de una vez bajo la concha de un gliptodonte, que hacía de caverna. Por esto él vio en ella una especie de escudo heráldico de nuestra paleontología y llamó Librería del Gliptodonte, al pobre despacho de lápices y libros escolares, con que costeó su vida y sus descubrimientos. Por el solo hecho de que hayan vivido o vivan hombres de esa laya, aparece en toda la verdad de su belleza este mundo que inaugura su jornada con la albricia del alba y los pájaros y la remata coronándose de estrellas. 161



Este libro c terminó de imprimir en al$ril de 1?3,en loS'Tallerés Gráficos deEDITORIAL- LAGOS Ta1ahuaió638,p. b, 'H", Buenó., Aires Rbpiib1ka Argentina.



INDICE



El animal y nosotros

Página 7

El pájaro y la jaula ........................................ 17 27 Elzorrito ............................................... 33 El perro de mi amigo ....................................... 41 La inocente culebra ....................................... 47 Elvicuño ................................................ 55 Elchajá ................................................ 63 El regreso del Moro ....................................... 75 El niño y el cóndor ......................................... 83 El gallo del desierto ....................................... 91 La tigra del islote ......................................... 103 La pobre lechuza ......................................... 107 El diablo negro ........................................... 115 El nodrizo ............................................... 123 Las ballenas antárticas ..................................... 131 El hornero .............................................. 139 La ida y la vuelta del Chacho ................................ 151 Sarmiento y el oso hormiguero ................................ 157 Ameghino y el gliptodonte ..................................




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