Libro la pampa habla

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LUIS FRA NCO

LA VERDE RAMA

BUENOS AIRES


PH

漏 Copyright 1968 by Editorial LA VERDE RAMA Distribuida por EDITORIAL LAGOS Talcahuano 638, Buenos Aires - Rep. Argentina Derechos internacionales asegurados Impreso en Argentina - Dep贸sito de Ley 11.723


INDICE

CAPÍTULO

1

Fondo de indio .........................

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CAPÍTULO 2

Los gauchos y los negros ..................28 CAPÍTULO 3

Los gauchisoldados ......................51 CAPÍTULO 4

Cautivos y cautivas ......................72 CAPÍTULO 5

La conquista angelical ...................98 CAPÍTULO 6

Itinerario de derrotas ....................118 CAPÍTULO 7

Secreto a voces .........................139 CAPÍTULO 8

El derrumbe .............................162 CAPÍTULO

9

La cacería de los latifundios ...............188 CAPÍTULO 10

Estrambote .........................

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ANTICIPACIÓN Quien abra este libro se dará con tanto olor a ropa interior sucia largamente tapada y ahora destapada de golpe, que bien puede sospechar que se trata de un calumniador de alquiler o de un deportista del escándalo. No hy tal, por cierto. El lector advertirá que el autor apenas ha hecho algo más que coleccionar y ordenar informes y antecedentes y que no hay una sola afirmación que no esté respetuosamente documentada. Más aún: los mejores testimonios provienen de jefes del ejército argentino que militaron o se formaron en la guerra de frontera y en la final campaña del desierto. No se ha hecho, pues, más que sacar las consecuencias que, por otra parte, se desprenden solas, como las peras demasiado maduras. ¿Que por qué antes nadie sacudió el peral? Por respeto devoto a las tradiciones, por exceso de buena educación y cortesía, de que el autor desgraciadamente carece. Por lo demás, tal vez hoy la historia comienza a preferir la verdad desnuda o en harapos al disfraz de lujo. Quizá él oficio de escriba sea hoy más exigente que el de amanuense policial o parlamentario, actor de cine o capellan de monjas. L. F.



CAPÍTULO 1

FONDO DE INDIO "El ilustradísimo señor Palafox no se contenta con la igualdad, pues en el memorial que presentó al Rey, intitulado «Retrato natural de los indios», dice que nos exceden. Allí cuenta de un indio que conoció su ilustrísima, a quien llamaban Seis oficios porque otros tantos sabía con perfección. De otro que aprendió el de organero en cinco o seis días con sólo observar las operaciones del maestro. Refiere también la exquisita sutileza con que un indio recobró el caballo que acababa de robarle un español. Aseguraba éste que el caballo era suyo de hacía muchos años. El indio. echó su capa a la cabeza del caballo y volviéndose al español le dijo si de qué ojo era tuerto. El español, sorprendido, respondió que del derecho. Entonces el indio, quitándole la capa, mostró que el caballo no era tuerto de uno ni del otro ojo. . ." (F. Benito Feijoo: Teatro Crítico.) En los últimos años del pasado siglo, Roberto Pairó hizo un viaje a las tierras australes de la Patagonia en que aún vivían indios contados entre los de más baja evolución en nuestro país. He aquí, en extracto, algunos de los informes consignados en La A ustralia Argentina. Como el pueblo elegido del Viejo Testa9


mento, los tehuelches obedecen a un ser omnipotente, creador del universo y de los tehuelches, y que, como el Prometeo de los griegos ha enseñado a sus protegidos el arte de hacer el fuego y los rudimentos de la industria y la moral. Cazan zorros con trampas, y guanacos y avestruces con perros que amaestran con habilidad suma. Cazan también vacas y doman los caballos cimarrones que llegan a sus dominios. En 1898 quedan pocos tehuelches, "pero tan asimilados a las costumbres de nuestra campaña que no pueden ser considerados ya como indios genuinos". De su ingenio habla esta fábula: El zorro le dijo a la piedra: —Te corro una carrera. —No, soy muy pesada. —Corramos. —No, soy muy pesada, pero guardate de ml. —Corramos, entonces. Y corrieron, cuesta abajo, y la piedra, dando tumbos, llegó junto con el zorro, aplastándolo. Los onas de la Tierra del Fuego fabrican canoas y anzuelos y viven de la pesca. Son risueños y sociables y "buenos con sus mujeres y tan hospitalarios que el mismo enemigo es sagrado en su choza". Muy fornidos, transportan pesos enormes como una hormiga su pétalo más pesado que ella. El misionero Bridges le contó a José S. Alvarez que como su carabina comenzara a fallar la desarmó sin dar con la falla. El cazador ona se la pidió prestada, la desarmó solo, y advirtiendo que el diente del disparador estaba gastado, fabricó otro con un pedazo de hierro y una lima y restauró el arma. "El que hace eso sin conocer nada de mecánica, es sin duda un genio", decía mister Bridges. Y si de los onas y su desolado salvajismo nos volvemos a la mayor cima cultural de la América precristiana, el asombro se vuelve deslumbramiento: los mayas, únicos vencedores hasta hoy de la selva tropical, según Huttington y Toynbee; los mayas con 10


su preclara fe en la razón humana y su derrota de los temores irracionales, como enseña Sejoum, pamno contar "su cómputo del tiempo tan exacto como nuestro calendario gregoriano y su astronomía superior a la de los antiguos egipcios y babilonios", como dice S. G. Morley. (Laurette Sejourné: Palenque.) Respecto al grado y modo de la belicosidad selvática de los indios, hay pruebas meridianas. Los nativos del Caribe reciben a Colón como después los peruanos a Pizarro y los querandíes del Plata a Pedro de Mendoza: con bonhomía y confianza ingenuas. Cuando los buenos hijos de Cristo, de la variedad católica o de la luterana, inauguran el atropello y la agresión, el crimen de los nativos es que se atreven a defenderse, o a devolver el golpe ojo por ojo y diente por diente para eludir la esclavitud o la extinción. "Para justificar en lo posible la conducta a menudo bárbara de ese grupo de aventureros intrépidos que conquistó el Nuevo Mundo, porque no quisieron descender hasta el indígena americano para comprenderlo... le negaron las facultades del intelecto » . (Eso ocurrió siempre con los pueblos o castas vencedores respecto a los vencidos). "Hemos oído a veces a esos hombres tratados de brutos, arengar a los suyos horas enteras sin vacilar un momento. Araucanos y pampas poseen un sistema muy ingenioso de constelaciones. Son soberbios, indomables, guerreros, a veces feroces. Jamás ninguno de ellos se ha hecho cristiano sino a la fuerza. Todos son libres". (Alcides D'Orbigny: El, hombre americano.) "Tanto en la Patagonia como en la Pampa o el Faz West, el trato recibido por la raza india, de los hispanoamericanos como de los angloamericanos, es una vergüenza tramposamente llamada civilización". (R. Cunninghame Graham.) 11


¿ Es necesario repetir una vez más que no toda la América precolombina estaba poblada por salvajes? Ya aludimos a lo que era la civilización maya, de la cual la mejicana era segundona, como la romana de la griega. Del Méjico conquistado y saqueado por Cortés, sólo recordaremos lo que dice Bernal Díaz del Castillo, en el más hermoso libro escrito sobre la conquista americana: que con excepción de Venecia, Europa no tenía una ciudad tan grande y activa como la metrópoli azteca. Viniendo a lo que nos toca de más cerca, el Perú, recordemos que son dos sabios españoles, los cosm6grafos Jorge Juan y Antonio de Ulloa, enviados secretos del rey, los que después de años de residencia y estudio en la segunda mitad del siglo xviii, informan que de la grandeza y gracia de los indios incaicos (su artimaña de manejar moles como si fueran ladrillos, de domesticar torrentes y laderas para inventar eras y huertas, sus cuatro caminos imperiales que eran como la Cruz del Sur sobre la tierra, su arte de la administración pública llevada hasta hacer del hambre un proscripto), de todo apenas quedaban vestigios, o había sido reemplazado por iglesias y conventos para pedir a Dios lo que no se sabía hacer con las manos o con el intelecto o con el corazón. El historiador Vicente F. López recuerda que el imperio tenía una población de veinte millones de almas, un ejército de trescientos mil soldados, una flota que subía anualmente hasta el itsmo de Panamá; que "sus pastores predicaban una moral elevada", que "la ciencia, las artes, la astronomía, las matemáticas eran honradas, y los doctores (amautas) enseñaban públicamente la gramática". "La industria florecía: manufacturas, fraguas, fundiciones de metales precio.. sos se elevaban por todas partes; las minas, prolija12


mente explotadas, vendían cada año un producto inmenso; las campañas abastecían ciudades tan populosas como las de Europa y trabajos de irrigación, maravillosamente cumplidos, gobernaban el curso de las aguas; puentes de mimbre atravesaban los más grandes ríos, y anchos y cómodos caminos, verdaderas vías romanas sembradas de posadas donde el viajero hallaba gratis un abrigo seguro, frecuentados por correos... conducían de un extremo al otro del imperio". Si de todo eso quedaba apenas el recuerdo ¿qué había sido de su pueblo? "El gobierno de los incas, reconoce alguien, era un puro despotismo, pero la felicidad del pueblo parece haber sido el objeto principal de su política y afanes". (John Miller: Memorias.) Antonio de Ulloa y Jorge Juan, por su parte, explican que el pueblo peruano, gimiendo bajo el triple fardo de la burocracia, de los terratenientes y de los curas, envidiaba la suerte de los negros esclavos, y consignan este chisme espeluznante: la población del Perú, calculada en seis millones de habitantes en días de Atahualpa, había descendido a seiscientos mil a fines del siglo xviii. (Noticias secretas de A mérica.) Los del hispanoamericanismo monarco-clerical han alzado su voz de ultratumba para imputar distorsión o falsedad a la escalofriante denuncia del mismo obispo de Chiapa, padre de las Casas. Pero tres siglos después, en 1825, el coronel O'Leary, irlandés al servicio de la independencia de Hispanoamérica, echa luz sobre la catástrofe cumplida, cuya inauguración señalara el flaco obispo de Chiapa: "Cuzco es la Roma de la América... Los Pizarro, Almagro, Valdivia y Toledo son los godos y hunos que la destruyeron". Sin apelación a la épica, la denuncia del general Miller, 13


por esos mismos años, es circunstanciada y precisa: "Las tierras bajas, hoy desiertas y en la esterilidad más absoluta, estuvieron regadas en otros días por grandes acequias. Las mesetas, habilitando diques de piedra para la agricultura, eran tan numerosas que ellas solas bastaban al consumo de la población. Los restos desmoronados de muchos pueblos de pescadores prueban que hacían contribuir abundantemente al océano a las necesidades del pueblo. En muchos puntos se perciben ruinas de ciudades de mayor extensión que la moderna Lima o que Madrid. "El valle de Santa contenía en otro tiempo una población de 700.000 almas y cuenta en el día sólo 700, según la noticia dada por su gobernador en 1824". Y he aquí cómo aplicaba España el Evangelio a los pueblos de América: "Difícilmente hallaranse en la historia ejemplos más chocantes de impudente crueldad, producida por una avaricia sin límites, que los ofrecidos por la mita y el repartimiento. Mita es el trabajo forzado (agrario o minero) exigido a los indios, por un año generalmente. Cada individuo que obtiene la concesión de una mina adquiere ipso tacto el derecho al número correspondiente de indios para trabajar. En el Perú sólo hay 1.400 minas. En las circunstancias más favorables sólo una de cinco de aquellas víctimas sobrevivía a ese horroroso servicio. Generalmente en pocos meses el mitayo llegaba a su fin. La saca anual de indios para la mita ascendía a. 12.000 en sólo Potosí, y se calcula que perecieron en este servicio en el Perú más de ocho millones de indios". (John Miller: Memorias.) ¿Sublevarse? Sí, podían hacerlo los indios si les venía en gusto y así lo hizo un día Tupac Aznarú y sus seguidores, que fueron millares, ¿Y... ? 14


"Condeno a José Gabriel Tupac Amará a que sea arrastrado hasta el lugar del suplicio donde presencie la ejecución de... su mujer, sus dos hijos, su cuñado y algunos de los otros principales auxiliares de su inicua intención... y concluidas estas sentencias se le cortará por el verdugo la lengua, y después atado por cada uno de los brazos y pies... de modo que se puedan prender de.... las cinchas de cuatro caballos, de suerte que cada uno de éstos tire de su lado mirando a otras cuatro esquinas de la plaza... arranquen a una vez los caballos de modo que quede dividido su cuerpo en otras tantas partes, llevándose éste... y allí se queme en una hoguera... echándose sus cenizas al aire... Su cabeza se remitirá al pueblo de Irrita para que, estando tres días en la horca, se ponga después en un palo...; uno de sus brazos al de Tangasuca, para lo mismo, y el otro a la capital de Caravaya... enviándose igualmente una pierna al pueblo de Livitaca... y la restante al de Santa Rosa". (Sentencia dada por el señor V isitador D. José A ntonio de A reche al rebelde José Gabriel Tupac A marú en la ciudad de Cuzco.) ¿Se dirá que en nuestra América ni los caribes llegaron a tanto? No se asombre el, lector, ni abomine del pobre Areche: era sólo un eco del tratamiento de fogosa piedad que durante años el padre Torquemada aplicó a miles de herejes cristianos, moros o judíos. Después de todo lo que antecede se comprenderá que a los indios chilenos no les podía tocar ni les tocó mejor suerte con la visita de los hijos del Dios de la mansedumbre. Sólo que aquí, cuando ya apaciguadas o sojuzgadas las demás tribus, Valdivia se metió con los araucanos, la vaca se le volvió toro. Los criollos de Arauco, que eran el perfecto revés de los civilizados y domesticados pueblos del imperio incaico,

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estaban destinados a enseñar a los curvados tábditc de la Iglesia y la Corona de España lo que es y puece el sentido de la libertad en gentes, bárbaras o no, peio que nunca han conocido amo. Por lo pronto les gust6 la cabeza de Valdivia, el conquistador, y se quedaron con ella y honraron su cráneo usándolo como cratera para brindar por la libertad araucana en sus orgías rituales. (Esteban Erize: Diccionario mapuche-espaníol.) La guerra duró tres siglos pues sólo en 1886 los hijos de Arauco fueron definitivamente aplastados gradas a la santa trinidad del ferrocarril, el telégrafo y el rémington. Bueno es recordar de paso que el malón lo inventaron los del pendón cruciforme y que el de los indios fue un mero contramalón, según lo veremos. "En 1649 el capitán Ponce de León llegó desde Chile a tierras del Neuquen a cazar indios vivos, puelches y poyas y venderlos como esclavos". Traía pocos soldados y muchos indios auxiliares. "Entró por el boquete de Villarrica que lo llevó al Epú Lauquen". Allí, con la ventaja de la sorpresa y las armas de fuego, y la ayuda del Dios cristiano, pudo cazar 300 piezas cabelludas. En 1653 se repitió la excursión de caza, esta vez por los cuñados del gobernador. En 1666, el capitán Villarroel reiteró la fogoza hazaña. (Gregorio A lvarez: Donde estuvo el paraíso.) En el siglo entrante el malón blanco se inaugura por el otro extremo, el del Río de la Plata. Los estancieros de Buenos Aires viven en aceptable paz con los indios pampas, rama del tronco araucano, pero la creciente necesidad de cueros solicitados por el fcomercio de contrabando exige la ampliación de las tierras de vacas llevar. Leopoldo Lugones que como fiel expositor de 1 ideología nuestra clase poseyente declaró al indio 16


irredimible por la civilización, fue sin embargo de los primeros en reconocer que entre nosotros —como en Chile— el malón lo iniciaron los blancos. "Esta (la paz con los indios) duró hasta la mitad del siglo xvm, cuando los conquistadores comenzaron a violar los tratados para reivindicar así campos que ya iban resultando valiosos. Los indios respondieron, por venganza, con algunas depredaciones, lo cual sirvió de pretexto para intentar sin ambages su expulsión". "El mariscal Juan de San Martín fue el instrumento de aquel propósito. Las matanzas con que intentó exterminar a las tribus hasta entonces amigas, y aún aliadas contra los bárbaros más indómitos de Araucania, transformaron la hostilidacS latente y los malones esporádicos hasta entonces, en la gran guerra de la Pampa.. .". (El Payador.) Así fue. En 1740 los españoles expulsan a un cacique amigo, que, odiado por los nómades, lo sacrifican, y se entregan al saqueo. Sale a castigarlos el maese de campo Juan de San Martín, que no logrando más que verles los rastros, sé desquita sin perdonar a mujeres o niños, atacando a la tribu amiga del cacique Caleliyán, cuyo hijo, para vengar a su padre, trae una torrentosa invasión. Nuevo malón del maese de campo y nuevo contramalón del desierto. Años después, ante una nueva ofensa española, el cacique Cangapol trae sus lanzas emplumadas casi hasta las fronteras de Buenos Aires. En 1776, ante un nuevo agravio de los cristianos y una nueva depredación de los indios, el gobernador Cevallos despacha contra ellos tropas con orden de no dejar indio a pie ni a caballo. No dan con ellos pero al volver el cacique Flamenco, guía de la expedición, se da con que su familia ha sido desterrada al Uruguay. Se destierra 17


él al desierto y regresa picaneando uno de los más populosos malones de la época. Schoo Lastra, ex secretario de Roca, aunque cuenta que San Martín mató a un cacique que presentó un salvoconducto del gobernador Salcedo, sugiere o dice que esta guerra de frontera fue provocada por los malones de los indios ocasionados a su vez por la enorme merma, que el despilfarro y el abuso produjeron en el ganado. (Dionisio Schoo Lastra: El indio del aesierto.)

Los jefes de la Revolución de Mayo procuraron ganarse la buena voluntad de los indios pampas por la severa necesidad de evitar dos frentes de lucha. Pero diez años después, no bien la guerra con España llegaba a su término, los estancieros de Buenos Aires —criollos ahora— volvieron a las andadas. En 1820, y como un ensayo dentro de sus planes de aspirante a libertador de Chile, don José Miguel Carreras se alia a los ranqueles llevando un malón contx el pueblo del Salto. La indignación en Buenos Aires levanta aun a las piedras. El gobernador Rodríguez se encarga de satisfacer la vindicta pública y como no da con los aliados chileno-ranquelinos, se vuelve contra los indios amigos. Llega a Kakel Huelcul, avanza hasta la Sierra de la Ventana y ataca a dos o tres tribus amigas que se dispersan para preparar la revancha. Cuando el muy prudente coronel Andrés García llega dos aíos después a los campos sureños, advierte que los indios ostentan por Buenos Aires ese sentimiento que los pumas tienen por los perros, que el cacique Negro capitanea un huracanado cuerpo de caballería, y que, como amos de la tierra que ocupan, los caciques exigen que los huincas no pasen al sur del Salado y 18


que en sus negocios y trueques eliminen de una vez por todas el robo y la estala... Estos indios ya no son los de los días del maese San Martín, según lo dicen su comienzo de organización militar y la conciencia de su fuerza tanto como la de la debilidad del gobierno. Pese a todo eso, el gobernador Martín Rodríguez, que representa los intereses de los estancieros y es estanciero él mismo, expediciona dos veces más a los campos del sur, con éxito que las polvaredas no permiten ver... La guerra con los indios comienza ya a perfilarse con los rasgos que acusará en las décadas venideras: ' la ventaja de las armas de fuego y la organización de los cristianos, oponen los oriundos, exitosamente, el conocimiento a fondo del desierto y sus recursos de agua, lefia y pastos, la superioridad decisiva de sus caballos y su táctica de ataque por sorpresa y en grupos dispersos prontos a borrarse en el polvo o la sombra. Para ellos el desierto es un aliado; para el cristiano un enemigo. Pese a todo, el gobernador Rodríguez logró establecer dos fuertes, uno en el Tandil, otro en Bahía Blanca (instrumentos de conquista, no de colonización) y estampó en su diario de campaña el pensamiento secreto o confeso que animó a nuestra clase terrateniente en todas las épocas: "La experiencia de todo lo hecho nos guía al convencimiento que la .guerra con ellos debe ser de exterminio". Es el mismo sentir cristiano y civilizado que animara a Rosas y Roca y que el coronel Emilio Mitre, escribiendo en 1856 a su hermano Bartolomé sobre la necesidad urgente de pactar con Catriel el Viejo invitándolo a establecerse en las cercanías del Azul, formulara así: 19


"Para tenerlos a mano, sin perjuicio de degollarlos a todos en una noche". (A rchivo Mitre, t. XV.) La bobería tradicional suele repetir aún que Rosas fue amigo y protector de los indios. El origen del mito está en lo que D. Juan Manuel llamaba el Negocio Pacífico, mantenido aun bajo su gobierno y comenzado muchos años atrás, y según el cual él hacía de puente entre el gobierno y los indios y engordaba a costa de ambos. (Rivera Indarte: V ida de Juan Manuel d" Rosas; General T. Iriarte: Memorias. Presupuesto de la Legislatura de Buenos A ires, año 1830.) Rosas llevó contra los indios su depredatoria campaña de 1833, en que ordenó al coronel Pedro Ramos fusilar a los prisioneros sin hacer ruido. (J . M. Ramos Mejía: Rosas y su tiempo.) Todo ello sin perjuicio d ecomprarles la paz durante veinte años a precio de oro, con tal de que le dejasen las manos libres contra los otros infieles: los unitarios. Todos los gobiernos que lo sucedieron copiaron esa norma, hasta que Roca y ci rémington terminaron con los indios como los hurones terminan con los conejos. Leopoldo Lugones está entre los que han intentado más seriamente y sin rodeos demostrar que el pampa era o había devenido un saldo humano inasimilable a la civilización. Los argumentos delanteros: su fervorosa dedicación a las vacas ajenas y sólo a eso; su afición a la sangre de yegua y de cristiano; su contundente descortesía con la mujer; su falta de aptitud para la música y la risa (El Payador.) Podernos replicar: ninguno de esos asertos implica una verdad absoluta sino muy relativa; las limitaciones del indio son las que corresponden al bárbaro recién salido del salvajismo y que defiende su libertad más que su vida; se olvida que la civilización, tal como la conocernos hasta hoy, no busca redimir al salvaje sino esclavizarlo o eliminarlo. ¿Ferocidad,

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poligamia, holganza, robo, felonía, borrachera? Ninguna civilización ha logrado aún borrar esas insignias. El pensamiento de Lugones no es una excepción; al contrario, es el de los estancieros y de casi todos nuestros generales y escribas. "No hay perro más dañino para el cristiano que el pampa", llega a escribir Zeballos. ¿ Es que los indios, no tendrían derecho a invertir la frase? ¿Y no podrían los unitarios aplicársela a los rosistas? (Zebalios, por lo demás era el primero en saber que muchos blancos hallaron entre los indios no sólo amigos sino protectores). Naturalmente no faltaron quienes —Andrés García, Francisco Ramos Mejía, Alvaro Barros, Lucio V. Mansilla, Francisco P. Moreno—, dando la espalda a los prejuicios de la época y aunque con las limitaciones burguesas y cristianas del caso, se atrevieron a ver que la civilización tenía deberes, no sólo derechos, con los indios. Naturalmente lo expuesto no supone negar que el pampa era un bárbaro condecorado con todas las taras que la barbarie implica. Más aún: su contacto con las vacas, el mostrador y el aguardiente cristiano, las botas y el crucifijo alternados, no han contribuido, ciertamente, a alzar la moral araucana. No negamos que la lista de menguas y excesos del pampa es más larga que su lanza y su melena. Se pintarrajea la cara y el cuerpo para parecerse más al demonio. Fuma bosta de caballo en pipas de greda. Come carne de yegua semicruda y bebe la sangre humeante del degüello. Se emborracha hasta derramar la última gota de respeto a sí mismo y a los otros. Descarga todo el peso del trabajo sobre las espaldas de la mujer y la estimula con azotes. Su crueldad con el enemigo es un deber patriótico. Donde llegan las patas de sus caballos llega el desierto. Hay 21


caciques que coleccionan esposas como si fueran medallas. Se trata de una verdad sin discusión, pero con dos atenuantes: los cristianos sólo le han enseñado sus vicios; la civilización de la Pampa, representada por el régimen de los estancieros, no era la mejor muestra de la especie. A la primera mirada se advierte que la colonia dejada por España a orillas del Plata, acrisola todo el atraso español acirnarronado por la Pampa. Nada lo muestra mejor que el testimonio de los viajeros ingleses de la primera mitad del siglo, todos agentes de la libra esterlina y por ende celosos de suministrar informes fidedignos. Pese al barniz de progreso y refinamiento europeos, la propia ciudad de Buenos Aires apenas es menos bárbara que su campaña, la más colonial del país, ya que eliminando casi del todo el arado y la azada, ha dado un salto de siglos hacia atrás, regresando a la más hirsuta vida pastoril. Por lo pronto Buenos Aires tiene entre las ciudades el privilegio que el zorrino tiene en la fauna: es la más hedionda de todas debido a la copia de restos animales sembrados por todas partes, para no hablar de sus mataderos, donde la sangre seca o coagulada ha reemplazado al césped y las alfombras. Calles estrechas como un sendero, donde la tierra se alia al viento para volverse polvareda o a la lluvia para volverse fango, yendo hasta las orillas para rematar flanqueadas por cercos de tunas o de calaveras de buey con las astas en ristre. La plaza de Mayo no ostenta un árbol ni una flor. En Buenos Aires y en la Pampa el árbol es tan escaso como el silabario. El río llega hasta detrás del Fuerte y el -gobernador puede mirar desde las ventanas traseras el salto de los bagres. Puerto no hay. Llegar desde 22


la orilla a un barco de alta mar es más riesgoso que cruzar el Atlántico. El agua está a dos brazadas del piso, pero el agua que prefiere Buenos Aires es la que viene del río en toneles y muestra color y espesor de chocolate, y la del aljibe que recoge el agua de las lluvias mejorada con larvas y mosquitos cuando no con zumo de ratas. Ni decir que el infecto brasero se opone al advenimiento de la estufa, y que las rejas reemplazan al vidrio. La herencia del Medioevo se conserva casi tan pura como en España. La misma devoción al agua bendita y el mismo horror al agua común. "Me sorprende sobremanera —chismea Mac Cann— advertir que las familias respetables rara vez se permiten el lujo de lavarse las manos y la cara". ¿Contagio indio? No, pura herencia española. Hay estatuas y retratos de santos y de vírgenes, pero no hay baños y ni decir que los rezos reemplazan al silabario. Un huevo de gallina cuesta más que un cordero y un tomate más que un potro. Si eso es Buenos Aires, de la campaña no hablemos. Aquí el cuero es la materia prima universal y suple a la madera, el metal, la lana, el ladrillo, la paja, el vidrio. Como la agricultura se borra bajo las pezuñas o los vasos, la harina tiene que venir de Chile o Norteamérica. La carne de oveja —cuenta Vidal— hasta los negros la desprecian, y los durazneros —anoticia Scarlett— se cultivan menos por la fruta que por la leña, tan escasa ésta que, según Beaumont, los hornos de ladrillos, próximos a la ciudad, se alimentan con ovejas... ¿La casa campesina? Cuatro horcones, paja y barro. (E. E. Vidal: Ilustraciones de Buenos A ires. J . A. B. Beaumont: 'fraveis in Buenos A ires.) Si por fuera la vida es ruda hasta la barbarie, no se desdice por dentro: "una caricia otorgada a un 23


niño, un caballo o un perro es lo que nunca vi en Sudamérica", recuerda Smidtmeyer. No había pues, derecho a ser asaz exigente con el indio del desierto. El régimen representado por los caudillos del campo o la ciudad —Quiroga, Rosas, Urquiza, Obligado, Mitre— había exhibido un soberbio desprecio por la vida del prójimo apenas igualado por los pampas. (Don Juan Manuel solo hizo segar más gargantas que todos los caciques juntos). En cuanto a robo ¿cómo olvidar que casi todos los jefes de poncho, charretera o chistera devinieron millonarios? Y ya veremos que todos los cientos de miles de vacas escamoteadas por los indios resultan moco de pavo junto a las decenas de miles de leguas de tierra robadas al pueblo argentino por los estancieros y sus socios. Por otra parte, pese a toda su frondosa barbarie, el indio pampa está lejos de ser esa criatura hirsuta e increíble detenida, en el umbral del hombre propiamente dicho que han intentado mostrar muchos de los nuestros, desde el gobernador Rodríguez al doctor Zeballos, desde Hernández a Lugones. Se explican, pues, las contradicciones. Zeballos mismo cuenta de Pancho Francisco, un indio cautivo que le sirve de guía con eficaz perspicacia y lealtad cariñosa. Y del cacique Manuel Grande—' en Carhué, que fue siempre amigo de los cristianos y que aun traicionado por un jefe de frontera y desterrado a Martín García, siguió siendo leal al gobierno y se mostró deseoso de conocer a Zeballos, porque oy6 decir que "viajaba para inmortalizar las hazañas de los indios guapos, por lo cual me pidió que escribiera la historia de las suyas". Es el mismo Zeballos quien consigna, como testigo ocular, el abecé de la cultura de los pampas. 24


No sólo son alfareros sino que trabajan la piedra elaborando bolas, morteros con sus respectivas manos, lo mismo que la madera —artesas, morteros, telares, husos—. También ejercen la talabartería y la platería. Las indias hilan, tifíen y tejen. Crían toros para bueyes, vacas para leche, ovejas negras para la hilanza. Entre los arados se halló uno de casi cinco metros de largo hecho de un tronco de caldén: "su uso frecuente y fecundo es revelado por la sucesión de huertas, quintas, alfalfares, trigales y cebadales en la honda cuenca que he seguido a lo largo de la cual, en un trayecto de cuarenta leguas, estuvieron establecidos los bárbaros... Las mismas obras de arte agrícola en terrenos cercados a veces de zanjas, veíanse en las tolderías también solitarias que he visitado a derecha e izquierda de la cuenca, entre médanos". (V iaje al país de los araucanos.) Respecto a la felinidad araucana, tampoco faltan descuentos. El teniente Manuel Baigorria, escapado por puro azar de las zarpas de Quiroga, encontró un protector decidido y consecuente en el cacique Painé, que nunca se decidió a hacerle el gusto a la cancillería de Palermo mandándoselo de presente. Años después el coronel Mansilla logró inspirar simpatía y confianza a Mariano Rosas, Ramón y Baigorrita. Cipriano Catrel fue uno de los ganadores de la batalla de San Carlos, y de sus barrabasadas contra los indios y el gobierno a la vez, la culpa mayor la tuvieron los pagadores y los generales cristianos. En cuanto a los indios de la Patagonia, los informes son decisivamente favorables. Los guerreros tehuelches le dicen a un viajero inglés que no están dispuestos a seguir a la zaga de Namuncurá o de Reuquecurá, y que si Carmen de Patagones es atacada, ellos la defenderán "pues si esta ciudad fuera destruida no 25


habría m'ercados para sus frutos". "Seguramente no merecen el juicio de feroces bandidos del desierto. Son de carácter dulce, bien predispuestos... y llegan a ser tan firmes amigos como decididos enemigos". (G. Ch. Musters: En el hogar de los patagones.) Tienen un indomable instinto de independencia como cualidad prima, es decir, la más inmaculada de las virtudes viriles. Un guerrero herido y moribundo le confesó a Musters: "Muero como he vivido. Jamás cacique alguno me ha mandado". Ya veremos más adelante quién es Maudonao. Si juzgamos por el monto de su haber en tierras y súbditos, el más importante de los caciques de ambos lados de los Andes fue el rey del "País de las manzanas", es decir, del edén triangular marginado por los Andes y los ríos Limay y Neuquén. Por lo menos cinco naciones —manzaneros, picunches, huiliches, mapuches y tehuelches— y ochenta caciques, le reconocían por su cacique mayor. El gran jefe trató con dadivosa amistad a Musters en 1870, a Bejarano en 1872, a Francisco Moreno en 1875. De haber escuchado sin firmeza a los fanáticos brujos de sus tribus, hubiera inmolado a sus huéspedes a quienes confesaba sietnprc ser amigo de los cristianos, indio argentino y enemigo de los chilenos y su gobierno. "Si este indio fuera un infame como Catriel, un ladrón como Namuncurá, un asesino como Pincén, su ejército sería formidable. Pero felizmente Saihueque es un aliado importantísimo que cooperará a la consolidación de los intereses argentinos en el Río Negro". (Zeballos: La conquista de quince mil leguas.) ¿Y de qué le sirvió todo eso? He aquí lo que el cacique Foyel, amiguísimo de Pancho Moreno, le dijo a Musters: "Dios nos ha dado estas llanuras y estas montañas; nos ha provisto del guanaco, del ñandú y el peludo. Nuestro contacto 26


Con los huincas nos ha procurado la yerba., el az?icat, la harina, que no conocíamos, y que ahora nos son necesarias. Si hacemos la guerra a los blancos no tendremos mercados para nuestros ponchos, cueros y plumas; por ende está en nuestro propio interés mantenernos en buenos términos con ellos". (Musters:

op. cit.)

¿Qué sacaron a fin de cuentas estas tribus que vivían de sus manos, que no robaban vacas ni mujeres cristianas, que se sentían argentinos y eran una valla a las aspiraciones de los indios y el gobierno de Chile sobre nuestro territorio? Ya lo veremos a tiempo.

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CAPÍTULO II

LOS GAUCHOS Y LOS NEGROS Dejemos para entretenimiento de los cronistas de la historia y otros virtuosos de la minucia el llegar a un armisticio sobre si los primeros caballos que usaron la pampa para sus galopes fueron las cinco yeguas y los dos caballos que los mercenarios de don Pedro de Mendoza dejaron escapar por un relajamiento de la disciplina, o fueron otros traídos desde el Paraguay. Lo mismo respecto a las primeras vacas que imprimieron sus pezuñas en la tierra destinada a ser el edén del asado con cuero. Interesa más saber que por esos años en el Paraguay los caballos eran tan escasos que Irala llegó a pagar por uno "cuatro pesos de oro", y que no más lejos del 1600 en las tierras del Plata han cundido tanto que "parecen montes cuando se ven de lejos", según el gobernador Valdés. No mucho después de eso que pasaba con las crines pasaba con las astas. En 1662 el gobernador Mujica decía de los alrededores de Colonia: "Está todo lleno de ganado Bacuno en cantidad de millones". El destino de desfondado establo de vacas y caballos de la gran llanura estaba fijado, pues, muy desde el 28


comienzo de la conquista, y también de la historia del hombre sobre ella. Llamemos de entrada la atención sobre un detalle que antes se vio apenas o no se vio en absoluto: que la configuración y sustancia de la pampa desplegándose hacia todos los rumbos como un mapa de fertilidad y benignidad fue un contratiempo, no un auspicio favorable. Los más sagaces veedores de la historia en nuestros días parecen estar conformes en que el ascenso de la barbarie a la civilización no se dio en un medio dulcemente propicio, sino al revés: se dio como una respuesta victoriosa a- un desafío de vida o muerte que obligó al bárbaro a romper con su pasado, a emplearse a fondo y a ultranza, superándose a sí mismo, derrotando una inmemorial tradición de rutina. Eso pasó con los egipcios y los sumerios que humanizaron el infierno de fango,- cocodrilos y fiebre que había sido su habitat hasta entonces al margen de sus ríos, —o con los cretenses que superaron el misterio y el peligro abismales del mar—, o con los quichuas, que vencieron el desierto de arenas flagrante3 de la costa primero, y las vertiginosas escarpas de los montes después. El ejemplo más iluminador de esta aparente paradoja lo da la biografía de la cultura griega. Su más alta hazaña se logra en el Atica, que es el área más desnuda y árida de toda la península, mientras la ubérrima y sonriente Beocia no dio más que... beocios, es decir gentes inesenciales por antonomasia, gentes que no han dejado historia. Ya veremos más adelante cómo la tragedia de nuestra Argentina, haciendo de cuasi colonia inglesa en el siglo xix y de colonia yanqui hoy, está orgánicamente vinculada con las facilidades prodigiosas adelantadas por la Pampa. Por lo pronto, en contraste 29


Con lo ocurrido en Nueva Inglaterra, donde sus pobladores deben abarcar poco y trabajar a fondo una tierra dura o boscosa para sostenerse o prosperar, en la llanura argentina todo corre por cuenta de los pastos, los caballos y las vacas, y el hombre participa sólo como recolector. El que más tierra abarque será el más rico. La Pampa toda es, desde el comienzo, una invitación al latifundio. Como ocurrió que en los primeros tiempos, es decir, en el siglo xvii, los pobladores de Santa Fe y Buenos Aires se sintieron asediados por el oleaje de pastos y de vacas y de leguas, los descendientes de los fundadores, o sedicentes tales, sintiéndose dueños de aquella desaforada riqueza, se titularon accioneros, es decir con derecho a disponer de las vacas en la única forma posible por entonces: la cinegética. Los excluidos de toda herencia —blancos o mestizos— se trasladaron a los campos a vivir en ellos de lo que hubiera y como se pudiera. El gobernador Hernandarias los llamó "mocos perdidos". Fueron los que con los años constituirían la muy dispersa y andante tribu de los changadores o gauderios o gauchos. Durante casi todo el lapso de la era colonial las ciudades —Santa Fe, Buenos Aires, Montevideo, Colonia— representan la organización social y los intereses españoles. El inevitable proceso de las cosas obra entonces con su poderosa dialéctica: por un lado los accioneros, ubicados en la ciudad, comienzan a perseguir a los gauderios, que, por su parte tienden a creer que los caballos y vacas, aparecidos por generación espontánea, son nuevas piezas de caza; por el otro los accioneros, para ejercer ese derecho a la caza de vacas, llamado vaquería, se ven obligados a recurrir a los gauderios. En el siglo xix el estanciero criollo hará lo mismo, marcando un abismo entre él y el gau30


cho, cuatrero forzoso, hasta que al fin, gracias a la fuerza de la ley y de la policía, pueda trocarlo en peón de estancia o chafarlo. La depredación del ganado indómito en escala que no se viera antes en el mundo fue cosa portuguesa y española antes de ser criolla, y mucho antes de ser india. Más todavía: asumió un estilo suntuosamente más salvaje y brutal que el del araucano y se practicó con furia más asoladora que la del malón desde la mitad del siglo xvii: con una garrocha musulmana, digo terminada en medialuna, y esgrimida de a caballo, se van segando los jarretes de cientos o Iles de vacunos en fuga en cosa de horas: se beneficia el cuero y se deja el resto como limosna a cuervos, fieras y perros cimarrones. Es el trabajo que hacen los gauderios --dejando a veces el cuero en él— por cuenta y en beneficio de los accioneros traficantes y demás favorecidos por el Dios de España y por la ley del rey. El gauderio o gaucho que empieza a perfilarse como tipo social a mediados del siglo xvu ha llegado hacia la segunda mitad del siglo siguiente al comienzo de su edad de oro. Es un tipo de campesino cuya bravía independencia lo constituye en el antípoda del servil campesino europeo, tal como el indio pampa se alzará más tarde como el talión del enyugado indio del resto de América. Endurecido y tallado como a golpes de hacha por una vida de aventura y peligro en una comarca más o menos desierta y salvaje; puro sujeto de arrojo y alerta, confiando sólo en su caballo, su cuchillo y su lazo, es decir, en sí mismo, más aislado del resto de la sociedad que el marino o el minero, pero sin la cárcel flotante del uno ni la anclada del otro, lejos del patrón y el cura, pacta con el hombre de la ciudad 31


o con su intermediario sólo para subvenir a sus necesidades sumarias: guitarra y trapos, tabaco y yerba. La economía se asentaba casi enteramente en la depredación, sin ley ni coto, del ganado chúcaro. La mano de obra de ese trabajo (tan intenso y azaroso como un lance de guerra, pues el obrero arriesgaba más su vida que un torero de España) la constituían los gauderios, pero sus gestores y beneficiados eran los ciudadanos hijos de la clase poseyente claro está: desde el gobernante al accionero, desde el comandante al mercader o acopiador. Con el tiempo, el derecho sobre los cascos y pezuñas se extendió a la tierra que los llevaba. Aparece la estancia y comienza de parte del estanciero español y del gobierno que lo sirve la persecución del gauderio acusado de cuatrería. En el fondo se trata de un conflicto o fricción entre intereses descoincidentes de dos o más sectores de la clase que detenta el privilegio, pues todos viven directa o indirectamente del comercio ilícito —la exportación de corambre al extranjero, que España no permite, pero que ella no puede absorber por falta de industrias. Enriquece el acopiador contrabandista, enriquece el comprador extranjero, pero igualmente el gobernante colonial que no puede resistirse al pingüe soborno. Sólo que sin el gauderio o changador o gaucho, que es quien pone su baquía y su esfuerzo y enfrenta todos los peligros, toda aquella cornucopia sería un asta vacía. El estanciero colonial —como al principio su heredero criollo— es el primer tutor de este comercio ilegal y su facineroso estilo, ya que engorda con él, lo que no impide que a veces deba aguantar algún perjuicio. Él mora generalmente en la ciudad, y es casi siempre comerciante exportador e importador y propietario de pulperías, cuando no de navíos de re32


gistro. El pulpo tiene varios tentáculos. Haciendo la vista gorda, tolera vagos y agregados —generalmente de tránsito— en sus estancias, pues los utiliza (Sin más paga que la carne que comen y de que hay a rodo) en las hierras y sebeadas, sin contar los arreos dri contrabando. "Todas estas estancias están llenas de gauchos sin ningún salario, porque en lugar de tener todos los peones que necesitan, los ricos sólo conservan capataces y esclavos y esta gente gaucha está a la mira de la venida de los ganados de la hierra, o para las faenas clandestinas de cueros... a tanto por cortar, desollar y apilar, que todo el importe es de dos o tres reales" (Informe hecho al virrey en 1781 sobre el reparto de tierras y ganados en la Banda Oriental). Ya vemos que es la historia que se repite hasta el hartazgo, y no sólo en las estancias, sino en verbatales, quebrachales o ingenios de azúcar, donde el importe de los jornales pagados al bracero vuelve a las provedurías del establecimiento. Hacia comienzos del siglo xix, con el ensayo de la libertad de comercio, la industria del tasajo, la aparición del cuerpo de Blandengues o policía rural y la declinación de la estancia cimarrona, el auge del gauchaje pareció tocar a su. fin, pero las guerras de la independencia primero y las civiles después trajeron la recidiva de la edad del cuero. Desde la mitad del siglo xviii los documentos oficiales, tanto en Buenos Aires como en Montevideo, vienen favoreciendo a los llamados changadores, gauderios o gauchos con epítetos más o menos escogidos: "vagos, mal entretenidos, vagabundos, facinerosos". ¿Hasta dónde el personaje merecía estos adjetivos o era capaz de equilibrarlos con otros menos descomedidos? Yendo al grano, huelga recordar que la socie33


dad colonial se dividía en dos pisos y que corno en toda sociedad de clases los del piso de arriba se arrogaban, entre Otros, el derecho de llamarse nobles o decentes declarando bajos e innobles a los del piso de abajo. En el Diario del capitán Francisco de Aguirre se consigna que a más de los vecii'ios que poseen considerables estancias pobladas de ganados, son muchos más los que tienen poco o nada, y estos últimos son los llamados gauchos, y que todos suministran el cuero. En 1847 un viajero inglés confirma el hecho: "Los propietarios de campo, dueños de grandes cantidades de vacas y de ovejas, forman una clase; los peones y pastores forman la otra". (Mac Cann: V iaje a caballo.) ¿El terrateniente como jerarquía social? "Los estancieros vivían aislados en sus dominios, como señores de raza privilegiada, incomparables con las chusmas desarrapadas que los servían". (J . A. García: La ciudad indiana.) Es decir, que la sociedad campesina rioplatense de los siglos xviii y xix está constituida corno todas las sociedades históricas, desde la sumeria a la cristiana: un puñado de cleptómanos que se queda con casi todo, otros con algo, y el inmenso resto, que es el único que trabaja, no tiene más que sus lomos esclavizados o alquilados. Eructantes y ayunantes. Toda la economía colonial y postcolonial rioplatense hubiera sido totalmente nula sin el trabajo de los gauchos o "proletarios de la campaña", como dice J. A. García, pues, como ya no lo ignoran ni los profesores de derecho, la naturaleza, por opulenta que sea, sólo suministra la materia bruta, la riqueza humana sólo la crean las manos genésicas del hombre. Ahí están la tierra, la piedra, el metal, el árbol, el 34


animal salvaje ajenos desde el principio de los tiempos al hombre: son la mano y la inteligencia del hombre las que han creado las siete maravillas del mundo y las innumerables que le han sucedido hasta hoy. Los gauderios o gauchos que afrontaban y vencían los mil y un riesgos de los campos largados de la mano de Dios y se adaptaban a las privaciones más constrictoras del medio, jugándose todos los días la vida en la hecatombe de las toradas cimarronas o en las faenas del rodeo, el arreo o la hierra —siempre entre penurias y peligros como de guerra—, o extraían la corambre, el sebo y la carne y los transportaban a los puertos de embarque, todo por un puñado de chirolas —si las había— que les dejaba caer el dueño de esa riqueza creada por ellos: esos gauderios o gauchos, pese a todas sus menguas o vicios (el descanso, el orgullo, el mate, la guitarra, ci cuchillo), eran las verdaderas columnas de la economía colonial y de la que le siguió hasta la aparición de la agricultura y las manufacturas. Repetimos, como hoy la clase patronal llama parásito y corruptor de sus hermanos al obrero que acaudilla a los otros en la lucha contra la explotación, ocurría entonces que los estancieros y las autoridades de la colonia y la postcolonia competían en rebautizar al gauchaje: "inmorales y criminales, sin rey ni ley, ni oficio ni beneficio" todo ello mientras vivían de su trabajo y hasta imitaban sus vestimentas y sus hábitos. ¿ Acaso los que desprecian a la prostituta no se acuestan con ella? Pero la psicología de las clases parasitarias no cambia porque no cambian sus intereses. Lo dice a las claras en nuestros días el profesor Emilio Con¡ cuyo libro El gaucho se empeña en demostrar que toda esa 35


tradición, fundada por los viajeros ingleses de la época, que atribuye al gaucho valor, esfuerzo, baquía, desinterés, afición al verso y la música, sin contar su intangible amor a la libertad, son pura retórica inven tarla por un romanticismo retardado. Llega a señalar como una mengua --en contraste con lo que ocurría en el noroeste del país— su falta de hábitos sedentarios y asociativos y su analfabetismo agrario, sabiendo bien que la adquisición de la pqueña propiedad y la práctica de la pequeña agricultura eran tabúes impuestos por los latifundistas. Mas recientemente, Liborio Justo, un émulo del buen Con¡, decreta la abolición definitiva del espíritu y hábitos de independencia atribuidos al gaucho de verdad, confundiéndolo con el peón de estancia de hoy o mucamo con espuelas idealizado en Don Segundo Sombra, o los que doña Victoria Ocampo ofreció con patriotismo folklórico a Waldo Frank, su sugestionable huésped. Su héroe libertario sin miedo ni reproche es el pampa, aun constándole que éste también fue desrnedulado por nuestra clase patronal hasta el punto de aliarse a ella muchas veces contra su sangre y su causa. Apenas si vale la pena aludir a lo que nadie se atrevió a poner en tela de juicio en ninguna época: el vigor, el valor y la baquía del gaucho, su sentido medio brujo del rumbo y la huella, todo eso que le permitió una adaptación al medio y un dominio de sus recursos que fue el asombro de cuantos pudieron testimonarlos. ("También supimos que Miranda —el baquiano— al dejar el extremo de la Sierra de la Ventana fue en línea recta a la isla Chocle Choel, situada a sesenta leguas de distancia siguiendo el curso del Río Negro; por ende recorrió doscientas o tres36


cientas leguas a través de una región desconocida en absoluto' ? . Darwin.) Recordemos al pasar que el lazo, muy viejo en la historia según el dato de Herodoto, pero desconocido de españoles e indios, fue reinventado por el gaucho. y que al montarlas a caballo dio a las boleadoras indías una eficacia doble. En cuanto al caballo, si bien no se empeñó en llevarlo a una educación profunda, como el pampa, supo en cambio, cuando se le boleaba en la vizcachera o el guadal, caer de pie con la rienda en la mano, cosa de importancia central en el desierto y sin parangón en la hípica. Con todo, lo que más importa no es eso, sino su carácter y persona, su personalidad, en suma, sobre cuyos quilates los testimonios son de autoridad indiscutible. "Los gauchos o campesinos —dice Darwin-son muy superiores a los habitantes de la ciudad". (El aguerrido observador que era Darwin, caló de entrada la diferencia que había entre el hijo típico de Buenos Aires, esmerado similar del amuñecado gentieman, "mezcla de mariposa y buldog", y un campesino analfabeto, pero con todo el encanto de una personalidad auténtica) "Son civiles y pulidos —opina Proctor— en grado muy superior al que se encuentra en la educada sociedad europea". "El campesino de Europa, frente al propietario o el patrón se trueca en un vil doofie. En Sudamérica el hombre pobre sabe que no puede morirse de hambre. El de cualquiera escala social tiene tal independencia de criterio que asombraría a los aristócratas de nuestro país". Y he aquí el parecer de Seymour: "El gaucho más humilde ofrece una increíble superioridad sobre ci labrador inglés... comenzando su conversación como 37


el más culto caballero, con frases que nuestro cam pesino no sabría emplear". Pasemos ahora al incubo religioso. "Los gauchos por cuyas maneras y traje se viene en conocimiento de sus costumbres sin sensibilidad y casi sin religión". (Miguel Lastra, secretario del virrey del Perú: Memorias 1798-90). "Los gauchos oyen misa a caballo" (Vidal). "El satisfecho materialismo de los gauchos" (C. Graham). "Los gauchos toman a chanza todo lo relacionado con la religión" (Seymour). Y un juicio final de Sarmiento: "Cuánto no habría podido contribuir a la independencia de una parte de América la arrogancia de estos gauchos argentinos que nada han visto bajo el sol mejor que ellos". Creernos tener ya los elementcs suficientes para el diagnóstico del alma gaucha comenzando por el má decisivo: cualquiera que sea su pobreza, no hay miedo al hambre en el país de la carne siempre a disposición del lazo certero del hombre que nunca llegó a convencerse del todo que las vacas fueran un regalo exclusivo del destino a los estancieros. Y ya sabemos que en un perro bien comido hay más dignidad que en un filósofo hambriento. En La vida de un pastor, Hudson, desterrado en Inglaterra, ha denunciado a qué grado de humillación y miseria sometía el hambre al campesino inglés amenazado de bailar en la horca por el robo de un cordero. Si la sombra usurpadora y enyugadora de la casta patronal no alcanzó del todo al gaucho en su época clásica, menos lo alcanzó la más fúnebre, la de la sotana, ya que ésta no pudo obrar en un grupo humano más o menos nómade y disperso en una tierra sin fronteras visibles; y así ocurrió que sólo por ese azar feliz el gaucho analfabeto llegó a donde llegaron 38


los griegos de la mejor ¿poca: a liberarse del temor carcelario al más allá, del sometimiento a sus agentes del más aquí. Exento de amos, y nada más que por tal detalle, el campesino semibárbaro llegó a ser el antípoda, no sólo del devoto y famélico labriego de España, sino del criado inglés que ponía su orgullo en servir a las mejores familias. Respecto a la crueldad y el matonismo gauchescos, he aquí el veredicto de un hombre alevosamente sospechado de gauchofohia: "El hombre de la plebe de los demás países toma el cuchillo para matar y mata —se lee en el Facundo— ; el gaucho desenvaina para pelear y hiere solamente. Es preciso que esté muy borracho, que tenga instintos realmente malos o rencores profundos, para llegar al homicidio". Todo lo cual no quita el que bajo el estímulo de los caudillos y ya trocados en rebaño, no pocos gauchos se apearan al papel de verdugos. La borrachera, consuetudinario desquite de los acogotados por la miseria, tampoco lo metió en su ruedo La citada Memoria de Lastarria, que hace resaltar su falta de religión y su escasez de ropas, habla de sus vicios "el tabaco, y el mate, de que bebe cuantas veces puede al día", pero no alude al alcohol. Contradiciendo el entusiasmo de nuestros filisteos por la presunta mística patriótica que animó a los gauchos en sus lidias contra España o contra los indios, Con¡ la niega con buenas razones, y tampoco carecía de ellas la actitud escéptica de los gauchos, que no acegados a tiempo por las mentiras convencionales, veían de entrada que la clase patronal de las ciudades era mucha más amenaza para su libertad y su vida que los gringos o los indios. Guillermo E. im


Hudson, puro gaucho en sus adentros, logró verlo mejor que nadie. "El gaucho carece o carecía en absoluto de todo sentimiento de patriotismo y veía en todo gobernante, en toda autoridad.., a su principal enemigo, y el peor de los ladrones, dado que no sólo le robaban sus bienes, sino su libertad. Al terminar la dominación española se vio que habla transferido su odio a las camarillas gobernantes de la sedicente república. "Cuando se adhirieron a Rosas, y le ayudaron a escalar el poder, se imaginaron que él era uno de ellos y que les daría aquella absoluta libertad para vivir sus propias vidas, que era su único deseo. Se dieron cuenta de su error cuando ya era demasiado tarde". Se hablará del patriotismo de los gauchos de Gflemes. ¿Pero qué duda cabe que ellos lo tomaron a él por uno de ellos y que creyeron luchar, no por una abstracta patria que no podían comprender, sino por sus propios intereses de pobres, ya que vuelta a vuelta los ricos de Salta se aliaban al español? ¿Por qué si no cuando arengaba a los gauchos, Güemes mandaba retirarse a los oficiales, hijos de la clase poseyente, según señala Paz en sus Memorias? Falta sólo la declaración complementaria de un testigo de excepción, pues se trata de alguien que no sólo vivió entre los gauchos e hizo su vida, sirio que conoció también, sobre otros meridianos a quiénes podían servirle de parangón. Dice Cunninghame Graham de los jinetes riograndenses, no libres del todo de superstición santurrona y tara esclavista: "Los seres más deiagradables, ladrones y embusteros". De los tejanos: "La gente más repugnante que conocí". De los charros: "Más bien fanáticos y pérfidos; espléndidos jinetes, pero sin el aire indómito, el garbo y los 40


modales francos y atrayentes de mis amigos de la Pampa". (Aime Tschiffely: Den Roberto.) ¿Estamos intentando una hagiografía gauchesca? Ya habrá advertido el lector que lo principal se reduce a consignar el mayor número de testimonios sobre este juicio. ¿Que pese a todo lo visto el gaucho fue criatura de severas limitaciones debidas a las modalidades mismas del medio que lo engendrara? Ni que decirlo. Pasando por alto su ignorancia del resto del mundo, están su incuria y su carencia de impulso ascendente que lo llevaron a creer que el techo con goteras, la cocina nublada de humo y el taburete de cráneo de buey eran no sólo cosas inherentes a la vivienda humana, sino perfectamente aceptables. La facilidad con que podía dar o recibir la muerte, que puede entusiasmar a la mentalidad policíaco-gansteril, revela más bien una tara de superficialidad, una pobreza del sentido sagrado de la vida y su misterio. También está su individualismo anárquico que le impidió defenderse socialmente y lo entregó atado de pies y manos al purgatorio de la leva o al del estanciero trocado en caudillo. El crecimiento de la industria saladeril, que beneficiaba la carne y no sólo el cuero y el sebo, la aparición del alambrado, el incremento de los latifundios y otros factores concurrentes, significaron la decadencia y al fin la abolición del estilo gaucho de vida. El único camino de salvación del gauchaje sobreviviente era su participación en el reparto de las tierras que iban quitándose al indio gracias a su esfuerzo: convertirse en propietario. Pero los gobiernos, en general, y los estancieros facilitaron su eliminación paulatina en las luchas civiles o con el indio, o prefirieron trocarlo en peón de estancia, o someterlo a la ortopedia 41


castrense, es decir, al corrosivo más aciago de la libertad gauchesca.

Como la población negra entre nosotros ha terminado por volverse invisible, muchos argentinos ignoran que hasta ¡a mitad del siglo xix éramos un país esclavista, es decir, que a pesar del triple grito de libertad del himno, el negro seguía siendo una mercancía como cualquiera otra. Veamos los antecedentes. A los no muchos años de descubrirse América, y por piadoso consejo de los eclesiásticos y por evangélico consentimiento de Su Santidad. y a fin de aliviar a los indios mitayos y encomendados, se inició la cacería de negros en las costas del Africa y su acarreo a las costas de América, restaurando la esclavitud abolida desde hacía más de mil años en Occidente. Digamos de paso que sólo gracias a la presencia del negro en ambas Américas —es decir, a su fajina y muerte por millones bajo el látigo y el sol de los trópicos— pudo darse la producción en escala gigantesca de algodón, café y azúcar, base de la gloriosa industria capitalista. Hacia el 1600, el catalán Gómez Reinel obtiene del monarca español el derecho de introducir "4800 negros africanos en el Perú, y de éstos, 600 deberán pasar por Buenos Aires". ( y. F. López, H. A rgentina.) Como según es sabido el traslado por mar se hacía con avaricia y descuido asesinos, un tercio de los pasajeros servía de pasto a los peces, otro tercio llegaba enfermo a Buenos Aires. Los porteños de la época, compadecidos, los compraban a precios de saldo por quemazón... Al parecer, los primeros introductores a nuestro país 42


fueron en verdad —a tout signeur, tout honneurlos obispos Victoria y Trejo, como veremos más tarde. Por el tratado de Utrecht, en 1713, España concedió a Inglaterra el derecho de introducir en Buenos Aires anualmente cierta cantidad de esclavos negros durante treinta años. "En 1750, y aun más adelante, Buenos Aires almacenaba negros aprisionados con hierros, para ser vendidos previa la marcación correspondiente. En 1780 había miles de negros bozales depositados en el Retiro". (3 . M. Ramos Mejía: Rosas...) Según Concolorcorvo, hacia 1770, Buenos Aires, con una población de 22.000 almas, tenía más de 4 mil negros y mulatos (Lazarillo de ciegos caminantes). Pero el censo levantado por el Cabildo en 1778 arrojó una negrada de 4115 unidades. Si la suerte del negro bajo la colonia fue la del esclavo en todas partes —es decir, por debajo de la del perro— no cambió de estilo bajo la república democrática. Los negros viejos y las negras de toda edad siguieron siendo esclavos, pero a los negros jóvenes se les ofreció la oportunidad de conquistar. su libertad haciéndose matar para conquistar la emancipación política de sus amos, quienes, llenos de fervor, los cedían a la patria como si fueran pólvora. El inglés Hall, que fuera a felicitar a San Martín sobre el campo de Maipú, cuenta que le oyó decir mirando hacia la llanura cubierta de cadáveres sombríos: " ¡Pobres negros!". En efecto, éstos habían sostenido lo más porfiado del alegato. Después vinieron las trifulcas civiles y los negros siguieron siendo la materia prima más barata. "Que nos manden negros si quieren infantería", escribía Frutos Rivera a Montevideo. Porque naturalmente al negro no fue concedida entre nosotros la dignidad de 43


caballero, es decir, de cabalgante. Entendemos que el número 2 del general Paz —es decir la más eficaz panoplia humana habida entre nosotros— estuvo integrado principal o enteramente de morenos. ¿Que el temperamento africano soporta mal el frío? Ya sabemos que eso no le impidió cruzar la Cordillera en 1817. En 1821 en la Sierra de la Ventana, según Manuel Pueyrredón, todas las mañanas se recogían negros helados, muchos de los cuales quedaron petrificados para siempre. (Escritos Históricos.) Esas expediciones contra los indios equivalían para ellos a expediciones al infierno, pues los negros no ignoraban que de caer prisioneros serían sacrificados sobre el tambor. Los pampas tenían la tenebrosa sospecha que los blancos usaban a los negros para hacer pólvora. Rosas, según es sabido, , fue una especie de providencia purpúrea para los negros. Antes de asumir "las extraordinarias" los negros y mulatos desempeñaban en Buenos Aires una buena variedad de oficios tan útiles como pacíficos: fabricantes o vendedores de escobas, de braseros de barro, de tipas de cuero, o albañiles, cocheros, carreros, mazamorreros, changadores y casi siempre para ayudar a sus pobres amos... Rosas los hizo ascender socialmente. Puso a las negras de espías de familias unitarias o de costureras del ejército. A los negros les chantó un uniforme color hemorragia y los mandó a morir por la Santa Federación. Los psicólogos raciales convienen en que los negros no son sanguinarios o lo son bastante menos que los representantes de otros colores. Don Juan Manuel hizo del negro Domiciano, peón de los Cerrillos, el más virtuoso de los artistas del degüello al compás

de la Resf alosa. 44


Ni decir que la libertad de vientres decretada por la Asamblea del año 1.3 no pasó de la letra. Y tanto, que la Constitución bonaerense de 1854 volvió a sancionar la libertad de vientres para que los negros nacidos en la víspera reservasen para sus hijos sus ilusiones libertarias. Se dirá que la Constitución Nacional del 53, concedió la libertad no sólo a los esclavos del país sino a cuantos pisasen su suelo. Sólo que poco después Urquiza firmó un pacto con el Brasil borrando con la bota lo que escribiera con la mano. Antes del Once de Setiembre del 52, Urquiza se llevó de Buenos Aires todos los negros que pudo para remontar sus batallones. En Cepeda y en Pavón, donde la caballería porteña se volvió al dulce hogar muy antes de tiempo, los infantes negros se quedaron luchando, sin hablar de los que allí quedaron para abono. Y menos hablemos de los muchos miles que, mezclados a los paraguayos, sepultó Mitre en los esteros tropicales. Olvidábamos decir que don Martín de Alzaga, enriquecido con el tráfico de ébano viviente, no hizo más que pagar una cuenta vieja cuando por denuncia patriótica del negro Ventura debió desposarse con la horca. Desde que Leopoldo Lugones, hace más de medio siglo, se empeñó en demostrar que Martín Fierro era algo más que un simple buen poema gauchesco, los argentinos se han ido convenciendo cada vez más de que se trata no sólo de un monumento de la literatura que encarna la esencia de lo argentino y de su sabiduría como pueblo, sino que involucra todo un mensaje de redención social y nacional. La insinuación de que estas tesis puedan ser, cuando 45


menos exageradas, es lo que no puede aceptar ningún argentino que se respete como tal. No intentamos ni remotamente entrar en debate sobre la cuestión en sí; sólo queremos recordar -sucintamente algunas observaciones hechas por otros antes de añadir sin pretensión la nuestra. La escasa originalidad del tema y del poema está fuera de juicio dado que Hernández es el último de los poetas gauchescos, y que Tiscornia y otros han demostrado las influencias e imitaciones que traiciona el poema cuando no los plagios inútiles que lo rebajan o denigran: Era el águila que a un árbol desde ¡as nubes bajó. ¿ Obra maestra literaria? Tal vez. No puede ponerse en tela de juicio —eso nunca— que Hernández es entrañablemente un poeta. y lo primero que se admira son la grandeza y minuciosidad de sus aciertos, se trate de un personaje o de una escena. Docenas y centenas de estrofas están ahí para confirmarlo. Todo ello no puede abligarnos a cerrar beatamente los ojos a la asiduidad de sus ripios cuando no a sus galas retóricas, momentos en que sus versos parecen una reiteración de los de Mitre o una anticipación de los de Ricardo Rojas: Y o alabo al Eterno Padre no porque las hizo bellas sino porque a todas ellas les dio corazón de madre. U ocurrencias de truculencia infantil, como aquella del indio maniatando a una mujer con las tripitas del hijo recién carneado... ¿La sabiduría campera de Hernández? Es mucha, 46


pero no un texto infalible, es decir, no carecido de transparentes lagunas como las señaladas por R. Ortelli y otros: pájaros mimosos que no cantan en árbol que no dan flor, vacas maulas que retrasan el parto al mudar de querencia, lechones que nacen con teta predestinada, mayorazgo conferido al décimo huevo en la nidada de la gallina, y otros atisbos no más certeros que el de Olegario Andrade alojando al cóndor en un nido pendular o el de Guido Spano obligando a nadar a los flamencos confundiéndolos con pingüinos... Con todo, esos son pecados veniales. La cuestión de fondo es otra. ¿Ha de ser tomado el protagonista del poema obligatoriamente como la representación genuina del gaucho, con su indómita vocación de independencia y autonomía, tal como aparece desde fines del siglo xvm a través de los mejores testimonios? Eso es discutible cuando menos. Por lo pronto lo que Martín Fierro añora a la entrada del poema no es la libertad cimarrona inherente al gauderío o al gaucho típico sino la dependencia segura del peón de estancia (estrofas 23 a 42): Pa darle un trago de calía solía llamarlo al patrón.

Por otra parte su reiterativa jactancia bravucona, lo aleja de la reserva callada, propia del hombre de campo en general, y lo acerca no poco al compadre orillero, para no aludir a la dualidad del hombre que después de declararse aguerridamente ducho en toda faena de campo (estrofa 24, U parte) se muestra en otras como un profesional de las noches en blanco. ¿Y es que de algún modo ---lo pregunto con ansia— puede ser la justa representación de un tipo social señaladamente cortés y hospitalario, según los testimonios ya vistos, el sujeto que inicia la serie de sus 47


rebeldías contra la injusticia de los ricos y el gobierno burlándose soezmente de una pobre negra, provocando y obligando a pelear a su compañero, y todavía conteniéndose a duras penas al deseo de castigar a la viuda y limpiando ci -cuchillo con morboso esmero en los pastos y retirándose al tranco? ¿Puede bastar a aliviar su culpa —ya no a exculparlo— el estado de semi enibriaguez en que obró? ¿Puede ofrecerse el cuadro como muestra de auténtica poesía nuestra según se usa? Se nos hablará de la justiciera y libertaria pasión que respira, pese a todo, la primera parte del poema, de la certera y masculina gracia con que pone al desnudo la prócer infamia de patrones y gobiernos, pormenorizando las trapacerías sin fin de jueces, pagadores, comandantes y pulperos: la condición de perro sin amo asignada al criollo pobre en la república democrática. Bueno, esa es la médula de león del poema, y sin ell a todo quedaría en pintarrajeo folklórico, y es ella la que lo salva por encima de sus menguas. Aún así y todo ¿podemos aplaudir, o callar siquiera, cuando nos damos en la segunda época con que el héroe que regresa del desierto, en la cima de sus años y experiencias, ya no es el mismo y ha frenado tanto su pasión y sus ímpetus subversivos, que su sabiduría última, destilada en los consejos a sus hijos, es la de un hombre vencido y resignado, casi la de un párroco de aldea? Si los caballos y las vacas --y también los avestruces y las mulitas-- han sido dados por Dios a los estancieros, el gaucho debe morirse de hambre, pero no tocarlos, Pues no es vergüenza ser pobre y es rergüenza ser ladrón.

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¿No hay remedio entonces contra la injusticia y la miseria? Sí; la resignación y la obediencia, pues todo desacato no hace más que empeorar las cosas: El que obedeciendo vive nunca tiene suerte blanda, más, con su soberbia, agranda el rigor en que padece: Obedezca el que obedece y será bueno el que manda. Podemos explicarnos ahora el entusiasmo martinfierrista sin retranca de los literatos estabulizados, que no hay otros, de los pequeños demagogos de la democracia occidental y cristiana, y hasta de los regoldantes miembros del Jockey Club... José Hernández, real creador poético en un momento único de inspiración, era a la vez un pequeño intelectual que pagaba tributo a todos los mitos del medio y la época: la moral impartida desde el púlpito, el sacramento de la propiedad privada salpicando aun a los pobres, la redención politica a cargo de Urquiza y López Jordán, el cultivo y culto de la vaca como nuestro destino manifiesto: "un país cuya riqueza tenga por base la ganadería puede no obstante ser tan respetable como el que es rico por la perfección de sus fábricas". Lo que Hernández no sospechó —aunque otros sí— es que en nuestra época un país sin autonomía agrícola e industrial es un país con destino de satélite o de sacristán. Hernández llegó a creer angelicalmente que la falsía y felonía del cristiano era inferior a la del indio, y ponderó los extremos de la crueldad araucana, olvidando adrede que Calfucurá podría haber recibido lecciones del blondo vampiro de Palermo, o del cirujano 49


de poncho —jefe suyo— que mandó despedazar a Urquiza en medio de su mujer y sus hijos. Nuestra intelectualidad del siglo pasado —salvo dos o tres cornejas de campanario--- fue resueltamente anticolonial en su aspecto más típico: su voluntad de librar de la cortina de humo —es decir, de incienso-la conciencia masculina, no menos que la feznenina Nuestro buen Hernández ni siquiera parece haber llegado a eso: "Con Mitre ha tenido la República que andar con el sable en la cintura. Sarmiento va hacer de ella una escuela. Pero ¿consentirá el Congreso, consentirán los hombres influyentes.., que un loco que ya ha fulminado sus anatemas conta el clero y contra la religión, que ha dicho que va a nombrar a una mujer para Ministro de Culto, que es un furioso desatado, venga a sentarse en la silla presidencial?". (La Capital, de Rosario, 21-VII-1868.) ¿Alcanzó a sospechar Hernández que la conquista del desierto no era una empresa de civilización y de justicia humana sino un negocio progresista de la casta estancieril, y que vencido el indio por agencia del gaucho, ambos quedarían vencidos por la misma coyunda? No, Hernández fue sin duda tan ciego como cualquiera de sus coetáneos para columbar el fondo del problema, esto es, que, en la campaña de tolderías arrasadas, el gaucho sería obligado a hacer de zopenco útil (la primera precaución de los usurpadores es usar de cuña a un sector de los usurpados para rajar al otro) y que, logrado el éxito, el destino del gaucho y del indio, reducidos a peones de estancia o vigilantes, comportaría una tragedia sin ruido, pero peor que las crujías del fortín o la diáspora de las tolderías: la desposesión y servidumbre irredimibles. 50


CAPÍTULO

III

LOS GAUCHISOLDADOS En 1752 el gobernador Andonagui creó tres compañías de jinetes con lanzas y tercerolas, distribuidas en los fortines del Zanjón, Luján y el Salto para defender e ir empujando la frontera interior contra los indios, y sobre todo defender las vacas de los estancieros contra las lanzas emplumadas que se creían, y no muy sin razón, con derecho a una tierra que les fuera usurpada. Era el cuerpo de Blandengues. ¿Que esta empresa corrió por cuenta de los estancieros como debía esperarse? No, corrió, forzados a ello, por cuenta de los gauchos o paisanos, es decir, de los que no tenían una uña de vaca. "Lanceros de lazo y bola más que de armas", dice con soma el virrey Vértiz. El naturalista Azara expresa en un oficio al virrey Melo en 1795: "El servicio impuesto a los Blandengues por su fundador toca en inhumano'. La servicial y amable bobería de los cronistas y glosadores de hoy suele opinar que fueron cosas de la época. Pero no es así: son cosas de todas las épocas, o mejor dicho, es el proceder incorruptible de la clase poseyente con los desposeídos, a menos que éstos puedan oponer un mínimum de resistencia. Por eso es que cien años después, los gauchisoldados 51


de la república democrática corrieron la mismísima suerte que los Blandengues de la monarquía absoluta. Desde Azara a Fotheringham y de Barros a Zebalbs los testigos presenciales no han podido menos que ponderar con fervor la vida de perro de mendigo que se disfrutaba en los fortines. Los españoles adoptaron este sistema meramente defensivo contra los indios por razones obvias: falta de conocimiento del desierto, carencia de baquianos y sobre todo el escaso interés de conquistar tierras desnudas de minas y esclavos. Sus descendientes criollos siguieron esa tradición, en parte por inercia y en parte por escasez de imaginación previsora. Desde Azara a Sarmiento no faltaron quienes vieran que la clave del problema del indio estaba en la ocupación del Río Negro, o mejor, de la isla Chocle Choel; pero su realización quedó para un vago futuro. Se dirá que la guerra emancipadora y las luchas civiles fueron un gran estorbo. Así es, aunque el estorbo de fondo fue otro, según veremos. ¿Un fortín? Un rancho y un corral para los yeguarizos rodeados por una zanja y una empalizada; eso es todo, si se agrega el mangrullo, especie de torre de Babel hecha de leñas para divisar todo el horizonte en busca de la menor polvareda o humareda sospechosa. Y si no contamos algún cañoncito del siglo anterior, puesto más por la voz que por el efecto. De veras, el llamado fortín —por lo menos hasta antes del último cuarto de siglo— es algo como un escollo perdido entre un océano de pastos y de repentinas lanzas. Pasado un siglo de instaurado por España, el sistema se conservaba más o menos el mismo, o mejor, bajo el creciente poder ofensivo de los indios, resultaba más inoperante y fúnebre que antaño. Los fortines se extendían desde Santa Fe a Men52


doza, es decir, desde el Paraná hasta el pie de los Andes con una envergadura de cientos de leguas. Completamente aislados entre sí, a lo largo de un siglo, los fortines recién lograron cierta ayuda mutua en el último quinquenio de su vida. Y aún así acechaba el riesgo. En el servicio de patrulla cada mañana sale un par de soldados de un fortín, que va a toparse con otra pareja que sale del fortín próximo, siempre, claro está, que no se topen con los indios, porque entonces suelen no regresar. ¿La vida del fortín? El mejor curso preparatorio para ingresar en el infierno. Suele faltar o falta casi siempre hasta lo indispensable, empezando por la cobija y la ropa. Como la comida ralea lo mismo o más, es preciso echarse al campo a ver de bolear un avestruz o una gama, aunque no se descuente el riesgo de ser boleado por el indio. A veces es fuerza merendarse las mulas o los, matungos del servicio. ¡ Qué se le va a hacer! Como falta la yerba paraguaya hay que acudir al yuyo llamado mate pampa. Como tampoco hay tabaco negro, se fuma el tabaco verde de los yeguarizos. Como tampoco hay jabón, los piojos araucanos suelen invadir el fortín. Cuando en 1878 el doctor Zeballos se apeó en el fortín llamado De las víboras, no mezquinó los ojos al asombro ó la compasión; Levalle, acercándosele, le dijo:-"No es verdad, doctor, que se preferible pegarse un tiro?". Si las provisiones escasean, la paga no llega nunca, o llega con retraso de dos años y más también. ¿Acudir a la deserción? Claro que sí, y a veces de cinco uno, pese a que ella significa desafiar tres riesgos de marca: resignarse al purgatorio de los indios; ser tragado por el desierto, o entregar los lomos al pelotón de ejecución. Aún con todo eso en perspectiva,

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el sueño de liberación tantaliza hasta lo insufrible, porque amén de lo ya consignado hay que la severidad de la disciplina castrense no es inferior al encono araucano. Castigos desmesurados como el pampero, excesivos como una sequía El más venial, el de las baquetas consiste en que el reo debe avanzar a la carrera por entre una alameda formada por dos filas de sus compañeros cada uno de los cuales debe bautizarle el lomo en fuga. Es claro que no siempre se llega al fin del callejón. ¿Venial. dije? No tanto. "El coronel Iseas me citó a presenciar una carrera e baquetas que este Torquemada de la Pampa quería aplicar a un soldado del 4 de caballería, «Vaya. di.,ale que no quiero ir y que protesto contra semejante barbaridad». Y el viejo, tan duro y tan temible, dio contraorden". (1. Fotheringham: La 'ida de un soldado.)

Ganando en majestad, el castigo número dos es el de la estaqueada, en que el paciente, sujeto de los pies y las manos con lonjas frescas, se ve estirado entre cuatro estacas, cuidando de que el cuerpo no roce el suelo. Lo más que puede pasar es que se desgozne un tobillo '. una muñeca. Es una crucifixión horizontal. inspirada por el genio de la Pampa. El tercer castigo es el cepo colombiano. Se trata de juntar las rodillas y el mentón del paciente mediante por las corvas. un fusil pasado por la nuca N ciñendo sus dos extremos con sendas lonjas húmedas. ¿Qué a veces el reo, si es medio flojo, se desloma? Sí, suele ocurrir. Pese a todo, quizás hay algo más grave que todo eso. Y es que casi siempre, o siempre, el gauchisoldado no obtiene su baja si no lo jubilan las bolas o las lanzas. "Siendo yo jefe de frontera hace tres años, la guarnición constaba de unos P00O5 gauchos desnudo. I

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mal armados, cumplida tres veces el tiempo de su obligación y absolutamente impagos". (Alvaro Barros:

Fronteras y territorios nacionales.) En A llá lejos y hace tiempo, Hudson ofrece el caso

de un soldado caído en una leva ordenada por Rosas que vuelve cuarenta años después a sus pagos, vestido de harapos, cicatrices y canas, y semienloquecido por los horrores que vio y los que se vio obligado a cometer. El comandante Manuel Prado relata una anécdota del sargento Acebedo, condenado a cuatro años de servicio por homicidio cometido en riña. Al cumplir el término su capitán le dice: "Elije. Si te enganchas. te asciendo. Si te vas, puede que ligues una marimba de palo?'. Se quedó. Enteró cuarenta años de servicio. Se ha sostenido en su tiempo —y no faltan todavía quienes lo crean— que los destinados, es decir, paisanos condenados por la justicia a servir sin plazo en los ejércitos de la guerra civil o en la frontera contra los indios, eran vulgares delincuentes, cuando no insig.. r.es bandidos. Podía sospecharse que en parte al menos, se trataba de esa calumnia, tan común en la historia, de los excelsos contra los sumergidos, de los oradores contra los que no pueden hablar. Bueno es, pues, que la luz haya sido hecha ya en sus tiempos por algunos de los jefes que actuaron en el medio y cuyo testimonio resulta, aunque sólo fuera por su desinterés, totalmente insospechable. "Como he insinuado ya, la mayoría de los destinados eran buenos y honrados ciudadanos, víctimas de crueles injusticias de parte de la Justicia por intrigas, por el orgullo herido de los potentados de calzoncillo de fleco, o tal vez, por rivalidad donjuanesca. De 55


estos era Pedro Leiva el soldado más ejemplar que he conocido". (Ignacio Fotheringham: La. vida de un soldado.) Todo lo cual, claro está, no significa negar que entre los destinados solía haber también forajidos dignos de la mayor recomendación y esmerado trato. "He tenido un ayudante valiente, fiel, infatigable, un tipo de buen soldado y hombre probo. Se llamaba Lino Llanés. Un día, en el momento en que acababa de darme el mate, de pie ante mi, con su buena fealdad cordial, bisojo, el rostro de un amarillo terroso agujereado como una espumadera, las piernas combas dentro de las grandes botas descosidas y el uniforme en harapos, pero de una minuciosa limpieza, le dije: --Lino ¿por qué te han hecho soldado? —He sido destinado, —me contestó, y al manifestarle sorpresa, añadió: -i Oh, es muy simple! Estaba en mi rancho, cerca de Corrientes, muy tranquilo con mi mujer, cuando una partida de policía vino a prenderme para enrolarme. El gobernador preparaba una revolución y hacía levas para la guardia nacional. Mi caballo bien ensillado, estaba en el palenque, a cuatro pasos. No tuve tiempo de montar. Me agarrotaron. Mi caballo era de crédito... ¡-Si hubiera podido montarlo! Dos días después nos batimos contra el ejército de línea, en el combate de Naembé, que perdimos. Fui tomado prisionero y condenado como rebelde a cuatro años al servicio de las armas". (Alfredo Ebelot: Recuerdos y relatos de la vida de frontera.) Ya lo vemos. Aunque no carece de comicidad, el caso es doblemente trágico. Condenado a hacer la revolución y recondenado por haberla hecho. Este ingeniero Ebelot, francés, es quizá el testigo de mayor fuste en el proceso de nuestra guerra fronteriza y la política aneja a ella, no sólo por su directo co56


nocimiento del asunto (es decir, sus tres años de trote entre remingtons y tacuaras, y su condición de forastero ajeno a nuestros pleitos) sino también por su penetración y ecuanimidad excepcionales. Su veredicto sobre el tema que tratarnos, invalorable de suyo, lo es más por su alusión a una actitud de Sarmiento en que el innumerable grande hombre aparece —uno de sus rasgos de maestro de niños y pueblos— tan amigo de los de abajo como enemigo de sus tutores oficiosos: los caudillos de poncho, levita o charreteras. "Y no es sólo esa la manera más ilegal de reclutar las tropas. Lo más indignante era ver, hace unos años, las venganzas de los procónsules del pueblo arrojando a los pobres diablos engrillados en el cuartel. Una vez revestidos con la casaca no había nada que hacer; toda nostalgia expresada demasiado vivamente era considerada insubordinación. Una medida de gran alcance fue la que tomó el presidente Sarmiento al prohibir a los jefes de cuerpo el recibir destinados de otras manos que no fueran las de la autoridad competente, es decir, de jueces del crimen". (op. cit.) Advirtamos de paso que no sólo los gobiernos condenaban a los pobres al servicio militar. Los jefes montoneros, mostrados por la bobería caudillista o populista de hoy como ídolos populares, se hacían querer y seguir a toda prisa, so pena de degüello casi siempre. Tal le ocurrió en 1871 al futuro gran escritor Cunninghame Graham, con las montoneras de López Jordán, de las que logró zafarse, no gracias ala protesta del cónsul inglés, sino gracias a una derrota .de los insurrectos. (A. Tschiffely: Don Roberto.) • Como los testimonios citados hasta aquí pertenecen a extranjeros, acudan'-s ahora a los nuestros. "Vivía yo —dice el montonero Camargo— con mis padres, cuidando unas manadas, una majada de 57


ove ¡as y otra de cabras. También hacíamos quesos. Hubo una patriada en que salieron corridos los Colorados, con quienes yo me fui porque me envió don Felipe (se refería a Saa), anduve a monte mucho tiempo por San Luis, y cuando las cosas se sosegaron, me volví a mi casa. Los Colorados nos habían saqueado. Los pobres siempre se embroman. Cuando no son unos son otros los que te caen". (L. V. Mansilla: Excursión a los indios ranqueles.)

Adviértase que. desde Frutos Rivera al Chacho, la acción favorita de los moiltoneras en pro de la reivindicación popular es el saqueo en masa y el arreo de vacas, opositoras o no. Pero Mansilla cuenta un ca co más revelador aún. Es el de Rufino Pereira que llega al campamento aplastado por s!5 cadenas y su fama de bandolero. "—Dicen que eres ladn'n. y cuatrero y asesino. —Así será —Pero tú qué dices? —Yo no so y hombre malo. -¿Qué eres. entonces? —Sos, hombre gaucho. —Pero, eso solamente no te han de haber destinado. —Es que l os jueces no me quieren. .--No te habrás querido someter a la autoridad. —No me ha gustado ser soldado; suando he sabido que me buscaban he andado a monte. He peleado algunas veces con la partida y la he corrido. —¿Eso es todo? —Todo... Me han achacado las cosas de otros que no he querido delatar y dir.u. oiie soy ascsiI!o porque les he dado algunos tajos a los de la partida. . Y esu debió ser, más o menos, la verdad. El hecho es que bien tratado por su jefe, el coronel Mansilla, no sólo acepta la disciplina castrense, sino que se muestra hombre de palabra y de honra. "Durante dos años Rufino Pereyra, el gaucho malo de Villanueva, temido por todos, sólo cometió un 58


deslTz: el de presentarse ebrio delante de Mariano Rosas y de mi". (Mansilla: op. cit.) Ya hemos visto que buena parte de esos gauchos arriados a los campamentos con modos tan fantásticamente descorteses intentaban la deserción, lo cual se explica meridianamente no sólo porque la vida de los fortines era dantesca hasta la irrisión, sino también porque la vida gaucha, aun con sus necesidades y durezas, era el perfecto revés de la del perro encadenado. Y sin embargo .. Sí, si no podía fugarse, el paisano, duro y estoico de suyo, terminaba aceptando su destino, con la esperanza de eludirlo algún día, y mientras tanto ponía todo el resto de su dignidad en el coraje, sobre todo si daba con jefes de modales ligeramente humanos. Lo de la mística patriótica atribuida al gaucho es mera cháchara populista. Lo dice un hombre que lo conoció como pocos: "El gaucho carece, o carecía, en absoluto de todo sentimiento de patriotismo y veía en todo gobernante, en toda autoridad, desde la más alta a la más baja, a su principal enemigo, y al peor de los ladrones, dado que no sólo le robaba sus bienes, sino también su libertad". Es decir, que intuitivamente el gaucho había llegado a la sabiduría de Paine: el mejor gobierno es el que gobierna menos, y mejor aún, a la de Thoreau: ci mejor gobierno es el que no gobierna en modo alguno. ¿Quiénes hablaban de patria? El estanciero que lo desposeía, el juez que lo echaba a 106 fortines, ci proveedor que lo echaba a la miseria o el comandante que lo echaba a la muerte defendiendo las vacas de los estancieros, o lo mandaba a trabajar en sus chacras. Ya veremos que el presidente Sarmiento dijo públicamente casi estas mismas cosas. 59


Así fue. Hundido, reducido a la última miseria del cuerpo y del espíritu, el gauchisoldado, para no matarse —cosa que nunca le cruzó el magín— buscó salvar su dignidad de hombre, despreciando sus penurias y tuteándose con la muerte. Zehallos (V iaje al país de los araucanos) cuenta la historia de un asistente favorito, el cabo Barrasa. Aunque comenzó como montonero, sabe leer el almanaque. Peleó en Pavón. Más tarde, en La Rioja salvó del cautiverio o la muerte, a la grupa de su caballo, a su iefe Elizondo, que se iba en sangre; después, en el Paraguay salió sin una herida mortal de veinte combates mortíferos; ligó otra vez, eso si, una metralla que lo obligó a descansar ¡ por fin! en un hospital; no bien repuesto, rurnbeó a Chile donde se halló haciendo de marinero en la guerra del Pacífico; volvió a sus patriadas cuyanas, y un día fue a recalar a Car}iué, a defender las vacas de los ricos. (Hoy se llega a general con sólo ser obediente, pero entonces un gauchisoldado podía cargar el corvo o el fusil un cuarto de siglo y sobrevivir a cuarenta combates, sin llegar siquiera a las jinetas, a menos que la Providencia acudiese en su ayuda. Es lo que pasó con Barrasa.) En una descubierta, la patrulla se vio envuelta por un enjambre de tacuaras, del que escapó por milagro. Deambulando por el desierto en busca del rumbo, vio de pronto venir sobre él en media luna y aullando una jauría de indios. Sin tiempo ni de persignarse alzó el rémington a la altura del ojo derecho y apeó al indio que venía en la punta. Los otros frenaron el galope y Barrasa inició el suyo. Los indios dieron media vuelta. Barrasa fusiló a dos de los prófugos —dado el caso no podía permitirse errar— rematando con una voz de mando: "¡Alto! Si huyen los doy vuelta a todos. . . ". Dominados por la certería bruja del tira60


dor, los indios se prestaron a obedecer una a una la órdenes que les fue dando el general victorioso: apearse, dejarse manear por uno de sus compañeros, escuchar su condena a muerte primero, después su conmutación por prisión perpetua, y después montar de nuevo y marchar en fila hacia el fortín, sirviendo de vanguardia al vencedor. Así fue cómo !arrasa fue ascendido a cabo sobre el campo de batalla... No menor dilapidación de denuedo le costó al cabo Soto ganar sus escuadras. En 1878, en Carhué, un día que salió a peludear, hallándose de pronto medio cercado por los indios se batió en retirada hasta llegar a una laguna y zamparse en ella caballo y todo. Después de un asedio de horas y sin esperanza de salvación aceptó la vida que le ofrecían sus vencedores. Llegado a los toldos fue interrogado por Namuncurá y condenado a muerte antes de la primera respuesta. Conducido a1 monte, a hachar leña, custodiado por dos indios armados de lanza, mató con un solo salto de jaguar a sus guardias, y caminando de noche y escondiéndose de día, y burlando el ojo de halcón y el olfato de aguará de sus perseguidores, a través de la más espeluznante odisea, recobró su campamento cuando todos lo creían ya volando en el buche de los cuervos. En los últimos días de la santa cruzada de extirpación de indios regenteada por Roca, en el Neuquen, en un combate contra las lanzas del cacique Nancucheo, cae herido e inutilizado un teniente Nogueira. Un soldado, cuyo nombre ni el propio comandante Prado recuerda, se vuelve a prestarle ayuda. El oficial le ordena retirarse, pues con su cuerpo a cuestas, serán sacrificados los dos. . "Yo? .y qué le hice para que me mande portarme como un canalla?. . . ". 61


Nuestra guerra de fronteras tuvo caracteres similares a la de los yanquis contra los pielesrojas, los ingleses en Afganistán o los franceses en Argelia. "Sin duda esas tropas de servicio en lugares remotos y salvajes —opina Fotheringham---- estaban mal alimentadas y vestidas, pero ninguna en el grado en que le tocó, por tantísimos años, al ejército nuestro". SI, "peor tratados que los spha'is de Argelia, los cazadores de las praderas yanquis o los cosacos del Don, aunque no inferiores, sino superiores a aquéllos, en arrojo y estoicismo". (op. cit.) No exagera, sin duda, este inglés acriollado hasta la médula —no por el trajín parasitario o los negocios, sino por la lucha y el peligro sin tregua— y la explicación tal vez está a la vista: por un lado la ruda sobriedad del paisano argentino y su aguerrida familiaridad con las penurias y riesgos de la Pampa; por el otro el arcaico despotismo del ejército nacional, brazo ejecutor, en la emergencia, del ensueño latifundista de la estancia y el saladero. El campamento es un calabozo abierto. La fajina —centinela, rondas, rondines, patrullas— es tan cargosa como una garúa y el sueño tan escaso como el azúcar. Ni decir que al menor descuido o mueca de cansancio —no digamos rezongo o protesta— entran en función las baquetas, para no hablar de sopapos o insultos. El soldado, aun veterano, debe aguantar eso hasta del último mocoso con insignias. En los fortines hay más libertad, por lo menos la libertad del destierro, o la de morirse de hambre o frío, o de esa soledad más hueca y temible que el bostezo del tigre, y siempre sirviendo de imán a las tacuaras. Mucha melena y más harapos que ropa, y el pie semicalzo en un resto de alpargata o bota de potro. "En la vida que llevamos —confiesa Prado— 62


se come 'cuando se puede y se duerme como una grulla sobre una pata y con un ojo como el zorro". "Si hacia frío y no había mantas, el soldado tenía la obligación de quedarse muy en cuerpo para tapar con su poncho a su caballo". ¿Salmuera para los desgarros o los bolazos? No, apenas alcanza para la olla. Las heridas se restañan con bosta seca de caballo. Los sueldos de la tropa sue' n atrasarse decenas de meses, y cuando llegan se ajustan cuentas por uno o dos. El soldado "recibía con una mano su haber y con la otra lo pasaba al bolichero a cambio de los vales que le había descontado" Hubo un pago que demoró treintisiete meses... "Fue una lista pasada a la puerta de un cementerio" recuerda el comandante Prado. En efecto, la mitad de la soldadesca había muerto de hambre, de maltrato, de añoranza, de fusil, de tacuara, o había desertado. ¡ Gran ahorro para las arcas castrenses! Que los gauchisoldados tenían una resistencia de lonja sobada, lo dice el que buena parte sobreviviese a semejante régimen. He aquí el testimonio de un extranjero y hombre de ciencia: "Estos incomparables soldados argentinos que en cuanto a abnegación, perseverancia y resistencia contra las fatigas, no tienen rivales en el mundo". (Pablo Lorentz, miembro de la comisión científica que acompañó al general Roca en la campaña a Río Negro en 1879). Perfectamente coincidente con todas las citadas opiniones es la de otro autorizado testigo oficial o sernioficial, que marcó al pasar una de las más pimpantes bellaquerías de nuestros gobiernos de clase: "La población urbana, que vive de la producción del campo, alimentada en su abundancia y su lujo, no da contingente para la defensa de aquellos intereses amenazados por el indio. El campesino, el paria, el 63


perseguido por la autoridad o por el desvalimiento, ése es y será generalmente el soldado destinado en son de castigo a las banderas. .. .". (La explicación de la preferencia es fácil: mientras los pobres de la ciudad son sirvientes o artesanos, los pobres del campo o gauchos, ni se prestan al yugo ni a considerar sagradas las vacas que le estorban el camino). "Es el mártir de la disciplina militar que le exige una resignación y un silencio más allá de los límites de la obediencia y el sufrimiento". "La nación le da dos libras y media de carne, siete onzas de pan que es apenas lo suficiente para que no se muera de hambre, y la mitad de lo que se necesita en las rudas fatigas y penurias de la frontera. La nación le entrega la ropa de invierno en verano y la de verano en otoño y le adeuda hasta cuarenta meses de su mezquino sueldo". (E.

Zeballos: El país de los araucanos.)

Hay algo más. La holgazanería del gaucho hay que ponerla en balanzas nuevas. Padecía, claro está, el achaque ínsito del que trabaja en lo ajeno: la falta de ejemplo y estímulo. ¿Para qué casa durable, árboles, cercas, si el día menos pensado el dueño del latifundio le daba el pasaporte? Labriego o artesano, no podía ser y no era, pero trabajador pecuario sí, y casi siempre largo de baquía y aguante. Cuando el coronel Fotheringham se retira a sus estancias, Pedro Leiva "el soldado más ejemplar que he conocido", busca su ayuda. "Salió de baja con el grado de sargento primero. Se me presentó diciendo: Quiero que me ocupe en algo, mi coronel".

Como capataz resultó aún más aguerrido y cumplidor que como sargento. De los quilates de su pericia y arrojo dice algo el que los ratos libres su pasatiempo era el de coleccionar cueros de yaguareté: llegó a 64


veintiocho, quitándoselos a sus legítimos usuarios, sin dejarse arañar siquiera. Zeballos insinúa otra verdad: la de que el gauchisoldado fue el verdadero vencedor del indio y que sin ¿1 los estancieros apenas hubieran pasado el Salado, y también el verdadero civilizador del desierto... No fue propiamente eso, pero sí el que fundó los primeros centros de población remotos para que los terratenientes pudieran tomar posesión de su imperio. "Convierten el campamento en preciosas villas. Saben hacer de todo. Fabrican el ladrillo; cortan y labran la madera, cortan paja para los techos, baten el hierro en las fraguas, edifican desde el rancho basta el cuartel, siembran inmensos potreros, desempeñan todas las artes y los oficios que caracterizan nuestra civilización embrionaria. . Zeballos hace el prontuario de los auxiliares o asistentes que le han dado, elegidos por su pericia, su lealtad y su coraje. Rosa Herrera, que se contrató por dos años lleva cinco de servicio y treinta meses impagos. No pide ascenso ni paga: quiere la baja sólo. Y el rastreador Carranza "útil compañero y sabio conductor para estas pellejerías", "que fue actor, conocedor y cantor de todas las travesías y campañas argentinas, que ha paseado triunfante desde el Paraguay hasta la Patagonia y desde el Plata hasta los Andes mendocinos", que habiendo quedado a pie en el País del diablo lucha solo por días con el polvo y las leguas inmisericordes y las vence a puro instinto y denuedo. .. El tuerto Carranza, que lleva veintitres años de prisión ambulante en el ejército, sólo tiene un sueño en la vida: la baja. "Cuando uno ve, como yo he visto, a estos mártires de la civilización argentina, abandonados en pelotones de cinco hombres en el seno del desierto. . . sin techo 65


y sin cama, supliendo con vizcachas, zorros y zorrinos las economías de Congresos... cubiertos de harapos de brin bajo la nieve, o de paño mientras la arena quema... y a todas horas a caballo, en peligro, sin reposo, sin mujer, sin hermanos ni amigos... se siente un impulso de generosa simpatía hacia el soldado argentino.. .". (E. Zeballos: El país de los araucanos.) Perfectamente. Sólo que esta elegía, como la de todo hijo o ahijado de la clase dirigente, no está libre de la doble sospecha de incomprensión e hipocrecía. En efecto, si nos atrevemos a bajar al fondo de la cuestión, advertiremos que las cosas no pudieron ocurrir de otro modo. Toda sociedad civilizada, hasta hoy, se ha erguido sobre la propiedad privada, es decir, sobre la expropiación de la inmensa mayoría de la comunidad por una minoría ínfima: o sea, se alza sobre el despojo, la violencia y el fraude ya que los ejércitos, los dogmas, las leyes y la moral se conformaron para esconder y defender esa iniquidad de base. ¿Cómo quería el doctor Zeballos, futuro canciller de la República, que no ocurriera lo que vio en una sociedad en que unas cuantas docenas de familias se habían arrogado el derecho a todas las tierras y las vacas—y aun a los ñandúes y mulitas—, una sociedad gobernada a discreción por esas mismas familias? ¿Es que desde los milenarios orígenes sumerios y egipcios a las clases detentadoras de la riqueza y el privilegio se les ha importado poco ni mucho de las clases explotadas y ya no decimos de su elemental bienestar, sino de su vida misma, cuando es necesario quemarla en el ara de los intereses patronales? No hablemos ya de asirios o romanos o medioevales. En pleno siglo xvn, en el país menos salvaje de Europa, 66


La Bruyre, filósofo de corte, se dejó decir en un parágrafo de sus Caractres que los campesinos franceses no estaban por encima del nivel animal, y en pleno siglo xix, los campesinos irlandeses, expropiados por sus primitos de la otra isla, agonizaban en la ignorancia, la roña y el hambre. ¿Y para qué hablar del paisano italiano, polaco o ruso, sometido al ayuno devoto por los concesionarios de Dios y de la geografía? ¡Qué podía esperar el campesino nuestro de una clase que se sentía y sabía directa heredera del encomendero español y que a pesar de Mariano Moreno y Sarmiento conservaba su misma terrera mentalidad! ¿La democracia, la libertad, y la noble igualdad del Himno y la Constitución? Bueno, todo eso hace precisamente de biombo para esconder lo que no debe verse. ¿ Es que no fue en nombre de la desposesión y la castidad evangélica cómo la Iglesia se apoderó de un tercio del agro de la cristiandad y los conventos se convirtieron en fortines de fornicarios y tribaderas? No puede olvidarse además que nuestra oligarquía bicorne hallábase ya filialmente supeditada y hasta ligada por no pocos vínculos de sangre a Inglaterra, y por ende, puesto por la crisis en la alternativa, el gobierno de Avellaneda debió ahorrar sobre el sudor y la sangre de su pueblo para pagar hasta el último centavo de la sacrosanta usura inglesa, aunque los gauchisoldados murieran peleando menos con los indios, que con el hambre y los piojos. Todo ello para no recordar que, como todos los de una sociedad de clases, nuestros gobiernos —aun presididos alguna vez por un hombre honrado— eran funcionalmente gobiernos negreros, no sólo sostenedores de los privilegios tradicionales, sino de 67


los grupos y amigos partidarios. Ya veremos que el pleito con el indio pudo prolongarse gracias a que desde el comienzo fue un opíparo negocio para muchos próceres del sector civilizado, comenzando por Rosas y tenninanclo por muchos pulperos cuyos apellidos luce hoy buena parte de nuestra oligarquía. Ya veremos cómo, presuroso de hacer madurar a tiempo su candidatura a la presidencia, poniendo a los pies de la oligarquía terrateniente el mapa entero de la República, el general Roca no trepidó en abrir su campaña sobre las heladas tierras del sur en el umbral del invierno, y con un cuerpo de sanidad improvisado a la bartola, es decir, jugando a perder con lo que a las clases poseyentes nunca les importa: el bienestar y la vida de los de abajo. Cayuta, un collita mandado por descuido o capricho de algún alcalde jujeño, desde la Quiaca a la conquista del Río Negro puede ser tomado como un símbolo de los gauchisoldados y su suerte. No es un bobo, como cree la mayoría, sino una criatura inhibida como buen hijo de una raza secularmente sumergida en la desposesión y el desamparo y ahora doblemente apocada por la desconcertante novedad del medio en que le toca actuar, por pifia de sus conmilitones no menos que por la ración cotidiana de insultos y castigos. Cayuta lo aguanta todo sin un mu ni una mueca. Es el esclavo en el que los otros descargan el resquemor de su impotencia para sacudir sus propias coyundas. A poco de llegada su división a Choele Choel, Cayu .ta faltó a la lista. "Nadie creyó en la deserción de aquel desgraciado", dice uno de sus superiores. "Según creencia general, debió ahogarse en el río". Pero poco después Cayuta fue hallado en la Mesopotamia de polvo y espinas que media entre los ríos Negro y Colorado. Procesado por 68


desertor, con todo el ritual de la ley, sin que nadie levantase un dedo ni una palabra en su favor, y condenado a muerte por el veredicto del tribunal militar de emergencia confirmado por el general Villegas, Cayuta fue ejecutado. Murió sin saber quizá que moría, y que tal vez era lo mejor para él, aunque no para sus patrióticos verdugos. La división entera desfiló con la vista vuelta hacia el cadáver del mártir, a fin de que el ejemplo fuese fecundo. "En la espalda veíanse claramente los agujeros abiertos por las balas al salir, mientras la chaquetilla quemada por el fogonazo dejaba escapar una tenue nubecilla de humo. . ". (Prado: La conquista de la Pampa.)

¿Lujo de inhumanidad? No, solo la necesaria para que el bajo pueblo de cualquier rincón del país aprendiese a morir sin rezongos por la patria, la religión y la civilización. . . es decir, por el patrimonio expansivo de los terratenientes. Lo que los pobres soldados forzados a ejecutar o presenciar el acto nefando no advirtieron es que todos eran Cayutas y que su suerte no sería del todo distinta a la del sacrificado. En efecto ¿qué recogieron del casi legendario ensanchamiento del agro del país los que más sudaron y sangraron por ello y para ello? Buena parte —quizá la mayor— finaron tatuados por las tacuaras, embrutecidos entre los indios o, extraviados en el desierto, volaron al cielo en el buche de los cuervos. Tal vez los más felices. Los demás terminaron jubilados por las lanzas o las bolas —rengos o cojos— o deslomado por los años y el servicio. Algunos recibieron boletos por un ciento de hectáreas de tierra perdida en la lejanía que —otra cosa no podían hacer— se apresuraron a cambiar a algún terrateniente por un pu69


liado de níqueles o al pulpero por dos vasos de vinci. Los más insumergibles llegaron a peones de estancia o vigilantes o mendigos. No faltaron hombres —dos o más— que se atrevieran a poner el dedo sobre esa llaga que aún supura y más que antes. "¡ Pobres y buenos inilicos! —escribió un día el cofnandante Prado haciendo el epitafio de sus compañeros. Habían conquistado veinte mil leguas de territorio, y cuando más tarde esa riqueza enorme pasó a manos de los especuladores que la adquirieron sin esfuerzo ni trabajo, muchos de ellos no hallaron siquiera en el estercolero del hospital un rincón mezquino en que exhalar el último aliento de una vida de heroísmo y abnegación. - . Al ver después despilfarrada en muchos casos la tierra pública, marchanteada en concesiones de treinta y más leguas, al ver las garras de los favoritos clavadas hasta las entrañas del país. . . daban ganas de maldecir la conquista, lamentando que todo aquel desierto no se hallase en manos de Reuque o de Sayhueque". (Conquista de

la Pampa.)

Y cosa que no todos saben, hubo también un presidente argentino que se animó a delatar esta inmortal barrabasada de desterrar a un pueblo dentro de sus propias fronteras, y lo hizo, no en el confesionario, sino al aire libre, despidiendo a los legionarios que partían al desierto: "Este trapo, ya lo veis, contiene vuestra propia historia. Las lluvias que lo han destruido, cayeron también sobre vuestras espaldas; los rayos de sol que lo han descolorido, han bronceado y quemado vuestro rostro, fuera de las hambres y la sed que sufristeis en el desierto y la sofocación del polvo de las marchas... "Haced que el abanderado agite ese trapo viejo, 70


roto, descolorido, a fin de que al verlo lean en él escritos los sufrimientos, las fatigas, las hambres, la sed y la desnudez de estos soldados, y recuerden que los que han sucumbido a las enfermedades de la campaña son más en la guerra que los matados por las balas. "Este trapo dirá con su desnudez y pobreza a los hijos de los ricos, de los felices, de los ociosos, que esos millones que poseen en casas y alhajas, esos millones de ovejas, de caballos y de vacas se lo deben a los pobres soldados del Once como a los otros cuerpos que les dieron la seguridad de las fronteras". (D. F.

Sarmiento: Papeles del presidente.)

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CAPÍTULO

IV

CAUTIVOS Y CAUTIVAS La versión dada por los gobiernos y sus órganos insistía en que todos los refugiados entre los indios eran caballeros renegados de la civilización, del crucifijo y del asado vacuno con cuero. No era muy así, sin embargo. Podemos sospechar que, buena parte al menos, huían de la injusticia guerrera de los jueces de paz, de las levas o del ejército, que eran más temibles que el indio. Hasta hubo refugiados de respeto y fama. El mayor de todos fue don Manuel Baigorria, oficial de Paz escapado por milagro de las garras de Facundo, que vivió sustrayéndose un cuarto de siglo a las de Rosas, y llegó a coronel y cacique entre los ranqueles, y después ayudó en Cepeda a Urquiza contra Buenos Aires y más tarde, a ésta contra aquél en Pavón, definiendo la victoria con sus jinetes, cuando ya la caballería porteña había vuelto al seno del hogar, contribuyendo así —inocentemente sin duda—, a inferir al país la presidencia de Mitre y la guerra del Paraguay. Fue la menos leve de sus culpas. Otro, aunque ya nadie lo recuerda, fue muy mentado en su tiempo: Juan Cuello, "aquel gauchito rubio que tantas veces tuviera en jaque a elementos de 72


la Mazorca", que se refugió en los toldos del cacique Moicán con cuya hermana se casó al fin, hasta que traicionado por ella, cayó en poder de la policía rosista, es decir, del sepulcro. (Raúl Ortelli: El último malón.) Melena lacia hasta los hombros, barba y bigotes cerrados, todo negrísimo igual que los ojos de mirada un sí es no es velada, como disimulando su fabuloso poder de penetración; piernas en paréntesis, de jinete rato, mermando un tanto su estatura, pero no su estampa y gestos que denuncian, al que sabe ver algo, una confianza en si mismo tan adentrada como una estaca pampa: éste es el archimentado indio Molina, que no es tal indio sino un gaucho, ex granadero de San Martín y ex capataz de la estancia Marihuencul de don Pancho Ramos Mejía, estanciero más audaz y capaz en su trato que el mismo Rosas, y a quien éste, comido de celos, puso mal con el gobierno hasta lograr su acusación y detención, a consecuencia de lo cual Molina hubo de buscar refugio entre los indios. Como amén de lenguaraz el Indio es baquiano de envidiables agallas, de entrada no más campeó por sus cabales entre los pampas y tanto, que, al no mucho tiempo, se vino timoneando un malón tan desbordado que no se salvaron de sus oleadas ni Dolores, ni la familia de su fundador inclusa, ni las estancias de don Juan Manuel. Pero habiéndole matado los indios a su amigo El Guaireuio, riñó con los cerdudos y se les hizo humo en su mejor parejero, hasta venir a soltar las riendas al borde de la laguna Kakel, campamnto del mayor Kornell, quien lo rodeó de guardias para salvarle el cuero, pues listo para expjdicionar a Bahía Blanca, semejante baquiano le venía en la ocasión como un ángel. La cotización de su idoneidad era tal que el indulto oficial y completo 73


no tardó en venirle y con la firma de Rivadavia nada menos. Más tarde, en 1827, cuando los marineros de cuatro barcos brasileños intentan apoderarse de Carmen de Patagones, veintiséis gauchos sureños, mariscaleados por Molina, contribuyen a hacer cambiar de idea a los invasores, incendiando los campos circundantes. Años después, sirviendo a la Santa Federación, Rosas, desconfiando de él, se supone, le interrumpió la carrera —según secreto a voces— mandándole un brindis con vino engualichado. Naturalmente el refugiado en las tolderías, casi bien tratado entre los indios, al precio de ser colega de malón, no es un cautivo, o sea, el que encuentra allí su purgatorio araucano: la esclavitud lisa y llana como los peores trechos del desierto. De todos los cautivos, el que ha logrado más renombre es el autor de Trois ans d'esclavage chez les Pata gons, August Guinnard, un francesito que, extraviado en un viaje de Buenos Aires a Rosario, cayó en poder de un pelotón de indios que lo obligaron a repetir lo de Mazepa, viajando cientos de leguas sobre el lomo de un caballo con los pies atados en lugar de estribos. Allá pasa de mano en mano, vendido como cualquier animal doméstico. Un día en que, saltando sobre el borde de la desesperación, se cuelga de un árbol, su dueño corta la soga a tiempo y le echa en cara su negra ingratitud: si el cautivo hubiera logrado su intención ¿quién le devolvería a su propietario los ponchos y yeguas dados por él? Lo vende a otra tribu para no arriesgar su capital. Sospechado allí de haber escrito una carta felona y amenazado de olvidarse de Francia con un par de bolazos, se escapa de entre las uñas de sus jueces, consigue llegar al salón de audiencias de Calfucurá, que suspende la condena provisio74


nalmente, esto es, hasta confirmar o despejar la sospecha. Todo lo favorece y termina ascendiendo a secretario de la cancillería de Salinas Grandes. En pago, enseña a Calfucurá algunos de los secretos del arte agrícola. "¡No son tan tontos los cristianos, entonces!"... —pondera el cacique. Aunque la idea de la fuga lo roe día y noche, cortándole el resuello a ratos, el cautivo tarda años en echar los dados. Escapar de los indios es más casual que escapar de laviruela negra, y sabe también (por haberlo visto con los ojos salidos de quicio) que al prófugo frustrado los indios lo convierten en alfiletero de sus lanzas... Pero un día, al anochecer, y aprovechando una épica borrachera de sus amos, parte sin adiós en tres de los mejores caballos del cacique... Que el octogenario de caldén le perdone. i Este si que es el galope de Mazepa! De tarde en tarde se detiene y tirándose al suelo pega a él el oído escuchando. ¿El eco del galope de sus perseguidores? Sin duda... ¡ Pero no: es sólo el retumbo de su corazón! Y sigue galopando, saltando de un caballo a otro, hasta que uno de ellos se le cae de entre las piernas, muerto. Oh, así morirán todos. Fuerza será descansar, escondiéndose de noche, partiendo antes del alba. Al cuarto día, al borde del agotamiento sus caballos y él, y cuando su garganta sin saliva es una carda, siente que el montado comienza a parar las orejas y avivar el paso. Se dirigen, al fin, al primer remansado socorro de agua dulce. Y más tarde al primer rancho cristiano. Allí cae el viajero de su inextinguible caballo indio a la cama a pelear un mes con el insomnio y el delirio. Naturalmente el cautivo termina aprendiendo el araucano —en parte ayudado por los azotes— y se trueca en lenguaraz. Es lo que pasó con Santiago 75


Avendaño "Un ser modesto.., y de un carácter digno, a cuyas cualidades debe el vivir en la pobreza. Es hijo de este país. Fue cautivado cuando niño. Hace años que es útil a la Patria. . ." (José Eotana, juez de paz del Azul.) Avendafio se despidió de los toldos en 1849, en una escapada no menos homérica que la de Guinnard, relatada por él más tarde, así como los dantescos funerales del cacique Painé en los cuales su hijo, en talión sagrado, le sacrificó a bolazo limpio a ocho cautivas acusadas de haberlo embrujado. . . (Revista de Buenos A ires, tomo XV.) Avendafio murió como secretario del general de la nación y las tolderías, Cipriano Catriel, cuando éste, según mentas, fue despachado al cielo araucano por su propio hermanito Juan José. No menos intensa sino más fue la vida de Eugenio del Busto. A los seis años fue raptado y llevado a los toldos; a los quince —y ya bien amasada y cocida la ciencia del desierto— sacudió de sus botas de potro el polvo de las tolderías y rumbeando sin falla se presentó a Rauch, que regresaba de una expedición baldía a Curá Malal. Gracias al muchacho, que había olvidado la de Castilla, pero que se hizo entender a señas, el apampado coronel tudesco pudo dar uno de sus golpes más firmes. Y desde esos días de 1826 hasta veintiocho años después, en que se halla como comandante de la frontera del Bragado, del Busto, que fue sin duda en su época el más profundo erudito del desiertó y sus cosas, intervino como baquiano, lenguaraz, auxiliar o -jefe en centenares de operaciones y refriegas, aventando indios y rescatando cautivos. El coronel Alvaro Barros, hombre de juicio ceñudo, - habla con ponderación de su capacidad y derechura. ¿Fue por eso, precisamente, que bajo Rosas o sus 76


sucesores liberales, pese a haber sido premiado varias veces con medallas y tierras, nunca recibió ni un puñado de polvo "y ni siquiera el derecho al sueldo de su clase le fue reconocido"? (A. Barros: Fronteras y territorios nacionales.) "Gracias a misteriosos tratados con el proveedor el cacique Juan Catriel recibía en bienes materiales sólo un cuarto o un quinto de las raciones, y entregaba recibo por el todo mediante una suma de dinero que servía para alimentar su fasto... El cacique encontraba completamente simple --y quizá legítimo, en su lógica indígena— que los propietarios vecinos, poseedores de las tierras de sus antepasados pagaran los gastos de aquellas transacciones. El jefe de frontera conocía perfectamente estos vergonzosos negocios y los toleraba a veces por connivencia, y más a menudo por temor a disgustar al cacique, a quien la contraseña ordenaba tratar con miramiento, y al proveedor, cuya cólera era temible. En efecto bajo la administración del general Mitre los proveedores del ejército, rápidamente enriquecidos —por lo demás, se adivina, mitristas fervientes— formaban una poderosa corporación que ocupaba todas las avenidas del poder y con la cual era imprudente no contar. "La llegada de D. Domingo Sarmiento a la presidencia no cambió en nada la situación de Catriel, y cuando el viejo cacique murió cargado de gloria, de cerveza y de años, los mimos de las autoridades de la frontera se volcaron en su hijo Cipriano. Los más altos cargos militares continuaban siendo llenados por oficiales pertenecientes al círculo íntimo del general Mitre o iniciados en los designios de-su partido. Puede creerse que abrumando de atenciones a los indios se reservaban fácilmente aliados por si hubiera que corregir con las armas los caprichos del escrutinio en la 77


gran batalla electoal que preparaban desde lejos con tanto ahínco. El nuevo presidente, hombre de gobierno, decidido a reformar el ejército, pero gradualmente, desde abajo y no desde arriba, había evitado separarlo de los hombres a quienes estaba hecho a obedecer. En sus charlas íntimas complacíase en citar esta respuesta de Lincoln a quienes querían, durante el curso de una gran operación estratégica, hacerle destituir un general vencido: "No hay que cambiar caballos en medio del río". "El presidente Sarmiento no se hacía ilusiones sobre la poca simpatía que despertaban sus reformas sobre los generales encargados de aplicarlas, pero —como muchos llegados tarde al poder después de haber envejecido en los asuntos de Estado---- profesaba cierta indiferencia respecto a la calidad de los instrumentos a emplear, confiando del todo en la mano destinada a manejarlo. Siendo así, estaba convencido en absoluto de que sabía manejar a los hombres. Por lo demás, respecto a modificaciones en los comandos, la guerra de Entre Ríos lo plantó, como decía Lincoln, en el medio mismo del río. El presidente dejó a los jefes de frontera en sus comandos, vigilando sus intrigas, sin dejarse asustar por ellas. La frontera de los Andes, vasta y lejana, librada al más activo y menos escrupuloso de los oficiales cuya suerte estaba ligada a la del partido mitrista, lo inquietó un poco al final. Creyó haber resuelto la situación alejando al general Arredondo y relevándolo por un hombre suyo, un militar sincero y valeroso, el general Iwanosky, que pereció asesinado apenas comenzó la revuelta de setiembre. En cuanto a la frontera de Buenos Aires, donde el general Rivas adoptaba aires de procónsul, Sarmiento no quiso hacerse a la idea de que una algarada cuartelera podía estallar allí, en la provincia 78


clave al alcance de su mano. Se contentó con enviarle una carta describiéndole cuan alocada sería semejante empresa... Rivas leyó la carta y marchó sobre Buenos Aires, naturalmente llevando tras suyo las 1500 lanzas de su amigo Catriel". (Alfredo Ebelot: Re-

cuerdos y relatos de la guerra de fronteras.)

He aquí un testimonio de excepción y absolutamente insospechable como de un lúcido y avezado conocedor de la guerra de frontera y sus implicaciones, y del todo ajeno a nuestros pleitos y negocios políticos. Pero antes de sacar conclusiones a la luz implacable de tamaño informe, conviene cerrarlo con un detalle último: "Era D. Bartolomé Mitre en esos días —1855— coronel y ministro de guerra. Arribado al Azul, con el látigo en la mano declaró en un discurso que ha quedado célebre, que esa arma le bastaba para terminar con los indios, y que se hacia responsable hasta «la última cola de vaca de la provincia». Se puso en campaña al día siguiente, pero no llegó lejos. A cuatro leguas del lugar, al pie de una colina que se distingue desde el Azul mismo, se dejó sorprender y envolver por las fuerzas reunidas de Catriel y Cachul, quienes le arrebataron los caballos y lo hostilizaron sin tregua, de tal modo que después de haber incendiado él mismo los arneses y bagajes para no dejar botín, la desdichada columna de su mando debió volver a Azul a pie. Permaneció allí absteniéndose de toda salida y dejando que los indios se adueñaran de todas las vacas del sur y oeste de la provincia. Tras de lo cual se apresuró a regresar a Buenos Aires donde sonoros triunfos como tribuno resarcieron rápidamente al hombre político de los contratiempos del ministro de guerra". Como vemos, el informe de Ebelot no deja nada en 79


el lonco de la olla, y con sólo algún aporte complementario, podemos resumirlo así: 1 9 ) Desde la segunda mitad del siglo xviii hasta 1852 la guerra con el indio no toma caracteres de catástrofe, si bien Rosas tiene que eliminar los más indispensables servicios públicos —caminos, correos, hospitales, escuelas— para poder comprar la paz de los indios, es decir, salvar en lo posible las vacas de los estancieros y las suyas. 2 9 ) La nefanda calamidad se inicia con la primaveral revolución del 11 de setiembre y la secesión del país, es decir, cuando Urquiza inaugura su luna de miel con Calfucurá y demás caciques, y Buenos Aires pone toda su energía patriótica, no en defender a su pueblo de los indios, sino en aplastar a las trece provincias restantes y a la Constitución Nacional. 39) Ebelot pone al desnudo no sólo la aguerrida inepcia militar de Mitre, sino algo más: "aunque más apto para la política que para la guerra, el general Mitre vio siempre en el ejército ante todo un instrumento* de gobierno. Durante su larga administración había cubierto las plazas con sus protegidos: la mayor parte de los jefes eran sus parientes —el general Emilio Mitre, su hermano, el general Vedia, su cuñado— o soldados de fortuna.., dispuestos a subordinar los intereses del servicio a las conveniencias del partido que los había elevado". (Los otros jefes a que alude, todos uruguayos, son Venancio Flores y Sandes, masacradores incontenibles; Iseas, llamado "el Torquemada de la Pampa" por Fotheringham; Rivas, acusado de ladrón por sus propios oficiales, como veremos, y Arredondo, asesino de Iwanosky). 4) Sarmiento, aunque empeñado en curar al ejército de su gangrena política —y justamente por no caer en el personalismo y mandonismo que le imputan las cornejas hasta hoy—, no cambia el equipo militar dirigente o guardia pre80


toriana importada, y él y el país sufrieron las consecuencias del caso. 59) Como Ebelot no es un estanciero ni un político bonaerense, como el coronel Barros, al denunciar la apestosa corrupción castrense, que continuará a lo largo de las décadas, no oculta lo que aquél calla: la radical antítesis entre la política de Sarmiento y la de Mitre entre un caudillo del pensamiento reformador y un caudillo de cuartel y atrio electoral forrado de latines. En un capítulo próximo se examinarán más detenidamente los orígenes y modalidades de ese fracaso consuetudinario de la guerra contra el indio inaugurado por Mitre, de la virtuosa inepcia de nuestros generales que, por una en el clavo daban nueve en la herradura. Aquí digamos sólo lo que se- viene callando hasta hoy: que lo consignado fue la causa decisiva de que los indios, que llegaron a controlar casi la mitad del territorio patrio y consumir casi la mitad de su presupuesto en pensiones y fortines, que los indios gobernasen un día más que el gobierno. Fue entonces cuando el terror al indio que golpeaba al cristiano donde más podía dolerle —en sus vacas y en sus mujeres y sus niños— devino una endemia. Si la fama del hijo del desierto alebronaba a los hombres, sin excluir a los bien armados profesionales del valor, ya puede imaginarse lo que ocurriría con las mujeres, botín favorito de las tacuaras por una razón doble. De un lado, en la población de los toldos, formada originariamente por guerreros emigrados de la otra falda de los Andes, la mujer estaba muy en minoría. De otro lado, el auca, que sin duda no carecía del todo de instinto estético, no era, ni mucho menos, ajeno a la superioridad escultural de la hembra blanca: "ese cristiana más alta, más pelo fino.., ese cristiana más lindo", le dice un galán ranquel al coronel. Mansilla. 81


Fue en esas décadas, del 55 al 75, cuando el indio —en la imaginación femenina, sobre todo— llegó a cobrar casi la estatura de los elementos, a usurpar la figura misma del demonio. Por su parte el indio, cebando su orgullo en el éxito, llegó a sentir hacia los huincas ese desdén magnánimo que los melenudos sienten por los calvos. El indio llegó a ser como la encarnación del desierto cuyo misterio hacía tiritar hasta las crines y el relincho del caballo de la civilización. De boca en boca pasaban los datos del prontuario del pampa. Que se atrevía a todo lo que puede atreverse el diablo y tal vez a más. Que aguantaba los fríos como un abrojo y el sol como una chicharra. Que era inmune al hambre, a la sed y a los mosquitos. Que más de una vez había derrotado a la caballería cristiana sólo con el olor... (G. E. Hudson: Una cierva en el Richmond Park.) Que sólo conseguían entrarle el remington y la viruela negra. También se sabía positivamente que su caballo —más indio que él y más guanaco que los guanacosera brujo: aguantaba las leguas y la sed hasta donde se lo pidiesen; galopaba maneado, burlándose de las boleadoras; rebotaba sobre los fangales y los médanos: y sólo se dejaba montar por la zurda y por su amo de vincha. En cualquier caso, el malón estaba echando siempre su sombra incendiaria sobre el pálido espanto de la cristiandad pampeana, y tal vez los muertos sentían allá abajo las ventajas de su seguridad cuando llegaba el malón. El malón que llegaba casi siempre delante del alba, trayendo de vanguardia la salvajina del desierto, aunque no lo denunciaban sólo eso y el tropel: como el flautista que mueve los dedos sobre los agujeros de la flauta, el auca llegaba gol82


peándose la boca con la zurda para modular mejor ese aullido de guerra que obligaba al cristiano a temblar por fuera y por dentro, el ruido más aciago escuchado en la pampa e inolvidable para el que lo hubiera escuchado una vez sola. En un par de horas el malón aglutinaba siglos de espanto. Al clamor, semiahogado de polvo de los ganados rastrillados de las praderas y empujados al dec ierto, juntábanse los balidos humanos ahogados de golpe en el degüello. "Según referencias —dice Ramayón— Calcufurá dejaba carteles escritos con sangre cristiana a la luz del incendio que coronaba su obra". Con cartel o sin él, el malón se retiraba con su vanguardia de centenares de miles de reses y centenas de cautivas, dejando los campos entre un anillo de incendios semejante al de Saturno. ¿ Quién podía salvar a las mozas y los niños en medio de ese apocalíptico zafarrancho? Cruzadas sobre el lomo de los caballos para un paseo de ochenta o cien leguas o más, las cautivas iban sumidas en el soponcio o la agonía o tan preñadas de sollozos y ayes que ya su garganta era una haga. ¡Vae victis! ¡Ay de los vencidos! Lo que fue el destino de la mujer durante los trescientos milenios del salvajismo, y durante buena parte del período de barbarie, un historiador contemporáneo tan responsable como Gordon Childe lo esboza rememorando un detalle que echa manchas de leopardo sobre el prestigio de la galantería masculina: "El progreso decisivo realizado entre los años 4000 y 3000 antes de Cristo consistió en traspasar la carga de las espaldas de las mujeres al lomo de los asnos en el nordeste de África o a carretas tiradas por bueyes en Asia Anterior.. Y todo ello pese a que, como hoy está averiguado, 83


los inventos iniciales de la civilización —alfarería, ga nadería y agricultura menores, hilado y tejido— fueron obra femenina. Nos nos asombre, pues, el anoticiamos que entre las tribus araucanas a la mujer le estaba asignada la función de esclava universal. Vale decir que el indio se consagraba exclusiva y totalmente a las aristocráticas funciones de cazar, guerrear y emborracharse, dejando a cargo de la mujer todas las tareas innobles o antiviriles, digamos todo lo que significaba propiamente trabajo: amamantar y criar al hijo, moler, cocinar, lavar, hilar, tejer, traer agua, cortar y acarrear leña a la espalda, y más aún: carnear las yeguas o las vacas, preparar el charqui y la aloja, armar, desarmar y trasladar los toldos, y todavía arrear el ganado raptado en los malones, mientras los caballeros de chuza y boleadoras cubrían la retirada. Si esto ocurría en el terreno económico, no podía esperarse algo muy fino en el terreno galante. Es cierto que la mujer soltera gozaba de más que relativa libertad, pero eso terminaba de golpe y porrazo en el umbral del matrimonio. Todo sin olvidar que la poligamia estaba establecida de hecho y derecho. ¿Que,,, como en Asia y África , ella constituía sólo privilegio de una ínfima minoría? Claro está: era privilegio de los económicamente solventes, es decir, de los caciques. Con ello queda insinuado que los indios muy pobres debían acogerse a la soltería forzosa. Algo de lo que debió ocurrir entre los' hebreos de tiempos de Salomón, ya que según el Libro de los r.yes (su parte de verdad debe de haber, pese a la exageración oriental) las esposas del rey sabio se contaron por centenares, De Mahoma se sabe que reformó el código galante de los árabes, reduciendo a cuatro el número de esposas del buen creyente. Se sabe también que, corno 84


las mujeres no tenían acceso al paraíso musulmán, su ausencia debió ser llenada con las inmarcesibles huríes. Estos fugaces antecedentes no huelgan del todo por lo que iremos viendo. Es indudable que en el terreno sexual, como en otros, las costumbres araucanas evolucionaron sin pausa desde los apeñuscados y pluviosos valles de Arauco y desde los días de Valdivia y Ercilla hasta la Pampa relinchante y mugiente del siglo pasado. Las causas son obvias. Los indios de Lautaro y Caupolicán, dados su nivel inferior de barbarie y los flacos y aguados recursos de Araucania, vivían en una sobriedad casi de ascetas. Bien diferente de lo que ocurriría en la Pampa de Calfucurá, cuya industria única, llamada malón, producía en los momentos felices rentas millonarias, y en los últimos tiempos hasta vino de Burdeos y lociones de París. Los caciques de primer rango como Yanquetruz, Painé, los Catriel, Namuncurá, Pincén, y no digamos el gran Calfucurá, llegaron a ser bastante más poderosos que muchos señores feudales y muchos reyezuelos de África. Que comúnmente la casi fabulosa riqueza de sus botines fue agua o arena entre sus dedos y no les sirvió para superar su barbarie obstinada en una esterilidad de mula, conforme; pero les sirvió para resguardar su aspérrima libertad y alargar la escala de sus vicios. Así, como consecuencia de los rendimientos del malón, sobre todo en cautivas rubias o morochas —más codiciadas que las vacas mismas por el auca—, aparecieron los serrallos pampeanos, más rudos aunque menos aciagos que los de Oriente ya que no incluían el complemento de eunucos guardianes. Como el loro de acerado pico y lengua enjuta prefiere a todas las duras semillas del desierto la lechosa dulzura del 85


choclo, al auca le estría de sangre los ojos la gula de la mujer blanca como el doble candor del alba sobre el valle nevado. Lleva la añoranza de las cautivas probables como herida cerrada en falso. Ante esa sola imagen presentida la líbido araucana, atizada por el aguardiente, relincha en sus vísceras. La cautiva a su vez siente que todo se le vuelve polvo y arena como ciertos trechos del desierto; que el indio con su cara chata, sus pómulos salidos y sus bigotes ralos se parece al puma, cuyo olor recuerda; que su cara ignora la sonrisa y su risa aborta en hipo, y sobre todo, que es la fiera que ha matado a su padre, su marido, su hermano o su novio... El vía crucis porque debía atravesar la cautiva cristiana, cualquiera fuese su rango social, en el harén de cuero de yegua y taburetes de cráneos de buey, estaba más allá a veces del horror físico y mental que puede aguantar la criatura humana. Al dolor trepanante del desarraigo de su hogar, mezclado al recuerdo de la hecatombe de los suyos y el incendio de su casa, agregábase el de verse trocada de sopetón en herramienta de afrenta y vicio de un consorte más o menos cerdudo y con olor en enjundia revenida, cuando no piojoso. Quedaba el aclimatarse al relente vomitable del toldo y a manducar bifes crudos de yegua, con libaciones de sangre humeante en ocasiones. Y tampoco terminaba aquí el derrumbe, pueá quedaban como postre los celos de loba de las indias desplazadas del lecho- del bajá de vincha, que sometían a la cautiva a toda clase de fajinas, penurias y torturas, sin excluir la del castigp físico. Ni excluir algo menos esperable: que las cautivas veteranas, envilecidas por la servidumbre, casi araucanizadas del todo, ayudaban al amo... 86


Huelga recordar que el látigo que el auca ahorraba a su caballo lo gastaba en sus mujeres. "Con rarísimas excepciones, los primeros años que —los cautivos— pasan entre los bárbaros son un vía crucis... Deben lavar, cocinar, cortar leña con sus manos, hacer corrales, domar los potros, cuidar los ganados y servir de instrumento para los placeres brutales de la concupiscencia. ¡Ay de los que resisten! Los matan a lanzazos o a bolazos". (Mansilla.) Sólo que algunas veces la cautiva prefería eso a las caricias del verdugo. He aquí, en dos palabras, la historia de Petrona Jofré, una heroína oscura salida de! pueblo (bastante más digna de recuerdo que muchas inmortalizadas por la leyenda o la historia convencional), desafiando con sencillez épica la tortura y la muerte, sólo por salvar su decoro y su sexo: "Partía el corazón verla y oírla. La tenía un indio malísimo llamado Carrapi. Estaba frenéticamente enamorado de ella y ella se resistía con heroísmo a su lujuria. De ahí su martirio. —Primero me he de dejar matar, o lo he de matar yo, que hacer lo que el indio quiere". (L. V. Mansilla: Excursión a los indios ranqueles.) Que no se trata de una excepción solitaria lo dice otro caso testimoniado por Mansilla: "La habían cubierto de heridas, pero no había cedido a los furores eróticos de su señor. La pobre me decía contándome su vida con un candor angelical: —Había jurado no entregarme sino a un indio que mc gustara y no encontraba ninguno—. Era de San Luis. No está ya entre los indios. Tuve la suerte de rescatarla". (op. cit.) No nos escandalicemos. El trato diferido por el indio a las cautivas era el mismo que el rufián —con tolerancia de la civilización y de la policía— difiere 87


a su víctima: "Vea, señor, cómo castigaba el indio —le decía otra esclava a Mansilla. Y mostraba los brazos y el seno cubiertos de moretones empedernidos y de cicatrices. —Así —añadía con mezclada expresión de candor y crueldad—, yo rogaba a Dios que el indio echara por la herida cuanto comiese. Porque tenía un balazo en el pescuezo y por ahí se le salía todo, envuelto con el humo y. . . Naturalmente el cautivo o la cautiva, considerado cosa, era susceptible de compraventa como cualquiera otra mercancía. El indio propietario de Petrona Jofré pedía por ella "veinte yeguas, sesenta pesos, un poncho de paño y cinco chiripaes colorados". El cacique Mariano Rosas vendió a su secretario, el chileno Juan de San Martín, "una chiquilla de catorce años que había sido su querida". Se dirá, y con razón aparente, que todo podía esperarse de semejantes bárbaros. Bien, pero ¿en qué rango colocamos a los ricos chilenos, entre los cuales figuraba el presidente Bulnes, que compraban a los pampas, el producto de sus malones, se tratase de ganado de cuatro o de dos patas? "Los cautivos fueron también artículo comercial y, vendidos como esclavos, salvo las mujeres jóvenes que los indios se reservaban, iban a morir trabajando bajo dura servidumbre en los fundos de la nación trasandina", (Leopoldo Lugones: El payador.) La resistencia o la fuga del cautivo constituía siempre lo extraordinario. Lo ordinario era la desesperación, la resignación después, cuando sentía que ya su tiempo estaba más allá de los relojes y los almanaques. Lloraba ya sólo hacia adentro porque no tenía lágrimas que verter. ¿Escapar una cautiva de los toldos? Era algo tan sobrehumano como escapar de los calabozos de la Inquísición o de Satanás. Guinnard es quien cuenta de 88


una cautiva sorprendida en un comienzo de fuga, que fue golpeada con cueros primero y después estuprada por veinte cerdudos. Como se volviera loca, la degollaron para que no sufriese más... Cunninghame Graham cuenta de una prima donna cautivada en el camino de Mendoza a Córdoba. ¿Fue la misma que, según Zeballos, logró salvar el coronel Baigorria, entonces equiparado a cacique ranquel, y que casada con él por gratitud, terminó dejándose morir de pena? Era la única posibilidad de escape, pues sometida a una insomne vigilancia, hasta el suicidio le estaba vedado a las cautivas. Dejemos hablar ahora al defensor de pobres y ausentes. ¿Que el cacique Ramón tenía cuatro esposas, como los musulmanes ricos, Mariano cinco, Pincén doce y Calfucurá treinta y dos? Pero el tremendo Epumer era unígamo y muchos indios no tenían mujer, o no la tuvieron nunca como San Pablo, y ni siquiera podían acogerse a la poliandria, porque la prostitución no existía en los toldos. ¿El serrallo, institución de lesa-humanidad entre todas? Sí, pero al menos el de los pampas no incluía su complemento más nefasto, el de los cunucos. Y no olvidemos que en la Santa Biblia se lee que Salomón, el rey coronado de sabiduría por Jehová, tuvo setecientas esposas y trescientas concubinas. (Libro de los reyes, II, 3.) Ya sabemos que el harén fue privilegio de todos los monarcas de Oriente, y que los sultanes lo tuvieron hasta ayer no más y aún se mantiene vivito y coleando en Persia y Arabia. Y también que en el siglo de la Revolución Francesa Luis XV tuvo su Parque de los ciervos, un harén regenteado por monjas, es decir, católico. Y viniendo a nuestra América y para aludir a un solo caso, digamos qué se iba 89


a ruborizar de Calfucurá el general Urquiza, si él era tan fértil como los patriarcas de la vieja Mesopotamia o los ríos de la nueva... ¿La brutalidad sexual de los pampas? Ya vimos que era vomitable. Sin embargo no peor que algunas de la civilización occidental cristiana: "El cc_st rato que hacían de prima donna era el favorito del cardenal Borghese. Roma, la santa, obliga de este modo a cultivar la pederastía". (Casanova: Memorias.) ¿Cómo podrían los cristianos tirarles la primera piedra a los pampas si, como veremos mejor más adelante, eran aparceros suyos en su más puras barbaridades o iniquidades? Ya vimos que en su mocedad el teniente Manuel Baigorria se vio obligado a acogerse al derecho de gentes de los ranqueles. Era hombre medio aficionado a libios y con no pocas prendas de caballero —para no aludir al desmesurado arrojo de su lanza— pero precisaba someterse y se sometió al predicado de la vida salvaje. Formó toldería aparte y con los años llegó a congregar una colonia de refugiados cristianos en número no inferior a trescientos. No sólo se hizo respcar y querer de los indios, sino que éstos lo erigieron en algo isí como un cacique general honorario, aunque nunca tomó parte en sus malones. Para evitar un buen día su eliminación, tramada por algunos capitanejos celosos, debió casarse con la hija del cacique maor, que se había prendado de él. En realidad terminó resignándose con el tiempo a un puñado de esposas, no todas indias. Lo peor del caso fue que con su tolerancia —y más presumiblemente porque no pudo impedirlo-.-, entre la republiqueta de inmigrantes cristianos que él gobernaba y las tribus se estableció un comercio de carne blanca, y no de aves, por cierto, sino de mujeres cautivas. 90


Ahora, y para no mentir a sabiendas, hay que decir que no todos los indios eran como los cristianos los veían, roñosos y con cara y genio de perro. Los caciques Baigorrita y Ramón eran hijos de cautivas, y de Pincén se decía que en su niñez fue raptado en Renca. Ramón y Mariano se bañan todos los días, aun Cii invierno, y sus toldos son bastante más limpios que las postas y los ranchos pampeanos, y en cuanto al de Cuniapán. es flor de aseo. Los Catriel se asociaron al cristiano para robar a sus propios indios, mientras Cafulcurá y Mariano reparten todo el honrado fruto de cada malón entre los suyos. Catriel, Renquecurá, Alvarito, el Indio Blanco, son modelo de bellacos; Ramón, Casimiro, Saihueque y Baigorrita son a su modo, como el mejor gaucho, caballeros cumplidos. Namuncurá escapa sacrificando a los suyos para amparar su fuga; Baigorrita muere defendiendo su libertad y su honor como una leona sus cachorros. Consignemos de paso una muestra del respeto de la civilización hacia las cautivas de enfrente: "La mayoría de los soldados que habían marchado sin mujeres, se unían a las indias autorizados por el comando general como un medio de dulcificar los rigores de la campaña y de la temperatura glacial". (Schoo Lastra: El indio del desierto).

Ya se advertirá la galante solicitud con que nuestro jefes militares buscaban evitar a sus soldados lo peligros del enfriamiento excesivo ahorrando gastoi al cuerpo de sanidad. Volviendo a nuestras cautivas, sobra decir que su rescate, para las pocas que llegaba a darse a tiempo equivalía a una resurrección. Fotheringham cuenta d una cristiana sustraída a los tobas que, trastornadz de júbilo celestial, sólo atinaba a besar las manos sus redentores. 91


En cuanto a las que desafiaban el berrinche de lava desbordada del pampa, su heroísmo debe ser puesto por encima del guerrero para contrabalancear de paso el chisme o leyenda que anda por ahí de que las cautivas de cierta tribu rehusaron el regreso a sus hogares que ¡eS fue propuesto. El caso, de ser veraz, sólo pudo darse por la araucanización total de víctimas raptadas en la niñez, o en madres obligadas a separarse de sus hijos habidos en la cautividad, que es el caso relatado por Mansilla en el más inolvidable, pasaje de su libro, el de doña Fermina Zárate, de la villa La Carlota, a quien el cacique Ramón le otorga el pasaporte de regreso: — Y por qué no se viene usted conmigo, señora? —le dije. —;Ah!, señor —me contestó con amargura—. ¿Y qué voy a hacer yo entre los cristianos? — Para reunirse con su familia. . Y o la conozco. todos se acuerdan de usted con cariño.. -¿Y mis hijos, señor? — Sus hijos... — Ramón me deja salir a mí, porque realmente no es mal hombre; a mí al menos me ha tratado bien, desde que fui madre. Pero mis hijos, mis hijos no quiere que los lleve. No me atreví a decirle: Déjelos usted; son hijos de la violencia. ¡Eran sus hijos! Ella prosiguió: — A demás, señor, ¿qué vida sería la mía entre los cristianos después de tantos años que falto de mi pueblo? Y o era joven y buenamoza cuando me cautivaron. A hora, ya ve, estoy vieja. Parezco' cristiana porque Ramón me permite vestirme como ellas, pero vivo como india, y francamente me parece que soy más india que cristiana, aunque creo en Dios, como que todos los días le encomiendo mis hijos y mi familia. 92


— A pesar de estar usted cautiva, cree en Dios? -¿Y Él qué culpa tiene de que me agarraran los indios? La culpa la tendrán los cristianas qué no saben cuidar sus mujeres ni sus hijos. La cosa vedada está dicha por doña Fermina Zárate, como no se atreve ni a insinuarla aun, ninguno de nuestros historiadores de corte, que otros no tenemos. Marcada queda la distancia que va de la religión y la civilización, tan rampantes aun bajo sus ornamentos, a lo qu constituye la mayor cima de la tierra: la decencia humana. Qué piropo para Mitre y los suyos, de un lad y para Urquiza y los suyos del otro, y para todos lo omerciantes, estancieros, bolicheros, proveedores, pagadores, jueces de paz, políticos y comandantes de frontera que, en su comezón de llenar su bolsa y su vanidad, empujaron al infierno araucano a buena parte de lo que debe ser la reserva más intocable de cualquier agrupación humana: sus mujeres y sus niños. El titulado comandante Salvo por el gobierno chileno, el Brujo, por los rotos, y el Machi, por los indios, era un mestizo chileno que hizo pacto con el diablo para teledirigir malones lanzados sobre la pampa. En 1871, un jefe argentino escuchó en Marilef, de boca de un viejo indio de Arauco, noticias del Brujo y recuerdos de sus buenos tiempos, entre otros de un malón sobre los campos del Azul y su regreso con botín de ley: los miles de vacas adelante y, de retaguardia, el cargamento de mercancías y cautivos. "Sobre los cargueros, mujeres amarradas como tercios de sobprno". Sobre las grupas niños abofeteados de tarde en tarde para acallarles el llanto. Como se precisaba ponerse fuera de alcance del ejército de línea, no se hizo alto hasta llegar al paso de Amuyilín, donde el Pichi Mahuida se deja cruzar por el Colorado. (Allí, como frente a Chocle Choel o la desembocadura 93


del Neuquen, innumerables esqueletos que parecían recuerdos de alguna batalla, lo eran sólo de cautivas que no sobrevivían al viaje). No por amor a lo lúgubre, o vocación de lo patético, sino por obligación de destapar la moral de "sepulcros blanqueados" de aquella sociedad, madre de la de hoy y, tal vez con la recóndita esperanza de evitar la recidiva de un achaque evitando sus causas, evoquemos la escena. ¿ Que el corazón del indio era más duro que sus talones? ¿Que ni toda la salmuera del Chadi Leuvú, el Jordán de la Pampa india, bastaría a lar sus estupros y degüellos? ¿Que el cristiano veía en el indio la panoplia íntegra de la brutalidad y la crueldad, del robo y la mentira? Razón le sobraba, pero él no era mejor y en cambio cargaba con toda la responsabilidad de la civilización frente a la barbarie. Lo cierto es que el juego de intereses actuante entre ambos, que barbarizó al civilizado, degeneró al bárbaro. Entonces su insensibilidad al mal ajeno fue absoluta. Así el destino de la cautiva, condenada a ser la esclava integral de alguien que apenas se parecía ya a un hombre (con frecuencia un viejo con más arrugas que un prepucio), era el más exquisitamente acerbo y afrentante que puede caer sobre una criatura humana —noche de espanto y de llanto sin una sola estrella. Pero así debía ser, lo evitable debía volverse fatalidad para que las estancias, los mostradores y las figuraciones próceres de ambos lados de los Andes tuvieran auge. Volvamos a nuestro relato. En Amuyilín, fue, pues, el primer alto, después de cincuenta horas de marcha. Allí se pasó revista. De los setenta cargueros faltaban once, con mujeres y niíos extraviados en el desierto y destinados a los cuervos, o ahogados en el cruce de 94


los ríos. Otros, llagados por las ligaduras, llegaban moribundos. De ellos el viejo malonero recordaba con precisión de ojo de gavilán el caso de una joven de apellido Araujo, hija de una familia que había perecido toda en la casa incendiada: "La relación de los sufrimientos que habían ultimado a la joven es algo que estremece. Desearía no estar comprometido a repetirla. La niña infeliz había sido asegurada sobre el carguero con dos látigos, que a la vez que detenían sus manos y sus pies, acertaron a estar cruzados diagonalmente sobre el vientre. El roce continuo de cincuenta horas de marcha realizó lo que puede llamarse una horrorosa novedad entre los suplicios: ¡ el dolor, aumentando pausada y suavemente desde la simple escoriación a la perforación profunda, como si se dijera un puñal penetrando durante largas horas por décimos de milímetros hasta hundirse todo entero sin que el paciente dejase de existir!. . . Los látigos comenzaron a gastar y cortar los vestidos, siguieron desgarrando la piel y concluyeron por abrir ancha boca de salida de los intestinos... ¿ Cuál de entre los mártires que cuenta la historia humana habrá experimentado mayor suplicio?". (Mapuche: El Brujo.) Esto se pregunta Mapuche (¿ pseudónimo del general Olascoga?) y con harta razón. Sí, se trata de un apoteosis del horror, pero no toda a cargo de los indios: la mitad, o más, debe ser apuntada en la contabilidad de los negocios cristianos de la época, ya lo dijimos. Y no podemos olvidar a las milicas, las cautivas voluntarias del ejército. Para muchos lectores no dejará de ser novedad el saber que en muchos de nuestros ejércitos del siglo pasado militaban mujeres. En los de la frontera con 95


el indio su presencia fue sencillamente el seguro del éxito. Numéricamente, en la campaña de 1879, llegaron a constituir un tercio de las tropas. Pero su gravitación fue superior a su número. Lo que no habían logrado los castigos inhumanos ni el pelotón de ejecución lo lograron ellas: contener la deserción incontenible. El gobierno militar se vio, pues, obligado a considerarlas parte integrante de la tropa y someterlas a los mismos deberes, aunque de derechos nunca se habló a las claras. Queda a cargo de la imaginación del lector responder a la pregunta: si la vida del gauchisoldado estuvo un poco por debajo del común horizonte humano ¿a dónde llegó la de la gauchisoldada? Los informes al respecto son tan infrecuentes como la llegada de los pagadores, pero los hay. "No conozco sufrimientos mayores que los pasados por las infelices familias de aquellas tropas, obligadas a marchar de noche o de día largas distancias con sus hijos al anca de una cabalgadura, cubiertas de polvo, con sed, con hambre, con frío; pobres mujeres, tenían que someterse forzozamente, que subordinarse a las mismas circunstancias de la tropa, so pena de perecer perdidas en la soledad del desierto. En las marchas, generalmente al toque de diana, seguía el de ensillar y... seguramente no habían desayunado ni ellas ni sus hijos cuando el toque de atención prevenía para montar y luego el de marcha. . .". (Prado.) ¿ Deberes? Se los supone: desde el lavado a la cocina, desde el arrear caballoá a atender heridos o enfermos. Huelga decir que no figuran en los informes ni en las crónicas militares. ¿Para qué? Tampoco existen para la historia. Y sin embargo, ellas ganaron la guerra Contra el indio. ¿Que no eran monjas, aunque pudieran ser 96


algo mejor? Muchas eran casadas; otras no. Y también las habla que se casaban con varios soldados sucesivos ¿Qué es el mundo sino un puro cementerio donde el sexo, único vencedor de la muerte, es una ausencia? Si, esas mujeres ganaron la guerra contra el indio; ellas, que defendieron al soldado de la roña y los piojos, y de la soledad y la desesperación, cortándole en seco la desenvainada tentación de la fuga (¿no ataban los egipcios camellos salvajes con sogas de papiro?) gravitaron más en la decisión de esa guerra que os fusiles de Levalle o V illegas, que la estrategia de. Roca.

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CAPíTULO V

LA CONQUISTA A NGELICA L El más viejo abuso con la confianza pública de parte de los historiadores de toda sociedad de ciases es presentar la guerra como un asunto puramente bélico y la religión corno un misterio sacro cuando ambos fueron y son prácticas principalmente económicas. Ya lo veremos: el negocio y el medro detrás de la fanfarria o de la cortina de incienso. Así fue desde los comienzos. Toda religión empieza por el ombligo. El hombre neolítico estableció con los primeros dioses un trueque de conveniencia bilateral: se sacrifica la res o pieza más preciada a cambio de lluvias y buena caza, por ejemplo. (Max Weber: Economía y sociedad.) Tal como el asceta que sacrifica su sexo o su apetito a cambio de una buenaventuranza inacabable en la jubilación del más allá... Ya organizadas en clero, las castas sacerdotales se reservan el lugar, no sólo más alto, sino más descansado y fructuoso en la colmena social, y desde luego privilegios de excepción, "El sumo Sacerdote entró en el huerto de los pobres". (Inscripción sumeria del III milenio a. C. Gordon Childe: W hat happened in history?) El clero brahamánico no sólo dieta los dogmas y 98


leyes que organizan la sociedad de castas cerradas —la más bellacamente inhumana del mundo— y se reserva los favores más codiciables en ocio, honores, riquezas y mujeres, sino que se declara parte integrante de la divinidad suprema, Brahama: "No olvide el rey que una plegaria del brahaman puede acabar con sus ejércitos, sus caballos y sus carros de guerra" (Código de Manú). "Los brahamanes, dice Hegel, carecen de todo escrúpulo respecto a la verdad". "Codiciosas, mendaces, concupiscentes". "No hacen más que comer y dormir, según un inglés". "El indio de otra casta ha de prosternarse ante el brahaman diciendo: eres Dios". "Los deberes conyugales quedan en suspenso cuando los brahamanes apetecen a las mujeres". (Hegel: Filosofía de la historia universal.) "Craso vino a Jerusalén y se apoderó de todo el dinero del tem p lo, lo mismo que de todo el oro no acuñado que ascendía a ocho mil talentos. Y de una cadena de oro que pesaba trescientas minas (750 libras) *' . (Josefo: A ntigüedades judaicas.) "Esto asciende aproximadamente a doce millones de dólares, y sin embargo ci templo pronto se llenó otra vez", (Kausky: Los orígenes del cristianismo.) "El 60 % del alto clero inglés es accionista de las fábricas de armas". (Harold Lasky.) "Un diario italiano avaluó la cartera de acciones del Vaticano en das mil millones de dólares". (G. Latini: Las finanzas de la Iglesia.) Recordemos de paso que en la Edad Media la iglesia cristiana fue el mayor de los señores feudales de Europa, es decir, de un tercio de las tierras de la cristiandad, y que en España, después de la expulsión de moros y judíos. la iglesia se repartió con la Corona y la Mesta las tierras de los desterrados. Ya sabemos lo que pasó en América. Mientras el RZ


indio se vio forzado a abrazar la religión católica, los cristianos —tonsurados e intonsos— abrazaban las tierras y mujeres de los indios. Puede decirse que sin la mediación de los abanderados de la fe —toreros de sotana— los conquistadores de América la hubieran conquistado, pero no sometido. Todo intento del indio de defender su libertad o sus bienes era un pecado contra Cristo y María Santísima. Constituía obra de caridad apostólica decapitar a tamaños infieles a fin de enviar cuanto antes su alma al paraíso. ¿Que el Marte azteca deleitábase con la vista de corazones humanos recién extraídos? Preciso es convenir que el Dios mejicano era tan analfabeto como el de Abraham y Felipe II, y fuera preciso poner en la balanza a los sacerdotes de Huichulobos y a Torquemada y los suyos, y cotejar los pesos. Y todavía quién sabe... Díaz del Castillo cuenta de un mejicano que le perdonó la vida a un prisionero español, le atravesó las narices con un travesaño litúrgico y lo casó con su hija. En todo caso, el contraste entre la fervorosa brutalidad de los abanderados de Cristo (exasperada más quizás porque su víctima "se bañaba todos los días") y Moctezuma (que herido por Alvarado rechazó las vendas de sus verdugos) debió ser tan grande que conmovió a los mismos piadosos hijos de Castilla: "los soldados lamentaron la muerte de Moctezuma corno si hubiera sido su padre". (Bernal Díaz del Castillo: V erdadera historia de la conquista de Nueva España.) Es sabido que el financiador de la conquista del Perú por Pizarro y Almagro fue el curita Luque, que sacrificó veinte mil pesos en barras de oro, y no lamentó las aventuras porque multiplicó varias veces el capital y llegó a primer obispo del Perú... En cuanto al desempeño del clero español en el 100


Perú, reducido por la colonización a las dos muletas de la servidumbre y la miseria, nada más edificante que la interminable serie de intrigas y barrabasadas consignada por dos hombres de ciencia y enviados secretos del rey de España en la segunda mitad del siglo xvm, los cosmógrafos Antonio de Ulloa y Jorge Juan; '"rodas estas desdichas sufren los miserables indios con sus curas, los que debiendo ser sus padres y defensores Contra las sinrazones de los corregidores, puestos en conformidad con éstos, emulan en sacar en competencia el usufructo de su incesante trabajo". Cuando los indios quieren oponerse a las vejaciones de los corregidores, éstos los acusan de rebelión, impunemente, "seguros de que los curas no pueden contradecirlos en el tribunal por hallarse aun más culpables que ellos". "El cura del pueblo llamado Mira, aunque moderno en el curato, quiso oprimir a los indios desde el principio, intentando despojarlos de todas sus tierras, adjudicándoselas a sí propio, y haciendo que los indios las cultivasen". (Noticias secretas de A mérica.) Pero hay un testimonio no menos ilevantable como que viene del propio Tupac Amaría: "Por otra parte se veían también hostigados por los curas, no menos crueles 'que los corregidores para la cobranza de sus obvenciones que aumentaban a lo infinito inventando nuevas fiestas de santos y costosos guiones con que hacían crecer excesivamente la ganancia temporal, pues si el indio no satisfacía los derechos que adeudaba se lo prendía cuando asistía a la doctrina y explicación del Evangelio, llegando a tanto la iniquidad que se le embargaban sus propios hijos. . . ". (De Angelis: Colección t. IV , citado por Mercedes de Gandolfo en Biografía olvidada [inédita].) En cuanto a las famosas misiones jesuíticas del Pa101


raguay el juicio histórico irreversible ha sido hecho entre nosotros por tres de nuestras autoridades mayores: D. F. Sarmiento (A mbas A méricas), Paul Groussac (V iaje intelectual) y Leopoldo Lugones (El imperio jesuítico.) "De los informes y cartas, libros de consultas, sentencias de tribunales resultan superabundante y definitivamente demostrados los capítulos siguientes: ejercicio del comercio con defraudación del fisco y contrabando organizado; compra y venta de esclavos; relajación de las costumbres; riquezas obtenidas con el trabajo servil; avasallamiento del indio". Basta, pues, de alegatos. "Fue un sistema de grandes encomiendas, mucho mejor organizadas y productivas que las otras.. "Empero la peor analogía. . fue el ralear pavoroso de los encomendados; los yerbales de Misiones consumían proporcionalmente casi tantas vidas humanas como las minas del Perú y Méjico". "En el centro de la plaza, atados al rollo, una docena de indios, culpables de ratería, borrachera, riña o delito mayor!— inasistencia a los oficios, reciben los condignos azotes en carne viva, después de lo cual, chorreando sangre, van a arrodillarse ante el padre presente y besarle la mano, dándole las gracias: ¡A guyabeté cheruba!". "La promiscuidad sexual en estas cuadras no consta positivamente, pero sí, fuera del asqueroso desaseo, el régimen de inmoralidad que reinaba en las reducciones así como los innumerables casos de materia lúbrica, de que vienen acusados, no ya los indios, sino los padres". (Paul Groussac: El viaje intelectual, 2 serie.) ¿Falta algo? Sí, lo de más fondo: la pedagogía religiosa, rival de la de los brahamanes, perfeccionada al grado de trocar al hombre en la negación de sí 102


mismo, expresado por la acción de la víctima que besa lleno de gratitud la mano del verdugo... Ego sum ¿'ermis et non horno (Salmos.) Explotación en profundidad, contrabando, trata de esclavas, codicia y lucro sin contralor, aberración sexual, reducción de la criatura humana a suhperio, todo eso llevado hasta el punto de merecer la expulsión, por orden real y autorización papal de la casi omnipotente Compañía. ¿Cómo se explica --se preguntará el lector— que esa congregación, rea de semejante antología de infamias, fuera sacada un día del estercolero, reintegrada al uso de sus privilegios y encargada de la educación de lo mejor ubicado de la cristiandad? ¿ Error incomprensible? No, la explicación se la dio Napoleón en una carta al conde de la Loyre: mientras una pequeña minoría esté apoderada de los bienes de la tierra, la religión, que apacigua a los desposeídos con la promesa de un mejor reparto de bienes en ci otro mundo, será indispensable para iii conservación de los privilegios, y los jesuitas se han acreditado como los mejores pedagogos de la servidumbre. ¿ Estamos?,.. Pero vengamos a nuestra tierra y nuestros indios. Digamos, antes de seguir adelante, que los jesuitas, corriéndose del Paraguay al sur, habían hecho también de las suyas en nuestra Mesopotamia Q "En total, las tierras confiscadas a la Compañía de Jesús por el virrey Bucareili en virtud de la orden de expulsión de los dominios españoles alcanzaban a unas mil doscientas leguas cuadradas". "La valuación de esos campos arrojó un capital de setenta y dos millones. cuatrocientos ochenta y tres mil novecientos diecisiete P esos oro". (Jacinto Oddone: La burguesía terrateniente argentina.) En 1570 se creó la diócesis del Tucumán, con sede 103


en Santiago del Estero. Aquí no había minas de oro y plata como en loe dos Perúes, ni vacas a rodo corno en el Rio de la Plata desde comienzos del siglo xvii. Pero había algo equivalente: una agricultura de tradición incaica y una densa población de labradores indígenas. El algodón, citado ya por La Biblia y por Heródoto. introducido por loe árabes en España en e' siglo xi floreció en el Tucumán mejor que en su lugar de origen y más blanco que la plata de Potosí y más copioso que las vacas pampeanas... ¿Se pensará que los pioneros de esta espumosa industria que convfrtió a la zona tucumanense en uno de 10 ombligos algodoneros del continente, fueron algunos industriales flamencos o judios? No, fue obra benemérita de los primeros obispos del Tucumán. El padre Victoria, que tuvo "veinte mil indios encomendados, cada uno de los cuales le producía de cuarenta y cinco a cincuenta pesos por año" —y fue el primer evangélico introductor de esclavos negros— y "estaba públicamente amancebado con Juana López, mujer de Juan Navarro" y "dijo que quisiera más ir a Potosí que no al cielo". Y el obispo Hernando de Trejo, ilustre fundador del claustro universitario de Córdoba y no menos ilustre traficante de ébano vivo, según acusación del propio rey Felipe III. Y el obispo Maldonado, insigne por su lujo y sus perfumes de sátrapa y su fervor por las doncellas, tan incontenible y acrobático que "una noche le vieron escalar una casa pegada a la de su vivienda", y al amanecer se supo "que había violado a una doncella honrada... ". (José Toribio Medina: La inquisición en el Río de la Plata; Mercedes B. de Gandolfo: Biografía olvidada; Emilio Con¡: Historia de las vaquerías en el Río de la Plata; Rodolfo Puigrós: De la colonia a la revoluciói.) 104


Se producían tantos frailes en Europa —para nó hablar de la encapuchada España— que no demoraron en abatirse sobre América como los loros sobre un maizal con choclos, en toda su abigarrada variedad: dominicos, franciscanos, lazaristas, mercedarios jesuitas, jerónimos y demás sinónimos. Y no se crea que sólo los capuchas del Paraguay y del Tucumán tuvieron esclavos. También hubo negreros tonsurados en Venezuela y Nueva Granada. (Germán Arciniegas:

Biografía del Caribe.)

En nuestro país, los misioneros invadieron por todos los costados --Santa Fe, el Chaco, Entre Ríos, Salta-y siempre exhibiendo una capacidad de explotación menos torpe, pero más infernal que los laicos. Cuando los cronistas de nuestra historia cuentan de las reducciones de Concepción del Bermejo y de San Fernando destruidas por los indios, dejan sospechar que lo hacían de puro salvajes e ingratos y no, corno ocurría desde iuego, para evitar la tumba anticipada. Ya está visto y dicho por muchos memorialistas que el primer malón consignado en la historia fue en realidad un contramalón, es decir, un mero retruque de los infieles a la apostólica brutalidad de los fieles. En 1649 el capitán Ponce de León, desde tierras chilenas llega hasta las del Neuquen a cazar indios puelches para venderlos como esclavos. Vuelve con trescientas piezas. El gobierno español de Chile, después del guante de hierro, usa el de seda. Envía al padre Rosales a prometer a la indiada erizada de flechas que no se repetiría el malón. En 1659 otra entrada depredatoría, traída por los cuiados del gobernador, obliga a una nueva embajada del padre Rosales, que se corre hasta Nahuel Huapi y consigue aplacar la bronca devolviendo los cautivos. En 1666, un maese de campo 105


llamado inconscientemente Verdugo autoriza una nueva descomedida visita, y esta vez es enviado de amigable mediador el padre Mascan, que aprovecha tan propicia ocasión para explicar a los indios los misterios de la Trinidad, la Eucaristía y el Bautismo ("en nombre de la Santísima Trinidad... tomaba posesión de estas almas", reza la crónica) y para expedicioiar cuatro veces al sur en busca de la Ciudad de los Césares, es decir, de oro. Sólo que en el cuarto viaje la flecha puede ms que el crucifijo, y el padre Mascan pasa a mejor vida. En 1703 llega al Nahuel Huapi el padre den Meeren o de la Laguna, también jesuita, que hace sudar a los indios chilenos que trae consigo hasta alzar una bien plantada iglesia, pero ocurre que en la ocasión humilla a los indios una epidemia de disentería y como se la achacan a la "chiñola española", como llamaban a la Virgen de yeso llevada por Laguna, resuelven deshacerse del introductor. Pero los jesuitas son volvedores como los cometas. En efecto, en 1715 viene el padre Guglielmo. mas como los indios desconfían de su empeño en redescubrir el perdido paso del Vuriloche, se deshacen de él con, un brindis de chicha emponzoñada. Ya se ve. Detrás de la máscara religiosa, los buenos padrecitos buscan oro o reabrir un paso cerrado, hace tiempo, sin duda, por los indios mismos para evitar visitantes sin tarjeta. El padre Elguea, arribado en 1717, no tiene mejor suerte. Como durante un período de hambruna se niega a aliviarla con algunas de las vacas gordas de la misión, los indios asaltan el recinto y barren con todo, dejando a la Virgen en traje de Eva "despojándola del manto de brocato y de las sedas que cubrían el pudor de su virginidad", y coronan su obra 106


emborrachándose a cáliz volcado con el vino de la consagración y chantándose las casullas a guisa de ponchos y prendiéndole fuego a todo, menos a la Virgen a quien sospechan no menos alevosa que Huecuvú, el diablo mapuche. (Gregorio Alvarez: Donde estuvo el paraíso; Carlos Bartomeu: Él perito Moreno.)

Naturalmente, si la evangelización falló en las faldas de los Andes no era de esperar mejor suerte en las sabanas de la Pampa. En la medida en que la raza araucana había sido siempre libre, conservaba no sólo altivez y firme confianza en si misma, sino una natural perspicacia. Olía al vampiro vestido de sotana. Un cronista cuenta que en 1775, el cacique Galelián y sus compafieros, de las sierras de Buenos Aires, fueron cautivados y enviados a Espafia. En el barco se alzaron '.' lucharon, usando las balas de ca6n como bolas perdidas. Vencidos, buscaron refu gio entre los tiburones. (Sánchez Labrador: Los indios puetches. pampas y patagones.)

"Jamás ninguno de ellos se ha hecho cristiano, sino a la fuerza. Son libres". (A. D'Orbigny: El hombre americano.) En la Pampa todos los intentos evangelizadores fracasan de entrada como un puma en el arenal insolado: el de la reducción de los franciscanos en el pago de la Magdalena en 1600; el de los dominicos, poco después; el de los jesuitas Strobel y Cherino, en 1740, a orillas del Salado; el de los padres Falkland y Cardiel, también jesuitas, en 1776, sobre el cabo Corrientes. El mismo Sánchez Labrador cuenta el caso de un indio que se negaba a dejarse cristianar, confesando que si él robaba y mataba, los cristianos hacían lo 107


mismo: "Prefiero ser un buen indio a un mal cristiano". La lógica era aristotélica. Se dirá que el pampa era irredimiblemente salvaje. No parece haber sido esa la verdad, sin embargo. "En la pampa no se hacen prisioneros... Cada parre acusa a la otra de haber impreso a la guerra este carácter desp iadada, y es nenoso agregar que, según testimonios imnarciales, serían los cristianos --en nombre de las antiguas leves de Castilla— los primeros en dar estos tristes ejemplos". Eso dice Ebelot ( ob. cit.) No faltan ciernulos de Que cuando el blanco —y rneior si no llevahn cogulla— lo trataba con remeto y svnnatía ir,snirndole confianza, el ma puche podía ortars cefi' ) un rahallero y aun como un nio. Don Frnncicn Ramo Meía. duefio de una estancia ubirada en la zona más nellirrosa del sur de Buenos Aires, llegó no sólo a hacerse res"etar, sno cuerer y tal vez venerar de los namnas: "Tomá Pancho, esto hallando", decían al entregarle alguna p renda dríada caer a nropóto p or el e'tncjero. Hacia 1806, l alcalde chilnn. Luis de la Cruz, recorre con increíble y sencillo éxito los cientos de le guas de desierto, de neligro y de indios que hay entre la Conce p ción chilena y el Mehincué santafecino, El ma puche Pueimanc le sirve de guía y valedor entre los su y os. Así, haciéndose preceder de saludos y re galos, traba buena amistad con Carrupilum u Oreja verde, cacique de los ranqueles, quien le cuenta que no hizo caso de un llamado del virrey porque él también es virrey entre su gente y su tierra. Al despedirlo, su aguerrido baquiano Puelmano, le dice: "Has sabido ganarnos el corazón". Ya veremos la acogida no sólo amistosa sino tutelar que los caciques Casirniro Saihueque, Inacayal y Foyel 108


brindarán a Jorge Musters, Bejarano y Francisco P. Moreno. Creemos haber evidenciado hasta lo meridiano que la gente de uniforme talar ("la especie más dañina de parásito", dice Nietzsche) ha sido en todo no sólo el aparcero sagrado d' la clase explotadora, sino su punta de lanza más aguda. ¿Cómo se explica que aún en nuestros días sobrenade el mito de su misión espiritualista y redentorista? Precisamente por la necesidad de ocultar su verdadera condición y la de su santo servicio que presta al resto de la tribu usurpadora. Lo mismo ocurre con el otro sector mellizo suyo en descanso profesional, el de las armas, que viste su parasitismo rapaz de austeridad, pundonor y sacrificio. He aquí dos apreciaciones a propósito de la última campaña contra el indio. "Ese crisol de austeridad viril que es la vida castrense". "La acción contundente de las armas había de combinarse con el bálsamo de la persuación y la caridad apostólica". Eso dice hoy uno de nuestros jefes militares. (A. A. Clifton Goldnev: Nainuncurá.) ¿Ingenuidad? ¿Simulación? Nada de eso, sino la confesión inconsciente de que la tijera esquiladora de pueblos indios tiene dos piernas. Nada podía faltar en la final Campaña del desierto, la de 1879, la vieja farsa de la conquista espiritual que aquí resultó más diáfana que nunca. Ni siquiera los propios compañeros de cruzada, los de sable —que entonces eran liberalotes y no beatíficos, como hoy—, parecen haber tomado a los de crucifijo en serio, según las quejas que uno de ellos, el padre Ventivoglio, expresa: "Aunque la División empezó su campaña el 10 de abril, por falta de una carpa que sirviera de capilla... i el día grandioso de Pascua de Resurrección... ni 109


el domingo de Albis.., fue posible dar misa a la Brigada". "Yo hubiera deseado explicar e inculcar a nuestros valientes soldados las saludables y fecundísimas verdades evangélicas, mediante la predicación, pero no me ha sido posible". El mismo fraile se jacta, en cambio (santa bobería o tartufismo siniestro?), de haber logrado infundir el arrepentimiento, y con ello el pregusto del paraíso inminente, a dos pobres gauchos desertores ejecutados para mayor gloria del Dios de los terratenientes: ". . . el dolor que me causó. . . fue muy atenuado al ver a estos jóvenes guerreros marchar al suplicio... con la humildad y resignación del cristiano sinceramente arrepentido de sus extravíos, con la calma del creyente.. por la convicción íntima de que la muerte cristianamente aceptada rehabilita al culpable ante Dios. . . (J. A. Portas: Malón contra malón.) Namuncurá, que es tan ladino y felón como el mejor diplomático cristiano, se dirige un día al arzobispo Aneiros expresándole que para lograr la suspirada paz prefiere entenderse, no con los generales, sino con el que es "el segundo Dios". Todo esto, mientras mueve la diplomacia del desierto, preparando el mayor de los malones. Aneiros, cuya inteligencia brilla.., por su ausencia (Sarmiento lo llamaba A sneiros), simula tomar en serio la farsa y contesta dándole el pésame por la muerte "de su señor padre, el general don Juan Calfucurá", es decir el más benemérito destripador de cristianos y violador de cristianas de la Pampa. Otro día —cuenta Clifton Goldney—, los padres misioneros apostados en Azul destacan al lazarista Salvaire a Salinas Grandes. Al llegar allí, no sólo lo escoltan los indios sino que Namuncurá lo recibe 110


frunciendo los sesgados ojos sonrientes y le proporC0 una escolta para el regreso. Al no mucho tiempo Salvaire vuelve al desierto en busca de cautivas, Como ya las relaciones diplomáticas entre la cancillería de Salinas Grandes y la de Plaza de Mayo se han enturbiado, el padrecito se ve rodeado de indios en actitud antinazarena, y tanto que uno de ellos lo saluda con un retumbante azote araucano, aunque no sin darle tiempo al agraciado no de ofrecer la otra mej illa, sino de ponerlo patas arriba al querellante con un católico y romano sopapo, y picar espuelas hasta el alcázar de cuero del cacique, que ni siquiera se digna darle la mano. "Era consideado un espía del gobierno y un brujo que aspiraba a dominar las tribus» . (Ya se ve que los pampas no eran ñatos ni se chupaban el dedo.) Namuncurá escribirá al gobierno poniendo en un platillo de la balanza los barriles de aguardiente y en el otro los escapularios y medallitas. "Mientras estemos en pendencia con el gobierno que mil veces promete enviamos las raciones estipuladas que nunca recibimos, hay pocas esperanzas para la misión" (A. A. C. Goldney: op. cit.) Huelga decir que Namuncurá es un íidelisimo exponente de su raza y de la verdadera actitud de ésta ante sus aspirantes a redentores. Del buen resultado del agua de bautismo sobre las molleras araucanas nada habla mejor que su propio caso, Cristianado en 1852, con Urquha por padrino; con el nombre de Manuel, siguió siendo Pata de piedra por más de un cuarto de siglo, es decir, vendimiando a rodo sangre cristiana y cosechando el mayor, número de vacas y cautivas católicas. Pero la zorrería piadosa es tonel sin fondo, Seguí¡ los informes suministrados por el salesiano Milanesio y escrupulosamente reunidos en la ya citada biografía 111


de Namuncurá, los últimos años del cacique son mi pequeño monumento de repentina iluminación religio sa y de piedad cristiana. Según ellos, en 1897, Namuncurá vino a Viedma y pidió a monseñor Cagliero el favor de contar con misioneros fijos. En 1902, Cagliero llega a los pagos de Aluminé. El cacique, que llega a sus 91 primaveras, COfl'-'oca a los suyos a un parlamento y dice: "Yo vivir cristiano y mi familia también. Yo buen argentino y mi familia queriendo ser cristianos todos". El monseñor le recordó que a Adán no se le había otorgado más que una Eva (olvidaba a David. y Salomón, y el resto) y que la iglesia católica seguía esa estricta justicia distributiva, y, por ende él debía renunciar a ese vicio de coleccionistas ricos llamado poligamia, cosa no tan difícil cuando se llega a les 91 años, El cacique informó humildemente que de sus tres últimas esposas una había muerto, la otra estaba ya demasiado vieja ( i él no) : "Y o ahora vivir sólo con mi Ignacia" (la cautiva Ignacia Chaíuil que podía ser su biznieta y con quien se había casado ya pisando la ochentena). "Yo conocer ley cristiana, yo dejando costumbre paisana". Namuncurá, después de esta declaración de principios para el futuro, asiste a misa y junto con varios niños y adultos de sangre mapuche, recibe a Jesús vivo vestido de hostia y pide, trémulo de emoción cristiana, que ¡e humedezcan con agua bendita el cementerio de la tribu: "Pido favor, señor, pido favor". ¿Verdad, oh inanes de Voltaire y de Heme, que es una obvia prueba del favor celeste de la fe el ver al copioso genocida y hercúleo fornicador, más astuto que todas las zorras del desierto, trocado en un catecúmeno de Jesús Nazareno? Las clases poseyentes y sus teorizadores y escribas se 112


han mostrado siempre como maestros en el arte de prosentar con perfecto aire de verdad las farsas más desopilantes. Namuncurá, tronco patria real que hasta los 86 años estuvo echando vástagos, un día, ya vencido por los años, el rémington y la pobreza, se interesó por la educación de uno de los hijos de su variada poligamia, llamado Ceferino Quiso hacerlo militar de carrera y el gobierno le concedió gnerosamente la carrera de cabo de línea. No se adaptó del todo el muchacho a los plantones y baquetas, y su padre hubo de dirigirse al geteral L. M. Campos, ministro de guerra, quien lo envió a un taller de carpintería de la armada. "Para eso yo ocupando mejor con cualquier gringo", gruñó despechado el ex califa de la Pampa y vigente coronel de la nación. Entonces un fraile de buen olfato sospechó que corno soldado de Jesucristo el mocito podría un día ser un instrumento precioso en la evangelización, es decir, domesticación de los que habían escapado a Roca, Villegas, Racedo y compañía, y el pobre, para ir ganando títulos, fue enviado a la ciudad de San Pedro y el papa Borgia, donde no muy bien alojado y nutrido, sin duda, y tal vez socavado por la nostalgia, murió de tuberculosis. Entonces se lo declaró uno de los beneméritos de la Iglesia. Ella sabe servirse mejor de los muertos que de los vivos. Y nuestro Estado colaboró con ella, corno siempre. Bajo el gobierno de nuestro inimitable Perón, se dio su nombre a la escuela N9 59 de Río Negro. Un hagiógrafo salesiano en disponibilidad escribió frondosas páginas evidenciando la pureza de los títulos de Cefenno para su candidatura a ingresar al santoral católico. Manuel Gálvez, agudo auditor de la voz de los tiempos, después de haber procurado con exceso de razones la beatificación política de Don Juan Manuel de Pa113


lermo, intentó la canonización de un prócer de seminario en El santito de la toldería. ¿Quién dice que ya no vivimos en la edad de los milagros? Lo que parece haber estado siempre por encima dl magín de 105 catequizadores religiosos —desde San Pablo y Mahoma al padre Milanesio-- es la sospecha de que su trabajo era en gran parte baldío, dado que todas las religiones, saldo sobreviviente de supersticiones y prácticas del período neolítico, son una sola en el fondo: ni más absurda ni más moral una que otra aunque cada una segura de ser la concesionaria universal de la verdad. Volney, tal vez mejor que nadie, lo puso al desnudo en sus Ruinas dt Palmira. Los araucanos tenían por cierto su religión, ni peor ni mejor que las otras, y también con su dios del bien (Nguenechen) y su dios del mal (Huecuvú), su bulto de los muertos, su fe en la supervivencia en ci cielo, y su complicada liturgia para sobornr con rogativas ofrendas o exorcismos a sus amos invisibles. Como las de todas las otras religiones, sus fiestas sagradas estaban relacionadas con los aspectos de la naturaleza y el giro de las estaciones Lo que arroja una luz definitiva sobre la total falencia de los evangelizadores en su voluntad de so-- meter o anular el alma araucana, es el hecho de que aún en nuestros días los descendientes de las tribus desposeídas o esquilmadas, totalmente asimilados por afuera a los usos y modos de la civilización —labriegas, criadores o peones de estancia del Neuquén—, conservan la fe y la liturgia de sus antepasados -. Nguillatun es-el nombre de la gran fiesta o rogativa religiosa, cuyo sentido último o esotérico quizá escapa al dígena m de hoy, y de cuyo ceremonial un testigo de nuestros días da cuenta minuciosa. El nguiltaeun es ceremonia distinta del pacutun en que se imponía 114


nombre al niño; de la fiesta de la nubilidad o tllchatun, y de la otra en que la machi se doctoraba como curandera y profetisa; de los auca truhanes o asambleas guerreras; de los coyautunes o parlamentos políticos; de los cahuines o carnavales archibáquicos. El nguiliatun es una rogativa al dios Nguenechen para que alivie las penurias de los fieles y los ayude con lluvias benignas y buenas cosechas de ganados y mieses. Una fila de cañas verdes, algunas empenachadas con banderas argentinas y alguna rama de maitén (árbol de verdor invicto que alude a la inmortalidad de la vida) forman el altar en cuyo redor más próximo se mueven parejas de danzarines, mientras el resto de la feligresía acompaña galopando a todo escape en un círculo más amplio. La ofrenda son dos corazones recién extraídos que se cuelgan de las ramas del maitén. No hay ídolos, pero el kultrun (piafante tamboril de piel de caballo) o el tratruka (colihue ahuecado que remata en un mugiente cuerno de buey) y el pifülka (fauta corta que cuelga del cogote como un cencerro) son instrumentos sagrados. Coreográficamente el nguíllatun imita las diversas y sucesivas etapas de la vida del avestruz. ¿Asaz ingenuo, extrafalario o bárbaro? Sin duda, pero no más que las libaciones de soma y las plegarias agropecuarias que se leen en los Vedas, ni que los secuaces de Mahoma confiando en huríes de doncellez refloreciente, ni que los judíos ofreciendo el rodete de su prepucio a su Dios, ni los cristianos comiéndose al suyo en la hostia. No calumniamos a nadie. Como el amable lector habrá leído o escuchado reiteradas noticias de la acción de los salesianos como redentores espirituales de la Patagonia, podrá preguntarse si esto no basta para poner en tela de juicio la 115


teoría contemporánea sobre la entrafía crematística de las religiones ejemplificadas por asoladora capacidad de expolio de todos los cleros. Nos reduciremos por el momento a los informes suministrados desde la Patagonia por Roberto Pairó en 1899 y publicados en el diario "La Nación". El honrado testigo sostiene en ellos que la función inicial de las escuelas de las misiones, tanto protestantes como católicas, es la de desprestigiar a las escuelas del Estado a fin de salvar a 105 escolares de los peligros del raciocinio laico y encaminarlos hacia la beata irracionalidad de la fe. Pero agrega algo de no menos enjundia: "Luego, tras el colegio, y como por la peana e besa el santo, vienen las pequeñas industrias y los pequeños comercios, que permiten a esta compañía tener estancias y aserraderos y hasta panaderías, donde quiera que se establezca una sucursal". Y más adelante y después de abogar por la urgencia de reemplazar por algo más tolerablemente humano la zafra de masacres y usurpaciones de los representantes profanos de la civilización, enjuicia: "En teoría los misioneros protestantes o católicos serían los indicados para desarrollar esa mansa e ideal clase de política, pero en la práctica ocurre otra cosa muy distinta, pues los catecúmenos tienen que someterse a una sujeción que se torna más dura cuando los misioneros —como lo hacen siempre— se dedican a las industrias y al comercio... El Chaco misionero dio antiguamente ejemplo de esto, como lo dan hoy las misiones de Río Grande de la península de Ushuaia y de Dawson... donde el indio halla más bien una cárcel disfrazada y una vida penosa de trabajo, que las dulzuras del hogar en plena civilización., No se me asuste el lector de los querubes con alas de vampiro: 116


"Mucho fía el Gobierno en las misiones, pero astas son simples factorías útiles sólo a los misioneros o a sus sociedades. La misión salesiana de Río Grande, por ejemplo, no asila sino cincuenta niños que viven con sus familias en el contorno, en wiwans miserables, siguiendo sus usos y costumbres salvajes, y, según me informa la policía de Ushuaía, los adultos de estas familias hacen incursiones por su cuenta o sirven de gua a sus tribus en los malones, refugiándose luego en la misión, poblada así de malhechores..." (Roberto Pairó: La A ustralia argentina). 'Qué tal?

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CAPÍTULO VI

ITINERARIO DE DERROTAS Militarmente hablando la guerra contra el indio pampa comenzó cojeando de un pie y siguió cojeando de los dos durante más de un siglo. Advirtamos que, al revés del resto de los indios de América latina, los araucanos y pampas no fueron alcanzados en ningún momento por el temor mitológico al caballo. Acaso lo tomaron al principio por una variedad de guanaco solípedo, le echaron las boleadoras y lo vieron caer indefenso. Así fue como, en el combate de Luján, en 1536, dieron cuenta del jefe de la caballería conquistadora, don Diego de Mendoza. hermano del Adelantado. Laprincipai razón de la insobornable resistencia al blanco de las tribus chileno-argentinas y de su empleo a muerte para defender su libertad y su tierra era que. al revés de mejicanos y quichuas, no habían estado sometidos a la obediencia más o nienos servil a un gobierno estatal o a un amo absoluto. Ningún cacique, por grande que hubiera sido o fuera —Lautaro, Caupolicán, Calfucurá o Saihueque— había tenido o tenía pretensiones de dios chiquito: no era sino el primero entre sus pares, los demás caciques de la tribu. Los caciques, averiados por su contacto estrecho con la 118


civilización, devinieron vulgares trompetas, al estilo de los Catriel, que robaban a sus propias tribus en aparcera con proveedores o pagadores, como éstos robaban al gobierno; pero Caifucurá, Mariano o Saihueque, que conservaban algo del sentido igualitario de los orígenes, de la dignidad del bárbaro, repartían el botín con los suyos o, como Calfulcurá, se mantenían fuera del reparto, acogiéndose a la generosidad de sus súbditos. Ya vimos que el maese de campo Juan de San Martín o el gobernador Rodríguez no salieron bien parados en sus reiteradas visitas a los pampas sureños, Estos, en cursos acelerados, estaban habilitándose en el arte espinoso de descontar de alguna guisa la ventaja leonina de las armas de fuego. Ya vimos que se afirmó, corno en dos remos, en dos recursos encontrados o creados por él: su mejor conocimiento del desierto y del caballo. Para el cristiano el desierto era un enemigo alevoso; para el indio era un aliado. El auca, que había sido durante siglos peatón tan aguerrido como los ñandúes, y después, ascendido a jinete, despreciaba cualquier distancia, conocía tanta geografía como las aves migradoras: desde las tierras empapadas de lluvias de Arauco, y la Cordillera con sus niveles celestes, sus fríos del poio, su cementerio de volcanes extintos o sus lagos que pertenecían más al cielo que a la geografía. hasta las travesías del este, en que el sol hace de brasa y la tierra de parrilla, o la pampa verde, tan verde que era como la infinita infancia de la hierba. Pero a la otra, la pampa puramente india, ésa la Conocía como el peludo conoce su cueva: sus huellas, sus cañadas, sus lomas, sus pastos buenos o malos, sus guaicos o sotos o barrancos idóneos para el espionaje o la emboscada, sus cisternas naturales perdidas en los 119


médanos o en algún tronco de árbol seco que acopa agua de lluvia. Distingue la voz de todos los animales y pájaros salvajes, y sus cambios y su significado. Sabe imitar el ladrido del perro cimarrón para dispersar las caballadas militares- Se unta ci cuerpo con enjundia de posro o de ñandú para resistir me j or la sed o el hambre, recurso de resultado dudoso a ese objeto, pero seguro p or su hedentina para asustar al caballo cristiano. Su lanza de iargn sombra, más que las de los héroes de Homero, va de los cuatro a seis metros según la fantasía y Ci empuje de su dueño, y llevan nn pompón de plumas o crines, ro para adorno, sino para aumentar el espanto. El indio inventó las boleadoras, y aunque el gaucho fue el primero en montarlas sobre el caballo, el indio fue el único en trocarlas en arma de guerra: lazo y clava a la vez. El caballo del pampa, ya 10 hemos dicho, no es sólo' un vehículo sino un arma. Ni siquiera es de mucha pinta que digamos apagado, tristón, cerdudo hasta las patas. Pero el salto y el grito del amo lo cambian de golpe: alza con soberbia la cabeza, sus ojos se iluminan de horizonte, sus ollares se hinchan de espacio. Está marchando ya, sin que nada lo ataje —ni guadales ni médanos— ni leguas que lo aburran, olvidado de la sed y el hambre. Bajada la rienda, el montado queda firme corno un tronco, y su amo, trepado sobre su anca, de pie, puede revisar a su gusto el horizonte. En el combate, si el caballero no cae fulminado de un balazo, aun herido de muerte, no abandona los estribos, tanto para salvar su honor como su cadáver. Dije mal: rara vez usa estribos, porque eso le facilita el lanzazo diagonal. El golpe de guerra favorito del indio y el más recelado ciertamente es el rapto o la dispersión de la caballada militar: "Los anales de las fronteras están 120


colmados de invenciones originales y audaces de los indígenas pata apropiarse de los caballos en las mismas narices de las tropas del gobierna. Por ejemplo, acostados a l largo del flanco de caballos en pelo y sin rienda, que obedecen a la voz, algunos indios vienen a apostarse a cierta distancia de los caballos del fuerte Viendo pastorear a lo lejos caballos aparentemente sin jinete, aquéllos se dirigen inconscientemente hacia ellos llevados por ese instinto de sociabilidad que posee este animal. Los indios guían entonces sus montados de modo que toda la manada vaya alejándose insmsiblernente de sus guardianes Esperan con una paciencia infinita el momento propicio y de repente, ya seguros del golpe, se yerguen con grandes alaridos sobre el lomo de sus montados y arrean delante la caballada espantada.." (Alfredo Ebelot: op. cit.) No es, pues, según lo que precede, un enemigo insignificante el pampa. ¿Basta esto para explicar su reiterado éxito sobre los ejércitos de la civilización? Es ,lo, que dilucidaremos en el próximo capítulo. Rosas supo aprovecharse de su conocimiento de las cosas y gentes del campo y de la idoneidad para esta empresa valiéndose de oficiales —Renios, Sosa y otros— formados bajo las órdenes de Rauch, al llevar con éxito su campaña contra los indios del sur, en 1833. (El que no supiera sacar las ventajas del casa, dado que regresó dejando otra vez el desierto bajo el total control de los indios, parece indicar claramente que su verdadero fin no era la conquista del desierto sino la del poder.) Fue poco después de eso que, para debilitar o anular a la temida tribu de los voroganos, sita en Masallé, pasó tarjeta de invitación al cacique Calfucurá venido no hacía mucho de su Arauco nativo, Por lo menos así se lo contó éste a Mitre (Archivo Mitre, t. XXII) y así parece desprende rse de la carta 121


que Rosas le escribió a Aldao en 1841 (Revista Nacional, 1898, t. XXV). Que el remedio, andando los días, resultaría peor que la enfermedad, no precisarnos decirlo. En cualquier caso, a fin de tener las manos libres contra los unifarios, Rosas se vio obligado a comprarle la paz a los indios a precio de oro, según ¡o dicen los rnensaes que él envió a la Legislatura durante su larga administración (J . M. Ramos Mejía Rosas y su tiempo) t. L) Lo que vino después, hasta la final conquista del desierto, fue al go no menos bufo y trágico o lo fue más aun. El grupo porteño de los adversarios y sucesores políticos de Rosas, Valentin Alsina, Mitre --unido al de sus ex partidarios Obligado, Torres, Nicolás Anchorena, Elizaide— capitanean la infausta revolución del Once de Setiembre con el ar gumento de evitar la hegemonía dictatorial de Urquiza, pero en realidad buscando la de su grupo y la de Buenos Aires sobre el país, tomando como caballito de batalla el contralor de la aduana nacional única y de sus rentas. Incorrup tibles en su negativa a aceptar la Contitucián Nacional del 53, el clan saladeril de Alsina, Obligado y Mitre logra la secesión de la Provincia de Buenos Aires y no retrocede ante el más alevoso de los intentos: el de la segregación definitiva, convirtiendo a Buenos Aires en una república independiente con el visto bueno y la bendición de la corte carioca. (V era y González: Historia de lo R. A rgentina; Carta de Juan Carlos Gómez a Mitre, La Tribuna, 16-XII69; J. M Maver: A lberdi y su titmpo). Rosas. desde el destierro, aprueba y apoya la gran idea: "Buenos Aires debe declararse independiente. Tiene todos los elementos que pueden constituir una nación,.," (El Nacional A rgentino, 5-IV -56; El Diario de V alparaíso, 22-V-56.) 122


Esta década secesionista de Buenos Aires fue el más bendito servicio que pudo hacerse a los empresarios del malón. Abocada la mayor parte de su presupuesto • la preparación de la guerra, es decir, la enderezada • someter a las otras trece provincias á su hame rule, la guerra contra el indio pasó a segundo o tercer piano. Hacia 1855 el ejército de las lanzas emplumadas dominaba, por completo los campos de Olavarría, Carhué y Azul y buena parte de Mendoza, San Luis, Córdoba y Santa Fe. Fue preciso que ese mismo año los pampas entrasen en la ciudad del Azul como Pancho por su casa y dejaran al retirarse cargados con el botín, entre la bosta de sus caballos trescientos vecinos degollados en sus calles, arreando al pasar por los campos varias decenas de miles de vacunos y yeguarizos, para que el gobierno, sin poder taparse los oídos al clamar público, se resolviera a entrar en acción. Un ejército de las tres armas bajo las órdenes del propio ministro de guerra, coronel Mitre, marchó al Azul donde tras un breve descanso, que el ministre aprovechó para anoticiar al público en zozobra que con el látigo que tenía en la mano bastaba para aventar a los cerdudos y redimir "hasta la última cola de vaca de la provincia", se lanzó sobre la Blanca Grande a estrangular a la indiada según un estratégico movimiento de tenaza no indigno del general Paz o de Epaminondas. Sólo que Mitre, siempre goloso de laureles, atacó con la caballería sin esperar la llegada de la infantería, y la tenaza se convirtió en martillo en manos de los indios. Retrocedieron éstos a prisa y a la desbandada, abandonando sus tolderías, pero volvieron, justo a tiempo en que los triunfadores se entregaban a ¡os encantos de la Venus mapuche y del aperitivo de aguardiente. Desagradablemente sorprendidos, los soldados de la civilización y su jefe debieron buscar 123


refugio en la colina próxima) llamada Sierra Chica, donde quedaron rodeados por los indios, que resolvieron esperar la llegada del alba siguiente y de Calfucurá para proceder al degüello de ley. Mitre no tardó en penetrat' tan piadosas intenciones y resolvió burlarlas a favor de la oscuridad de la noche, aunque claro está que dejando de regalo a los indios parque, carpas, caballos y fogones, prec i o pagado para cubrir la retirada. Así los vio llegar Azul "a pie, con la rnontura al hombro, desde el jefe hasta el último soldado", según el parte pasado al gobierno. (Vera y González: de la R. A .; A . Barros: op. cit.; Zebalios: Calfueuií; Carlos D'Amjco: Buenos A ires y sus hombres.) Queriendo velar nu poco tan merdiano desast, el Dr. Zeballos llama a Mitre (que aún vivía.)"el mi- litar de más talento y de más prestigio de la provincia, el único miembro del partido dirigente capaz de afrontar el grave problema de la guerra". (El lector se preguntará cómo serían los otros.) La verdad era, COMO después se vio hasta el bostezo, que Mitre estaba hecho para el floripondio parlamentario o periodístico, para las rimas, para las batallas electorales, pero no para las campales. ¿ Que de nuevo en Azul, centro de todos los recursos de la zona, el prófugo de Sierra Chica reorganizaría sus huestes, no sólo para salvar su honor militar pisoteado por la caballada india sino también para salvar las vacas y capear la amenaza, de que la frontera araucana volviera otra vez a plantar sus fortines de cuero a orillas del Salado? Pues no: tiró las cartas y corrió a Buenos Aires.a combatir a sus enemigos políticos que le importaban bastante más que la indiada. Zeballos intenta aliviarlo una vez más arguyendo que acudió a Ja capital porque "su honor militar era entregado a la hoguera de la crítica", olvidando que el de Mitre era más incombustible que 124


las salamandras. í En efecto, fue ascendido a general! En la historia argentina han ocurrido riempre cosas equivalentes. Las mayores popularidades políticas —Rosas, Mitre, Roca, Pellegrini, irigoyen, Perón— se han obtenido como recompensa a los mejores desmanes perpetrados contra el país Mitre decía de Hornos que era "más lanza que general" y por eso sin duda lo prefirió para sucederle en el debate con las tacuaras. Los indios también eran mucha lanza, pero mejaban igualmente Ja cabeza. En Tapalqué el viejo Catriel lo denotó mientras chude modo paba unas vainas demaniobrando algaoba, que el combate se diese en un hermoso campo de pastoreo que era un hermoso guadal, lo cual naturalmente enloqueció de espanto a los caballos castrenses, mientras los pangarés del desierto, hechos a tutearse con pantanos, vizcacheras y médanos, se movían como en cancha de carrera. Hornos se derrotó solo. Mitre había escapado por un pelo de caer cautivo e ir a servir de asistente o amanuense a Calfucurá. Con Hornos pasó lo propio. Por esos mismos días el coronel Otarnendi, sorprendido por fuerzas mayores, se parapetó en un corral. Los crinudos 10 derrotaron con sólo dejarse oler por los caballos de la civilización, que quizá confundiéndolos con pumas, enajenados de tenor, aplastaron bajo sus cascos a sus propios jinetes. (G. E. Hudson: Una cierva en el Richmond Park; Zeballos: op. cit) De los trescientos hombres del regimiento de Otamendi sólo escapó de la degollina el trompa que fue enviado de regalo a Calfucurá con bocina y todo. En 1857 un malón cae sobre Rojas y Pergamino y se retira precedido de la consabida interminable procesión de vacas. El coronel Emilio Mitre, comandante de la frontera norte, consigue darles alcance y recupe125


rar casi todo el botín. Recibe orden de avanzar de inmediato hasta Leuvocó, metrópoli de los ranqueles. Con el apuro parte sin esperar la llegada del baquiano, confiado en algunos de sus subordinados que se dijeron Conocedores del camino o por 10 menos del rumbo y todo termina en una ejemplar derrota infligida por el desierto, de que sólo providencialmente salen con vida la mayoría de los soldados aunque a costa de abando nar bagaje, caiones y cinco mil caballos muertos, sin contar las i'eses de abasto, con la bendición de los zorros y cuervos de Tierra Adentro, que jamás volvieron a darse banquete más inesperado y sobrado. El coronel Granada, por esos mismos días de Dios, avanza hacia el sudoeste con intención de visitar al mismo Calfucurá en sus Tullerías de corambre, si viene al caso. No tarda en verse f anqueado de tacuaras a lo largo del camino. Arríesga un combate en Pigüé, en que se da por feliz con que no se le dispersen las tropas ni los indios le roben los caballos. Mieñtras, Caifucurá se adentra en el desierto detrás de susrebafios y cautivos recién recolectados. Granada intenta pisarles los rastros, y todo termina con la sacramental retirada, triplemente urgida por las sabandijas y el polvo, los arenales insolados y los pajonales que los indios truecan en lanzallamas. Por sabio consejo de Calfucurá, se supone, Catriel en el norte y Yanquetruz el joven en el sur, se dignan aceptar la paz que les suplican los cristianos. Por el nuevo pacto de cabal1ros, como decía Mussolini, Catriel quedó reconocido comandante general de los pampas y Cachul como segundo, ambos con sueldos de generales. Los caciques menores y sus mujeres: sueldos de capitanes. Yanquetruz: título de teniente coronel y sueldo correspondiente. Todo ello, claro está, con la oblación periódica consabida de yerba y yeguas, 126


uniformes y aguardiente, azúcar y armas blancas y otras menudencias. El honor de Buenos Aires alcanza su nadir cuando Bernardo, hijo de Caifucurá, escriba y árbitro de la elegancia en las tolderías, exige entre otras gollerías, un sombrero de pelo, y más todavía, cuando Millacurá, otro hijo de la familia reinante, viene a situarse en Guaminí y anuncia al público interesado que procederá al remate de cautivos a razón de $ 2.000 por mollera bautizada. Buenos Aires traga saliva y. organizando un comité de ricachones, se presenta a la puja para aguantar una nueva descortesía: muchos de los cautivos han sido ya vendidos a los piadosos cristianos de Chile, como esclavos, y en cuanto a las chiiio1as lindas, las reservan para su uso particular, es decir, quedan incorporadas al plantel de reproducción y mejora de razas de las tolderías. Para apaciguar un tanto el asombro e indinaci6n doloridos del público, el gobierno creyó del caso solicitar al senado de la Provincia el ascenso a generales de los coroneles derrotados por las chuzas: Conesa, Paunero, Granada y desde luego los dos Mitre: Bartolomé y Emilio.. ¿Que después de sus triunfales incursiones en tierras cristianas, los plumeros de las tacuaras arbolaban ya los dos tercios del territorio de la provincia mayor —sin contar el de las otras—, es decir, todo lo que quedaba detrás de los fortines que iban desde Pergamino a Bahía Blanca pasando por Rojas, Azul, Veinticinco de Mayo y Chacabuco? Eso importaba poco: lo urgente era aplastar de una vez por todas a la Confederación y a la Constitución, es decir, al resto de la República. El lector habrá advertido que la política de los liberales porteños respecto a los indios era un poquito 127


peor que la de Rosas que, si bien también se humillaba comprando a precio de usura, la paz a los indios, medrando él mismo con ello, por lo menos evitaba en gran parte el drenaje de vacas y cautivos. El gran punto de partida del nuevo régimen ¡m puesto por 105 indios venía del desastre crucial de Mitre en Sierra Chica. Veamos el testimonio de un hombre muy conocedor del problema y ajeno a nuestros intereses y prejuicios: "Los amigos del general Mitre no podían dejar de exagerarse a sí mismos la importancia militar de las tribus indígenas después de la ruda lección infligida por ellas al hombre distinguido ciue reconocían por jefe. Como urimera medida se trató con los caciques Catriel y Cac.hul, dándoles tierras, raciones y una paga militar baio condición de que prestarían su concurso contra las invasiones. Comenzó a tornar forma la teoria de que sólo los indios bodian tener éxito sobre los indios. Estas ideas no hicieron más ane reforzarse después de.l fracaso de un miembro de la misma familia, el coronel Emilio Mitre... De allí surgió, organizándose poco a poco, un sistema de defensa aún no del todo abolido: el sistema del desaliento" (Ebelot: op. cit.) Pero hay más: Ebelot, en total coincidencia con el gobernador D'Amico y el historiador Vera y González y el coronel Alvaro Barros, nos recuerda que el sistema de proveduna del ejército —creado por Mitre— concediéndola por licitación.., a las más firmes columnas del partido mitnista, fue un factor capital del fabuloso costo de la guerra del Paraguay y la represión de López Jordán, y debía ser todavía más siniestro en la interminable guerra con ci indio, pues, según ya vimos, Cachuel y los tres Catriel —los caciques "amigos" del gobierno— defraudaban a sus propios indios, mientras los UB


proveedores y comandantes de frontera defraudaban al fisco. Según cálculos del coronel Alvaro Barros en 1872, las rapiñas de vacas y caballos de los indios durante veinte años no bajaban de 200 millones de pesos. A tan bonita cifra falta agregar, por un lado, el costo de los sueldos y pensiones en efectos por el otro, el de la defensa de frontera que obligaba a sostener un ejército permanente en una actitud defensiva que comportaba un fracaso no menos permanente. La guerra con el indio ---ejemplo, entre tantos, de la rapacidad e ine p -ciaonsuetdr aclsedignt—oba al país la mitad de sus rentas y frustraba su desarrollo. ¿Para qué vamos a agregar a esa suma la de vidas, dolores y humillaciones sin nombre exigida a los que no tenían vacas ni mostradores ni cosechaban sueldos ni honores? Recordemos que hacia 1859, un año de tantos de los que en Buenos Aires los indios mandaban más que el gobierno, éste aglomeraba lo mejor de sus tropas en San Nicolás, y Mitre se preparaba para lucir una vez más su genio militar ausente. Huelga decir que el desempeño de Urquiza en este pleito con el indio no era menos gallardamente bellaco. La frontera interior de la Confederación, que cortaba en dos el mapa de las provincias de Santa Fe, Córdoba, San Luis y Mendoza, no estaba mejor defendido, sólo que por otro pacto de caballeros los ejércitos oficiales de la indiada no invadían las provincias, a excepción de alguno que otro caciquillo autódeterminado: se conformaban con el arreo de algunas centenas de miles de vacas de los campos bonaerenses y el saqueo exhaustivo de sus hogares y negocios. Ya dijimos que la segregación de Buenos Aires, del cuerpo 129


de la República, fue el más santo servicio que pudo hacerse a la causa araucana. "La alianza entre Urquiza y los indios fue sólida y leal porque convenía a ambas partes. Urquiza no pensó jamás, según mis investigaciones, en la extirpación radical de la barbarie de nuestros campos. El hecho histórico y por ende indiscutible, fue que los indios, por esta época, entendían servir políticamente al gobierno del Paraná en sus invasiones a Buenos Aires. Se reputaban soldados de la Confederación" (E. S.

Zeballos: Cailvu cu rd.)

Al otro día del Once de Setiembre, entre la corte de Salinas Grande y la de San José, se inició el intercambio de embajadas y obsequios: Urquiza enviaba golosinas (aguardiente y azúcar, agregándole trapos y quincalla) y recibía cautivos. Cierta vez le entregaron un retrato suyo hecho sobre una manta pampa por una bordadora de los toldos y se apresuró a taparlo de onzas doradas. El confiado afecto entre ambas partes llegó hasta el punto de que el vencedor de Caseros tuvo un día en sus brazos, ante la pila bautismal, a un niñito de cuarenta años de nombre Namuncurá; se le agregó el cristiano de Manuel. Así, por provincianos y porteños, fue auspiciada la confederación de todas las tacuaras —salineros, catrieleros y ranqueles— que se mantuvo con leves alteraciones hasta 1878, que regó el espanto en las principales provincias de la República, pero que tuvo una fanática preferencia por los campos y pueblos de Buenos Aires. Así Urquiza devolvía, con una oronda canallada la otra no menos oronda que los porteños le jugaron el Once de Setiembre. En cuanto a chicanas y añagazas no les cedía el punto al rosismo y el mitrismo. Un día hizo votar por el Congreso 25.000 patacones rara 130


rescatar cautivas bonaerenses de sus amigos salineros. ¿Es que hay algo que aplaste más que la superioridad de poder unida a la hidalguía de corazón? Los diarios de la Confederación estaban seguros de salvar la moral cristiana haciendo resaltar que los malones no iban contra el buen pueblo bonaerense sino contra su mal gobierno; según lo probaba el rescate de cautivos deligenciado por Urquiza. Por cierto que ni Buenos Aires ni la Confederación podían tirarse la primera piedra en cuanto a adulterios perpetrados a ojos vista contra la moral y la civilización cristiana que invocaban ambos. En 1855 una invasión de soldados de la Confederación fue rechazada por el coronel Mitre, quien resolvió que "el escuadrón de indios amigos ranquelinos reducidos en Rojas a las órdenes del indio Cristo les cortara la retirada". Así ocurrió, y corno en nombre de la democracia liberal ajustició a todos los partidarios de la Constitución Nacional que logró agarrar, el cacique, después de tan evangélica hazaña, ganó gran predicamento ante Mitre y el gobierno porteño. Mas ocurrió que en 1857 Cristo se sublevó y se alió a Calfucurá y fue recibido en San José como Jesús Nazareno en persona. Lleno de espíritu constitucionalista, declaró que si los campeones de la unidad nacional resolvían someter a Ja anárquica Buenos Aires, podían contar con sus lanzas y sus boleadoras. Cuando la acción de Cepeda, Urquiza trajo consigo a Cristo y Coliqueo. La caballería ranquel de Baigorria influyó poco menos que la entrerriana en el resultado del empuje contra la porteña, que no esperó mucho para retirarse a tiempo. Calfucurá no quiso desperdiciar la bolada y avanzó desde el sur de Buenos Aires al frente de salineros y ranqueles invadiendo Veinticinco de Mayo. Venían a robar más que a matar 131


y a hacer pavesas, acaso por sugerencia del aparcero de San José. Otra indiada, conducida por los comandantes Olivencio y Rosas (pariente éste de don Juan Manuel) llegó de visita a Azul. Hacia 1,860 los malones sobre Buenos Aires empiezan a perder mucho de su magnificencia del último quinquenio. Es probable que Caifucurá columbre la declinación de la estrella de Urquiza. Fuera de que hay otra circunstancia que él mismo confiesa: no conviene estar del todo mal con Buenos Aires, pues eso perjudica la venta de cueros robados en sus propias estancias. Pero media en- la ocasión otra causa no menos decisiva. Baigorria, cacique asimilado de los ranqueles, reconocido después de Caseros coronel de la Confederación y nombrado jefe de frontera, es el más poderoso instrumento en la relación de Urquiza con los indios. Este Baigorria, personaje con no pocos resabios de caballerosidad, pese a sus veinte afios de invernada entre los ranqueles, tuvo un as p érrimo altercado con los hermanos Saa, también refugiados entre los indios y dignos de serlo, aunque felones con éstos sus protectores, de resultas de todo lo cual Baigorria se obligó a tomar parte en un mal6n, del que salió con un enfático sablazo en el rostro y un odio vitalicio a toda la raza de los Saa. Ese chirlo devino una encrucijada de la historia argentina. Un día Urquiza, que elevó al generalato a uno je los Saa, puso bajo su dependencia el matajable regimiento N 9 7 que mandaba Baigorria. A éste le hizo el efecto de una lavativa de ají. Se pasó al bando porteño, sin pensarlo dos veces. En Pavón el único cuerpo montado de Mitre que salió unido de la acción fue el de las lanzas emplumadas de Baigorria, pues el resto de la caballería se volvió a Buenos Aires 132


como un chasque. La firmeza de Baigorria y la blandura de Urquiza abandonando el campo y un triunfo a medias es lo que definió la acción. Si los representantes oficiales de la sociedad culta y cristiana no trepidaban en aliarse a la indiada cuando precisaban romperse los huesos, no debe asombrarnos que las llamadas montoneras hicieran lo mismo. Ya en 1820 José Miguel Carreras había buscado apoyo en las montoneras y en los indios para libertar a Chile. Más tarde ocurrió algo equivalente. "Clavero, batido en San Luis, huyó a los toldos, y Puebla, al frente de mil quinientos lanceros ranqueles, puso sitio al coronel Iseas en el pueblo de Mercedes". Las montoneras de la segunda mitad del siglo podrían tener justificación holgada en su lucha contra las fuerzas de ocupación enviadas después de Pavón desde Buenos Aires, y sobre todo en su resistencia a la guerra porteña contra el Paraguay. Sólo que tres grandes pormenores ponen sus pretensiones al mismo nivel, aunque no por debajo de sus cbntendores. Los jefes de la montonera eran siempre patrones de estancia o en procura de serlo, y en sus levas acudían al mismísimo método policíaco-verduguil de los gobiernos: "Los combatientes de ambos lados eran enrolados a la fuerza, arreados como ganado, obligados a pelear". (R. Cunninghame Graham.) En segundo lugar, la montonera se entregaba gustosa al saqueo y violación de los pueblos, por su sola cuenta o en alianza con los indios, que naturalmente sólo buscaban su propio botín a costa del huinca usurpador. últimamente, si en el sesenta y tantos las montoneras del interior se alzaban contra el pulpo porteño y su cacería de paraguayos por cuenta de Inglaterra y el Brasil, era negar su propio programa el aliarse con Urquiza, quien, al igual de los porteños, sólo defendía 133


los intereses de Entre Ríos que eran los suyos propios de ganadero y exportador omnipotente, sin contar que ya había claudicado ante Buenos Aires. Si la campaña por la hegemonía porteña sobre las provincias, antes y después de Pavón, al dar la espalda al pleito con los indios, fue para éstos como quitarles la paja del ojo, la guerra del Paraguay, con el abandono casi total de la frontera interna, fue el premio gordo de b lotería para las tcuaras. Era cuando Calfucurá trataba al presidente Mitre como a compadre pobre: "Amigo Mitre.. Entonces se puso en evidencia meridiana el fondo mismo de la cuestión, esto es, que un gobierno que no sabía defenderse de cinco o seis mil lanzas, cuyos pmmeros amenazaban volver a las orillas del Salado, podía improvisar, en cosa de días, un ejército de treinta mil hombres para aplastar a un pueblo sito a varios cientos de leguas, y defendido por las selvas y los pantanos del trópico, por modernas fortalezas y por decenas de miles de los más intensos y mejor armados guerreros del mundo Después de Mitre siguieron todavía diez años, de desastres en la frontera de entrecasa, porque la oposición de Mitre y su partido al presidente Sarmiento fue mucho más enconada y estratégica que la llevada por ellos contra los indios, y porque la administración nacional debió aguantar el déficit presupuestario y la fiebre amarilla traídos por la guerra del trópico, sin contar las dos insurrecciones de López Jordán, tendientes a heredar el cacicazgo sin vincha de Urquiza después de hacerlo despedazar como a fiera encovada en su suntuosa guarida. Sarmiento concordaba plenamente con los puntos de vista del naturalista Azara y el capitán Undiario expuestos en su tiempo: que el problema de la guerra 134


con el indio podía resolverse con la ocupación militar de Choele Choel, la llamada "Gibraltar del desierto", que controlaba el paso obligado del gran comercio de los indios con Chile. Era idea esbozada por él quince años antes en A rgirópolis, ("Sarmiento es uno de los líderes de la guerra al indio", opina Enrique Stieben: De Garay a Roca.) Tina de sus medidas fue mandar hacer un estudio geográfico militar d la isla. Pero ya vimos que el ejército obedecía menos al presidente que a la plana mayor de generales mitristas, y por otra parte la oposición capitaneada por Mitre en el Congreso era capaz de paralizar cualquier proyecto oficial: "Mitre da el ejemplo que deben imitar,,. En doscientas votaciones ha votado en contra. Una vez, él sólo. No es delicado de medios este zonzo que toda la vida ha vivido de ideas ajenas sin perjuicio de representar todos los roles" (Sarmiento. Posse: Correspondencia, t. II.) El presidente debió, así, postergar la realización de sus miras sobre el Río Negro, pero la alarma de los indios indicaba que había puesto un dedo en la matadura. Calfucurá se apresuró a escribir al jefe de la frontera sur, coronel Barros, protestando contra la ocupación de Choele Choel por "el señor gobierno", anoticiándole la próxima llegada del cacique neuquense Reuque Curá. Poco después su hijo Bernardo le escribió en nombre del "señor general Calfucurá" haciéndole conocer los grandes éxitos araucanos del otro lado de los Andes, y que el gran cacique Quilapan, antes de firmar pacto con el derrotado gobierno chileno "quiere primero venir a pelear en esta parte... con tres mil lanzas.., dejando cinco más en Collicó". El presidente debió reducirse a enviar en misión pacifica al coronel Mansilla, jefe de la frontera de Río IV, ante los ranqueles. Más tarde Rivas incur135


sion.ó en Salinas Grandes y Arredondo y Roca en Leuvocó, sin mayores resultas. Pero en 1872 Sarmiento volvió a las andadas. Envió a los coroneles Guerrico y Bejarano a estudiar mejor por tierra y agua la situación de Chocle Choel. Calfucurá sintió tanto o más que en la anterior ocasión el peligro en ciernes sobre su comercio de vacas y cautivos con Chile, y tomando como argumento el atropello del comandante Elia y Cipriano Catriel contra Manuel Grande, invadió en guerra abierta, al frente de la mejor combinación de lanzas que lograra nunca —salineras, pampeanas, ranqueles, neuquinas, chilenas, tres mil quinientas en suma— mandada por los mejores capitanes del desierto: Reuquecurá, Cuatricurá, Namuncurá, Pincén y Epumer. El pequeño ejército cristiano no podía atajar esa avalancha... Y sin embargo, la presencia del rémington y las chuzas y boleadoras de Cipriano Catriel luchando a muerte contra sus hermanos de raza y de suerte, resolvieron otra cosa. La de San Carlos fue la única verdadera batalla ganada por los fusiles a las chuzas emplumadas. La situación del gobierno de Avellaneda no fue menos afligente, o lo fue más. Fracasadas sus aspiraciones presidenciales en la elección de 1874, Mitre y los suyos pidieron ayuda a las lanzas de Catriel para enmendar los yerros de la joven democracia. Fracasados en el empeño y eximidos de pena, los mitristas no se dieron por vencidos. Eliminados del ejército Arredondo y Rivas, sus generales más comprometidos, pusieron sitio troyano al gobierno con la oposición en el Congreso y la amenaza de una nueva insurrección callejera y castrense. Aquejados además por la crisis económica de esos días, Avellaneda y su ministro Alsina padecieron, frente a la frontera interna que era indispensable dilatar, agobios mayores 136


que los conocidos. "Lo que los indios de Catriel y los de Tierra Adentro hicieron durante la lucha fraticida —de 1874— no puede referirse sin horror". (Zeballos). Pincén comenzó a regar a balde volcado la sangre y el espanto en la frontera noroeste. Al coronel Lagos le capturaron dos cadetes y clavaron sus cabezas en sendos postes. Otro día los alaridos y las polvaredas del desierto se alzaron a seis leguas del Rosario. La tribu de los Catriel, "amiga" hasta entonces, se volvía ahora sospechosa bajo la vincha de mando de Juan José, que había ajusticiado a su hermano Cipriano. Eso por un lado; mientras por el otro la oposición política se convertía en amenaza de subversión abierta. Namuncurá, no menos sinuoso y constrictor diplomático que su padre, lograba la misma confederación emplumada cosida por él veinte años antes, y destacó ante el Gobierno Nacional una embajada compuesta por cuarenta caciques y capitanejos que alojados en un hotel céntrico comieron y eructaron por cuenta del gobierno, observando lo que pudieron, mientras su jefe despachaba misiones con mensaje inverso a las tribus de aquende y allende los Andes. Entre las piezas de su jugada no trepidó en mover al mismo arzobispo. El ministro de guerra se avino a conferenciar personalmente con Juan José Catriel sobre tierras e implementos agrícolas concedidos por el gobierno, y éste puso tanto mayor énfasis en discutir los términos del nuevo pacto cuando más se acercaba el momento en que con una simple conversión de sus talones se convertiría, de guardia avanzada del gobierno en punta de lanza de la invasión más grande de los tiempos. La nueva cruzada abarcó cincuenta leguas de frente (no un malón sino un oleaje de malones) y pasó a 137


cuchillo a la rnayoria de las guardias fortineras. Pero se hizo pata ancha, pese a todo y aun se resolvió avanzar veinte leguas más sobre el desierto, y aunque el gobierno, acogotado por la crisis financiera y la amenaza revolucionaria, casi dejó morir de hambre y frío sus soldados, se hizo de tripas corazón y se siguió resistiendo - y ello no sólo porque se contaba ahora con la ayuda del ferrocarril y el telégrafo, a más del rémington, sino porque la vieja guardia de generales y pagadores mitrista habla sido relevada a tiempo.

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CAPÍTULO VII

SECRETO A VOCES Cualquier honrado lector evitará difícilmente dejarse ganar por el asombro de este fenómeno ofrecido por un pueblo de uno a dos millones de habitantes, provisto de todos los recursos y armas de la civilización, que durite más de un siglo se resigna a pagar un caudaloso tributo de oro, de sangre y de vergüenza a seis u ocho mil salvajes sin más armas que sus lanzas y sus boleadoras. Varias ,y variadas explicaciones han sido dadas, aunque ninguna convincente del todo, porque no se quiere remover el fondo de la olla. El desierto propiamente dicho (esto es, las desoladas tierras que rodeaban las aguadas y junglas en que los indios clavaban sus tiendas de cuero de yegua) era más o menos desconocido de los cristianos y ciertamente tenía mala fama ganada en buena ley. Si, ese desierto que lo vomitaba resultaba tan temido como él, con su silencio antiguo en que el alba se levantaba sin ruido de pájaros y los ocasos tenían algo de incendio o de degüello; el desierto clavado de espinas, amojonado de remolinos de polvo, flanqueado a trechos de salinas u osamentas, y sin una gota de agua era casi misericordia para la sed, pues hasta 139


siempre salada como el llanto: allí, donde hasta ci corazón parecía volverse arena, el indio lozaneaba como el cachiyuyo en e1 salitral. Claro está que el criollo, andaluz católico y morisco a medias, era de una credulidad tan elástica como su fantasía. La verdad que, como vimos, el alcalde chileno don Luis de la Cruz a princioios del siglo había salvado, de ida y vuelta, sin inconvenientes capitales nada menos que Ci trecho que va de Valdivia a Meiincu(, y que en 1810, por iniciativa de Mariano Moreno y la Junta, el coronel Pedro Andrés García, después de organizarse convenientemente en Luján, partió desde la orilla derecha del Salado hacia Salinas Grandes con un enorme convoy —172 carretas. 62 carros, 2927 bueyes, 520 caballos, bien custodiados por cierto— con la doble misión de explicar a los indios las ventajas de sumarse a la causa emancipadora, y de cargar los rodados con sal. Tamaña cruzada no resultó un paseo por cierto,pero García, con una magistral combinación de energía y prudencia que nadie imitó después. convenciendo o conteniendo a los indios, volvió con la sal, y con algo mejor que eso: su experiencia sobre la necesidad de proveerse de buenos baquianos como él hizo, sobre la conveniencia de prevenirse respecto al peligroso cambio de aguas y pastos para caballos y reses, y demás novedades del desierto, y lo que tanto importa —como dirá después de una nueva expedición en 1820---: "Fue errado y muy dañoso el sistema de conquistar a los indios salvajes a la bayoneta y de hacerles entrar en las ventajas de la sociedad sin haberles formado e inspirándoles el gusto de nuestras comodidades". García ve, pues, mucho antes de que el problema llegase a lo trágico, lo que nadie, si no es por excepción, quiso ver después: que al indio no sólo había 140


que tratarlo como persona sino educarlo como se educa un niño, reconociéndole desde luego su derecho a participar en la ocupación de la tierra No pudo ser y no fue porque la civilización, mientras no elimine en su serio la división de clases, seguirá haciendo uso de la moral como de un mero cartel. ¿Y para qué decir que la sociedad con la que se enfrentaba el indio conservaba un alma colonial y teológica y seguía creyendo en el fondo lo que en su tiempo había dicho Fray Tomás Ortiz que los indios "son siervos y esclavos por naturaleza", o como Fray Gregorio García que "son de más baja y despreciada condición que los negros y todas las naciones del mundo" (Juan de Solórzano: Política Indiana.) De.de luego, para mentes así condicionadas era más o menos imposible sospechar siquiera que el araucano también tenía su moral, aunque no fuera exactamente la budista ni la cristiana, pero si corno ellas, con sentido divergente, es decir, una moral para dentro de casa, el pueblo elegido, y otra para el forastero, el enemigo: los hijos de Dios y los hijos del viento. He aquí lo que reza el Código de Manu o Deuto ronomio araucano: "Todo aquél que mate debe ser muerto por un pariente del difunto o debe exigirsele una suma o prendas que agraden al agraviado. Todo aquél que robe debe reponer, él o sus parientes. Todo aquél que adultera paga con su vida el crimen cometido. El padre tiene derecho a la vida y muerte de sus hijos. Si la hechicera causa la muerte de su semejante, debe ser quemada viva". (Federico Barbará: Manual de la lengua pampa.) ¿Bárbaro? Sin duda, pero no más que cualquiera de los viejos códigos morales y religiosos de la humanidad. ¿Que no perdonaba la vida al prisionero? Ya vimos 141


que eso lo iniciaron los cristianos, continuando una tradición sagrada: "Y destruyeron todo lo que en la ciudad había; hombres y mujeres, mozos y viejos, hasta los bueyes, y ovejas y asnos, a filo de espada" (Libro de Josué: VI, 21). Este Josué, tan hitleriano, sólo cumplía órdenes de Jehová. Por lo menos los pampas perdonaban a las mozas y los niños. También debe recordarse que como todos los bárbados, ajenos aun a la propiedad privada, es decir, a la división de ciases, conservaban aún un ponderable sentido de la igualdad. El jefe de estado, digamos el cacique mayor, estaba lejos de ser un Juan Manuel, un Roca, un Irigoyen o un Perón, mandando a puro arbitrio personal detrás de la mampara de los gordos cuerpos legislativos: era sólo el primero entre los demás caciques de la tribu, no su amo. ¿Que los indios, tratados como perros desde el comienzo, se habían vuelto perros rabiosos y que ..-favorecidos por el aguardiente, la viruela y la sífilis y otros obsequios de la civilización, estaban retrogradando en vez de ascender? Es lo que no parece advertir nadie. Muchos menos que, pese a todo, se daban entre los indios excepciones que podrían avergonzar a legiones de cristianos. Citemos un solo caso. Maudonao, un capitanejo de Pincén, se separa un día de su jefe y termina por volverse contra los indios. ¿Por odio o por felonía interesada? Parece que no, sino sólo porque su corazón no comulga con la felinidad de Pincén. En cualquier caso, cría desde chiquito un niño cautivo, y éste, que deviene un varón tan hermoso como un Apolo de barba, sólo ve un amigo y un padre en Maudoriao, que persiste en su alianza con los cristianos "a condición dé que no le impongan sus odio sas costumbres". Más todavía; en otra ocasión los 142


indios, que han raptado un muchacho de doce afío, aragonés, resuelven matarlo para evitarse estorbos. fnteriene Maudonao y tras forzada discusión, termina entregando a los vendedores seis caballos sin marcar, doce vacas, un asta de lanza, un lazo trenzado, y hasta sus estribos de plata, pero salva la vida de Pedro que se convierte en su segundo hijo. Cuando en 1878 pueden volver los dos a la sociedad cristiana, ninguno quiere hacerlo. Maudonao y el desierto les han ganado el corazón para siempre. (Ebelot: Op. Cit.) Ya dijimos que el indio conoce como sus propias manos de ese desierto que el cristiano teme justamente porque no se ha tomado el trabajo de acopiar noticias concretas sobre él. Dijimos también que el pampa ha hecho del caballo el pedestal de su emancipación en la medida en que ha sabido volverlo un innumerable caballo único, capaz de cualquier proeza y aguante: el arma que precisaba para su esgrima de tacuaras y leguas. Fuera de eso está la resistencia del indio mismo a cualquier tiranía de la sed, del hambre y la intemperie, y su coraje crinudo y cojudo, y su destreza de cirujano mayor en manejar la lanza como un bisturí (generalmente el bote de la tacuara no necesitaba ser repetido), sin olvidar que en la pelea podía manejar las boleadoras como una cachiporra doble. Todo lo anterior es cierto, pero no lo es menos el que no justifica de ningún modo la apreciación con cristal de aumento del adversario: que la caballería pampa era inatajable, porque el indio no era un lancero sino un unicornio, y algo peor, la receta homeopática de que al indio sólo se lo podía contener con el indio. No es difícil advertir que esta teoría y práctica del negocio o paz comprada a los indios, inaugurada y 143


mantenida por Rosas a lo largo de su gobierno, se había agravado fúnebremente a raíz de las derrotas en escala creciente iniciadas en Sierra Chica en 1855. El indio pampa era en gran parte un resultado de lo que los cristianos habían hecho de él. Comprarle la paz pagándole un tributo fastuoso era como castigar a un gato encerrándolo en una fiambrería. Acostumbrado a vivir de las pensiones oficiales, el indio tendía a convertirse en un vampiro, es decir, a hacer del ocio y del aguardiente sus pasatiempos favoritos. Sólo que había de por medio algo más sucio todavía, según vimos, y era que los caciques estafaban a los indios, de acuerdo con los proveedores y los comandantes de frontera, que estafaban al fisco. Al no recibir sino una mínima parte de las provisiones entregadas por el gobierno, los indios se veían obligados a entregarse al malón al menudeo, con la obligada tolerancia de los caciques y las autoridades de la frontera a la vez. El ingeniero Ebelot es quien mejor ha visto cuál era la única solución que ccnsultaba los intereses de ambas partes y salvaba ¡a dignidad de la civilización y de su moral confesa: "ser humanos con los indios, nada mejor, pero a condición de serlo no antes de haberlos vencido y de haberles hecho comprender que esa generesidad no era debilidad. Desde el punto de vista militar, el lector no habrá dejado de notar cuál era la falta capital en que ha incurrido la República Argentina: reducirse al papel pasivo, a la guerra defensiva, la más ingrata e ineficaz de todas las guerras... dejando a sus enemigos salvajes atribuirse el lado fáci l y brillante, rápidos golpes de mano en los momentos y sobre el terreno elegido por ellos". (Op. cit.) ¿Que las ventajas seguían mostrándose del lado de los indios, aun después de San Carlos en que el gran 144


Calfucurá fue batido y corrido como un zorro viejo? Pero no era menos cierto que las ventajas posibles, y ahora más que nunca, estaban a la vista sin más que computar la superior eficiencia de las armas y la de un frente que podía mover cinco o diez veces más combatientes que sus enemigos, según acababa de demostrarlo la dos veces fúnebre guerra del Paraguay. En un libro de no mucha resonancia en su tiempo y no aplaudido del todo por Alsina, a quien estaba dedicado — Fronteras y territorios nacionales— el coronel Alvaro Barros, con documentación intergiversable sobre la mesa, echaba toda la culpa a la desorganización y corrupción del ejército, sin que su ojo castrense advirtiese que ellas eran uno de los tantos inevitables resultados del sistema económico y político de la sociedad. Pese a ello, la denuncia no era menos valerosa y hoy constituye un documento iluminador. Barros demostraba que la asignación de los puestos y ascensos militares, como el aprovisionamiento del ejército, se regían por el favoritismo político y perso nal, desembocando todo en la más rampante inmoralidad y cojitranca inepcia. Veamos. Desde los tiempos del régimen provincia: de Adolfo Alsina, Obligado y Mitre, el aprovisionamiento del ejército venía haciéndose por particulares, según el socorrido arbitrio de la licitación. Por cierto que quien ofrecía precios más bajos se quedaba con la autorización oficial, y como se trataba infaliblemente de un amigo político y personal de alguno, cuando no de todos los gobernantes, procedía con libérrima Vol u - ntad en el cumplimiento de las obligaciones contraídas, ¡y quién iba a ponerle el cascabel al gato, 145


si el gato era un gran caudillo electoral, una de las columnas del partido en el poder! El sistema debió haberse perfeccionado envidiablemente en su técnica operativa en poco tiempo, pues ya en la guerra del Paraguay produjo ostentosas fortunas privadas salpicando de oro sin duda a más de un jefe complaciente. "Mitre.., no ha tomado un peso de las arcas públicas... pero en su gobierno los robos eran tantos que a nadie llamaban la atención. Si en la actualidad se hacen fortunas inmensas a la sombra del poder, ésas son migajas al lado de las que se hacían por los íntimos del general cuando Cepeda, cuando Pavón, cuando el Paraguay. Mitre creía que su honradez quedaba inmaculada, puesto que él no participaba de aquella arrebatiña". (C. D'Amico: Buenos A ires y sus hombres.) "Su casa (de Mitre) fue negociada por agentes y obtenida la suscripción de proveedores que mediante el despilfarro de las rentas ganaron millones". (Carta de Sarmiento a Sarratea, 17-II!1869; El Mercurio, 12-IX -1927; E. Wilde: Obras, t. VIII; Citas de J . N. Mayer en A lberdi y su tiempo.) D'Amico confirma el dato: ". . .los proveedores, cuyas fortunas insolentes se habían hecho a la sombra de Mitre, regalaron a éste la casa en que hoy está la opulenta imprenta de La Nación". (Op. cit.) Las acusaciones de Barros son tajantes e impecablemente documentadas. Cuando la batalla de Santa Rosa, en Entre Ríos, de las fuerzas oficiales contra las de López Jordán, el general Rivas pasa al gobierno un parte falso atribuyéndose una victoria que no existe, y sigue después obrando según una conducción transparentemente antiestratégica. A raíz de ello se eleva una nota al Gobierno Nacional firmada por 146


los principales jefes: Donato Alvarez, J. Viejobueno, Levalle, Winter, T. García, J . Freire, L. M. Campos. A renglón seguido de la falla militar se consigna la otra, no menos gorda: "A la mala dirección de las operaciones se agrega una administración onerosa de los intereses de la Provincia, de la cual entrerrianos que militan en nuestras filas se quejan amargamente, murmurando no contra el gobierno, pues les consta que éste paga cuanto consume, sino contra sus representantes a quienes culpan de un proceder del cual el decoro impide entrar en detalles. . .". (A. Barros, Op. cit.)

Justicia al mérito: el concepto que este archimitrista general Rivas mereció a los jefes del ejército destacado en Entre Ríos era compartido ampliamente, al parecer, por Calfucurá: "...don Galván, proveedor de Bahía; éste es uno de los principales ricos; es muy ladrón. Rivas, otro ladrón de primera clase. El me da lo que mejor gana le da, no lo que tiene ordenado por Ud." (J. C. Waither, La conquista del desierto.) Ya veremos más adelante que otro alto personaje político llama decoro y amor a !a patria al silencio guardado por un miembro de la clase dirigente cuando algún colega se ensucia las manos hasta los codos. Sarmiento era tan honrado como antidemagogo, según lo reconocieron y 10 reconocen sus propios adversarios. ¿Por qué exoneró a los generales Conesa y Mitre (Emilio) callando los motivos? ¿Por qué marginó al general Rivas después de la denuncia, pero sin abrir proceso contra él? ¿Es que corno "el honrado Lincoln", que se vio obligado a tolerar a un ministro ladrón y a generales mercachifles (C. Sanburg: Lincoln) él también debió callar porque su poder tenía cortapisas insalvables? Debió ser así, ya que mas tarde ro tuvo inconveniente en consignar que la 147


mitad del importe del empréstito contraído y gastado en la represión de López Jordán, había ido a parar a los bolsillos de los proveedores. La cosa venía de lejos. El propio Barros consigna: "Cuando el general Rosas fue investido con el mando supremo de la República, el ejército que había vencido al poder español y castigado al Brasil... no podía ser instrumento de un tirano, Rosas lo comprendió así, y también que halagando las pasiones personales. . . tendría a su frente el ejército para defenderse del ejército. Un juez, un estanciero, un peón... distinguiéndose como buen federal con una delación infame o una expoliación inicua, era nombrado capitán y coronel. . ". Lo que Barros olvida adrede decir es que Brown, Pacheco, Guido, Soler, Alvear y tantos más, militares de las dos guerras que él cita, también sostuvieron con piafante entusiasmo a don Juan Manuel, y que la flor de 105 generales y coroneles de Rosas —Pacheco, Echagüe, Urquiza, Prudencio Rosas, Man&ila, Santa Coloma--- ostentaban con más garbo sus estancias que sus charreteras. Un día de 1865 el gobierno de Mitre nombra a Barros jefe de la Frontera Sur, Parte junto con el pagador Oromí, quien lleva orden de no proceder al pago del atrasadísimo sueldo de la tropa sino después que el jefe saliente, coronel Benito Machado, haga entrega del mando. Pero Machado, militar mitrísta desde la bota hasta el kepí, se niega a transferir el cargo si previamente no se realiza el pago. Son inútiles los empeños y reiteraciones. Al fin sólo personajes venidos de la capital consiguen hacerlo salir de sus casillas: "Después de esto se verificó el pago y el señor Ororní devolvió en tesorería la cantidad que consta en los recibos siguientes: 148


$ 255.980 En junio 23 de 1866 2.500 ....... ,, 25 ,, ,, ,, enero 15 ,, 1867 .......,, 176,753 junio 13 ,, ,........213.1 Total ............$ 648.409 Estos pagos correspondían a sueldos atrasados de la época en que era jefe de la fuerza el coronel Machado; los individuos que figuraban en la lista no tenían nota de baja, y por tanto no existían ya cuando aquellas notas se hicieron, y los capitanes así lo declaraban. En cuanto al 6 9 escuadrón de la frontera del sur jamás había existido, como lo dice el comisario Ororní en su nota al ministro de Guerra. "El Dr. Marcos Paz tuvo sin duda la voluntad de llevar este asunto a su perfecto esclarecimiento, pero una parte del ministerio lo resistió. . ." (Mitre, ausente en el Paraguay, seguía protegiendo al amigo y copartidario desde lejos). El coronel Barros cuenta también el caso que después repetirá Zeballos. En 1873, el coronel Elia, jefe de la frontera sur, se asocia con Cipriano Catriel para llevar un malón de entrecasa contra los caciques Manuel Grande y Chipitruz, cuyos indios pacíficos son enviados como voluntarios al ejército mientras ellos tienen que ir a hacer una cura de reposo en Martín García. ("¡Dónde cristianos llevando!" —preguntaba Manuel Grande cuando se vio solo rodeado de agua y cielo). Al relatar este mismo hecho el Dr. Zeballos dice que sólo el patriotismo le impide entrar en detalles no pudendos. Así, pues, el apañamiento de las hazañas no historiables de nuestros próceres militares o civiles en vez de llamarse cobardía cómplice se llama servicio a la patria... 149


Este Cipriano Catriel puede ser tomado como modelo del indio corrompido por la civilización. Como su padre y como su hermano, se asociaba a los jefes cristianos para estafar a los indios y al gobierno a la vez. Su vecindad en el Azul, donde llegó a tener casa de ladrillos y usar sábanas, resultaba tan pestífera como la de un pantano. Dejaba que sus indios, con cuyas raciones dadas por el gobierno engordaba él, saliesen a bolear avestruces, aunque siempre se les enredaba una vaca, cuando no un cristiano en las boleadoras. En San Carlos peleó como un jaguar, aunque haciendo fusilar por la espalda a los indios que se negaban a luchar contra las tacuaras. En 1874 se sublevó con Mitre y Rivas en defensa de la virginidad del sufragio. Su propia tribu le ajustó las cuentas por agencia de su hermano Juan José que si no era tan valiente como él le ganaba iCOS en canallería. Que no era más pundonorosa la moral de muchos jefes militares lo dicen algunos de los casos que citamos. Pero seria una injusticia olvidar a Arredondo, parte integrante del juego de jefes uruguayos que importó Mitre —Flores, Vedia, Rivas, Gelly y Obes, Iseas, Sandes— con los cuales manejó el ejército argentino durante veinte afios. Arredondo, de pocas luces y mucho coraje, pintoresco (lleva sombrero por kepí y látigo por espada) manirroto, simpático, irresponsable y mitrista ante todo. Confabulado con Mitre en 1874, se presenta al presidente Sarmiento tosiendo y con el pañuelo manchado de sangre a solicitar, la venia para irse a Cuyo en busca de salud. Llega a Río IV, pasa a Mercedes, se complota con los principales jefes, y como el comandante general, Ivanosky, llave de todo, le resulta inabordable, lo manda asesinar o lo asesina personalmente y sostiene después un diálogol por telégrafo con el presi150


dente de la nación, haciéndose pasar por Ivanosky y pidiendo instrucciones respecto a Arredondo... Derrotado en Santa Rosa y exonerado del ejército y corriendo la liebre, se da un día con que sus amigos del Congreso han aprobado una ley pagándole por junto los sueldos de diez años de servicios.., no prestados: (1. Fotheringham: La vida de un soldado.) El coronel . Maldonado, uno de los más temerarios y distinguidos jefes de la época fue también un distinguido asesino. Sólo que la eficiencia de sus buenas amistades le permitió cambiar el pelotón de fusilamiento por el ascenso a coronel. En 1867 mató de un golpe de látigo en la cabeza al mayor Donato López. Siete años después, mató, disparándole a boca de jarro un tiro en la nuca, al teniente primero Justo P. Villamayor, (Fotheringham: 2. si.) Volvamos a la moral administrativa y táctica del ejército en la peor época de la guerra con el indio. "Al firmar el contrato ---dice el coronel Barros— el proveedor presenta una fianza por una suma considerable. La falta del cumplimiento del contrato importa la pérdida del valor de la fianza. Este caso no ha llegado a ocurrir... En este ramo se han hecho fortunas muy grandes y muy rápidamente, y esto bastaría para comprender que en tales negocios se cometen grandes fraudes cuya ignorancia y consentimiento por parte de la administración entraña una insuficiencia absoluta o una disolvente inmoralidad". La proveduría del ejército resultaba, ya lo vemos, un negoción pecuniario para el actuante, pero también un negocio político para sus protectores oficiales. "El proveedor activo en el movimiento de sus negocios está en relación con mucha gente y el capital que Posee le da un gran ascendiente allí donde se halla establecido. En las luchas electorales dispone así de 151


un importante contingente de votos que, en- beneficio de sus negocios, pone en favor de los candidatos ministeriales". Naturalmente, si el proveedor se mostraba agradecido electoralxnente con el rabadán político que lo amparaba, no se mostraba menos con el jefe militar que devenía su socio: "Toca algún resorte y consigue que se le dé alguna comandancia de campaña". Eso informa Barros en coincidencia con el dato de Ebelot: que era frecuente que el proveedor hiciese nombrar los jefes militares de frontera. Entonces el viento de la buenaventura soplaba sobre las velas de la conveniencia mutua. Ya vemos; por un lado el negocio de la proveduría de los indios, por otro el de la proveduría del ejército. Rosas había sido el gran inaugurador del primero y su explotación aun desde el gobierno, fue una de las bases de su fortuna miliunanochesca. El fue, desde sus comienzos, el apostólico partidario de comprar la paz a los indios cebándolos con una copiosa dádiva, siempre, claro está, que él hiciese de embudo entre el gobierno y los indios y que el embudo echase la mitad del caudal en su alcancía. (Rivera Indarte: Vida de Juan Manuel de Rosas; General Iriarte: Memorias.) Una de las causas o pretextos para el malón era el incumplimiento o el déficit en la entrega de las pensiones acordadas. Todavía en 1875 Namuncurá —con malicia o sin ella— protesta contra las chicanas de los proveedores que entregan yerba o tabaco insuficiente o inservible y se enriquecen "a expensas de la Nación y de nuestros intereses, ¿por qué?" "Sucede a menudo que se produce un escándalo cualquiera entre los indios. Casi siempre sin razón llevan a uno de ellos preso por orden del Comandante por el concevido plan de apoderarse de el caballo que 152


tiene, que va a poder del Comandante. ¿Por qué hace el jefe de Frontera esta injusticia. Será porque no somos civilizados corno los demás?" (Nota de los triunviros Manuel Namuncurá, Bernardo y A lvarito Reumay al Presidente A vellaneda, techada el 7 de diciembre de 1877 y hallada por Ceballos en Salinas Grandes.) Llegamos a uno de los problemas capitales de la guerra de fronteras y la clave mayor de las derrotas cristianas: el caballo. Con su consuetudinaria perspicacia Sarmiento habia visto y advertido ya en 1856 que las fallas referentes al caballo (mala calidad, mal estado o peor vigilancia) eran quizá la causa número uno del asiduo -fracaso de la guerra contra el indio. " ¿Qué ha sucedido en materia de caballos? Que los mandados a Patagones fueron arrebatados por los indios dos meses después de haber llegado; que los caballos enviados a Bahía Blanca tuvieron igual suerte, y que si se leen todos los partes de la frontera de un año a esta parte, la historia de los caballos es la clave de todas las desgracias de afuera. Antes de la batalla, los indios arrebataron los caballos; durante la batalla los caballos se dispersaron y después de la batalla no los hubo para perseguir al enemigo. Se han consumido en un año cien mil caballos". (El Nacional, 1856). Ya aludirnos a la rigurosa educación y el ceñido cuidado que el indio concede a su caballo (Luis FRANCO: Los Grandes Caciques de la Pampa, Ediciones del Candil) no por ternura, ciertamente, sino por inteligente previsión, pero así y todo, con alta ventaja para cabalgadura y cabalgante a la vez. En diametral contraste con éste, el gaucho, criado en zonas en que los caballos abundan como los cardos, se preocupa de su caballo menos que de su rancho, lo que no es decir poco. En 153


el ejército pasa algo infinitamente más serio e increíble. Sobre que los caballos suministrados por el contratista no suelen ser de lo mejor, sino con frecuencia lo contrario, está la cobarde torpeza y la irresponsabilidad suicida de la administración militar, no descuidando el arma más decisiva en la guerra del desierto, sino tratándola como los gusanos tratan a la carroña: "Cada hombre llega, bozal en mano, y atrapa el que puede. ¿ Para qué cuidarlo si no volverá a montarlo? Si un pobre animal, en el colmo del cansancio, se niega terminantemente a avanzar, el jinete se repliega sobre la reserva y cambia de montado, dando como adiós al que abandona, un fuerte talerazo. Si su recado, demasiado duro o acomodado con harta precipitación', ha lastimado el lomo del animal, no se preocupa para nada; los oficiales.., se habitúan a no prestar atención a un detalle tan común. Se comprende así que la caballada mejor elegida ofrezca en poco tiempo el aspecto de un lamentable conjunto de costillares a la vista, convunturas inflamadas, lomos desollados" (Ebelot: op. cit.) He aquí la semblanza esbozada por Mansilla de nuestro corcel de guerra en la frontera: "Empecemos porque le falta una oreja, que desfigurándolo le da el mismo antipático aspecto que tendría cualquier conocido sin narices. Está siempre flaco, y si no está flaco tiene una matadura en la cruz o el lomo; es manco o bichoco, es rengo o lunanco, es rabón o tiene una porra enorme en la cola; cuando no es tuerto tiene una nube; no tiene buen trote ni buen galope, ni paso ni sobrepaso. Y sin embargo, todo el que lo encuentra lo monta. Todo el que alguna vez lo montó le dio duro y parejo hasta postrarlo. ¡ Ah! si los patrios que a millares yacen sepultados en los campos formando sus osamentas una 154


especie de fauna prediluviana se levantaran como espectros de sus tumbas... y hablaran ¡ qué contarían! ¡ Qué ideas no suministrarían para la defensa y seguridad de las fronteras!". ¿A dónde volver la cara si se recuerda que según Ramayón, el indio era capaz de transformar un sotreta en caballo de batalla? (Eduardo Ramayón: Las caballadas en la guerra del indio.)

¿Es que con leyendas heróicas e himnos a nuestra prez de concesionarios mayores del coraje pueden taparse tanta sucia crueldad y criminal inepcia? Pero sigamos. Lo de "la caballería mejor elegida" del ingeniero francés es sólo un tropo. Las de las fronteras eran casi siempre las peor elegidas porque así es cómo dejaban el máximun de ganancia al proveedor protegido por el alto mando. Lo dicen así militares envejecidos en las fronteras. "La remonta de la caballería recaía en individuos extraños al ejército y como es natural sin otro móvil que la idea del lucro... No había fiscalización ni vigilancia que bastase para contrarrestarlos... y resultaba que el ejército jamás estaba provisto de buenas caballadas". (E. Ramayón: Las caballadas en la guerra del indio.) "Para el Estado, los peores matungos posibles. Se compraban de a centenares por quince o veinte pesos. ¿Qué se podía esperar? El gobierno celebraba un contrato con el proveedor tal, para la adquisición de mil caballos a veinte pesos bolivianos cada uno. El proveedor cedía su derecho a otro por dieciocho. Este a otro por dieciseis; y vaya usted a conseguir buenos caballos para guerra de indios en semejantes condiciones!" (Fotheringham: o. cit.) El comandante Prado confirma el épico chisme. Y sobre eso: "El gobierno pagaba anualmente (al indio) un tributo de 155


8.000 yeguarizos". (T. Caiilet Bois: El fin de una raza de gigante3.) ¿Que esta viveza criolla consumía casi Ja mitad de la renta del país e inmovilizaba y mantenía a éste en un pantano? ¿Que había algo peor todavía, como lo era la esclavitud en los fortines y la muerte de centenares o millares de víctimas? ¡ Esto importaba dos cominos a los proveedores y a muchos comandantes de frontera y a los altos bonetes dirigentes de la alta política, sus protectores! Tenían razón los indios de despreciar a sus enemigos de raza y mirarlos como las águilas deben mirar a los chimangos. Se lee en la V ida de un soldado: "Venían los caciques a renovar tratados o celebrar cómodos convenios con el jefe y con aire de vencedores, de Atilas de la pampa, entraban al escritorio, se sentaban y se ponían a fumar, mientras el lenguaraz.. porque hubiera sido asunto infra dignitate por parte de la majestad pampeana hablar en un lenguaje que odiaban, con un representante de un gobierno que despreciaban". ¿ Para qué decir que si con el caballo, que costaba poco se tenÍa tan escaso cuidado, no podía esperar mejor suerte el soldado, que no costaba nada? "La mayoría de ellos —consigna C. Goldney— eran enganchados a la fuerza, para los cuales la licencia definitiva jamás llegaba... y cuando ésta era concedida por la superioridad nunca faltaba algún benefactor que rompiera la boleta y respondiera al interesado: «con tinúa prestando servicio en las tropas»". Los cronistas de hoy, como los de ayer, parecen creer que con reconocerle generosamente coraje sobrado, Jo indemnizaron históricamente al gauchisoldado de su miseria y su tragedia. "El soldado expedicionario era un varón en el am156


plio sentido de la palabra. Vestía harapos... calzaba alpargatas*envueltas en cuero con olor pestilente, denotaba en su rostro sufrimientos estoicos, hambres caninas". (C. Goldney: op. cit.) Pero los escoliastas de nuestra historia no se conforman con eso y atentos a mantener la leyenda y salvar los intereses de la tradición sagrada, buscan a toda costa presentar al paisano argentino sacrificado en la frontera india como una criatura posesa de algo como un sentimiento místico de patria, como un abanderado de nuestra civilización de crucifijo y dividendo. Nada más transparentemente tramposo. En primer lugar, el gaucho escapaba a la conscripción o la leva siempre que podía. y ya cautivo en el uniforme, que sabía yitalicio, soñaba en la deserción o la emprendía. O terminaba resignándose a lo que no tenía remedio, endureriéndcsc estoicamente en la conformidad, buscando salvar en el coraje sin vaina su último resto de dignidad humana, tal vez arriesgando con inconsciente fruición una vida que era un collar perruno de humillaciones y miserias. No era aquélla por cierto, propiamente hablando, una lucha entre el salvajismo y la civilización, o digamos entre dos culturas, ya que como vimos lo normal en toda época fue la alianza entre cristianos e indios contra indios o cristianos. No es ningún secreto que Calfucurá y Namuncurá tenían espías y conniventes en Bahía Blanca y el Azul, y tal vez en Buenos Aires, pues n sus toldos estaban al día de las noticias de la prensa. Es decir, que muy buenos cristianos de este lado de los Andes, y sólo por cristiano afán de henchir la bolsa, aliviaban al indio en su cruzada por llevar el mayor número posible de mujeres y niños blancos para iniciarlos en la cultura de los toldos. ¿Que los cristianos del otro lado de la Cordillera hacían lo 157


mismo y peor? Esto también es cierto. Los chilenos jugaban a dos puntas y ganaban por las dos: por un lado habían resuelto casi su problema araucano, en pie desde los días de Lautaro, exportando a nuestras pampas su sobrante de lanzas más filosas; por el otro estaban poblando sus ralas estancias con vacas de ciudadanía o marca argentina...

¿A cuántas toneladas de plata alcanzó lo insumido por los gobiernos del país en la guerra contra los pampas sólo en el medio siglo de 1830-1880, contadas las sumas invertidas por Rosas y sus sucesores en comprar la paz a los indios, más lo gastado en el ejército permanente de la frontera y más todo lo escamoteado por los indios en vacas y otras menudencias, y los consumido por los incendios que coronaban cada malón, —todo eso para no computar lo que más vale y sólo pueden pesar las balanzas del infierno: el martirio de mujeres y niños cautivos y de los derviches con quepi llamados gauchisoldados. Chile (es decir sus comerciantes, estancieros, políticos y generales, no su pueblo) resolvió el problema del indio de Arauco con doble eficacia: se lo sacó de encima enviándolo al otro lado de los Andes a cazar vacas argentinas e hizo el negocio del siglo comprándoselas a precios de aves de corral, como los comerciantes del Azul hacían su agosto pagándolos como si fueran de zorrino los cueros vacunos que el indio no podía exportar a Chile. Los Pincheira eran tres hermanitos, chilenos, jefes de una banda de partidarios del rey, rival de otra de partidarios de la patria, aunque en 'verdad sólo se trataba de partidarios de las vacas argentinas. En 1829 Juan Antonio Pinchejra hizo caracolear su caballito cerdudo en las calles mismas de la ciudad de Mendoza. En 1832 el comandante Buines pasó los An158


des con un millar de indios y rotos en persecusión de los Pincheira, llegó hasta el Salado de la Pampa seca y regresó arreando treinta mil vacas para costear los gastos de la expedición... En 1876 (carta del 24 de abril a La República), el coronel Roca, comandante de la frontera de Río IV, insiste en la necesidad de una ofensiva a fondo a fin de cortar de una vez por todas el comercio de vacas robadas por los indios que hacen los comerciantes del sur de Chile, —Talca, Maule, Concepción, Valdivia y Arauco— comprándolas a dos o tres pesos fuertes por cabeza. Roca informa que personas que han venido de la frontera chilena le han asegurado que "algunos prohombres de aquel país no han sido extraa este comercio y deben a él sus pingües fortunas". Roca, por lo visto. ignrraba aúii lo que después apiendera por experiencia propia: que los prohombres son precisamente los que hunden más gustosamente sus manos en los negocios sucios, que son los más fructíferos, porque pueden hacerlo a mansalva. Como que el estanciero chileno más favorecido por vacas pampeanas no era poco prohombre: el presidente Bulnes. Ya se comprenderá que en este caso, como ocurre siempre, la intervención diplomática no sirvió absolutamente para nada. "No puedo comprender —decía el canciller de Avellaneda— que el estimulo prestado por algunos habitantes del sur de Chile a los salvajes de la pampa para que les entreguen en cambio de objetos depreciados los ganados que arrebatan de nuestras fronteras, al favor del incendio de las poblaciones y el asesinato de sus moradores, sea una operación industrial que puede garantir la Constitución chilena". En octubre de 1877, la columna expedicionaria del 159


comandante T. García, detrás de la ya desmedrada tribu de Catriel, sorprende parte de ésta en Treyc6, muy al oeste de la pampa. Entre los presos figura un comerciante de Azul que ha ido con dos hermanos suyos ---todos fervorosos mitristas— llevándole cartas gracias a las cuales el cacique ha logrado gambetear a tiempo. La tribu está casi en la miseria, tanto que de ganado sólo cuentan con tres lecheras Durham y un toro. "¡ Qué se había hecho el tiempo en que los comerciantes chilenos llegaban a intervalos periódicos a hacerse cargo en los toldos de millares de cabezas de ganado". (Ebelot: op. cit.) El diputado Puelman, en sesión del 18 de julio de 1870, dilo en el Congreso de Chile: "El comercio de anímales, que es el que más se hace con los araucanos, proviene de animales robados en la Argentina. Ultimamente han sido robados allá más de cuarenta mil animales que son comprados en nuestro país consciente de su origen. Decirnos que los ladrones son los indios, N, nosotros ,rqué seremos?". Se calcula que sólo en 1870 pasaron más de doscientas mil reses vacunas y yeguarizas a las tierras del huemul y los porotos. (Félix de San Martín: Ne'uouén.)

Y eso, ni con mucho, era lo peor. En el camino de la truhanería siempre hay un escalón más bajo que el otro: "Cuando la industria del malón quedó definitivamente establecida, constituyó también el intermediario entre los guerreros de la Pampa y los hacendados de Chile con quienes aquellos comerciaban el producto de sus rapiñas. Los cautivos fueron también artículo comercial, y vendidos como esclavos, salvo las mujeres jóvenes que los indios se reservaban, iban a morir trabajando bajo dura servidumbre en los 160


fundos de la nación trasandina". (Leopoldo Lugones: El Payador.)

Los pulperos criollos —aunque habían nacido en Galicia, Nápoles, Francia o Inglaterra— desempeñaban el papel de avanzadas de la civilización cristiana en el desierto para domesticar a los salvajes, cambiándoles sus cueros robados por aguardiente y azúcar, y vendiéndoles informaciones y armas para ayudarles a defenderse del gobierno usurpador... Tenemos, pues, que —como siempre ha ocurrido en la historia— las clases poseyentes de la Argentina y Chile, con tal de mantener y aumentar sus privilegios y el tamaño de sus alcancías, no tuvieron el menor inconveniente en descender a todos los robos y fraudes, explotando al indio y al soldado, y sin hacerle asco siquiera a li rn5 prócer dc las infamias, aquélla que no puede tener redención en el purgatorio de la historia: la de cambiar por chirolas la libertad de las hijas y niños de su propio pueblo, hundiéndolos en la condición de esclavos, es decir, aquella en que el hombre desciende más abajo de la bestia. ¿Comprende el lector por qué este largo pleito con el indio que condiciona profundamente la vida social argentina del siglo pasado, con consecuencias que aún padecemos, figura apenas como una anécdota en nuestros textos de historia?

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(ltPfruLo VIII EL DERRUMBE Bajo la presidencia de Avellaneda ocurrió algo de más trascendencia que todo lo consignado por los cronistas en cuatro siglos de historia rioplatense: el descubrimiento de que la Pampa puede llevar no sólo cascos y pezuñas sino también espigas, y con generosidad igual o mayor. Sí, la Canaán agraria de la mies, la verdura y la fruta... ¿quién lo hubiera creído? En efecto, ello se dio pese a la opinión de un sabio de alta patente como Burmeister, cuyo criterio fue quizá secretamente sobornado por el interés o el prejuicio de inveterar la monocultura de la vaca... Pese a la ahora imprescindible y ya incontenible necesidad de tierras pacíficas, el problema del indio, que pudo ser resuelto cincuenta años atrás, aún permanecía en pie. En el capítulo anterior vimos cuáles fueron las mal disimuladas causas de la hegemonía de las tacuaras, esa epidemia vuelta endemia que parecía presentarse más amenazante que nunca. ¿Acaso no trascendió que en su desaforado engreimiento o en su secreta desesperación, Namuncurá estaba albergando en su mollera araucana la esperanza de entrar en Buenos Aires como Atila en Roma o los turcos en Constantinopla?... 162


En 1875 el Dr. Adolfo Alsina, ministro de la guerra, en perfecto acuerdo con el presidente Avellaneda, se Convirtió en el órgano ejecutor del plan de dar un largo paso hacia Tierra Adentro, poniendo en juego los mejores recursos y energías de la nación y aprovechando la ausencia de casus belii externos o civiles, no menos que la creciente difusión del ferrocarril y el telégrafo y la reciente presencia del rémington. ¿ Cómo ocurrió que los indios parecieron haber alcanzado entonces su mayor poder destructivo y la cristiandad rioplatense correr su mayor riesgo? Había más de un detalle significativo. Ya vimos en el capítulo anterior cómo , fue engendrándose la invertebrada doctrina de que al indio sólo se lo podía partir usando de cuña al indio, e dccii, sobornando paiie de las tribus para volverlas contra el resto. Porque nadie pensó en otra cosa, esto es, nadie, ni remotamente pensó en civilizar al indio, queremos decir, prepararlo paulatinamente para su ingreso en la cristiandad. De ahí que en vez de semillas se les mandaba tabaco, en vez de arados, aguardiente. Y cuando pedían bueyes —corno en la nota de Epumer— se les enviaban curas o uniformes militares. (Ya vimos también que los pampas practicaban la alfarería, la talabartería, el hilado y el tejido rudimentario y la pequeña agricultura, y que el Cacique Ramón era agricultor, estanciero y platero). Tal vez todo hubiera sido inútil, porque ya los indios, sobre todo los llamados amigos, estaban muy corrompidos —sobornados y explotados a un tiempo— por los Políticos, los proveedores, los comandantes y los pulperos. Aunque la solución única, la que salvaría a los indios y los intereses morales de la civilización era la que había indicado el más lúcido quizás de cuantos habían intervenido en la guerra-de frontera: "Ser hu163


manos con ellos, nada mejor; pero a condición de serlo no antes de haberlos vencidos y de haberles hecho comprender que esa generosidad no era debilidad". (Ebelot,) Perfectamente, es lo que nadie había hecho desde Rosas, o los que vinieron después, contestes todos en comprarle la paz al indio con tal de que les dejara las manos libres para definir entre ellos sus tortuosos intereses internos. Y ya vimos que el negociado de esa paz intermitente había terminado por prostituir a compradores y vendedores. Había, pues, la decidida voluntad de terminar con la frontera india, pero surgieron dos opiniones dezcoin cidentes, dos métodos, representados por el ministro de Guerra y el comandante de la ¡rentera de Río IV, que fue consultado en la ocasión. Desde luego ambos están de acuerdo en la imprescindible necesidad de terminar con la guerra del desierto y esto sólo ya significaba abandonar la tradicional posición defensiva. Sólo que Alsina quería hacerlo en tramos sucesivos, conquistando y poblando zonas cada vez más avanzadas, hasta echar al indio al otro lado de la barrera natural de Río Negro, o lo que era mejor, obligarlo a someterse. El coronel de Río IV no estaba totalmente de acuerdo y exponía una doctrina que desde el punto de vista técnicamente militar y su rápida eficiencia, era irrebatible. "El sistema actual de líneas de fuertes. . . y mantenerse a la defensiva, avanzando lentamente con la noblación, ya sabemos cuáles son sus resultados, y cuáles serán más adelante. "Los fuertes fijos matan la disciplina y diezman las tropas, y poco y ningún espacio dominan. Para mí, el mayor fuerte y la mejor muralla para guerrear contra 164


los indios de la Pampa y reducirlos de una vez, es un regimiento o una fracción de tropas de las dos armas, bien montadas, que anden constantemente recorriendo las guaridas de los indios y apareciéndoseles por donde menos lo piensen. Yo me comprometería, señor ministro, ante Ci gobierno y ante el país, a dejar realizado esto que dejo expuesto, en dos años: UflO para prepararme y otro para ejecutarlo, guardando mientras la paz con los indios y la más absoluta reserva sobre las operaciones". (J . M. Olascoaga: La conquista del desierto. Comisión Nacional de Monumento al T. General Roca. Bs, As. 1940). Bien, pero fuera del criterio técnico había seguidomente entre ambos jefes uia divergencia de otro carácter y más honda. A su condición de político y cvil, Alsina unia la de su clara hombría de bien; era también un tribuno popular y no enteramente sordo al corazón de las masas. Más que éxitos prestigiadores, aspira a triunfar con el máximo de provecho y el mínirnun de gastos económicos y también humanos. Triunfar, pero evitando el dolor y la destrucción evitables, a indios y a cristianos, porque su programa confeso no era el de una cacería de reses humanas: "Si se consigue que las tribus hoy alzadas se rocen con la civilización que va a buscarlas; si se les cumple con los tratados, en una palabra, si ellas, que sólo aspiran a la satisfacción (le SUS necesidades físicas, palpan la mejora de su modo de vivir puramente material, puede asegurarse que el sometimiento es inevitable". 'El Poder Ejecutivo, aleccionado por una larga experiencia, nada espera de las expediciones a las tolderías de los salvajes a quemarlas y arrebatarles sus familias corno ellas queman las poblaciones cris165


tianas y cautivan a sus moradores, .". (E. S Zebalos: Callzucurá.) Pobres indios. ¡Nunca llegarían a saber lo que tal vez perdieron con la muerte de un ministro y la llegada de otro! Reza igual para 105 gauchisoldados. En tren de evitarles el máximun de riesgos Alsina había dispuesto el uso de corazas de cuero ("más buenas para palanganas". se burla Prado en nombre de la oficialidad), y el uso de la lanza, que también repugnaba al instinto gaucho, aunque el general Paz, que sabía más que todos nuestros generales juntos, ha consignado en sus Memorias que la lanza era precisamente el arma que da estilo de alud a la caballería. Se dirá, y con razón, que el salto del pachorrientu fusil de chispa al rémington traía un cambio fundamental, y Roca lo vio mejor que nadie, aceptemos. Pero si el método de Alsina era defectuoso desde el punto de vista puramente militar, era profundamente más acertado desde el punto general humano, que es lo que importa. Buscaba evitar sin duda los inconvenientes de lanzarse al desierto en un solo envión, con la inevitable secuela de padecimientos, enfermedades y muertes que traeria para las tropas que son las que llevan el peso más fúnebre de la guerra. En cuanto a Roca no siempre se toma el trabajo de ocultar que su pensamiento de fondo es el del malón con rémington en nombre, naturalmente, de la civilización cristiana: "A mi juicio el mejor sistema de concluir con los indios, ya sea extinguiéndolos o arrollándolos al otro lado del Río Negro, es el de la guerra ofensiva. . .". (Carta a A lsina. Olascoaga: op. cit.) Zeballos, agente semioficial de Roca, se encarga naturalmente de hacer resaltar la eficacia de su desempeño y sus medidas: aumento al triple del número de caballos, supresión de la artillería, el bagaje personal, 166


la coraza hasta volver al soldado "tan liviano como un indio". Todo esto no es sino la pura verdad, pero ya veremos después cómo calumnia y deja en el tintero la obra de Alsina para dar más lustre a las charreteras de Roca. La verdad es que en el primer momento todo pareció volverse para derrotar la doctrina de Alsina. El cambio del equipo de generales mitristas —Rivas. Arredondo— por jefes 'jóvenes y sin mayores habiildades políticas, muy bien representados por Levalle, trajo un severo inconveniente inicial. "Hombre consciente de su deber, el coronel Levalle no podía ser del gusto de Juan José Catriel. Su primer altercado serio sobrevino a consecuencia, de las raciones. El coronel quiso asistir a la distribución de víveres. Contó las vacas, midió el aguardiente, pesó el tabaco y, constatando el déficit, exigió severamente qué significaba eso. El proveedor exigió el recibo del cacique. El coronel lo tomó como prueba de culpabilidad y lo envió al ministro de guerra. FA incidente hizo ruido. Nada hubiera podido ser más desagradable para Ca-• triel. Lo que se le confiscaba era su lista civil. Se enojó, los altos personajes de la tribu se enojaron, pero los capitanejos de último rango y la vil multitud encontraron que las ideas del coronel no eran malas". (Ebelot: op. cit.) Ya se ve. De haber estado cualquiera de los jefes del equipo mitrista ----Conesa, Arredondo. Rivas, Machado, Elía— no hubiera ocurrido semejante escándalo. ¡Dejar en paños menores a un cacique de tal fuste y a un proveedor sobrado de patacones y de valimiento social y político! Fue un acto ingenuo, pero de poco amor a la patria, según la doctrina del doctor Zeballos: "Si por amor a mi patria no suprimiera algunas páginas negras de la administración pública en 167


las fronteras, y de la conducea de muchos comerciantes, se vería que algunos de los feroces alzamientos de los indios fueron la justa represalia de grandes felonías de los cristianos. . .". (Caflvucurd.) Dejemos el amor a la patria del Dr. Zeballos, que es el amor a los privilegíbs de la clase dirigente, de todos sus miembros, y digamos que en este caso ocurrió al revés. Al revés de Calfucurá o Painé, honrados a su modo en el trato con sus tribus, esta dinastía de los Catriel, corrompida hasta el hueso en el curso de su aparcería con los cristianos, traicionaba a su tribu como aquellos traicionaban a su pueblo. Y 10 que son las cosas y tanto puede el espíritu de clase: Adolfo Alsina, la mayor víctima de estos manejos, no aprobó la desenvainada fran q ueza del coronel Barros poniéndolos al desnudo. (Carta intro-ducción a fronteras y territorios nacionales.)

La encrucijada en que se vieron el gobierno y sus tropas fue cosa de sumir el . ombligo a cualquiera. Catriel y su estado mayo r arrastraron a los suyos al desierto, al otro día mismo de su pacto de alianza con el Gobierno Nacional, y lo que debió ser vanguardia de los cristianos contra las tribus rebeldes se trocé en vanguardia y guía de la nueva vélkerwanderung, como dicen los historiadores de hoy, la mayor de los tiempos, pues no fue un malón sino una seguidilla de malones que regresó, la primera vez, arreando trescien. tas mil reses y cargamentos de negocios saqueados, para no contar unas quinientas cautivas y unos centenares de fortinexos y paisanos degollados. Mucho se regocijó la oposición con las malandanzas del doctor-comandante y arreció el asedio. Pero no todo salió a pedir de boca al frente único de los caciques. Es cierto que en el primer instante el apuro llegó al pasmo, y Levalle casi solo en Azul pudo caer cau168


tivo. Pero la voluntad de lucha de los nuevos jefes fue descontando ventajas poco a poco al entrar el 76. El P de enero %Vintter, en Laguna del Tigre, hace recular 1500 lanzas de Namuncurá y Catriel, y recupera doscientas mil reses ma yores, sin contar las ovejas. El din dos. Villegas, en Tapaiqué, repite en menor escala ci contragolpe. El 1 9 de marzo, Maldonado rechaza a 2500 lanzas de Rumaycurá en Horqueta del Sauce. Poco después, dos nuevas tentativas de Namuncur son frustradas por Donovan. El 18 de marzo, en un esfuerzo más desmelenado, tres mil tacuaras de Namuncurá, Catriel y Pincen, disimulando sus plumeros en la niebla, atacan el Para güil y Levalie y Maldonado, a un jeme del desastre, terminan diciendo la última palabra. Y no mucho después Alsina ordena adentrarse cien kilómetros en el desierto. Y al fin Namuncurá se resuelve a conceder la paz y hasta renunciar a Carhué por sólo 200 millones de pesos... Pero ya es tarde; Carhué está ya en poder del rémingtoti, •y además no hay plata, y con la que exige el cacique, podría comprarse 200 Namuncurás. Sin embargo los que vienen son los peores días para el almanaque oficial. Es cuando Alsina concibe y ejecuta su discutible idea de atacar a los indios, como a langosta saltona, con una zanja de cien leguas. Y la crisis financiera acogota al gobierno. Y la oposición aprieta el cerco a tal punto que el ministro de guerra y los fusiles oficiales deben pernoctar sobre las azoteas esperando el reventón. Es cuando los indios aprovethan lo mejor que pueden la bolada, descaminando las provisiones que envía el gobierno a los fortines, o dispersando o no dejando pastar a los caballos de la tropa. La cosa se pone tan negra que Alsina consulta al jefe de la frontera sobre la única salida aparente: la marcha atrás. Levalle opina en 169


contra y Alsina se apoya sobre esa estaca pampa. La proclama del empecinado pareció una invitación al suicidio, aunque sirvió para capear el desastre: "Camaradas de la división del Sur: No tenemos yerba, no tenemos tabaco, no tenemos pan, ni ropa, ni recursos, en fin, estamos en la última miseria, ¡ pero tenemos deberes que cumplir y los cumpliremos!" Los cumplieron. La zanja de Alsina no fue objetada, sino escarnecida, y no sólo por los opositores. Roca, en su libreta de apuntes, anotaba: " Qué disparate la zanja de Msir,a! Y Avellaneda lo deja hacer". (D. Schoo Lastra: Ej indio del desierto)

Y Zeballos, admirador de Roca, cuenta que los gauchos zapadores trabajaban "desnudos, mal alimentados y constantemente a la intemperie La deserción de estos infelices era una consecuencia natural. .". (Cal ivucurá). Eso en cuanto a los medios; en cuanto a los resultados: "Obra tan costosa empapada con el sudor de millares de parias argentinos —gauchos— resultó inútil". Los juicios de nuestros publicistas —escribas u hombres públicos— hay que tomarlos con pinzas. Lo del padecimiento de los zanjeadores no es novedad, puesto que ese es y será siempre el trato diferido a las masas por los dirigentes de toda sociedad clasista, fuera de que el juicio de Ebelot dice que Zeballos enfatiza adrede y olvida que allí hubo cientos de zanjeadoi'es profesionales y no faltaban desertores que se enganchaban de nuevo para cobrar otra prima. Peor les fue a los soldados de Roca, como ya veremos, pero aquí Zeballos cierra el pico. ¿Que la zanja no sirvió de nada? Es decir un disparate a sabiendas. En efecto, no atajó a los indios, que la burlaban sin esfuerzo, pero aún es más cierto que 170


las vacas robadas se mostraban partidarias de Aisina, y de cien sólo una o ninguna pasaba la zanja. Y ese fue el comienzo del hambre de los indios, que los derrotó más que las balas. Y algo de no menor peso. Fuera de que los fortines que flanqueaban la zanja estaban ligados por telégrafo entre sí y con Azul y Buenos Aires (y aunque los indios cortaban el hilo, al principio dejaron de hacerlo al advertir que este corte denunciaba su penetración por un punto ubicabie) ocurría que la nueva línea, corriéndose 20 leguas hacia el oeste, desmoronaba con ello solo el poder y el terror del desierto, el gran aliado de las tacuaras: las tolderías se volvían abordables. Pero vamos al hecho decisivo. Esa línea ha podido establecerse porque entre marzo y abril del 76 se ha producido el primer avance general y coordinado sobre el desierto: Nelson llega a Italó; Villegas a Trenque Lauquen; Freire a Guaminí; Levalle y Maldonado, y el mismo Alsina, a Carhué, que Calfucurá recomendara en su testamento no entregar nunca. La contraofensiva de los indios no ha tenido éxito. En octubre Levalle llega a Salinas Grandes y comunica al go-bierno: "Hoy sabemos con precisión que Namuncurá, reputado el más poderoso e influyente cacique de la Pampa... no es ya más que un cacique cualquiera, visto que no cuenta más que con 1500 lanzas que no siempre están dispuestas a obedecerle y que de hoy en adelante sus guaridas quedarán a merced de las fuerzas nacionales". Más todavía. A lo largo de 1877 se entregan los caciques Ramón y Manuel Grande. Invadidas sus tolderías y copada gran parte de su tribu, Catriel termina también entregándose. Villegas derrota a Pincén y llega hasta sus toldos. En enero de 1878 Levalle vuelve a Salinas Grandes y ocupa la metrópoli ranquelina 171


para siempre, sorprende a Namuncurá en Chiloé, le mata 200 indios Y lo obliga a trasladar sus toldos a Thraru Launquen, 20 leguas más allá, donde el desierto verdadero, sin una gota de agua ni una brizna de hierba, abre de par en par sus puertas al hambre y la muerte para cristianos y bestias. El desierto pelearía ahora contra ci indio, al revés de lo que ocurriera hasta entonces. En efecto, la lejanía inc6gnita e incalculable, el desierto inmisericorde para la sed, y el caballo traLraleguas. habían sido el tridente que el indio esgrimía contra los blancos y ras trillaba sus haberes. El desierto, en que el amanecer no tiene rocío ni pájaros y los ponientes rojeaban como fraguas y ese caballo sin láti go ni herradura que salvaba médanos y guadales como jineteado por el demonio. El indio tantalizado por las vacas y las hijas del huinca hacía erizar el pelo de todos, sin excluir el de los mismos caballos de la civilización. Toda moza sabía que la entrada en el desierto era la entrada en una tumba viva, en un cementerio guardado por Namuncurá, califa del horror. Ese prestigio mítico era el que Alsina y Lavalle y los suyos acababan de chafar. En verdad, ya era tiempo. pues, pese a todo, el combatiente indio estaba en gran desventaja. La tragedia del auca, como la de todo primitivo, era que evolucionaba con ritmo de tortuga, mientras la civilización lo hacía con ritmo de víbora. Desde los días de la colonia venía reboleando sus boleadoras y sus picas. Evitaba el manejo de las armas de fuego (que se las hubieran procurado con tanto gusto como ganancia sus buenos amigos cristianos de ambos lados de la Cordillera), pues nunca lo abandonó el terror negro al gualicho de la pólvora. Atacaba en medialuna para cerrarse progresivamente en redor del enemigo como en sus cacerías, pero acome172


tía sin orden como la jauría acorralando un toro, aunque pronto a abrirse y desaparecer al menor contraste, pues confiaba casi totalmente en la ventaja de la sorpresa y el número. El largo de su lanza resultaba excesivo en los entreveros y entonces solía saltar al suelo y combatir a pie, sin riesgo mayor porque, al revés del caballo gaucho el suyo se quedaba de plantón o a veces iba y volvía con la cola hecha nudo para servir de estribo en caso de gran apuro. Eso era todo. Y todo eso sin alteración, mientias el cristiano iba agregando novedad tras novedad: el ferrocarril, el telégrafo, el rémington. Sólo que si ahora los indios evitaban propiamente el combate, multiplicaban las emboscadas y los golpes de mano en los lugares y horas más imprevisibles. El indio estaba en todas partes y en ninguna. Ni decir que quitar los caballos al huinca y dejarlo a pie, era su diversión favorita. Hasta mediados de 1878, la ocupación de Carhué fue una pesadilla. A 64 leguas de Azul, la más próxima población cristiana, los indios tenían hasta ocasión de asediarla con un sitio, volante e invisible, cierto, pero no menos efectivo, Todo ello mientras el gobierno también estaba sitiado por la oposición que predicaba —como hiciera antes con Sarmiento— que el de Avellaneda era el peor gobierno posible y que se hacía imprescindible el golpe de mano revolucionario. La verdad era que el gobierno hallábase no sólo aislado sino bloqueado en la ciudad porteía que, vuelta hacia Europa, no quería ser capital de la nación empobrecida sino de la provincia opulenta y hegemónica. Así la guerra con el indio tenía dos frentes: el del desierto y el de Buenos Aires, peor éste que aquél. Pese a todo, el gobierno terminó triunfando en ambos y llevando la frontera hasta el meridiano de las tolde173


rías. Era el comienzo del fin. Con todas sus fallas, la zanja de Alsina resultó la fosa de la libertad araucana y el gran boquete abierto para la presidencia castrense de Roca. Alsina murió en diciembre de 1877 y Roca fue nombrado si sucesor en el ministerio. Sólo que los amigos y admiradores del joven ministro, que surgieron como hongos columbrando sin duda el ascenso de su estrella política, le infirieron tal ringlera de banquetes escalonados q ue no sólo lo echaron a la cama sino al borde de la tumba. Roca era una. excepción entre los generales de su tiempo, o de antes o después: poseía talento militar. No era un gran estratego como el de Oncativo y Caaguazú, pero poseía algo infinitamente mejor entre gentes sin moral política ni de la otra: más astucia que los zorros del desierto y tanta como Calfucurá. Tenla, pues, largo porvenir por delante. Repuesto a mediados del 78 de su trombosis gástrica puso manos a la primera parte de su plan. Preparó la opinión general, puso a sus soldados en condiciones más aceptables, aliviándolos un poco de sus bagajes, y también de sus piojos y su hambre y repitió con mayor eficacia la visita de su antecesor a las toldeslas. En octubre lanzó al desierto cinco divisiones en otros tantos rumbos y metas precisos. Por encima del propósito menor de evitar los malones a los pueblos y proteger de paso a las tribus ya rendidas y a los caciques adictos al gobierno, como Manuel Grande, el objetivo central era limpiar de indios el desierto antes de ocupar Chocle Choel y los pasos de la Cordillera. Namuncurá se había retirado a Thraru Lanquen, en el extremo sudoeste del largo cauce del río extinto 174


que comienza en Salinas Grandes. Sabase que, mal montado y jaqueado por el comienzo de ayuno de hombres y bestias, el cacique disponía ya sólo de mil y tantas lanzas, y quizá no todas de obediencia sacramental como antes. No estaban mejor los otros caciques. Las operaciones resultaron como podía esperarse, menos parecidas a una campaña de guerra que a una vasta requisa policial. El 26 de noviembre, cumpliendo órdenes recibidas, Levalle se mueve hacia Thraru Lauquen siguiendo el camino de los chilenos, es decir, la rastrillada trazada a lo largo de un siglo por los vacunos y los yeguarizos deportados a Chile por las tacuaras. El camino es árido pero no del todo carecido de agua. Se marcha siempre destacando patrullas de exploración, pues se sabe que los indios acechan desde la faja de caldenes y algarrobos que flanquean el camino, manteniéndose siempre a la distancia, sin afrontar un sólo encuentro campal, confiándolo todo al golpe imprevisto sobre la tropa y preferentemente sobre sus caballos. Después de días de marcha, pueden acampar en Thraru Lauquen o Laguna de los caranchos. A llí se anotician que Namuncurá y Catriel se han retirado a la sierra de Lihue Calel, a algunas jornadas hacia el sudoeste, a través de un camino de polvo y espinas, sin una gota de agua, a no ser la charca de Mehuacá o Meada de vaca en que algunos soldados chupan barro (para no contar los más sedientos que beben la muy escasa orina de sus caballos). Llegan al fin a Lihué Calel y consiguieron cercar al enemigo. Obligados al combate, los indios luchan con el intenso arrojo de otros veces, aunque la acción es breve y es fuerza doblarse ante la superioridad del número y del rémlngton. ¿ Namuncurá combatiendo al frente de los 175


suyos en el peor momento de la suerte, para probar sus títulos a la jefatura indiscutida?... No, Namuncurá —como un Rosas o un Perón cualquiera —sólo atina a poner a buen recaudo su sagrada persona y lo que le rodea. En efecto, con la estratégica anticipación requerida, el tremebundo Pata de piedra después del informe de sus espías había tomado el portante ocho horas atrás con su familia y favoritos, llevando los únicos caballos de cuenta, medio a escondidas de los suyos. . Sí, mientras muchos de sus dependientes aceptaron la lucha, aun adivinando su pérdida, y algunos (Zeballos hallará las osamentas del cacique Gesenal y su caballo cribadas por las balas y roídas por los pumas) pelearon como los mejores días, mientras el ambicioso jefe sólo ambicionó en la oéasión escape libre, saltando por encima de las más puras canalladas: mandar lancear en Río Negro a un mensajero suyo, dejar en rehenes a uno de sus hijos, abandonar a su hija Manuela y a una de sus esposas. Las demás batidas en el desmesurado escenario ocupado por los indios —desde el noroeste de Buenos Aires hasta el sur de Córdoba y de Cuyo-- dieron resultados parecidos o mejores. El intangible e matajable Pincén, en su retiro, no tuvo tiempo de juntar a los suyos, dispersos por las necesidades del pastoreo, a fin de ofrecerse a las ejecuciones sumarias del rémington. Sorprendido en sus toldos, apenas tuvo tiempo de saltar sobre su pingo con su hijo menor en un brazo; -era un tipo alto y flaco que denunciaba cuarenta sólo de los setenta que llevaba encima, y que dejando su caballo disparar por una loma se escondió en un matorral de cortaderas: rastreándolo con perros lo halló un soldado que le embocó el rémington confundiéndole con un jaguar, sin equivocarse del todo. 176


Nahuel Mapú, el país del tigre está al extremo

oeste de Leuvocó, en la puerta de la gran travesía arenosa taraceada de salinas que se abre hasta el Salado indio, que más parece llevar sudor o lágrimas que agua. Allí se detiene la vegetación y también el hombre, invadido por una impresión más lúgubre que la que produce un desfiladero nevado o un cementerio. Allí fue acorralado el formidable Epumer. Y Racedo lo trajo maniatado como un cordero listo para celebrar la Pascua. Pero no: lo echaron de peón de estancia. Fuerza es citar, como excepción solitaria entre los caciques de largasmentas, el caso de Baigorrita que sin duda sospechó o adivinó que la conquista hecha en nombre de la espada civilizadora y la cruz redentora era el final del malón blanco en grande que había comenzado en Chile en el siglo xvii con el capitán Ponce de León, cazador de 1300 indios del Neuquén y siguió en el siglo xviii en la pampa con el maese de campo Juan de San Martín. Baigorrita luchó sin soltar la lanza ni aun muerto. El 78 es el año final del largo reinado de las tacuaras en la Pampa. Los caciques grandes y chicos que no quedaron para pasto de caranchos y pumas, se han rendido a la espada y al crucifijo o meditan en Martín García sobre el inconveniente de los cambios de clima, todos, (con excepción de Namuncurá prófugo más allá del Río Negro), acorralados por el hambre, pavorizados por el rémington como gozques por el trueno, sin perros ni caballos porque se los han comido todos los restos de las tribus dispersos sólo imploraban que se les perdone la vida y se les deje acercarse a las tierras de la carne y la yerba... Según los datos que el general L. M. Campos le suministró a Zeballos, entre muertos y prisioneros han 177


caído 5121 indios. (La conquista de quince mil ¿eguas). Sin duda fueron muchos más, sobre todo si se cuenta a mujeres y niños entregados a la domesticidad en masa. ¿Cuántos indios murieron matados por la sed y el hambre al escapar sin rumbo al estruendo del réxnington ejecutando a las tolderías desde larga distancia, perdiéndose en la travesía sin misericordia que lleva al Chadi Leuvú, el río más amargo que e mar, el jordán pampa —o en las soledades de fangales y médanos que rodean a Urnilauquen, la inabordable Laguna de las nieblas— o en el pavoroso Huecuvú Mapú, o País del diablo, el reino del polvo con cilicio de espinas... La pampa cimarrona, quince mil leguas cuadradas, estaba, pues, ya sin huella de indios. Pero la mentalidad oligárquica, vacuna y castrense que ha gobernado siempre al país, personificada esta vez en Roca, pensaba algo muy distinto: los indios en pie de guerra a lo largo de más de un siglo habían servido para grandes negocios bajo el poncho: ahora, ya derrocados, eran un puro estorbo. Ya oímos la opinión de Roca: "A mi juicio el mejor sistema para concluir con los indios, sea extinguiéndolos o arroilándolos...", Quería decir: arrollándolos antes do extinguiflos. No era su juicio sino el de toda la casta de los intocables, famélica de leguas cuadradas. ¿La ocupación, después del chafamiento de todos los caciques, del Río Negro, llave del tráfico de vacas con Chile? Hubiera bastado Ci envío de un barco con un regimiento, para ocupar Choele Choel. Era la vieja e inderrotable idea del capitán Undiano y de Azara a fines del siglo anterior prohijada por Sarmiento y otros claros veedores. Ahora doblemente válida. Y a mayor abundamiento, que las tribus del llamado imperio de las manzanas poco o nada tenían que 178


ver con las empresas de los pampas. Era aquél una especie de austero paraíso indio: tierra, majestuosa e idílica a la vez, del cóndor y el huemul, con sus árboles excesivos y sus alfombras de frutilla, y su museo de lagos acopiadores de cielo. Los moradores de sus valles sabían trabajar con sus manos, no precisaban robar y no robaban, ni hacer la guerra, a menos que los forzaran a ello. Los caciques Casimiro, Saihueque, Inacayal, Foyel habían hospedado y protegido a viajeros como Munsters, Bejarano, Pancho Moreno. Más todavía: clavaban la bandera de Belgrano en sus toldos y se oponían a las pretensiones usurpadoras de los indios chilenos. ¿Y de qué les serviría todo eso? Arrollados por el malón de rémington y crucifijo, tuvieron que luchar, aun sabiendo que iban a pura pérdida. Los que no murieron y capitularon tampoco tuvieron mejor suerte. Todos estos indios estaban predispuestos y dispuestos a integrarse a la comunidad argentina por poco que la civilización les hubiese estirado la mano. Pero no se trataba de eso sino —las cosas deben decirse como son— de limpiar de indios la tierra para entregarla en las condiciones más higiénicas posibles a los so?iadores de latifundios. Había otra cosa de por medio. El ministro de la guerra era uno de los pretendientes a la presidencia próxima. La derrota de los indios, lograda ya, no había resultado de alto lucimiento y Roca no había actuado personalmente. La expedición al Río Negro, por tierra, con un ejército con estado mayor, clarines, banderas y hasta sotanas y sabios, eso ya era otra cosa y conferiría una aureola casi de héroe al conquistador de la Pampa primero y del poder después. ¿No había sucedido así en la conquista del desierto de 1833? Pero había que proceder con urgencia. Es 179


verdad que ya entraba el otoño y que el invierno del sur era varias veces más peligroso que el indio ya des j arretado. Eso importaba poco. El plazo no permitía prórroga. La renovación presidencial estaba próxima, y urgía no sólo volver con el triunfo sino volver en la ocasión justa. Orden del comandante general a los jefes expedicionarios: "aunque le falte algo como los medicamentos, que ordeno se le remitan por mensajería, usted no debe postergar la marcha". (comisión Nacional. de Monumento a Roca,) Ya se ve. Lo importante era la promesa de mandar medicamentos; que éstos llegaran después que el enfermo se hubiera agravado o muerto, eso importaba menos. Informe médico del año 1879: "La estadística de estos dos cuerpos de línea es tremenda, pues arroja por un cuatrimestre poco más del 3 % del efectivo. y es de advertir que esta mortandad no pertenece toda al cuatrimestre sino más bien a un mes y medio. Notaré también que todos los muertos eran soldados rasos y reclutas casi todos". (E. Racedo. La conquista del desierto, C. N. Monumento a Roca). Del año 1881: "Muchos enfermos están postrados en lechos de dolor.., adoleciendo enfermedades que un tratamiento de dos o tres días habría podido hacer desaparecer teniendo los remedios que se necesitan". "Muchas enfermedades, pequeñas si hubieran sido tratadas á tiempo, se han vuelto crónicas e incurables por la misma causa". (F. E. Ugarteche. El Tte. General R. Ortega, cit. por J. A. Portas, Op. cit.). Dos preguntas: ¿a cuántas medias docenas llegror las bajas producidas por los indios? ¿A cuántas centenas las producidas por las enfermedades, las zambullidas en agua helada, el menú de mula hética o la 180


huelga de hambre, los garrotazos o planazos disciplinarios? Los médicos o practicantes se atreven a veces a guerrear por el respeto humano en nombre de la economía: "Es del soldado, lo mismo que del caballo, que se consigue una suma más fuerte de trabajo con la sola condición de ser bien alimentado. El soldado vale plata, mucha plata, y es economizar mucho economizar la vida de muchos individuos procurándoles un bienestar físico y moral". (Racedo, Op. cit.). Desgraciadamente el nobilísimo argumento es inconsistente. El caballo cuesta plata porque hay que comprarlo, el soldado no, porque la leva es gratuita. Por eso, en las noches muy frías, como recuerda Prado, el jinete debe ceder su manta a la cabalgadura. Bienestar físico y moral, arguyen los médicos. Los buenos galenos, ya se, ve, comulgan con la utopía unversal: exigir sentimiento humano a una sociedad de clases, es decir, organizada para el expolio. Y tan luego en pro del soldado que, antes de vestir el uniforme, debe desnudarse de todo derecho y trocarse pura herramienta de obediencia. Ya vimos anteriormente la gama de advertencias disciplinarias: baquetas, estaqueaduras, cepos. Agreguemos otra variante no despreciable: el maniatar al reo y colgarlo a la intemperie como un jamón al humo. Era la horca provisoria. ¿Que la indumentaria no era excesivamente cómoda ni elegante? "No había dos soldados vestidos de igual manera. Éste llevaba de chiripá la manta; aquél carecía de chaquetilla; unos calzaban botas viejas y torcidas; otros estaban con alpargatas; los de este grupo tenían los pies envueltos con pedazos de cueros de carnero; aquellos otros descalzos". (M. Prado: La guerra al malón.)

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Naturalmente mediaba una rigurosa proporción entre el indumento, el alimento y el trabajo. "Diana siempre dos o tres horas antes de aclarar..., suelta del ganado al pastoreo luego de haberlo rasqueteado y revisado los cascos. Luego trabajo y carneada. Trabajo: pisadero para hacer adobe, zanjeo en los reductos y en las chacras, construcción de cercos y muros, corte de juncos en las lagunas para los techos, roturación de tierra para la siembra y el forraje. Desayuno: té pampa sin azúcar". Menú integral: "algunas yeguas flacas y viejas que se cocinaban sin sal al calor del fuego hecho con estiércol. A las 12.30 horas, trabajo otra vez hasta la lista de la tarde". (J . C. Waither: La conquista del desierto, cit. por J. A. Portas.) El autor del Martin Fierro describió las bellezas del fortín solo de oídas en 1872. Siete años después, en la campaña del desierto, los rasgos pictóricos han mejorado apreciablemente y quien lo consigna es un testigo ocular y con charreteras: "Aquella pobre gente no dormía, no descansaba, no comía, carecía de ropa y de calzado, en la botica no se encontraban medicamentos, y en cambio, a la meflor palabra de protesta, al menor gesto de cansancio, funcionaban las estacas, llovían las palizas o los consejos de guerra verbales dictaban la muerte". "...¿ Qué era morir después de todo? ¿No se moría todos los días en aquel infierno de campamento. colgado del palo por la infracción más insignificante, descoyuntado en las estacas por el menor olvido, deshecho en la carrera de baquetas por falta de una lista; no se moría todos los días de vergüenza y de dolor cuando cualquier mocosuelo por el solo hecho de ser oficial o clase dragoneante lo agarraba a palos o a sopapos a un hombre como él, a quien le sobraban 182


coraje y alientos de macho parar dar y prestar?". (I4. Prado: La guerra al malón.) Ya se ve: la vida castrense en todo su heroico esplendor, el hombre reducido a piltrafa en su carne y en su espíritu o si se prefiere, en un felpudo para botas militares, cuando no en mula de arado o de noria. He aquí un ejemplo más, entre tantos. Se hace cargo al coronel Belisie., de tener empleados en servicio de su hacienda propia: 1) un destacamento en su estancia; 2) un sargento y cuatro soldados en una calera; 3) un soldado en la cesta del río Catalin; 4) varios soldados en la quema de materiales para la venta; 5) veintitantos soldados trabajando en su estancia so pena de no entregarles la baja ya acordada por el gobierno... (Mariano Espina, Defensa del coronel B. 1893. Cit. por J. A. Portas.) Lo edificante del caso es que este aprovechado coronel no era un mirlo blanco. Los jerarcas de quepis han tenido o tienen tendencia a incurrir en deslices semejantes. Basta recordar aquí las denuncias de Sarunto sobre el desempeño de los jefes rosistas en el país y en el sitio de Montevideo (Campaña en el Ejército Grande.) Los cronistas de la Conquista del desierto, de uniforme o sin él, han ponderado casi siempre no sólo la resignación altivamente estoica del gauchisoldado y su firme amor a la disciplina sino su fogoso entusiasmo por servir a la patria de los terratenientes. Ya vimos que según el dato de Zeballos hubo años en que la deserción sólo alcanzaba al 35 por ciento de la tropa, entre marzo del 76 y marzo del 77. En el curso del 79, el apego al campamento y las baquetas no aumentó visiblemente y es el mismo secretario del comandante general quien lo consigna: 183


"La pavura del desierto, que tenía impresionada el alma popular, y las penurias experimentadas por la tropa desde sus primeras etapas produjeron entre ellas casos de locura, suicidios, algún conato de revuelta y deserciones. (D. Schóo Lastra: El indio del desierto.) ¿Cuándo se oyó decir que mi jilguero o un gaucho se suicidan? No es sino perfectamente justo que si el trato a los soldados no pecaba de mimoso, los indios no tenían derecho a quejarse del que se les dispensara a ellos, fuera el que fuese. Y no siempre fue de muerte o cárcel. "Despach6se al cacique Painé, su mujer e hijos y diez enfermos de viruela, poniéndolos en libertad para que al mismo tiempo conduzcan una nota que se dirige a Guaiquilián.. .". (M. J . Olascoaga: La conquista del desierto. Comisión Nacional de Monumentu a Roca.) Por cierto que el asalto a las tolderías era el mero embudo dado vuelta del que los indios habían llevado en otro tiempo a estancias.y pueblos. "Quien no haya asistido a una de estas expediciones militares no puede darse cuenta de lo que es un ataque a las tolderías. En cuanto el trompa da la señal de ataque, la fuerza se desbanda, se fracciona y ya cada uno SOlO, o asociado a dos o tres, se lanza en procura de algún toldo, de alguna tropilla, en persecución de un indio que huye o de una familia que se oculta en la espesura". (M. Prado: La conquista de la pampa.) Lo que sigue, se descuenta: violación, rapiña, muerte. Hay algo que los partes se encargan de aclarar meridianamente. Aunque sigue usándose el lenguaje heroico, lo que aquí se llama combate es algo perfec184


tamente equivalente al combate de una jauría de lobos con una manada de venados "Habíamos atacado la mismísima toldería de Pmcén... Nuestras pérdidas hasta entonces se reducían a un soldado herido levemente. Los indios tuvieron 92 muertos". (M. Prado: La conquista...) Combate muy parejo como se ve. ",. habiendo batido a los salvajes por tres veces consecutivas, les he causado 272 bajas de este modo: 43 indios mueitos, 42 de lanza prisioneros; 158 de chusma; 19 cautivos rescatados... Sólo dos heridos nos cuesta este triunfo". (Olascoaga: op. cit.) Otro modelo de equilibrio combatiente. A veces, para asegurar mejor el ahorro de sangre cristiana, se recurre a una treta gloriosa: se ofrece un armisticio o la paz sin condiciones a un cacique, y después se procede a mansalva. La viveza criolla no puede ser inferior a la astucia india. Ni decir que no fueron excepción los casos en que la inspiración insuflada por Roca y sus jefes al ejército fructificó en hazañas que podían enorgullecer de veras a la civilización del rémington y el crucifijo. Veamos un ejemplo: "Abrir los ojos y ver en torno carabinas que apuntan y afilados sables que pinchan acompañados de gritos de la soldadesca que sin compasión hiere y mata. Tengo muy presente aquel espectáculo. Vi siete u ocho moribundos revolcándose en inmensos charcos de sang re, otros fueron muertos a poca distancia de los primeros no logrando escapar ninguno. Recuerdo que un indio blanco totalmente desnudo corría gambeteando a la jauría que lo perseguía, hasta llegar a nuestro jefe, quien presenciaba la escena a corta distancia; ni uno ni otro pudieron entenderse una palabra: el mayor se fastidió y se dio vuelta encogiéndose 183


de hombros; el pobre chino, desesperado y pálido como la muerte, hacía ademanes de súplica clamando perdón en su lengua; todo fue inútil: un gesto del jefe bastó para que corriera la suerte de sus compafieros. ..". (Cadete X: El campamento 1879. Citado por J. A. Portas: op. cit.) ¿Verdad, lector, que este episodio merece un monumento alto como el elevado a Roca? Cuando insístimos en que desde los días de la Zanja de Alsina, el desierto se volvió contra los indios, y el hambre conmenz5 a ser el verdadero vencedor del indio, no exageramos una higa: "Los prisioneros se encuentran en el último estado de pobreza, completamente desnudos y sin más alimentos que raíces y cueros viejos que recogían de los toldos abandonados... Están flacos, extenuados y hambrientos a la vez, según manifiestan sus semblantes al ver la carne que se les da y que devoran casi cruda". "Inspiran verdadera compasión los más pequeños, que agrupados alrededor de los fogones, huyendo del frío, se quemaban las carnes, ostentando en seguida grandes y profundas llagas que las hacía de muy difícil curación". (Racedo: op. cit.) ¿Que conmiserarse de salvajes, que no creían en Jesucristo, es indigno de cristianos civilizados? Sin duda. Es más fácil llorar una vez al año la muerte del que revivió glorioso al tercer día. Imposible cerrar este capítulo sin una alusión siquiera fugaz a un hecho que muchos suponen un cuento para asustar niños, pero que es, por desgracia más verídico que nuestra democracia con dividendos. Nos referimos a la cacería de indios patagones por cuenta de los terratenientes del sur, perpetrada (el inglés Bond se hizo viejo en el oficio, sin jubilarse) entre fines del siglo anterior y comienzos de éste y 186


denunciada fehacientemente por J. M. Borrero en La Patagonia trágica y más antes por Roberto Pairó en La A ustralia A rgentina. No es menos sabido que el comandante Varela fusiló a todos los peones de las estancias de Santa Cruz que se declararon en huelga en 1921, si bien les proporcionó sepelio gratuito, y que el presidente Irigoyen y el Congreso de la Nación se apresuraron a silenciar el pequeño episodio en homenaje al intangible honor de nuestras fuerzas armadas. Pairó, en 1899, señaló como financiadores de la cruzada cinegética contra los patagones a los vecinos más respetables --chilenos o gringos— de Punta Arenas. Veinte años después Borrero sindica corno el máirno inspirador del deporte a don José Menéndez, patriarca mayor de terratenientes patagónicos, aunque ya la tradición tendía a decaer: en algunos casos en vez de quitarle la vida al indio, se lo amonestaba quitándole una oreja. (No precisarnos decir que estos hechos son un mero corolario de la gloriosa conquista del desierto de 1879 y su no menos glorioso prorrateo entre parientes ,y amigos) ¿Barbarie? No, sólo que los concesionarios de la civilización y de la religión retoman fácilmente a la antropofagia en cualquier lugar y época cuando precisan eliminar lo que estorba o amenaza su apostolado de dominio y de lucro, tal como ayer los de la libra esterlina en Sudáfrica y la India, los del marco en la Europa nazi y los del dólar hoy en Vietnam y la libra esterlina en las Malvinas. ¿Y es que nuestro proletariado, cada vez que tuvo veleidades de reclamo o huelga, recibió otro trato: en el Centenario, o en la Semana Trágica, o bajo Uniburu, Justo, Perón o Aramburu? 187


CAPÍTULO IX

LA CACERJA DE LATIFUNDIOS En un cuento de Tolstoy un propietario de tierras vende por más tierras su alma al diablo, quien se compromete a darle tanta extensión como la que sea capaz de recorrer a pie en un día. El latifundista se pone al trote, y cuando después de horas y horas de marcha la fatiga lo derrumba al fin, una y otra vez, se levanta de nuevo a la sola idea de que un paso más significa leguas de tierra y sigue andando hasta que cae para trocarse en tierra. La parábola fue inventada sin duda para los terratenientes de la estepa, pero les viene como visita de angel a los de entrecasa, seún vamos a ver. Ya consignamos que los españoles y criollos de la colonia comenzaron a repartirse la tierra como tajadas de sandía, sólo que en proporciones liliputienses, dado que por un lado el rey —las tierras realengas— se declaraba el terrateniente por antonomasia, y por el otro las lanzas del infiel servían de Coto. Con la independencia, es decir, la ausencia de corona, las puertas se abren. La idea de fomentar la riqueza "del país", dando tierra a los estancieros nace en 1816 en la cabeza de Alvarez Thomas. Otro miem188


bro de la clase dirigente es quien inicia su reparto

en 1819. El historiador V. F. López ve, y ve con simpatía, la relación que media entre la paz social lograda en 1821 y el creciente interés británico en nuestros cueros y el creciente interés de nuestros estancieros en la tierra pública: "Cuando este favor —el del comercio inglés— se levantaron, ricos y bien inspirados, al norte y al sud, nuestros viejos hacendados las Miguens, Castex, Obligado, Lastra Suárez, Anchorena". Mejor inspirado estuvo el mayordomo de los Anchorena y socio de N Terrero y L. Dorrego, Juan Manuel de Rosas, que se enriqueció ensanchando sin tregua las tierras del consorcio y vendimiando a das manos como intermediario entre los indios y el gobierno (T. de Iriarte: Memorias), arbitrando puertos propios para el contrabando, organizando el trust del abasto de carne que la pone a niveles difíciles para los de alpargata. (José Ingenieros: Evolución de las

ideas argentinas.)

El mismo historiador López es quien ha señalado, no sin acierto, y mucho antes que otros, los principales errores políticos de Rivadavia: el decreto de 1822, ccmo ministro del gobierno provincial de Martín Rodríguez, autorizando al propio Rivadavia a promover en Inglaterra una sociedad para la eplotaci6n minera en el país, todo ello sin autorización de la Legislatura bonaerense, y su elección por el Congreso como presidente de una república aún no constituida Errores graves, o gravísimos, todo lo cual no invalida sus hazañosas reformas —la militar, jubilando generales desocupados; la religiosa, reduciendo el número manirroto de conventos y hectáreas conventuales, y, sobre todo, y pese a todos sus defeé tos, el conato de reforma agraria, llamado Ley de Enfiteusis por la cual 189


declaraba inalienable la tierra pública y sólo alquilable, mediante canon, a los particulares— . . Ni decir que ningún insulto podía sonar peor que tamaña novedad en los oídos de los estancieros o aspirantes a tales. Confiaron en la Providencia católica y el porvenir, sin embargo. El primer decreto de dicha ley, dei 7 de abril de 1822, prohíbe la enajenación de la tierra pública. El del primero de julio autoriza a dar en enfiteusis o arriendo las tierras públicas disponibles. Eso dura hasta la llegada de Dorrego, hombre comprensivo y tal vez desinteresado, que por comadrería política comienza a favorecer a l os ogros tragaleguas, quienes demuestran la irremediable fatuidad de Rivadavia con los siguientes macizos argumentos: P) se hacen conceder, no uno sino dos o más lotes de extensión a gusto del consumidor; 2) no pagan canon alguno 39) subarriendan cobrando la renta que deben al gobierno; 4?) terminan trocándose en propietarios como el gusano en mariposa. En la primera tanda de enfiteutas figuran a la vanguardia los bonetes militares: A lvear, Díaz Vélez, Pacheco, Rodríguez, Prudencio Rosas, Rauch y ¿por qué no? Facundo Quiroga. Y desde luego los terratenientes veteranos o pretendientes a tales: Tomás y Nicolás Anchorena, Francisco, José y Felipe Rosas. J . N. Terrero, F. Arana, F. Escurra, Miuen, Lastra, Irigoyen, Basualdo. Cuando en 1828 llega Lavalle, en vez de tierras comienza a repartir patacones públicos, a razón de 25.000 por cabeza, entre los jefes de su ejército a título de pago de servicios heroicos a la patria, ( L os servicios eran ciertos pero su cómputo en chirolas no era propiamente heroico). Cuando la historia argentina se vuelva más larga y 1 Qfl


compleja muchas anécdotas del gobierno de la Santa Federación serán olvidadas sin duda, menos sus méritos al título de gran inaugurador del reparto de la tierra pública en parcelas desmesuradas, de Amurabi del latifundio. "Retenida la tierra en poder del Estado, después del decreto de Rivadavia, durante siete arios, abre Rosas la era del derroche ci 3 de junio de 1832 en que inicia el derrumbe de la Enfiteusis con un decreto, poniendo en vigencia otro del gobernador Viamonte, de fecha 19 de setiembre de 1829 y por el cual se donan suertes de estancias de media legua de frente por una y media de fondo en la nueva línea de fronteras en el arroyo Azul, y campos fronterizos de pertenencia del Estado. . A comenzar de este decreto la tierra pública fue entregada a la marchanta en tres formas distintas: por venta o remate, como premio a los militares que habían participado en guerra contra los indios, o en el Paraguay, y con el propósito de colonizar y llevar población a la nueva línea de fronteras". "Y en la provincia de Buenos Aires, lo mismo que en los territorios nacionales, la tierra distribuida fue poco a poco a caer en manos de acaparadores que nunca colonizaron ni cumplieron en lo más mínimo con las obligaciones impuestas por • la ley. En cambio fueron extendiendo sus derechos sobre la provincia que se convirtió en feudo de pocas familias". (Jacinto Oddone: La burguesía terrat niente argentina.)

Por decreto del 10 de mayo de 1836 se lleva a cabo la primera gran venta de tierras públicas hasta enajenar una extensión de 1500 leguas cuadradas. ¿Podrá extrañarse que entre los adquirentes más presurosos figuren los Anchorena (ex patrones y primos de Ro191


sas), Terrero y Pereira (socios de Rosas) y Pacheco y Alzaga (generales de Rosas)? "85 estancieros enfiteutas detentaban 919 leguas de tierra en cuya posesión habían entrado sin desembolsar un centavo ni pagar el canon", (E. A. Con¡: La verdad sobre la enfiteusis.) Más todavía. Don Juan Manuel no se andaba con chicas cuando se trataba de asegurar la adhesión federal de charreteras, levitas, sotanas y ponchos y echar al sepulcro o por lo menos a la calle a los herejes unitarios: las tierras tornadas a los indios en la Campaña del desierto, o a los estancieros de la revolución del Sur de 1839, tuvieron ese destino, "El espionaje, la delación, el cintillo punzó, se premiaron con suertes de tierra, y elespeculador rapaz, el miliciano de todos los grados, el barraquero enrolados en las filas del tirano vieron crecer sus patrimonios a expensas del Estado .." (G. H. Lestard; Historia de la civilización conómica argentina.) Naturalmente tan manirrotagenerosidad con los devotos de la Santa Federación no podía olvidar al número uno, es decir, al inventor del sistema. A propósito nada más edificante que 10 ocurrido con la isla Choele Choel en 1833. Según la Legislatura, Rosas había superado a los capitanes de ma yor fama —Alejandro Cortés. San Martín— que sólo ganaron batallas de cuerpo presente. Rosas había derrotado a los indios y ocupado la isla nombrada teledirigiendo las operaciones desde las márgenes del Colorado. Lo declaró no sólo "ilustre defensor que engrandeció la Provincia y aseguró sus propiedades", sino "Héroe del desierto", conquistador de millares de leguas de territorio patrio, por eso lo condecora con la isla Choele Choel como si fuera una medalla. Sólo que no contaba con el pudibundo desinterés del paladín, que se apre192


suró a contestar: "El infrascripto, anonadado y lleno del gran rubor que inspira un presente no merecido... acepta... que la isla se llame General Rosas. ". Eso si, se permite imponer una pequeña condición aconsejada por su irreprimible desprendimiento: "Que h donación se conmute con la de otros terrenos qu hoy son propiedad del Estado, dándole en igual forma una extensión de cincuenta o sesenta leguas cuadradas en cualquier punto de los campos de la provincia... que designe a su elección el infrascripto". ¿Que alguien dirá que la permuta de una isla remota, inundable e inocupable por igual extensión de las tierras más gordas tan g ibles, era una maniobra no indigna de Harpagón, y una desmesurada estafa? "He podido comprobar —dice el Dr. Bartolomé Ronco.' Azul— mediante las diligencias de mesura que se conservan en ci Departamento Topográfico de la provincia, cuáles fueron las concesiones enfitéuticas afectadas por el decreto mencionado.. . y una de ellas era por doce leguas a favor de Miguel Rodríguez Machado, quien la transfirió ya fundado el Azul, al general Prudencio Rosas, hermano de Juan Manuel, y otra, por 32 leguas, era a favor de Eugenio Villanueva, y pasó a beneficiar, por la sola voluntad de Rosas, a su hijo Juan, de modo que hermano e hijo, se quedaron con 44 leguas. "Esta afirmación va -a encontrar seguramente un eco adverso en la fama de escrupulosidad con que Rosas manejaba los dineros fiscales.. . que no ha impedido que las 24 leguas de campo que originariamente y por compra a Julián y Miguel Torres, formaban la estancia Los Cerrillos, donde Rosas comenzó su fortuna, alcanzaran la extensión de más de 120 leguas durante los años de su gobierno". Entre los liberales es de uso fruitivo aludir a las 193


erogaciones latifundarias de la dictadura, mientras guardan un pudoroso silencio sobre las hazañas parejas del régimen que la sucedió, es decir, e! de Obligado, Alsina y Mitre, como que fueron un mero plagio del régimen conminado por ellos. "La caída de la tiranía en 1852 no señala ninguna mejora en el régimen de las tierras públicas... ; suprimida la ley de enfiteusis, la tierra es vendida o arrendada o donada en vasta escala. "Consciente o inconscientemente se creaba y fomentaba la especulación, la explotación del trabajo humano, el salariado, la miseria de quienes para ganarse el sustento habrían de trabajarla en las peores condiciones posibles y por otra fomentaban el bienestar de los acaparadores. '1¿ Podría acaso creer el gobierno que los señores Anchorena, por ejemplo, trabajarían las 135 leguas que habían obtenido en enfiteusis y de las que luego fueron dueños?" (Oddone, op. cit.) Desde luego Oddone no afirma que 19s Anchorena robaron tamaña cantidad de tierra sino simplemente que la escamotearon. Igual que bajo la hégira rosista, bajo la de AlsinaMitre, la tierra se repartía en calidad de aguinaldo entre los feligreses respetables. "Las tierras fiscales y enfitéuticas de la costa del Salado, Chivilcoy. Azul y Bahía Blanca iban a manos de los paniaguados. La ley dei 30 de octubre de 1855 sobre concesión de tierras en Bahía Blanca, la ley 903 del 9 de setiembre del 56 sobre la venta de tierras fiscales en la capital bajo el gobierno de Alsina; la ley 142 del 6 de agosto del 57 sobre venta de tierras fiscales en el interior del Salado; la ley 176 del 15 de octubre dei 57 sobre canon enfitéutico; la ley 179 del 16 de octubre del 57 sobre el dominio de tierras fiscales 194


fuera de los ejidos; la ley 240 del 21 de octubre del 58 sobre venta de tierras fiscales al sur de la provincia; la ley 245 del 29 de octubre del 58, sobre venta de tierras municipales; la ley 290 del 15 de octubre del 59 sobre venta de tierras públicas". (J . M. Mayer: A lberdi y su tiempo.)

No podía ser de otro modo. El gobierno del nuevo clan representaba los mismos intereses gestionados por la dictadura y tanto era así que había incorporado a su elenco a los representantes más puros del régimen depuesto: Lorenzo Torres, Nicolás Anchorena, Vélez Sarsfield, los hermanos Elizalde, el mismo gobernador Obligado. En 1857 se promulgó la ley de arrendamiento. "Art. 13. Ninguna persona o sociedad podrá obtener en arrendamiento más de tres leguas cuadradas al interior del Salado y seis al exterior de este río". El engañado esta vez no fue el gobierno como en 1822-27, sino el pueblo, pues esta ley, como ocurre siempre en todo gobierno de clase, fue dada para ocultar al pueblo los manejos del gobierno al servicio de la oligarquía. ¿Quiénes fueron en efecto los nuevos pobladores y colonizadores? ¡Los mismísimos del tiempo de Rosas, los mismos que reincidirían treinta años después, bajo Roca: los Arana, Pacheco, Ortiz de Rozas, Elizalde, Pereyra, Irigoyen, Lezica (todos ex rosistas) para no aludir a los Balcarce, Saavedra, Quintana, Cambaceres, Casares, Bunge, Gainza, Lastra, Montes de Oca, Quimo, Santa María, Rocha, Basualdo, Gowland, Piñero, Unzué, ni a los fundadores y denominadores de pueblos: Rocha, Luro, Haedo. Disfrazados ayer de enfiteutas, hoy de arredantarios, de colonizadores, de conquistadores del desierto, de servidores de la civilización y el crucifijo, son los tragaleguas de siempre, los propietarios del gobierno, 195


del ejército, de la iglesia, de las vacas y de este desaforado valle de lágrimas que es la Pampa: las garrapatas de la perra suerte del pueblo argentino. Ya vimos que Mármol en 1869 denunció que la guerra contra el Paraguay estaba concertada un año antes de acometérsela, como que fue preparada por las diplomacia inglesa y brasileña cebando la vanidad danaidesca de Mitre y la voracidad de los saladeros y mostradores porteños. Vimos también que a raíz de esa guerra el país descendió a la mayor impotencia económica y militar, y con ello a la máxima indefensión de la frontera. Los indios mandaban más que el gobierno y Calfucurá trataba a Mitre como un lacayo insolente a un amo reblandecido. No hubo pues, por esos años, mucha tierra que repartir, aunque eso afligía poco a los estancieros en la ocasión, pues habían rehenchido las alforjas como proveedores de la inverecunda guerra guaraní. En la biografía de Sarmiento hay un pormenor que tanto sus detractores como sus panegiristas se esmeran en pasar por alto: es su proyecto presidencial de reforma agraria. También es más o menos desconocida su preocupación central por el problema de la tierra. Ya en sus primeros años de actuación en Buenos Aires —185560— había logrado, después de no poco ajetreo, que el gobierno lo autorizara a hacer un ensayo de colonia agrícola en Chivilcoy. Más tarde y después de advertir con pasmo --igual que Martí— que el factor número uno del arrollador desarrollo de los Estados Unidos era su Ley de tierras que iba convirtiendo en granjas de no más de 60 hectáreas cada una los millones de hectáreas del desierto, Sarmiento no se cansó de insistir en que el prorrateo del desierto en áreas cultivables por sendas familias de granjeros 196


—criollos y gringos— era el factor capital de nuestra liberación de la colonia y nuestro ascenso al ideal democrático del siglo. "En el vasto campo de instituciones, leyes y sistemas que propuso y sostuvo durante tantos años fueron las leyes agrarias en las que fue sin atenuación derrotado por las resistencias no obstante que a ningún asunto consagró tanto estudio". (A. Belin Sarmiento: Sarmiento anecdótico.) En su discurso-programa de candidato triunfante a la presidencia de Ja nación, Sarmiento dijo en Chivilcoy, la colonia que él fundara: "Chivilcoy será el programa del presidente". "El presidente don Domingo Sarmiento será el caudillo de los gauchos convertidos en pacíficos ciudadanos". ¿Mediante qué? Había escrito desde Norteamérica: "Buenos Aires cuenta con nueve o diez mil leguas, ' cuando diez mil propietarios se hayan apoderado de ellas, ¿qué queda para las generaciones venideras, para la presente, que no puede comprar una legua? Tendremos un millón de vacas más y por delante un siglo para aumentar un millón de habitantes". (A mbas A méricas.) Sarmiento no bregaba sólo por corregir con el cultivo agrario y el desarrollo industrial el monocultivo de la vaca, sino y sobre todo por evitar que la demografía bicorne desplazara a la humana, que la mentalidad bicorne plasmara el espíritu del país ("las vacas dirigen la política argentina", dijo en 1852) y, lo que no era menos por evitar a tiempo lo que no pudo lograrsc: que los terratenientes dejasen al pueblo sin más agro que el indispensable para cementerios. Su último biógrafo testimonia que después de apadrinar la colonia galense del Chubut y aconsejar a los gobernadores dividir tierras a lo largo de las costas 197


pluviales y marítimas y ofrecerlas ("a cada cual su legítima de globo habitable") a los desposeídos criollos y extranjeros dispuestos a fecundarlas con sus manos, "propuso una ley de colonización siguiendo esas líneas, pero el Congreso la rechazó". (Allison Bunkley: Lifc of Sarmiento.) ¿Por qué los cronistas de nuestra historia y los supuestos biógrafos de Sarmiento —Lugones, Rojas, Palcos, Ponce, Gálvez, Martínez Estrada— no dicen mu de ese detalle magno? La respuesta es fácil como un trago de agua: porque constituye tabú -para la cultura terrateniente, porque no debe mentarse la soga en casa del ahorcado. Ya veremos Cuál fue el mayor motor de su lucha en los últimos años, Vimos también que el problema argentino más grave y urgido de solución bajo la presidencia de Avellaneda fue el de la guerra con el indio, y ello por dos razones obvias: no sólo porque las tribus, mancomunadas como en los mejores días de Calfucurá, representaban ja desvastación intermitente y una valla de médanos y lanzas opuesta al desarrollo material y cultural del país, sino porque, pese a cualquier atenuante, constituía el apogeo de la vergüenza que un pueblo que setenta o sesenta años atrás venció dos ejércitos ingleses y derrotó más tarde a España y al Brasil, y un día sacrificó decenas de miles de combatientes en el Paraguay, un pueblo de más de un millón de habitantes con un ejército que podía esgrimir el ferrocarril, el telégrafo y el jupiterino rémington, se resignase a seguir pagandó tributo de sangre, de vacas y mujeres a cinco o seis mil cerdudos armados de cañas ferradas y piedras atadas con tientos. Vimos también qué novedad apocalíptica significó para los 'pobres y engreídos pampas el final del 78 y el comienzo del 79. Los abanderados de la civiliza198


ción no dieron muestras de llevar ni una gota de misericordia en el corazón ni tal vez un resto de esa glándula. El cristiano creía que el indio era una emboscada para el cristiano y que nunca era demasiada corta la distancia entre él y la tradición, y que estaba más manchado de crímenes que el jaguar de pintas... (Eso mismo creía el indio del cristiano y errado del todo no iba ninguno de los dos). Lo que menos imaginaba el fiel, es que el infiel n6 se creía tal sino un héroe defendiendo sus dioses y su tierra y perjudicando todo lo que podía a un usurpador que por cierto no tenía limpias las manos ni la conciencia. Triunfaron los que creían —o simulaban creer— que el indio con sus mujeres y sus niños estaba por debajo del nivel humano como los perros cimarrones de la Pampa. Fue vencido el indio después de un siglo o dos de hacer pata ancha. De nada le valió ya su caballo que era como el asta del viento ni su lanza emplumada que tenía el bote del halcón peregrino. El réxnington era un demonio mucho más dañino que Hucuvú. Y el indio ya no era más que un mendigo defendiéndose a golpes de muleta cuando le daban tiempo. El pampa debió despedirse de Salinas Grandes, de Chilohué, de Leuvucó, de Trenel y de sus bosques, esa toldería verde con su nublado perpetuo y su llovizna de frescor y rumor. Hu yeron abandonando sus sembrados y sus huertos, y sus muertos después de comerse de hambre hasta sus perros, abandonando sus dioses y sus caldenes sagrados y la dulzura envainada de los algarrobos, huyendo de las balas que llegaban de distancias invisibles —los que no quedaban escupiendo el alma por la espalda o la nuca—, huyendo del hambre que los humillaba hasta resignarse a la vianda de 199


rata y de zorrino... acurrucándose sobre las hogueras, hasta quemarse y llagarse, tripiemente espoleados por ci hambre, la desnudez y la helada. (Zeballos: V iaje. .; Racedo: op. cit.; Olascoaga: op. cit.) De nada les valió dejar detrás de sí centenares de leguas de polvo, salvando travesías amortajadas de salinas a trechos, crucificadas de espinas por todas partes, buscando refugio al otro lado del Chadileuvú, el Jordán indio, o más lejos aún, en la tierra tótem de la dinastía de los Piedra (curá) donde los árboles, más fornidos que torreones se alían a las rocas y los torrentes para impedir el paso al intruso. Hasta allá y más allá aún de las idílicas tierras del Neuquén o del Nahuel Huapi el implacable dios Rémington hizo sentir su voz multiplicada por los ecos y el espanto. (¿Dónde quedó el tiempo en que el inglés Head decía de los pampas "creo que son los más lindos hombres que han existido en el ambiente que los rodea", cuando ellos despreciaban a adversarios que peleaban de lejos y a mansalva detrás de sus armas de fuego? ... .. Allá los indios no vivían de vacas ajenas, no sólo porque recibían raciones del gobierno, sino porque cultivaban alfalfa, trigo, papas, manzanas y criaban animales, sin contar que los rebaños de guanacos les suministraban lana, carne y cueros. Ya vimos que los caciques de estas tierras no sólo se sentían tan argentinos como el negro Falucho, cuando menos, sino que habrán dado ayuda a ilustres viajeros cristianos, De nada les valió todo eso para no ser cazados como pumas o engañados como niños. No es que un ,pietismo o un romanticismo fuera de lu gar y tiempo nos empañe la vista hasta el punto de negar la historia, poniendo en duda los derechos fecundos de la civilización sobre la estéril barbarie. No se trata de eso. ¿Pero es que era indispensable desponne' 'uy


seer de su suelo a los antiguos ocupantes, o dárselo por sepultura, en vez de reconocerles el derécho a él y educarlos socialmente para incomporarlos a la comunidad civilizada? Por otra parte, el pueblo argentino, sacrificado sin asco durante tantas décadas en esa disputa acérrima con el indio, ¿fue él quién entró en posesión de las tierras dejadas por éste, o le tocó una suerte parecida a la suya, como el catarro se parece a la tos? Desde el alba de las civilizaciones, o sea, desde la instauración de la sociedad dividida en poseyentes y dirigentes de un lado y desposeídos y laborantes del otro, la clase encimera elaboró el derecho, la moral y la ley en defensa de sus privilegios. El olvido escrupuloso de tan transparente detalle es la clave mayor de los venerables dislates de la sociología hasta hoy. No faltaron criollos honrados —Francisco Ramos Mejía, Alvaro Barros, Lucio Mansilla, el perito Moreno y algún otro— que se atrevieron a reconocer que el indio también era un ser humano —como los políticos, los mercaderes o los curas— y que como primeros ocupantes del suelo tenían tanto o más derecho a él que cualquiera, y también a los demás derechos que la Constitución acuerda a sus feligreses. Ya se ve; padecían la ilusión de los filántropos de todas las épocas que no se resolvieron a ver lo que la historia enseña: que las leyes no se hicieron para satisfacer las necesidades de los pueblos sino las de los que hacen las leyes. Lo que debía venir era perfectamente previsible, aunque faltó un profeta siquiera de vista corta. ¿Cómo se iba a acordar derechos de propiedad y Iibertad a los indios extraños a la cristiandad por cultura, religión y sangre, si jamás se pensó en acordárselos realmente —y no en ficción--- a los connacionales 201


pobres, que lo eran por haber sido desposeídos a tiempo: todo Ci pueblo argentino, empezando por el gaucho? ¿Cómo podía esperarse otra cosa en esta tierra de promisión austral donde dos mortales solos, como los señores Anchorena y Urquiza, exigía cada uno de ellos un espacio vital de un millón de hectáreas para revolcarse a sus anchas? Lo que debía ocurrir ocurri& Las quince mil leguas conquistadas hasta Río Negro, más las veinte de la Patagonia --una extensión equivalente a la de varias Suizas, Holandas y Bélgicas juntas---- fueron repartidas como cartas de baraja en tre compinches. ¿Que fue imposible hacer que los indios respetasen las vacas de los terratenientes? Más difícil fue hacer que los terratenientes respetasen las tierras del Estado. Ya con Roca como ministro de guerra y con el argumento de arbitrar recursos para la expedición al Río Negro, el gobierno de Avellaneda vendió como saldos de quemazón las tierras que aún no estaban conquistadas. (Ley dei 15 de octubre de 1878). Un aspirante a labriego, un tal Martínez de Hoz, acudió patrióticamente en a yuda del gobierno (o de la candidatura de Roca) y le adelantó sin interés ninguno la suma de 300.000 pesos a cambio de unas cuantas leguas cuadradas. ¿Cuántas cree el lector? ¿Diez? ¿Cien? ¿Doscientas? Un poquito más. Como dijo mil se le dieron mil. La mayoría de los demás aspirantes, criollos o extranjeros, no necesitaron comprar. Los militares, ya realizada la conquista recibieron latifundios de algunas leguas cuadradas como si fueran escarapelas. Los marinos se adhirieron al reparto por pura solidaridad patriótica. Roca, el nuevo Héroe del desierto y del 202


poder, fue tres veces más desinteresado que Rosas y se conformó con sólo 20 leguas de cuatro puntas. Lo que tal vez resulte el mejor servicio prestable al lector sea demostrar cómo las doctrinas y palabras de más convincente acento democrático han servido hasta hoy —inconscientemente, queremos creerlo— para esconder el fondo que no debe verse y canonizar el fraude. Veamos un ejemplo. A fines de 1878, ya totalmente definida la derrota general de los pampas, el ministro de guerra, general Roca, envía al desierto, en misión oficial o semioficial, al Dr. Estanislao Zeballos. Entonces es cuando éste descubre que somos el país más militarizado del mundo —los asirios o espartanos de Sudamérica— o sea que casi la mitad o más de la mitad del presupuesto de la nación lo devora el ejército. Olvidando que nuestra democracia fue originaria y esencialmente castrense, esto es, tutelada por las fuerzas armadas y que Rosas se impuso y se inveteró menos por obra de la Mazorca y la propaganda que por sus numerosos ejércitos de linea, Zebal.los, traza el siguiente cuadro estadístico: Gastos del Ministerio A ios de la Guerra 1863 ......$ 3.342.347,28 1864 ......,, 2.083.227,68 1867 ... ... 9.292.769,53 1868 ...... 1873 ......,, 11.004.050,73 1875 ......,, 10.181.116,46

Rentas Generales $ 6.478.682,34 ,, 7.005.828,15 ,, 12.040.287,12 ,, 12.496.126,26 ,, 20.217,237,85 ,, 17.206.74684

Y comenta: "EA dónde iríamos a parar por ese rumbo? ¿Cómo escapar a la voracidad del pozo ciego? Las cifras del presupuesto de guerra comienzan 203


a aparecer más abultadas a medida que se radican las instituciones ¿No es éste un contrasentido desconsolador?". No se trata de opiniones o de puntos de vista. "Es la estadística, son los números inconmovibles y elocuentes los que hablan en el precedente cuadro, que nos alarmaría por el porvenir de la República, si nuevos planes de frontera no vinieran a derramar la plácida luz de la esperanza. . ." (La conquista de 15.000 legua..)

En efecto, Zeballos descontaba que, liquidada definitivamente la guerra con los indios, y sin guerras exteriores, el presupuesto militar bajaría como creciente cuando cesan las lluvias. Pormenorizaba así. Las tropas deben hacer grandes plantaciones de maíz y conservar los caballos arano a razón de un caballo por soldado y no tres. Un orden debido en la administración, con soldados bien equipados, alimentados y pagos al día se evitarían las deserciones que en 1876-77 alcanzaron al treinta y cinco por ciento del personal de tropa, con pérdida de caballos y fusiles. "El ejército carecía de caballos a pesar de los grandes gastos hechos para adquirirlos". Como el servicio de fronteras quedaría abolido, lo quedarían también los gastos que ocasionaba. Ocupada la línea de los ríos Negro y Néuquén, podrían ser licenciados 4.000 mil hombres y 1500 mujeres. Es decir, de 7500 bocas, quedarían 2.000. Una reorganización completa del ejército sobre esa base, con los gastos reducidos a la cuarta o quinta parte, sería la salvación del presupuesto, o sea de la nación misma... ¿Que sucedió todo lo contrario? Era profetizable. Pero, como buen político burgués, el doctor Zeballos era un modelo de fariseísmo y utopismo a la vez. ¿Creía rínceramente que la reorganización patriótica 204


podría ocurrir, y tan luego obrada por manos militares? Es que ignoraba que, en función de ser la más desocupada y parásita, ("conglomerado de puros consumidores", dice una inscripción egipcia de 3000 años a. de C.) la gente de armas es también la más voraz y rapaz? ¿Cómo reducir las pensiones militares que permiten vivir sin sudar hasta a los biznietos de un guerrero? ¿Cómo podían prosperar los provedores y algunos generales de vocación financiera? ¿Y qué político con sentido común no buscaría la buena voluntad de la gente armada, o, más frecuentemente aun, qué general con verdadero sentido estratégico no advertiría la ventaja de aplicarlo más a la política que a la guerra, según lo enseñaba todo el resto de Latinoamérica? Pero no teoricemos. El propio general que remató a los indios, suprimiendo la frontera interior, se encargaría, llegado a la presidencia, de derrotar napoleónicamente las profecías de Zeballos. No sólo no redujo el ejército a 1500 plazas como soñaba Zeballos y exigía Sarmiento, apoyado en el ejemplo yanqui de esa época sino que lo elevaría a 8000. ¿Motivos? Que el ejército por encima del pueblo como tiene que ser y ha sido siempre en toda sociedad de clases, el ejército, el peor enemigo de la libertad y del bolsillo de los ciudadanos, es también la mejor herramienta política de los generales con aspiraciones. ¿Es que no era eso lo que enseñaba toda nuestra historia? La llamada Campaña del desierto, planeada y ejecutada por Rosas al otro día de su primer gobierno, tuvo por meta verdadera, no la conquista del desierto (que fue abandonado a su suerte después de una campáña punitoria), sino la del poder absoluto. Y su defensa, como lo dicen la derrota de la revolución del 39 en el sur de Buenos Aires y la de la insu203


rrección general de las provincias en 1841. ¿Qué pasó después de Caseros? Que los sucesores porteños de Rosas gastaron la mitad de las rentas, de la aduana nacional en armarse .. ¿Contra los indios que desvastaban los campos, asolaban los pueblos y cautivaban sus mujeres? No, contra la Confederación. Como Rosas había sometido a las provincias en 1840-41 valiéndose de jefes uruguayos —Oribe, Garzón, Mariano Maza—, Mitre hizo lo propio, o mejor, gobernando el ejército argentino durante veinte años con un estado ma yor uruguayo: Flores, GelIy y Obes, Rivas, Arredondo, Niceas, Sandes. Más todavía. En 1852, para mejor luchar contra las 13 provincias que querían constituir la nación, se creó la Guardia Nacional, especie de montonera ciudadana que ganó todas las consultas electorales durante muchos años. Se explica que Mitre, creador del caudillismo castrense y citadino para oponerlo al de poncho, hiciese su panegírico en su habitual estilo de floripondio: "Surgió la nueva entidad civil que fue la Guardia Nacional, al servicio de la civilización y la libertad; desde allí cesó el predominio de la campaña contra la ciudad, se templó la bayoneta, se quebró la chuza y fue herido de muerte el caudillaje". (No es verdad que esto no carece de gracia dicho por el gran caudillo de cuartel y parlamento?) Pero volvamos a Roca. En los últimos años de su vida, Sarmiento funda un periódico para combatir los dos aspectos más temibles de la estrategia aplicada a la política por el nuevo Héroe del desierto: el incremento del ejército para derrotar a las chusmas electorales como antes a los indios, y el reparto dadi voso de las tierras con el mismo fin. Es cuando Sarmiento se niega a presidir la comisión reorganizadora del ejército al informarse que se van a duplicar sus 206


plazas: "Me niego a tener de una pata a la República mientras ustedes la de-suellan". (Belin Sarmiento: Sarflhitfltc) anecdótico). Cuando define a los nuevos y casi imberbes jefes del ejército reorganizado y controlado por uno de los hermanos del presidente desde la comandancia del arsenal: "Coronelitos con el babero de cadete al pecho". "El ejército no ha servido durante la administración de Roca sino para avasallar las libertades públicas. . . Agréguese el afán tenaz de colocar jefes del ejército en los gobiernos de provincia". (Sólo había un error, y muy serio en la crítica de Sarmiento: no el ejército de Roca, sino todo ejér-, cito regular permanente, hasta hoy, ha tenido por fin último el vasallaje de la libertad popular, no sólo para derrotar al enemigo electoral en las urnas, sino también al enemigo de clase en las huelgas o cualquier otro pecado contra la disciplina social. Todo esto aunque el jefe se llame Simón Bolivar, según lo testimonia el general Miller en sus Memorias.) Pero Sarmiento, que venía predicando desde hacía décadas la necesidad de fomentar el desarrollo agroindustrial para superar la monocultura de la vaca ("la colonia española, la tradición, Rosas, vacas, vacas. . .". "Las vacas dirigen la política argentina"), cuando llegó al poder vio mejor que antes cómo y por quiénes y para quiénes se hacía la guerra y ya vimos que no calló como otros sino que marcó en la nalga a la ignominia como los encomenderos marcaban a sus esclavos: "Ese trapo dirá con su desnudez y pobreza a los hijos de los ricos, de los felices, de los ociosos, que esos millones que poseen... se lo deben a esos pobres soldados... ¿Que la denuncia parece más la de un agitador jacobino de 1793 o bolchevique de 1917 que la de un primer magistrado de la nación? Así es... Diez, 207


quince afios más tarde, como meta de su itinerario de camorras contra la santa tradición colonial —analfabetismo, vacas, curas, latifundios, burocracia.— le tocó presenciar el reparto de las cosmográficas tierras quitadas al indio como quien se juega a la taba la herencia de un ausente. "Mi petición de tierras ha sido recibida con indiferencia. . El fin político era. . . fundar la crítica que haré a su tiempo de la expedición a Río Negro que ha toro ádose en un crimen, derrochando toda la tierra pública, y regalándola a cada oficial y comandante para comprarles el voto. El almirante Cordero ha recibido diez leguas por no haber ido y Garmendia por ser jefe de policía de Tejedor... ". (Epistalario Sartninto-Posse, t. II.) No exagera nuestro hombre. La deposesión del pueblo argentino de su propia tierra por una pandilla de atracadores autóctonos e internacionales es el crimen por antonomasia de nuestra historia y de mucho más trascendencia que los degüellos de Rosas y las hecatombes de Mitre en el Paraguay. i El mapa de pocp menos de media República (una extensión ma. yor que la de Italia y--España untas) desgarrado y J ugado a la tómbola! Nuestros terratenientes o aspirantes a serlo y sus socios de extramuros debieron sentir esa alegría de los boticarios o los empresarios de pompas fúnebres cuando comienza una peste. El gaucho y el indio habían luchado a ultranza entre ellos sin sospechar que a ambos les esperaba el mismo destino de desposesión y servidumbre, si no tenían la suerte de entregar los huesos a tiempo. Y todo esto ocurría justamente en los años en que la emigración europea, como había ocurrido en los Estados Unidos, se volcaba torrencialmente sobre nuestras playas (casi un millón de obreros, labriegos y 208


artesanos entre 1882 y 1899) buscando un pedazo de tierra bruta para redimirla de la esterilidad, y redimir su vida. El presidente Roca presenta en 1882 un proyecto enajenando la tierra pública por miles de leguas. Y no es que nadie no vea y denuncie lo que se está perpetrando legalmente y como el Dios de los terratenientes manda. El discurso de Aristóbulo del Valle en el Congreso combatiendo el proyecto es, corno las denuncias de Sarmiento, la honradez y la sensatez dando el grito de alerta para evitar una catástrofe segura. Pero nadie escucha, nadie, porque la política de las clases poseyentes es y será siempre un gorda negocio propio y no un flaco servicio a los desposeídos y por ende predicarles moral a ellas es como predicar castidad en una expendedora de caricias. "La provincia d e Buenos Aires —d ice del Valle— ha estado barbarizada durante cincuenta años en consecuencia de la legislación de tierras que ha perrnitido constituir fundos de doce, catorce, veinte y cincuenta leguas, haciendo el desierto en su propio suelo, imposibilitando Ci roce de los hombres, inhabilitando todos los elementos de civilización en su aplicación a la campaña, porque la justicia se ejercita en medio de la despoblación obstando la educación, pues no hay escuela posible cuando están los niños a veinte leguas de distancia unos de otros". En 1884 se votó la ley 1501 para distribuir tierras entre los cultivadores. Sólo que poco después se trasluce que no se trata de rejas de arado sino de sables, pues, como no lo oculta la ley del 5 de octubre de 1885, los labriegos son los militares que han hecho la campaña del desiertoLos beneficiados no pasan de 541. Pero el reparto alcanza a 4.750.741 hectáreas. He aquí después de 209


tantos que lo precedieron, ese nuevo modelo de jus. ticia distributiva: A los herederos de Adolfo Alsina 15.000 Has. cada jefe de frontera ....... . 8.000 jefe de batallón ....... . 5.000 sargento mayor ....... . 4.000 capitán ............... 2.500 « ,, teniente ............... 2.000 subteniente ............. 1.500 ,, soldado ............... 100 Más aún; posteriormente, para evitar lagunas u olvidos, se repartieron otras 2.828.317 hectáreas entre 154 personas uniformadas (20 generales, 38 coroneles, 10 comandantes, 2 mayores y... algunos civiles de vocación guerrera). (A. Yunque: Caifucuró.) ¿Que todos estos militares y civiles que se declararon herederos de los indios no pensaron, ni en sueños, en colonizar ni cultivar una hectárea? Por supuesto. Muy por debajo de los araucanos. Ya vimos que, pese a todo, los indios no vivían únicamente de. las rentas del malón. "Me hace el favor de darme 30 yuntas de bueyes para hacer sementeras, para atraemos al trabajo. También le suplico a V. S. sobre los terrenos.., y para mi respeto que el Exmo. Señor Presidente y V. S. me den una escritura firmada para que de esa manera sean los terrenos respetados de la Nación". Linjaló, 4 de junio de 1878. (Carta del cacique Epumer a Roca, ministro de guerra.) ¿Que el terrateniente argentino de 1880 era mucho más enemigo de la agricultura que el indio pampa? No lo decimos n osotros-sino los hechos. "Alvaro Barros, por ejemplo, que bregó a fondo por 210


el traslado de la frontera, hacendado porteño, senador en la cámara bonaerense, agítase nervioso en su banca cuando oye hablar de los progresos de la agricultura". (E. M. Barba.) Que el coronel Barros, hombre comprensivo y valeroso, que había denunciado sin eufemismos los pecados contra el cuarto mandamiento de la casta militar de la época y había predicado el deber de justicia al indio, tuviese como único ideal el Culto y cultivo de la vaca es una prueba más de la irremediable mentalidad cornúpeta del estanciero. Incurriendo en contradición con su juicio sobre Casimiro y Saihueque, tan favorable, y olvidando del todo la bellaquería de los cristianos, Zeballos enjuicia finalmente al indio como un general romano enjuiciaría a Espartaco, y su pedagogía es esta: "Quitarles a los pampas el caballo y la lanza y obligarlos a cultivar la tierra con el rémington al pecho. .". (Roca, que era mejor pedagogo, creía que el indio estaba mejor alojado en los buques de la armada y mejor aun bajo tierra). Si a Zeballos se le hubiera dich9 que la única solución del problema social riuestrç era quitarles la tierra y obligarlos a trabajar con sis manos, rérningtOfl al pecho, a los que sin un tilde de rubor ni pudor se habían adueñado de todo el agro de la nación... don Estanislao se hubiera caído de espaldas Que no hay una pizca de malicia o yerro en nuestra estima lo dice el rapto de desesperada indignación —citado ya— que se le escapó un día al comandante Prado, expedicionario del desierto, ante el malón contra la tierra pública, preguntándose si no hubiera sido mejor que quedara en poder de Saihueque. Qué podía importarles eso a los bienaventurados de nuestro chato olimpo latifundista que arrendando sus tierras o haciéndolas trabajar por manos villanas en211


gordaron tanto que, no cabiendo ya en nuestro país se trasladaron a París, Biarritz, a la Costa Azul y otras mecas del placer tarifado. Las tierras y las vacas seguían trabajando cada ve más fructuosamente para su jubilada descendencia. Veamos un ejemplo. Don Leonardo Pereyra, uno de los próceres del latifundio, tuvo un día que viajar al paraíso y como no pudo llevarse sus tierras, se vio obligado a repartirlas entre sus hijos: a uno le dejó la estancia. San Simón (12.000 hectáreas), a otro la del Tandil (14.000 Has.), a otro la de Navas (25.000 Has.), a otro la Indiana (15.000 Has.), a otro la de San Rafael (8.000 Has.) (Jules Huret: La A rgentina.) Se dijo ya que bajo la presidencia de Avellaneda se descubrió de golpe, como Balboa descubrió el Pacífico, que las pampas argentinas, pese a la tradición y la Opinión contrarias, podían producir mieses casi con el mismo exceso que vacas. Y el país importador de harinas pasó a ser el primer exportador de trigo y el primer productor de algodón del mundo. ¡Aguinaldo de oro para los terratenientes! La civilización agraria resultó tan venturosa como la vacuna. Los due?íos de las tierras que la obtuvieron por decenas, cuando no centenas de leguas, de regalo o poco menos, comenzó a arrendarla por hectáreas al granjero que la trabajaba con sus manos, o más frecuentemente con las manos alquiladas de los de los descamisados, y todo, bajo la gracia del Dios vaticano, iba a pedir de boca, ya que quien no había gastado su plata, y menos su sudor, se quedaba con casi toda la mascada. Que para el logro de tanta hermosura la moral fue forzosamente considerada la Cenicienta de la casa, claro está, y quedaba olvidada entre el hollín y la 212


ceniza. Un ejemplo. Cada vez que ci gobierno precisaba tierra para obras públicas debía comprárselas a los favorecidos por los regalos, o a quienes la compraron por uno y la vendían por diez. O empeñada en fomentar la población en los campos desiertos, se arreglaba con algún terrateniente que recibía el dinero del trato y después lo vendía a un tercero. Una muestra entre muchas docenas. En 1893, el Dr. Lucio V. López cayó en el concepto de negra ingratitud ante la gente de su rango, pues como interventor en la provincia de Buenos Aires tuvo la desgraciada ocurrencia de disponer que el juez pusiera en claro ciertas menudencias un poco turbias. De ello resultó que un grupo de gente distinguidísima —los señores Wenceslao Castellanos, Alberto Gorchs, Carlos Guerrero, Víctor Taillade, Víctor Tyden, Felipe Hariiaos, coronel Carlos Sarmiento—, en cordial acuerdo con las autoridades del Banco Hipotecario—, habían vendido y cobrado al gobierno tierras que siguieron conservando y usufructuando o vendieron a otros interesados. (Joaquín Muzlera: Recopilación de leyes sobre tierras.)

"La colonización pasó a ser una denominación mal aplicada, pero que satisfacía el léxico de la época... No desapareció la palabra; por el contrario, ella encubrió el régimen de la explotación general del agricultor por medio del sistema del arrendamiento". "La característica de la época... está dada por la continuidad del acaparamiento de tierra y por la formación activa en escala creciente de latifundios, que frenaron a corto plazo la población del país y la subdivisión en chacras de propiedad de los campesinos, revistiendo carácter desbordante la especulación y el favoritismo en la entrega del suelo del dominio público en la década de 1880-1890. 213


la colonización en Argentina fue una aspiración frustrada... El fenómeno de colonización, vasto y cnrgico con entrega gratuita en propiedad de la tierra al colono, fue un hecho aislado". "No nos faltaron leyes que dispusieran la donación de tierras a los inmigrantes agricultores, pero a poco que se estudie su aplicación, todo el instrumento legal se desmorona... "En los territorios nacionales y en tierras de propiedad del gobierno federal, el cuadro de los latifundios, que estabilizarían férreamente nuestro fundamental problema agrario, durante la presidencia de Avellaneda presenta este panorama: a 198 concesionarios se entregó un promedio de 56.115 hectáreas por persona". (Gastón Gori: Inmigración y colonización en la A rgentina.) "Leyes de tierras sancionadas con el propósito de colonizar, pero a cuyo amparo se fomentó la corrupción, el robo, la explotación más inicua, cayendo en manos de agentes o de compafiías de acaparadores que violándolas por cuanto medio repudiable tuvieron a mano, jamás subdividieron las tierras, jamás las entregaron a ningún colono, formando en cambio los extensos latifundios conocidos, algunos de los cuales abarcaban más de un millón de hectáreas". (Oddone, Op. cit.). Perfectamente de acuerdo con Oddone. Sólo que él, como Sarmientc, Avellaneda, José Hernández, Aristóbulo del Valle, Alem y otros, que se opusieron al latifundio, se deja la gota más gorda en el tintero. Y es que dada la estructura misma de la sociedad colonial, y el espíritu inmaculadamente colonial de la clase prócer, la apoteosis del latifundio era inevitable. Empezando: "Las leyes de tierras sancionadas con el propósito de colonizar. ." Oddone cae, a sabiendas 214


o no, en una mentira más grande que un latifundio. Los agentes de la clase poseyente nunca dictan leyes sino para protegerse a sí mismos o a sus comitentes, salvando a los ojos del honorable público todas las apariencias de la moral, el derecho, el progreso y los diez mandamientos. ¿Que así se invoca siempre algún alto móvil patriótico, algún austero propósito de justicia democrática? Claro, siempre, pero naturalmente para entusiasmar a la clientela electoral y para que así lo recoja la prensa y así lo escriba la historia, dos comadronas a su servicio. Desde el tiempo no ya de los romanos y judíos sino de sumerios y egipcios, es decir, desde el advenimiento de la propiedad privada, se procedió así con los bienes de la comunidad (minas, bosques, tierras o dineros del Estado). El ejemplo más venerable lo da la Iglesia cristiana del Medioevo que elevando incienso e himnos a la santa pobreza, se quedó con la tercera parte del agro de la cristiandad. Pocos siglos antes el intento de repartir esas mismas tierras entre los desposeídos le Costó la cabeza a los dos Gracos. Roca, como Mitre o Rosas, como políticos de clase, representaban los intereses de la clase poseyente, y como ésta olvidaban los votos de justicia democrática tan fatalmente como los curas sobrealimentados e infraocupados olvidan el voto de castidad. Nadie haga que se chupa el dedo. Mientras haya propiédad privada, es decir, mientras haya la posibilidad y facilidad de que los bienes y riquezas comunes puedan pasar a manos particulares creando una sociedad dividida en jubilados natos y sudadores vitalicios, mientras eso ocurra sobre el mundo, el fraude, el robo y el soborno serán constitucionalmente obligatorios. 215


CAPÍTULO

XI

ESTRAMBOTE A Miguel Medunich, en quien nuestras clases trabajadoras se asoman ya al futuro. El hombre tiene de suyo no sólo instinto sino hambre de conocimiento como la langosta tiene hambre de verde. Pero su larga servidumbre de seis o siete mil años ha terminado amadrinándolo con la mentira. De ahí que le tenga más miedo a la verdad que las gitanas a la minifalda o los borrachos al agua común. Expliquemos en dos palabras las cosas. Durante trescientos mil años o más de salvajismo y de barbarie y pese a todas sus calamidades y menguas, los hombres no conocieron la desposesión ni la explotación: todos eran dueños de todo y por ende iguales entre sí. La llegada de la civilización ---hace seis mil años apenas— trajo estas dos novedades: con la instauración de la propiedad privada los bienes indivisos de la comunidad pasaron a una diminuta minoría y la sociedad quedó diametralmente dividida en explotadores y explotados; por otra parte, un pequeño sector de la minoría desocupada creó la técnica, la ciencia, el arte, la filosofía y la escritura, todo lo cual implicó un gran ascenso humano. 216


Como ya se comprenderá, el insigne aporte últimamente consignado, no exime a la civilización de su soberbia infamia: el erigirse sobre la desposesión y explotación de la aplastante —y aplastada— mayoría de la sociedad humana. Como la creciente y prodigiosa capacidad de producción de la técnica humana vuelve hoy ya inútil la explotación del trabajo, es decir, del hombre, su mantenimiento obedece sólo a pura devoción a la miopía y al pasado, pues entre las posesiones de la clase privilegiada está la de un cerebro occipital. Desde el alba de la civilización, el gran secreto de la historia es ése: por un lado, quei la clase prócer usurpa los bienes de la comunidad y maneja el gobierno y la fuerza armada en defensa de su privilegio, obligando a los desposeídos a ayunar y sudar para ella; por el otro, ci pensamiento y las instituciones sociales (la moral y las exacciones y confiscaciones, la religión y los prostíbulos, los claustros universitarios y los carcelarios) todo va estructurándose para dar la máxima garantía a la estabilidad del régimen. Así es como el Estado no pertenece al pueblo sino a la clase dirigente, la patria a los que tienen patrimonio. No nos extrañe, pues, que todo gobierno de clase —la civilización hasta hoy no ha conocido otro— se el enemigo profesional de su propio pueblo. Más todavía: si sus privilegios peligran, una clase poseyente no trepida en aliarse al enemigo de afuera contra su propio pueblo. (En 1871, los burgueses de Versailles se aliaron a los alemanes victoriosos para aplastar a los obreros de la Comuna de París, como en 1961 la burguesía cubana pidió ayuda al tiburón imperialista yanqui para aplastar a sus paisanos de alpargata. Un ejemplo clásico. El pueblo romano no sólo fue totalmente desposeído de su tierra por los senadores, 217


generales y caballeros, sino que fue obligado a pelear durante siglos a cientos de leguas de sus fronteras y aplastar a innumerables pueblos para ofrecerlos en tributo a sus amos sin cobrar una higa por el servicio. Pues, bien, esta casta poseyente que hizo alfombra del derecho de los otros pueblos, terminó elaborando el derecho romano para vestir con un manto honorable el fabuloso monto de sus violaciones y rapiñas. Toda la historia de la civilización es un espléndido muestrario de esta antinomia entre la letra y el espíritu, a tal punto que la prédica de las clases monitoras guarda con la realidad esa misma relación que media entre el lujo del ataúd y la lúgubre miseria del contenido. En nombre de la desposesión y desprecio de los bienes terrenos y el amor a los pobres, del Evangelio, el clero cristiano se quedó ayer con un tercio de las tierras de la cristiandad, como hoy con el más gordo cupo del haber financiero. En nombre de los derechos de la Carta Magna, la casta poseyente inglesa les quitó el piso a los irlandeses, digo, se quedó con sus tierras, se apropió del océano y desvalijó al resto de los pueblos, tal como hoy lo reeditan, mejorado y ampliado, los amos del dólar, en nombre de Washington y Lincoln y de la estatua de La libertad alumbrando el mundo...

Como la más fornida y urgente necesidad de los hombres y los pueblos de hoy es tomar conciencia de los hechos tales como fueron y son, y no como se los muestran, su primera obligación es emanciparse de sus legañas y mirar con sus propios ojos. ¿Qué verá? Que el prestamista, doblado bajo el fardo de sus ahorros, se alivia ofreciendo servicios de filántropo; que lis cortesana asume aires de esposa metodista; que el pederasta usa de hoja de parra el escapulario y el carcelero gasta gorro frico: que la paloma de la coexis-


tencia pacífica empolla huevos de búho y el pulpo de Wall Street, que sorbe los jugos del mundo, ofrece a precios de ocasión tónicos para el progreso y servicios de ángel guardián de la libertad. Como usamos una lógica rectilínea y no dialéctica para interpretar el proceso de los hechos sociales —una razón estática y no dinámica frente a una realidad andante y cambiante— no logramos percibir la lógica de las contradicciones (lo relativo de todo absoluto y lo transitorio de toda eternidad) tomando a cada rato el rábano por las hojas. Heráclito, Hegel, Lamarck, Nietzsche parecen haber existido en vano, pues apenas si sospechamos los caminos y la belleza del devenir. ¿Que los credos y cultos religiosos, que lo reducen todo a un intercambio entre un Dios omnipotente y un ente que ha renunciado a su pensar y querer en pro de la plegaria, es la negación de la historia y la reducción del hombre a gimnasta de la servidumbre? ¿Que la misma esclavitud fue progresiva en su hora, ya que aun siendo vomitable, resultaba preferible a la eliminación del cautivo? ¿Que el capitalismo, alzado sobre las ruinas de la era feudal, que impulsó hercúleamente en su hora el progreso humano, se ha trocado en el concesionario de la barbarie moderna y la regresión? ¿Que la Revolución Rusa, primer llamado de las masas proletarias a las puertas de la historia, cambió de signo antes de una década, trocándose en el apóstol de la conciliación de las clases y el statu quo, es decir, no la dictadura transitoria del proletariado sino la dictadura totalitaria de la burocracia y su ejército. ¿Que el imperialismo del dólar, carcelero planetario, se ofrece de ángel guardián de la libertad? ¿Que el Papa ayuna con los pobres y regüelda con los ricos? Sí, todo eso, apenas golpea un poco nuestra rutina de 219


obediencia y temor, pero ya comienza a verse claro y se verá mejor cada día que pase. Es obvio que durante sesenta siglos o más las castas usurpadoras han ejercido doquier con eficacia el monopolio de la bellaquería y el infundio. Y hoy se nos muestra en pleno auge la industria publicitaria u organización capitalista de la mentira. No importa. El est i l o mismo de la actividad y explotación moderna va derrotando la modorra secular de las masas, el hombre quiere dejar de ser rebaño evangélico, electoral o castrense. A ello se añade que la filosofía ha sido ya sacada de las aulas y puesta en los puños del mundo. Los viejos mitos en vigencia hasta ayer, comienzan a formar parte de la paleontología. El feligrés de la hora atómica comienza a advertir que, después de seis mil años de praxis civilizante, el hombre no ha salido de la jungla. Y más aun: que en la jungla mecánica y cibernética el hombre común está más solo y desamparado que en la otra. La marca montante de violencios y expolios, oficiales o p rivados, la decadencia romana de la moral y del sexo, se exhiben hoy como en la feria. El miedo al desarrollo de las clases y pueblos subdesarrollados —en China o Cuba— derrota todos los esfínteres del privilegio. Frente a eso se apela al contacto de codos por encima de todo desacuerdo. La U.N. la O.E.A. y el sindicato de todas las religiones lo ostentan como en un mostrador. Lo mejor que tiene hoy la moral de las castas es la tapa, como en los féretros de rango. Lo que se busca desesperadamente es la derrota totalitaria del porvenir, pero todo será inútil, porque pese a sus milenios de servidumbre el hombre histórico sigue teniendo el instinto de la libertad como el caballo tiene el instinto del galope, sin contar su sed de humanidad que se parece a la sed de corolas 220


de la abeja. Es inútil querer sabotear la historia. Es cierto que los monopolios de Wall Street y sus congéneres se muestran cada vez más al desnudo como una conspiración creciente contra la subsistencia espiritual y aun física del hombre, —la muerte de Hiroshima, los Kennedy y el Vietnam, y otros fervores de necrofilia— y ocurre a la vez que la astronómica concentración de riqueza y poder de las castas gobernantes mayores —la yanqui y la soviética— explica la casi unánime abdicación del pensamiento libre de los concesionarios del oficio de buscar y publicar la verdad. Pero no importa tampoco eso. Están las excepciones de siempre, que han sido en toda ocasión la levadura de la historia, y está sobre todo el creciente despertar de la conciencia y la voluntad combativa de los ejércitos del trabajo y el ayuno. -. Estamos llegando a la encrucijada más peligrosa de la historia. No nos asusten demasiado las muestras cada vez más meridianas del caos y la disolución. Nunca se dio el advenimiento de una sociedad nueva sin la demorada agonía de la otra. Y lo que ahora ofrece el porvenir inmediato no se parece o parecerá a cosa alguna de los evos viejos. Lo que reemplazó a la decadencia de Roma, o, después, al feudalismo, no fue una sociedad nueva, sino una nueva clase, es decir, un nuevo estilo de explotación del material humano. Pero ahora van a quedar abolidas las clases. Lo que vendrá no será el paraíso, pero se parecerá menos al infierno que todo lo visto hasta hoy. Una jubilación definitiva de machetes, badajos y dividendos, por lo pronto. Una transmutación de todos los valores No un nuevo modelo de coche o de cohete atómico, sino una economía, una moral, una convivencia nuevas, un setnido inédito de la vida y la belleza creciente del de221


venir un hombre nuevo. ¿Los bosques, las tierras, los metales, las ideas, las artes, los inventos, toda la creación natural y la humana trocadas en herramientas de violencia y servidumbre? ¿ El sudor y la sangre del hombre sirviendo aun para acuñar monedas? ¿El sistema circulatorio de las ideas, el sistema respiratorio del alma humana controlados por la policía y los curas? Ahora menos que nunca podemos hacer de lo pasado el mausoleo de la historia. Es obvio que el reino del gran burgués final, sibarita de la brutalidad y el expolio se acerca a su misa de requiem, y que las religiones se acercan a su ete missa est. No es ésta la edad de las masas, como denuncian los fariseos, sino las vísperas de la edad en que el rebaño humano se transformará en hombres de autonomía plena. (Sintiendo pasar por el cielo a sus hermanos salvajes los patos domésticos gritan y corren sin poder alzar el vuelo. Pero el espíritu humano no ha perdido el uso de las alas). La revelación no habrá bajado del Sinaí o del Olimpo esta vez, sino que habrá subido desde los bajos fondos. La insurrección del fuego subterráneo parió montañas; la de las masas sumergidas parirá el hombre erguido verticalmente por dentro, no sólo por fuera. Bien conocidos son los ensayos pioneros de esta revolución del trabajo contra el salario, revolución que será mundial o terminará por morir en la atonía: hace medio siglo en Rusia, treinta años después en China. Nuestra América subdesarrollada cuenta con dos: una fracasada, otra triunfante. Vale la pena cotejar los casos, pues lo que se desprende de ello es una lección sin par de pedagogía liberadora. En Bolivia, en 1952 la insurrección fue programada como un tradicional cuartelazo con ayuda del


M. N. R. (Movimiento Nacionalista Revolucionario), pero intervino el P. O. R. (Partido Obrero Revolucionario trotsquista) y lo que debió ser un golpe de Estado castrense se trocó en una revolución popular de la pequeña burguesía y la clase obrera y campesina aliadas. El triunfo fue amplio, sólo que el comando político no cayó en en manos del P. O. R., es decir del proletariado sino en las de la pequeña burguesía (M. N. R.), que forzada por la presión de las masas, inició la nacionalización de las minas y la democratización de la tierra (todo con gordas indemnizaciones y reverenciando a los bancos) y demás ídolos tradicionales, y tanto que la revolución quedó en agua de borrajas, y entonces las botas patrióticas avanzaron y lo aplastaron todo. La Revolución Cubana siguió un itinerario opuesto. Aunque buscando el respaldo de las masas, comenzó como una rebelión pequeño-burguesa típica —"humanización del capital", democracia con la burguesía de patrona y ama de llaves— hasta que las propias necesidades de la lucha, la convivencia en familia con los de alpargata, y-,-tal vez la brujulita de Guevara corrigiendo el rumbo, fueron profundizando la revolución: relevo del ejército patriótico por el pueblo en armas; despido, sin agradecerles los servicios prestados, de latifundistas y capitalistas de adentro y afuera; eliminación masiva de la propiedad privada y del analfabetismo; ingerencia masiva de obreros y campesinos en la conducción del gobierno; lucha en la proa con la ayuda imperialista para el progreso y en la popa con el águila de Marx empollando huevos de gallina... Como se ve, las dos revoluciones tomaron rumbos limpiamente opuestos: mientras la cubana creció después de la toma del poder en función de su alianza 223


con los pobres de campos y ciudades y la pequeña burguesía pauperizada, contra el capital criollo y el gringo, en guerra sin sangre, pero sin cuartel, el Movmiento Nacional Revolucionario de Bolivia terminó, de bracete de la burguesía casera y el dólar, aplastando a las masas y a la revolución y ofreciendo la mesa servida al primer Barrientos disponible. La revolución latinoamericana en marcha —una sola como en los días de Bolívar y San Martín— tiene ya en Ernesto Guevara (héroe completo y modernísimo de la decencia, la inteligencia y el coraje sin orillas, exonerado de Cuba por Escalante y demás héroes de la ortodoxia pacifista) su bandera y su símbolo. Más he aquí que la condición argentina del Che es un compromiso tan honroso como duro para los hijos del Plata. No la traicionemos de ahora en adelante, como lo traicionamos pasivamente en vida, dejándolo ir solito por el único vado que da paso al futuro. No hay más rumbo que ése marcado por él, y como ello significa la negación en sus fundamentos de la sociedad que nos acogota, es obvio que ninguno de sus sectores poseyentes puede militar de aliado —a menos de ir a la zaga y no a la cabeza— en esta guerra de la independencia definitiva en que los ejércitos del trabajo y la inteligencia pionera se salvarán juntos y por su cuenta, y con ello a la sociedad entera, o todos quedaremos de inquilinos del pantano. Nuestros patriotas con patrimonio declaman aun una democrática línea que va de Mayo a Caseros y llega hasta nuestros días. Es algo muy hermoso, sin más inconveniente que el de no haber existido nunca. En efecto, la insurrección iniciada en 1810 en nuestra América, capitaneada por Miranda, Hidalgo, Moreno, Bolívar y San Martín que fue una cruzada de las clases poseyentes en que las masas populares entraban 224


sólo como carne de cañón y obediencia. Lo prueba el hecho de que cuando las masas peruanas se alzaron con Tupac Amurú esas clases del privilegio criollo no alzaron un dedo. La historia prepara ya un Veinticinco de Mayo mucho más patriótico que el otro porque el gorro frigio bajará de nuestro escudo a las cabezas desgreñadas y la igualdad cantada por nuestro himno pasará del verbo a la carne de todos.

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