LUIS FRANCO
SARMIENTO Y MARTI
LAUTARO
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COLECCION PENSAMIENTO ARGENTINO a cargo de GERARDO PISARELLO
1.— , QUE ES ESTO? Catilinaria, por EZEQUIEL MARTíNEZ ESTRADA (2' edición). 2. - EL DIFICIL TIEMPO NUEVO, por DEODORO ROCA. 3. - ITINERARIO DEL PAYADOR, por MARCELINO M. R0MÁN. 4.—ANIBAL PONCE Y EL PENSAMIENTO DE MAYO, por JUAij A. SALCEDA. 5. - SARMIENTO Y MARTI, por Luis FRANCO.
© Editorial Lazttaro, A rgentina, 1958 Hecho c[ depósito de ley 11.723 Impreso en la Argentina.
JUSTIFICA CION
Una de las características del hombre de genio es su fundamental seriedad y su apasionamiento combatiente. No le interesa que su pensamiento brille para asombro de miopes y bizcos, sino que sea luminoso, que alumbre a los demás y sobre todo que se traduzca en hechos capaces de empujar el mundo hacia adelante. De ahí la desmesura y tozudez de su voluntad. "Los grandes hombres — recuerda W eininger— sólo son agresivos cuando se los obliga a ello". Y se los obliga siempre, decimos nosotros, dado el canónico apego a la rutina en la aplastante mayoría humana, y el interés de las minorías en defender con todas las armas sus privilegios cavernarios. ¿Incomprensión? Desde luego. Uno de los grandes de verdad llegó a decir: "Es posible que sólo el genio sea capaz de comprender al genio." En todo caso, comprender a un hombre es casi ponerse a su nivel. En cambio, otro de los privilegios de la genialidad es comprender a sus prójimos, dado que encierra muchos hombres, mujeres y niños dentro de sí. Hombre genial es
el que abarca la mayor suma de vida y con mayor intensidad. La multiplicidad y diversidad que lleva en su seno, las tesis y antítesis que contrasta y supera, sus arrebatos y éxtasis creadores, sus lapsos de esterilidad y depresión, todo eso se ofrece como algo mefistofélicamente contradictorio y anómalo para los inspectores de pesas y medidas del municipio. Su capacidad de evolución y superación, el número de fisonomías diferentes que presenta, no resulta espectáculo
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menos alarmante o divertido para el honorable público. Y como el hombre genial no está exento de desmelenadas pasiones y turbios impulsos, como el común de los mortales, he aquí una nueva piedra de escándalo para el rebaño adámico que sólo es capaz de concebir dioses y santones. El hombre genial es también el que está en relación íntima con el mayor número de cosas de los hombres y del universo, gracias a una especie de poderosa antena doble. Es lo que le permite con frecuencia aprehender tanto sin haberlo aprendido previamente. Su claridad y su vastedad le permiten asumir, como por delegación, una especie de conciencia imperial frente a las provincianas y aldeanas de los otros, y adoptar moral e intelectualmente una responsabilidad de padre y aun de madre del resto de los hombres. De ahí ese egoísmo sagrado con que defiende lo
mejor que lleva en sí, porque es lo mejor de todos.
El genio tiene también en privilegio la profundidad de la memoria — que nada tiene que ver con la mnemotecnia epidérmica y madreselvosa de la mera erudición— , una mayor conciencia del tiempo. No nos asombre, pues, su aptitud para los magnos resúmenes y para liquidar el pasado después de extraer sus saldos aprovechables, y sobre todo para aproximar el porvenir. Todas esas características, como más de uno lo ha señalado, se dieron en Sarmiento. Su medular e infatigable afán de promoción e innovación debía constituirlo fatalmente en el Lucifer — o en el diablo criollo, mejor— de la rutina colonial, guardiana de la casta, que siente helársele las espesas nalgas ante cualquier amenaza a sus intereses sacramentados, y experimenta, al eliminarla, ese mismo placer que sienten los coroneles al mudar las botas oficiales por las chinelas de entrecasa. Pese a sus ocasionales concesiones, omisiones y yerros — que ya denunciaremos— Sarmiento fué el único entre nosotros que se atrevió frontalmente contra ella (contra estancieros, caciques, chalanes, charreteras y sotanas) porque en él se reunían, en
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grado heroico, las cuatro virtudes sin las cuales no hay hombre esencial: la honradez, la generosidad, la alta inteligencia y el profundo denuedo. Fué el A nticristo de la viveza criolla, que no es tal porque la pillería, como la tontería, es cosmopolita por excelencia. El hombre de Carapachay amó religiosamente la Naturaleza porque sin duda intuyó que la subjetividad humana y la objetividad natural convergen en una indivisible unidad, y que después de todo, el espíritu del hombre es también naturaleza. Sólo que, como debía esperarse, su panteísmo fué antibúdico, es decir, no una inercia nihilista sino un contacto restaurador con el cosmos para una más profunda y perfilada actividad. No se atrevió, como Goethe, a llamarse "un decidido no-cristiano", mas pudo, con igual derecho, haberlo dicho. A unque no alcanzase a percibir que entre Jesucristo y Prometeo — o entre la V irgen María y la hija cerebral de Zeus— no hay componenda posible, se volvió como nadie entre nosotros contra esa mosca tsétsé de la conciencia y la voluntad de los pueblos que es el monopolio vaticano. Sarmiento despreció por sobre todas las cosas el narcisismo del intelecto, el saber de ornato y engreimiento, pareciéndole ociosa toda educación que no humaniza al hombre, toda instrucción que no aumenta el horizonte y la fecundidad del individuo. El pensamiento y la acción fueron como las dos vertientes de su ser y dos modos interactivos — como macho y hembra— del conocimiento. Hombre de vocacional e integral dinamismo, encontró su felicidad en la acción y el riesgo. Queremos significar (como lo expresa su fácil desprecio del dinero y su veneración homérica de la fama) que su vida no fué sacrificio sino afirmación y exaltación, porque al servir a otros transformando sus ámbitos y psiques, se sirvió también a sí mismo, ya que aquello respondía a una incontenible necesidad propia. Sarmiento fué también el hombre que luchó con todas
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las armas por la aclimatación argentina de la cultura occidental, de raíz helénica, la única que, superando sus contradicciones fúnebres, puede redimir al hombre de su pecado histórico: la servidumbre. Sarmiento no tuvo parangón en sus días en nuestra A mérica, ni apareció después — si no es José Martí— nadie que pudiera hombrearse con el hombre de estampa y corazón de cíclope y frente de Palas A tenea. (El fenómeno no disminuye porque hoy se pongan legañas sacras para no verlo.) Es verdad que A lberdi tuvo un don intelectual quizá tan claro como el suyo, pero no su potencia creadora de artista y de hombre de acción: su personalidad prometeana. (Nada digamos de Mitre, ese mediocre eminente, ni de Roca, ese prócer de la viveza, es decir, de la inmoralidad criolla.) En todo momento y circunstancia, pensara o hiciera lo que fuese, estaba Sarmiento todo con su desbordada presencia como detrás de una ola de tempestad está todo el océano. De nuestros pensadores políticos, Sarmiento y A lberdi — aunque carecieron de ojo suficiente para el origen y la mecánica del coloniaje capitalista, más aciago que el de España— fueron los únicos capaces de ver, bajo el progresismo aparente, la renitencia pantanosa opuesta por los privilegios de la oligarquía y el despotismo de Buenos A ires sobre la República. Se explica de sobra, pues, la alarma que Sarmiento despertó en la clase patricia y fenicia de su tiempo y más en la de hoy con sus privilegios áureos ya puestos en capilla por la creciente conciencia y voluntad emancipadora de las clases enyugadas. Resurge, pues, más fervorosa que nunca, la coalición de los enanos contra el gigante intentando hincarle los dientes en las no dobladas rodillas. Y a en su tiempo tuvo el honor de ser el más refractado e impugnado de los argentinos aceptándolo él como una fatalidad, sabiendo que ese rencor defensivo, como la prostitución o la antropofagia, tenían genealogía religiosa. La serenidad de su es pí-
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ritu — díjole alguna vez a Mitre— no le deja a usted comprender las pasiones y los caracteres trágicos". ¿Que la Vida de Sarmiento de Manuel Gálvez es la biografía del león escrita por los chacales? Más chacalesca, quizá, es El Profeta de la Pampa, de Ricardo Rojas, en que por agencia de uno de los suyos nuestra burguesía grande y la otra, ambas en la última fase de su parálisis progresiva, expresan todo su fastidio y espanto secreto contra el Sarmiento mayor: el que en los últimos años se batió como un viejo león acorralado, y por ello más peligroso que nunca, contra los ataques cruzados de beatos y liberales. Todo lo consignado hasta aquí no significa adoptar o recomendar ante Martí y Sarmiento una actitud de hagiógrafo o de retratista de corte, ya que, si bien desbordaron con frecuencia su medio y su tiempo, no llegaron hasta quemar sus naves, a romper totalmente con los usuarios del privilegio y el dogma. Su pecado inconsciente estuvo en su falta de ojo para el sentido y alcance de la lucha de clases, ese quid, no divino, sino endiabladamente humano, de la historia. Huelga confesar que este libro fué escrito con el ambicioso pretexto de averiguar la dimensión y la fisonomía verdaderas de Sarmiento y Martí, emancipándolas de las desfiguraciones de saduceos y filisteos.
L. F.
PRIMERA PA RTE
SA RMIENTO
CAPITULO 1 MOCEDADES a Carmelo Divruno
En setiembre de 1825, el clérigo José de Oro sale desterrado de San Juan con dirección a San Francisco del Monte, en San Luis. A los pocos meses llega en busca suya su sobrino, el hijo de don Clemente Sarmiento. Domingo, muchacho quinceañero, discípulo suyo, suele dejar en quienes lo conocen una contradictoria impresión: de algo desaforado y privilegiadamente lúcido a la vez. Lector casi elocuente a los cinco años, miró después por sobre el hombro los juegos infantiles, prefirió más tarde las escaramuzas y pedreas callejeras, para enderezar, a los trece años, hacia una adulta afición a libros no escolares. Su padre, alma de enviones generosos, tiene como hombre su buen tizne de andariego y tarambana. Qué distancia entre él y la madre, alta, descarnada, nudosa y silenciosa, llevando bajo esa dureza su copia de ternura como el hueso su médula. Esa misma voluntad de yunque y martillo a un tiempo que otros ponen en los empleos de guerra, o en
ganarse la gloria del otro mundo, o en apilar tesoros de éste, ella la pone fanáticamente en salvar a sus hijos de la miseria, a cuyo borde están. Bajo la higuera tutora, puesta a
su telar cuando el lucero brinca, trabaja con finura de araña, con reciedumbre de cíclope, sin flojear nunca. Esa milicia moral, esa ancha capacidad de servir a los otros, su
hijo Domingo la asumirá por herencia y contagio, la dila-
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tará heroicamente en su vida. "Le he dicho alguna vez, que
tengo la paciencia y la tenacidad del presidiario", confesará más tarde. A los dieciséis años, dependiente en un tenducho, compartirá con su madre la prez de mantener a los suyos. El pobre habrá sido enseñado con tiempo a llevar con altivez su pobreza, digo, a despreciar esa grosería do-
rada que es el acopio balum boso de bienes materiales.
¿Qué sueños callados no elevó la madre sobre su hijo? Sólo que la suerte insiste en volverle la espalda. Fracasó ya una vez y fracasará otra la ambición de enviarlo a estudiar afuera, en Córdoba primero, en Buenos Aires después: y en esta ocasión última el contratiempo cobrará en la familia viso de tragedia, y tanto, que la memoria del adulto conservará siempre la imagen de la madre llorando en silencio y del padre con la cabeza agobiada entre las manos... ¿Mala suerte? No, al contrario. Pero ¿cómo iban a sospechar los padres o el hijo, entonces, que para el fuerte, para el que verdaderamente necesita y puede aprender, el fracaso es mejor pedagogo que el éxito? Pues ocurre que
ese detalle influirá a ojos vistas propiciamente sobre el destino de ese hombre. Casi adivinamos ahora que de ingresar Domingo en el Colegio de Ciencias Morales hubiéramos tenido un latinista y jurisconsulto egregio, un doctor en humanidades de tanto fuste o más que los mejores de su tiempo... pero a buen seguro no hubiéramos tenido un hombre de personalidad cesárea devenido el primer escri tor y el primer maestro de niños y de hombres de la América española. He aquí que está en acción la influencia decisiva de José de Oro, preceptor de no caudalosa sapiencia, sin duda, pero varón de luces, a su modo, claro enemigo de cucos y consejas, generoso e impetuoso como pocos, más liberal de espíritu que de ideas, y, por sobre todo, mentor y compañero entrañable, este clérigo que vive retirado en su viña, carga pistolés en su cinto y guardamontes en su montura cuando ensilla la mula o el potro que él mismo doma, y
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rl
aquí, en San Francisco, funda una escuela de primeras letras, sin perjuicio de enredarse los domingos, con su discípulo a la zaga, en pericones y contradanzas con las cholitas zarcas o trigueñas del poblacho. Ya vemos que el dómine no veía incompatibilidad entre la enseñanza y la diversión festiva e ingenua. ¿Influyó esto sobre el alma del discípulo? Es probable. De todos modos y pese al sentido apostólico de su vida, Sarmiento deseoincidirá abiertamente con lo que era como el zumo de la sabiduría española: el senequismo. La jovialidad homérica será uno de los rasgos mayores de su temperamento y de su estilo, y creerá siempre que el jolgorio popular debe ser un problema para la política y la preceptiva. Parece que ya el muchachito de San Francisco del Monte se hubiera dicho: si el mundo no ha sido creado para el disfrute y la alegría ¿por qué ha de ser tan tentadoramente hermoso? "Salí de sus manos —dirá recordando a su maestro— con la razón formada a los quince años, valentón como él, insolente contra los mandatarios absolutos, caballeresco y vanidoso, honrado como un ángel, con nociones sobre muchas cosas y recargado de hechos, de recuerdos y de historias de lo pasado y de lo entonces presente, que me han
habilitado después para tomar con facilidad el hilo y el espíritu de los acontecimientos, apasionarme por lo bueno, hablar duro y recio. . Imposible no destacar a contraluz esa pedagogía de "la insolencia contra los mandatarios absolutos", vale decir, lo que ella implica: que la obediencia en sí es una inmoralidad. Por eso para él educación o liberación comenzó y terminó siendo esto: que el hombre fuera capaz de man-
dar en sí mismo, pues las dos caras de la barbarie son el hombre embrutecido por el mando y el hombre embrutecido por la obediencia. (Su último consejo a los estudiantes
que lo visitaban fué éste: "Hagan, como yo, lo que crean bueno, sin pedirle permiso al jefe de policía"). Y hay otra enseñanza no menos memorable y es ésa de la sencillez
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manantial 2j conversada de la oratoria del maestro, con
n-nís geografía, historia y anécdotas que latines, con más elocuencia viva que gramática muerta: "Llena de sensatez y de ideas elevadas, expresadas en lenguaje fresco y sin aquel aparato de citas latinas y palabreras abibliadas. . Faltan aún dos detalles trascendentes. En San Francisco, Domingo enseña a leer y escribir a mozos de más de veinte años y de familias de pro, es decir, entra en contacto personal y entrañable con la dolorosa barbarie de la América de España. La impresión en su alma quedará como un tatuaje. Simultáneamente el mocoso, en quien está incubándose activamente el hombre que vendrá, vive día a día en pleirt oir y plena fronda, adentrándose en el bosque por las tardes a caballo o a pie en busca de leña, trepando caprinamente por las rocas, oliendo el olor primordial del musgo, escuchando el bisbiseo de la palmera o la víbora, la respiración y el latido de la selva o el monólogo de cristal del arroyuelo, sintiendo el misterio de la soledad virgen, interrumpiendo el recitado mecánico del latín "para tirarle una pedrada a un pájaro", regresando cargado con algunos huevos de avestruz, algún queso regalado en un rancho y el haz de leña para la lumbre de la noche. Esa clase de vida es la que hace el futuro artista justamente cuando su espíritu, precozmente inquieto, comienza a entrar en relación con el pensamiento y la historia universal de los hombres. Este Sarmiento adolescente sumergido a medias en la Naturaleza, paseando y dialogando libremente con su mentor, leyendo y meditando a la sombra de unos olivos, mientras le llega el olor relevante de la palma real o el árbol peje, recuerda al W hitman juvenil leyendo a los V edas o recitando a Shakespeare frente al océano desde una roca solitaria de Long Island, a Whitman
preparándose inconscientemente para romper del todo con la tradición poética de Europa y Oriente. En los primeros meses de 1827, un mozalbete que re-
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gentea un tenducho en San Juan ofrece a los clientes medio atónitos la singularidad de que les preste bastante menos atención a ellos que a los libros que lee. Es Domingo, que lee en todo momento desocupado, pero también mientras despacha media libra de azúcar o mide la vara de bayeta... Y eso no es nada, frente a lo que no se ve: que la fogosidad de su temperamento y su magín lo llevan a identificarse idealmente con algunos de los héroes de sus libros: Temístocles, Catón, Franklin... (Pero quien tiende entrañablemente a lo grande, ¿no comienza, en cierto modo, a recoger miajas de grandeza?)
Un día de novelería y alarma en todo el pueblo, el hortera, que ha dejado por primera excepción sus libros, está frente a la puerta del negocio, apostado en una piedra de la esquina. Todas las gentes, y todos los perros de San Juan se han echado a la calle, a la calle principal, llena ya de un rumor confuso y montante como de río que crece. Los sacerdotes, los ministros de gobierno y los primates de la ciudad, formando dos largas filas, esperan. Todavía unos buenos minutos de tirante expectación y al fin la cabeza de la tropa invasora aparece. Marcha a su frente el jefe cuyo nombre viene sonando, rato ha, en todas las bocas: Facundo, nu hombre de barba y melena enormemente frondosas y tenebrosas, y cuyos ojos de centella miran por entre
las cejas al frente o al suelo sin fijarse en nadie. Decentes y cholos curiosean ávidamente su pajizo de Guayaquil, su chaqueta y su poncho color hemorragia, su lanza de cabo de ébano, y, más que nada, ése su caballo moro, adivino como la burra de Ealaam, que le anticipa la suerte de las batallas. Detrás, de cuatro en fondo, apenas, a causa de la anchura de los guardamontes (esas mitológicas alas de cuero bruto que llevan sus caballos) avanza la horda de sus jinetes, cenizos de polvo, ondeando sus ponchos, vociferando, gargajeando, riendo, blasfemando, con sus caras de hombres de las cavernas, sus cerdas y pingajos al aire, entre la nubosa polvoreda alzada por los cascos en la calle
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descalza, y el ludir de espuelas, armas y corambres, y el olor de sudor y mugre y orines de caballo, orgullosos, sin duda, del pendón que llevan de señuelo: una bandera negra crucificada de rojo y ribeteada por el lema: ¡Religión o muerte! Pero el general intonso no mira siquiera a los bien afeitados notables, que se soslayan entre sí, vacilan, pero siguen hasta donde el general pastor se detiene al fin, en el centro de un potrero de alfalfa: allí se apea y se aloja bajo un toldo; y se sienta luego a charlar con una negra, criada de su casa, que fuera a verle, sin dirigir en tanto una palabra a sus correligionarios, que esperan en pie, esforzándose por esconder su humillación y su embarazo. Este hieso del siglo xix es Facundo Quiroga, que viene desde los Llanos en auxilio de sus correligionarios de San Juan, sublevados contra la reforma liberal del fatuo Rivadavia y de su agente sanjuanino, el mocito Del Carril. El muchacho del tenducho, que ha bebido hasta el fondo lo lúgubre y grotesco de tamaña escena, y que ha captado como nadie el sentido de regresión —de barbarie, dirá él— de la cosa, es Domingo Sarmiento. Contará éste entre sus grandes días. "Yo —dirá después—, había sido educado en familia que simpatizaba con la Federación, y renegué de ella de improviso". Al reniego político, va a agregarse a poco otro de no menor alcance. Escuchando los sermones del teólogo y predicador, Castro Barros, partidario de Facundo (quien, por recomendación suya, acaso, tiene la Biblia por libro de cabecera), se siembra en su alma la primera semilla de la duda sobre la integridad de la verdad revelada, sobre el sentido de lo que él llamará más tarde "pensamiento vegetal". Lo que viene después, en esta vida, es el anverso justo de la vida como burocrática del estudiante clásico. Cruza la cordillera a lomo de mula, como pequeño gerente de tienda, a los dieciséis años; conoce la cárcel a causa de su
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primer conflicto con el principio de autoridad, es decir, con el gobernador; enrólase más tarde como teniente en el ejército unitario, y en Niquivil, a los dieciocho años, se bautiza como combatiente; poco después escapa con vida por un pelo de la derrota del Pilar, donde Aldao ocupa una noche entera en lancear y degollar a los vencidos. El comandante Ramírez y el general Villafañe, jefes federales, lo esconden en sus respectivas casas para salvarlo de las iras del fraile-brigadier. Vuelve a San Juan, le dan el domicilio por cárcel, escapa, pasa a Chile y vuelve a su tierra no bien le llegan mentas de la segunda derrota de Facundo por Paz. Reintegrado al ejército de su causa, se inicia como ayudante del comandante Bárcena, unitario entonces y después el jefe más fastuosamente sádico de las tropas de Rosas, y asciende a instructor de reclutas en los Coraceros de la Guardia, el casi legendario escuadrón del general manco, destacado en Cuyo. Pero Quiroga derrota al ejército de Videla Castillo en Chacón sin más que amenazarlo con su lanza de cabo negro desde un caballo blanco, y los unitarios de San Juan fugan a Chile, y entre ellos, cubriendo la retirada, va Domingo Sarmiento, capitán de veinte años. Maestro de escuela en Santa Rosa de los Andes, abandona el cargo por disidencia con el gobierno, aunque no sin antes escribir una carta a su tierra en que el mariscal de los Llanos aparece con simple categoría de bandolero. (La carta llega a manos de Facundo, que hace comparecer a Paula, madre de Dominguito, para comunicarle caballerescamente su honrada intención de fusilar a su hijo tan pronto como Dios mediante, lo tenga a mano). Maestro de escuela en Pocuro, por una temporada, pasa en 1833 a Valparaíso, entra de mancebo de tienda y ahorrando sobre su sueíio y su hambre, aprende a leer inglés. No ha terminado el año, y ya está en una mina del Chañarcilio, en Atacama, como peón, primero, como mayordomo después: viste como un apir, esto es, de babucha y escarpín, calzon-
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cilio azul y gorro colorado, y un bolsón colgado de la faja. En 1835, un ataque de fiebre tifoidea, rematado en comienzo de locura, lo obliga a volver a su tierra. Aquí, a través de la cuantiosa y medulosa biblioteca de Quiroga Rosas, su espíritu fecundado (algo como el desborde del Nilo sobre su ardida cuenca) descubre el grandioso hori-
zonte del hombre moderno. En 1839 funda un colegio de mujeres y El Zonda, e inicia su aprendizaje de periodista y publicista. En 1840 se cartea con Brizuela, jefe de la Coalición del Norte, alzada contra Rosas. El gobierno de Benavídez desconfía y amenaza. Al fin lo meten en la cárcel, con una grandilocuente barra de grillos. Una noche, antes del alba, un pelotón de tropas del gobierno, vocifera en la plaza contra los unitarios y pide la salvaje cabeza del hijo de don Clemente Sarmiento. Cuando amanece, el oficial de guardia obliga al preso a salir al balcón y al fin la turba lo apea y lo arrastra hasta la plaza, entre sables y golpes y patas de caballo, entre improperios y befas. Cuando su vida cuelga sólo de un hilo, llega la orden liberadora del gobernador y el salvoconducto para pasar a Chile. A comienzos de 1842 y entre la avenida de artículos que segrega su actividad periodística, Sarmiento trata en uno de ellos "De las biografías". Sostiene allí que es más fácil penetrar el sentido de la historia a través de la biografía de un hombre representativo que mediante la narración escuetamente histórica: "Nada es más fácil, ni hay cosa que excite mayor interés ni mueva simpatías más ardientes, que la historia particular de un hombre a cuyo nacimiento asistimos, siguiéndole luego en sus juegos infantiles, en sus estudios o en sus concepciones de la vida doméstica, hasta que con la edad adecuada le vemos escoger la puerta por donde ha de presentarse en el mundo". En resumen, la biografía es esto: "El compendio de los hechos históricos más al alcance de un pueblo, y de una instrucción más directa y más clara". Nueve años después,
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en Recuerdos de Provincia, insistirá en su punto de vista ahondándolo: "Gusto, a más de esto, de la biografía. Es la tela más adecuada para estampar las buenas ideas; ejerce el que escribe, una especie de judicatura, castigando el vicio triunfante. Hay en ello algo de las bellas artes, que de un trozo de mármol bruto, puede llegar a la posteridad una estatua. La historia no marcha sin tomar de ella sus personajes, y la muestra hubiera de ser riquísima en caracteres, silos que pueden recogieran con tiempo las noticias que la tradición conserva de los contemporáneos. El aspecto del
suelo me ha mostrado a veces la fisonomía de los hombres, y éstos indican casi siempre el camino que han debido llevar los acontecimientos". Se trata, ya lo vemos, de una reducción antropomórfica de la historia. La vida de un hombre puede dar la clave
para interpretar la historia, esa biografía de un pueblo.
Esto, que como proposición científica puede ser discutible, no lo es corno hallazgo artístico, y la historia no puede dejar de ser arte. Más aún, es tan viejo como la historia el ante-
cedente de esta concepción de la biografía como microcosmos de lo colectivo. ¿Acaso Plutarco no lo entendió un poco así? Y Diógenes Laertes, ¿no parece sugerir que el mismo pensamiento filosófico tiene de algún modo raíz biográfica? Por lo demás, bueno es decirlo, esta personalización
de la historia, implica la persistencia de un fondo de alma primitiva, infantil y aun fetichista que precisa reducir los hechos sociales a dimensiones individuales o figuras de personas, para poder sentirlos y odiarlos o adorarlos mejor. Sarmiento explica de modo lúcido la raíz y el sentido de su preferencia por la biografía: están dados por su profunda vocación de pedagogo y artista a la vez. Reduciendo los fenómenos sociales e históricos a términos de concreta realidad personal, puede infundirles la contagiosa vida del arte y llegar a todos, aun a la mente del niño y del semianalfabeto.
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Así es sin duda cómo concibe el plan de su primer trabajo en la materia, aparecido en febrero de 1845, La vida de A ldao, breve y corroborante ensayo hecho antes de lanzarse, con la resolución y el ímpetu de las grandes alas, a la aventura para la que inconsciente y conscientemente ha venido capacitándose y equipándose desde largo tiem po. Con pretexto de prontuariar la actuación de uno de los tantos caudillos de nuestras guerras civiles, un periodista oscuro va a penetrar iluminadoram ente en muchos de los secretos de una ex colonia de España y el paisaje
y el hombre sudamericanos van a asumir la ciudadanía inmortal del arte.
La actuación de Sarmiento como periodista en Chile antes de la aparición del Facundo se singulariza por su actividad y su virulencia, ambas llevadas al grado de ebullición. Con un poco de miopía y otro poco de mala voluntad puede ser confundido con un monomaníaco de erupciones más o menos incontroladas. No hay nada de eso, en el fondo. Se trata, efectivamente, para decirlo en dos palabras, de un hombre de peligrosa superioridad de mente y espíritu sobre su medio y movido por una voluntad y capacidad de servir a los otros, en una dación integral de sí mismo, sin más huelgo para sus trabajos desmesurados que un trabajo nuevo. Se siente vuelta a vuelta trágicamente desacomodado, es decir, aislado y perseguido. Reacciona a la redonda, con iracundia salvaje y en ocasiones
grandiosa — con mucho del viento zonda de sus valles nativos— , pero a veces, como el enemigo suele mostrarse pequeño, hasta empequeñecer la lucha, eso lo sobreirrita, llevándolo a veces hasta lo brutal y aun hasta lo perruno.
Sólo que una cosa lo salva: y es que, por mucho que alguna vez parezca descaminarse, él nunca combate por causa chica, por algo que suponga interés o halago personal. Eso nunca. (Por lo que hace a la hacienda propia, tiene y tendrá siempre la despreocupación genial de los nobles de verdad.) Esencialmente su corazón es apostólico. Y si
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tiene en mucho su pensamiento es sobre todo, sin duda, por el aporte que puede significar para los demás: el de una levadura para actuar sobre la masa opaca e inerte que lo rodea por todas partes y transformarla exterior e interiormente en algo digno del indispensable decoro del hom-
bre, de las exigencias del hombre moderno. Eso y sólo eso lo mueve en el fondo y siempre: cuando estudia y trata sobre los temas más diversos, cuando combate con armas de luz la tenebrosa política de la tiranía, cuando brega por la simplificación del idioma, cuando abandona de golpe las ventajas de su posición en Chile para ir a la guerra en pos de Lamadrid, los restos de cuyo ejército él salva solo, concitando la ayuda ajena con desaforada energía. Y a veremos que es la responsabilidad por el destino de su pueblo yde los otros de la A mérica hispana lo que perturba su conciencia, lo que comienza a pesar sobre sus hombros.
¿A qué puntualizar los innumerables conflictos a que da lugar su actuación en Chile esos primeros cuatro años, que reconocen por causa no sólo la distancia que casi siempre lo separa de sus adversarios sino también ese defecto tan suyo de poner en la defensa de una causa pública ese acérrimo entusiasmo que los demás sólo gastan pro do-
mo sua? Mas ¿cómo ocurre que tanta labor y tanto frenesí no
lo agotan o enloquecen? Es que él tiene esa profunda sa-
lud de las libres criaturas de la naturaleza, quienes, apenas pasado un riesgo de muerte pueden comer, o dormir, y aun jugar, con naturalidad perfecta. Sarmiento sale fre-
cuentemente de sus polémicas liviano y fresco como quien se ha desembarazado de una carga explosiva. Entre dos tumultuosas refriegas de prensa, redacta el programa de un liceo o toma examen a sus alumnos con absorbente
interés. Generoso por esencia, suele llegar de un brinco
a la cólera, pero jamás se recuesta en el encono, eso no. Le sobra coraje físico, pero también el del espíritu, el que es
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preciso para tutearse con las verdades más peligrosas. Cumplido atleta por fuera y por dentro, pues. ¡Qué junción, la suya, con sus espaldas y mandíbulas de cíclope y su frente y su mirada de Palas Atenea! El espíritu de independencia es y será siempre como su demonio familiar y podrá decir más tarde con perfecta honradez: Sarmiento no ha sido fiel a nadie porque nunca ha estado al servicio de nadie. Sí, es capaz de cualquier violencia, tal vez, pero capaz asimismo de todas las riquezas del sentimiento y la ternura, de las profundas o las más exquisitas. Sólo que él piensa mucho más en los hombres y su destino universal —el Hombre— que en los aislados ejemplares que lo rodean. (El general Roca podrá decir más tarde que Sarmiento amaba más a la humanidad que al hombre.) La verdad parece ser que cuando el dilema se plantea entre los amigos y la causa que él sirve, se queda con ésta. Sin embargo siente la amistad en grande. Aquí en Chile y por estos tiempos, su amigo Quiroga Rosas —aquél cuya biblioteca de Mendoza fué una fuente providencial para la abrasadora sed de su espíritu— se halla en un hotel, enfermo de tuberculosis. Lo cuidan, con él, otros amigos, pero él más que todos, después de trasladarlo a lugar más propicio: y un día en que advierte que el paciente, casi agonizante ya, necesita cambio de postura, se trepa a la cama, se sienta con las piernas alargadas y abrazando al doliente lo sostiene sobre su corazón por horas y horas. En sus lances de prensa Sarmiento recibe y devuelve injurias de todo calibre, que él, casi siempre olvida o perdona sin esfuerzo, pues en ellas parece haber mucho de exigencia táctica, como en los rajantes gritos de los duelistas de Homero o de la antigua esgrima italiana. Su brío no se apaga nunca, o renace sin demora de sus propias cenizas. Mientras agita como un cabiro la fragua en que se funde el Facundo, consigna en una de sus páginas más
felices, sus experiencias de minero; vela, paternal, sobre
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la escuela que dirige y se embarca en una nueva polémica. Sus contrincantes aumentan y ahora disparan a que-
marropa o por la espalda: zafio, ignorante, botarate, de-
mente, chancleta vieja, charlatán, cobarde, son algunas de
les definiciones de su persona, sin olvidar la de alguna metáfora piafante: caballo cuyano.
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CAPITULO II
LA BATALLA POR EL IDIOMA
Puede sospecharse que en febrero de 1841, al cumplir los treinta años y publicar en Chile, con seudónimo, su primer trabajo literario, Sarmiento es ya, de puertas adentro, el gran escritor que después de un cuatrienio de oneroso y fogoso noviciado aparecerá con todas sus armas en el Facundo. Desde los dieciséis años, en que durante un año y medio, sin perder una noche, estudia la Biblia, o un poco más tarde, en que con unas cuantas semanas de vigilia diurna y nocturna y asistido por un diccionario y un ex soldado de Napoleón, aprende el francés, hasta 1834 y 35, cuando después de su jornada de capataz de minas se pasa con una pila de textos ingleses las horas, a cientos de metros bajo tierra y alumbrándose con una velita de sebo, y hasta sus recientes años de vida en San Juan, cuando gracias a la biblioteca del doctor Quiroga Rosas entra en contacto con buena parte de la literatura y el pensamiento modernos de Europa —Domingo Sarmiento ha leído tan vorazmente como los ogros comen, o mejor, con hambre y sed de saber como si fueran los de un pueblo entero en tres siglos de analfabetismo—, y ha meditado en grande, mientras trabajando y luchando intensamente, aquí y allá, ha practicado tierras y gentes muy diversas. Esto último constituye su educación vital, tan importante como la literaria. Cabe sospechar que si no aprendió latín, pese a haberlo
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estudiado, y con maestro, y aprende francés e inglés en pocas semanas por su sola cuenta, es porque su espíritu entrevió en lo oscuro cuáles eran o serán las verdaderas necesidades de su pensamiento operante. Es obvio que Sarmiento advirtió desde el principio que sin el apoyo de una disciplina lúcida y de un ánimo esforzado, los mejores dones de la inteligencia, son una promesa, no un poder. ¿Pero hubo en él algo como un columbramiento de su genio y su destino? Apenas cabe dudarlo. ¿De dónde, si no, tamaña exigencia consigo propio? La actividad de Sarmiento durante el cuatrienio que precede a la aparición del Facundo tiene todo el sentido de un ensayo general antes de acometer la gran empresa. Iniciado como periodista en Chile a comienzos de 1841, Sarmiento irá tocando en los diversos órganos de la prensa trasandina — El Mercurio y. Sud A mérica, de Valparaíso, El Nacional, El Progreso y algún otro de Santiago—, una y otra vez, a lo largo de centenares de trabajos y con convincente información sobre sus temas, la mayor parte de los que tratará o rozará en el Facundo o Civilización y Barbarie: agricultura, política, costumbres públicas y privadas, luchas civiles, letras, cuestiones europeas, folklore, religión, tipos populares, industria de la seda, caminos, marina mercante, herencia colonial española, y, ya se sabe, educación del pueblo y lucha contra Rosas. Sus ideas, profundas y originalísimas muchas veces, no son siempre del todo claras, o, mejor, no logran siempre eliminar las contradicciones. Pero la gran unidad de lo que el hombre piensa, dice y hace está en el espíritu que lo anima: un ardido e incansable espíritu de innovación y propulsión, un genio demiúrgico que quiere demoler un orden de cosas que se sobrevive siniestramente para construir un mundo lúcido y en viviente armonía con el hombre moderno. No otro sentido tiene, para citar un caso, su gran campaña contra el viejo régimen de la lengua española y por la creación de un estilo nuevo. El es el primero ...
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en reconocer y ponderar la seriedad y sabiduría en la materia de su contrincante, don Andrés Bello, pero no va contra ellas sino contra su clandestino espíritu de conservación e imitación, de miedo a la libertad de lo que vive hoy y quiere vivir mañana. De cualquier modo, el ilustre venezolano lo juzga digno de respuesta, y aunque escudándose irónicamente tras el seudónimo de Un qnidam, responde por agencia de un discípulo suyo. Ahora podemos ver que, sobre todas las exageraciones polémicas de ambos lados fué el argentino quien tuvo razón en lo esencial y la tiene hoy más que nunca. En verdad, había ahí una cuestión de más fondo aún: la de las razones y los derechos de América para emanciparse de España, no ya formalmente, sino esencialmente. Pudo evidenciarse, desde los primeros días de la conquista, que el propio peninsular, así que ponía el pie en América, comenzaba a sentirse otro hombre. Con la lejanía en que dejaba a España y lo inédito y grandioso de sus climas y paisajes, la nueva geografía trabajaba también sus almas. En cuanto a los hijos de peninsulares, sentían que una distancia interior grande los separaba de sus padres. Y eso acreció forzosamente con las guerras de la emancipación, no menos que con las ideas modernas, venidas de contrabando desde los mercados de Inglaterra y Francia. En todo caso, los jóvenes de la A sociación de Mayo, en 1837, advierten a tiempo que el nativo no emparedado en el dogma de obediencia académico se niega instintivamente a usar las voces y los giros más pronunciadamente españoles. Es una resistencia mucho más orgánica e impulsiva que mental. Y es ese mandato oscuro, pero de raíz, lo que Echeverría, Sastre, Gutiérrez, Alberdi, López (V. F.) convierten en doctrina de la emancipación del idioma como paso sine qua non hacia una emancipación integral de España, algo que era vital y doblemente imperioso: primero, porque el alma hispánica ya no era la nuestra y la nuestra
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debía tomar conciencia de sus propias necesidades, y después porque el alma de España persistía en mostrarse tan anquilosada como sus formas económicas y políticas. Es decir, la conquista americana del castellano significaba el camino hacia la modernidad y la libertad, eso que España seguía excomulgando. En buena parte Sarmiento tomó sus ideas de Echeverría y sus amigos, pero el discípulo terminó superando cuantiosamente a los maestros por la visión más profunda del problema y la formulación más briosa y eficaz de sus conclusiones. Y después, con Facundo, esgrimirá el argumentoclava: él hará lo que otros y él predicaban. Sarmiento vino a decir, en resumen, que los idiomas no son perfectos e intangibles muestras de museo, sino como plantas que mientras viven están en constante intercambio con el medio, en constante proceso de innovación y modificación. Como las plantas, los idiomas crecen de adentro para afuera, y que, no la imitación de lo foráneo, sino el movimiento interno de la savia —ideas, sentimientos—, es lo que crea las formas vivas. El temor a infringir las convenciones sacramentales de la gramática está paralizando en nuestra América la espontaniedad y la inventiva. Insinúa, finalmente, que el miedo al galicismo no es sólo cosa de orden gramatical, como que va en ello el miedo a lo que el verbo de Francia trae consigo. Y que esta lucha contra la monarquía filipino-ignaciana del castellano, es sólo un aspecto de lo mismo que el liberalismo busca por la vía política: la emancipación general del espíritu humano —eso por lo que el español Larra luchó en su propia casa y por lo que fué motejado de galicista, él, el único escritor que en esa hora de España manejaba ideas y palabras vivas. "La soberanía del pueblo —dice Sarmiento— tiene todo su valor y su predominio en el idioma; los gramáticos son como el senado conservador para combatir los embates populares, para conservar la rutina y las tradiciones. Son a nuestro juicio, si se nos perdona la palabra,
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el partido retrógrado, estacionario, de la sociedad habladora". Por lo demás, la decadencia o parálisis del castellano sólo es un índice del marasmo general de España y es bueno sacar las consecuencias: "Un idioma es la expresión de las ideas de un pueblo, y cuando un pueblo no vive de su propio pensamiento, cuando tiene que importar de ajenas fuentes el agua que ha de saciar su sed, entonces, está condenado a recibirla con el limo y las arenas que arrastra en su curso, y mal han de intentar los de gusto delicado poner coladeras al torrente: que pasarán las aguas y se llevarán en pos de sí estas telarañas fabricadas por un espíritu nacional mezquino y de alcance limitado. Esta es la posición del idioma español, que ha dejado de ser maestro para tomar el humilde puesto de aprendiz, y en España como en América se ve forzado a sufrir la influencia de los idiomas extraños que lo instruyen y aleccionan." Con su largo poder intuitivo el novel escritor va desentrañando no pocos secretos. Que las clases privilegiadas por instinto de supervivencia imponen su tradición conservadora y su culto del pasado a los desposeídos, pues sospechan certeramente que cualquier alteración innovadora en el lenguaje, las ideas o los ritos puede significar un comienzo de amenaza para sus privilegios que deben mantener intactos por la autoridad de un pasado irrevisible. No fué casual que en todas las sociedades antiguas la casta encargada de mantener las preocupaciones y sentimientos y rituales antiquísimos —la casta sacerdotal— fuese también la encargada del alfabeto y la historia. ¿Jugó o no un papel decisivo el conservatismo sacerdotal en el hecho de que E gipto continuase con sus pesadísimos y engorrosísimos jeroglíficos aún siglos después de haberse difundido por toda la cuenca del Mediterráneo ese maravilloso vehículo de expresión y comunicación entre los hombres y de avance sobre el futuro que fué el alfabeto fenicio? ¿Acaso el clero medieval no siguió resguardando su
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tenebrosa sabiduría heredada en un idioma cristalizado que el pueblo no entendía ya? No es que el joven Sarmiento fuera entonces un virtuoso del saber histórico y filológico de su época; pero su capacidad de inducción e intuición era poderosa corno el instinto del rastreador o del baquiano. "Llegó un día en que un gran número se sintió con ganas de aprender a escribir y se encontró con que mis señores literatos escribían como el pueblo había hablado quinientos años antes. En vano fué gritar contra el abuso y pedir que se escribiese como se hablaba. ¡No señor!, o escribir corno escriben los literatos o no se enseña a escribir a nadie; y ya ven ustedes que el caso era apretado, y fuerza le fué al pobre pueblo someterse, a trueque de saber algo, a la voluntad de los susodichos letrados." Y después de advertir que "los pueblos en masa, no los académicos, forman los idiomas", señala la democratización literaria: "Los idiomas se vuelven hoy a su cuna, al pueblo, al vulgo, y después de haberse revestido por largo tiempo el traje bordado de las cortes, después de haberse amanerado y pulido para arengar a los reyes y a las corporaciones, se desnudan de estos atavíos para no chocar al vulgo a quien los escritores se dirigen. . Desde luego Sarmiento no se cansa de insistir en que el espíritu de quietismo y telaraña en el idioma es el mero trasunto de la falla de fondo: "Los rigoristas apegados a las formas del lenguaje, se cuidan muy poco de las ideas, los accidentes y vicisitudes que lo modifican". ¿Que el adversario opina que esa insurrección plebeya es encabezada por los que "apenas iniciados en idiomas extranjeros, pero sin el conocimiento y estudio de los ad mirables modelos de nuestra literatura, se lanzan a escribir según la versión que más han leído?" Sarmiento contesta: "Esa es..., y no es su culpa si la antigua pureza del castellano se ve empañada desde que - ---. -,.;
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él ha consentido en dejar de ser intérprete de las ideas de que viven hoy los mismos pueblos españoles." O sea, es el doble anquilosamiento económico y místico de España lo que convierte a un idioma anquilosado en prestatario de otros idiomas mucho más vivientes a fin de no morir. "Por qué motivo de interés real y de aplicación práctica a nuestras necesidades actuales se requiere que vayan a exhumarse esas antiguallas del padre Isla y Santa Teresa y fray Luis de León y el de Granada y todos esos modelos tan decantados que se proponen a la juventud? ¿Para adquirir las formas? ¿Y quién suministra el fondo de las ideas, la materia primera en que han de ensayarse?" Sarmiento ve y denuncia el contrabando secular. Bajo la consigna de fijar dogmáticamente el idioma y dar lustre palaciego al lenguaje se ha buscado y logrado lo que en el fondo se proponía la casta privilegiada de la sociedad española y colonial: que la herencia de los dogmas políticos y religiosos —escudo de sus intereses materiales— no sufriese alteración alguna. La inmovilidad de la vida histórica de España era la causa y consecuencia, a la vez, de la inmovilidad de los dogmas monitores. Había una relación directa entre la lengua intangible y la Inmaculada Concepción de María... "España no está libre hoy de esa cadena que ha pesado sobre su cuello durante tantos siglos: privada por la Inquisición y el despotismo de participar del movimiento de las ideas que con el Renacimiento había principiado en todos los otros pueblos, dominada entonces por ese odio a todo lo que era libre y que repugnaba con su unidad católica y su reconcentración despótica, que muestran los celosos partidarios de la incolumidad de la lengua, quedóse sola en Europa. . Sarmiento no sabía entonces lo que después leyó en Condillac: que las universidades han frenado el pensamiento. Ni conoció, sin duda, la opinión de Gibbon —suscrita por André Gide en nuestros días—, que "el estudio
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de las lenguas antiguas ha retardado más que activado el desarrollo intelectual de los pueblos de Occidente". El novel escritor había advertido igualmente que el castellano escrito, en su evolución por adecuarse a la del castellano oral, no se había atrevido a librarse de ciertos pesos muertos —vocales mudas, consonantes de puro ornato, un mismo sonido figurado por dos signos diferentes— lo que no facilitaba ciertamente la redención de los analfabetos. Gracias a las credenciales del gobierno de Chile, pudo, en su viaje por España, tomar contacto con algunos funcionarios del Ministerio de Educación: "Imaginad a estos buenos godos hablando de cosas varias y no anotando: no existe la pronunciación áspera de la y ; la h fué aspirada, fué jota, cuando no f; el francés los invade; no sabe lo que se dice, este académico; ignoran el griego; traducen, y traducen mal lo malo". Con Ventura de la Vega y otros literatos, que no escondían bien cierta actitud irónica, hubo de tratar una vez el tema. Alguien dijo: "Dado el caso de que América adoptase una ortografía propia, ello establecería una separación entre España y sus colonias". El americano, sintiéndose llamado a su juego, arguyó con oblicua cortesía: "Esto no es un grave inconveniente; como allá no leen libros españoles; como ustedes no tienen autores, ni escritores, ni sabios, ni economistas, ni políticos, ni historiadores, ni cosa que lo valga; como ustedes aquí y nosotros allá, traducimos, nos es absolutamente indiferente que ustedes escriban de un modo y nosotros de otro.. La Universidad de Chile, con la muy fornida autoridad de Bello, autorizó la reforma ortográfica, aunque con oficial parquedad. Al regresar de Europa, Sarmiento insistió sobre su proyecto. Había tomado informes en España, averiguando que la idea que cinco años atrás produjera escándalo y regocijo en Chile, había transitado por la pacata cabeza de
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algunos gramáticos peninsulares desde los tiempos de Nebrija, terminando todo en que la Academia terminaba canonizando la tradición por puro terror a la lógica y el porvenir. Como chisme casero traía el que, en esos días la reina Isabel, semianalfabeta coronada, era la principal autoridad académica, ejerciéndola por agencia del secretario Borrego, hombre que, como filólogo, merecía el nombre que lucía. Ni decir que la idea y el proyecto de Sarmiento no obedecieron a preocupaciones de gramático, sino de pedagogo y repúblico moderno: sólo quería facilitar el acceso de la masa popular al alfabeto y a lo que con él podía lograrse. Cuarenta años más tarde opinó: "No hay reforma ortográfica del señor Sarmiento, aunque sea lícito suponer que se inclinó en favor de lo que sea más simple y quizá más al alcance, para usarlo correctamente, de los ignorantes". Un siglo después de Sarmiento la cuestión que él planteó sigue en pie, y por pura reverencia a la Academia y a la claudicante tradición y para tortura de niños y adultos, seguimos usando la u de convidado de piedra —es decir, muda— en muchos casos, y la y griega como vocal, a ratos, y la cj por j, y la e con sonido duro o blando según donde caiga, y seguimos escribiendo hueso, pero suprimiendo la en óseo, aunque manteniéndola en hospital, todo para pérdida de tiempo y tinta. "Es una de las excelencias de la razón humana —escribió en 1867, dilucidando a fondo el tema— el que aun los más chocantes absurdos y preocupaciones están casi siempre fundados en principios generales, que prevalecieron antes, y han dejado, después de demostrada su falsedad, hechos que se perpetúan sin razón de ser. La ortografía es uno de esos hechos". El italiano, que fué el primero de los dialectos que tomó posesión de sí mismo, pues que él encabezó el Renacimiento, si no le precedió completamente formado, como
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lo requerían las repúblicas de Venecia, Pisa y Florencia con su asombroso desarrollo de ideas, fué el primero también en darse una ortografía, y asombra la libertad de toda sujeción a la etimología con que procedió desde su renacimiento". "El italiano se escribe como debe escribirse todo idioma, es decir, como se pronuncia. El italiano ignora el latín, aunque sea el heredero directo, hasta el suelo, sin que la Iglesia latina, que ha continuado la antigua supremacía de Roma, haya intentado latinizarlo". Se comprende la importancia de conservar la fisonomía exterior de las palabras, a fin de descubrir las facciones de familia. Bastaría saber sólo si para tales fines ha de condenarse a la humanidad entera a llevar sobre sus espaldas el peso enorme de cuatro mil años de tradición, de historia de migraciones. "Es nueva en el mundo la idea de educar con la palabra escrita a la masa humana, y aquella carga soportable y llevadera para los literatos y eruditos, basta deponerla prolija y cuidadosamente en lexicones y vocabularios, para que acuda a ellos, como a los archivos de escrituras públicas, el que quiera conocer la herá l dica de la lengua". "...La Academia crió la confusión de lenguas que reina entre la j y la y. Cuando puso la mano en los orígenes (irreverentemente si no había de ir, como el italiano, hasta el fin) se encontró ante x, ex, es, Xenoponte, xícara, xefe, xcneral, Xamtipo, México. El buen sentido aconsejaba, pero halló mejor crear unas etimologías académicas, tales como general y Jantipo, cojo, pícara, que confunden hoy a los que más se precian de no perderse en estos vericuetos". "...No hablaremos sino para memoria de la b y la y, porque estamos seguros de no encontrar sino contradictores cuando decimos que no existen, que no existieron jamás los dos sonidos distintos en la lengua española que supone el uso de estas dos letras". .La Academia gálica de origen y de tendencias or-
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tbgráficas más de lo que presume, se tiene firme sobre su breviario; inútil por ahora hablar de fablar, jablar, hablar y ablar; .. . de phormoxos, fcrmosus, hermoso, ermoso, latín que los italianos escriben como uomo, avere, eroe, istoria, para no andar trayendo ramas secas, que el venado deja cuando apuntan las nuevas hojas". El impacto más ruidoso de toda su polémica sobre la lengua lo asestó Sarmiento al confesar con la más castiza de sus humoradas, que la mayor parte de las ideas que tan herejemente anticastizas habían parecido, no eran de origen francés o sajón... sino que pertenecían a José Larra, el único español que se atreviera a escribir como hombre del siglo xix... Larra había sido "uno de esos espadachines de papel y tinta" dotado de dos cualidades totalmente antiespañolas: "elocuente sin énfasis, profundo sin pedantismo". En España las tradiciones eran más despóticas que los gobiernos: "las costumbres indolentes, las viejas preocupaciones y los arraigados abusos, que más que las mismas instituciones bárbaras y arbitrarias prestan poderoso y permanente auxilio a los déspotas. Sin la mejora de las costumbres, las instituciones democráticas son una burla". Sarmiento pensaba que frente al sacerdote, inmóvil custodio de los saldos sobrevivientes del pasado, el escritor podía y debía ser el inaugurador de las ideas del siglo y de los usos nuevos. Es lo que había intentado ser Larra en España "riéndose de rabia y de vergüenza al contemplar a su país aherrojado por las preocupaciones cuyo peso no acertaba a sacudir". ¿Lo conocía a Larra su contricante? Sin duda. Pero, cree que Larra escribió sus inmortales artículos para ", darle a él motivo de risa?" "Larra en tales manos no es más que un chusco impávido que escribe muy bien el castellano". Pero el único escritor moderno de España es otra cosa: "es el alma virgen de la democracia que levanta
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la voz contra la sociedad caduca y retrógrada en que ha nacido". ¿Que Larra fué tachado de galicista? ¿Que él dijo que en España escribir era llorar? ¿Que terminó pegándose un tiro? Eso probaba, como nada, que España no estaba dispuesta a permitir que nadie interrumpiese su santa modorra. Varios años después, un argentino contemporáneo de Sarmiento, don Juan María Gutiérrez fué nombrado miembro correspondiente de la Real Academia Española. Con espléndida insolencia que deslumbró a los buhos de aquende y allende el Atlántico, Gutiérrez se atrevió a declinar la regia y honrosísima distinción, fundándola en razones análogas o equivalentes a las de Sarmiento, dichas con gracia no indigna de la que dilapidara su antecesor treinta años atrás, todo lo cual prueba que su sentir y su saber eran, en gran parte, comunes a muchos hombres de su generación y consonaban con lo más delantero del pensamiento de su época. Dijo Gutiérrez: "Creo, señor, peligroso para un sudamericano la aceptación de un título dispensado por la Academia Española. Esa aceptación liga y ata con el vínculo poderoso de la gratitud, e impone la urbanidad, si no entero sometimiento a las opiniones reinantes en aquel cuerpo, que, como compuesto de hombres, profesa creencias religiosas y políticas que afectan a la comunidad, al menos un silencio discreto y tolerante para sus opiniones". Como su actitud fuera calificada, cuando menos, de descortés, por filisteos y fariseos, y un libelista hispánico intentara godiblemente ponerlo en la picota, Gutiérrez hubo de soltar todos los rollos de su lazo. Recordó a los que lo habían olvidado —aunque nunca lo supieron— que la Academia de marras fué constituida por iniciativa del mayordomo de Felipe V y que las nueve décimas partes de sus ilustres miembros las integraron "curas, frailes, teólogos, bibliotecarios reales, calificadores del Santo
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Oficio, caballerizos de la reina, etc.", los cuales dijeron al rey que los académicos sólo pretendían "el grado de criados de S. M. como el más honorífico que pueden conseguir sus vasallos". (Pero él, Gutiérrez "es un hombre libre y no quiere ser criado de nadie"). Después de lo cual se fué a fondo avalando su falta de temor a que por influencia de las lenguas delanteras de la civilización el español degenere en jerga: "El idioma tiene íntima relación con las ideas y no puede abastardarse en país alguno donde la inteligencia está en actividad y no halla rémora el progreso. Se transformará, sí, y en esto no hará más que ceder a la corriente formada por la sucesión de los años, que son revolucionarios irresistibles". Como se ve, eran el heraclitismo y el darvinismo, en lugar de la teología, aplicados a la lengua. Y desde luego que lo válido de un idioma era menos su forma exterior, más o menos convencional y transitoria, que su forma interna, valer decir, su virtud de vivificar y embellecer ideas, sentimientos y emociones de actualidad, no esplendores de museo. La lengua de un pueblo semifosilizado por la teología y la monarquía precisaba ayudas vivas: "Las lenguas extranjeras, las ideas y las costumbres que ellas representan y traen consigo, han tomado carta de ciudadanía entre nosotros". " , Estará en nuestro interés crear obstáculos a una avenida que pone tal vez en peligro la gramática, pero que puede ser fecunda para el pensamiento libre?" Era el pleito de Jesús contra los saduceos, el del espíritu contra la letra, alegando que la hierba humilde brotada junto a la tumba vale más que la lápida más pulcra y costosa. Nuestros hombres "no pueden, por su modo de ser, escalar los siglos en busca de modelos o giros castizos, en los escritores ascéticos, en los publicistas teólogos de una monarquía sin contrapeso. Hombres prácticos de su tiempo, no leen sino lo que actualmente se necesita saber y no enseñan las páginas de la tierna Teresa ni de
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su amoroso compañero, ni libro alguno de los autores que forman el concilio infalible en materia de lenguaje castizo". Era una buena ducha matinal echada en la mollera de los clásicos con olor a museo o cera virgen. Gutiérrez sugería con ello que quienes usan un castellano encorsetado en reglas y cargado de gracias y adornos rancios para disimular su reumatismo y su anquilosis, no son precisamente los que hablan o escriben mejor el idioma de Cervantes. Y terminaba insistiendo certeramente sobre la vinculación orgánica habida entre un idioma guardado por chambelanes y beatos y una ideología carcelaria y herrumbrosa, para denunciar —ya en 1875— el espíritu retrógrado de las castas dirigentes en tierras de Bolívar: "La mayor parte de esos americanos se manifiesta afiliada, más o menos a sabiendas, a los partidos conservadores de Europa... enterneciéndose con el frío cadavérico del pasado, incurriendo en un doble ultramontanismo religioso y social". Cuando poco después llegó Martí, el más auténtico vocero de nuestra América en sus días, su palabra coincidió con la de Sarmiento y Gutiérrez, denunciando sin tapujos el espíritu regresivo y colonial, cada vez más acusado, que so color de amor a la madre patria y su lengua, trasuntaban los monitores de nuestra cultura democrática: los que "cuidan de pavonear serventesios y liras humildes en cambio de interesados aplausos", "los que cantan las formas de nuestras glorias, pero abjuran y maldicen de su esencia", "los que con el mismo plectro —porque esos usan plectro— endiosan a Bolívar y sus tenientes y al espíritu, ¡oh, vergüenza!, contra el que aquellos hombres magnánimos combatieron". Perdidos estariamos si frente a ellos no se alzaran los "que no quieren hacer de América alfombra para naciones que le son inferiores en grandeza y espíritu". Resulta clara, sin duda, la alusión al epimeteico espíritu de España y al creciente número de sus feligreses L.
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en América. Más aún: denunció que todo eso era la peor forma de negación de lo nuestro, una diáfana traición. Aprobando a fondo la actitud del que desenmascaró a la Academia, rubricó: "Gutiérrez, por no ser traidor, no quiso ser académico'. Y dijo otro día, en una formulación más cabal de su pensamiento: "Y surgió en la Argentina, con la irregularidad y atrevimiento que vienen de la fuerza, ese mismo castellano que no huele a pellejo por obligación ni está sin saber salir de Santa Teresa y 'el gran tacaño' y ya se habla en España por los hombres nuevos aunque sin el desembarazo y riqueza con que lo manejan en América sus verdaderos creadores". Martí vió hondamente la necesidad de liberar nuestro castellano de hoy de su herrumbre y sus arreos arcaicos, como único medio de hacerlo servir a nuestras necesidades de aquí y de ahora y lograr expresión propia. Que es lo que Sarmiento había predicado medio siglo atrás. "Y en política, en legislación y ciencias y en todo, sin excluir un solo ramo que tenga relación con el pensamiento, tenemos que ir a mendigar a las puertas del extranjero las luces que nos niega nuestro propio idioma". ". . .Nosotros aquí apegándonos a las formas de un idioma exhumado de entre los escombros del despotismo político y religioso". Primero vivir, después filosofar. Primero ver, sentir y pensar, después escribir, no copiar el retrato, sino al retratado. ". . .Es la perversidad de los estudios que se hacen, el influjo de los gramáticos, el respeto de los admirables modelos, el temor a infringir las reglas, lo que tiene agarrotada la imaginación de los chilenos, lo que hace desperdiciar bellas disposiciones y alientos generosos. No hay espontaneidad, hay una cárcel cuya puerta está guardada por el inflexible culteranismo, que da sin piedad, da culatazos al infeliz que no se le presenta en toda forma. Pero cambiad los estudios y en lugar de ocupares de las formas, de la fuerza
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de las palabras, de lo redondeado de las frases, de lo que dijo Cervantes o Fray Luis de León, adquirid ideas, de doquiera que vengan, nutrid vuestro espíritu con el pensamiento de los grandes luminares de la época, y cuando sintáis que vuestro pensamiento a la vez se despierta, echad miradas observadoras sobre vuestra patria, sobre el pueblo, las costumbres, las instituciones, las necesidades actuales, y en seguida escribid con amor, con corazón, lo que se os alcance, lo que se os antoje, que eso será bueno en el fondo aunque la forma sea incorrecta, será apasionado aunque a veces sea inexacto, agradará al lector aunque rabie Garcilaso; no se parecerá a lo de nadie pero, bueno o malo, será vuestro.. ." Y si la mímesis es inevitable y útil, ¿por qué no enderezarla hacia los pueblos delanteros, como Inglaterra, donde "nunca ha habido academia, y no obstante ser el inglés el idioma más cosmopolita y sin conciencia para arrebatar palabras a todos los idiomas, no ha habido allí tal Babel ni tal Babilonia como Quídam y Hermosilla se lo temen?" Y finalmente, ¿por qué ir por mercadería intelectual a la factoría y no a la metrópoli? .Y que teniendo allí (en España) que alimentarse y tomar sus formas del extranjero, no se nos podrá exigir cuerdamente que recibamos aquí la mercadería después de haber pagado derechos de tránsito por las cabezas de los escritores españoles. Sarmiento conservó sus fundamentales ideas sobre la materia hasta el final de su larga vida, en que escribió alguna vez con su tónico buen humor de costumbre: "Este idioma se llama idioma de Cervantes y ha sido momificado en su honor". En Estados Unidos, en su conferencia sobre la doctrina Monroe, Sarmiento volvió a expresar su admiración por Cervantes, pero hablando de él como lo que era: una expresión genuina y más o menos única en España del genio del Renacimiento, que allí la emprendió con ese saldo me-
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dieval que fué el caballero andante, pero que no dejó herencia porque alguien se cuidó de que la dejara: "Cervantes como Homero, no tiene parientes; su regia estirpe acaba con él mismo". "Encuentra en España rezagada la leyenda extranjera de Amadís de Gaula... Pero extirpada aquella mala yerba de la Edad Media, nada nació en su lugar, cuidando la Inquisición de arrancar de raíz toda nueva planta, traída en germen por los vientos que agitaban la Europa moderna". Y así, un día en Chile en desaforada lucha contra el estilo colonial —con su ortodoxio de fonógrafo, su culto meticuloso de la monotonía y aburrimiento, su pudibundez trasnochada de jamona, su ingenio lento con digestión de boa, sus gracias de perro de circo, sus adjetivos zánganos, sus metáforas descoloridas hasta lo invisible por el manoseo tradicional— fué naciendo el estilo nuevo. América se había mostrado hasta entonces sólo en la pompa de sus paisajes, sus productos y su coraje nativos. Precisaba mostrar un nuevo poder. La frente de Sarmiento se levantó entonces como un alba. Apareció el estilo americano. Un hombre integral y profundo hecho verbo. Un estilo voluptuoso y austero como la luz. Arrojo de montonera hollando tierras bagualas. A ratos un enojo encrespado de agua contrariada en su descenso o una jovialidad benefactora de viento en la trilla. De polvillo o polilla de anaqueles, nada. El genio de la tierra moviéndose en el terreno de las ideas con la baquía innata del baquiano en la pampa o el rastreador en la sierra. El hombre parecía un aventurero echándose a salga lo que saliera, pero no: su brío de centauro estaba lastrado por una prudencia medulosa, por un avizor buen sentido. Veíasele el empeño de que sus ideas cayesen entre la juntura de los hechos para removerlos. ¿Que su tinta parecía a ratos preparada por el mismo diablo? ¿Que su pluma, en otros, era como la remera del ala del cóndor? Pero traicionábase, por encima de todo, el placer heroico de picanear
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a los hombres para despertarlos a su dignidad de tales, sacudiéndoles la modorra servil. Así había comenzado, para comenzar bien, por lo más grande: sacando a San Martín de su eclipse temporario, para mostrarlo allí en su Ande casero, rodeado de sus dos victorias como de dos hijas inmortales. Dice Ricardo Rojas que en su Chacabuco por el idioma, Sarmiento fué "como un terremoto que derribaba vetustas moradas preparando los baldíos solares para los castillos de A zul que después edificaría allá Rubén Darío". Imposible dar con una muestra más enternecedora de candor académico. Según ello, el pobre Sarmiento, a quien el mismo Darío llamó genial, a propósito de Martí, habría sido una especie de Juan Bautista en zamarra de chivo y a dieta de langostas venido para aparejar los caminos del Mesías de A zul, esa media traducción de mucho de lo más rococó de la literatura parisina del día. Pese a las exageraciones y a tal cual error de detalle, el acierto fundamental de Sarmiento estuvo en señalar que los idiomas son organismos de crecimiento endógeno, esto es, de adentro hacia afuera, aunque en relación nutricia con el medio: por ello lo que importa en el fenómeno literario es el quantum interno de ideas y emociones vivas. La forma más perfecta será la más fiel al contenido. El espíritu del escritor no debe rotar en el aire encerrado de las abstracciones, las bibliotecas o el subjetivismo narcisista, sino volverse hacia el mundo circundante y hacia el pueblo que creó el idioma y hacia sus necesidades vivientes. En Darío hubo poco y nada de eso. Aunque se mostrase a ratos como un espléndido poeta, su función más visible fué aclimatar en español el versallismo literario de Francia y eso era casi tan colonial como la imitación de los clásicos de la Península. Sarmiento dijo en 1884: "Pero con este trabajo puramente mecánico, cual es abrir escuelas, ha de venir otro intelectual, el de enriquecer la lengua de Cervantes, con
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nociones de gobierno, de historia, de instituciones... Eduquemos nuestra lengua. Hagámosla buen conductor de civilización, de ideas, y que el mundo moderno se refleje en ella como en un espejo. ¿Con sus manchas? Con sus tachas como el sol". Sarmiento y Martí fueron los últimos guerreros de la revolución de la independencia. Hoy su modernidad convence mucho más que la de los modernistas; expresaba la voluntad de futuro de nuestra América. Darío, en cambio, terminó mezclando los afeites y pomadas literarias de Francia al olor a santidad y aceite rancio de Santa Teresa y los dos Luises, y disfrazándose medievalmente de cartujo. Ya sabemos que la suerte reservó a Sarmiento viejo una albricia matinal dándole a leer las primeras grandes páginas de otro hombre de acción y liberación como él, es decir, la oportunidad de advertir el otro gran salto de hermosura manantial de nuestras tierras: "La palabra americana virgen oliendo a selva, a Niágara, a... Cordillera, a... Pampa", dijo de la prosa de Martí.
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CAPITULO III FACUNDO
a V íctor Bouilly
Puede sospecharse que, consciente y subconscientemente, y de tiempo atrás, el Facundo viene gestándose en el espíritu de Sarmiento. ¿Cuál fué la causa ocasional que apresuró el alumbramiento? Por una parte, sin duda, la secreta necesidad de dar la medida de su fuerza en una obra de gran aliento, como el mejor o único medio de responder a esa especie de coalición de injurias y calumnias cuyo asedio llega a aquejarlo a ratos. (Pues, no obstante la verdad de lo consignado más arriba y pese a su pura genialidad agonal, esto es, su aguante para cualquier ataque y su idoneidad para rebotarlo acrecido en fuerza, llegan momentos en que la excesiva tensión debe fatalmente aflojar y el combatiente experimenta hasta el ahogo una sensación de fatiga, es decir, de desencanto). Coincidiendo entrañablemente con él, el ministro Montt le ha dicho: Contésteles con un libro.
Pero hay otra circunstancia espoleadora: en marzo de 1844 sábese en Chile que Rosas ha designado embajador ante el gobierno de este país a don Baldomero García, y los proscriptos argentinos dan por descontado que el mensaje número uno de la embajada será el de un reclamo contra ellos. García difiere por meses y meses su partida y cuando al fin la efectúa es para demorarse otros tres en Mendoza. Con todo, y casi inopinadamente,
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termina por presentarse en abril de 1845 en Chile, y he aquí que su protesta contra los traidores unitarios elige por cabeza de turco a la más visible: la del cuyano Sarmiento. Ante la necesidad de neutralizar la acción de la embajada, Sarmiento debió sentir oscura o claramente que no bastaba con atizar y aumentar en la prensa los fuegos contra Rosas que siempre tuvo encendidos, pese a todos los compromisos e inhibiciones inherentes a su doble condición de extranjero y de periodista y funcionario oficial, eso que lo trae cada vez más ahogado, eso que parece amenazarlo de muerte. Necesita, pues, urgente y frenéticamente, dar salida a eso que ha venido reprimiendo por años y que ahora se agita de modo incontenible, no sólo en su cabeza, sino en su espíritu y aun en su sangre: y no va a tratarse ya de una o más escaramuzas contra Rosas, o, mejor, contra el sistema que él encarna, sino de una verdadera guerra de exterminio contra el quietismo de espíritu de la España peninsular trasegado a ésta de América, es decir, contra la sublimación medieval y oriental del dogma de obediencia que ello implica. Necesita, así, del libro como de una salvadora válvula de escape, como una liberación. ¿Comenzó a escribirlo en febrero o en abril de ese año? De cualquier modo, el libro comienza a publicarse en folletines en El Progreso el 3 de mayo y concluye a los dos meses. ¿Tarea de cien días o menos...? Recuérdese además que, ínterin, el autor estuvo activamente entregado también a otras cosas. El prodigio sólo acepta esta explicación titubeante: la obra estaba ya madura en su espíritu y su autor sólo precisó de tiempo material para trasvasarla al papel. Estéticamente, Facundo significa la revelación de uno de los grandes artistas del idioma. Esto, por muchas razones, no era fácil verlo entonces y menos al comienzo y de una vez. La crítica de Chile, la que se muestra más favorable, está angélicamente lejos de sospechar tal cosa.
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Florencio Varela, en la segunda entrevista con Sarmiento en Montevideo, concluye por tenerlo en grande estima, pero juzga el libro muy inferior al hombre. Alsina encuentra que el Facundo, "que tantas y tan admirables cosas contiene", peca por sobra de poesía, ya que el autor no se propuso escribir "un romance o una epopeya, sino una verdadera historia social, política y hasta militar a veces... " El famoso elogio de la Revista de A mbos Mundos, tan perspicaz como se muestra, arriba a esta conclusión: "Por ahora, menos que el valor literario, debe buscarse en Civilización y Barbarie las ideas y los hechos cuya relación da a este escrito un interés no común". Tampoco un crítico de habitual penetración como Groussac da claras muestras de haber visto a Sarmiento en su real significación literaria. ¿Qué mucho? El propio Sarmiento, y al menos durante años, es el primero en ignorar que él, simple mortal, ha engendrado un hijo en una diosa... "Cinco años de trabajo diario en la prensa de Chile —advierte a los dos meses de aparecer el Facundo— , cinco periódicos o diarios, seiscientos artículos editoriales, varias memorias y trabajos universitarios para la enseñanza del pueblo y uno que otro libro efímero, pero lleno de amor a la libertad verdadera y a la civilización. . ." El libro efímero no es otro que el Facundo. Seis años después, le dirá a Alsina: "Este libro, que como tantos otros, la lucha de la libertad ha hecho nacer, irá pronto a confundirse con el fárrago inmenso de materiales de cuyo caos desbordante saldrá un día, depurada de todo resabio, la historia. . ." Y en otra ocasión, entre chanzas y veras, hablará así: "Libro extraño, sin pies ni cabeza", "el Yugurta argentino". Necesita el transcurso de casi un tercio de siglo a fin de que su criterio se ilumine, al menos corno para acertar en lo esencial: "No vaya el escalpelo del historiador que busca la verdad gráfica —escribirá en 1874— a herir las
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carnes del Facundo, que está vivo: ¡no lo toquéis! Así como así, con todos sus defectos, con todas sus imperfecciones, lo amaron sus contemporáneos, lo agasajaron las literaturas extranjeras, desveló a todos los que lo leían por primera vez, y la pampa argentina es tan poética hoy en la tierra como las montañas de Escocia diseñadas por Walter Scott.. Sarmiento se inició en las letras como periodista, y si durante el resto de su vida ejerció el periodismo, ese género sublitrario, de superficialidad efectista, de fin y técnica abogadiles y de interés del momento, estuvo allí siempre presente, para redimirlo, su presencia de escritor que, como la presencia de la tormenta entre tierra y cielo, significa habitualmente una sensación eléctrica. Hay, así, un abismo entre lo que él hizo y lo que en otros, y hoy sobre todo, se entiende por aquel nombre. Sospechamos, además, que el periodismo, que suele pegarle algunos de sus achaques típicos, le potencia en cambio algunas de sus mejores virtudes de escritor. Sarmiento piensa y escribe no sólo con su cerebro, sino con su gran corazón y su gran aliento y todo su sistema medular y glandular. Redacta con un desasosiego de combate: dialogando a ratos con el enemigo invisible, midiendo a grandes zancadas la habitación, gritando, riendo, apuñeando la mesa. Su escritura es como la transposición verbal de su desenvainada personalidad. Sus convicciones vienen accionadas por tal poder de pasión y persuasión que quien las recibe no sólo las comparte sino que se siente obligado, con obligación de amor, a trasmitirlas, a propagar el evangelio. ("Escribílo con amor, como al Facundo", expresará más tarde de otro libro suyo perdido para siempre en un incendio oficial). El hecho es que su estilo se carga de una vitalidad fabulosa. ("Yo soy vital, enteramente vital", podría jactarse, tanto como Stevenson, al menos). Estilo coloquial y entrañable, con el calor de la conversación, con su es-
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pontaneidad y naturalidad sin parodia. Estilo inventado, no confeccionado ni aprendido. Estilo de impulsión y andadura naturales, no de relojería. Estilo de hombre completo, no de mutilado y virtuoso bonzo de la pluma. A fuer de gran intuitivo, como todo gran artista, Sarmiento solía llegar a verdades que su propio intelecto quizá no verá claro, como esa de que el afinamiento de la sensibilidad y la imaginación es tanto o más importante que el de la mera inteligencia, y que la estética puede ser mejor pedagoga que la preceptiva. He aquí que tanto como el valor mental de esa prosa del Facundo, pesa io otro: la emoción nueva, el coraje nuevo. La sensibilidad cambia porque la visión cambia, y viceversa. Y digamos que por encima de las virtudes pictóricas y escultóricas de esa escritura, está la cosa grande por antonomasia; la pasión sagrada de la libertad, el movimiento y el calor de lo más viviente que existe: un alma humana autónoma. Sarmiento conocía el castellano clásico mucho menos por haberlo aprendido en los maestros de España que por el hecho de ser (como se lo advertirá a Calandrelli en 1881) su idioma nativo, pues en la San Juan de su tiempo, como en otras regiones de América, conservábase, con casi todos sus pelos y señales, el castellano de los conquistadores. Sólo que al escribir, mucho más le importaba el movimiento creador de las ideas, el calor vivificante de la emoción que la pureza del léxico, los moldes de la preceptiva o el frío menester del pulido y repulido. Pese a lo que acaba de consignarse, tal vez nunca improvisaba propiamente. Lo que decía de modo imprevisto e impremeditado, venía ya maduro de forma con harta frecuencia. Artista nato, encarnaba sus ideas, no las vestía, en sus momentos de inspiración, al menos. Por lo demás, había en él un interno sentido de regulación y precisión, un instinto de selección y economía previas, de modo que cuando, llevado por su propensión pedagó-
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gica al precepto o la receta, cerraba las grandes alas, nun ca caía en el sentimentalismo, la cursilería o la inflación retórica. Reiteremos que uno de los gérmenes de su originalidad está en que al escribir se olvidaba, mucho más que los otros, de las bibliotecas. El otro está en su ágil desembarazo para ir derechamente al carozo de las cosas y en su fantasía para las realidades, pues él también sospechaba con certería, sin haberlo aprendido en el maestro germano, que el objeto de la poesía no es lo poético, sino
lo real. Repitamos que su estilo es la espontaneidad y la naturalidad mismas, hasta con los inevitables defectos que ello entraña, y por ahí anda el doble del demonio que Sarmiento lleva en sí. Frases en que se trasiega todo el hombre que él es, rutilante de ideas aleteando el alma, chorreando sangre y entrañas. Períodos con entrevero e intensidad de refriega montonera. Páginas con algo de amplitud pampeana o caudal amazónico. Porque él —y esto conviene saberlo o recordarlofué el primero en sentir y amar, con vívida hondura, nuestro paisaje edénico, la tremenda y apasionada geografía de América. Revéase su versión de las pampas, más sugerida que descrita —como la de Cervantes con las tierras de Castilla, según Flaubert—, la del Corcovado, la del jagüey, la de la palma real de Cuba, la del Paraná, o la de las bocas del Amazonas. Como los aedas que cantaban vívidamente a los dioses y héroes no vistos por nadie, él cantó a la Pampa siete años antes de conocerla personalmente, y ella entró a pie llano en el cielo del arte. El origen de la animadversión de Sarmiento al verso nos parece claro. El verso español o hispanoamericano de la época, desde los Quintana y Zorrilla peninsulares hasta sus congéneres de este lado, era virginalmente apoético. De ahí, sin duda, que todo lo que fuera rima
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y metro debió sonarle a lugar común, a ñoñez, a vaciedad campanuda o meliflua. Al comienzo aceptó como buena la moneda que corría entre nosotros esos días y creyó acaso que por el sólo hecho de olvidar los convencionales y manidos temas clásicos y volverse a lo americano el verso se autenticaba e ingresaba en el arte. Debió desengañarse a poco. Un día, echándole el ojo al Paraná, rememora unos versos de Luis L. Domínguez que él citó solidariamente en el Facundo años atrás: El Paraná, paz de perlas,
y comprueba, con indignación antirretórica, que "el infeliz" —como lo llama con caudalosa antífrasis al Paraná— lejos de ser perlino es desvergonzadamente revuelto y turbio... La poesía de la naturaleza americana tiende aún a desertar de nuestro verso, aunque el poeta se llame Rubén Darío, si bien no es menos cierto que ella hizo buenas con los dos artistas mayores de la América nuestra: Sarmiento y Martí. Poderoso es en Sarmiento el don de observación y penetración para percibir detrás del rasgo externo el interno; para caracterizar un fenómeno social, una psicología o un paisaje, por uno o dos detalles geniales, y su arte de contar, lleno de vivacidad y seguridad, torrentoso en ci entusiasmo, la indignación o la jovialidad de a ratos, simple y sabio a la vez, de enseñanza mucho menos dicha que insuflada, que lleva al lector sin soltarlo hasta donde al autor le viene en gana. No menos cuantioso es su poder imaginativo para representar, congregar y fijar nítidamente todos los rasgos, movimientos, circunstancias que condicionan o definen un tipo, una biografía, un hábito popular o un suceso. (El par de páginas en que galopa inmortalmente El baqueano o el otro en que Calíbar va leyendo rastros en el
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agua no ceden ni en un negro de uña a la magia narrativa del Niño-diablo de Hudson). El gran novelista o dramaturgo que hay en él es capaz de dar animación inacabable a cualquier escena, y como sin advertirlo: — Por qué autor estudian ustedes legislación allá? — pregunta el grave doctor Jijena a un joven de Buenos A ires. — Por Bentham. — Por quién dice usted? ¿Por Benthamcito? — señalando con el dedo el tamaño del volumen en dozavo en que anda la edición de Bentham— . ¡Ja, ja, ja...! ¡Por Benthamcito! En un escrito mío hay más doctrina que en esos mamotretos. ¡Qué Universidad y qué doctorzuelos! — Y ustedes, por quién enseñan? — Oh, el cardenal de Luca. . .! — Qué dice usted? — ¡Diecisiete volúmenes en folio!
Gran presencia también en el estilo de Sarmiento es la de su humorismo, en cuyo origen la propensión y la determinación van de la mano: "Los grandes maestros han sido inmortalmente risueños. El buen reír educa y forma el gusto". Su hw?nour, rangosa promoción de la malicia criolla, tan alejado de la guasa chascarrillera como de la solemnidad castellana, es su más habitual papirotazo a la retórica, y su envergadura va desde el sarcasmo terebrante a la ironía más delgada y alcanza su eficacia mayor cuando busca destacar a contraluz los aspectos grotescos de la maldad. (Héroe del desierto... porque ha sabido despoblar a su patria —dirá, explicando uno de
los títulos trompeteantes de Rosas). La aparición del Facundo en el teatro de la vida argentina y sudamericana de la época significa la entrada en escena de un personaje viviente, tanto como una criatura o una fuerza de la naturaleza. No lo notaron todos, ni cosa parecida, en los albores, al menos. Lo advirtió muy bien, en cambio, quien más importaba, el principal asesor y vocero de la tiranía, don Pietro d'Angelis, aquella importante importación italiana, tan frondosa de nariz como la erudición, tan larga de ingenio como de desver-
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güenza. "Esto se mueve —decía ci ex ayo de los hijos de Murat, señalando con oblicua intención el librejo prohibido—, es la Pampa; el pasto hace ondas agitadas por el aire, se siente el olor de las hierbas amargas..
Nada de extraño, pues, que el principal destinatario calibrase bien por su parte la magnitud del envío. "Y lo tengo de allegados de Rosas —cuenta Saldías— que como alguno no le diese al libro —el Facundo— mayor importancia, Rosas habíale respondido de mal talante: El libro del loco Sarmiento es de lo mejor que se ha es-
crito contra mí; así es cómo se ataca, señor; así es cómo se ataca; ya verá cómo nadie me defiende tan bien, seño'r'. Sarmiento aparece en el Facundo como un acaudalado
circulador de ideas propias o apropiadas, de visiones nuevas, de atisbos imprevistos. A la concepción casi meramente fcrmal y cutánea, o meramente política y militar, él opone una concepción de fondo, que abarca toda la complejidad de lo social sin olvidar lo telúrico: topografía, clima, costumbres públicas y privadas, tipos, economía, creencias, tradiciones y supersticiones. Mejor y más concretamente: si el hombre es sólo en última instancia, el autor y actor de su propia historia, sólo en apariencia se mueve con total autonomía, y bajo el sólo acicate de circunstancias accidentales y efímeras, pues clandestinamente, y en gran parte, lo mueven el conjunto de sus intrincadas relaciones con la sociedad presente y la tradición y la geografía. Aquello implicaba un cambio fundamental: lo que antes sólo aparecía desesperadamente como una orgía de fuerza e instintos casi zoológicos, de casi puro dolor y servidumbre, cobraba ahora un sentido, o mejor, con todas sus agudas peculiaridades, desembocaba en el sentido general de la historia humana: el de la lucha del hombre riel pasado, gobernado muy principalmente por la tradición conservatriz, contra el hombre moderno, o que aspira a serlo, gobernado cada vez más por la razón
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innovadora, lucha entre los dioses carcelarios y Prometeo. A poco de asumir Rosas el poder por segunda vez, la tiranía aparece corno definitivamente consolidada, y los unitarios opositores en exhaustiva derrota. Pero entonces surge en Buenos Aires un grupo de jóvenes que asume por su cuenta la responsabilidad intelectual y espiritual del país. Son los de la llamada A sociación de Mayo, con Echeverría a la cabeza, cuya doctrina comporta estas principales conclusiones: la Revolución de Mayo ha sido burlada; la tiranía de Rosas, la República de chiripá de los caudillos, es la supervivencia de la colonia, es decir, de la monocracia peninsular. Rivadavia y los unitarios marraron a su vez, no sólo por sus instituciones más o menos inadecuadas al país y su olímpico descuido de los intereses rurales, sino, y sobre todo, porque dieron a Buenos Aires los poderes y rentas de la nación. Mas tales errores no justifican ni palian el magno de los federales: la estagnación económica y política en que tienen sumido al país. Es que federales y unitarios son monarquizantes, y lo único compatible con la civilización moderna es la democracia, que no significa la soberanía bruta de la masa, sino la igualdad de derechos para todos y el triun fo social de la justicia para asegurar la vigencia de lo que importa por encima de todo: la libertad de la persona humana. El camino hacia la emancipación verdadera está en volver a las inspiraciones y al programa de Mayo. Este credo social que Echeverría y Alberdi formularon adaptando a nuestra realidad ideas tomadas del pensamiento más avanzado de la época, fué conocido y prohijado en su hora por Sarmiento, y buen caudal de sus ideas desemboca en el Facundo. Rosas declaró unitarios y los persiguió como tales a los opinantes de la A sociación, de Mayo. Sarmiento a su vez, y menos por coincidencia parcial de ideas que por ne-
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cesidad de acción, se echó al partido opositor a Rosas. Sólo que él hará oposición por su cuenta y a su modo... La lucha contra Rosas y el común destierro unió a los emigrados de la primera hora y a los neoproscriptos. Pero éstos tenían bandera propia y SU lema constituye su mayor honra y la de su época: y es que tan urgente y misericordioso es redimir a un paria o un país de la miseria material como redimirlo de su ignorancia y servidumbre, y que la libertad es de tal modo un decoro inherente a la esencia del hombre que sin ella no hay patria posible y ella es patria por sí sola. Por razón de su amplitud genial Sarmiento parece resumir, con sus yerros y limitaciones, el desiderátum general de los proscriptos, y de ahí que el Facundo sea como el testamento de esa juventud heroica. Pero no menos que una prédica de civilización y liberación, el Facundo es una interpretación de nuestra historia, antes que la biografía de un caudillo de las campiñas sudamericanas, ascendido por ella a protagonista legendario. La doctrina central del libro, se sabe, está en la visión de nuestro proceso histórico como una lucha entre la civilización, representada por las ciudades, y la barbarie, representada por las campañas. Debe aceptarse que desde Menfis o Atenas a Florencia o París, las ciudades crean la cultura. Mas si civilización, según las ideas de Sarmiento, significa la habilitación del hombre, mediante el trabajo inteligente, para la libertad externa, y mediante la educación para la libertad interior, es claro que ciudades y campañas, tal como las había dejado la colonia, estaban igualmente en falla ante aquel ideal. Nuestro atraso dormitaba en lecho de dos plazas. Digamos que las ciudades de la colonia española, con trabajo esclavo o servil, sin verdaderas industrias, con una masa popular desposeída y sin el menor sentido de sus derechos políticos y sociales, eran
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tan bárbaras como los campos o poco menos. Alberdi observa que la campaña se movió siempre por influencias de la capital, lo cual, con ser cierto, no invalida el hecho de que, a su vez, la ciudad depende de las campañas tanto o más que éstas de aquélla. En efecto, mientras la actividad productora de las ciudades se reduce a la artesanía y la agricultura en pequeña escala, casi toda la economía de la época está representada por la omnipotente ganadería a campo abierto. Económica y socialmente hablando, la estancia es la institución argentina fundamental, a tal punto que, directa o indirectamente, la mayor parte de la poalación vive del cuero y de la carne, y toda la importación —manufacturas de Europa, yerba, azúcar y plata del resto de América— se pagan con frutos de la estancia. Y un detalle cargado de significación: casi siempre los grandes estancieros o terratenientes son hijos de la ciudad y viven en ella, y son comerciantes y aun militares o doctores. Sarmiento, como otros observadores de su época, no ven este hecho-mamut, o lo miran de soslayo. ¿Y a qué tipo de gentes corresponde ése del hacendado-mercader? Representa fornidamente la tradición colonial, y, con Saavedra a la cabeza, se encargó de sabotear el verdadero sentido revolucionario de Mayo. Son los ricohomes de siempre, con su terror a lo nuevo, que llaman desorden ("No hay viviente más miedoso que el hombre rico", dirá Sarmiento), gente típicamente porteña o apegada a su puerto, con un respeto medio supersticioso por las formas más epidérmicas de la vida civilizada y sin el menor entusiasmo por el veraz contenido de la cultura ni menos por el sentido democrático de la política. Son, con Rosas, conejos del mismo cerco, al fin, y por eso lo elevan y sostienen... Son la barbarie de guante. Pero he aquí que Sarmiento mismo, en su Facundo canta, sin quererlo, la palinodia de su tesis. ¿O qué sig-
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nifica ese párrafo de 1845 que suprimió en la edición de 1851? ";Eh!, vergüenza de Buenos Aires, os habéis hecho la guardia de todas las alimañas que Paz hace huir del interior. Sin vos, sin vuestros caudillos, la civilización europea triunfa entonces definitivamente". Puede sospecharse que buena parte de las fallas de Sarmiento y su época en la apreciación de nuestra historia reside principalmente en la subestima de la motivación económica de nuestra realidad, lo cual lleva a una visión como inversa de los hechos sociales y políticos. Pues ocurre que la antítesis de fondo, que todos parecen empeñados en no ver o en disimular, no está entre federales y unitarios ("lo más parecido a un federal es un unitario", dice un historiador), ni entre ciudadanos y campesinos, sino entre la clase propietaria —representada por los decentes o hacendados, comerciantes, militares y doctores, de donde saldrán los caudillos de poncho y los de levita o de casaca-- y la clase desposeída, representada principalmente por esos que Juan A. García llama "proletarios de la campaña", los gauchos. ¿Cuál es el primer resultado de fondo de la Revolución de Mayo? La abolición del monopolio regio sólo beneficia a la clase patronal, pues la supresión del contrabando y sus duros afanes trae la desocupación del gauchaje —ya que un capataz y cuatro peones bastan para ojear cinco mil vacunos. Otrosí: el saladero o aprovechamiento de toda la res, no de su cuero solo, como en la colonia, y el incremento exportador, han puesto la carne —como ocurrirá muchas veces después— fuera del alcance del desheredado. El cuatrerismo es el contrabando del pobre contra el rico, tan obligado como el contrabando de los hacendados contra el rey poco antes. El rigor de los estancieros —digamos el gobierno— contra el gaucho, llega a ése que Juan Alvarez llama "brutal decreto" del año quince: todo paisano sin propiedad es declarado sirviente y obligado a llevar papeleta de concha-
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bo so pena de declarárselo vago y corregirlo con cinco años de servicio en el ejército... No es pues, una queja literaria lo del Martín Fierro, esa gran respuesta al Facundo: "El ser gaucho es un delito". La campaña embo-
zada contra el gaucho, como la campaña ostensible contra el indio, significará ante todo el triunfo del terrateniente en los consejos de Estado. En efecto, por tradición llegada desde el fondo de la colonia y continuada casi hasta fines del siglo, la tierra viene, y continuará, repartiéndose entre los pocos dueños de esos feudos mugientes —algunos grandes como Bélgica— llamados estancias; las tierras que el gaucho pisa son ajenas y de ningún modo puede adquirirlas. Y como latifundismo, doquier se presenta, es sinónimo de despoblación y disociación, ocurre que ese privilegio patronal en el reparto de la tierra común es lo que condiciona inevitablemente el aislamiento, la dejadez y el nomadismo gauchos, que Sarmiento y los demás miraron desde afuera, no desde adentro. Sarmiento vió al gaucho sólo como un agente de la anarquía y del atraso material y político del país, y no como lo que principalmente es: un resultado. Tampoco quiso ver la distancia que mediaba entre el estanciero vestido de millones de hectáreas de tierra y cabezas vacunas y el gaucho en pelota. Ni tampoco la que había entre los aplastados y serviles campesinos de Europa que él vió y conmiseró, y ese enhiesto paisano argentino, hijo de una libertad salvaje, pero libertad, al fin, ese de quien Darwin, por algo, dijo que parecíale superior al habitante de la ciudad. Con todo, no nos equivoquemos; Sarmiento estaba sin duda secretamente enamorado de aquel analfabeto libre, como puede sospecharse por las grandes páginas ponderativas del baqueano, del rastreador, del cantor y hasta del gaucho malo. Sólo que al considerarlo como célula social, le repelía. ¿Creyó, llevado por prejuicios culturales de la
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época, que la sangre mestiza —no digamos la india o la negra—, era irredimible por y para la civilización? ¿Creyó más en la sangre que en la cultura? No puede creerse eso, ya que implicaría un fundamental desacuerdo con su concepción antiegipcia, heraclitiana, de las cosas, con su íntima contextura de educador, es decir, su gran fe en la capacidad del hombre para transformarse y superarse. Se trata más bien de que su urgencia de civilizador llegaba hasta la desesperación y el extravío ante el ritmo atortugado y claudicante de nuestra evolución social. Bueno es recordar que algunas de las más preclaras páginas de toda su obra están enderezadas a dar testimonio de la heroicidad moral de Chipaco, un peón quichua, y que el Sarmiento presidente enseñó a leer a otro indio albergado en su casa. Por lo demás, ahí está anulando otros dudosos, este pasaje de su último libro: ",Qué le queda a esta América para seguir los destinos libres y prósperos de la otra? Nivelarse, y ya lo hace con las otras razas europeas, corrigiendo la sangre con las ideas, acabando con la Edad Media." No precisamos insistir en que como colonia de España estábamos en condiciones profunda y cuantiosamente arduas para iniciar el camino hacia el gobierno libre. Así, pues, la Revolución de Mayo, tal como se configuró en la cabeza y la voluntad de Moreno y Castelli, estaba más o menos abocada al fracaso. Era lógico, aquí y en el resto de América que a los ricohomes que revelaron a los privilegiados del monopolio español no sólo no les interesase la redención social de las masas plebeyas sino que, viendo en ella el gran peligro, tratasen de conjurarlo por todos los medios. Nunca hubo revolución verdadera desde arriba. El mismo Tocqueville, al referirse a la gran revolución burguesa, reconoce: "Jamás los jefes de Estado (ni las clases más inteligentes, más poderosas y más morales de la sociedad) pensaron en allanarle el camino de antemano; ella se hizo a pesar suyo".
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Entre nosotros la contrarrevolución estaba germinando en el seno de la Primera Junta, y con el destierro de Moreno logró su primer éxito y su mayor afirmación con la dictadura de Rosas, sin haber perdido terreno después de Caseros hasta hoy. Algo de eso vieron Sarmiento y Alberdi en sus últimos años. A Mitre se le escapó esto: "Tanto los patriotas que encabezaban el movimiento revolucionario COIflO los españoles.., pertenecían a lo que podía llamarse la partearistocrática de la sociedad. Las tendencias de ambas fracciones eran esencialmente conservadoras en cuanto a la suhistencia del orden público y esto hacía que se encontrasen de acuerdo en un punto capital, cual era de impedir que el populacho tornase en la gestión de los negocios públicos una gestión activa y directa." Nuestra democracia nació, pues, con achaque a ia médula. El Sarmiento del Facundo y el de casi cuarenta años después — el de Conflicto y A rmonías de las Razas— estima a los gobiernos de los caudillos como gobiernos de las masas analfabetas. Esta inaceptable versión del acontecer social argentino —que parece ser también la de Alberdiparte del supuesto de que la nurnerosísirna clase de los desposeídos domina a ]os poseyentes, lo cual importa negar la condición raigal de la economía. Según eso, el del doctor Francia fué el gobierno de las ciases indigentes e incultas del Paraguay. "Rosas, agrega, intentó otro gobierno popular con exclusión de una categoría que llamó salvajes unitarios, por no saber qué nombre dar a los que propendían a tener instituciones regulares, como el mundo civilizado." Pero nosotros hoy sabemos demasiado que Rosas representó políticamente los intereses de los estancieros de Buenos Aires, los propietarios por antonomasia, y que los intereses materiales y morales —sin excluir el de la vida—, de las chusmas engañadas demagógicamente, fueron burlados con la más sangrienta alevosía.
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Pero he aquí que Sarmiento mismo reconoce: "Lo más notable es que los que sostienen... en países atrasados gobiernos al gusto de las muchedumbres atrasadas y serviles, viven perfectamente bien y pertenecen a la clase ilustrada que propenden a avasallar... " ¡Y cómo no! El detalle, visto tan al soslayo, es de alcance garrafal: el seductor de la plebe la usa como peaña para sobreponerse a los de su clase, como los reyes del medievo solían apoyarse en la naciente burguesía sólo para meter en cintura a los señores feudales. En Campaña en el Ejército Grande define así el sentido de la cuestión debatida en Caseros: "Rehabilitación de las clases acomodadas resueltas en adelante a hacerse respetar por quienquiera que fuese y defender sus derechos para no caer bajo una nueva tiranía." Lo cual, en el mejor de los casos, sólo es verdad a medias. El de la dictadura y los que vinieron más tarde fueron gobiernos de las clases propietarias, sólo que mientras Rosas y los suyos tenían al respecto conceptos estrechamente rurales, regionales y conservadores, los que vinieron después, comenzando por Urquiza, lograron una comprensión mucho más moderna, es decir, más inteligente, de los intereses de la clase acaudalada, que se empeñaron en hacer coincidir con los del país, sin conseguirlo, por cierto. Mas no ha de olvidarse que el Facundo es ante todo una biografía. Alguien en nuestros días, resumiendo los más acreditados lugares comunes sobre el tema, dice que la parte biográfica del libro "ha sido rectificada por la crítica histórica" y su autor aceptó que "no es la suya la historia científicamente elaborada sino arte, relato ameno, leyenda popular". No es recomendable sumarse a tal juicio. La premura de la ocasión sólo nos permite advertir escuetamente que los testimonios más fehacientes posteriores a Facundo —como los de Paz, Ferré, Iriarte, Zinnyvienen a confirmar rumbosamente la versión de Sarmiento sobre la ejemplarísima rusticidad y felinidad del personaje. .-....-.
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¿No cuenta Zinny que en la Tablada, donde se pintó en sangre pingo y todo, entró en cueros a la lucha, sin más prenda "que sus calzoncillos ricamente cribados que se arremangó a los muslos"? Los libros de Peña, Unen y Cáncano no sólo no agregan nada que valga la pena, como no sea su prosa de haber común, sino que las aspiraciones constitucional-federalistas que el primero atribuye a su héroe invitan irresistiblemente a la sonrisa, tan épicamente reñidas están con los antecedentes y hábitos de conculcador y depredador profesional del brigadier llanista. Como en el caso de Rosas y tantísimos otros, los abogados reivindicantes advertirán, así que afinen la mirada, o el olfato, que peor es meneallo. En efecto, ur gido por su tesis, Sarmiento gastó sus mejores tintas en el perfil selvático de su personaje, y aunque no le escapó el fondo pirateril de sus entrañas, prefirió dejarlo en la penumbra. Y es lo que la crítica de hoy debe poner en primer plano, si quiere ser de veras moderna, agregando a lo que Sarmiento vió bien y contó mejor, aquello que le escapó en parte: las más escondidas raíces económicas de nuestro drama histórico, los móviles modestamente mercantiles que humanizan, MI s de lo creíble o deseable, muchos biografías heroicas. Concretándome sólo a Facundo, recordaré que el Atila vaciador de ciudades —que dejó al morir una herencia equivalente a $ 1.443.057, o sea, dice un historiador, la de "uno de los hombres más ricos de la América del Sur"—, solía completar su obra no sólo asumiendo el monopolio absoluto del expendio de carne e imponiendo contribuciones exhaustivas al comercio y al vecindario, sino que en su urgido entusiasmo por convertir en manuable y perdurable metálico muchos balumbosos efectos, solía rematar personalmente hasta pañuelos y medias de seda de señora. Y cuando devenido general de la República y millonario, y admitido en el seno de la sociedad porteña, si contenía a duras penas su zarpa de tigre dentro del guante de gamuza, escondía menos sus dedos de prestamista.
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De lo que no hay duda es que, sin alterar la verdad de fondo, el Facundo de Sarmiento se superpone al de la vida real con el potente soplo transfigurador del arte. Un delincuente político de tantos, aunque con perfil de vikingo, se trueca en un personaje casi de leyenda. Los informes quizá más fehacientes sobre su persona (los que suministrara a Sarmiento el lúcido y ecuánime Aberastain) no son precisamente favorables en ningún sentido, como que de ellos resulta un alguien "flojo, mezquino, traidor, codicioso, injusto, cínico, haragán, duro con los gauchos, y sin ideales de gobierno ni amor a la gloria". Pero se alude a una "historia científicamente elaborada". ¿Será la de los que después de Sarmiento pudieron como Mitre, Saldías y Groussac disponer mejor de documentos y archivos? ¡Ah, si eso bastase para escribir historia! No sostenemos que Sarmiento no haya incurrido en errores visibles y en omisiones más visibles todavía; sólo nos atrevemos a decir que a las grandes verdades que él vió o intuyó nuestros historiadores han agregado muy poco, menos por falta de visión, puede creerse, que por carencia de aquello que al autor de Conflicto y A rmonías solía sobrarle: valor para afrontar los prejuicios populares o eruditos o desafiar las no siempre honorables conveniencias de la clase poseyente y dirigente artísticamente disfrazadas de conveniencias progresistas o patrióticas. Y decimos que en la elaboración de lo que hoy es más preciso, esto es, de una clara conciencia de lo que somos y necesitamos, ha de servirnos menos el aporte de nuestros historiadores y sociólogos, que alg unas luces que Sarmiento nos dejó, a manera de señales de baquiano.
CA PITULO IV
VIAJE A LA CIVILIZACION
a José Levirt
Estamos en el otro extremo del caso, tan típicamente sudamericano, del que va a despabilarse con las luces de bengala de París, o con los crestudos resultados de la disciplina germánica o con las ajamonadas exquisiteces y las ruinas megalómanas de Italia, o con las cascadas idílicas y la libertad en conserva de Suiza. Y no es que vaya en tren de despreciador o denigrador profesional. No. El viajero sabe reconocer y exaltar como nadie lo que encuentra, y no es poco, de generoso y hermoso, de viviente y válido: desde el consentimiento de París a la autonomía de la mujer, o el valor pedagógico de sus diversiones públicas, a su deferencia, única en el mundo, con el extranjero, y sobre todo, el glorioso contagio de su literatura, muestra de la finura interior de este pueblo, "brazo de hierro de las ideas". ¡Y como no va a vibrar en Italia el viajero que, aunque hombre sin educación en las artes plásticas, es, ante todo, un artista nato y sabe que el arte ha civilizado el mundo, que "el arte es el hombre mismo" —sobre todo en esa Atenas del Renacimiento! ",Se imagina, dice, lo que han debido ser una época y una ciudad donde se han sucedido sin interrupción el Dante, Boccaccio, Petrarca, Savonarola, los Medicis, Calandrino, Strozzio, Galileo, Rafael, Miguel Angel, Leonardo de Vinci y Américo Vespucio? ¿No le sorprende esta rehabilitación de la pasada y casi
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perdida ciencia ligándose a la aparición de Galileo, la víspera de partir Colón y Vespucio en busca de nuevos mundos? Es el resumen de la historia humana para principiar un nuevo capítulo". ¡Oh!, parece que la Naturaleza misma no quisiera ser indigna de tanta gracia y de tanta grandeza. 'Cómo respira uno en esta bella Florencia" donde Miguel Angel, no sólo el mayor artista del Renacimiento sino "el primer hombre de su época" está aún vivo para los ojos y el alma de este pueblo. Y cómo el viajero no iba a admirar en Alemania la dignificación de la inteligencia, aquella vida de noble sencillez y austeridad que requieren las grandes obras del espíritu, "las virtudes del claustro sin sus privaciones forzadas": en Gotinga, donde pudo comprobar que "el perfume de las flores que animan con su exceso de hidrógeno las facultades vitales" y el sabor de la buena cerveza no están reñidos con la filosofía y "el sacerdocio científico": en Prusia, donde no era para mezquinar el aplauso a aquel modernísimo esfuerzo por sacar a su pueblo de la devota ignorancia medieval. Pero Sarmiento no era sólo un pantagruélico consumidor de libros y de ideas, sino también un observador de la realidad tan sagaz como aguerrido. He aquí que él lleva consigo un cartabón para medir las muestras del continente de la civilización, y él no tiene la culpa si en la prueba revelan su falla. Ese cartabón se llama "las condiciones completas del hombre", esto es, aquel clima paradisíaco que permite a la planta humana su crecimiento más poderoso y hermoso, su desarrollo perfecto. Si eso puede llamarse democracia, república o civilización, no puede haber nada más grande, ni siquiera la ciencia. "Para mí, dice, el mayor número de verdades conocidas, constituye sólo la ciencia de una época; pero la civilización de un pueblo sólo pueden caracterizarla la más extensa apropiación de todos los productos de la tierra, el uso de todos los poderes inteligentes y de todas las fuerzas . .
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materiales a la comodidad, placer y elevación moral del mayor número de individuos." Ya veremos que este profundo credo prometeano es contrario a todas las religiones, aunque Sarmiento alguna vez que otra parezca no verlo y a veces, ¡ay!, llegue a contradicciones mortales, como cuando acepta en el hogar la educación religiosa que rechaza en la escuela. ¡Cómo no ha de reírse, más que indignarse, ante los gigantescos equívocos que ofrecen las naciones de mayor prestigio, donde el hombre es un eterno menor de edad bajo la tutela del Estado, donde las pequeñas libertades son apenas un lujo para las pequeñas clases privilegiadas! Ahí está la tierra dos veces clásica, Italia, donde nadie ha oído hablar de educación popular, donde las masas, en su mayoría, permanecen en el más virgen y ultracatólico analfabetismo, donde la actividad manual e industrial (",por qué no trabaja este pueblo?") parece cosa olvidada. "Los bandidos son una planta natural del suelo montañoso de la Italia..." "En otro punto de los Estados pontificios el cicerone muestra, con una especie de veneración, la casa de Fra Diavolo, insigne y horrible jefe de bandas." ¿Que el mal de América es la despoblación y la soledad? ¡Pero el agro romano es un desierto estéril y apestoso, Castilla es una pampa desolada! En Nápoles, en Roma y en España, el viajero se da con un pueblo ostentosamente reñido con el agua y el alfabeto, erudito en las supersticiones más ridículas o infames, dedicado con soberbia a lo que parece la profesión más digna del hombre: la mendicidad. ". ..Las maravillosas invenciones de los moradores de Civitavecchia para apoderarse del dinero de los transeúntes... Un paulo por el desembarco de la persona, y otro por cada objeto de bagaje; otro tanto para llevar éste a la Aduana; un paulo para moverlos, otro por dejarlos quietos... y si el viajero quiere dar qualchc cosa al faquin, al cochero, al mendigo, al empleado, a las muje-
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res, a los muchachos, y a los edificios si pudieran tender la mano... 11 Y si alguien opina que éstos son pueblos cansados y agotados por la civilización, vamos al cerebro del mundo. De un sólo golpe de ojo, el peregrino de tierras bárbaras ve el sentido y el alcance de ese contraparte cristianísimo de la Revolución Francesa, llamado la Restauración. "La monarquía feudal, dice, no podía vivir sin la rehabilitación de todas las creencias y hechos que la habían engendrado." Sobre pedestal tan fangoso, la monarquía constitucional de Luis Felipe, o mejor, la democracia burguesa de Guizot, no podía ser sino lo que sigue siendo hoy esa máscara de la democracia en cualquier parte: explotación y fraudes reverendos. Definición de Versailles: "Un jarrón dorado lleno de aguas sucias." Aquí puede tomarse lecciones sobre algo ya tan perfecto entonces como hoy: el arte oficial de ganar elecciones. O sobre el arte del ilusionismo, como éste de simular la panacea de una podredumbre de siglos —digo la engendrada por la sociedad de clases— con una simple ley electoral. Los raterillos fiscales de América del Sur podrían sacar algún provecho de esta prestidigitación parlamentaria que ha permitido al pobrecito del rey reservarse para sus gastos caseros, "setenta y cinco millones de francos anuales". De otra mirada, Sarmiento ve a fondo lo que en Fourier hay de espejismo y lo que hay de verdadera grandeza profética y descubre, ¡qué me dice!, que el espíritu tiene sus propios polizontes, siempre al servicio de los poderes oficiales: "En medio de las ideas dominantes, oficiales, moderadas, ve usted moverse figuras nuevas, desconocidas, pensamientos que tienen el aspecto de bandidos escapados al baño, al presidio en que los han confundido con los criminales de hecho, ellos que no son más que revolucionarios." Tampoco le escapa la entraña pilatuna de ese cocktail de la filosofía llamado eclectismo, ni del neoteologismo de Gotinga.
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¿Dónde está, pregunto ahora, el sarampión europeísta de un hombre a quien Europa confirma en su convicción de que nada duradero y grande puede alzarse sobre la miseria física y mental de los pueblos, o mejor, de las masas mayoritarias? Sarmiento, que en 184 ha consignado sus puntos de vista sobre la prolongación de España en tierras de América, vino a recorrer poco después la península por si alguna vez precisasen sus servicios de testigo ocular. Es decir, vino y vió de cerca, hasta chamuscarse las pestañas, lo que había visto y presentido de lejos: que España padecía la enfermedad oriental por excelencia: el egipticismo, el quietismo. O dicho de otro modo: que la inmovilidad del espíritu producida por siglos de despotismo bifronte —regio y clerical— había traído la postración general del cuerpo español. Esta del siglo xix era la mismísima España del siglo xvi, como el Escorial que él veía era el mismísimo que Felipe II vió con sus ojos, ese Escorial "donde se petrificó España". Más aún: en hartos detalles, España seguía siendo completamente fenicia, romana, arábiga. Qué, si hasta los retóricos arreos de sus mulas cocheras venían de Babilonia. Las contadísimas industrias nacionales son linajudamente primitivas —espartería, lanas, cereales, velas— como sus usanzas todas: la cara velada de las mujeres y su sentarse en el suelo de las iglesias, la lámpara de bronce cebada con aceite, el arado romano, "único implemento de agricultura conocido", la fonda de don Quijote, "inmaculada de toda mejora": de las invenciones modernas, no conoce ni la escoba, pues "España barre con escobita de palma". ¡En tres siglos no ha surgido ni entrado una sola industria nueva! Qué, si el mismo agro español se ofrece en buena parte inculto, y a trechos tan virginalmente salvaje como el Sahara o la Pampa. De árboles, apenas si existe otro que el olivo, "ese asno de la agricultura" que se mantiene por cuenta propia. Ni canales, ni colonias, ni caminos, ni ma-
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rina, ni higiene, ni alfabeto popular, pero sí un erudito y pomposo odio al hereje, es decir, al extranjero. Hombres y mujeres, poco, pero de frailes, monjas, burócratas, soldados, mendigos y ladrones, todo lo que se guste. La pintura ha venido a menos, el arte de Cervantes ha ido a renacer en Francia, Inglaterra, Rusia, y "en materia de trabajos de la inteligencia, la España, es la que menos puede pretender nada suyo propio". Hay sí, un gran arte vivo y genialmente español: las corridas de toros, sólo que es lástima que las otras, las de la Inquisición, hayan desaparecido, "porque en España los autos de fe y los toros anduvieron siempre juntos, y el pueblo pasaba de la Plaza Mayor, de ver quemar vivo a un hereje, a la Plaza de Toros, a ver destripar caballos, ensartar y sacudir toreadores en las astas"; la corrida de toros, avatar del circo romano y espejo de encanto de esta Durmiente del Bosque, que es España, "porque no ha de conservarse un espectáculo bárbaro sin que todas las ideas bárbaras de las bárbaras épocas en que tuvieron origen vivan en el ánimo del pueblo". ¿O iréis a hablarle de marina moderna, de debates y garantías libertarias, de industrias novísimas, de abonos químicos, de justicia social, de enseñanza obligatoria a un pueblo olímpicamente embriagado de estocadas y de sangre de toros? Dos de los más finos escritores franceses del siglo pasado, Gautier y Merimée, recorrieron España por esos mismos años, sólo que ellos vinieron principalmente a la caza del color local y de lo pintoresco. Sarmiento registró tanto, al menos, como los artistas de Francia, lo pintoresco, sólo que detrás de la mueca godible y el folklore, advirtió el rictus trágico. Algunos de sus testimonios equivalen a los mejores de Goya: "En cuanto a pintoresco y poesía, la España posee grandes riquezas, aunque por desgracia cada día va perdiendo algo de su originalidad primitiva. Ya hace, por ejemplo,
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cuatro años que la diligencia no es detenida por los bandidos. . "El paisano español posee, además, todas las cualidades necesarias para ejercitar con éxito la profesión de mendigo. Un aire grave, una memoria recargada de oraciones piadosas y de versos populares y un vestido remendado. El paño burdo de que el pueblo español se viste es de color y consistencia calculados para resistir a la acción de los siglos." "Sobre la plaza de toros el pueblo español es grande y sublime, pueblo soberano, pueblo rey también. Allí se resarce, con emociones más vivas que las del juego, de las privaciones a que su pobreza lo condena, y si esta diversión puede ser acusada de barbarie y de crueldad, es preciso convenir, sin embargo, que no envilece al pueblo, como la borrachera, que es el innoble placer de los pueblos del Norte. El español es sobrio, y lo prueba la capa que lleva sobre sus hombros, pues que un hombre borracho no podría sostenerse en pie llevando capa." "El Escorial fué construído con el sudor de la España y el botín de la guerra, convento de monjes. He aquí lo que Felipe II quiso honrar, perpetuar: un coro de doscientos frailes que cantasen el miserere a la libertad de pensar, que había él asesinado." "No hay una morera ni un telar." "Ninguna industria se ha introducido en tres siglos, salvo la fabricación de malísimas pajuelas fosfóricas." Sarmiento acudió a una terapéutica imprevista y previsible: "Opino porque se colonice a la España..
Pese a que el atraso andaluz le dolió como el resto de España, lo cautivó la jocunda vitalidad pagana que asomaba por debajo de sus harapos católicos. La Alhambra era
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el antípoda del Escorial, "cadáver fresco que trasciende e inspira disgusto". Frente a eso: "Qué feliz la alegre Andalucía! ¡Qué imaginación y riqueza de espíritu!" Sarmiento se había encarado con algunos de los más típicos aspectos de la civilización de Europa. Pero su curiosidad lo llevó más allá. Quiso ver el caso de una civilización antigua, detenida por agotamiento de su poder creador debido principalísimamente al letargo religioso. Fué al norte de Africa. "No sé qué sentimiento mezclado de pavor y admiración me causa la vista de este pueblo árabe sobre cuyo cerebro granítico no han podido hacer mella cuarenta siglos; el mismo hoy que cuando Jacob separaba sus tiendas y sus rebaños para ir a formar una nación aparte; pueblo anterior a los tiempos históricos, y que no obstante los grandes acontecimientos en que se ha mezclado, las naciones -poderosas que ha destruido, las civiliziciones que ha acarreado de un lugar a otro, conserva hoy el vestido talar de los patriarcas, la organización primitiva de la tribu, la vida nómade de la tienda y el espíritu eminentemente religioso que ha debido caracterizar las primeras sociedades humanas. . "Para el árabe todo es religioso, desde la venganza que ejerce hasta el pillaje que forma el fondo de la industria nacional." ¿Cuál era el saldo ético de esas civilizaciones hieráticas? "Es imposible imaginar depravación moral más profunda, ni hábitos de crimen más arraigados... El agah vive de las expoliaciones que ejerce sobre su propia tribu; una tribu emprende razzios (los malones de nuesiros indios) sobre otras para arrebatarles ci ganado, y ci jefe que los acaudilla corta con su propia mano la cabeza del infeliz cadí o agah a quien despoja de los bienes y de la vida." Eso en cuanto a la muy reverenda moral con espada y aureola. Ahora, ¿cómo era, mirada de cerca, la vida domés-
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tica de los patriarcas, vista con colores de aurora por los padres y cronistas de la Iglesia, por Racine, Milton y Chateaubriand, por toda la tradición cristiana? "Americano de las remotas faldas de los Andes, iba a ver aquellas tribus árabes, herederas de las costumbres patriarcales de las remotas edades del mundo, a ser el huésped de la antigua hospitalidad... Desde que hube recobrado el desembarazo del cuerpo, necesario para que el alma funcionase sin tropiezo, la tienda y demás objetos cayeron bajo el escalpelo de la crítica. ¡Tate!, dije para mí, yo conozco todo esto, y las tiendas patriarcales de los descendientes de Abraham no están más avanzadas que los toldos de nuestros salvajes de las pampas." De Europa, Sarmiento pasó a Estados Unidos como el que pasa de una selva de pomposa vegetación, pero no escasa de pantanos y miasmas, a una zona de claras y amplias perspectivas y aire salubre. El contraste lo conmovió y despabiló, aunque sin deslumbrarlo. No se trata, como quieren entenderlo y difundirlo nuestros heraldos idealistas, que Sarmiento se haya pasado durante decenas de años y durante millares de páginas más o menos boquiabierto ante el jadeante progreso de Yanquilandia: sus ferrocarriles pululantes y casi gratuitos; sus ríos populosos de barcos; sus institutos de crédito y de ahorro, o la Providencia en traje de casa; su aseado fanatismo del confort; su prensa agresiva y ubicua; su canonización festival del trabajo; su capacidad de inventar convertida en casi rutina; su carencia de ejército permanente, es decir del más heroico de los parásitos; su arte de dominar y servirse de un desierto o un bosque en una semana, como si se tratara de un caballo salvaje; ni siquiera el reparto de la tierra; "de una simétrica belleza", que sólo pudo inventar un dios cartógrafo; o la asoladora guerra al analfabetismo y la miseria popular... Que haya codiciado todo eso él, con sus hambres atrasadas de español americano, como los mediterráneos codician el mar, claro que sí. Pero eso para él era
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sólo un introito hacia lo que verdaderamente buscaba: "Vengo de recorrer Europa, de admirar sus monumentos, de prosternarme ante su ciencia, asombrado todavía del prodigio de sus artes; pero he visto sus millones de campesinos, proletarios y artesanos viles, degradados, indignos de ser contados entre los hombres." ¿Colegís, ahora, lo que busca Sarmiento a través del trabajo, de la riqueza, de las ciencias y las artes, de la educación de las instituciones y las leyes? ¿Comprendéis lo que le sirve de cartabón para medir el valor primero y último de una civilización, de una cultura? No lo olvidemos en ningún instante: es la cabal dignificación del hombre y la mujer, la plena expresión de la persona humana.
"Busco las condiciones completas del hombre", dice. Impugna todo el utopismo de las anticipaciones de Fourier, pero no le niega la justicia que merece: "Y será siempre la gloria de Fourier haber llevado la inteligencia del hombre hasta hacerla capaz de mejorar el universo, de haber deificado en la criatura el poder del Criador, poetizando el trabajo y la inteligencia humana en lugar de la fuerza destructora de héroes sanguinarios que hacen hasta hoy el caudal de la poesía épica, como en los tiempos antiguos, dioses inmorales, caprichosos e injustos." El trabajo, la riqueza, el arte, la ciencia, toda la cultura, son la glorificación del hombre o no son nada. Eso piensa Sarmiento. Democracia, para él, significa esto: la realización del hombre. Se ha probado el único gobierno no indigno del hombre, aun tan defectuosos como son los ensayos hechos hasta hoy: la democracia patricia de Venecia o Florencia, la democracia esclavista de Grecia. Cerrando su loa pindárica a la cultura griega, "pináculo de la grandeza humana", dice: "Tal fué el resultado de la democracia pura de Atenas". Su pasión por la república de Washington viene de que la reputa el mejor clima conocido hasta hoy para la planta hombre. Eso es todo. Lo cual no significa que no vea sus
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defectos uno por uno: su extraordinaria ordinariez de modales ("los yanquis son los animalitos más inciviles que llevan fraque o paletó debajo del sol"). su actividad más externa que interna, su culto deportivo del éxito, la frecuencia de su moral montada sobre las alcancías. "Al mismo tiempo que en Norteamérica, dice, han desaparecido las más feas úlceras de la especie humana, se presentan algunas cicatrizadas ya aun entre los pueblos europeos, y que aquí se convierten en cáncer, al paso que se originan dolencias nuevas para las que aún no se busca ni conoce remedio. A sí, pues, nuestra república, libertad y fuerza, inteligencia y belleza: aquella república de nuestros sueños... es un desiderátum todavía". ¿Y qué? "Un pueblo
compuesto de todos los pueblos del mundo, libre como la conciencia, como el aire, sin tutores parásitos, sin ejército y sin bastillas, es la resultante de todos los antecedentes humanos, europeos y cristianos. Sus defectos deben ser, pues, los de la raza humana en un período dado de desenvolvimiento". O va a negar alguien que, así como se ofrecen, los Estados Unidos son el último y más alto resultado de la experiencia histórica? "No tiene reyes, ni nobles, ni clases privilegiadas, ni hombres nacidos para mandar, ni máquinas humanas nacidas para obedecer". Sarmiento analiza todas las tesis explicatorias del libre y atlético crecimiento de la República y sin negar lo que puede deberse a la sangre y la tradición inglesas y, sobre todo, a los privilegios como providenciales de su habitat, queda largamente convencido de que el muelle real del fenómeno no puede ser, no es otra cosa que la libertad, ese combustible consumido por este pueblo en cantidades desconocidas por los demás. Su destino se liga a sus orígenes:
los padres fundadores, aquellos cuáqueros lectores de los profetas casi socialistas, que no se sacaban el sombrero ante el rey, e hicieron desembarcar a un sirviente que venía en su nave para no infamar con esa mancha su igual-
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dad fraternal y libertaria, eran La gente delantera del país
más delantero de Europa.
Ciertamente que no es preciso recordar lo de Asia o lo de la otra América, donde los pueblos, como las ovejas, no se conciben sin pastor o amo: él viene de las naciones monitoras de la civilización y ha visto que allí "el europeo es un menor que está bajo la tutela del Estado": como niño de orfelinato o un indio de las misiones jesuíticas, el europeo no da un paso sin el visto bueno sacramental del gendarme, del bedel, del cura, del aduanero, del guardabosque o el mayordomo, del reglamento o la ordenanza, del pasaporte o el protocolo, de la tradición o la convención, y sobre todo del cuartel.
Pero este pueblo no tiene ejército. Este país de las novedades tiene estas dos mayores: "La libertad de acción y la falta de gobierno". Y quien dice libertad dice igualdad de suyo. La desigualdad engendra la clase, la clase engendra el yugo. "En Francia, hay tres categorías de vagones, en Inglaterra cuatro, y los empresarios para envilecer al hombre que paga poco han amontonado comodidades y lujo en la 1 1 clase y dejado tablas rasas, estrechas y duras para la W. No sé por qué no han puesto púas en los asientos. . La diferencia de bolsillos crea las diferencias de ademanes. "En Inglaterra, dice, hay libertades políticas y religiosas para los lores y los comerciantes; en Francia para los que describen o gobiernan; el pueblo, la masa bruta, pobre, desheredada, no siente nada todavía sobre su posición como miembros de una sociedad.. Pero aquí, por primera vez en la historia, existe un país donde no hay masa bruta y desheredada, si olvidamos adrede a los Estados esclavistas. En esta República ha muerto al fin el más viejo y más abyecto de los tiranos del hombre: el hambre.
¿Qué mucho que este pueblo sin pihuelas en su conciencia y sus puños ofrezca otra novedad profunda: su luci-
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ferino espíritu de anti-rutina, esto es, su regia confianza en sí mismo, su poder dé innovar, de tentar lo mejor, de arrojarse sobre el porvenir como sobre tierra virgen? Como Robinson en su isla, este pueblo ha recobrado la energía adárnica, y dando la espalda al pasado, lo está recreando o inventando todo, con su propia cabeza y con sus propias manos. ¿Y es mucho que también ocurra lo que antes no vieron los siglos?: que la mujer sea "un hombre del sexo femenino", esto es, una camarada, no una sierva? A propósito, no hay en todo el libro de Viajes nota picaresca más poética que la de su epitalamio yanqui: "Después de dos años de flirtear.., la niña de la historia, en el almuerzo, y como quién no quiere la cosa, pregunta a sus padres si conocen a un joven alto, rubio, maquinista de profesión... " "El desenlace es que hay en la familia un enlace convenido de que se da cuenta a los padres la víspera". "Celebrado el desposorio, los novios toman en el acto el primer tren y salen a ostentar su felicidad por bosques, villas, ciudades y hoteles... prodigándose caricias tan expresivas que edifican a todos los circunstantes.., aun a los más contumaces solterones. No puede hacerse en términos más insinuantes que esta exposición al aire libre de las embriagueces matrimoniales, la propaganda del matrimonio". ¿Que le echan en cara su hiperdulia del dinero, su devoción del bienestar? Oh, es preciso aventar para siempre esa fábula inventada por las civilizaciones teocráticas de que los pueblos precisan pedagógicamente del dolor y la miseria. Si no quiere hundirse, la República tendrá que redimir la barbarie inmigratoria de Europa. "Sabe Dios los dolores que va a costar habituar a los goces de la vida, despertar la inteligencia de esos millones de seres humanos que durante tantos miles de años han servido para abrigar con el calor de sus entrañas los pies de los nobles que volvían de la caza". ¿Que la República no tiene ciencia profunda, ni artes
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elevadas y exquisitas? Eh, miopes de nacimiento o profesión: todo eso vendrá con los días, y ya ha llegado en parte y ahí está a la vista. Sólo que ocurre que las Pirámides, los Coliseos, las catedrales de San Pedro o San Pablo están representadas aquí por estos hoteles o buques catedralicios, estos ferrocarriles más continentales que la Muralla china, estos diques más eminentes que las pirámides de Queops, porque ocurre que aquí no se adoran los reyes ni las castas y por sobre ellos y los dioses del terror y la muerte, se venera al individuo humano, a su sacra real majestad el Hombre. El entusiasmo de Sarmiento por el experimento social yanqui se explica de suyo. Para él la civilización moderna no podía significar sino el empleo de todos los recursos materiales y culturales en la obra de redimir a los pueblos en masa de su ignorancia y su miseria. En Europa el verdadero pueblo no podía hallarse a un nivel más bajo; el yanqui, en su mejor hora de aproximación a la democracia, dióle una impresión opuesta. No es que no viera muchas de sus fallas, pero así y todo sobraba materia para el entusiasmo. Es verdad que —como lo veremos mejor más tarde— cayó en un equívoco casi inevitable: creyó ver que allí había sido extirpado ya el cáncer de la historia humana: la división de clases. Pero vió y denunció lúcidamente la contradicción mortal, mucho más que en tiempos remotos, de aquella democracia: "La esclavatura es una vegetación parásita que la colonización inglesa ha dejado pegada al árbol frondoso de la libertad americana. No se atrevieron a arrancarla de raíz cuando podaron el árbol, dejando que el tiempo la matase, y la parásita ha crecido y amenaza desgajar el árbol entero". La mayor sorpresa de todo su viaje fué su encuentro con un yanqui que no creía en las ventajas de la democracia yanqui ni siquiera en el ascenso del hombre histórico. Muy sensible a sus fallas presentes, Mr. Johnson no creía en el futuro de las formas democráticas. Como Vico, pensaba
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que la rueda de la historia no marchaba hacia adelante, sino que volvía sobre sí misma como una noria... ¿Era que falto del conocimiento de la subyacente barbarie medieval de Europa y de la indigencia sudamericana, el yanqui no podía aquilatar los logros, bien que insuficientes, de la democracia norteamericana? ¿Era, despojado de su aureola mística, el pesimismo de los teólogos que no creen en la capacidad del hombre para valerse y superarse a sí mismo? Con visión del proceso de la historia bastante más profunda que de su interlocutor, sin duda, Sarmiento sostuvo, en síntesis, que la evolución ascendente del hombre en el terreno moral y político era refleja y paralela del progreso externo —que sólo el conjunto de los pueblos en el espacio y el tiempo hacía la historia humana, que marchaba hacia una integración ecuménica—, que desde luego el sentido de ese proceso sólo podía captárselo tratando de abarcar todo el panorama de la historia. Como una prefiguración de la historia humana era la historia de la tierra que "se encuentra en las capas geológicas que revelan el mundo monstruoso que ha precedido al nuestro". La civilización antigua, con la excepción de Grecia, sólo ofrecía imperios cuyas facciones eran la violencia y la conquista. La Edad Media era la fusión de los bárbaros con el mundo grecorromano. "A fines del siglo xv la Europa entera está en posesión de las conquistas hechas por el pensamiento humano en cuatro o seis mil años". "América se agrega a la masa de pueblos civilizados y pone en práctica la noción del derecho. .. cuyo desarrollo embarazan en Europa las escorias que ha dejado de la Edad Media". En el siglo xix, la barbarie está reducida y confinada: la civilización ocupa la mayor parte del mapamundi. En vista de este espectáculo, ¿cómo se quiere someter a un ciclo el movimiento social de las naciones, comparándolas con los ejemplos truncos, aislados, que nos han dejado las naciones antiguas? La economía y la técnica de -
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Europa marchaban a la unificación del mundo. Por primera vez el destino de todos los hombres del planeta estaba entrelazado. ¿Qué sentido podía tener en nuestra época la existencia de castas privilegiadas, si ya el progreso técnico permitía hacer extensible ese privilegio a todos o a la inmensa mayoría? O civilización no significaba nada o significaba "la más extensa apropiación de todos los productos de la tierra al uso de todos los poderes inteligentes y de todas las fuerzas materiales a la comodidad, placer y elevación moral del mayor número de individuos". En Africa, tocado por el parecido somero entre el enjuto Sahara y el desierto ubérrimo de la Pampa, habrá soñado despierto, anticipando la redención de su patria sudamericana: "Va para cuatro siglos que un pueblo cristiano posee sin disputa este rico suelo, igual en extensión y superior en fertilidad a la Europa entera, y no cuenta sin embargo un millón de habitantes; y eso que las fiebres endémicas no diezman como en Africa la población; y eso que en su seno no encierra un áspid como aquella indomable raza árabe...; ni una religión brutal o un idioma rebelde estorba allí la acción civilizadora, y sin embargo..." Sí, poco y nada se había hecho si no era confusión y crímenes, pero él sintió, pese a todo, con inspirada seguridad, que un día tal vez inminente, aquellos pueblos terminarían por aceptar el presente con que los favorecieran los dioses de la geografía y de la historia.
CAPITULO y PEDAGOGIA Y LIBERACION
Con la división de la sociedad en clases, es decir, con la propiedad privada como privilegio de una pequeña minoría, comienza la educación como privativa de esa minoría, y como instrumento de dominio para mantener su preeminencia. (Mantener a las masas en la ignorancia es el primer requisito para inveterar su servidumbre.) La religión corrobora el fenómeno creando dioses cuya sabiduría viene a sacramentar el orden establecido volviéndolo intangible. Los sacerdotes son al comienzo de toda civilización los depositarios de la sabiduría y los únicos educadores, privilegio que en las teocracias se mantiene intacto a través de los siglos. Los dioses otorgan toda su fuerza conminadora a las leyes dadas por la clase privilegiada. Así la religión canoniza la servidumbre y la educación la invetera. La educación de clase tuvo por primer cometido abolir en los desposeídos la reminiscencia de la vida comunal de las tribus con su derecho igualitario. (Según Tupac Yupanki, en el Perú incaico se evita la educación de las gentes plebeyas "para que no se ensoberbezcan y menoscaben la república".) Cuando más tarde la educación pasa a ser asunto privado, continúa sometida a dos condiciones: por un lado, la censura, y por otro la prohibición de ir contra los dioses y las leyes puestas bajo su protección. Así, dentro de esas
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normas inviolables, los rectores de Roma educaban a los oradores de la república oligárquica, como más tarde los gramáticos y filósofos educaban a los futuros miembros de la burocracia imperial. En cualquier caso la educación así manejada y controlada por la clase dirigente cumple sus específicos fines de dominación social. Para dar un ejemplo: es el propio Plutarco quien advierte que los rectores fueron más eficientes que los legionarios en la conquista de los españoles por Roma: "Las armas no los habían sometido sino imperfectamente; es la educación la que los ha domado". Que es exactamente lo que ocurrió veinte siglos después: el dominio español sobre América no se hubiera logrado del todo y jamás hubiera perdurado tres siglos de haber faltado el ingrediente de fondo: "la moral de obediencia insuflada por los curas y los misioneros católicos". El mito más fraudulento creado por nuestra civilización es el de que el cristianismo terminó con la esclavitud. No, la esclavitud del mundo romano terminó sencillamente por que, en las nuevas condiciones traídas por la evolución económica, el rendimiento de un esclavo no compensaba el costo de su compra y mantención, y la religión nada tuvo que ver con eso. Al contrario, la Iglesia ordenó expresamente la santa obediencia del esclavo al amo. La abolición de la esclavitud benefició al terrateniente de la decadencia romana, pues el siervo y el villano se mantenían a sí mismos y su tributo mantenía al señor. En Grecia y más ostensiblemente en la Roma pagana, los augures, fieles a la pedagogía carcelaria, evacuaban augurios siempre contrarios a las aspiraciones de mejora de las masas. En todas las religiones, los templos han sido instituciones de claro carácter económico y aun bancario. Los ejemplos más conocidos son los del templo de Delos y el de Jerusalén. La institución más típica del Medievo, el monasterio, llegó a ser el núcleo más importante del comercio, la ,. -
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industria y la banca, y los monjes tuvieron miles de siervos bajo su dependencia, y ni decir que ellos se arrogaron el derecho de educación del bajo pueblo, lo cual, como es lógico, tendía a inveterar su dominio. ¿Qué enseñaban? Naturalmente, religión, es decir, creencia y obediencia. ¿Que esa educación es el mejor agente de estancamiento e ignorancia? Dicho está. El noble dedicado a la explotación y al pillaje en combinación con las misas y oraciones, despreciaba hasta la instrucción primaria. Algunos aprendían a leer; a escribir, casi ninguno. Cuando comienza a estructurarse la burguesía, la enseñanza pasa poco a poco de los monjes al clero secular, pero la instrucción impartida no cambia. La universidad es una creación de la burguesía y aparece como una rival del clero, a cuya dignidad el burgués sólo llega en el siglo xiii. Los títulos universitarios llegan casi a equivaler a los nobiliarios. Y si bien la universidad se somete a la égida de la teología, se la admite ya junto a la autoridad de los padres de la Iglesia. La del pagano Aristóteles. Naturalmente la universidad es sólo accesible a los ricos; la burguesía menor tiene escuelas primarias donde ya se enseña hasta ciencias naturales y la lengua viva comienza a reemplazar al latín muerto, sin que se pueda eludir el contralor religioso que vela por la intangibilidad de los dogmas sacros. En cuanto a la plebe, sólo recibe antieducación, es decir, catecismo. La cultura del Renacimiento es también cosa de la gente acomodada. Los humanistas, desde Erasmo y Rabelais a Guieciardini, no se toman el trabajo de ocultar su intelectual desprecio por la plebe. No hay, ni en sueños, educación popular. (El Renacimiento implica una luminosa recuperación de las normas griegas, o mejor, de confianza en la razón, es decir, un volver la espalda al Medievo, cuyo pedagogo único fué el Dios del Sinaí.) Es eso lo que expresa la primera medida del maestro de Gargantúa, dán-
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dole a beber eléboro al joven gigante "para que olvidase todo lo que había aprendido de antiguos preceptos". Pero la Reforma de Lutero trajo como retruque la Contrarreforma de Loyola y ambas en el fondo comportaban una apelación a la tenebrosa fe siriaca contra luz de Palas, la hija cerebral de Zeus. Los protestantes aprendieron a leer para ponerse en contacto directo con la. . . sabiduría poleolítica del Viejo Testamento. Pero el ataque del ala católica contra el espíritu del Renacimiento fué el más eficaz, sin duda. Los jesuitas aprehendieron los elementos de la ciencia moderna justamente para emascularlos de todo sentido liberador, ya que su dogma de obediencia absoluta era la negación absoluta de la personalidad y el libre arbitrio humanos. Los jesuitas se convirtieron en los pedagogos de media Europa, en los dómines de la nobleza y la burguesía. Como en tiempo de los faraones, el saber y la educación de clase siguieron una herramienta de dominio social. Naturalmente, la pedagogía de la Revolución Francesa tuvo limitaciones parejas a las de su dogma político. Su igualdad de las alturas para la nobleza y la burguesía, y para las clases trabajadoras la igualdad de los tapices... Pero la burguesía, para hacer su Revolución, hubo de apoyarse en las masas y esta dualidad fué la expresada por la divergente actitud de sus líderes intelectuales. La pedagogía del Emilio de Rousseau, siempre con su ayo a la diestra, era la que correspondía al burgués acomodado. Voltaire llamó a la plebe "canalla indigna de ser esclarecida", que era la opinión de los duques y obispos. La tesis de Diderot, el demiurgo de la Enciclopedia, fué polarmente opuesta: "Desde el primer ministro al último campesino es bueno que cada cual sepa leer y escribir", fórmula que expresa las aspiraciones de la extrema izquierda del tercer estado constituída por los artesanos, obreros y campesinos. Advirtamos que a lo largo de los siglos, a partir del Renacimiento, los gremios artesanales y los siervos de la gleba fueron paulatinamente liberados del yugo antiguo por la
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llamada revolución industrial, para quedar sometidos a una nueva servidumbre: la del trabajo asalariado en fábricas y barcos. La situación del proletariado si cambió no fué para mejorar. La llamada conspiración de Babeuf, en laFrancia revolucionaria del 93, expresó sin duda la protesta de las masas obreras defraudadas por la conducción de los líderes revolucionarios burgueses: Dantón, Marat, Robespierre. Desde entonces hasta hoy, en sucesivas ocasiones históricas —1848, 1871, 1905, 1917— el proletariado de Occidente ha luchado más o menos independientemente por ganar posiciones para la gran batalla final. Nuestra época es dual: coexisten confundidas la sociedad burguesa en plena disgregación y la socialista que va estructurándose lentamente. Los ideólogos de la burguesía hablan de "la nueva educación" encargada de formar al hombre nuevo, lenguaje que oculta la aviesa utopía de que la pedagogía —y no un cambio básico en sus relaciones económicas y sociales—, pueda transformar al hombre. Una nueva educación, sin limitaciones ni ataduras de clase, sólo podría darse en una sociedad que haya eliminado las clases, es decir, la explotación del hombre. Y eso es cosa del porvenir. No hay duda que Sarmiento, dentro de la limitación del pensamiento burgués, caló hasta la raíz en el problema de la educación moderna. Su prematura vocación pedagógica se despertó por una combinación entre su toma de contacto con el pensamiento más moderno y el espectáculo de montoneros, mujeres y niños fanatizados y degradados por los caudillos y los curas. El maestro iniciado a los quince años en la campiña de San Luis enseñando a jinetes que le llevaban un lustro o dos de edad ("una de mis manías fué siempre enseñar a los que sabían menos que yo"), continuó con su manía en Chile, desanalfabetizando a los mineros de Punta Brava para regresar años después casi, enajenado por las privaciones y el febril esfuerzo, a su hogar de San Juan donde hallaríase a poco al frente de un colegio de niñas. Tratábase
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de hijas de familias de pro y el instituto estaba bajo la tutela de su tío el obispo. La constitución del colegio y su programa de estudios (aunque con las inevitables concesiones, conscientes o inconscientes, al medio y la época) fueron trazados por Sarmiento con dos novedades de bulto: las materias de estudio —incluían matemáticas, dibujo e historia profana!— y los educandos eran exclusivamente mujeres. La idea genesíaca estaba dada por la ambición del fundador de manejar esos elementos preciosos de la Sociedad (las futuras esposas y madres) para convertirlas en una especie de vanguardia de su cruzada contra la sociedad colonial superviviente. La gestión del joven pedagogo no duró mucho tiempo, pues un día se vió echado a la cárcel, y a la deportación, por un conflicto político con el gobierno, pero su resultado no menos que su desempeño personal produjeron impresión profunda, a juzgar por el reconocimiento público de Aberastain: "El mérito ('que su modestia le ha llevado a inutilizar y casi anular') en esta grandiosa tarea. . . pertenece al virtuoso joven fundador del colegio". Muy desde los comienzos una de las ideas madres del futuro gran educador fué la entrañable idoneidad pedagógica de la mujer y su gran función en la tarea de la liberación social. "El medio de moralizar las masas no es tanto abrir escuelas y colegios como penetrar con la educación hasta el hogar doméstico y llevarla al regazo materno para que desde allí, desde las manos de la nodriza, se vaya formando el hombre.. . " (Polémica con la "Revista Católica", 1844). Pese a su profundo y áspero desencuentro con el medio ambiente chileno, Sarmiento tuvo una excepcional fortuna en darse con el ministro Montt, luego presidente, hombre extraordinariamente lúcido, que a no mucho de conocerlo, se trocó en su admirador y protector decidido. Sólo ello explica el que, pese a su falta de todo título oficial autorizante, el proscripto ocupara altos cargos en las institucio-
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nes culturales chilenas y un día pudiera fundar y dirigir la primera Escuela Normal de Sudamérica. A raíz de la publicación de Facundo, con su ponderable difusión en la República Argentina, y de la homérica campaña periodística contra la dictadura de Rosas, éste retiró ante el gobierno chileno sus protestas contra "el salvaje y traidor". Circunstancialmente, al menos, la presencia de Sarmiento debió resultar un compromiso para el gobierno de Montt. En todo caso éste envió al proscrito a estudiar los métodos de instrucción primaria en Europa y los de colonización en Argelia. En los países europeos visitados, Sarmiento no encontró nada que valiese la pena sobre educación popular, tal como él la concebía, al menos. En España, no hablemos. En Roma y Nápoles comprobó que la fauna analfabeta era tan tupida como en San Juan o Chile. ¿Francia? "Visité en Francia las Normales de Versailles, reunidas en los edificios que habitaron los Señores Perros de las jaurías de S. M. Luis XIV. Eran todas de hombres". La única excepción válida la constituyó el Estado de Prusia, que en esta desconcertante novedad de la instrucción para todos —gran ingrediente en el progreso general prusiano— había dejado atrás al resto de Europa. Sobre el tema predilecto de su pasión civilizadora, empero, la gran lección del presente y el porvenir se la darían los Estados Unidos. En Londres había recibido el primer impacto leyendo el Scventh A nnual Report of the Board of Educaton, de Mr. Mann. Apenas apeado en América, provisto de una carta de presentación que un intermediario casual le proporcionó en el barco, Sarmiento tomó el tren que partía para East Newton y fué a golpear la puerta del educacionista que tenía para él mucho de apóstol y de héroe. Fué recibido con cordialidad que se transformó a poco en simpatía y entusiasmo. Gracias a la mediación de la señora de Mann como intérprete, la conversación se inició y creció y prosiguió sin pausas como un río de aguas profundas y fecundas. Guiado por la pareja Mann, el via.......-.-......
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jero conoció en POCOS días lo mejor de lo que podía conocerse de pedagogía teórica y práctica en Boston, la Meca cultural yanqui. Su gran lección podía sintetizarse en cinco rasgos: educación al alcance de todos y desde luego sin distinción de sexos; instrucción básicamente racional y práctica y sin tutela religiosa; edificios escolares higiénicos y dignos; retribución y trato acordes con su noble función social a maestras y maestros; gobie r no edocacional autónomo. Vuelto a Chile, Sarmiento continuó con más firmeza y lucidez que nunca su cruzada enderezada a evidenciar cae una buena instrucción primaria al alcance de todos era la base de oro do la educación y la prosperidad general de un pueblo, a mostrar la necesidad de dar cada vez mayor participación a la mujer en la enseñanza, a dignificar la profesión de maestro, a simplificar el sistema alfabético para facilitar el aprendizaje. 'Puede juzgarse del grado de civilización de un pueblo, dice, por la posición social de las mujeres." Pero a esa verdad monumental —suya o que hace suya—, cuyo desarrollo bastaría para iluminar el problema social en su conjunto, al demostrar que la inferioridad social de la mujer como la del niño, la del proletariado y campesinado, la de los pueblos coloniales, en fin, es sólo uno de los pilares de la servidumbre social moderna, a eso, Sarmiento agrega, como quién no dice nada: "Cuando hablamos de escuelas públicas, se entiende entre nosotros escuelas para hombres." 'En la península la educación de las mujeres está en general en el mismo grado de atraso que entre nosotros, y la conciencia pública no le da otra importancia que la de un mero adorno en las clases acomodadas. De la educación de las mujeres dep ende sin embargo la suerte de los Estados; la civilización se detiene a las puertas del hogar doméstico cuando ellas no osVn preparadas para recibirla. Hay más todavía: en su carácter de madres, esposas o sirvientes, destruyen la educación que los niños reciben en las escuelas. Las costumbres y las preocupaciones se per-
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petúan por ellas, y jamás podrá alterarse la manera de ser de un pueblo, sin cambiar primero las ideas y los hábitos de vida de las mujeres." Décadas más tarde, en la sumidad de su experiencia, intitulará su más sugestivo ensayo pedagógico "La escuela sin la religión de mi mujer", Sarmiento, digo, alza su campaña de civilización por la mujer sobre estas tres convicciones: a) la de la perfecta equivalencia de los sexos, contra la tradición española, cristiana, teológica, de que la mujer es impura, y mental y moralmente equiparable al niño; b) de que la mujer es la víctima predilecta de la servidumbre religiosa y que su influencia casera sobre el niño anula en mayor o menor grado toda educación escolar; e) que por su virtualidad maternal la mujer es de naturaleza más pedagógica que el hombre. Oh, este hombre de franqueza aspérrima, de combatividad ceñuda o álacre, pero que tuvo muchos de sus mejores amigos y admiradores en el otro sexo, sabía, sentía como nadie que el hombre no se emancipará jamás de la servidumbre milenaria si no emancipa primero a su primera víctima: la mujer. "Hasta ahora dos siglos había educación para las clases gobernantes, para el sacerdocio, para la aristocracia; pero el pueblo, la plebe, no formaba, propiamente hablando, parte activa de las naciones." "El lento progreso de las sociedades humanas ha creado en estos últimos tiempos una institución desconocida a los siglos pasados. La instrucción pública, que tiene por objeto preparar las nuevas generaciones en masa para el uso de la inteligencia individual, por el conocimiento, aunque rudimental, de las ciencias y hechos necesarios para formar la razón. . ." "La libertad adquirida en unos países, el despotismo mismo, en otros, para hacer perdonar su irregularidad, han contribuido poderosamente a preparar a las naciones en masa para el uso de los derechos que hoy no pertenecen ya a tal o cual clase de la sociedad, sino simplemente a la condición de hombre. Hay más todavía: los derechos políticos, esto es, la acción individual aplicada al gobierno de la sociedad, se han
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anticipado a la preparación intelectual que el uso de tales derechos supone." He aquí que en ese par de páginas de "Educación Popular" no sólo está ya en potencia todo el Sarmiento educador que ya era, sino están todas las geniales hazañas dei pensador, del civilizador y del gobernante que vendría. Ahora diremos algo que valdrá para todo el resto de mi comentario: al pensamiento de Sarmiento hay que prestarle a menudo servicios de espolique: se dijera que por una especie de condescendencia —no sé si inconsciente o tácita— con sus contemporáneos, con frecuencia se reduce a levantar sólo la punta del velo de ciertas grandes verdades y a veces parece hacer la vista gorda, y de ello resulta en ocasiones como si nada hubiera pasado, o da margen para tacharlo de contradictorio, como lo es a veces, y no siempre sólo de accidente y detalle. Sin salirnos del tema educacional, para nosotros el alcance del pensamiento de Sarmiento es claro como una espada. Si el asunto de la educación de las masas es rigurosamente moderno, con dos siglos de antigüedad a lo sumo; más: si antes de esa época, "el pueblo, la plebe no formaba parte activa de las naciones", es decir, no existía en condiciones propiamente humanas, sino sólo como bestia de labor y de dolor, bajo el tutelaje leonino del rey, la nobleza y el clero: todo ello significa, deslindando el asunto a fondo, que durante dieciséis siglos, el cristianismo no sólo no hizo cosa por sacar al pueblo de su condición servil o infrahumana, sino que se alió a los amos, se confundió con ellos, y que un día, cuando al fin llegó al poder absoluto, se convirtió, con la Inquisición, en el más tenebroso poder de regresión, es decir, de antieducación, que conoció la historia. Y ello significa también, que no sólo la educación popular, sino toda educación humana, si quiere ser realmente libertaria y no una deformación de la razón y de los instintos nobles del hombre, tendrá que ser asépticamente antirreligiosa. Las religiones terminarán su ciclo con la sociedad de clases. (Para los siglos que vienen que-
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da la humanización de la filosofía, esto es la realización, sobre la tierra, de todas las posibilidades externas e internas del hombre.) Después de Caseros, de su ruptura con Urquiza y de su alejamiento voluntario en Chile por más de tres años, Sarmiento, reiteradamente invitado por sus amigos, volvió a Buenos Aires. De que aquí sabían medir con buen pUlSO su estatura de educacionista, lo dice la carta que Rawson le escribiera a comienzos de 1855: "El pueblo está ávido de doctrina y la prensa es estéril. .. Mitre, Vélez y Tejedor están dispuestos a trabajar de acuerdo, pero se necesita una entidad que aquí no se halla, un pensador como usted, ajeno a los intereses de localidad y exento de prevenciones ministeriales y antiministeriales". El Nacional, a su vez, saludó así su llegada: "Creemos sin temor a error que la intervención del ilustre publicista en el dominio de la educación primaria hará adelantar un siglo a la generación que se educa según el sistema seguido hasta hoy". Sarmiento acababa de publicar en Chile un Plan combinado de educación común, silvicultura e industria pastoril aplicable al Estado de Buenos A ires", combinación táctica
que consistía en atacar la inercia colonial con el abecedario, el arado y el tambo modernos a un tiempo y aspiraba a remover con una sola palanca las dos mayores rémoras del pasado hispanista: el latifundio y el analfabetismo. Concretamente: dividir la tierra en lotes y asignar un lote a quien quiera trocarlo en granja, fundar en cada área de dos leguas y media una escuela flanqueada por una quinta experimental. La crianza y educación del niño estimulada y completada por el cultivo de la tierra y la planta y la crianza racional del animal útil. El eje de la concepción pedagógica de Sarmiento era éste: no hay libertad sin gobierno del pueblo, y no hay gobierno popular sin pueblo consciente, esto es, educado. "La escuela de hoy es el presupuesto de la política dentro de diez años, cuando los niños sean ciudadanos. Un pueblo
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ignorante elegirá siempre a Rosas. Hay que educar al soberano." Pese a la buena voluntad de sus amigos y admiradores, Sarmiento se dió en Buenos Aires con dos murallas chinas: el prejuicio hispano-colonial acorazando los privilegios heredados y el caos en el gobierno de la educación. En efecto, como resultado de los sucesivos decretos y leyes dictados entre 1852 y 1855, tres autoridades independientes entre sí y con conceptos y métodos distintos y contrapuestos se ingerían en el manejo educacional: la Universidad, la Municipalidad y la Sociedad de Beneficencia. Después se creó el Consejo de Educación. El caos aumentó en 1856 al crearse el Departamento General de Escuelas bajo la dirección de Sarmiento, quien comenzó y continuó abogando porfiadamente y sin éxito por la unificación del gobierno educacional. Por lo demás, el recién venido sostenía que todos los poderes públicos y privados debían cooperar en la acción educativa. La circunstancia de que Sarmiento fuera puesto al frente de un diario, elegido senador, nombrado miembro de la Municipalidad y después ministro de Gobierno, le permitió no sólo multiplicar su acción sino hacer confluir la de la sociedad y la de las distintas ramas del gobierno en pro de su cruzada alfabetizadora. Desde el periódico pedagógico, A nales de la Educación, que él fundó para hacerlo llegar no sólo a los maestros sino a los políticos y a los padres de familia, inició su prédica: "El objeto de esta publicación es informar al público de los esfuerzos que se están haciendo por introducir, organizar y generalizar un vasto sistema de educación. Reformas de tan radical naturaleza y de tan benéficas consecuencias no se inician en la escuela sino en la opinión pública. No es el maestro sino el legislador quién las produce y la ley será letra muerta si el padre de familia no aporta para su ejecución el calor de su simpatía". La batalla en los cuatro frentes —periodístico, munici pal, legislativo y ejecutivo— fué larga y llena de contra-
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ataques y derrotas parciales. El Senado le rechazó dos mociones tendicntes a crear fondos propios para las escuelas y para asegurar la jubilación de los maestros. La Municipalidad tampoco cedió en sus prerrogativas. Con todo, el choque de fondo se produjo con la Sociedad de Beneficencia, regenteada por matronas patricias por cuyas bocas se expresaba la opinión del confesonario. Con su habitual penetración y coraje Sarmiento denunció a la institución de marras como lo que era: el más arcaico baluarte de la oligarquía, el peor tramojo de todo avance educativo. Al senador Costa que opinaba que la beneficencia debía estar exenta de todo control oficial, Sarmiento le dijo que eso significaba crear una municipalidad de mujeres. El conflicto obligó a Sarmiento a emplear toda la luz de su dialéctica y todo el largo de su brazo, pues la antañona sociedad se arrogaba el derecho no sólo de educar a las mujeres —al modo medieval, desde luego— sino el de excomulgar limpiamente la escuela de ambos sexos que olíale a herejía protestante y la estremecía de casto terror... No fué chico gusto, pues, el del gran innovador cuando el 15 de abril de 1859 pudo dar a su matronil rival las albricias de que la Escuela Primaria N 9 1, de recentísima creación, sería dirigida por doña Juana Manso y atendida por maestras y que admitiría (oh, abominación!) criaturas de los dos sexos. En un lapso que apenas llegó a los cinco años, Sarmiento transformó totalmente el sistema escolar y los métodos de enseñanza, fundó treintiséis escuelas (número elevado más tarde a ciento treintiséis) con equipos y textos modernos, inició la enseñanza de lenguas extranjeras vivas, aumentó en grande el número de maestras, convirtió el sistema de instrucción pública de Buenos Aires en el mejor de Latinoamérica... Era algo, y quedaban pagas las jaquecas que costó la patriada. Ni decir que como gobernador de San Juan —y sin descuidar los otros aspectos de la gestión gubernativa— su preocupación por luchar con el alfabeto contra el pasado
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fué primordial. Comenzó con lo reputado más vital y urgente: la educación del pueblo, la enseñanza primaria obligatoria. Obligación, para cada departamento de la provincia, de fundar una escuela, por lo menos. Restauración de El Zonda, con el principal objeto de obligar a la atención general a volverse hacia la instrucción pública. Por iniciativa de Antero Barriga, cónsul chileno, apoyada después por el gobierno, se levantó una suscripción pública para la creación de un edificio escolar capaz de albergar cientos de niños. . Sólo que un aumento en la escasa contribución molestó a los ricachones y la educación sin tonsura molestó a los tonsurados, y ambos sectores, en fraternización sacra, obligaron a irse al "alborotador del pueblo" (como Hermes llama a Prometeo) que venía a interrumpirles diablcscamente la beata siesta colonial. Agregando a ésta de San Juan su experiencia chilena y bonaerense, Sarmiento dirá más tarde: 'Las clases cultas en la América española son el enemigo capital de la educación". Sarmiento volvió a los Estados Unidos en 1864, mucho menos como embajador de su gobierno ante el de Washington que como delegado de la semibarbarie latinoamericana ante la civilización yanqui. En efecto, dedicó entera su poderosa capacidad de observación, de reflexión y de trabajo a extraer todas las enseñanzas que pudieran servir a los pueblos del Sur, indagando a fondo los sectores más diversos de la vida estadounidense: política, comunicaciones, legislación, granjas, industria, inventos. Y desde luego profundizando su experiencia pedagógica. Como antes con el ya difunto Mann, intimó con Mr. Wickersham, presidente de la National Teachers A ssociation, una de cuyas asambleas lo invitó a disertar sobre la educación en la Argentina: allí contó haber sido testigo en una legislatura sudamericana de la pacífica sanción de un presupuesto de guerra de millones de pesos seguida de una belicosa discusión en torno a una partida de dos mil pesos destinada a una publicación pedagógica...
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Sarmiento fundó en Nueva York, con el máximo sacrificio de su peculio y de su tiempo, una revista cultural —agricultura, industrias, pedagogía, literatura, inventos— llamada A mbas A méricas. Dada la beata indiferencia hispanoamericana para sus temas, la revista no pasó de cuatro números. Hubo una sola excepción: el ministro de educación de Méjico se suscribió con cuatro ejemplares a la publicación del argentino, pero habiéndola fojeado al presidente (lo era Juárez, "el indio puro de Oaxaca") ordenó suscribirse a doscientos... Con el mismo insomne afán pedagógico, el embajador del Sur escribió la biografía del autodidacto Lincoln, de Horacio Mann, el Pestalozzi yanqui, y un libro titulado: Las escuelas, base de la prosperidad de la república en los Estados Unidos. Llegado a la presidencia de la República en 1868, Sarmiento puso al frente del ministerio de educación a Avellaneda, quien, pese a su juventud, era el hombre más capacitado para el cargo y el más identificado con el misionerismo pedagógico del presidente. En sólo seis años y en el solo rubro de la educación pública, las realizaciones de aquel gobierno fueron gigantescas: multiplicación de escuelas nacionales, creación de escuelas normales con la traída de maestras bostonianas para dirigirlas, siembra de bibliotecas populares en todo el país, creación de escuelas ambulantes, de laboratorios de física, de museos, de la Facultad de Ciencias Exactas, de la Escuela de Minas y Agronomía, del Observatorio Astronómico... Entre el comienzo y el fin de esa presidencia el número de educandos ascendió de treinta mil a cien mil. Realizaba así el apostólico educacionista su sueño de treinta años. Su biógrafo yanqui —A. W. Bunkley— podrá decir más tarde: "La Argentina puede exhibir el mejor sistema de educación primaria de Sudamérica y uno de los mejores del mundo". Al año escaso de dejar la presidencia, Sarmiento, el gran vanidoso, se sintió honrado de ocupar el puesto de Director
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de Escuelas de la Provincia. Elegido senador nacional, su labor legislativa no fué estorbo para su intensa y múltiple acción educativa durante cuatro años en que sembró en la provincia un centenar de escuelas sin que le faltara tiempo para atender tal cual sugestión venida a veces de algún maestro anónimo. En 1875, la misma ley que creó el Consejo N. de Educación, estableció la enseñanza primaria obligatoria y los consejos escolares de elección popular. Esa ley y el Congreso Pedagógico de 1882 —ambos de inspiración sarmientesca— son como el prólogo de la ley 1420 de enseñanza laica, de 1884, el triunfo último y más claro de Sarmiento en sus doce trabajos de Hércules, con el alfabeto por clava, por liberar al hombre de las hidras del pasado, liberando su inteligencia. Pero la ebullición creciente del proletariado europeo y la fundación de la Primera Internacional de Trabajadores
y la aparición del primer gobierno obrero de la historia con la Comuna de París, habían traído en toda la cristiandad un gran fervor reaccionario y con ello la recuperación de esa vanguardia de toda regresión que es el recrudecimiento religioso. El fenómeno ultramarino dió como reflejo aquí la aparición de la primera falange de intelectuales ultramontanos, de puro tipo hispánico. Trocada Buenos Aires en capital de la República, la Dirección de Escuelas de la Provincia devino organismo nacional y Sarmiento fué encargado de su dirección con el nombre de Superintendente. "Tenía, pues, por segunda vez en sus manos el poder de obrar y aplicar cuarenta años de estudio y práctica al desarrollo ordenado de la educación del pueblo. Era un superintendente como el de los grandes Estados norteamericanos. He ahí una vida coronada de espinas... Sin embargo leyendo el decreto encontré que me había asignado ocho consejeros para que no errase.. Sólo que con Roca se inicia el tipo de presidente Tartufo que después siguió hasta hoy. Sarmiento había luchado
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sin aburrimiento ni tregua por dotar a los organismos educacionales de rentas propias y de máxima autonomía en su manejo. El luminoso educacionista se creyó a pie juntillas que iba a dirigir la educación escolar de la República con todo su tiempo y capacidad dedicados a ello. Pero se encontró con que él dependía militarmente del ministro del ramo —un aguerrido beato cordobés— y que tenía a su diestra un consejo consultivo formado por próceres que si bien entendían poco o nada de pedagogía moderna, eran autoridades en derecho canónico y catecismo. "No fué lejos la institución. . . —recuerda Sarmiento—. Previniendo al ministro del Interior que él y un gobernador distraían una suma (tres millones) de su destinación legal, me respondió que no era como yo lo preveía, ni tal superintendente, sino simple dependencia del ministro que se llama de Instrucción Pública que era a su vez dependencia de del Interior... Fui suprimido como se suprime al paso un insecto sin notarlo, por haber renunciado. . A la renuncia de Sarmiento siguió una porfiada y estrepitosa polémica cuyo primer resultado fué la renuncia del ministro tutelado por las sacristías. Como en los días de sus batallas contra la Academia y contra Rosas, cuarenta años atrás, Sarmiento se mostró en posesión completa de sus mejores armas, de su esgrima y también de su risa (;Oh, Aristófanes, Luciano, Larra, Heme!). "A la guerra hay que hacerla alegremente". Todo esto no fué más que el mero comienzo de la guerra santa que la flamante falange de intelectuales católicos (simple avanzada de nuestra oligarquía millonaria de tierras y vacas) había emprendido contra la poca libertad y modernidad aclimatadas en nuestras playas, teniendo como primer objetivo copar el manejo de la enseñanza, librándola cíe las luzbélicas inspiraciones de Montaigne, Comenius, Rousseau, Pestalozzi, Mann y Sarmiento, y retrotrayéndola a la pedagogía sinaítica de Ignacio de Loyola. En 1883, de paso en Montevideo, Sarmiento fué invitado por el Director General de Escuelas del Uruguay a vlsi-
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tar la Escuela Normal de Mujeres en mérito a tratarse de "el más distinguido educacionista de la América del Sur". Sarmiento sintió que lo llamaban a su juego, y asqueado todavía de la bellaquería jesuítica del gobierno de su tierra y conmovido menos por la justicia que le rendían los invitantes que por el avance de su causa allí, dijo, en charla con las futuras maestras, alguna de las más hondas y resplandecientes bromas escuchadas en castellano. Después de describir, con terrible sabor de carne cruda, la esclavitud doméstica de la mujer entre los indios de la pampa, concluyó: "Esa es, niñas, la historia de vuestro sexo. Con todas las galas y los goces de la vida de la mujer ("los diamantes que adornan a la esclava"), esa es, pero no siempre será. . En seguida puso las cartas sobre la mesa, denunciando el contrabando (entraban sin la venia del Congreso, violando la Constitución) de congregaciones religiosas traídas para encargarlas de la feligresía americana como en tiempos de Felipe II. "Ahora, pues, debo decir aquí que se están introduciendo de Europa, a guisa de inmigrantes, compañías de mujeres, generalmente ignorantes, para explotar comercialmente el ramo de la educación, a pretexto o a título de enseñanza religiosa y van apoderándose de los más bien rentados y altos establecimientos de educación con la complicidad de los gobiernos, de las municipalidades y de los padres de familia; de modo que cuando vosotras recibáis vuestros diplomas, hallaréis que las escuelas principales están ya en poder de las compañías mercantiles de enseñanza, a tanto la libra o el metro de educación. Esto es la filoxera de la educación, el cardo negro de la Pampa, que es preciso extirpar". "...Esta se da por órdenes religiosas que no quiero poner en duda, pero puedo asegurar que ninguna educación transmisible han recibido para enseñar y que por su profesión les está vedado enseñar a mujeres, como quiero demostrarlo. No os dejéis engañar por los que os enseñarán que mis doctrinas son irreligiosas, pues tienen
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su base en el Evangelio mismo. Jesucristo no ha predicado el ascetismo ni las privaciones de los goces legítimos y aun artísticos. Cuando una guapa muchacha, siguiendo la costumbre de su país, se postra ante Jesús y le lava los pies con aceite perfumado y se los seca con sus cabellos, un pulpero religioso y fanático pretende que ese aceite se economice para los pobres, y vosotras sabéis, o no sabéis, la indignación do Jesús porque querían privarle, mientras dure su corta existencia, de aquellos goces. Os recomiendo, niñas, más el uso de agua de colonia y mucha lavanda. Es cristiano". "Alguna vez asistiréis a bodas en que el vino de champaña corra a torrentes. Jesús consagró el de Caná en un festín para darle más vigor. ¿Queréis ver lo que debe ser la mujer conforme al plan de la creación? Estudiad una rosa o los lirios del campo y que vuestros maestros os enseñen botánica. Eso es una mujer: las gasas, los colores brillantes, las formas elegantes y graciosas. Ahora yo os pregunto: ¿qué vienen a enseñar a nuestras niñas, destinadas a ser madres, y antes de madres, jóvenes y elegantes y apuestas, aquellas figuras desapacibles que nada saben de atractivos sociales?" . , Qué pueden enseñarles a nuestras niñas aquellas ignorantes —hablo debidamente— que nunca han frecuentado el mundo? Son instituciones que se excluyen la maestra y la sirvienta que obedece a un contrato y tiene amos y directores, porque ni voluntad posee. Es instrumento en manos ocultas". Después de tamaña lección, en que obligando a prestar contribución al Evangelio, traducía con gracia helénica el mensaje más avanzado de la pedagogía moderna, el maestro de niños de cinco a ochenta años, dijo: "Estas hermandades (ya hay mil hermanas en ignorancia que vienen desde todos los rincones de Europa donde están barriendo y echando a la calle la basura y sobre todo de Irlanda) van apoderándose de toda la educación, para hacer la Irlanda de América".
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El eco que esta clase modelo tuvo en las cornejas de los campanarios católicos de Buenos Aires no es para contarlo. Pusieron el graznido de escándalo en el cielo. El diario clerical dijo el primer día que el discurso de Montevideo, ex abrupto de anciano, sólo inspiraba lástima. Pero el segundo día alguna ráfaga del Espíritu Santo lo hizo cambiar de parecer. Uno de sus artículos, con tonsurada solemnidad —la pluma de Estrada—, demostraba hasta lo exhaustivo la sonora vaciedad del maestrescuela cuyano. El otro artículo mostraba las uñas de hiena que usa la mansedumbre católica cuando pierde la paciencia, haciendo mérito de su asco, del conferenciante, sobre todo ante "sus frases repugnantes de galantería senil. ." Vuelto a Buenos Aires, Sarmiento contestó en El Nacional con una página que era una panoplia en acción y firmó con una de las esquirlas con que lo lapidaban sus conminadores: Un viejo ebrio de vanidad. El ateneo clerical entró en delirio. La Unión reventó en tres nuevos artículos o tres canales en que parecía desembocar el Jordán de aguas muertas e infectas que viene desde Roma. El último de esos trabajos era una vigorosa antología de insultos. Sarmiento se concretó a transcribirlo y ponerle al pie el nombre de su inspirado autor: Pedro Goyena. La ley de enseñanza laica, promulgada el año siguiente, dijo que Sarmiento no había luchado en vano. Que Sarmiento no creía que la educación era cosa privativa de las escuelas, lo prueban su confianza y su empeño en iniciar la educación del niño mejorando el ambiente hogareño por la educación de la mujer ante todo. Lo dice también su ahinco en vincular la educación al trabajo: "La educación pública, sobre todo para la campaña nuestra, debe ser rural, colonizadora, preparada para transformar la Pampa corrigiendo por la sivicultura el defecto capital de la llanura sin límites que sólo de cueros de vaco proveía a la industria. El maestro rural debía ser agrónomo... Igualmente, su lucha por librar al idioma del Procusto
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académico, tenía un fin principalmente educativo. En 1885, en Chile, dijo que España se había retirado de América "sin llevar nada y sin dejar nada tras sí, por la incapacidad de la lengua para gobernar". "Con este trabajo puramente mecánico, cual es abrir escuelas, ha de venir otro intelectual, el de enriquecer la lengua de Cervantes con nociones de gobierno, de historia, de instituciones para que rivalice con la lengua de Blackstone, de Story, de Peel, que dirigen el gobierno... Eduquemos nuestra lengua. Hagámosla buena conductora de civilización, de ideas, y que el mundo se refleje en ella corno en un espejo. ¿Con sus manchas? Con sus tachas, corno el sol". Y desde luego, Sarmiento creyó en la eficiencia iluminadora y educadora del libro como pocos y de ahí su evan gélico ahinco de sembrarlos al voleo. "He aquí el gran colegio, la Universidad de Franklin: el libro". Pero él se interesó mucho menos por la biblioteca monumental de tipo alejandrino, útil para eruditos o profesores, para alumnos universitarios o fabricantes de nuevos libros, que por la pequeña biblioteca de barrio o de aldea y hasta ambulante. Los libros como democráticos instrumentos de cultura para todos. Y no sólo los libros de enseñanza científica o meramente práctica o utilitaria, sino los libros de arte puro que atizando la fantasía y la comprensión al par y afinando la sensibilidad, educan: "No os riáis de la novela, oh sabios. La novela es la vida humana, la sociedad, el ideal mismo. La Ilíada, el Cantar de los Cantares, la Eneida, los libros genesíacos de todos los pueblos primitivos, son novelas en que los protagonistas son los dioses... La novela es la gran maestra del pueblo, la Aurora de Guido Reni que viene derramando rosas delante de Febo, quien la sigue de cerca cargado con los rayos espléndidos de la ciencia. Si una niña, si un niño es goloso de las novelas de Verne, ese niño está salvado, aquella niña será más coquetamente elegante". Pero nosotros hemos hecho de la biblioteca pública un fantasmón polvoroso. "La biblioteca pública ha sido la
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fuente del atraso general, porque se rodeó de trabas, prescripciones y exigencias, y es fortuna que haya de salir al campo luego entre trastones de mudanza para que le dé un poco de aire y no apeste con sus libracos.. ." Era mucho pedir que el público se interesase por obras —las reflotadas por Rivadeneyra, verbigracia— que en general "sólo para eruditos tienen, alimento digerible". El gran favor que el público contemporáneo esperaba era la oferta de obras que significasen para las necesidades intelectuales de hoy lo que L'Enciclopedie para las de su tiempo. Sólo que todo daba vuelta en un círculo vicioso. Nuestra ignorancia e incomunicación hacían fracasar la difusión del buen libro, como dicho fracaso inveteraba nuestro analfabetismo. Las doscientas bibliotecas populares de Sarmiento fueron empresa derrotada como se derrotó su proyecto de entenderse con los otros gobiernos de Sudamérica para traducir y difundir un centenar de libros modernos. La culpa estaba más en la bizquera oficial que en el público. Sarmiento tuvo una visión central de la pedagogía. "Las cuestiones de moralidad como las de trabajo, las cuestiones de criminalidad como las de ejercicio de derechos políticos, todos estos problemas cuya solución conmueve las profundidades del orden social... todas parten de la instrucción primaria y vuelven a ella". Por eso también nunca se cansó de insistir sobre la jerarquía pedagógica de la mujer, superior a la del hombre. "Son miles en los Estados Unidos las mujeres que se dedican a la educación, esa segunda maternidad". No es extraño, pues, que su luminoso apostolado lograra grandes discípulos o émulos en América, como Avellaneda entre nosotros, Varela en el Uruguay, el general Terreros en Venezuela, Montt en Chile, y en Méjico su revista A mbas A méricas hallase el apoyo lúcido de Juárez. Pero antes de terminar es indispensable destacar meridianamente dos aspectos capitales de la cuestión: el sentido de su prédica y su obra fué categóricamente popular -..
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—y encontró la más aristocrática oposición de parte de las clases privilegiadas—, detalle que él denunció sin tregua, infinidad de veces, hasta las vísperas de su muerte en el Paraguay. "El enemigo capital de la educación popular en América son las clases cultas". "El antiguo espíritu oligárquico prevalece. Mucha educación, toda la educación para los hijos de la clase gobernante; el pueblo, la masa, a eso se proveerá después". Vió y denunció el trasfondo pomposamente inicuo del problema: que los pobres, que no podían educar a sus hijos debían costear la educación de los hijos de los ricos.
"El resultado del sistema gubernativo es, pues, exonerar a los pudientes y querientcs de costear la educación de sus propios hijos, haciendo que las rentas del Estado les economicen su propio dinero, mientras que el pobre, que no educa a sus hijos paga por la educación de los hijos de los acomodados". Si la educación superior de los ricos era uno de sus tantos lujos de clase como el de sus comidas con champaña o sus veraneos en las playas de moda, ¿por qué no habían de pagársela ellos mismos, como sucedía en Norteamérica? "En Washington no hay Universidad ni Liceos ni cosa que lo valga, a que las rentas públicas hayan de proveer, por la razón muy sencilla aquí, muy incomprensible del otro lado del istmo, que estos no son gastos públicos que paga el pueblo en general y ele que no aprovechan sino ciertos individuos". ¿Debíase la resistencia a la difusión masiva de la educación popular a una mesa tr:dición colonial de las clases dirigentes, a falta de nociones sobre la materia? No, por cierto, sino al instinto defensivo de sus privilegios: por un lado, ahorraban dinero público en beneficio propio y por el otro, todo el Medievo enseñaba que la chusma trabajadora era tanto más dócil y servil cuánto más ignorante. El alfabeto significaba subversión, a la postre. ". . .En Chile, como en el resto de América —denunciaba Sarmiento— hay dos sociedades; y en materia de educación pri..-
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maria tiene la organización del ejército inglés. El veterano lleno de cicatrices ascenderá hasta sargento: un mozalbete de la aristocracia comprará un coronelato y vendrá a mandarlo". Seguíamos, pues, como en la Edad Media. "Fiat lux. Habrá educación universitaria costeada por el pueblo. Aprenderán a leer los doctores de Salamanca". Por otra parte, educación popular no significaba los pinitos que nuestros repúblicos pensaban: "Leer, escribir, contar y gramática castellana; lo cual, para principiar es mucho, para educar es nada. Tales rudimentos no dan ideas ni instruyen". Y se trataba precisamente de eso: de dotarlo al hijo del pueblo de una porción de ideas fundamentales, despertarle la emoción de la cultura, dándole la posibilidad de abrirse camino hasta el horizonte del hombre moderno: "El nombre de instrucción primaria desaparecerá de las leyes y del lenguaje, relegando la escuela de ese nombre a departamento primario, preparatorio de la verdadera escuela pública". Y desde luego, la alfabetización del adulto era tan urgente como la del niño. "El Estado no debiera ocupar peón alguno en las obras públicas sin darle dos horas de descanso al día para aprender a leer". (Siendo él presidente de la República halló tiempo de enseñarle la cartilla a un ordenanza venido de Galicia y a un indiecito traído de la Patagonia). Y en sus últimos años vió mejor que nunca el quid último del problema: "El buen salario, la comida abundante, el buen vestir, la libertad ilimitada educan a un adulto más que la escuela a un niño". Es decir, vió a fondo, que la educación del individuo comenzaba siendo un vasto problema económicosocial. (Quiso fundar asilos para los niños de las obreras mientras se hallaban trabajando). Sarmiento vió y denunció todos esos hechos, ya con visión de pedagogo social. Sólo que no llegó a sacar las conclusiones definitivas. Que sin la abolición del asalariado no habrá liberación social, es decir, pedagógica. Que en una
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sociedad de clases la clase dirigente o no se interesa por la educación de las masas o se interesa por ella para trocarla en instrumento de sometimiento. Los sometidos a su vez carecen de tiempo y recursos para proveer a su propia educación. La liberación de la pedagogía implica, pues, la liberación previa de las clases oprimidas, la caída de la servidumbre social. Sólo entonces el alfabeto llevará con pleno derecho el gorro frigio.
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CAPITULO VI
NATURALEZA Y ARTE
Sarmiento nació y se crió en San Juan, zona de la precordillera caracterizada, como se sabe, por su topografía agria y su vegetación pobre y aún mísera interpolada de desiertos. La flora se singulariza por la presencia de representantes de fronda escasa o diminuta y acérrimamente cargados de espinas y resinas: el algarrobo, la tusca, el chañar, la brea. La jarilla tan enjuta y resinosa que no bien es extraída del suelo arde al contacto de la llama. El cacto gigante o cardán tiene pinchos en lugar de hojas y su sombra es larga y aguda como una lanza india. El tunal defiende con espinas no sólo sus corpulentas hojas sino sus mismas frutas. La presencia de los Andes, o de las sierras que los anticipan, no es risueña ni amable, agrediendo el cielo a filo y punta de riscos y cardones. Más allá de las nubes, todavía hay rocas. Alguna cima nevada centellea de sol como un planeta. En la época de los deshielos puede verse algún pico lapidando al abismo con bloques de piedra o nieve. Suele asistirse a otra grandeza: la superposición de cielos que perfora el vuelo ascensional del cóndor sorprendido sobre su presa, o el sol arrojando al irse su manto de púrpura a los montes. Abajo, en las travesías o los valles en que el verde pardea y se motea de gris, el tono general es de desolación. En decenas de leguas de travesía, puede no haber una gota de agua ni para un pájaro o es agua salada para burlarse
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de la sed. Tierra agria, enjuta y sañuda. Sólo el alba, por un momento, viene a poner un nimbo de santo a los montes ascéticos. Tierra muda y quieta en que casi no pasa nada. Hasta que, en el momento menos pensado, se subleva un terremoto, o un día llega el zonda y es como si el arenal enloquecido quisiera subirse al cielo para nublar el sol. Allá estaba, nublando el Occidente, el cosmos de piedra. "He pasado y repssado la Cordillera de los Andes doce veces por lo menos, de manera de serme familiares la forma eterna de sus picos, las grietas imborrables de sus rocas, el color ceniciento de sus faldas (huspa chicta, cerro de cenizas), sus escasas cascadas, sus estribos, cuestas, faldeos, repechos". La Cordillera, ese monumento indimenso a la aridez, ese desierto alzado babélicamente al cielo, no ejerció mayor atracción simpática sobre él y poco figura en sus descripciones. Lo mismo ocurrió con los cuatro desiertos sanjuaninos, tan evocadores de los de Africa y Oriente, que Sarmiento pensó seriamente alguna vez en la introducción del camello como mucho más apropiado aún que ese formidable marimacho que es la mula para habérselas con las insoladas y sedientas soledades de llanos y cerros y la blandicie traidora de los arenales. Pagó corno todos su tributo de admiración a la roca alzada como un muro medianil entre la tierra y el infinito, pero la miró siempre con una especie de terror sagrado, como un dominio no colonizable por el hombre: "Sobre esas crestas nevadas que ve usted al Oriente, celébranse en invierno los misterios de la Naturaleza. ¡Ay del profano a quien envuelva la helada nube que los rodea! ¡Ay del caminante a quien se encuentra en la cima de los Andes cuando el sol se cubre el esplendente rostro y, entre rayos y truenos, el cielo fecunda a la tierra, cirniendo el polvo de sus nieves eternas!" Esa es la única alusión suya al famoso viento blanco, que desorienta al transeúnte peor que la bruma marina al navegante y suele servirle piadosamente de mortaja.
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El amaba eso sin quererlo o sin saberlo, quizás. En Italia tanto como los museos de arte, los monumentos históricos y la política del Papa, le interesaron la belleza nupcial de vides y chopos y la belleza dantesca del Vesubio, a punto de ascender por un valle humeante, con peligro de su vida ("una masa como de seis quintales vino a incrustarse a distancia de una vara") al borde del mismo cráter: "Las rodillas flaquean y tiemblan las carnes al ver pasar a diez pasos delante de sí la gruesa columna de fuego, piedras y lavas encendidas". "No hay placer como el de tener mucho miedo cuando esto no degrada". Es que algo del fuego subterráneo y de la torturada estatura y escultura de la piedra volcánica había en él, y en su naturaleza toda parecía repetirse la violenta armonía del paisaje nativo: llanuras y cumbres, desiertos y oasis, nieve serena y fuego insurgente. El amaba a su modo todo eso. "Mis sanjuaninos", "Mi manía de meter en todo a San Juan". Bien metida llevaba en sí su cuna terrestre, su patria huarpe, con su fiera desolación de desierto arábigo o palestiniano, y el resuello africano de su zonda, y sus jumes salinos, y su salitre estéril como lava o ceniza, recuerdo de una inmersión mucho más vieja que la ocasionada por el diluvio: la del océano abolengo. Las nubes de lluvia, machorras o ausentes; las de polvo, copiosas. Amaba a su modo todo eso. Vió restos de acueductos y canales indios, y sostuvo que los aborígenes habían tenido mano más fina —como de bordadora— para el manejo del agua y los cultivos, que los colonos de España. Porque pese a todo la tierra es fértil; basta un hilo de agua para que se ponga a bordar sobre el cañamazo gris lo que se le ordene: alfalfares o alamedas, frutales o viñedos. La angosta tierra ribereña de algún río o riacho se empeña en burlarse gozosamente de la aridez inmensa. Sarmiento lleva en sí, como cosa de su alma, esa vasta sed de los arenales y ese fresco y ahilado paisaje. La alegría de las vendimias, y las abejas viniendo a libar la miel roja de los lagares de cuero. La canción de las acequias de agua
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regadía en los huertos tostados de sol tan clara como el regocijo del riego. Algún zorzal de sombra con su trino de sol. Algún granado pidiendo ayuda al tapial medianero para sostener la coronada y purpúrea opulencia de sus frutos. Y la higuera, a cuya sombra el telar de la madre, trabajando sin tregua, defendió con firmeza de ariete a sus hijos contra la miseria. Pero Sarmiento es, ante todo, un presentidor de bienestar y ascenso humano, un anticipador de Canaanes. En la desolación y el desierto, las pequeñas manchas de los oasis no sacian su vasta sed de fertilidad y hermosura. El odia la esterilidad donde la halla, ya como una regresión —según lo vió en el agro romano, en Castilla o Nordáfrica—, ya como un olvido o frustración de la naturaleza que la mente y la mano del hombre deben redimir. El sospecha o adivina que la civilización apareció inicialmente, no en lugares privilegiados por la opulencia y benignidad naturales, sino, al contrario, en lugares casi inhóspitos —la infecta desembocadura del Nilo, o la del Tigris y el Eufrates, o Creta rodeada del mar inabordable hasta entonces— donde la voluntad y el ingenio humanos debieron emplearse en un esfuerzo ciclópeo. Mas por encima de todo, Sarmiento es un fundamental artista, esto es, no sólo un catador de los aspectos hermosos de la naturaleza, sino un sentidor de ese misterio que inserta el latido humano en la palpitación de todo lo creado. Tan volcado como vivió sobre la acción externa y la lucha ideológica y política, Sarmiento sintió, no obstante, en cualquier momento, como una necesidad sagrada, la urgencia de recobrar el contacto con la naturaleza. Pero no como una novelería, o una reminiscencia vaga que satisface en el hombre corriente la excursión dominical, sino como un prurito de inmersión integral, de un baño de restauración y palingenesia. Así fué cómo en sus primeros años de residencia en Buenos Aires, ajetreado por su brega de legislador, edil, periodista y maestro, Sarmiento, en busca de un refugio
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restaurador, descubrió que a pocas leguas de la ciudad había un lugar casi desierto, y en todo caso era un pedazo de la Naturaleza casi tan intacto y ubérrimo como en el Génesis. Desde entonces, él hizo de Carapachay, en el Delta, su quinta de recreo, temporario, pero imprescindible. Es que Sarmiento es un alma pánica. Es decir, una de esas criaturas en quienes se muestra, mejor que en las otras, el dios de barro y cielo que es el hombre. De ahí que a veces vibre, como si fuesen una simple prolongación suya, ante los diversos aspectos del cosmos circundante. El alma como identificándose con la serena y fresca del sauce. El pechirrojo que se enciende con la primera chispa de la mañana. La sombra estriada de las tacuaras sobre el agua nómade. La roja vincha de los ceibos en la frente del río guaraní. El manantial que vale más que el diamante, no sólo por su utilidad, sino por su belleza viviente. El viento grueso de polen y aromas. Ese ornamento de dintel del edén, refugiado en América, que es el colibrí. Sarmiento, el hijo de las ensimismadas tierras secas o del empinado e inmóvil desierto de piedra andina, fué fácilmente sensible a la ilimitada y enérgica belleza del mar, que posee la virtud de poner frente a frente con su atracción y rechazo, lo más humano del hombre y lo más sobrehumano del cosmos: "En el buque, sobre el mar sin límites, deja uno de ser pueblo, grey, especie humana. En mi casa, en tierra, estoy sobre un planeta. Aquí: Dios, el mar, el pensamiento". Temperamento vitalísimo, percibe ante todo, la alegría innumerable del mar, expresada en la más arrojadiza de sus criaturas: "Oh los antiguos compañeros de viaje, los delfines amigos del hombre! Imposible no saltar de gusto al verlos retozar y pensar que ninguno de ellos está destinado a ser senador o presidente de la República Argentina!" Pero puede adivinarse que el hijo de las tierras sedientas y de la piedra andina empinada por encima del nivel de las floras, es, ante todo, un caudaloso amador del agua
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dulce, es decir, de la que suscita y gobierna la multiparición vegetal y animal de la tierra. Y ni decir que, de todas las figuras del agua multiforme —río, arroyo, nube, lago, lluvia, nieve— prefiere la más poderosa: la catarata, con su estruendo superior al del océano, su blancura de alba o nebulosa, su dinámica vertical que desciende para multiplicar millonariamente la dinámica humana. Cuando pisó tierra norteamericana, su interés por la lección cultural y pedagógica de Boston cedió lugar a su prisa por llegar hasta el Niágara a apagar su siempre insaciada sed de hijo del semidesierto en un sorbo de catarata. "Me creo tolerablemene bien instruído en materia de cataratas. Las otras me han hecho sonreír. Pero ante la del Niágara siento temblar mis piernas. Mirando el cielo a través del húmedo infierno, siento lo sublime". Con lirismo semejante al de Esquilo celebrando las hazañas creadoras de Prometeo, Sarmiento celebró en el Norte en su "Poema del agua dulce", un río de hoy —el Hudson— metamorfosis del antiguo dios griego, que sin perder nada de su majestad y belleza se ha trocado en una divinidad realmente moderna, es decir, benevolente y útil, trasportando barcos tan numerosos como sus ondas, edenizando de mil risueños modos la tierra, dilatando titánicamente la fuerza y fecundidad del hombre. En oposición con la grandeza casi deshumanizante del mar sintió dialécticamente la grandeza benigna de la tierra —esta vez la tierra de su América— que prohija ríos tan excesivos como para sacudir y revolver al mismo océano con su profundo impacto. Atestiguó el encuentro del Amazonas con el Atlántico y cantó la batalla de las aguas dulces y las aguas amargas en un párrafo a cuya alta belleza no ha llegado aún ningún poema hispanoamericano: "Tierra! ¡Tierra de Sudamérica! La boca del Amazonas, ancha, abierta, como el pórtico que dará entrada al viejo mundo hacia el futuro, que se extiende por mil seiscientos ríos navegables hasta los Andes, el Paraguay, el
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Orinoco. Las islas que se le quedan al majestuoso río, como miajas en la boca de un glotón, son grandes como Estados. Las aguas que conduce son verdes en el mar, verde pálido en la boca, hasta que cambian en topacio pajizo como el Plata. Este es el color regio que usan los ríos soberanos". Con no menos poderosa gracia celebró el misterio d eesa creación en plena semana del Génesis que es el trópico americano. ¿Cómo pudo lograrlo? Por la mera razón de que el suyo es el mayor temperamento de poeta que la América mestiza haya dado hasta hoy: "Palmeras, mangos, zapotes y toda la tribu engalanada de papagayos vegetales". "Aquella vegetación que se siente rebullirse a la vista del sol, como cantan de dicha las aves a los primeros rayos del alba". "La estrada de Braganza corta la selva primitiva. . . y metiéndose por esa grieta puede sorprenderse la naturaleza tropical a la obra como se ve la colmena a través de un vidrio... Imagínese mundos superpuestos, una pelotera, un enjambre de moscas, de hormigas, de abejas, todas empeñadas en devorar la tierra estrecha para muchedumbre tanta: hierbas y plantas, arbustos y árboles, unos encima de otros; gigantes que de vez en cuando elevan su copa al cielo y miran con desdén la lucha por vivir que se agita a sus plantas; enredaderas, astutas e intrigantes que se dan maña, y de rama en rama y por troncos, o balanceándose en ci aire, ascienden hasta lo alto y exponen humildemente sus agravios y piden su parte de sol también, lo toman mientras se les concede; y luego las parásitas, musgos y orquídeas, que, conto los de su especie, VI ven en el palacio de los grandes, adulándolos, robándolos de su subsistencia y engriéndose de su prestada elevación". "Y todo este tumulto en que se oye el crujir de los troncos, el reír de la brisa a las flores y renuevos, y el gemir de
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los oprimidos por parásitas y enredcdaderas, es no sólo para vivir sino para gozar, para tomar su parte en la universal orgía, de que dan testimonio los impúdicos perfumes que se escapan del polen de las flores, deshonestas y ebrias como bacantes antiguas. En otro momento de su rayana inspiración había hecho de una liana vista en Cuba un símbolo viviente con profundidad tan diáfana como la de un mito griego: "Aterrábanos en La Habana el genio maléfico de otra parásita nacida traidora por instinto, con premeditación asesina de su huésped, que lo era siempre el más frondoso de los árboles del bosque. Nace aquella parásita en la copa de un árbol y desde allí lanza raíces en busca del suelo para apoyarse. Una vez alcanzada la tierra, toma los aires insolentes de un árbol sentado en la copa de otro. Desde entonces la obra de la estrangulación y la ocultación del cadáver del huésped comienza con una astucia y perseverancia infernales". Por encima de todo la de Sarmiento es una cscncial naturaleza de artista, una red sensorial tan egregia como la de nuestros baquianos, idónea para registrar las ondas del haz y la profundidad, las sensaciones y emociones más variadas y sutiles. Posee la virtud cardinal, la de percibir la belleza externa como alusión a la armonía de fondo, l de ver en el aspecto aislado o el fragmento un inamputable órgano de la totalidad. El mundo claro de la ciencia, sin misterio y sin lirismo, no es exactamente el de la realidad viva, expresado mucho más lealmente por el arte, aunque éste también en últimainstancia, no sea un sol, sino un planeta: un reflejo del milagro y del gozo sagrados de vivir. Pero el arte ha criado y educado al hombre. Burlándose aladamente un día del miedo de árabes y hebreos a las imágenes y al arte escribió: "El arte es la realización del hombre, es el hombre mismo, puesto que no siendo al parecer, necesario a la existencia, como lo muestran los demás animales, es sin embargo la preocupación más cons-
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tante, desde la vida salvaje hasta el pináculo de la civilización". Y en su primer viaje a Nueva York había dicho, poniendo en solfa el hirsuto recelo puritano ante un desnudo de mármol: "Era acaso la primera vez que los puritanos veían expuesta una de esas bellas desnudeces femeniles con que tanto se familiariza uno, ennobleciéndose el pudor, en los museos de Italia y de Francia. Los primeros días hubo grande escándalo; pero concluyeron al fin las gazmoñas por levantar los ojos y habituarse a contemplar la beldad artística en aquel espejo de mármol". Sarmiento, que, lúcida e intuitivamente, advierte en todos los aspectos cósmicos la implacable voluntad de hermosura de la Naturaleza, siente sin duda a ratos que la melodía de la tierra pasa por su corazón como el aire por los agujeros de la flauta. Como en un griego, su sentido estético y su sentido vital se confunden. Carapachay. El Paraná con sus siglos de agua en marcha. El olor antediluviano de los saurios y la vegetación. El sauce que balancea añoranzas o presentimientos. El cielo que se duplica en el agua y así la noche muestra todos sus senderos enarenados de estrellas. Los pájaros que enseñan al alma no sólo el arte de la música y el vuelo, sino la religión de la inocencia y la alegría. A veces la virilidad incontenible del gran río derramándose sobre las supinas praderas. El aire, a veces, tan infinitamente dulce que convida a morir para resucitar a una vida más bella. A no mucho tiempo de su instalación en Buenos Aires, en 18515 y llevado menos por un instinto robinsoniano de aventura que por otro más hondo —el reencuentro con la naturaleza desnuda, es decir, edénica— Sarmiento descubre nuestro Delta (en un río más hermoso e imperial que el Nilo) y en él su isla, Carapachay, como Robinson la suya. Carapachay va a significar para él, a lo largo de los años, sólo un refugio intermitente. El ardiente desgaste
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mental y el ajetreo político precisaban de cuando en cuando una cura de reposo en las frescuras y la soledad selváticas. Sólo que en este caso no se trataba precisamente de reposo sino de actividad corporal. Sarmiento tomó posesión de la isla al modo conquistador de España, disparando su carabina al aire. Después con tablas de cajones construyó su rancho y con la carbonilla de la lancha de vapor volvió más transitable el sendero que lo ligaba a la ribera. Penetraba en la hermética maraña abriéndose un laberinto con su hilo de Ariadna en la mano —el filo del machete— para regresar horas después con algo de llama en el rostro y el resuello, el busto barnizado de sudor, punteadas y listadas de sangre las manos y los brazos. Se tiraba al agua entonces. El antiguo jinete, que había cruzado los Andes varias veces, debió volverse y se volvió nadador —acatada sin rezongo la influencia guaraní— acostando la vertical humana sobre el agua profunda, partiéndola en dos con el pecho en proa, obligándola, con el braceo rítmico y propulsor, a ser vehículo y camino a la vez... O trepaba a la chalana, pues, con buenos bíceps, no tardó en volverse remador tan elástico y sufrido como Horacio Quiroga llegaría a ser más tarde. Salía casi siempre por entre la paralela de azules del río y el cielo para volver con estrellas encima de su cabeza y debajo de sus remos, cuyo ruido subrayaba apenas el rumor de seda y cristal del río que parecía hablar entredormido a veces, como soñando todavía con el Trópico. Fastuosa, como de rey, es naturalmente la riqueza de peces del río magno. Sarmiento era doblemente sensible a ella, pues nunca creyó en la antinomia de la utilidad y la belleza. Peces del Paraná! El dorado, casi astral de brillantez, como el pez del Zodíaco. Y el mangurú-pará, oscuro y temido como una tormenta. Y el armado, con su quilla inatajable y su ingenuidad infantil engañada por una flor de ceibo puesta en el anzuelo. Y el gran surubí que avanza, largo y ocelado como el salto del jaguar, de-
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trás de una vanguardia de aletas en fuga. Y la tortuga de agua con su caparazón corno nocturno y su vientre de luna. Desde los días de la presidencia la visión del Delta está asociada al recuerdo de Dominguito, compañero de su padre en la aventura insular del 55 al 60. Espectáculo sin parangón era el que proporcionaban las bajantes del río dejando en descubierto algunos canales de las islas tan atestados de dorados, que aquello con su exceso de vida, esplendor y color, tenía algo de metamorfosis solar. Dominguito —que ebrio de entusiasmo había roto, rematando peces, la culata de su carabina— y su padre, gozaban con aquello como un par de escolares. Pero en Sarmiento el artista, el hombre y el civilizador marchaban siempre juntos sin estorbarse nunca. Su sueño carapachayo —todo su empeño puesto en volverlo realidad— era trasmutar al Delta en una especie de jardín de las Hespérides con sus frutas de oro vivo. Mientras en su isla abre sendas nuevas, levanta puentes, poda sus plantas, recompone su verja de tacuaras o hunde estacones en esa tierra edénica ("tierra feraz como ninguna, húmeda y caliente como en los trópicos, blanda y profunda como en los invernáculos, tierra de aluvión arrastrada desde los bosques de la América Central"), Sarmiento intenta ya, en la medida de sus posibles, hacer de aquella gleba ubérrima con olor y humedad de día tercero del Génesis no sólo el huerto de Buenos Aires sino la quinta experimental de la República. El hijo de las ásperas y semidesérticas tierras del Oeste, el ahijado de la pampa desnuda de fronda, tiene la pasión ascensional y fecunda del árbol. "La pampa es tabla rasa; hay que escribir sobre ella árboles". La invasión de las tierras sin sombras y sin frutos por el árbol significa la forma inicial y más hermosa de civilización. El árbol que contiene los vientos, fija las tierras movedizas, atrae las lluvias y enriquece y humaniza la estética del paisaje. "El eucalipto será el marido de la pampa".
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El eucalipto se alineó, pues, entre los inmigrantes mejor venidos de nuestro Tempe palustre; de allí caminaría hasta el pie de los Andes. Pero el Delta está destinado principalmente a ser un Edén hortense: el cuerno de la abundancia frutal que irá a volcarse un día sobre Buenos Aires y el resto. Eso vendrá de suyo. Pero Sarmiento se anticipa a los sucesos y al pensamiento de los otros: él piensa que el Delta producirá para el comercio y que tal comercio se quedará a medio camino si no hay canastos para el transporte de la fruta. De ahí su empeño en hacer del mimbre el segundo gran inmigrante del Delta. "Hace años que me sigue esta planta a donde quiera que voy... Estas varillas que vamos a plantar para que se conviertan luego en árboles, han llegado hace tres días de las faldas de los Andes... Si ningún otro recuerdo queda de mi presencia en estas islas, son ustedes testigos de que hoy planto con mis manos el primer mimbre que va a fecundar el limo del Paraná". La necesidad de liberarse del aprieto de los mosquitos y de ensanchar, con prurito montañés, su horizonte, llevólo a Sarmiento a construir una glorieta empotrada en la cima de los árboles. Desde allí, como desde la cofa del palo mayor de un barco, contemplaba la belleza anfibia del Delta, soñaba creadoramente el futuro de la patria y del hombre, se enfrentaba a su alma inmensa. En el Delta, o inspiradas por él, han sido escritas las más hermosas páginas del castellano del siglo xix. Y ahí está ese simple párrafo en que, como empapados sus sentidos en la fertilidad desbordada y sagrada que lo rodea, narra al modo bíblico el nacimiento de las islas: "Las islas vienen invadiendo a pasos rápidos, o más bien marchan hacia el mar. El junco es el primer día de la creación de las islas; las cardas y los ceibos hacen la mañana y la tarde del día segundo. Sobre los frágiles juncos se mece luego el blandengue, avecilla de cuello colorado por imitar a los ceibos florecidos... Un roedor sin
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nombre es el primer cuadrúpedo que reina en esta creación embrionaria". Y aquella página en que canta, con verbo como de himno, la consanguinidad de lo humano y lo cósmico, la recuperación del cuerpo y del alma del hombre en su contacto anteico con la tierra madre: "La juventud dorada de Buenos Aires no sabría sentir estos goces acres de arrancarse a la vida civilizada y en el intervalo de pocas horas sepultarse entre la espesura de las malezas de las islas, abrirse paso, machete en mano, por entre el enmarañado laberinto de enredaderas, sentir sudor caliente corriendo a chorros y la sangre de las manos clavadas y rasguñadas por las espinas, comer como lo exige la reparación de las fuerzas así derrochadas, recorrer la Boca de las Palmas en la oscuridad de la noche, atravesado sobre una tabla en espacio y postura que las sardinas hallaran regalada, haciendo fiesta y caudal de los incidentes más insignificantes, sin otro interés que moverse, sentirse vivir, olvidarse de todo, reír con todo motivo y a toda ocasión, cansarse y volver a su casa después de tres días de haber sido divinamente bruto, a hacer las muecas y musarañas que constituyen la vida civilizada". Hubiera faltado algo al gran artista —y un algo alado— Si Su profunda sensibilidad no hubiera sabido vibrar ante la más álacre e intensa y hermosa de las formas vivientes, ante el misterio musical del pájaro. Pero Sarmiento amó a los pájaros como niños más cristalinamente ingenuos y traviesos a la vez que los otros. Sin duda Sarmiento no llegó a sentir, porque su época no estaba madura para eso, que el único amor digu del pájaro comienza por jubilar la jaula —esa Bastilla de bolsillo— porque el alma del hombre no podrá volar con mediana libertad mientras persista en quitársela a la más libre de las criaturas. De todos modos los amó paternalmente, con ferv ente y trasparente amor. Escribíale a su nieta desde Rosario de la Frontera: "Te incluyo el telegrama que anuncia la venida de un tordo de Santa
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Cruz de la Sierra, destinado a embellecer y alegrar con sus cantos el A viariurn de que me das cuenta, sin novedad. Imagínate una prima donna negra, cantando un aria con la acción de la Sarah Bernhardt, tendiendo el cuello para dejar escapar los sonidos, haciendo trémolos con las alas desplegadas como el tejedor, aunque sin ostentar el manto dorado que cubre sus alas como una capa pluvial". "Padilla tiene uno desde 1872, conocílo a la apertura del ferrocarril (1876) y vive, y da la bienvenida al visitante con sus cantos. Tendré, pues, en reemplazo del de Santa Fe (boyero), uno de luengas tierras, que me ahorre el inútil trabajo de ir al teatro, pues si no es el bombo, poco oigo. Su procedencia también es un nuevo encanto y su recuerdo será imperecedero". Otro pájaro, sin embargo, más que el tordo boliviano o la calandria yanqui, debía ganar enteramente el corazón de Sarmiento, por la doble razón de ser el más criollo de todos los nuestros, y además, sin duda, la más talentosa e industriosa de las aves de la tierra: el hornero —ese pájaro que en edades inmemoriales, cuando el hirsuto e ignaro horno sapiens sólo atinaba a fijar su domicilio en las ramas de un árbol o en alguna nauseabunda caverna abandonada por osos o leones, había aprendido a batir concienzudamente la arcilla mezclada con cerda o paja para aumentar su consistencia, elevarla al nivel del cielí', es decir, a la cima de un árbol, y alzar allí la primera casa de paredes y el primer techo de bóveda —a imitación de la celeste— que conociera el mundo. Un día de sus últimos años, su amor a Aurelia y su amor a los pájaros se casan en su isla para dictarle una página que anticipa las más aladas de Hudson. A A urelia V élez:
"Estaba yo en mis setenta y más abriles de vigor, de mando, de cóleras olímpicas, excitadas por la rnaladresse d'urt vairt peuple, cuando levantando la vista al cielo, acaso para protestar de mi entouraçje ¿qué veo?... apenas me persuado do ello. Un hornerito industrioso, afa --,
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nado, sobre mi cabeza, en una rama de sauce que había hecho podar un mes hacía para desembarazar la perspectiva del río, afanado en construirse un nido de arcilla, sin tanta bulla corno la que yo metía por hacer un muelle de dos varas de frente, aunque una monada de perfección. ¿Habría usted contemplado sin enternecerse esta competencia entre un anciano y un joven, entre un ex todo lo humano y honradamente apetecible entre los hombres, y una avecilla que, construyendo más sólidos edificios que Semíramis en Babilonia, de la misma arcilla, ha dejado a los indios atrás con sus toldos de pieles? Usted sabe cuánto quiero yo a los horneros, a quienes creo dotados de más inteligencia que a los hombres de la época primitiva, y que se persuaden que los postes del telégrafo han sido puestos para servir de base a sus hornos, según han tomado posesión de ellos en todas partes. "...Vuelvo a mis horneros. Dos días han dejado de trabajar, no obstante de estar al terminar la bóveda e iniciada la mampara, biombo o como se llame en lengua de pajarito la muralla que resguarda la entrada, de manera que el viento no dé de frente sobre los polluelos. Se ha observado que todos ponen la entrada, la puerta de calle, al norte, precaviéndose acaso del viento reinante; no obstante hay ejemplos de entrada a la parte del sud. Sus buenas razones tendrá para ello el innovador. "Su primo González me dió noticia de un progreso que habían hecho los horneros de Bolivia, de que los nuestros no participan, pues la mampara tiene un inconveniente cuando uno vive entre pícaros. No es raro que un pajarito sin delicadeza, un gorrión, por ejemplo, que vive a costillas del prójimo, se apodere del nido del hornero, y cuando éste viene a entrar como a su casa, encuentra un picazo abierto y un cuerpecillo que llena todo el pasaje. Y vaya usted a decirle a un pícaro: esa casa es mía, salga usted de ahí. "El hornero, sobrio en argumentos, se retira callado su pico, y dos horas después se presenta con una comisión
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de diez o doce horneros a intimarle rendición y entrega de la plaza, sin condiciones, pero Leónidas sabe lo que significa un desfiladero, y a toda la turba reunida, y a más que fueran, presenta su pico abierto en lo más oscuro y estrecho del pasaje. A la una, a las dos, a las tres, ¿no se rinde?, pues manos a la obra, y que cada inglés cumpla con su deber. Dispérsanse los auxiliares, y a poco vuelven, cada uno con su pelotilla de barro, como albañiles que son, y a poco empieza algo más práctico que la Torre de Babel, que es una zoncera, y uno tras otro la deposita en la entrada, cuidando de amasarla y afirmada con pico y patas, subiendo la muralla nueva por minutos, como una oleada de lava fría en la época de la creación, haciendo la oscuridad dentro de la fortaleza sitiada, con su sublevada guarnición dentro, que, falta de luz y de aire, querría rendirse ahora, antes que la última vislumbre desaparezca, pero su suerte está echada. 'Y toda vez, me decía González, que en Bolivia vea usted un horno tapiado, sin puertas, esté seguro que adentro está, para escarmiento de usurpadores, el esqueleto de un intruso que quiso vivir a expensas de otro o apoderarse de su reino'. "Dos días hace que mis horneros han dejado de trabajar. ¿Por qué? Lo moro. ¿Habránse amedrentado con el movimiento y mis gritos dirigiendo la maniobra al parar el estacón? ¿Qué significan estos amores en abril? (Otoño). ¿Los polluelos vendrán en lo crudo del invierno? ¿Se construirán Filemón y Baucis un albergue para pasar el invierno? ¿O es simplemente coquetería conmigo, y se construyen una casa para que reconozca su profesional habilidad, como la chufla que se envenenó picando y tragando fragmentos brillantes de vidrio, toda vez que ponía yo atención en su figura desmelenada a guisa de garza y sus ojos de profunda o inteligente mirada? En pocos días lo sabré. Lo cierto es que no hay horneros en las islas y éstos han pasado el río desde que ven señales de habitaciones humanas. Me hacen mona-
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das y fiestas cuando nos encontramos, yendo cada uno a sus quehaceres. ¿Comprenderán que los amo como aquellos cardenales que se asilaron enfrente de mis ventanas en la vieja Casa Rosada?" "...Sabe usted que gustan los de su especie (los horneros) de la sociedad humana, lejos de temerla —como el mocking bird viene a anidar en el árbol más próximo del Iog-house que se construye en los bosques solitarios el Squatter norteamericano, para acariciarlo con sus cantares imitando a todos los pájaros y aun gritos humanos. Trájome cuatro el comandante Davidson de los Torpedos, y el uno que llegó murió de nostalgia echando de menos las selvas espesas del valle del Misisipí. Cantaba en voz baja, como tararean las niñas cosiendo, y nos acercábamos con precaución a escuchar aquellas melodías no oídas en nuestros países, y que parecían cantos lejanos traídos por el céfiro". "En medio de tantas felicidades, compadézcame sin embargo. Algo he tenido que deplorar a la par de su ausencia. No necesito usar de circunloquios al anunciarle la triste nueva. Oigala usted con el corazón helado, cuando de pajaritos se trata. Le diré todo de una vez. ¡Murió uno de mis pajaritos amarillos! ¡Lo mataron! Lo dejaron morir a manos y colmillos de un ratón aleve. ¿Cómo? Queda por saber cómo. Se lo comieron y sanseacabó. Y hubiérale hecho usted el duelo, sabiendo que le dió a usted la razón en el largo debate sobre bichos colorados y mosquitos. Es el caso que manteniéndolos a ambos encerrados en sus jaulas, meses hacía, por temor de que tomasen las llaves del campo, un día, compadecido, les di suelta, fuéronse gozosos a los vecinos duraznos, triscaron, cantaron, saltaron de rama en rama, y no opusieron objeción seria a la idea de volver a sus jaulas. Animado por esta comportación de personas grandes, traje otro día una jaula en pos de otra a mi silla poltrona, y a ambos Caciques abrí de par en par las puertas. ¡Qué salir! Fué preciso echarlos fuera por fuerza.
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"Aquel a quien por toda gracia le he enseñado a pelear, se mantuvo media hora sobre mi muslo, provocándome a la lucha. Estira para ello el cuello corno víbora, yergue alta la cabeza, eleva el pico hacia el cielo, y cubre el ojo con tela amarilla sin duda, como una coraza, no dejando visibles sino unos puntitos negros que son el centro de las pupilas. Así apercibido al combate, me aguarda con una patita más adelante que la otra, diciendo clarito: 'atajate cordobés', como decía un loro de casa con igual postura: 'atajae, ataj ate'. "Mi juego es darle estocadas con el índice de punta, despuás de muchos golpes falsos, y los buenos, cuidando de que pasen por debajo del ala, como si no acertara a bandearlo de parte a parte. Alguna vez sucede que lo asalto y no le dejo más recurso que la fuga. ¡Qué esperanza! Se tiende en el suelo o sobre mi pierna, o colgado de una rama, antes que retroceder un palmo, enderezándose, así que dejo de oprimirlo. Mientras tanto, al menor descuido, se viene sobre mí y de repente me arrima un picotazo, haciéndome derramar una gota de sangre y volviendo a su puesto —mi muslo— o a una rama de árbol donde se ha trabado el combate. Conócesele el gusto de herirme, al mismo tiempo que la cólera que se le despierta. Yo siempre pierdo. . Ni en sus últimos años pudo Sarmiento prescindir de su Carapachay: "Por lo que a mí respecta vuelvo a mis antiguos amores carapachayos, atraído por la eterna primavera de la vegetación y por ese húmedo olor a vegetación que exhala el terreno bañado por las aguas y que debió inspirar a los poetas griegos la idea de hacer nacer a Venus saliendo de las ondas. Quiero vivir y me establezco donde más se vive, en los deltas que se están formando y extienden su superficie, y donde el agua misma está animada... El pacú honró nuestra mesa ayer, y aparte los pejerreyes y dorados, los armados fatigan por redundantes. ¿Y los mosquitos dónde los deja?, dirá el lector. ¿Y los Fígaros y Purvis de la capital, ¿dónde
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se los mete usted?, responderé, y punzada por punzada, vayan los unos por los otros". El ex presidente escribía desde el Tigre a San Juan a una sobrina suya: "Descanso en efecto de mis pasadas y pesadas tareas hallando un encanto increíble en mi isla, con álamos y árboles como en San Juan, con huerta de durazneros y manzanos, como la de mi Ñaña Ursula, de inolvidable recuerdo de infancia". Ya lo vemos: con una aurora de durazneros florecidos y manzanos en sazón se representaba el edén de su niñez remota. "El lugar es tan hermoso que los ingleses y muchos viajeros tiénenlo por uno de los más hermosos del mundo". En las pausas de su labor allí sorbía —como quien dice a lentos tragos— los pormenores de la belleza ambiente. Alguna cigüeña sobre una pata de non, entretenida en capear el aburrimiento trasegando peces desde el río a su tonel danaidesco. El ceibo, bajo el sol primaveral, iluminándose de rojo como hierro en la fragua. ¡Madre Naturaleza! ¿Y lo que tiene de eternamente virgen? La naturaleza era para Sarmiento algo más que una hamaca paraguaya. No extraía de ella sólo esa satisfacción que sienten los coroneles cuando cambian sus botas de desfile por las chinelas de entrecasa. Era un contacto nupcialmente hermoso y creador, un renacer de la sangre y el espíritu. Sarmiento era sin duda de los que sospechan que el arte no puede reemplazar a la sacra e insondable belleza de lo viviente, y que hay una razón y una estética anteriores a las nuestras. No que el arte fuera flor de papel, pero sí era como flor de invernáculo, criada bajo campana de vidrio, en tierra y aire acondicionados: una criatura fragilísima frente a las criaturas infinitamente vivaces y tenaces del bosque, el mar o la pradera. Amaba como nadie todo aquello porque en él había más capacidad de poesía respirante y latente que en todos los poetas y versos criollos de la época.
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En su primer viaje por el mundo llegó a advertir que el lugar que más lo había atraído no era París, ni Florencia, ni Nueva York, sino.., los bosques del Ontario, con la ancianidad y frescura de sus árboles intonsos, su claroscuro y su misterio oliendo a edén y a piel roja, sus aisladas cabañas de troncos con corteza y musgos, sus buscadores de peligros y pieles salvajes: "Traíame arrobada de dos meses atrás la contemplación de la naturaleza y a veces sorprendía en el fondo de mi corazón un sentimiento extraño que no había experimentado ni en París. Era el deseo de quedarme a vivir por ahí para siempre. . ." Era la nota más profunda que el hombre lleva en sí —y mayor en las naturalezas sanas y potentes— buscando siempre reavivar su acorde con la sinfonía del todo. El último invierno de su vida lo pasó en honda amistad con el río Paraguay, que es sólo un tajo líquido orillado de selva originaria, con el entrelazado y casi intacto misterio de sus árboles y jabalíes, sus lianas y dantas, sus osos hormigueros y sus jaguares antropófagos, y sus pájaros geniales de esplendor o de música. Se sintió allí como en una Carapachay magna. La ávida raíz pánica que había en él se hundió en aquel edén ecuatorial, y sus achaques seniles parecieron caer como hojas secas, y su vigor y optimismo reflorecieron en alto. .. Vivió los días casi enteros al aire libre, organizando con frecuencia meriendas bajo los árboles. El hijo de la roca desnuda y el llano polvoriento sentía por contraste, a fondo, este jardín casi monstruoso de sol, de humedad y fertilidad. Programaba con varios amigos una excursión hacia Corumba, en el corazón hundido del bosque, y mientras se ultimaban los aprestos se hizo un viaje en bote hasta las bocas del Pilcomayo. Pero si el gran sentidor tenía una de sus antenas vuelta hacia lo primordial del mundo, la otra volvíase siem-
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pre hacia el futuro. El sólo podía concebir y soñar la poesía maridada al ímpetu creador del hombre: Quizá se realice la idea de canalizar el terreno que divide el Paraguay afluente del Plata, con el Madera, afluente del Amazonas, que está por la naturaleza ligado al Orinoco, presentando así al mundo atónito, el último de los mundos en reserva para el desarrollo de la humanidad, con una navegación fluvial de mil doscientos ríos tributarios, atravesando el valle del Amazonas que es por sí mismo un mundo y descargando sus aguas en el mar Caribe del norte, o en el Río de la Plata al sur, o en el Amazonas al este". Así murió Sarmiento, como un poeta áulico del Creador, con sus sueños genesíacos puestos en una hidráulica continental capaz de llevar a una nunca vista federación de ríos mayores como anticipo de la federación universal de los hombres futuros.
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CAPITULO VII
EL CRIOLLO SUDAMERICANO
Que Sarmiento impugnara acerbamente nuestra pantanosa inercia y se empeñara intensamente en redimir nuestra semibarbarie colonial con injertos de civilización moderna, no es argumento autorizante a llamarle europeísta, o fanático de Yanquilandia y menos a sospecharle apego escaso o nulo a lo nuestro. Ocurría precisamente lo contrario, pues muy pocos tuvieron un sentido de lo americano tan entrañable como el suyo y tal vez nadie fué, en el fondo, tan buen criollo como él. Como sociólogo, y partiendo de una visión estrecha que él mismo amplió más tarde, impugnó el estilo de vida del gaucho, viendo en ella un turbio resultado de nuestro atraso y a la vez la causa que lo inveteraba. Sin embargo, ocurrió que el gaucho con su caballo, su vihuela y su pampa entraron en la literatura por él. ¿Cómo pudo ocurrir? Mediaban sin duda elementos secretamente contradictorios. Sarmiento fué, por encima de todo, un artista, vale decir, un hombre de sensibilidad extraordinaria. Por otra parte, los elementos contradictorios que subyacen en el fondo de toda naturaleza humana, en él dábanse con rasgos más serios, aunque casi siempre su soberana personalidad lograba superarlos y unificarlos. Que pese a su tesis política, Sarmiento abrigó siempre una secreta admiración por el gaucho —libertad analfabeta a caballo, pero libertad al fin— apenas cabe du-
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darlo. Como Darwin y los viajeros ingleses de la Pampa y como Hudson más tarde, debió cotejarlo expresa o inconscientemente con el tipo de casi ex hombre a que la civilización cristiana había reducido al campesino de Europa. Ya en Facundo dejó escapar: "Cuánto no habrá contribuído a la independencia de una parte de América la arrogancia de estos gauchos argentinos que nada han visto bajo el sol mejor que ellos". Del baqueano dijo: "personaje eminente". Del rastreador: "personaje grave y circunspecto que hace fe en los tribunales superiores". De la esgrima gauchesca explica que excluye la intención homicida, pues se trata principalmente de lucir la baquía y el coraje y acopiar prestigio. Del mismo llamado gaucho malo advierte: "El gaucho malo no es un salteador. El ataque a la vida no entra en su idea. Roba, pero es su tráfico, su ciencia. Roba caballos y sin que el anticiparle dinero sea motivo para que falte a su palabra". Sarmiento, libertador esencial, no podía ser insensible a lo que el gaucho era en esencia: un hombre en completa posesión de sí mismo y capaz de mandar en sí y por ello incapaz de admitir nada por encima de su cabeza si no era su sombrero. ¿Qué fué él sino eso mismo en el fondo? ¿No lo llamó Alberdi "gaucho malo de la prensa"? A él no pudo escaparle el sentido final de la demagogia rosista: "Los gauchos, la plebe, los compadritos, lo elevaron. Pues él los extinguirá; sus ejércitos los devorarán. Hoy no hay en Buenos Aires lechero, sirviente, panadero, peón ni cuidador de ganado que no sea alemán, inglés, vasco, italiano". Cuando en julio de 1847 pronunció en el Instituto Histórico de Francia su discurso de recepción sobre la entrevista de Guayaquil, acto en que el general San Martín estuvo presente, Sarmiento hizo el más sensato y certero encomio del gaucho oído hasta entonces: "Hoy empieza a ser conocida en Europa la palabra gaucho con que en
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aquella parte de América se designa a los pastores de numerosos rebaños que cubren la Pampa pastosa. Es el gaucho argentino un árabe "que vive, come y duerme a caballo". El lazo que maneja con increíble destreza, le somete toda la creación animal, sin excluir el león y el jaguar, a quienes acomete sin temor. Los que huyen de su aproximación no están libres del tiro certero de sus bolas, que hace girar en torno de su cabeza y lanza como un rayo sobre el objeto que le sirve de blanco, seguro de ligarlo estrechamente sin que le sea posible hacer un movimiento, marchar o desembarazarse. No hace dieciséis años que la guerra civil entre unitarios y federales se terminó por haber boleado un gaucho al general que mandaba uno de los ejércitos contendores y hécholo prisionero a pocos pasos de su frente. El gaucho no se preocupa de saber si el caballo que monta es salvaje o domesticado. En cualquier estado que lo encuentre en la Pampa, echa el lazo sobre él, lo ensilla y somete de grado o por fuerza a su voluntad. Su alimento exclusivo es la carne asada en las llamas y saturada de cenizas. Pocos pueblos hay que resistan con mayor estoicismo toda clase de privaciones y fatigas. Es un bárbaro en sus hábitos y susceptible de abrazar con pasión la defensa de una idea. Los sentimientos de honor no le son extraños. . Dice por ahí Lucio V. Mansilla que el único hombre a quien Sarmiento llegó a admirar fué su tío Domingo de Oro. Sin tomar lo de Mansilla más que como lo que es —como una andaluzada— la verdad es que el retrato de aquel pariente suyo traiciona una fervorosa estima por su talento y su carácter. Ahora bien, uno de los rasgos que más parecen haber atizado el entusiasmo de Sarmiento es precisamente el preclaro criollismo del personaje: "Dejaba azorados a los más cultos europeos aquella distinción exquisita de maneras, hechas aún más fáciles por el tinte americano, argentino, gaucho que da Oro a los modales cultos sin hacerlos descender a la vulgaridad" (con sus cualidades "sería un hombre notable entre
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los notables de Europa"), "porque Oro ha manejado el lazo, las bolas, cargado el puñal favorito como el primero de los gauchos". Oro, hombre de insigne inteligencia y de cultura, había actuado al lado de Bolívar y de Estanislao López y Rosas a un tiempo en contacto con los grandes acontecimientos de su época, y llegó a medir con el mismo ojo claro las limitaciones y manquedades tanto de los semianalfabetos federales como de los culteranos unitarios, y políticamente creyó posible la fusión de sus buenas cualidades y aciertos y la eliminación de sus menguas. El aspecto externo de Oro le había impresionado igualmente bien: "Vilo una vez en la fiesta del Corpus, en San Juan, con un hachón en la mano y envuelto en su poncho que caía en pliegues llenos de gracia artística". Oro, como persona, rubricaba lo que era como actor o especulador político, como aquilatador de literatura, y ese equilibrio y esa síntesis le parecían un puro logro criollo a Sarmiento: "Oro es el tipo más bello que haya nacido de la naturaleza americana", "es la palabra viva, rodeada de los accidentes que la oratoria no puede inventar". "Oro ha dado el modelo y el tipo argentinos: europeo hasta los últimos refinamientos de las bellas artes, americano hasta cabalgar el potro indómito". En sus últimos años Sarmiento hizo el elogio del sentido de ahorro y decoro personal que tenía la platería que el gaucho usaba en su cinturón, sus espuelas y el arreo de su caballo, tan opuesto al culto a la embriaguez de rotos, cholos e indios: "Las monedas de plata que el paisano nuestro lleva en su cintura, llévalas entrelazadas en sus largos cabellos la mujer de los países orientales. . "La vida ambulante, la falta de familia, la inseguridad de la tienda o el rancho, han aconsejado a todos los países en que tiene lugar, reducir a metales y piedras preciosas todas las economías y llevarlas sobre el cuerpo bajo la guarda del alfanje o el cuchillo. . ." "El tirador del paisano es una Caja de Ahorros que no produce interés y
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que está sujeta a pérdidas... Así es que hay un principio de inteligencia y de previsión laudable que pudiera, mejor aconsejado, convertirse en fuente de bienestar. El roto chileno, el cholo boliviano están más abajo... Desde el domingo al lunes chancelan todos sus haberes en la embriaguez". En 1846, gracias a recomendaciones de Lesseps y el mariscal Bugeaud, Sarmiento pudo penetrar hasta el interior de Orán ganado por el deseo de conocer de visu el misterio de la civilización antigua, o mejor, el poder momificante de la religión para hacerla cruzar los siglos sin modificar en un tilde su arcaica idiosincrasia. Llega a Orán con cartas para jerarcas que le facilitan caballos, guías y cartas para su penetración en el Sahara en dirección a Máscara, hasta los aduares del desierto. Y he aquí que, según confesión propia, el intelectual o el pedagogo, ante el medio propicio, se siente de golpe lo que nunca dejó de ser: un jinete argentino, ganoso en la ocaSión de medirse con los celebérrimos equitadores del desierto. "El placer de yerme a caballo en campo abierto e inculto y con la dorada perspectiva de galopar a mis anchas, me distraía de prestar atención a los objetos que me rodeaban. Los instintos gauchos que duermen en nosotros mientras no podemos disponer de otro vehículo que carruajes, trenes o vapores, se habían despertado de golpe al estrépito de las pisadas de una partida de caballos, y desde que salimos de Orán, como el instrumentista que recorre el teclado antes de aventurarse en la ejecución de unas variaciones difíciles, yo aplicaba al caballo las espuelas, haciéndolo corcovear a fin de descubrirle el juego, es decir, toda su agilidad y destreza. En seguida, deseando darme aires de un agah o un tolba árabe, estudiaba a hurtadillas en mis compañeros la manera de llevar el albornoz de que me había provisto para solemnizar con sus anchos y pomposos pliegues la gravedad de mi posición oficial.. "Una hora hacía, sin embargo, que marchábamos al
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trote con mucha mortificación mía, que iba, para usar de la enérgica figura del pueblo en América, saliéndome de la vaina por probar la tan ponderada ligereza de los caballos árabes, cuando el shauss me observó que si seguíamos a aquel paso llegaríamos a deshora al Sig, donde habíamos de pasar la noche. ¡Por el muslo del Profeta!, hube de exclamar yo, al oír tan fea como no merecida reconvención. ¡Protesto que si el caballo no revienta, puedo sin fatigarme ir a tirar las riendas al último oasis del Sahara... !" Sarmiento fué un hombre de una prodigiosa sensibilidad a la que difícilmente podía escapar un detalle revelador de los innumerables que integran el ambiente externo o espiritual que envuelve y condiciona al hombre. Ya veremos, adelante, cómo el paisaje americano entró por él inicialmente, y de modo insuperado en la ciudadanía del arte. No es que se entretenga en una acumulación virtuosa de detalles. No, le basta generalmente con un par de rasgos incisivos y a veces ni eso, pues con frecuencia el paisaje se adivina detrás del personaje que se mueve en él. Toda la Pampa está detrás de la figura profunda del baqueano. "Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él". El baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en el espacio de cien leguas, él las conoce a todas, sabe de dónde vienen y a dónde van. El sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más abajo del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos. . El protagonista de la abigarrada e intensa vida social sudamericana que es él, aprehende o adivina fácilmente el alma de los otros protagonistas, y por eso puede traducirlos con vitalidad inmarcesible. Así ocurre con los
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categóricos perfiles del mayor Navarro, del cacique Baigorría y de aquel aquíleo coronel Sandes —"que podría apellidársele el de las cincuenta heridas como al griego el de los pies ligeros". "El hombre que ha recibido una a una cincuenta heridas sin estar tendido, sin ser prisionero, todas por delante —como decía él— negaba el título de valiente al que no presentase este diploma que ostentan sus fotografías de cuerpo desnudo". Sandes, que se levanta de la cama al poco rato de una operación al estómago, y aguanta los espasmos truculentos ladeando un poco los labios y conduce después a sus lanceros en marcha huracanada, sin tregua ni sueño, a través de arenales y soles hasta caer "escupiendo un pulmón". Que por encima de su prometeico empeño en aclimatar en su patria o en su América todo lo de afuera que pudiese ayudar a la liberación o la dilatación del hombre americano, que por encima de eso su cariño por las mejores cosas nuestras era caudaloso y claro, lo prueba, como nada, su anécdota de geórgica y sobria hermosura sobre el maíz, en la que reacciona agudamente contra la xenofilia zurda de los elegantes de la época. "Llegados a Buenos Aires (1852) y solicitando el manjar americano, encontró por todas partes los mismos síntomas. La familia Albarracín, a fuer de parientes, proveyó al fin el artículo. La señora de Mitre se hizo de ello un lujo; y ya me había sucedido que en San Juan sólo damas de la antigua aristocracia, como doña M. del Tránsito de Oro o doña N. Ignacia del Carril, me ofrecieran el casero manjar, confesando tenerlo pronto y guardado esperándome, con gran desesperación de sus hijas que daban por comprometidos sus gustos refinados europeos con aquel poco culto y asaz lugareño manjar". ". . Hace quince días que ha muerto en Buenos Aires el último mohicano vendedor de mazamorra con leche, traída de la campaña en tarros galopados, lo que aumentaba su sabor, y saboreaban estudiantes pobres que aplacaban su hambre, y lo llamaban los niños al pasar, pues era tam-
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bién cantado el desayuno genial con un gritito plañidero del viejito santiagueño, fiel a las tradiciones de su patria y su raza". "No se crea que tan larga disertación sea extemporánea... Entre los errores que aceptamos de Europa, vino, con la revolución de la Independencia y la de las costumbres coloniales, la supresión del maíz como alimento popular, llegando hasta crearse contra él una especie de excomunión que lo aleja de la vida culta y acaba por cerrarle la olla de barro del rancho del indígena que fué su cuna". "...maíz fué la base de la civilización de la raza indígena con peruanos y mejicanos que conquistaron y poblaron estas y aquellas Américas. Norteamérica es la más grande de las repúblicas modernas, porque el maíz, y no el trigo ni la carne, es la base de su alimentación. Cultivase por miles de leguas cuadradas, se adapta a todos los climas y provee a todas las necesidades tanto de los hombres como de los animales". ". .Cuando vino Mr. Gould, el célebre astrónomo que ha puesto buen orden (contándolas y recontándolas) en nuestras estrellas del Sur, se asombró de no encontrar el maíz, sino por accidente, en el uso doméstico, el maíz que dejaba rey y soberano en su patria, donde tiene más aplicación en formas variadas que ningún otro vegetal". El sentidor perspicaz de la Naturaleza, el hondo bucólico que había en él, no podía ser ajeno —y no lo fuéa la embriagada y embriagante dulzura de nuestro trópico o de nuestro subtrópico, al paraíso frutal americano, con sus colores, formas y fragancias de excesiva delicia. ". . . Circulaban en Buenos Aires doscientas chirimoyas de Salta. Estas frutas, fragantes como las diamelas, dulces como las chirimoyas, pues sólo se parecen a sí mismas como la Venus de Milo o de Médicis, hablan y persuaden que hay otra cosa en este mundo que peras, manzanas y duraznos y preparan el advenimiento de nuestros climas intertropicales para hacer de una pieza
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la vida encantadora, trasladándonos de clima en clima como lo enseñó el instinto a las aves, y no las seguíamos a causa de haber de por medio mares, gobiernos (a veces federales), lenguas distintas, religiones llenas de mansedumbre cuyos guardianes se equivocaban solamente en la cantidad y en la estación de administrarnos el fuego". En otra ocasión, denunciando la propensión servilmente extranjerizante de nuestros gastrónomos y golosos, propuso incorporar a nuestra mesa, como plato de novedosa exquisitez, a la mulita de nuestros campos. No menor simpatía mostró Sarmiento por muchos elementos de la terapéutica criolla de secular tradición indígena, despreciados por nuestra vanidad cientificista: "Nosotros, los conquistadores, hemos despreciado la farmacopea de los Incas, cuyos boticarios y farmacéuticos nos llegan todavía vendiendo estoraque, conquila, chachacoma y otras drogas cuyas cualidades descubrieron sus sabios hace siglos. El sauce, el culen, la quina, la zarzaparrilla, han pasado a la farmacia europea". Aun más hermoso y viviente es el testimonio del amor de Sarmiento por muchos de los más típicos representantes de la fauna americana o argentina. Así ese párrafo de generosa y contagiosa hermosura en que apelando a su elemental comprensión trata de interesar el corazón de nuestros malos criollos por la supervivencia del oso hormiguero, creando con él y por él una gendarmería gratuita de estancias y parques. "El oso hormiguero, encargado de la policía de las hormigas; su boca contiene una espada flexible, elástica, cubierta de un pavón viscoso, que mete en los hormigueros y recogiendo el instrumento, se trae consigo un hormiguero entero. Hoy está relegado a los bosques del Chaco, tanto lo han perseguido los conquistadores del suelo. Cada estancia debe llamar a estos proscritos al seno de la patria común". De no menos conmovedora gracia es sin duda, la página en que Sarmiento, con su habitual certería, intenta enhebrar dos pájaros con una sola flecha de su carcaj. En
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efecto, lo mueve en la ocasión el doble propósito de salvar de la extinción al gran pájaro heráldico de la Pampa, el ñandú, y al mismo tiempo de dar irresistible persuasión a su propuesta de incorporar al deporte argentino, con todos los honores de la civilización y la elegancia, a la vieja corrida gaucha del ñandú. Se trataba de una anticipada coincidencia con Hudson, pues éste llegaría a decir que el pájaro peatón que huye vorticoso de celeridad y esguinces, y ci gaucho y su parejero que procuran elásticamente ponerlo a tiro, y las boleadoras que al fin se disparan sobre él como halcón garcero, constituían sin duda el mejor espectáculo deportivo del mundo: "...No es de perder la esperanza de que salvada la raza de los avestruces por la domesticidad . el sport, cuando deje de ser pura importación bretona y se encarne argentino, tengamos el curre del avestruz en nuestras dilatadas Pampas, sobre magníficos alazanes de raza, cabalgados por nuestra juventud, brillante entonces de ánimo y de salud, tras bandadas de ñanduces, boleando ñanduces al correr de los corceles. ¡Boleando! ¿Por qué no? Ya quisieran los gringos, más que aguantarse un par de corcovos, rebolear sobre sus rubias cabezas los libes y de dos vueltas prendérselos al ave mansa como ya la caracteriza Muñiz, que se tiende de costado en la rapidez de la fuga, ya avanzando el ala con inimitable arte y gracia, sale en ángulo recto, desviándose de la dirección que llevaba, dejando a mi gringo que vaya a sujetar a una cuadra de distancia, el pingo indócil al bocado". Bueno es recordar ahora que Sarmiento no se sintió nunca muy cerca del indio, o mejor dicho, sintió casi hasta el desespero, las demoras surgidas en el camino de incorporar al indio a la civilización, dada su carencia de hábitos de esfuerzo, de disciplina, de responsabilidad moral, de autogobierno. Pero un día en sus últimos años, en viaje por Tucumán, el más antiguo y entrañable de sus amigos, José Posse, le relató la historia de un peón suyo, el indio Juan Chipaco. El relato debió producirle una
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impresión magna y sin duda hizo flaquear sus viejas prevenciones esa lección de soberana autonomía y decencia humanas, dada por un indio del montón. De todos modos se apresuró a transmitirla en una página que resultó fácilmente extraordinaria porque ya la historia lo era de suyo. Se trata de un indio quichua de Santiago del Estero, incorporado, sin preguntársele ni el nombre, a las tropas de Oribe, el más pestífero de los seides de Rosas. Un día, cuando el ejército inicia su retirada hacia el Sur, Chipaco y un compañero suyo, desertan para caer, este último, una vez más. El balido de cordero que el cautivo opone a sus inminentes degolladores, sirve de brújula a Chipaco que acude y derrota a dos soldados y salva a la víctima. Refugiado un día, en calidad de peón, en la estancia llamada Cruz Alta de don José Posse, Chipaco se trueca a poco en el factótum de su amo, esto es, en el hombre que todo lo sabe, todo lo hace y a quien todos terminan por estimar y respetar. Un día, habiéndole sido robado su mejor caballo al patrón, Chipaco, rastreador infalible, descubre que los ladrones se habían alojado en una pulpería de los alrededores. Traída la pulpera y declarada culpable, el patrón alarga su látigo a Chipaco, ordenándole comenzar la ejecución del castigo. Chipaco recibe el rebenque, pero permanece inerte y mudo y con una misteriosa sonrisa como de resignación, pese a las reiteradas y ya coléricas órdenes del amo, quien, fuera de sí, por último, recobra el látigo y golpea con él al que osa desacatar sus órdenes. Desaparecidos Juan Chipaco, la pulpera y los ladrones, todo vuelve a la normalidad, pero no la paz al alma del patrón: "Acosábalo el remordimiento y arreciando el malestar a medida que transcurrían los días, resolvióse a enderezar el entuerto dando cumplida satisfacción al agraviado. Hízolo buscar y decirle que deseaba hablarlo, y viniendo con ánimo apocado, y acercándose con pasos contados, mucho debió impresionarlo el sincero arrepentimiento de su patrón y
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la casi humildad con que imploró de su sirviente el perdón. abundando en declaraciones de afecto, que en verdad eran excusadas por estar de manifiesto. "Para poner el sello de esta reconciliación entre el blanco y el indio, entre el barón feudal y el siervo, como antes había puesto en manos de Juan el látigo de la justicia, ponía esta vez el premio de la virtud en un puñado de plata. Juan hubo de mirarla con los mismos ojos sorprendidos que al rebenque, pero reteniéndole el puño cerrado la mano afectuosa del donador pródigo, pues era un caudal lo que se le daba, despejó Juan su ceño, dejó ver la dentadura de marfil del indio y levantando el brazo, y tomando el portante, gritó al salir y arrojó al cielo las monedas para que descendiesen en lluvia sobre una muchedumbre ausente, "que todos tomen y se diviertan con la plata del patrón, que yo no recibo dones ni acepto castigos por cumplir con el deber". Según es sabido, de todos nuestros repúblicos Sarmiento fué quien sintió más a fondo la tragedia nacional de tener muchas más hectáreas que habitantes. Y en actitud consecuente nadie se mostró más eficaz impulsor de la inmigración europea. Mas todo ello no estorbó para su sentido de lo nacional y argentino y su responsabilidad de conductor entrasen un día en conflicto con ciertas colectividades extranjeras —inglesa, italiana, judía— que pretendían vivir aquí como en un hotel internacional, libando todas las ventajas y repugnando todos los deberes, negándose a sumarse a la nacionalidad, cultivando su añoranza con celo religioso, vueltas sus almas como una brújula hacia la patria que la injusticia y la miseria les obligaba a abandonar... De la autenticidad y profundidad del criollismo de Sarmiento hay testimonios de sobra y no exigen lupa. En 1850 Sarmiento demuestra con pruebas documentales que en la hora cenital del rosismo el comercio de Buenos Aires está casi totalmente en manos inglesas: "Sobre un total de 53 casas de consignación sólo 5 están presididas
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por nombres argentinos". En carta dirigida a Southern protesta contra su intromisión descarada en la política argentina y contra Rosas que se jacta de ello en su mensaje de 1849 a la Legislatura... Cuando Sarmiento se instala en Buenos Aires en 1855, y pese a ser Rosas ya sólo un recuerdo, la tradición se mantiene en sus trece: el cónsul Woodbine Parish —corroborado por The Standard— se cree con derecho a abrir la valija postal que entra por el puerto y a entender en las sucesiones ab intestato de residentes ingleses, a autorizar la no prestación del servicio militar a los hijos de residentes ingleses entre nosotros... Sarmiento es el único que le sale al cruce y sin apelación a lazo ni boleadoras defiende con contundentes razones nuestro derecho de criollos a entender en todo lo que pasa dentro de casa. Pero el ejemplo británico había contagiado a los demás grupos inmigrantes: irlandeses, franceses, alemanes, italianos, españoles —todos emperrados en considerar sus colonias como meras sucursales de sus patrias de origen, con lengua, escuelas, banderas, templos, cementerios y diarios propios, todo ello enderezado a lograr que sus hijos nacidos en tierra argentina siguieran siendo ciudadanos ultramarinos... Desde 1855 hasta su muerte, a lo largo de más de treinta años, Sarmiento, el político, el pensador y artista de más entrañable sentido de lo criollo en nuestra tierra, combatió esas pretensiones tan ingratas como criminalmente absurdas. Tuvo, naturalmente, que decir cosas poco amables: recordar que en muchas partes se acusaba a los agentes de la política inglesa de ser mercaderes dispuestos a apoyar a cualquier gobierno de bandidos con tal de vender sus madapolanes y su quincalla; que la inmigración irlandesa era despreciada en los Estados Unidos por su atraso; que buena parte de la inmigración europea llegada a nuestras playas no podía imponer su tradición y legislación inferiores a las nuestras.. ¡Que no le vinieran a él con patrañas! Respetaba y admiraba como el que más la cultura europea,
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pero él había estado en Roma, y en los Estados pontificios, y en España y en parte de Francia y sabía que allí estaban como en su casa el analfabetismo, la mendicidad y la ausencia de instituciones libres, de hábitos políticos modernos. ¿Que al amparo de nuestras liberales instituciones los extranjeros se venían apoderando de la tierra, la industria, el comercio, dejando generosamente a los criollos el cumplimiento de los deberes militares y políticos?. . . Era ya hora de terminar con eso. "En los Estados Unidos, nuestros predecesores, no hay extranjeros. . ." O constituíamos una nación, es decir, una asociación de hombres social y políticamente responsables, o esto devenía un campamento californiano de mineros internacionales: "No hagamos del título de extranjero un privilegio si queremos formar una nación... " "No debemos consentir que haya una prima dada al egoísmo". Italia había gemido hasta ayer bajo la bota austríaca e Inglaterra tenía puesta la suya en el zaguán de España; ¿y aquí querían constituir "colonias libres"? ¿Por qué se toleraba esa insolencia, esa exhibición de pabellones extranjeros en los días patrios, esa "Babel de banderas"? "¿Quién nos diera ser jefe de policía para cobrar en un solo 9 de Julio un millón de multas a una ciudad olvidada de su patria y del símbolo que a sus ojos la representa?" Hagamos nación y nacionales por los ojos. Viéndole insultado por sus propios compatriotas, los gringos no le ahorraron la insolencia y el improperio poliglotos: "loco", "charlatán", "chocho" —sin sombra de respeto por el ex presidente, por el mayor educador de Latinoamérica, por el primer escritor de la lengua de sus días. Sarmiento, armándose de fortaleza y buen humor, cargó con la cruz como siempre, y siguió adelante, diciendo alegremente sus verdades amargas. ¡Oh "bachichas"! invocaba a los italianos —llamándose a sí mismo 'ii vecchio Sarmiento"— para recordarles que Garibaldi había aprendido a pelear por la libertad en América, y que habíamos admitido aquí la estatua de Mazzini .....-
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no como un símbolo de las "colonias italianas", sino de algo muy distinto: "Para mí esta estatua es el penate que trajo el troyano Eneas: la libertad. No para llevar la nueva Troya a Roma, sino para crear una nación nueva. Porque no ha sido un valle de lágrimas para vosotros ni una tierra de camino a otros países."
A su mordiente censura no podían naturalmente escapar los del protonacionalismo jordánico: "A ser cierta esta quimera, tendríamos otra: el pueblo judío esparcido por toda la tierra ejerciendo la usura y acumulando millones, rechazando la patria en que nace y muere por un ideal que baña escasamente el Jordán... Este sueño, que se perpetúa hace veinte o treinta siglos, pues viene desde el origen de la raza, continúa hasta hoy perturbando la economía de las sociedades en que vive, pero de que no forma parte; y ahora mismo en la bárbara Rusia como en la ilustrada Prusia, se levanta un grito de repulsión contra este pueblo que se cree escogido y carece de sentimiento humano, el amor al prójimo, el apego a la tierra, el culto del heroísmo, de la virtud, de los grandes hechos donde quiera que se producen." Sarmiento exageraba o erraba únicamente en el sentido de hacer partícipes de la sombría tradición étnico-religiosa a los gloriosos hijos de este pueblo que se habían vuelto libertariamente contra ella desde Espinosa hasta Heme y Marx. ¿Antisemitismo? No por cierto: mera repulsión del jingoísmo judío, como de todos los otros. "No tenemos como el Norte de Europa actualmente antipatías semíticas, que es la vergüenza de la época, ni pueblo alguno que nos sea antipático." Nada más ajeno a la xenofobia, en efecto. Nadie menos enemigo de la alpargata vasca o del zapato inglés en nombre de la bota de potro. Pero es que Sarmiento, con derecho y perspicacias iguales, quería que todos los habitantes de este país y sólo por el hecho de serlo, renunciaran a toda superstición racial o patriotera, asumiendo la responsabi-
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lidad que les correspondía: la de fundadores e integrantes de una sociedad cuya libertad era la garantía de la suya. Sarmiento, pues, el gran predicador y fautor de la inmigración europea entre nosotros, fué el primero que en nombre, no del criollismo colonial, sino de la realización criolla de la libertad moderna, denunció ese extranjerismo radicado de tal forma entre nosotros "que mañana tendremos que decir cuando se nos pregunte: ¿Quién es usted? — Con perdón de usted, argentino".
La inmigración era inobjetable en Norteamérica porque los extranjeros que llegaban a millón por año, sentíanse norteamericanos desde el primer día "en presencia de la majestad, grandeza y poder de la sociedad que los acogía en su seno". Aquí entre nosotros ocurría al revés: el inmigrante, al pretender establecerse con fueros de embajador significaba un elemento inasimilable, un factor de anarquía y por ende de barbarie. Tenía, pues, completa razón el más grande de nuestros criollos al repugnar una Babilonia formada por francotiradores sobre las tierras, las vacas y los pesos. . . y luchar homéricamente como lo hizo por la constitución de una sociedad de responsabilidad ilimitada. Hombre de inteligencia y sensibilidad modernas en el sentido más profundo, Sarmiento si le interesó el progreso externo fué sólo como el camino obligado hacia la liberación y el ascenso del hombre contra el monopolio opresivo y regresivo de las castas. Cuando en sus últimos años aprobó en Tucumán el gran progreso de la industria azucarera, fué para mejor denunciar lo que se escondía detrás del biombo: la explotación de paisanos e indios, tan fabulosamente inhumana, que los rebajaba a un nivel inferior al del salvajismo. "Cuarenta ingenios de azúcar están precedidos de tolderías improvisadas para que duerman gentes allegadizas atraídas por el trabajo, sin formar sociedad, ni villa, ni requerir ni crear propiedad. No hay espectáculo más deprimente que éste para quien se preocupa del lugar que en adelante van a ocupar esos seres
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que pululan y se multiplican como un hormiguero... El ingenio de azúcar va a buscar al Chaco sus obreros, y los reúne en toldos, pudiendo, si les place, continuar siendo tribu, o descendiendo más abajo todavía siendo hato humano, como lo fueron los negros esclavos". Libre, pese a sus aparentes contradicciones de zoologismo racial, proclamó su parentesco nacional y humano con gauchos e indios. Dijo alguna vez: "Soy gaucho civilizado." Y de los indios: "No olvidemos que estamos en presencia de nuestros padres prehistóricos." Así, a leguas de toda añagaza demagógica y todo disfraz folklórico, entendió Sarmiento su criollismo americano. Por eso pudo escribir aludiendo a Tocornal, Elizalde y demás hispanoamericanos de hígado colonial como los tenemos hasta hoy: "Estos son los hombres que van a comenzar de nuevo la guerra de la independencia, monarquistas de adoración, creyendo en todas las patrañas que entretienen al público sobre el porvenir de las repúblicas y suspirando en el fondo del alma por una cruz de Carlos III o un almuerzo en casa del duque de... Esta es nuestra pobre América y éstos nuestros pobres hombres."
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CA PITULO VIII
EL LETARGO DE ESPAÑA
Se nos viene regalando desde el siglo pasado, hasta el asordamiento, con este repique de iglesia aldeana: el antiespañolismo de Sarmiento, sugiriendo con ello no sé que reacciones de hijo malcriado y peor agradecido o una absurda intervención de la heredada pasión de la guerra en la indispensable serenidad crítica social o del juicio histórico. Ya veremos el grano que esconden estas pajas. El hecho está ahí, rehacio a todo intento de ocultación o disimulo. Ingenieros lo reconoce con sencillez: "Su juicio, dice, acerca de la absoluta inferioridad de todo lo español, es una de sus ideas más firmes." Exacto. Lo que Sarmiento sabía y presentía de España en 1845, lo confirmó cuantiosamente de visu en su viaje por el viejo mundo y lo dilató hasta su mayor profundidad y claridad cuarenta años después. Si anticspañolismo significa la incompatibilidad en esencia y en modos con el espíritu oficial de la España conquistadora y colonizadora, o, si se quiere, con la España de corona, de birrete y de cogulla, Sarmiento lo tuvo y lo profesó con brío apostólico, sin aburrirse jamás. No hace mucho, don Ramón Pérez de Ayala ha impugnado con ingenuidad llena de erudición los fundamentos dados por lectores suyos al antihispanismo sudamericano. Viene a decir, nuestro mentor, que "el progresismo es una invención del siglo xix, que todas las comparaciones son odiosas", que Inglaterra y Francia "también expulsaron judíos de sus territorios" "anticipándose siglos a España";
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que Cronwell fué tan antiparlamentario como Carlos 1, que el parlamentarismo inglés, hasta el siglo xix, fué una aristocracia y una oli garquía plutocrática, y la Inquisición, un coco...; afirmado en lo cual, niega que la España de Felipe TI y los Felipes y Carlos que siguieron "fuere más culpable que las demás naciones de aquellas picardías y abusos" (absolutismo, fanatismo, crueldad, intolerancia) "los cuales, dice, eran la fruta política del tiempo". Es gran lástima que la erudición gaste y acorte la vista a sus meritorios adquirentes. Pues, ¿a qué pedir ayuda a maese Perogrullo para edificarnos con que toda Europa en su época medularmente cristiana, la medieval, disfrutó más o menos paradisíacamente de aquella fruta, como él dice: el despotismo temporal y espiritual? Si no nos equivocamos, eso se llama forzar puertas abiertas. Porque el pleito es muy otro: se trata, en efecto, primero, de que España, donde el espíritu del Renacimiento comenzó a anunciarse en el siglo x, le diese la espalda para volver y encerrarse en el horizonte del medievo como un monje en su claustro, mientras las demás naciones se alejaban de él; en segundo término, se trata de que ese medievalismo retardado se cargase en España con todas las agravantes de la senilidad. Que desde el Siglo de Oro, España ofrece fastuosamente todos los síntomas de la decadencia, que desde esa fecha ha seguido en parálisis progresiva hasta llegar a un estado sólo cotejable al que tratándose de reptiles se llama letargo invernal, no es antojo visionario de ojos sudamericanos, sino de otros, europeos e insignes: Macaulay, Buckle, Fouillée, Galton, Alvarez Osorio, Darwin. Incuestionable decadencia la de España, no desde su asiática grandeza-miriñaque bajo el rey-emperador, sino desde la grandeza efectiva, moderna, occidental, que esplendió e irradió entre el siglo x y el comienzo de la conquista de América o poco después, la que enseñaba "el arte de apresar y canalizar las aguas para riego"; que "erigía los primeros observatorios e imponía el meridiano de To-
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ledo como Universal"; que aleccionaba a ingleses y noruegos en el "arte de la pesca de la ballena"; que establecía el primer jardín botánico y los primeros baños públicos en Europa; que protegía extraordinariamente la imprenta en su orígenes, "y fabricaba y vendía papel de imprenta a los semibárbaros del continente"; que proclamaba la primera, el gran principio de la libertad religiosa, en las leyes, desde la capitulación de Cea, en el siglo xi, y las Partidas, en el siglo XIII"; que "demostraba con Elcano la redondez del planeta y medía con Lebrija un grado de su meridiano"; que descubría, "antes que Harvey, con Miguel Servet, el mecanismo de la circulación de la sangre. . Escuchemos todavía: "la monarquía que ha expulsado de la historia a España"; "fundar improvisadamente una España rica y que coma, una España culta y que piense, una España libre y que gobierne, una España, en fin, contemporánea de la humanidad, que al transponer las fronteras no se sienta forastera como si hubiese penetrado en otro planeta o en otro siglo." "Crear una Guardia civil compuesta de ingenieros para perseguir a la sequía, como se ha creado una Guardia civil compuesta de militares para perseguir a los delincuentes." "Nuestra áncora de salvación si todavía queda alguna, para España, está fundamentalmente en reorganizar y crear la escuela." "Nivelarnos con Europa, que el español se eleve de la condición de avasallado a la dignidad de hombre." Me imagino que ya se estará adivinando que estas grandes frases de ensalzador recuerdo y de admonición presente sobre España, son de Sarmiento. Y sin embargo no es así: no son de Sarmiento, sino de Joaquín Costa. Y de veras, que acaso no hay patente más válida de la luminosa certería del pensamiento de Sarmiento que este hecho de que Joaquín Costa, tal vez el más responsable español de su siglo, viniese a decir un día sobre España, casi tema por tema e idea por idea (y todavía, a ratos, con un parecido en la voz que diríase rasgo de familia), las mismísimas cosas que el americano del Sur había voceado treinta, cm-
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cuenta años atrás. Y recordemos por veraz, lo que su compatriota Zulueta dijo de Costa: "Jamás hubo un ibero más ibero que ese predicador de europeización. Fué un pedazo de nuestro pueblo en el que palpitaron con mayor intensidad todos los dolores y sus ansias... ¡Cuán español!, y a la vez, ¡qué gran español!" Y jamás, decimos nosotros, tuvo España un escritor más valeroso y tal vez nunca un alma más caudalosa y limpia. Cotéjese la España invertebrada de Ortega y Gasset con los trabajos de Costa sobre España y se notará la distancia que va de los puros alardes de orgullo intelectual, las complejas y variadas galas de erudición filosofante a los trabajos profundos de quien es ante todo un hombre —de mayor calado que los otros, eso es todo—, que siente a España no como un tema de disertación profesoral, sino como un problema viviente y torturante, al que es preciso darle solución, se ofenda quien se ofenda y cueste lo que cueste. Eso que los retardadísimos filipinos y fernandinos de hoy llaman "la leyenda de la España negra", tiene, pues, por principales autores a estos dos niños terribles: Domingo Sarmiento y Joaquín Costa. Y repetimos que la coincidencia entre ambos es fundamental e integral: en diagnóstico y en terapéutica, digámoslo así: Una España en le-
targo histórico, es decir, paralizada tres siglos en su espíritu y sus ademanes, y no sólo sin sentido económico y sin hábitos de trabajo, sino con cerebro que, envuelto en las tinieblas del absolutismo político y religioso, propone una sabiduría para la muerte y no para la vida. ¿Remedio? La
dignificación de todas las variedades y alcances del trabajo moderno, y la educación, no sólo en el sentido de la máxima difusión del abecedario, sino, y sobre todo, en el de la preparación para recibir las verdades de la ciencia y de la capacitación del antiguo súbdito de las monarquías teocráticas para la comprensión y el manejo de la libertad, esto es, para elevarse, ¡al fin!, a la condición de hombre moderno. Este es el sentido efectivo de lo que Sarmiento
y Costa —y mucho más éste que aquél— predicaron por
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europeización de España: lo cual no postulaba la imitación servil y suicida de lo europeo (como quiere entender Unamuno, ese gran profesor de hoy todavía con sangre teologal en las venas) sino un actualizarse, un recobrar el ritmo histórico perdido en el siglo xvi: ser una nación viviente, de hoy y de mañana, no del pasado. Y , inot de la, fin, advirtamos que Costa concreta y simboliza la grotesca
tragedia de España en aquello que el señor Pérez de Ayala llama con chuscada de cura párroco, el coco de la Inquisición: "Todas las iras de la historia, dice el hombre de Graus, contra los verdugos de la conciencia humana han podido concentrarse en la Inquisición española." Bueno es no olvidar, sin embargo, que para Sarmiento la decadencia cultural de España a mediados del siglo xix ofrecía dos excepciones de la mayor categoría, y, como debían ser: dos reveladores implacables de la caída, el dolor y la humillación de un pueblo: Goya y Larra. Sarmiento tuvo siempre, por ambos, la más cabal admiración. Nada más aleccionador y de mayor fuerza simbólica que la lucha, en el siglo xvii, entre el imperio semimundial de Felipe II y la liliputiense República holandesa. Es la lucha de la Edad Media, cada vez más reumática y fúnebre, y de la Edad Moderna, semejante a una risueña euforia adolescente. Durante la larga batalla cada contrincante se ofrece como el perfecto antípoda del otro. España, movilizando lo más arcaico que halló en sí, ha conseguido eliminar a árabes y judíos y lucha por eliminar de su seno los altos valores culturales creados por los expulsos, cerrándose en un medievalismo tardío, es decir, anquilosante. El fraile y el espadachín, los dos parásitos inmemoriales, son sus héroes. El héroe de Holanda es el flamante burgués, que ha jubilado el desprecio supersticioso del trabajo y del tráfico, que venera los libros y el libre examen de conciencia —el burgués, lleno de simpatía intelectual y tolerancia convivente por los credos ajenos—, el burgués, que en esta época encarna el impulso progresivo de la historia, como tres siglos más tarde encarnará la barbarie regresiva.
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En la única guerra marítima de sentido realmente humano que se conozca, Holanda ha hecho retroceder al Océano y lo mantiene a raya: es decir, ha podido cultivar tierras sitas debajo del nivel del mar y alimentar sus tulipanes y sus vacas. ¿Es mucho que en determinado momento esos hijos de tan minúsculo país resulten los grandes pedagogos náuticos y que las estelas de sus barcos opriman en una especie de red pescadora los mares del mundo? Los mástiles de sus barcos llegan a parecer las lanzas de la caballería del mar. Tan criollos del mar, tan hermanos de leche cia los delfines se sienten los holandeses, que Holanda parece una simple posada. Que pueblo así jubilara las cabezas coronadas y ensayara la república, es lo que debía esperarse. Como llega a parecer natural que apareciese en ella y no ninguna otra parte ese Benedicto Spinoza que propone, con las razones más atendibles, la jubilación del Dios antropomorfo de las religiones. ¿Es mucho que hombres que no se resignaron a soportar un rey propio se resignen con poco entusiasmo a las delicias monocráticas de Felipe II? Mucho más difícil es comp render la teocrática imbecilidad del estratega del Escorial empeñado en conquistar, para ponerlo de rodillas ante el Papa, a un pueblo atrincherado detrás de Inglaterra, el libre examen y el Océano. ¿Y todavía valiéndose de las seducciones de un vampiro corno el duque de Alba? Y aunque parezca un prodigio que no lo es, el vivaz enano termina derrotando al gigantón pesado de pies y de cabeza. Y no ocurre SÓlO que Mauricio de Orange ablande a los duros tercios españoles en los pliegues de las dunas, ni que Jacobo Meensberk enrede a la escuadra de Juan de Avila en los pligues de las olas, sino algo más: mientras España está haciendo un desierto casi de los jardines que le dejaron los árabes, los hombres que trocaron "en jardín un lodazal" y trafican con todas las riquezas del mundo, llevan un día trigo al país que no leproduce ya ni para responder a su demanda de hostias.
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Más de treinta años después de su viaje, en su libro último, Sarmiento dió su versión definitiva sobre España. Allí puso a flote verdades insumergibles por siempre para desespero de todos los Caifás de la reacción devota y los Pilatos de la componenda liberal. Sarmiento esclareció primero que nadie lo que después verían otros: la grandeza y gracia sin par de aquella civilización de los españoles arábigos 'mucho más cerca que la grecorromana, de nuestras necesidades modernas", como diría Federico Nietzsche, imputando, como uno de los pecados irremediables del cristianismo, el haberla chafado. Cierto, de la cultura arábigo-judaica de España, la prevención católica apenas quería saber algo más que el hecho —porque estaba visible y palpable— de haber construído palacios y templos con arte tan claro y sútil que parece menos cosa de hombres que de genios del aire. Del resto, se averiguaba poco y recordaba menos, como no fuera a título de curiosidad más o menos arqueológica. Pero la verdad parece ser que si alguna vez en el mundo se alzó y esplendió algo parecido al milagro de la cultura griega, fué el de esos albaceas y cambistas de civilizaciones que colonizaron Sevilla, Valencia, Córdoba, en plena Edad Media, entre los siglos x y xiv, es decir, cuando ocurrió "esa interrupción de mil años en la historia de la civilización", venida según Renán, "menos de los bárbaros que del triunfo del espíritu dogmático entre las masas". Esos enjutos jinetes de los arenales indimensos habían olvidado casi del todo a su árido Alá por el culto pagano del agua y la fertilidad (colores, sabores, frescura, fragancia, limpieza, embriaguez), el agua, con su transparente hermosura, su alborozo andante y gorgeante, el agua, musa de la gracia, la alegría y el eterno devenir. La tierra es del que sabe fecundarla mejor, era su máxima de maestros hidráulicos y agrícolas que trocaron el riego en arte tan leve y exacto como el de las abejas y que hicieron del agro andaluz la patria del vino, del aceite, del
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arroz, del algodón, del azafrán, y de sus jardines una sucursal del paraíso de Mahoma. Su navegación era la más eficaz de la época y la vela llamada latina era invento suyo. "Las mercaderías europeas del siglo xv —dice J. H. Parry— eran inferiores a las árabes en el comercio con la India". Doctores en todas las industrias y navegación, echaron a volar por el Mediterráneo y más allá, la nombradía insigne de los paños de Murcia, de las sedas de Granada o de Sevilla (la de los sesenta mil telares), de los cueros de Córdoba, del acero invicto de Toledo, y a Játiva dió fama impar algo que emparejaba la hazaña de Gutenberg: la elaboración del papel de algodón, aprendida de los chinos, como tomaron de los indios esos signos alígeros que desplazaron a los pedestres números de Roma. Sus ciudades estaban infestadas de baños públicos y bibliotecas. Recordemos la grandeza imperial de la Córdoba de Abderramán III. Arquitectos traídos de Bagdad, Kalorán Constantinopla, junto con cuarenta columnas de granito; las de varias clases de mármol pasan de mil doscientas. Cuatrocientos son los camellos del califa, bellos hasta con la deformidad de su joroba cargada de antigüedad, misterio y poesía. Mirtos, laureles, olivos, creciendo en bosque. El aroma de los azahares es tan grande que embriaga a toda la ciudad. Como todos los musulmanes de la gran época, y gracias principalmente al contacto de la cosa griega, Abderramán ha superado ya la barbarie devota de Mahoma y Omar. Cultivo apasionado de las ciencias y las artes. El mejor ornato del palacio es la estatua desnuda de la amante favorita. Pero todo este alarde de actividad y bienestar externos era sólo el prólogo de su cultura. Rocker viene a decir hoy que al hecho de haber reducido a un mínimo, como los griegos, la centralización política o el poder del Estado, se se debieron la holgura libertaria y el esplendor de su vida. Lo cierto es que, poniendo tan valerosa confianza en la razón como los griegos, sometieron a un análisis severo los he-
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chos y las cosas; perfeccionaron los instrumentos de conocimiento como los de producción; fueron los mejores químicos de su tiempo y los inventores del álgebra; su astronomía ensanchó las conquistas árabes hasta el firmamento; su medicina prefiguré lúcidamente la medicina moderna; su filosofía descongelé el aristotelismo medieval. Vueltos hombres de mundo en el mejor sentido de la palabra, esto es, avezados al trato de lenguas, ideas y estilos muy diversos, amplificaron su inteligencia y su sensibilidad en tal grado, que su tolerancia fué insigne: pudo convivir con el cristiano y convidó patria al judío como nadie lo hizo antes ni después. De hecho el Renacimiento se inició con ellos hasta por la soberana profundidad y multiplicidad de sus hombres geniales —Avicena, Averroes, Avempace, Abenzoar, Aben Tofail— que como los de la Atenas de Pendes o la Italia de Leonardo, parecieron encarnar el genio integral de la vida. De veras, los hombres de cualquier parte resultaban provincianos, si no aldeanos, junto a hombres de esta laya, estos modernos de verdad, que aspiraban, por encima de las carcelarias fronteras políticas o raciales, a lo más grande, a lo único grande: la emancipación de la persona humana.
Ahora bien, ¿por qué y cómo ocurre que de tal cosecha de luz apenas quedasen algo más que recuerdos en el siglo xvi y los siguientes, y la España cristiana llegase a ser su antipolo? Sarmiento buscó el formidable quid y lo encontró sin duda. Después de varios siglos de permanencia en la península y de su copioso intercambio de sangre con los nativos, aquellas gentes eran limpia y sencillamente españoles, al menos como los godos del Centro y Norte. Bien, la lucha entre esas dos familias españolas por la cruda hegemonía política, devino una lucha de dos culturas muy distintas: de los supercivilizados del Sur contra los semibárbaros del Norte. Con la derrota y destierro de moros y judíos, la civilización fué desterrada de España.
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Ese hecho vestido de cruzada religiosa, por necesidad táctica, esto es, la de luchar a muerte para eliminar a las gentes árabes y hebreas, con todos los elevados valores culturales que llevaban en sí, es lo que produjo, sin duda, con la exacerbación del catolicismo, la cristalización de los valores bárbaros del godo medieval de Castilla y A ra-
gón. Y todo esto precisamente cuando el resto de Europa luchaba en todos los terrenos, con mayor o menor éxito, contra la milenaria dictadura religiosa, intentando rescatar, no ya el Santo Sepulcro, sino las santas luces de la Hélade.
Una lucha homérica, cierto, por reconquistar los luminosos libros y las luminosas estatuas antiguas, como buscando el secreto de aquella libertad helénica que había hecho del hombre el soberano de sí mismo y de la vida, mientras España erigía santos de palo y quemaba libros y herejes, buscando destruir la libertad humana en su raíz: la conciencia. Ciertamente, España no inventó la Inquisición: la inventaron afuera los que con el siempre infalible escudo de la religión defendieron a muerte sus antievangélicos privilegios económicos y sociales: que no otra cosa fué la lucha de toda la Europa oficial contra el glorioso movimiento hereje, que, de triunfar, hubiera significado, de juro algo más grande que el Renacimiento y la Revolución Francesa del siglo xviii. España no hizo más que prohijar la Inquisición; sólo que cuando los otros pueblos comenzaban a avergonzarse de ella, España, elevándola a su esplendor más intenso, la trocó en el caballo de batalla de Dios contra los males de la tierra. Esto dicho en lenguaje apocalíptico. Profanamente hablando, repetimos que la Inquisición fué mucho menos una institución religiosa que una herramienta política. Jurídicamente significaba la regresión (por encima del Derecho Romano y de las Siete Partidas) a la inseguridad de la vida más arcaica, a la absoluta indefensión, puesto que el acusado no podía confrontarse con los testigos que lo denunciaban y condenaban, ni siquiera conocer sus nombres, y como la condena entrañaba la confiscación de bienes y el reo podía ser cas-
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tigado hasta en su cadáver y hasta en la cuarta generación de sus descendientes, se adivina qué espeluznante omnipotencia social confería tamaño instrumento a quienes lo manejaban. Moralmente, la Inquisición significaba la vuelta a Moloch y los caníbales. A propósito, tal vez nadie ha mirado tan bien sus entrañas como Sarmiento y nadie ha hablado de ello con más terrible hermosura. Por cierto que ríe anchamente del redentorismo místico del auto de fe, según lo vieron Víctor Hugo y otros: "Su Torquemada, dice, es una vieja supersticiosa y fanática, es un delator y no un hombre de Estado que ha emprendido ayudar a Dios en el gobierno del mundo, agregando a la peste y a la guerra, la hoguera, que no ciega como aquellas Euménides, sino que escoge las víctimas por el ángulo facial más abierto, por el cráneo más voluminoso. ¡Oh!, Newton, Cuvier, Humbolt, Darwin, ¿por qué no nacisteis en la España del siglo xv? Torquemada os hubiera descubierto en la cuna. Qué mirada de réprobos, habría dicho al ver vuestros ojos por donde asomaba ya el alma curiosa e inquisitiva, como trata desde el balcón la dama de comprender el tumulto y la causa del rumor de la calle." "Retardar el advenimiento de la ciencia durante cuatro siglos ¿os parece nada? Torquemada mandaba la retaguardia de la Edad Media. Gracias a la ciencia y táctica de la orden de los jesuítas, se retiró combatiendo siempre." "Miramos la Inquisición, repite, como una institución política e intelectual y bajo estas dos formas mató a la España y sus colonias. . . En cuanto a inteligencia, la del pueblo español fué atrofiada por una especie de mutilación con cauterio a fuego." Ahora bien: cuando en toda Europa está en marcha la recuperación de los elementos griegos con la insurrección general de las ideas y el sentimiento de la dignidad y la libertad personal que ello implica, cuando la prensa de Gutenberg, unida a la Reforma, que ha roto con el despotismo teologal de Roma —permiten y predican la eman-
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cipación de la conciencia propia y la educación común universal para que el acceso a los libros sea ventaja para todos y no el privilegio de muy pocos: entonces Italia engendra a Maquiavelo, que inventa "a uso de príncipes y aventureros, el arte de usurpar la autoridad y aherrojar a los pueblos"—, que es lo que con el nombre de política se conoce desde el principio de los tiempos hasta hoy. (Y no es pura casualidad, por cierto, que Maquiavelo tomase por modelo canónico de su escuela precisamente a ese Fernando de Aragón que, como se lee en El Príncipe "alegando siempre el pretexto de la religión para poder ejercitar mayores empresas, recurrió al expediente de una crueldad devota y echó a los moros de su reino.. Pero si Italia engendró a Maquiavelo, España hizo algo mejor: engendró a Loyola, ese Maquiavelo de crucifijo, que se inventó una Inquisición al bañomaría más eficaz y moderna que la otra al fuego vivo —ese Torquemada de profundidad que vió que el arresto del pensamiento humano y la salvación de la mitra y la corona eran ante todo un problema de pedagogía, consistente en tomar al hombre desde la cuna y educarlo dulce, lenta, sabia e irremediablemente para la servidumbre. Ya sabemos por qué el dogma de obediencia, viejo como
la historia, parece español de nacimiento, y por qué aún hoy está en pleno auge feudal-cristiano en España, cuando hasta en la tierra de los junkers ha tirado las cartas. En haber puesto mejor que nadie estas verdades sobre el tapete, consiste todo el antiespañolismo de Sarmiento. La Edad Media fué esencialmente teocrática: la edad judaica, levítica de Occidente. A comienzos del Renacimiento, todavía los estados nacionales aparecían pipiolos o groseros, junto a la Iglesia rica, sabia y omnipotente, pues era el primer terrateniente, banquero, colonizador y empresario de la cristiandad y tenía en sus manos la enseñanza y la justicia. En la España de los Fernando, Carlos y Felipes, la Iglesia se confundió con la corona, a punto que ambas apare-
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cían como un solo monstruo biforme. Entre primicias, diezmos, cofradías, adoctrinamientos, fiestas de santos, bautizos, casamientos, misas y responsos, la cruz succionaba tanto como la corona. El fisco español, a su vez, era algo muy parecido al Santo Oficio, y el alcabalero tenía en su mano argumentos idénticamente persuasivos: calabozos, grillos, cepos, esposas, látigos. Ni decir que esa santa carencia de imaginación para el dolor ajeno, se conservó intacta en España. En la España católica como en la Rusia zarista —y al revés del resto de Europa— no habían logrado un gran desarrollo las corporaciones y gremios artesanales y así nunca apareció una verdadera burguesía —aún incipiente— que se hiciera cargo de la industria y el comercio, cuando árabes y judíos debieron abandonarlos. Sólo hidalgos y campesinos, tan indigentes unos como los otros. Si no había capacidad económica, sobraba picardía, ese talento de hambrones y parásitos. No apareció, pues, una clase con sentido antimedieval de la vida, con intereses económicos y sociales progresivos y opuestos a los de la nobleza y el clero. Desde luego, tampoco podían —dadas esas condiciones— aparecer pensadores realmente modernos. (El mismo Vives siguió mostrándose católico). En cambio apareció Loyola, como vanguardia para el regreso al corazón de la Edad Media: creencia y obediencia. Por eso el enciclopedismo y el liberalismo que el buen Carlos III querrá aclimatar en España no pegarán ni con brea. La verdad es que en ninguna parte el cristianismo llegó a ser tan antisocial. El ideal de hombre del español fernandino o filipino llegó a ser el beato. El espadachín, el sabio, el mercader, el rey y el bandolero solían rematar en fraile. Esa barbarie religiosa fué sin duda el mejor ingrediente de la barbarie económica y política. Kant dijo que España era la tierra de los antepasados, o sea, aquella en que el pasado inmediato o remoto desplaza al presente.
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No se crea que la capa negra venía del siglo xvi o del medievo: venía del manto de los pastores iberos de los tiempos romanos. Los reyes de España —desde los Austria, por lo menos— vistieron de terciopelo negro no sólo porque su color se parece a la tiniebla, sino porque su sigilo se parece a la tumba. El negro —el color de la sotanafué el color oficial de España, no sólo porque lo llevaba la mayoría de la gente en los ojos y el pelo, sino también el traje y las uñas: desde los reyes y las viudas a las doncellas y los rábulas. El Renacimiento se expresó en Europa —Italia, Francia, Holanda— por una especie de resurrección general de la alegría de vivir: la misma pacata Inglaterra se llama la "merry England". Mientras las demás cortes del continente son un corso de espléndidos espejos y aventuras galantes, los reyes de España siguen vestidos de negro y rodeados de inquisidores y penitentes, y el pueblo tiene por diversión favorita las procesiones religiosas. Dos de sus pinturas más famosas son el Entierro del conde de Orgaz, del Greco, y el Monje orando, de Zurbarán, dos telas tan sombríamente fúnebres como calaveras. España tiene el amor de la muerte, la tanatofilia, como pasión central. No se crea que su debilidad por los autos-de-fe de la Inquisición nazca por odio al hereje o por salvar almas del infierno: no, son holocaustos a la muerte, como la corrida de toros. Comparad todo esto y el Escorial, y la apoteosis del cadáver, de Valdés Leal (que "debe mirarse con la mano en las narices", según un compadre suyo) con la cándida frescura mora de las piscinas de mármol, los laberintos de arrayanes y granados, los chorros de agua trocados en varitas mágicas de belleza y creación. En la vocación de aislamiento y amurallamiento del español, gravita sin duda por igual la influencia del convento católico y la del serrallo mahometano. Es verdad que el cristianismo fué misógino, ya que San Pablo y los padres de la Iglesia dejaron bien establecido que sólo por el sacramento ciél matrimonio el amor sexual deja de ser nefando,
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y que la mujer era la carnada con que el diablo pescaba a los hombres. En ninguna parte se tomó esto más al pie de la letra que en España: la mujer fué carcelariamente encerrada en el hogar o el convento, y asépticamente privada de la calle, del baño y del alfabeto. Gracián escribió esto: "Más vale la maldad del varón que el bien de la mujer, dijo quien más bien dijo". "La España —dice Sarmiento— halló por casualidad un mundo entero escondido en el seno del Océano. La España lo cerró a todas las naciones... y cuando tuvo necesidad de él se le escapó de las manos porque nada había hecho para volverlo productivo". En efecto, por su ineptitud económica y técnica, España era el país menos llamado a colonizar un mundo, a empujarlo de un estadio inferior a otro superior de civilización. Pese al fierro, la rueda, la brújula, el trigo, el azúcar, el caballo y la vaca que llevaba de Europa, en ciertos aspectos —caminos, agricultura, comercio, previsión social— se mostró inferior a Méjico o el Perú. La España goda entendía mucho menos de astronomía que los mayas, y para hallarle parangón a la capital azteca el cronista tuvo que evocar a Roma, Venecia o Bizancio. Expulsados los moros, la Iglesia se quedó con lo mejor de sus tierras, y la agricultura más evolucionada de Europa cedió terreno a la cría de toros de lidia y corderos pascuales. Verdad es que tal vez ningún otro país de Europa hubiera podido colonizar el trópico americano, ya que España tenía dos ventajas indiscutibles: una buena porción de sangre tórrida, es decir, africana, en sus venas y su intacta alma medieval, capaz de emprender cruzada detrás de los más desorbitados sueños. El riñón mediterráneo de Castilla unificó a España. Ella, tan religiosa como Israel, igual que éste temió siempre al mar. No por casualidad Colón, Magallanes, Gaboto, sus descubridores máximos, fueron extranjeros. La tendencia de fundar las capitales americanas —Bogotá, Caracas,
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Lima, Santiago, Asunción— lejos de la costa ¿no traiciona su desconfianza extremadamente terrígena? "Una ciudad —dice Sarmiento— no es cierto que pueda ser sancionada por decreto. Hoy día se sabe por qué existía Palmira en el desierto: era el punto de escala de los viajeros que iban del mar Pérsico a Jerusalén. No hay ciudad que no tenga su razón de ser. Es el error de que ha adolecido la colonización española desde que Colón pisó estas tierras, y toda la sangre que se ha derramado es el efacto de ciudades mal fundadas.. No fué ciertamente una bendición para América, el hospedaje trisecular de España. Sus gentes destruyeron mucho más de lo que crearon. Los conquistadores en general —Cortés, Pizarro, Alvarado, López de Aguirre, Bastida, Ojeda, Pedrarías, Quesada— por encima de su condición de aventureros heroicos, eran una desmesurada mezcla de beatos, putañeros, rapaces y homicidas. Pizarro puede ser tomado por símbolo: bastardo abandonado en una iglesia y amamantado por una chancha (como los de Roma por una loba) y épicamente codicioso, brutal, beato, analfabeto y felón. Y en cosas de avaricia, juego, puñal y Venus, los de sotana no cedían un punto a los otros. Es verdad que por esos años el Dios inquisitorial de España rivalizaba en gula antropofágica con los dioses aztecas. Se habla con énfasis piafante de la influencia de los potros andaluces en la conquista, pero nada se dice de los perros católicos amaestrados en cazar indios herejes. Por cierto que la colonización no fué más dulce que la conquista. Después de la aparición de Noticias secretas de A mérica, de Juan de Ulloa y Jorge Juan —informantes directos de la corona— sabemos que América agonizó tres siglos bajo una santa Trinidad de carne y hueso: los empleados de la corona, los encomendadores y los curas. Eso para no citar la succión continental de los mercaderes apostados en Cádiz. El indio que no murió escondió su alma como escondió sus tesoros. "Preocupaciones en que nos crió el régimen colonial, odiando todo lo que no era
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español y católico! Así nos educaron para soportar sin murmurar el régimen de bloqueo continental en que estuvieron las costas americanas durante tres siglos en que no oírnos hablar sino de extranjeros herejes y condenados". "Nosotros somos una segunda, tercera o cuarta edición de España". (Sarmiento). Como sobreviviente del Medievo que es, el español del siglo xvi, no es un animal racional, sino fantasmal. No cree en la naturaleza sino en lo sobrenatural. No distingue la realidad del milagro. Colón y los suyos creen haber encontrado el Edén. Grijalva está seguro de la existencia de las Amazonas. Belalcázar y Jiménez de Quesada se lanzan al frente de los más aguerridos soldados a la conquista del Eldorado que está en todas partes menos donde lo buscan. Hernando de Soto, •pasada la sesentena, organiza una expedición para dar con la Fuente de Juvencia. Los mayas habían consignado en libros los testimonios de su insigne civilización. "Hallámosles gran número de esos libros —cuenta uno de los delegados de Torquemada en América— y porque no tenían cosa que no fueran falsedad y supersticiones del demonio, los quemábamos todos, lo cual a maravilla sentían y daba pena". Ya lo vemos: la ignara ferocidad del Deuteronomio en toda su pureza. Lo mismo hicieron con los quipos peruanos. Y naturalmente con la arquitectura y las estatuas de piedra que en su mayoría fueron suplantadas por las construcciones y los ídolos católicos. ¿Cómo extrañar que las repúblicas iberoamericanas heredasen todas menguas e ineptitudes del coloniaje? Naturalmente el antiespañolismo de Sarmiento consiste en haber visto las limitaciones peninsulares con ojos propios y con la misma imparcialidad que las nuestras. "LEs la España atalaya de la Europa hacia el mundo bárbaro? Y sin embargo por éste penetró la luz que disipó la tiniebla de la Edad Media. Las palabras álgebra y alquimia son españolas y las ciencias que representan la clave y el método de la moderna ciencia. En España se
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oyó el primer estampido del cañón y de Córdoba nos vino el papel. . "Si retarda el paso en la presurosa marcha del siglo de la máquina es porque arrastra consigo los heridos y los inválidos que le cuestan sus tempranos combates a la vanguardia de la humanidad en la última campaña del Renacimiento." "Mundos nuevos sacó del caos con América mientras expulsaba al moro uno de sus castellanos, y con Cervantes la andante caballería, y Calderón creaba el arte dramático romántico sin leer a Aristófanes, como de la manola sevillana Murillo hacía madonas en desprecio de la Venus de nariz recta". "Sin rival, osólo todo, hasta pretender cercenar las alas del pensamiento que ella misma había echado a volar, y como su inmortal Quijote sucumbió en la demanda. No obstante, a causa de la Inquisición, la ciencia le pasó por encima como rueda de cañón sobre los heridos en el campo de batalla". Y desde luego, hay dos Españas: la que tiene los ojos en el occipucio y sigue vuelta hacia el pasado y la que comienza a mirar hacia adelante. "La España, como pueblo que trabaja por salir de la nulidad a que la han condenado los errores de sus antiguos déspotas, es la nación más digna de respeto". Esa fué la opinión definitiva de Sarmiento.
CAPITULO IX
EPIMETEO Y PROMETEO
Sarmiento nació y se crió en un medio social que era una pura representación de la colonia española; en una época —la década revolucionaria de Mayo— en que apenas una breve ráfaga innovadora intentó despertar de su beata modorra a los ex súbditos de la corona y el crucifijo do España. En su familia, como era casi inevitable, abundaban las sotanas, y el Sarmiento niño jugó con santos de barro y después padeció intensamente el influjo de su tío José de Oro, sacerdote ultramontano. Otro de sus tíos era el obispo. Y por años su texto de sabiduría fundamental fué la Biblia. ¿Cómo en tal medio y con tales antecedentes pudo salir un espíritu que terminaría por volverse misioneramente contra ellos? Por razones dialécticas sin duda, por esa ley secreta que suele juntar creadoramente los extremos. Nada más diferente, en efecto, del cuyano típico —pausado, rutinario, reacio a la actividad mental o física, escaso de verbo e imaginación— que este hijo de Minerva y de Hércules devorado por la necesidad de acción material e in telectual y por la pasión innovadora. Desde luego que la calidad y las cualidades nativas no hubieran despertado, del todo al menos, sin los estímulos propicios: la pobreza deprimente de la familia con su acicate de superación; el ambiente subversivo, contra España, con el ejército cuyano de San Martín por eje; el contacto con la biblioteca revolucionaria de Quiroga Rosas. El in-
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grediente decisivo que faltaba se lo daría su visita a los Estados Unidos. Sarmiento llegó a la república del Norte un poco por inspiración de su demonio familiar, pues que tal país no figuraba en su itinerario. En verdad, después del desencanto que le había producido Europa con "sus millones de campesinos, proletarios y artesanos viles, degradados, indignos de ser contados entre los hombres", estaba maduro para tamaña visita. Aunque el visitante no se dejara encandilar el ojo por la novedad del mundo yanqui —puesto que vió o entrevió algunas de sus menguas— advirtió que aquellos hombres, que habían perdido todo respeto a la rutina y a los gobiernos paternales y que daban impresión de manejar todos los recursos de la civilización en beneficio de toda la república de trabajadores, constituían la última y más sensata lección de la humanidad. Algo más: Sarmiento descubrió su identidad fundamental con tales gentes, es decir, terminó por descubrirse a sí mismo. Aquello era no sólo el resultado de la función innovadora de la inteligencia sino también del poder creador del trabajo humano. Tal fenómeno se ofrecía como el total de la felicidad asequible aquí abajo gracias al ejercicio de la naturaleza humana integral. Recordaba un poco el milagro cultural griego —según lo que creía entonces saberse de él— como algo opuesto a los milagros religiosos de las otras civilizaciones. Prometeo que desafía a los dioses por librar a los hombres de su miseria y servidumbre, es el antípoda de los salvadores de los otros pueblos: Osiris, Adonis, Mitra, Moisés o Jesús, cuya doctrina de obediencia absoluta a la divinidad implica la negación de la capacidad del hombre para salvarse a sí mismo. Para que aprenda a valerse por su propia cuenta, precisamente, Prometeo le entrega —robándolo a los dioses— el fuego que a la vez calienta y alumbra, padre laborioso de todas las artes, es decir, del conocer y el hacer humanos. La propia actitud
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del titán ante Zeus demuestra que la obediencia ciega es la peor forma de modorra y esclavitud. "Todo lo hacían sin tino hasta que les enseñé yo las intrincadas salidas y puestas de los astros. Por ellos inventé los números, ciencia entre todas eminente, y las letras, y la memoria, madre de las musas, universal hacedora. Fuí el primero que unció al yugo las bestias feroces... para que sustituyeran con sus cuerpos a los mortales en sus recias fatigas. Y puse al carro los caballos humildes al freno. Y yo fui el que inventó esos otros carros de alas de lino que surcan los mares". Prometeo, pues, que enseñó a los hombres las ventajas liberadoras del conocimiento y el trabajo, es el antipolo del dios del Génesis —y de todos sus congéneres— que condena a Adán precisamente por su ambición de conocimiento y lo deja uncido al trabajo como al peor de los yugos. Los griegos inventaron la palabra cultura para expresar el cultivo o educación integral de la criatura humana —de su razón, su sensibilidad, su fuerza, su destreza y su coraje— por la ciencia, la filosofía, el arte, la industria, la gimnasia, el goce de la vida. Por eso Nietzsche llamó a los griegos los hombres más humanos que hayan existido, y por eso la cultura griega (pese a que, como era forzoso, estaba erigida sobre la esclavitud) es lo más parecido a la luz que haya creado el espíritu humano. Sarmiento llamó a Yanquilandia "esta Atica moderna que ocupa medio continente", y lo era en cierto modo por el gran consumo de razún, do libertad e iniciativa, con el agregado que el trabajo era libre o lo parecía al menos: las máquinas estaban reemplazando a los esclavos. La nobleza democrática del trabajo era el primer artículo do la nueva fe. (En su entusiasmo, Sarmiento dejó pasar por alto un detalle ciclópea: que ese pueblo, ese adelantado de lo moderno, tenía por libro de cabecera la Biblia, es decir, el testamento intelectual, viejo de milenios, del pueblo más ignorante y supersticioso de la antigüedad).
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Si, la visión de Sarmiento respecto a Europa estaba lejos de ser optimista; "Eh, la Europa!, triste mezcla de grandeza y abyección, de saber y de embrutecimiento a la vez, sublime y sucio receptáculo de todo lo que al hombre eleva o lo tiene degradado, reyes y lacayos, monumentos y lazaretos, opulencia y vida salvaje". "El europeo es un menor que está bajo la tutela del Estado; su instinto de conservación no es reputado suficiente preservativo: verjas, puertas, vigilantes, señales preventivas, inspección, seguros, todo se ha puesto en ejercicio para preservar la vida; todo menos su razón, su discernimiento, su libertad". ¿No fué Rousseau uno de los padres del pensamiento moderno de Europa? Sarmiento alude a él. "Uno de los sofismas que han extraviado a Europa fué decir a los pueblos: El hombre nace libre y por todas partes encuentra cadenas. No, el hombre nace esclavo de la na-
turaleza bruta que lo domina, de las necesidades que lo aquejan y no puede satisfacer, de la ignorancia que hace inútil la inteligencia cual herramienta que no ha sido afilada". Pero no se trata del saber teológico o escolástico, ni del puramente humanístico, ni siquiera del saber científico del día, sino de éste corregido por la acción y la práctica, por la erudición de las manos laboriosas. Y de esto Europa apenas comienza a tener noticias. Por eso su héroe máximo y por antonomasia sigue siendo Napoleón: Sarmiento se atreve a creer que su aporte más positivo fué su contribución a la lectura de los jeroglíficos, es decir, a la develación de "los orígenes de las religiones y de la cultura humana, descubrimiento éste por el que "mucho ha de perdonársele al aventurero sublime que quiso restaurar el imperio romano, por la conquista ("por la acción mecánica de las legiones") y sin industria ni libertad para la paz". En Napoleón ve Sarmiento un símbolo del mundo europeo con sus conquistas de estilo moderno y su retardada idiosincrasia medieval; lo opone a Franklin y Edison y cree que
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el mundo antiguo (el que impedía el empleo libérrimo del ingenio y de las manos) terminó con él y por eso le gasta esta broma lúgubre: "Fué llevado a la isla de Santa Elena a hacer, si podía, el aprendizaje que había hecho Robinson en la isla de Juan Fernández". Europa se ha quedado sin duda un poco atrás: "Lo que no consiguió Rousseau con su Emilio consiguiólo la América con su Franklin,su Lowe, su Fulton, su Morse, su Lincoln... o para decirlo todo de una vez, sus self mademen de que tanto se envanecen, hasta usurpar a veces el título. Robinson Crusoe ha pasado al alma de una nación entera". Para Sarmiento, pueblo moderno sólo es aquel en que la sabiduría teórica y la práctica integran un solo orbe y éste está puesto al servicio de todos o casi todos. "El mayor número de verdades conocidas constituye la ciencia de una época, pero la civilización sólo puede caracterizarla la más extensa apropiación de todos los productos de la tierra al uso de todos los poderes inteligentes y todas las fuerzas materiales, a la comodidad, el placer y la elevación moral del mayor número de individuos". Naturalmente su visión de Sudamérica es sombría: "La América española es más española que la España misma". "De Méjico aquí formamos una raza mezcla de héroes y llamas mansas peruanas". (Desde luego, en esta categoría de héroes entran principalmente los profesionales de la violencia y el fraude usados para incautarse del poder político.) Sarmiento ve entre ambas Américas una fundamental analogía (la de la fusión de diversas razas y lenguas y creencias en un área de dispersión desmesurada y baldía) y una disparidad no menos fundamental, aunque pueda ser corregida. Ella constituyó para Sarmiento un tema y un problema que estuvo agitando durante cuarenta años sin una tregua. La enfermedad endémica de Latinoamérica, adquirida por herencia española e india, es la inercia, el quietismo,
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la obediencia ciega a los gobiernos, al pasado y a la muerte. En el fondo de ella lo que obra con mayor fuerza es el opio búdico o judeo-cristiano-español, la creencia en que el hombre es un relleno de nadas, y que nada puede por sí mismo sin ayuda de la Providencia, llámese ésta a veces simplemente gobierno o caudillo. Hecho a milenios de obediencia religiosa y monárquica al pasado, el hombre teme la libertad y la iniciativa propia como el murciélago teme la luz, como la ostra teme el oleaje. ¿Cómo es que los pueblos del Norte de Europa, y sobre todo el que colonizó Norteamérica, pudieron eliminar en gran parte ese achaque hereditario? Tal vez porque, como le dijo un día Emerson, el hielo contiene mucha civilización,
al obligar al hombre, más que el calor, a luchar por la vida; tal vez porque estaban situados más lejos del centro de irradiación hipnótica —el Papa, "el señor del Mediterráneo"— y más cerca del Océano que la nueva técnica naval volvía practicable. Vueltos contra el Papa en nombre del texto bíblico, para leerlo debieron tomar más contacto con el alfabeto que con el crucifijo, al revés de los pueblos católicos. Todo eso debió significar algo. La civilización cristiana que traía España, superior a las americanas en aspectos decisivos (la noción científica, el alfabeto, el hierro, la brújula, la rueda) no supo aprovechar las ventajas que éstas le ofrecían: los caminos sem ¡continental es y la eficaz hidráulica de los quichuas, y la pingüe capacidad industrial de los aztecas. En cuanto a la grandiosidad de la civilización de Tiahuanaco, y la riqueza cultural de los Mayas, ni las sospecharon siquiera los peninsulares de ultramar. Lo destruyeron todo, como los israelitas, cuando pudieron hacerlo, los pueblos que invadían. Y cuando flaqueó el oro peruano y la plata de Méjico o Potosí, dedicáronse a explotar con el estilo más primario y homicida lo único que quedaba: el trabajo indio. Y a fomentar el horror a la herejía para aclimatar el horror al contrabando inglés u holandés. El monopolio religioso
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fué la cortina de humo de incienso del monopolio comercial. (De su alcance cultural puede dar una idea el pequeño pueblo de Ayacucho con treintisiete iglesias y sin una industria ni un baño.) ¿Cómo asombrarse de la crueldad profesional de un pueblo hecho a las emociones antropofágicas de los autosde-fe? ¿O de que un pueblo secularmente criado en la renuncia a su voluntad y criterio propios y educado para rendir examen de ingreso al cielo, perdiese el sentido de lo real y buscase refugio en el idealismo más inhumano? Cervantes, con su caudalosa burla del ideal medieval encarnado en el caballero andante —con su preclara cordura, tan refractaria a toda superstición trascendental o somera, a todo ensueño contra-natura— con su risueña bonhomía tan opuesta al sadismo dantesco o filipino —Cervantes encarnaba el espíritu del Renacimiento, es decir, el de esa insurrección general del espíritu helénico, mediterráneo, europeo, contra la tiniebla oriental y la tiniebla nórdica de que España no se había librado aún. "El adormecido espíritu europeo —observa Nicolai— se despertaba comprendiendo que la realidad del mundo vale más que sueños e ideales". Queriendo o sin querer Don Quijote demostró que el ideal desarraigado de la realidad no sólo significa la locura sino que es la luz fatua que esconde una realidad de pantano y contribuye a inveterarla... El español que conquistó y colonizó América no había trabajado nunca: ni con su razón ni con sus manos. Había vivido para los sueños religiosos y el expolio guerrero, como el Josué de la Biblia. El indio debió trabajar por él. ¡Y de qué modo! Como testimonio en la materia, ninguno más ilevantable que el de los cosmógrafos Antonio Ulloa y Jorge Juan, enviados secretos del rey. "Todas cuantas riquezas producen las Indias se deben al sudor de los naturales... sin más gratificación que... el rigor, que pareciera cruel aun cuando se hiciera con los
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irracionales". "Los africanos, esclavos, son mirados con envidia por los que se llaman libres, los indios". Eso es lo que había heredado Latinoamérica. Es verdad que con la emancipación ella había adoptado los ideales reivindicatorios de la Revolución Francesa. Pero eso quedaba como letra muerta en sus Constituciones, como simples enunciados platónicos. ¡Ochos y nueves de baraja! Sudamérica seguía careciendo de todo apetito de innovación y cambio, de un verdadero sentido práctico y moderno de las cosas. El que Colón, Magallanes, Gaboto y Solís —principales descubridores al servicio de Espaiia— no fueron españoles, sugiere que los españoles de Castilla no eran precisamente un pueblo de marinos. En la España de la meseta casteILma perduraba el horror medieval al mar. Ello explica, do juro, el que las principales ciudades que fundara en América —Caracas, Bogotá, Lima, Santiago, Asunción— no fueran propiamente puertos marítimos. (Ciudades de calles estrechas y sucias, de casas cerradas como serrallos o fortalezas, sin árboles y sin sentido comercial en su emplazamiento.) Por tres siglos Buenos Aires careció de puerto. ¿Qué pasó en el Norte? "Alejandro el Grande —observó Sarmiento— destruyendo a Tiro tenía que devolverle al mundo un centro para reconcentrar las especias de Oriente y desde donde se derramasen en seguida por las costas del Mediterráneo. La fundación de Alejandría le ha valido su renombre como prueba de su perspicacia. Esta obra la realizan todos los días los Alejandros norteamericanos que vagan por los desiertos buscando puntos que un estudio profundo del porvenir señala como centros futuros del comercio. El yanqui inventor de ciudades. . ¿Qué pasaba en el Sur? "Los descendientes de españoles —decía Sarmiento— se aferran por allá a sus calles estrechas. Desgraciado el que proponga más espacio y 1.'.
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holgura, no tragar polvo todo el día, tener sombra para no asarse vivos en el verano. . Como edil, periodista o gobernante debió luchar hasta el aburrimiento —en esto como en todo— con la ignorancia maliciosa y la incomprensión pagada de sí misma de sus contemporáneos. Buenos Aires tenía mucho polvo o mucho barro, pero no tenía agua potable, ni calles dignas de tal nombre, ni un paseo público para oxigenar la ciudad presente ni mucho menos la Babilonia del futuro que ya se veía venir. ¿Ensanchar o arbolar las calles? ¿Para qué? Eso significaba un cambio, y todo cambio —¡que lo dijeran los dogmas y los ritos!— significaba, amén de una incomodidad, un peligro, un pecado.. . ¿Diagonales? ¿Calles al sesgo sólo por ir contra lo derecho y tradicional? Eso ya era cosa de loco. ¿Y no decía todo el mundo que Sarmiento lo era? Oigase si no: "Nosotros tenemos que delinear ciudades, y nuestros errores rutineros serán una maldición para sus habitantes cuando en el tren de vida futura se encuentren encerrados en calles estrechas y en pueblos mal trazados. En todo el Oeste (de la Unión) la calle es de treinta varas de ancho. De cierta distancia, a todos vientos parten calles diagonales que acortan las distancias. . Y certificaba en sus últimos años: "No habrá bulevares diagonales porque hace quince años que el pueblo rechazó tan absurdo propósito". ¿El pueblo? No, sus tutores. Pero más de urgencia higiénica era dotar de árboles, o mejor, de un gran pulmón selvático a la calva, chata e insalubre ciudad. Sarmiento, en la presidencia, planeó la cosa en grande, es decir, para el presente y el futuro. En Palermo, lo que fuera propiedad privada de Rosas —en el ombligo simbólico de la colonia— se levantó el grandioso Parque 3 de Febrero. La sola idea creadora de aquel paseo tuvo como corroboración inicial la de un copioso riego de sarcasmos, reproches e insultos. ¿No veía el muy vesánico que la distancia casi astronómica y los caminos acolchonados de polvo cuando no de fango lo volvían casi tan inalcanzable como si estuviera en la luna? Para mejor el plan in-
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cluía la creación de un jardín botánico y un jardín zoológico. (Naturalmente la erudición aldeana no computaba en un comino el crecimiento ya inminente de Buenos Aires, que Rivadavia presintiera cuarenta años atrás. Pero el argumento de tiro rápido del Presidente era otro: el imán higiénico y estético del parque crearía caminos dignos de él para ir a verlo y respirarlo. Así nacieron, en efecto, las calles Santa Fe y Las Heras). Sarmiento tenía la virtud de multiplicar su tiempo. Dejó que los demorados feligreses de España babearan la risa o el insulto y allá se iba a caballo, con su pajizo de anchas alas, a dirigir personalmente aquella descomulgada empresa de dotar de su primer bosque a la rapada pampa y de un grande e indispensable pulmón selvático a la ciudad futura, a redimir la acostada topografía ambiente con la alzada, esbelta y salubre estética del árbol. La ofensiva del pueblo porteño, capitaneado por los que tartamudeaban latín, recrudeció a raíz de la A venida de las Palmas. Sarmiento había catado su calidad artística en Río de Janeiro y descontó que su piramidal estatura y su aérea gracia vendrían como de encargo para redimir la platitud porfiada hasta el bostezo de los pagos pampeanos. Mas ocurría que como se trataba de palmas recién salidas del vivero y de la infancia, y por ende desairadas de forma, se halló que se parecían a la vieja cabalgadura de las brujas, a la más servil y arrastrada de las herramientas caseras, y el paseo fué rebautizado: La avenida de Las escobas. "Ombúes sería más patriótico y más estúpido", contestaba Sarmiento, que recordaría años más tarde: "Es delito abominable poner palmas en los lugares públicos. La historia no olvidará nunca el escándalo, la humillación impuesta a un pueblo viril colocando el Palermo Escobar de Sarmiento... La gente liberal no asistió durante dos años al Parque 3 de Febrero que fué concebido en pecado". El cariño entrañable por el árbol reconoce en Sarmiento, sin duda, dos fuentes: su sensibilidad pánica ante toda bella forma de la naturaleza, por un lado, y, por otro,
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su vocación de cambio y ascenso, ya que veía que el árbol, con su sombra, su fruto y su leña, había sido el comienzo de fijeza y riqueza que redimiera la miseria errante de las tribus salvajes. Todo ello sin contar su belleza amiga del pájaro y la lluvia y su caridad depuradora del resuello humano. ¡Y en sus pagos cuyanos el árbol era escaso y en la Pampa brillaba por su ausencia! La empresa civilizadora debía comenzar con la civilización del árbol. "La Pampa, como la República, es tabla rasa: hay que escribir sobre ella árboles". De Castilla, tal vez más que del indio, nos viene el desdén o la indiferencia hacia el árbol. Dorrego, por halagar a Rosas y demás compinches, mandó cerrar el jardín de aclimatación que creara Rivadavia. .. "Rasgo característico, sobre todo en un país como Buenos Aires donde la naturaleza no ha provisto de leña más que los tallos de la viznaga. La pampa es la naturaleza en cueros vivos, como su madre la parió..." El árbol, que fija las tierras movedizas, que pone a raya las groserías del viento y atrae las lluvias, es un agente de adelanto en cualquier parte, y entre nosotros, un Hércules civilizador. Sarmiento se entregó a su misión de multiplicar árboles para su patria como otros a la de multiplicar pesos para su bolsillo. Siendo director de la guerra en Cuyo y gobernador de San Juan, fundó aquí y en Mendoza dos quintas normales para enseñanza de la agronomía y la arboricultura. Antes de establecerse en Buenos Aires en 1855 había escrito en Chile un tratado sobre escuelas para la Provincia de Buenos Aires combinando la pedagogía y la selvicultura. En 1858 proporcionó al jardinero de Lezama la primera semilla de eucalipto, como un año antes había plantado con sus manos en el Delta, traídas desde el pie de los Andes, las primeras estacas de mimbre. Semilla costeada desde los remotos y salvajes edenes de Oceanía. "El eucalipto será el marido de la Pampa". Ese ...,..... .. .......
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matrimonio tiene hoy millones de descendientes: milagro más grande y evidente que la multiplicación de los cinco panes y los dos peces del Evangelio de Lucas. Poco después inició su propaganda por el establecimiento en todo el país de sociedades de arboricultura y el intercambio de plantas, semillas y productos entre las distintas zonas, y la introducción de plantas nuevas entre nosotros hasta darles ciudadanía argentina. (Muchos viejos criollos creían que la vid, la higuera, el olivo y el naranjo habían sido siempre criollos... Las cartas de Sarmiento a sus amigos o a funcionarios difícilmente estaban libres de síntomas o huellas de su prurito arboricultor. Desterrado en Chile, interesábase por el desarrollo de la ebanistería en Tucumán, aprovechando la insigne calidad de sus maderas. Y por el establecimiento de escuelas de artesanos. Ministro en Washington, pedía a Guatemala y Venezuela semillas de añil para Tucumán. En sus últimos años advirtió que la tala a troche y moche de árboles en Norteamérica, donde tanto abundaban, estaba produciendo los previsibles cambios funestos en el clima: "Qué nos aguarda en nuestro propio país, en la Pampa, donde la vegetación arbórea no ha principiado, en los terrenos de árboles espinosos que no forman bosque, no haciendo bóveda con sus ramas para proteger la tierra o retener la humedad?" .La República Argentina en general es país seco, más seco que la generalidad de los otros países. La agricultura prospera... Pero los ferrocarriles van agotando los bosques clareados de su trayectoria y como fueron de maderas duras, algarrobos, quebrachos, lapachos, etc., no es fácil reemplazarlos, ni hacerlos revivir, aun cortándolos en estaciones propicias. El clima, pues, tenderá a hacerse más seco y la tierra a esterilizarse. ". . . Los ferrocarriles harán el 7esie?to." ". . . Tenemos, pues, por tarea continuar la obra de la creación cubriendo de árboles y de toda simiente este pedazo de tierra que quedó a medio hacer. . Ni decir que su profético grito de alarma y advertencia .....,,...-.
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fué voz clamando en el desierto: las provincias del Centro y Noroeste se han ido trocando en travesías palestinianas, aunque su obra prometeica, siquiera en parte, ha sido continuada en la Pampa: la glabra Buenos Aires tiene hoy más árboles que Berlín, la ciudad más arbolada de Europa. Sarmiento había insistido desde Norteamérica: "Rosas ponía en todos sus decretos: ¡Mueran los salvajes unitarios!
Ponga la Sociedad Rural en esquelas, notas y avisos: Planten árboles. ¿Para qué más detalles?" Desterrados los moros, la agricultura dejó de ser una costumbre predilecta hasta en el Sur de España. Algunas de las zonas que el árabe había trocado, por siglos, en edenes agrarios, fueron entregados a la ganadería porque cuesta menos trabajo. En América el español colonizador no se mantuvo ni al nivel del esfuerzo y el ingenio azteca o quichua. Minas y ganados, sí. En la Pampa la práctica agrícola quedó poco menos que olvidada. "No sé qué cansancio experimento de toda emoción que tienda a espanto, miedo, terror. Yo quiero admirar con la sonrisa del contento. Admirar porque es bueno, útil y aplicable a la mejora del hombre, a su felicidad y engrandecimiento. Todo otro sentimiento me deja frío e indiferente". Esta confesión ética y estética de Sarmiento es la de un poeta de la raza del que amansaba fieras o del que levantaba ciudades con los sones de su lira. Sarmiento curiosea y admira intensamente el paisaje norteamericano, desde las grandes llanuras y los grandes bosques al Niágara y las puestas de sol sobre el Ontario. "Las puestas de sol son mis amores". Pero no admira menos toda modificación fecundadora o embellecedora del hogar cósmico debida al ingenio y energía del hombre. Las maravillas agrícolas, ante todo. "La América del Sur se distingue por el atraso de su agricultura. Los Estados Unidos, por contraposición, son entre los pueblos modernos, los que más instrumentos agrícolas han inventado". Sí, era el alto instrumental técnico, que multiplica el esfuerzo humano, lo qi:e daba más clara
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idea del nivel de la agricultura norteamericana. Pero eso tenía un complemento no indigno: "La ley de tierras que la mide en proporciones labrables y a la capacidad y estatura del pobre que busca su parte de propiedad en la tierra de Dios". El perfecto antípoda del latifundio sudamericano, ya vemos. Bajo su presidencia se hizo llegar al gobierno de Mendoza, con destino a la quinta agronómica, muestras de las cincuenta variedades de trigo entonces conocidas en el mundo. Todo ello mientras iniciaba el acarreo de uva cuyana a Buenos Aires, en cien canastos tejidos con mimbre salido de los estacones que él hundiera años antes en el limo del Delta. Ya vimos sus desvelos por la creación de escuelas agronómicas. No menor fue su empeño por impartir desde Norteamérica un poco de instrucción inmediata y práctica, proponiendo traducir y difundir en cierta escala algunas de las eficaces publicaciones yanquis tendientes a crear las geórgicas dignas del siglo. Había enviado al ministro de Instrucción Pública quince ejemplares del A merican. A griciilturist, "periódico mensual ilustrativo que aquí circula a 190.000 ejemplares y mantiene en todo el país el movimiento de las ideas en torno a lo que a mejoras industriales concierne". Naturalmente, el ministro de Educación del gobierno de Mitre hojearía, disimulando mal el bostezo, aquella revista yanqui. Tal vez, a estar en latín, hubiera picado su curiosidad humanística. "Me parece que el castellano mismo —creía Sarmiento— se ha de resistir a repetir en su lengua bozal algo que sea útil. Si fueran versos, declamaciones vacías o pomposas, o declaraciones de liberalismo, pase, pero agricultura en castellano, geología en castellano, hablar de cercos y de inventos... ¡un diablo se ha de volver mudo o decir las cosas al revés para que el ánima de Cervantes o Góngora no rabie!" Buenos Aires, era la única zona conocida donde los
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hombres, para vender tierras que figuraban entre las más fértiles y salubres del mundo, calzaban las botas de siete leguas. "Buenos Aires cuenta nueve o diez mil leguas y cuando diez mil propietarios se hayan apoderado de ellas ¿qué queda para las generaciones supervivientes, para la presente que no puede comprar una legua? Tendremos un millón de vacas más y por delante un siglo para aumentar un millón de habitantes. Imposible añadir un nuevo Estado al mapa, ya que la tierra está tan llana y lisa como él". Era la burla mortal de nuestro latifundismo, el más desaforado del mundo, que siguió impidiendo hasta el último cuarto del siglo, la aparición de nuestra agricultura. Sarmiento vivió piando por ella, aunque su sueño comenzaba incluyendo la ruptura del latifundismo, dividiendo y defendiendo con alambradas los campos ilímites, importando en grande y a toda prisa las mejores semillas y los mejores métodos y artefactos de cultivo. Al mismo fin de ir socavando el monopolio de la tierra, habíase empeñado ante su gobierno para que la dación de tierras a las empresas extranjeras en torno a las vías férreas a construirse se hiciese por lotes alternados. No lo consiguió por cierto. Igual preocupación aquejó a Sarmiento, a lo largo de sus días, por la mejora del ganado. Civilizar la vaca y de rebote civilizar al criador de la vaca. Relevar nuestra oveja bíblica y hética por la Ramboullet y nuestra vaca védica por la holandesa, nuestro toro colonial, puro patas, astas y arisquez, por el Shorthorn o el Hereford, mansos y densos como ríos de llanura. "Así era California, así el ganado, así las estancias, así los habitantes (habitantes pobres, mucha carne, pocas escuelas, aldeas sucias, harapos.., el cuchillo...), pero fué la ley de tierras norteamericana, dividió en lotes el suelo y una nación se levantó en diez años y hoy ochenta buques están cargando trigo en San Francisco". Mas su principal preocupación en la materia fué el reemplazo parcial de la ganadería por el cultivo agrícola, aunque eso significaba la peor herejía con el gran ideal
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bicorne de la oligarquía bonaerense y argentina. "El ganado y sus productos como industria exclusiva y única del país, tiene el inconveniente de que su precio no lo reglamos nosotros por falta de consumidores sobre el terreno mismo sino que nos lo imponen los mercaderes extranjeros". Y lo que no importaba menos: "Averiguar si una legua sembrada de vacas a tres cuadras de distancia una de otra produce más que el mismo terreno sembrado de trigo a una de una cuarta en cuadra de maíz a vara y cuarta". Mas lo que importaba capitalmente era el factor hombre: "Yo no quiero sugerir que se abandone la idea que a tantos enriquece... Lo que desearía es que se modificase haciéndola más productiva en menos espacio de terreno y se le asociasen las industrias agrícolas que aumentan la población dando más valor a la tierra". Lo descomunal de tamaña idea estaba en sugerir que los pobladores humanos pudieran tener tanta importancia como los pobladores cornúpetos... La infatuada ignorancia argentina de la época de Rosas o Mitre creía que nosotros éramos los ganaderos mayores del mundo. Sarmiento les recordó insolentemente que Francia con menos del doble de tierras de Buenos Aires, tenía, no cuatro millones de vacunos, sino diez, y además, "treinta y seis millones de bípedos. . ." humanos... ¡Alguna ventaja llevaba, pues, la ganadería moderna a la de los vedas, los tártaros o la nuestra! Pero preocuparse por el hombre traía el preocuparse por su alojamiento. Sarmiento recuerda que el rancho del campesino de la Pampa, de Chile, de Méjico, de cualquier parte de Sudamérica, es como el hijo mestizo del toldo indio y la tienda del árabe del desierto, la choza de la barbarie arcaica, como la de los vaqueros de los Vedas: un habitáculo hecho como quiera y de lo que venga más a la mano —barro, palos, cuero—, que sirve de cocina, comedor, taller y alcoba a gentes que comen y duermen en el suelo y a perros, gatos, gallinas cluecas, y a tal cual chan-
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cho o cordero huérfano adscripto a la familia —todo con su inevitable ingrediente de roña, chinches, pulgas e indefensa moralidad... ¿Que el hielo contiene civilización? Lo único demostrable es que a medida que fué alejándose de la Edad Media, la casita de los hombres del Norte —en Europa y América— dejó de llamarse tal si no congregaba tres gracias: comodidad, higiene y belleza. Sarmiento aspiraba a que esta noticia llegase a la Pampa y más allá, porque él ya conocía su tierra: ¿"La colonia escocesa o alemana del Sur de Buenos Aires" con "sus casitas pintadas", "su frente siempre aseado, adornado de flores y arbustillos graciosos", su "amueblado sencillo, pero completo"...? La vivienda nacional era el reverso de la medalla. ¿Es que eso no comenzaría a cambiar alguna vez? Sarmiento aspiró a despertar siquiera la curiosidad y a tal fin se empeñó en hacer llegar unos cuantos ejemplares de un libro popular con modelos y planos de los más modernos y variados tipos de viviendas rústicas: "El librito sólo bastará para hacer una revolución en nuestra arquitectura rural. Nada hay que tanto desfavorezca en el concepto de los viajeros a la América española como el ruin aspecto de las moradas de los campesinos. El rancho está revelando, después de tres siglos de conquista, que el indio ha fijado en un punto su toldo. El español conserva la morada de tapia y adobe que el árabe introdujo en el Sur de España". ¿Viviendas mejoradas? Sarmiento llegó a pensar que también los restos de nuestros muertos merecían algo más que cruces de palo, coronas de papel y oraciones de viento. ";, Quién ha dicho que un muerto medianamente educado necesita sólo dos varas de tierra para descansar? Necesita flores, vegetación, oxígeno, y sobre todo que lo vean y contemplen sus amigos sin aversión y sin desagrado". Desde Italia escribió a un amigo en 1847: " , Por qué la Pampa no ha de ser, en lugar de un yermo, un jardín como las llanuras de Lombardía, entre cuyo verdinegro
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manto de vegetación, la civilización ha salpicado a la ventura puñados de ciudades y villas y aldeas que la matizan y animan? ¿Por qué? Diréselo a usted al oído, a fe de provinciano agricultor: porque el pueblo de Buenos Aires, con todas sus ventajas, es el más bárbaro que existe en América; pastores rudos a la maner de los kalmucos, no han tomado aún posesión de la tierra. . ¿Industrias sudamericanas? Casi no había más que las heredadas de la colonia, es decir, las de tipo extractivo: el metal para joyas y chismes de lujo, y la ganadería cimarrona, ambas con su acentuado carácter de aventura y cruda violencia. Sarmiento vivió empeñado desde sus años de destierro hasta su muerte en aclimatar industrias nuevas en su tierra —sericultura, piscicultura, ebanistería, lechería— pequeñas industrias que preparasen para la grande que vendría después y que fuesen educando al hombre tanto o más que el alfabeto o los números.
En su primer viaje a Francia, y pese a la prisa de su gira, se pasó varios días en Senart, Fontainebleau, estudiando prácticamente la cría del gusano de seda. Si cuando presidente de la República, y pese a la extrema parquedad de recursos de la nación, se empeñó contra viento y marea en realizar la exposición de Córdoba, fué con el principalísimo objeto de despertar la curiosidad y el interés de la psiquis colonial por los recursos y maravillas de la industria moderna y dar jerarquía a los productos del suelo y el trabajo nacionales. El presidente, vistiendo un traje de tela de vicuña elaborada en el país, dijo en el corazón de la República, en la ciudad escolástica y bachillera por antonomasia: "El oro, la plata son corno las viejas aristocracias... Pero el carbón, el mármol, el hierro, la cal, son riquezas plebeyas, e ilimitadas destinadas a producir el bienestar de todos". El entusiasmo órfico por las máquinas y por los inventos industriales dimanaba en Sarmiento de una visión profunda: la máquina que multiplica la capacidad productora del
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hombre y alivia su trabajo, va echando las bases de su emancipación económica, base indispensable de su emancipación espiritual e integral. El mismo afán civilizador tuvo su empeño en difundir todos los recursos posibles de comunicación entre los pueblos y los individuos (el aislamiento es la residencia fija en la barbarie) de que su presidencia daría las pruebas más variadas y eficientes: caminos, tranvías, ferrocarriles, escuelas, bibliotecas, puertos, el primer cable transoceánico: la mayor circulación posible de mercaderías, de hombres, de ideas... Ya podemos sospechar que su gran cruzada por "educar al soberano" y SU lucha legislativa y política porque su soberana voluntad pasase de la letra a los hechos —como la exaltación y fomento de todas las variedades del trabajo y la técnica modernos, eran meros factores en el logro de un propósito único: la derrota de la servidumbre externa e interna del hombre. Pese a los saldos que su infancia católica había dejado en él (veniales, pero nunca eliminados del todo) Sarmiento llegó a advertir que frente al hombre moderno las religiones venían jugando un papel esencialmente coercitivo y estagnante. El catolicismo era, a ojos vistas, tino de los magnos cooperantes en el hecho de que España aún estuviese adherida en parte al Medioevo y nosotros con ella: "La colonia vive en el propósito de su fundador Felipe II: un gobernante, una raza, una creencia, y de esta triple cadena no se desatarán sus ejecutores testamentarios." La importancia protagónica asignada por él a la educación laica en la formación del ciudadano debíase a que veía en ella la mejor vacuna contra la hipnosis religiosa. "Admitimos con gusto y dando curatos a sacerdotes españoles, italianos, franceses ¿por qué no nos aprovechamos de maestros que ejercen ese otro sacerdocio civilizador?" A eso llamaba él, como el yanqui, "importar cerebro cultivado". Para él, naturalmente, la emancipación de la inteligen-
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cia era el alfa y omega de la cultura humana. Si Ja religión usaba como instrumento específico la fe, que implica la obediencia irracional a dogmas arcaicos y el apego vivo al pasado más muerto, la cultura moderna debía tener su trompa de elefante en la razón, que si no esclarece todo el misterio explora el camino delantero del hombre y lo incita a proseguir su avance. 'Todavía luchan los jesuítas por restaurar el mundo anterior a Copérnico y Colón, que ensancharan los límites del cielo, de la tierra y de la inteligencia". En la gigantomaquia ya secular entre la religión epimeteica y la ciencia prometeica, Sarmiento se indentificaba esencialmente con la última. Pese a su agudo sentido pragmático Sarmiento sentía que la ciencia tenía por objeto algo más que acrecer el dominio utilitario del hombre sobre la naturaleza como que su función cotidiana era la lucha contra la tiniebla y el miedo y su misión final era la dilatación y emancipación del espíritu humano. Por eso en sus últimos años, el libertador que él era, se empeñó en hacer del estudio (le las ciencias naturales una costumbre de la inteligencia argentina, y por eso actualizó y glosó la casi olvidada y meritísima obra del nuevo naturalista Muñiz, y para dirigir el Museo de Historia Natural recién creado trajo a un verdadero hombre de ciencia: el alemán Eurmeister. Su vinculación con los hombres de ciencia fué como de familia. Burmeister, tudesco de carácter difícil, dedicóle una mariposa del género Discophus (ambisordo) con el nombre de Discophus Fausti'nvs..., designación corregida por Berg al crear un nuevo género: el Sarraientoia Faustinus. Kayser denominó Maclurea Sarmienti a cierto caracol fósil hallado en San Juan, y el botánico Loreníz bautizó con el nombre de Bulnesia Sarrnicnti a nuestro palo santo, de rudo aspecto natural, p ero perdurablemente hermoso y oloroso al primer pulimento. Cuando el joven Ameghino comenzó a ganar crédito en el mundo científico, Sarmiento fué el primero entra
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nosotros en señalarlo con hermosa modestia y complacencia magnánima: "Por qué no daría el señor Ameghino ('un paisano de Mercedes') una lectura en el salón de conciertos a un público ávido de escucharlo, y tomando por tema los primeros indicios que Darwin recogió en nuestro suelo y le trazaron el nuevo camino que iba a seguir su espíritu? Ahí están los fósiles que él describe, ahí los orígenes de la gran teoría de la evolución. Esa lectura hará sensación en Europa mismo, por la grandeza del asunto y la palabra del joven maestro que ya se ha hecho sentir en Europa con autoridad". Sarmiento no sólo había advertido la heroica belleza de las hazañas de Darwin y Ameghino —elementos de la épica moderna— viendo en ellas sólo un caso confirmatorio de la misión emancipadora de la ciencia. Las verdades de aquellos hombres venían a trocar en piezas de museo de antigüedades los dogmas religiosos, la ignorancia hierática de los Génesis con sus niñerías tonitronantes y su castigo ilevantable del hombre por el delito de haber querido conocer y hacer por sí mismo, ello es, sin permiso de los dioses y sus lugartenientes... ¿No corregía la ciencia de hoy a la misma ciencia de ayer? "Estaba establecido --dijo Sarmiento un día— que siendo enorme la presión de la masa sobre el fondo y demasiado densa para que la luz la penetre, el fondo del mar profundo, el abismo, no podía estar habitado. Cuando se ha sondeado la profundidad del mar se ha encontrado que la vida pulula a seis mil metros debajo de la superficie; que la creación va por el terreno terciario aún, y que algunos peces, a más de ostentar colores variados, han tenido el talento de dotarse de un farol de fósforo en lugar de un ojo suprimido a fin de que el otro vea su camino y que en esos abismos no se lleve por delante a la gente el propietario". Después de Ameghino y Muñiz y Burmeister, nuestra ignota Pampa resultaba tan importante para la historia del Hombre como la Mesopotamia edénica o el Sinaí: "La
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paleontología es, pues —advertía Sarmiento— la Ilíada de la creación, hasta que los Hércules y Jasones de los posteriores tiempos cuaternarios acabaron con esfinges, quimeras, serpientes, hidras de Lerna, leones nemeos con cuchillos a más de dientes para quebrar huesos y hacer tasajo de carne cruda". "Así la Patagonia vendría a ser aquella última Thule cantada por los poetas". "Unas cuantas pulgadas más de cráneo, un poco más alta la frente, el hocico menos avanzado van marcando los progresos de estos pueblos primitivos". ". . .Hay quienes creen que la alfarería es anterior en América a la de Europa". ". . Qué bárbaros eran aquellos europeos! Vivían en cavernas espantando las hienas, mientras nosotros ya hacíamos puchero de guanaco". Sarmiento aspiraba también a que por diligencia de argentinos se perpetrase el dominio humano de los latifundios que divide en cuatro la cruz del Sur: los cielos australes. Para ello fundó el Observatorio Astronómico de Córdoba y para ello ya se lo tenía apalabrado de años atrás al astrónomo Gould convenciéndolo que declinase su cómoda posición en la tierra y el cielo septentrionales para venir a vivir temporariamete bajo nuestros cielos sólo por un servicio hecho a la ciencia y a la amistad: "A poner buen orden ('contándolas y recontándolas') en nuestras estrellas del Sur". (A Sarmiento tampoco le escapaba, sin duda, que por encima de sus logros utilitarios, la astronomía tendía a otra meta: a ensanchar la dimensión del espíritu humano, a proyectar la luz del intelecto liberador sobre zonas de lejanía y misterio engendradoras de demonios y dioses). Sarmiento sintió, a buen seguro, que su larga vocación de acción e innovación lo identificaba en cierto modo con el espíritu yanqui y lo volvía una especie de tábano en el cerviguillo de un toro: "Soy una protesta contra nuestras tradiciones". Es decir, las tradiciones del cangrejo.
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¿La dejadez sudamericana o el quietismo español? La misma Europa se movía morosamente entrabada por los escombros medievales y las tradiciones siríacas y nórdicas! Norteamérica, sí, era la patria de la iniciativa y la invasión del futuro. Económica y políticamente los yanquis habían trastrocado la herencia europea y tanto que aquí el pueblo hacía y mandaba más que el gobierno, y, en principio, un obrero podía devenir millonario y un leñador como Lincoln o un sastre como Johnson podía llegar a la presidencia de la República. La cruzada para rescatar a las masas del analfabetismo se había hecho y se hacía con el mismo desaforado fervor con que la Europa medieval emprendiera sus cruzadas para rescatar el Santo Sepulcro... Se había hecho algo más que liberar al trabajo humano del sambenito de ignominia que traía consigo desde los tiempos antiguos y medievales: se lo había canonizado. La inventiva técnica habíase vuelto un sarampión: "Este año (1867) ha concedido la oficina de patentes de Washington 6.600 privilegios de inventos nuevos". Mientras los demás pueblos parecen vegetar, éste está en marcha... "En esto los Estados Unidos son únicos en la tierra. No hay rutina invencible... El anuncio hecho por un diario de una modificación en el arado, por ejemplo, la transcriben en un día todos los periódicos". Al día siguiente se habla de ello en las plantaciones y los herreros y fabricantes han ensayado en doscientos puntos de los Estados Unidos esta práctica. Id a hacer o esperar cosa semejante en un siglo en España, Francia o nuestra América". ¿Qué extraño que un pueblo así, como Hércules, ahogue serpientes en su cuna y calce en plena infancia las botas de siete leguas? "Indianápolis, era ahora hace veinte años un wigram o toldería de indios". "En 1796, el único habitante de Chicago era un negrito de Santo Domingo escapado de la esclavitud". "Chicago, la prodigiosa ciu-
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dad que hace quince años viene saliendo del seno de una ciénaga, con sus palacios de mármol, sus fábricas, sus templos, y lanzando a tres de sus costados quince ferrocarriles que le traen, para alimentar su estupendo comercio, montañas de tablas y maderas, de diez mil leguas de bosques vírgenes; los cereales que bastan y sobran para asegurar contra el hambre a toda la tierra; las peleterías del polo; los ganados de las praderas rivales de nuestras pampas. Aquí Dios es más grande que en otras partes.. ." Porque el signo definidor de este pueblo es que la cantidad de ahinco, coraje y audacia que pone en sus empresas pacíficas está dejando atrás la épica de los héroes de antaño, que parece ya prehistórica: "El Estado de Ohío, el de Illinois, Wisconsin, Minnesota, Kansas... son naciones más poderosas que las que por siglos fueron los naipes barajados por los grandes tahures de la especie humana, Alejandro, Aníbal, Gengis Khan, que envidaban y perdían pueblos". Por eso contesta afirmativamente a la pregunta de si Lincoln, leñador, intelectual, gobernante libertador de esclavos, "es la más noble figura de los tiempos modernos". Sólo que Sarmiento era algo más que ese común tipo de hombre voraginoso de acción e innovación, pero que trabaja exclusivamente para sí mismo y su prole hasta lograr alzarse sobre un plinto de oro y de poder. Sarmiento era el anverso de esa medalla: "Sin fortuna que nunca codicié porque era bagaje pesado en la incesante pugna". Es que lo que había de más indesmentible en él era su olvido del medro propio y su desmesurada capacidad de servicio humano. "A un avaro se le convertía en oro todo lo que tocaba, hasta los manjares. A mí se me vuelven hechos públicos hasta los más simples actos de la vida privada". Sólo que en su patria y fuera de ella Sarmiento se encontró con una especie de desfiladero de las Termópilas opuesto a su pasión prometeica de enterrar sin pompas todo el pasado fúnebre e inaugurar hombres nuevos. En la obstrucción de marras no obraba
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la sedimentada herencia ibero-asiática y su idiosincracia de ostra: eran también los intereses de la oligarquía gobernante y sus conmilitones de sacristía y la tuerta malicia aldeana. Había escrito desde Nueva York a la Manso: "Escriba, combata, resista. Agite las olas de ese Mar Muerto cuya superficie tiende a endurecerse con la costra de las impurezas que se escapan de su fondo: la colonia española, la tradición, Rosas, vacas, vacas, vacas". Un día a un grupo de admiradores de Darwin que quería rendir homenaje al sabio que acababa de morir, le vino en gracia la idea de hacerlo por intermedio de Sarmiento. El maestro frisaba los setenta, es decir, una edad en que los favorecidos por ella suelen dedicarse a cuidar mimosamente sus reumas, chochar con sus nietos o evocar con jactancia sus recuerdos polvorosos. Sarmiento, entonces, tomándose como Jehová una semana escasa para su obra, escribió ese discurso sobre Darwin que marca, a la vez, la mayor envergadura del pensamiento del autor y del pensamiento de la América hispana. No era sólo que aquello ponía en evidencia la honrada familiaridad del autodidacta con muchas de las más diversas ramas del árbol del conocimiento humano, sino que estaba rigurosamente al día del movimiento general de la ciencia, y, sobre todo, lo que más alzó las cejas del asombro: que aquel viejo era el hombre más joven de su época, de tal modo campeaban en su glorioso trabajo, junto con la masculinidad de luz del pensamiento, el coraje más juvenil y más profundo: el de rastrear la verdad hasta sus últimas consecuencias, sin volver la vista hacia atrás o al costado. Sarmiento se exponía allí corno lo que había sido siempre en vida y obra, corno lo que sería en pensamiento para la inmortalidad: un griego, es decir, una encarnación auténtica de la tradición de aquellos héroes delanteros de la aventura más profunda del hombre: la cultura, de aquellos hombres que tuvieron, como nadie ansólo
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tds ni después, el amor y el valor de la luz, expresado en la diosa simultánea de la inteligencia y los combates. Aquel trabajo de Sarmiento era, en efecto, un canto a la voluntad y a la inteligencia creadoras del hombre, es decir, el espíritu de Prometeo, el titán que había libertado, con el fuego laborioso, el arte de levantar con sus manos, su propia antorcha guiadora.
En el genio de Darwin celebraba Sarmiento el genio de la ciencia moderna, nacida ciertamente en la Hélade, en aquella civilización única que había emancipado al hombre del monopolio que ejercían sobre él los sacerdotes y los reyes. Sarmiento adoptó, no sólo sin inconveniente, sino con entusiasmo, la versión del Génesis dada por Lyell, Lamarck, Darwin y la ciencia moderna. ",No habrá una ley que incorpore en un solo cuerpo este desparramo de creaciones en millones de años, reemplazándose unas a otras, introduciendo más avanzadas formas, bajo el mismo tipo, hasta aparecer el hombre, que se parece a los monos, que se parecen a los cuadrúpedos —y lo son los lemures— que se parecen a ciertos anfibios, que acaban por ser peces, que se aproximan a un gusano que crece en ciertas playas y toma en la larva una espina dorsal, que es lo que constituye la creación inmediatamente superior a la de los moluscos y crustáceos?" Sarmiento aceptó igualmente la creación de Adán y Eva según las inducciones de los antropólogos: "Tenemos ya creado al hombre, variedad de un mono antecesor nuestro, algún dandy de la familia de nuestros parientes, los antropomorfos, Mr. Gorila o cualquier otro; pero está sin armas, desnudo, y además mudo de nacimiento". Y de veras, cl himno de Sarmiento no era indigno de aquellos artistas que cincelaban una ciudad como si fuera una estatua y ponían en una estatua desnuda la profundidad sinfónica del universo. Sarmiento, hombre esencialmente moderno, esto es, fundamentalmente antiteo4J
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lógico, celebraba en Darwin la lucha del pensamiento contra las verdades reveladas de las religiones, del movimiento dialéctico de la naturaleza y del espíritu contra la inmovilidad de los dogmas y las bastillas. ¿Acaso no era el suyo un himno al hombre nacido en los bajos fondos del bosque que crea sus dioses y sus demonios a semejanza de si mismo, y a través de prodigiosos trabajos y sufrimientos, de derrotas y triunfos, se encamina, pese a todo, a cumbres aureoladas de cielo? Era como ya lo vimos, lo que había celebrado Esquilo, atribuyendo la hazaña a la enseñanza de un semidiós, y lo hizo mejor la A ntígona de Sófocles atribuyéndola al puro esfuerzo humano: "Muchas cosas son admirables, pero nada es más admirable que el hombre". Sarmiento antiteológico, dije, y diré no cristiano, pese a todo lo que se haya dicho de él mismo o parezca decir alguna vez en contra: no cristiano corno casi todos los hombres auténticos del Renacimiento y la Revolución del siglo xviii o la de hoy. Como todas las religiones, en
efecto, el cristianismo acata la fe y vuelve la espalda a la razón. Y no sólo eso: pese a todo el aspecto igualitario y antiplutocrático del Evangelio, rehuye la lucha por la justicia sobre la tierra, porque su reino no es de este mun-
do y propone la resignación y la no resistencia al mal, es decir, el más gordo servicio a los extractores de sangre y de sudor de aquí abajo. ¿Y no aceptó la Iglesia, con Santo
Tomás, la justificación aristotélica de la esclavitud, y la inferioridad de la mujer y el derecho nazi de eliminar al hereje que disiente de nuestro parecer? Y bien: de todo eso fué Sarmiento, como lo sabemos, un impugnador apostólico. Sarmiento tuvo siempre presente el recuerdo de "los pueblos estrujados y esquilmados con un sistema de venta de perdones de todos los crímenes en indulgencias que dieron los 200 millones de fuertes que costó San Pedro. . Y desde luego, el ojo profundo de Sarmiento vió los siglos de ignorancia y de miedo y centenares de rebaños pía-
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dosos que no habían sospechado que la condena del placer noble por las morales teológicas y el senequismo, es la más lúgubre forma de barbarie: "Puriranisrn and. drunkness. Ha habido quien note en el Mediodía de Europa, que el brigandage desenvuelve en proporción que se extiende el dominio absoluto de la Iglesia; y pudiera explicarse por la tenacidad del Papa en sostener las viejas doctrinas, el hecho de que los salteadores lleguen ya al pie del trono pontificio.. "Al ocuparnos de la borrachera corno un mal social. nosotros buscamos su órgano simpático, que es el puritanismo, como el salteo de caminos corresponde en los países católicos al convento." "Ya prevemos todo el horror con que nuestra sugestión será rechazada; pero ese es el efecto del molde que el puritanismo ha dado al cerebro, incapaz de percibir sus propias deficiencias, corno los daltonistas no perciben el color azul. ¿Qué es la embriaguez? Es simplemente el medio de imaginarse felices, de excitar la alegría del ánimo que los hechos exteriores y reales no excitan. El borracho es un poeta."
"Qué es el puritanismo? Es la austeridad de las exterioriclades, ¿a condenación del placer, de los goces bulliciosos, los colores vivaces, las formas artísticas. . Sarmiento, como los griegos, había intuído lo que la ciencia de hoy enseña: que la represión de los instintos nobles envilece y así advirtió que el placer sin vicio civiliza al hombre, tal como enseñara Epicuro, ese filósofo tan calumniado por todas las morales de lazareto. "El que engalanó las flores con las más graciosas formas y colores, el que encargó a las aves agitar a toda hora el aire con la melodía de sus gorjeos y dió la música a los humanos, no ha podido prescribirles a éstos que vistan de negro y prohibirles que hagan bulla, canten, salten y rían a más no poder, cuando quieran." Sarmiento, artista esencial, sintió a fondo la implacable voluntad do belleza de lo que vive y coincidió con Darwin
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en ver en la belleza el principio monitor del Cosmos: "Darwin presenta un complemento de su teoría que pone de relieve la fecundidad del principio de la civilización helénica y su fundamento hasta ahora no comprendido, en la naturaleza misma, y es su instinto de belleza." "Con la belleza como base de toda aspiración, la Grecia, dado el corto número de sus habitantes, ha producido en poco más de tres siglos, la civilización más asombrosa, sin excluir la de nuestros tiempos." Y con otro griego Heráclito, creyó. contra. la inmovilidad de los credos místicos, que el mundo y el alma están perpetuamente moviéndose y cambiando —en la estrella, en la tierra, la planta, el animal, el hombre— y que así lo más alto puede venir de lo más bajo, y del antropopiteco el horno sapiens: así del mancillado esclavo de hoy nacerá el hombre radiosamente intacto de mañana. Escribió un día: "Asimismo las estrellas quedaban fijas en medio del firmamento. Es verdad que de algunas sabíase que se movían; pero al querer fijar el tamaño preciso de un tipo de cada magnitud conocida por verificar la primera observación habéis encontrado en la segunda que seis meses después ya no era del mismo tamaño ni la tercera observación confirmó las anteriores, ni ninguna estrella encontrar-,55 s perezosa y tranquila, como se la suponía antes." "Todo se ha puesto en movimiento, desde entonces; la circunnavegación del globo, la astronomía. . Y en otra ocasión dijo aludiendo al egipticismo aún in sumergible, al prurito de imponer a la posteridad misma nuestras asfixiantes concepciones: "El edificio suntuoso de piedra antiguo, sólido, es, pues, una enfermedad inventada por la vanidad humana. Vuestro hospital está exento de virus y, cuando envejezca, como no se puede entregar a la lavandera para que lo limpie, podéis pegarle fuego y construir otros salones." Del lenguaje humano escribió: "Así como fué inventándose armas do piedra, el hcmhrc se inventó trescientos
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• cuatrocientos monosílabos para expresar las ideas, deseos • recuerdos que sentía. "La Biblia con sus setenta libros, está escrita con seis mil palabras, mientras que Shakespeare ha usado veinte mil en sus dramas." "Las lenguas se han desenvuelto, pues, de la misma manera que las estrellas, el hombre y la civilización."
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CAPITULO X LAS MUJERES DE SARMIENTO a Lilia Correas
"En París compré una copia de la Venus de Milo en cuya base puse esta inscripción: A la grata memoria de todas las mujeres q'ue me amaron y me ayudaron en la lucha por la existencia.
"Hay las Mujeres de la Biblia, hay las de Shakespeare o de Goethe. ¿Por qué no he de tener para mí las Mujeres de Sarmiento? No porque yo las haya creado de mi fantasía, sino porque todas ellas me cobijaron bajo el ala de madres, o me ayudaron a vivir en los largos años de prueba. "Mi destino hanlo desde la cuna, entretejido mujeres, casi sólo mujeres, y puedo nombrarlas una a una en la serie que, como una cadena de amor, van pasándose el objeto de su predilección." "Extraño fenómeno! Desfavorecido por la naturaleza y la fortuna, absorto desde joven en un ideal que me ha hecho vivir dentro de mí mismo, descuidando no sólo los goces sino hasta las formas convencionales de la vida civilizada, desde mis primeros pasos en la vida sentí casi siempre a mi lado una mujer, atraída por no sé que misterio, que me decía, acariciándome: adelante, llegarás." "Debe haber en mis miradas algo de profundamente dolorido que excita la maternal solicitud femenil. Bajo la ruda corteza de formas desapacibles, la exquisita natura-
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leza de la mujer descubre acaso los lineamientos generales de la belleza moral, ahí donde la física no se muestra." "No me jacto de amores ni de buenas fortunas." No está de más, sin duda, que esta confesión de Sarmiento viniera a esclarecer y confirmar lo que cualquier rastreador de su vida pudo haberlo sospechado. La alta vitalidad y virilidad de su naturaleza, su salud física y moral, su apolínea sensibilidad de artista, su simpatía por la mente y el corazón de los niños implícita en su vocación de pedagogo —todo parece indicar la presencia de un hombre tan propenso a ser atraído por las mujeres como capaz de atraerlas. De su muchachil amorío con Chepa, en 1831, la moza de Pocuro, aldea de Aconcagua, poco sabemos sino que el fruto de ese lance nómade fué recogido por él y entregado a doña Paula, su madre. Tratábase de Faustina, la hija tan amada por él a lo largo de toda su vida, y que casada con el impresor francés, Belin, fué la madre de Augusto, el nieto que aligeró y sonroseó con su camaradería infantil, la tempestuosa vejez de Sarmiento. (En 1884, en su último viaje a Chile, de paso por el pueblo de Los Andes, Sarmiento visitó el cementerio de la parroquia para depositar una ofrenda de flores en la tumba de la niña que amó cincuenta y tres años antes.) En su último y más largo destierro en Chile, el joven Domingo de 1844, conoció en Santiago a la que después sería su esposa. Tratábase de Benita Martínez, una joven sanjuanina de posición modesta, llevada cuando niña a educarse en Chile por una tía suya casada con el minero y acaudalado hombre de negocios, don Domingo Castro y Calvo, quien al enviudar, aunque muy cargado de años y de mala salud, terminó casándose con la sobrina política, apenas salida de la adolescencia. Junto con otros desterrados argentinos, Sarmiento comenzó un día a frecuentar la casa del matrimonio Castro. No es extraño que una simpatía mutua acercase a Benita y Domingo, jóvenes, sanjuaninos en patria ajena y apa-
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sionados enemigos de Rosas los dos. Sólo que ella, sin ser bonita, tenía apenas algo más de veinte años, no carecía de despejo y donaire y que el amor suele burlarse justicieramente de las turbias convenciones de los hombres. Queremos significar que con el tiempo la simpatía de los codesterrados fué trocándose en afición amorosa. En carta del 29 de enero de 1845, Sarmiento hace esta confidencia distraída —como si nada tuviera que ver en el asunto —a su amigo Posse, de Tucumán: "Entre tus amigas aquí no hay más novedad que la del embarazo de la señora Martínez. Ya te imaginarás cómo ha debido colmar de dicha este acontecimiento a un matrimonio que tan pocas esperanzas daba de sucesión. Sus amigos y amigas se han felicitado por el interés de ella en tan fausta nueva." He aquí, por lo que puede ilustrar sobre el psiquismo erótico del Sarmiento mozo, una carta escrita en 1843 a un pariente e íntimo amigo suyo que acababa de casarse: "No creo en la duración del amor, que se apaga con la posesión." "Tarta usted del principio de que no se amarán siempre. Cuide, pues, cultivar el aprecio de su mujer y de apreciarla por sus buenas cualidades. . . . Su felicidad depende de la observancia de este precepto. No abuse de los goces del amor; no traspase los límites de la decencia; no haga a su esposa perder el pudor a fuerza de locuras. Cada nuevo goce es una ilusión perdida para siempre; cada favor nuevo de la mujer es un pedazo que se arranca al amor." "Los amores ilegítimos tienen eso de sabroso, que siendo la mujer más independiente, aguijonea nuestros deseos con la resistencia." "Déle a su mujer cierto grado de libertad en sus acciones. Una mujer es un ser aparte que tiene una existencia distinta de la nuestra. Es una brutalidad hacer de ella un apéndice, una mano para realizar nuestros deseos." "Cuando riñan, guárdese por Dios de insultarla. Mire que he visto cosas horribles. . En 1846, Sarmiento partió a un largo viaje a Europa,
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Argelia y Estados Unidos. Regresó en marzo de 1848. La primera dicha que le deparó el retorno fué el encontrar a su madre en Santiago. Pero no menos incontenible en él era el deseo de volver a ver a su hija y sus hermanas ausentes en San Juan. Entonces ocurrió un lance que muestra como pocos el extremo a que los simples afectos del corazón podían llevar a Sarmiento. Se entendió con un arriero cuyano y en un papelito de cigarrillo (que debía ser fumado en caso de peligro) escribió a sus hermanas e hija proponiéndoles un sacrificio mutuo como el único medio viable de volverse a ver siquiera por unas horas: desafiar los duros afanes y riesgos de trajinar media Cordillera a lomo de mula y encontrarse en el camino. (Su regreso a San Juan, ni qué soñarlo dado que por esos días su garganta tenía el honor de ser la más codiciada por los cirujanos de don Juan Manuel de Palermo). Acompañadas por Alaniz, el arriero, y un pariente, las denodadas mujeres llegaron a Puente del Inca. El dulce y entrañable encuentró duró apenas unas horas. Sólo que había sido prologado por otro bastante menos amable. En efecto, el día anterior Sarmiento y un acompañante suyo habían topado una patrulla de jinetes cuyos uniformes ensangrentaban el paisaje nevado. Por intuitiva precaución, Sarmiento, apeado, fingió componer la montura, para esconder la cara, y esa minucia salvó tal vez su vida. La Gaceta Mercantil en su número 7830 dió noticia del viaje de Cuitiño (más temido que el propio Restaurador) a Mendoza en busca de aguas termales que le ayudasen a restaurar el uso de su mano medio anquilosada de tanto sajar gargantas unitarias: que Cuitiño —¡era el caporal del pelotón encontrado!— vino a los Andes buscando la suya, Sarmiento se lo creyó siempre. (Florencio Varela acababa de caer en Montevideo, clavada la espalda por un puñal anónimo). Benita de Castro había enviudado hacía un tiempo. Quedaba en buena posesión económica, tenía 26 años y no carecía de educación, de elegancia y de gracia. Su hijo Dominguito, de tres años de edad y lindo como el amor, ----,'--.,'.,--'
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resplandecía de ingenio y travesura. Sarmiento se casó con Benita a los tres meses de su llegada. ¿Lo llevó al matrimonio menos el amor a la mujer que el cariño a su hijo? Es lo más probable. En cualquier caso, ese enlace, destinado a rematar en una separación de treinta años, significó para Sarmiento un cuatrienio fecundo como pocos en su vida y tal vez feliz. Retirado a la quinta de Yungay, próxima a Santiago, Sarmiento —sin abandonar ni atenuar su homérica campaña contra Rosas— gozó, quizá por primera vez en su vida de un relativo sereno bienestar y el encanto del hijo le irisó las horas. No fué ajeno, sin duda, a tal circunstancia, el hecho de que en ese lapso el escritor echase al mundo los tres libros — Educación Popular, V iajes y Recuerdos de Provincia— que con Facundo constituyen la cima de su
obra, es decir, de la literatura hispanoamericana. Recuerdos de Provincia es, antes que nada, la historia de su madre, y en todo caso, el capítulo dedicado a ella es como el pórtico y cúpula de la obra. Esas imperecederas páginas dan fe, paralelamente del genial amor del hombre a la mujer que lo llevó en su seno y de que la creación literaria, como la genésica, es una creación del amor. "La casa de mi madre, la obra de su industria, cuyos adobes y tapias pudieran computarse en varias de lienzo tejidas por sus manos para pagar la construcción. . "A poca distancia de la puerta de entrada elevaba su copa verdinegra la patriarcal higuera, que sombreaba aun en mi infancia aquel telar de mi madre, cuyos golpes y traqueteo de husos, pedales y lanzaderas, nos despertaba antes de salir el sol, para anunciarnos que un nuevo día llegaba y con él la necesidad de hacer con el trabajo frente a sus necesidades. Algunas ramas de la higuera iban a frotarse contra las murallas de la casa, y calentadas allí por la reverberación del sol, sus frutos se anticipaban a la estación, ofreciendo para el 23 de noviembre, cumpleaños de mi padre, su contribución de sazonadas brevas para aumentar el regocijo de la familia."
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"La reputación de conciencia industrial la ha conservado mi familia hasta mis días y el hábito de trabajo manual es en mi madre parte integrante de mi existencia. En 1842, en Aconcagua, la oímos exclamar: "Esta vez es la primera de mi vida que me estoy mano sobre mano." ";A los setenta y seis años de edad mi madre ha cruzado la Cordillera para despedirse de su hijo antes de descender a la tumba! Esto sólo bastaría a dar una idea de la energía moral de su carácter." "Su última obra de manos fué una frazada que me mandó a Buenos Aires con este rótulo: Paula A lbarracín a su hijo, a la edad de 84 años."
Sarmiento fué sensible como pocos a la gracia frívola y al misterio temible de la mujer. En plena evocación épica de la caída del formidable imperio español en América y en presencia del propio montañoso héroe de Chacabuco y de las austeras y sabias barbas del Instituto Histórico de Francia, hizo en 1846 la evocación de la tapada, rival limeña de la más pagana y mareante de las Venus: la calipigia. "En Lima había alcanzado la mujer a gozar por lo menos dos horas en el espacio de un día de aquella absoluta independencia que para su sexo han predicado en vano los sansimonianos. Esto se hacía y aún se hace hoy, mediante un traje que los españoles adoptaron de los árabe:; por espíritu religioso y que las limeñas convirtieron en dominó por galantería. Las mujeres de Lima visten de ordinario a la europea, pero cuando quieren ser libres corno las aves del cielo, solteras o casadas llevan la saya, cubren su cabeza y rosíro con el manto, dejando descubierto apenas un ojo travieso y burlón, y desde ese momento todos los vínculos sociales se aflojan para ellas, si no se desatan del todo. La censura de la opinión pública no puede calar aquel incógniLo limeño, que desafía toda inquisición; la familia desaparece para la que lo lleva, y en los templos y en los paseos, en lugar de huir de la proximidad de los hombres, la niña modesta y tímida antes, se acerca, les din-
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ge pullas picantes, los provoca y los burla. ¡Desgraciado del que quisiera levantar la punta del velo que encubre a su perseguidora! ¡Desgraciado del que quisiera saber a quién pertenece aquel ojo de fuego que brilla solo como un diamante entre los graciosos pliegues del oscuro manto! Esta es la más grave ofensa que pudiera hacerse a las costumbres. La tapada vuelve a su casa, y tomando los vestidos europeos entra en todas las condiciones de la vida ordinaria. Pero esa mascarada, este carnaval de Lima es eterno; y en un baile como en un entierro, en las sesiones de las Cámaras, como en la fiesta de un santo, las tapadas se presentan indistintamente, siempre impenetrables, siempre dejando adivinar con la increíble estrechez de la saya, el volumen que ha hecho dar nombre a una Venus antigua.. Incorporado a Buenos Aires en 1855, Sarmiento hizo venir a su mujer en 1857. Le había escrito: "Espero tu llegada para principiar a vivir en familia. Vivo en un cuarto como en una fonda, y salvo a la quinta del doctor Vélez, o a las islas, no salgo de un círculo estrecho." Por la V ida de Dominguito sabemos que pese a la multiplicidad e intensidad de sus tareas de esos años, Sarmiento dedicó sus más íntimas preocupaciones a la educación de su hijo. De su vida conyugal nada sabernos. Podemos presumir que del antiguo amor quedaba poco o nada. Más que de incompatibilidad de caracteres tal vez deba hablarse en estos casos de ausencia de toda afinidad nativa o electiva. Las relaciones conyugales de la pareja probablemente sufrieron ya contratiempos en Chile. En Buenos Aires no hicieron más que agravarse. El biógrafo —y no por mera galantería— no puede estar siempre en pro de su héroe por buenos fundamentos que su admiración tenga. Al hecho de que tal vez nunca el amor entre la pareja de Yungay fué muy hondo ni fervoroso debe agregarse el que, pese a todas sus nobles prendas de carácter, él era propanso a la violencia, y podía llegar a la agresión y la grosería —todo lo cual no quita que la causa principal de la desavenencia parece haber radicado
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en los celos de la señora, exagerados hasta lo morboso, mas, al parecer, no siempre injustificados. Años después de la separación definitiva él la evocará así: "Hay otra y ésta llena dolorosamente el fondo de la existencia; volcán de pasión insaciable, inextinguible, el amor era en ella un veneno corrosivo que devoraba el vaso que lo contiene y los objetos sobre los cuales se derrama." Si decimos que esos celos, de haber sido antojadizos hasta entonces, dejan de serlo en Buenos Aires, algún tiempo después de su llegada, no decimos sino la verdad. No es sólo que pese a su físico poco adónico, Sarmiento despertaba fácilmente la simpatía admirativa de las mujeres, gracias sin duda, al magnetismo de su personalidad y su palabra. Es que precisamente en ese año 1857 parecen haber tenido lugar los primeros vagidos de la pasión —amorosa, primero, amistosa después— que lo ligó a Aurelia Vélez hasta la muerte. El habíala conocido diez años atrás, en Montevideo, cuando ella era una chicuela. La vió después cuando la caída de Rosas. Desde su regreso a Buenos Aires, en 1855, la encontró, sin duda, con cierta frecuencia en la quinta de su padre, a quien ligábalo ya una amistad que no se desmintió nunca. En 1857, Aurelia, de 21 años, hallábase casada con Pedro Ortiz, un primo suyo, de quien terminó separándose. ¿Fué el amor a Sarmiento la causa de asa separación, o fué al revés, un casamiento infortunado y tal vez con un hombre intelectualmente inferior a ella lo que la llevó a sentir una inclinación creciente por ese hombre tan magnate del espíritu que era amigo de su padre? La amistad entre Vélez y Sarmiento debió ya ser honda pues mediaba una estimación y admiración mutuas por sus respectivas capacidades que sobrevivieron a toda contingencia. "Soy el único que lee a Sarmiento", solía decir el talentoso cordobés. Y cuando terminó su larga carrera, fué Sarmiento quien historió sus méritos en un preclaro ensayo y quien, al morir Rosarito Vélez, escribió su elegía en-
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tre lágrimas. Por esos años fué la familia Vélez quizá la única gente que advirtió con quién estaban la luz y la belleza en esa intensa pelea entre el espíritu conservador, lugareño e infatuado de Buenos Aires y el nuevo horizonte que mostraba el sanjuanino. Aunque la atracción amorosa haya nacido mutua y simultáneamente entre ambas partes, es probable que haya sido Aurelia quien venció primero las presuntas inhibiciones. Su propia clara inteligencia volvíala doblemente sensible al irradiante talento de su amigo y a su casi legendario prestigio de combatiente máximo de la tiranía. A lo cual agregaríase de su parte, quizá, un recóndito sentimiento de protección maternal hacia el hombre en diario y batallador desencuentro con todos. Ella debió ser testigo íntima de sus torcedores, cuyas causas eran múltiples. Sufría el hombre por la prolongada dolencia de su mujer, la que sin duda agravaba sus celos. Sufría por el choque entre su implacable afán innovador y el rechazo miope y burlesco de un medio provinciano y aun aldeano, pese a sus ínfulas metropolitanas. Sufría también por las intemperancias de su propio carácter, fácilmente llevadero a la cólera, a la exageración hasta lo injusto. Su idiosincrasia, y las circunstancias empujábanlo inevitablemente a la batalla innovadora y civilizadora, pero, ay, también, a veces, a los choques bajunos, a las derivaciones sórdidas. Junto con la pujanza combativa, Sarmiento tiene la sensibilidad del gran artista y la cordialidad generosa, y es propenso a caer en el abatimiento. Ante el despertar de la pasión de Aurelia y la suya propia, Sarmiento debió asistir anheloso, a una intensa lucha entre su corazón y su conciencia. De las dos cartas de él a ella que se conocen, la primera escrita a fines del 59 ó comienzos del 60, trasunta una resolución desesperada, pero llena de estoica firmeza, la de trocar el tumulto pasional en serena amistad, como el único medio de capear los peligros y amenazas que se ciernen principalmente sobre ella. Los que a él se refieren los afrontaría sin vacilación alguna,
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pero ¿cómo exponerla a ella a la sanción social que, dada la gazmoñería casi medieval del medio y la época, equivale casi a un destierro o una excomunión? Ante eso su valor se quiebra; "He debido meditar mucho antes de responder a su sen tida carta de usted, como he necesitado tenerme el corazón a das manos para no ceder a sus impulsos. No obedecerlo, era decir adiós para siemp re a los afectos tiernos y cerrar la última página de un libro que sólo contiene dos historias interesantes. La que a usted se liga era la más fresca y es la última de mi vida. Desde hoy soy viejo. "Acepto de todo corazón su amistad, que será más feliz que no pudo serlo nunca un amor contra el cual han pugnado las más inexplicables contrariedades, Hoy se añaden peligros para usted sola; y aquella 'afirmativa' con que la amenazaron, la darían los que no la comprenden, y esto por mi causa, y por agentes que pueden salir de mi l:do. Los que tanto la aman no me perdonarían haberla expuesto a males que no me es dado reparar. Ante esta responsabilidad, todo sentimiento egoísta debe enmudecer de mi parte, y con orgullo puedo decírselo, han enmudecido. "Cuando esté su corazón de usted tranquilo en el puerto, contemplaremos, como se lo dije el otro día, la mar serena, y hablaremos sin temor de los escollos con que hubimos de estrellarnos. "Me acojo a la amistad que me ofrece, y que la creo tan sincera como fué puro su amor. En pos de pasiones que IIOS han agitado, hasta desconocernos el uno al otro, es una felicidad que el Cielo nos depara, salvar del naufragio, y en lugar de aborrecernos cuando ya no nos amaremos, poder estimamos siempre. Sólo así gozaremos de la felicidad que hemos buscado en vano. No conservo resentimiento alguno, por los últimos incidentes que han turbado nuestras relaciones. No tenía usted el poder de herirme: y cuando me entregaba el papel que contenía la explosión
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de desahogos no motivados leí en sus ojos que nada había quedado en su pecho. "Me siento aliviado de un gran peso, y creo que quedará usted lo mismo al leer ésta; y así como cuento con ser creído en los motivos y los fines, cuento con que la generosidad de sus sentimientos le hará alejar toda sugestión de amor propio que en manera alguna está interesado. "Me ha presentado usted dos caminos para llegar de nuevo a su corazón, y he tomado el que menos dificultades para usted traería, pues que no son las espinas las que me arredran de tomar el otro. Cuando pueda le daré el beso en la frente, que para este caso le tenía ofrecido su Sarmiento."
La segunda carta de Sarmiento a Aurelia fué escrita en diciembre del 61. Sus amores no han sido ahogados, pese a la común buena voluntad, es decir, han llegado a la plenitud angustiosa y dichosa del amor. ¿Quién rompió el pacto celebrado de mutuo acuerdo al parecer —según la primera carta— de sacrificar al terrible amor en el ara de la dulce amistad? Los dos, sin duda, aunque la iniciativa parece haber partido de ella. La presunción puede basarse tanto sobre el texto de la carta como sobre la mayor exaltación del carácter femenino en el terreno amoroso, y sobre el hecho de que esos años están entre los más activos y combatientes de la vida de Sarmiento, mientras los días de ella se debatieron probablemente entre la soledad y la pasión aherrojada. En los largos meses que median entre las dos cartas, Sarmiento tomó parte activísima en los debates de la Convención reformadora de la Constitución del 53, ocupó el ministerio del gobierno de Buenos Aires, fué acusado de complicidad en la revolución que derrocó a Virasoro, sufrió la acogotadora tortura que le produjo la ejecución de Aberastain. Después de Pavón —mientras la Confederación sigue bajo la presidencia de Pedernera—, Mitre se decide a la
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intervención militar de las provincias a fin de provocar su adhesión al orden liberal sostenido desde Buenos Aires. Una división del ejército se dirige a Córdoba bajo la jefatura de Paunero. Como auditor de guerra va Sarmiento. Desde Rosario, Sarmiento escribe 2 cartas a su mujer (las del 16 y 21 de noviembre de 1861) sobre asuntos domésticos y pecuniarios. No hay síntomas de ruptura en ellas. La división de Paunero llega a San Luis. Allí se entera Sarmiento de la muerte de su madre. Después, con las tropas de Sandes parte a Mendoza, a donde llega el 1 de enero del 62. Allá recibe una carta de Aurelia fechada el 8 de diciembre anterior. Es la segunda de que se tiene noticia por la respuesta del destinatario. "He recibido tu recelosa carta del 8 de diciembre, extrañando mi silencio y recordándome posición y deberes que no he olvidado. Tus reproches inmotivados me han consolado, sin embargo; como tú padezco por la ausencia y el olvido posible, la tibieza de las afecciones me alarma. Tanto, tanto hemos comprometido, que tiemblo que una nube, una preocupación, un error momentáneo haga inútiles tantos sacrificios. "Te quejas de no haber recibido en quince días cartas; y sobre este delito fraguas ya un ultimátum. Pero, ¿si no hubiese sido posible escribirte con seguridad? ",No has visto que a tu padre, a tu madre, a alguien de los tuyos escribo para recordarte que mi alma anda rondando cerca de ti? " , Y si esas cartas no se han recibido todas? ¿No temes que alguna tuya se perdiese? "La verdad es, sin embargo, que tu amiga me alarmó con prevenciones que me hicieron temer un accidente, pues ella anda muy cerca de las personas en cuyas manos una carta a ti, o tuya, sería una prenda tomada. "He recibido tu primera carta, y una segunda en que me decías que no tenías voluntad de escribirme, nada más. ¿Y con este capital crees que quedan justificados tus amar..
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gos reproches? Sé, pues, justa, y tranquilízate. No te olvidaré porque eres parte de mi existencia; porque cuento contigo ahora y siempre. "Mi vida futura está basada exclusivamente sobre tu solemne promesa de amarme y pertenecerme a despecho de todo; y yo te agrego, a pesar de mi ausencia, aunque se prolongue, a pesar de la falta de cartas, cuando no las recibas. Esos dos años que invocas velan por ti y te reclaman como la única esperanza y alegría en un piélago de dolores secretos que tú no conoces, y de estragos causados por nuestro amor mismo. "A mi llegada a Mendoza avisé a Juanita que escribiese, no pudiendo hacerlo yo, para que supieses mi llegada. El correo está franco. ¿Por qué no escribes sin intermediarios? Hazlo en adelante y abandona este tema de las quejas que dan a tus cartas un carácter desabrido, haciendo más insoportable la separación. "Necesito tus cariños, tus ideas, tus sentimientos blandos para vivir. Un amigo de Córdoba me escribe: 'No puedo disimularle que he recibido una impresión penosa al leer su carta, porque veo en ella reflejar un profundo desencanto que muchas veces he apercibido en el fondo de su pensamiento'. Atravieso una gran crisis de mi vida. Créemelo. Padezco horriblemente, y tú envenenas heridas que debieras curar. Al partir para San Juan, te envío mil besos y te promete eterna constancia. Tuyo Sarmiento."
La carta de ella decía: "Te amo con todas las timideces de una niña y con toda la pasión de que es capaz una mujer. Te amo como no amé nunca, como no creí que era posible amar. He aceptado tu amor porque estoy segura de merecerlo. Sólo tengo en mi vida una falta y es mi amor a ti. ¿Serás tú el encargado de castigarla? Te he dicho la verdad en todo. ¿Me
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perdonarás mi tonta timidez? Perdóname, encanto mío, no puedo vivir sin tu amor. Escríbeme, dime que me amas, que no estás enojado con tu amiga, que tanto te quiere. Me escribirás, ¿no es cierto?" Por los días en que más ocupado y preocupado hallábase Sarmiento, gobernador de San Juan, con la amenaza de la invasión del Chaco, ocurrió un suceso interpretado erróneamente entre nosotros hasta hoy. Nos referimos al verdadero motivo de la ruptura y separación definitiva de Sarmiento y su esposa. Según la versión corriente y autorizada, Benita, ante el silencio prolongado de su esposo ausente, había enviado a Dominguito al correo a hacer las averiguaciones del caso. El mozalbete comenzó informándose que llegaban cartas de su padre dirigidas a una viejita semianalfabeta, y últimamente que la verdadera destinataria era Aurelia Vélez. Ante la explosión de celos, cargos —y algo peor— de la señora, y, sobre todo ante el hecho de haber usado de inquisidor y polizonte al propio Dominguito, Sarmiento, caído en profunda depresión, habría respondido con la ruptura irrevocable. Hoy cree saberse también que lo peor del agravio pudo estar en el hecho de que doña Benita llevó el asunto en consulta al estudio de un abogado enemigo del acusado. Sin negar que algo pudo haber o hubo de esto, la verdadera causa es muy distinta, y ella explica de sobra el que Sarmiento se negara en firme, desde el comienzo, y a lo largo del resto de su vida, a todo intento de reconciliación. El esposo tuvo o creyó tener prueba fehaciente del adulterio de su esposa. Es la verdad que arrojan algunas piezas del epistolario guardadas en el Museo Sarmiento. "He sido deshonrado y publiqué mi deshonor con el objeto de retraerlo a su origen. Así, pues, la ruptura no tiene esperanza de enmienda. Estoy solo en el mundo y la vejez se acerca... Acogido por mi hogar paterno donde ni la traición ni la decepción moran. Lo he sacrificado todo y me propongo no volver atrás nunca. Es asunto concluido.
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Desearía que ella se fuera a Buenos Aires, aunque mucho me temo que eso no ocurra. Yo no volveré nunca a esa ciudad mientras ella viva allí". (Carta a Mariano Sarratea, San Juan, 28 de noviembre de 1862). Una carta de Mitre, escrita por esos días, deja entrever que el escándalo no era desconocido en Buenos Aires, y algunas referencias suyas parecen indicar que el tercero en el asunto era el ministro Rawson: "En cuanto a ella, dice hablando de Benita, y sin abrir juicio sobre lo ocurrido... le diré que es una mujer muy desgraciada, y si como Ud. me dice (porque no tengo fundamento alguno por mí mismo) tiene pruebas de su falta, Ud. está vengado, pues, de cualquier modo, ella sería más infortunada que Ud." Y Mitre termina aconsejándole permanecer en San Juan, aunque le asegura que "la publicidad del asunto no ha sido tan amplia como Ud. supone". "La carta —opina Allison Bunkley— implica además que Sarmiento había llegado hasta la decisión de renunciar a su familia y a su carrera para poner el asunto en claro, pero que doña Benita y el tercero (Rawson?) rehuyeron el desafío". Lugones, Ponce, Rojas, Gálvez no vieron o no quisieron ver la verdad. Y ésta es la única que explica, no sólo la decisión ilevantable del agraviado, sino el rapto de desencanto y desesperación que se apoderó de él. "No sabe Ud. —le escribe a Mitre— el estrago que ha hecho en mi alma la herida que he recibido en el corazón. Soy otro hombre, receloso, humilde, huyendo de la política, de pensar, sobre todo". Régulo Martínez, que llega por esos días a San Juan desde Buenos Aires, probablemente con algún mensaje oral de Mitre sobre el drama íntimo, le escribe a éste ponderándole los extremos de la crisis moral del amigo común y contándole que hubo de embriagarlo bajo los naranjos del jardín como único medio de procurarle sosiego. Dcminguito, que se aparece un día por San Juan, le trae el único consuelo que él puede esperar. Mas, pasados algunos días casi felices, Sarmiento le escribe a Mitre:
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"Dominguito recién anoche me ha hablado de una carta que trae de Ud. para mí y que no ha creído deber mostrármela". Se trataba, muy probablemente, de una propuesta de reconciliación conyugal que Sarmiento no aceptaría dado que, como es natural, su resolución al respecto era irrevisible. (Todo ello, claro está, sin poder dar a su hijo los verdaderos motivos). Dominguito sin duda expresó su voluntad de volver al lado de su madre. Para Sarmiento eso significaba casi perder a su hijo o parte del corazón de ese hijo que amaba más que su vida. Estalló en sollozos. El muchacho, un poco sorprendido y consternado, sólo atinó a ponerle una mano sobre el hombro y rogarle: ";No llore! Un viejo corno usted. . . Pese a sus exageraciones, Freid —especie de Magallanes de la psicología humana— ha revelado que el instinto sexual es el móvil maestro de la mayoría de las actividades y manifestaciones de la psiquis, de modo que los empeños por ahogar la libido —dogmas morales, religiosos o policíacos— sólo logran trocarla en el principal factor de la neurosis (obsesiones, fobias, melancolía, im pulsos criminosos, suicidios) o de los innumerables modos de aberración sexual (narcisismo, sadismo, ascetismo). La larga lista de desvíos que la historia sexual de la humanidad consigna demuestran no sólo la potencia torrencial del amor en el hombre (es decir, que éste es la más erotizada de las criaturas), sino también que gravita sobre él el cúmulo de terrores, ilusiones siniestras y zurdas codicias a que el hombre sometió su amor hasta enfermarlo y desfigurarlo. El salvaje tendió —o tiende— a ver en el propio sexo la clave del misterio generador de la naturaleza. Sus ritos religiosos están relacionados ostensible o clandestinamente a la realización de la cópula, por la sencilla razón de que el credo religioso nace de la confianza en poder ayudar de algún modo al proceso creador de la naturaleza: la vuelta de la vegetación y de las frutas, de los pastos y de las bestias que los comen. Príapo, como cifra de toda fe-
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cundación, llega a ser dios universal y visto como dispensador de la lluvia y ésta como el licor seminal del cielo. No hubo, pues, tales religiones itifálicas; todas lo fueron. El itifalo, llevado por los procesionantes de Dionysos, fué un amuleto tan sagrado como el crucifijo. ¿Cómo ocurrió entonces que de esa actitud de veneración y adoración del sexo, de todas las viejas religiones, la judaica y la cristiana pasasen a la de una profunda execración? Sin duda porque los desbordes del Eros llegaron a inspirar terror, y porque las religiones se volvieron pesimistas, y al querer salvar lo que comenzaron a llamar espíritu, como algo ajeno a lo real y viviente, se trocaron en una sabiduría de la muerte y terminaron condenando los instintos que nos unen a la vida y la belleza y la alegría de vivir. A tal punto que en muchas sects de Asia Menor y Siria —la judía entre ellas— esa actitud llegó al delirio de ver en el sexo la fuente de todo mal. En lo anterior se apoyó la tradicional dictadura doméstica y social del varón sobre la mujer, que terminó concibiendo a la mujer como la encarnación de la líbido y, por ende, la peor enemiga del alma del hombre. Natu ralmente la mujer carecía de alma.
Todo el mundo occidental cristiano vivió bajo esa espeluznante pesadilla hasta el Renacimiento y subterráneamente la aciaga tradicién se prolongó hasta hoy. Sólo por la gracia infinita de Dios, y mediante el sacramento del matrimonio, el sexo deja circunstancialmente de ser abominable y sólo a fin de que la especie adámica no perezca. Esa fué y es la teoría del San Pablo y de la Iglesia. En cuanto a los Evangelios, basta recordar a l\Iateo (C. XIX, V. 12), donde se propone el euniquismo como el estado ideal del varón. ¿Necesitamos decir que semejante concepción está orgánicamente relacionada con la tenebrosa barbarie medieval y con las más profundas taras mentales y sociales de la cristiandad hasta hoy? En su condición de amo económico el hombre se sintió
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siempre el amo y propietario de la mujer. Pese a que la mujer está hecha más para el amor que el hombre, éste tendió a trocar a la mujer en esclava sexual y esclava doméstica. Contra esa tradición de milenios viene luchando la mujer guiada por el propio proceso de la historia y por los hombres de espíritu más virilmente emancipado de ayer y de hoy. Como el esclavo ayer, como el campesino y el obrero hoy, y como el niño siempre, la mujer viene padeciendo milenariamente la opresión de los amos masculinos del privilegio. Su liberación, inseparable de la de los otros sectores oprimidos, liberará a la sociedad toda, es decir, al varón mismo. Ni decir que la religión, principal agente de la servidumbre económica, moral y sexual de la mujer, sigue siendo el mayor enemi g o de su emancipación. La precedente incursión en el terreno de la cuestión sexual, aunque parezca extemporánea, no lo es, ya que resulta indispensable despejar un poco las nieblas de la gazmoñería para ver con alguna claridad en la terrible encrucijada. Pensamos que hay algo tan importante como la acción pedagógica o política de Sarmiento o su obra literaria: es el espectáculo de su personalidad. Ahora bien, ¿cómo abarcarla y penetrar a fondo en ella si prescindimos de su vertiente amorosa, o si pasamos como sobre ascuas por ella? En segundo lugar, al enfocar ese aspecto con criterio realmente moderno, la visión cambiará profundamente. Libres de legañas beatas o curialescas no podemos condenar por culpables, o esconderlas del público, las relaciones amorosas de Sarmiento y Aurelia. ¿No tenían derecho a buscar la mutua felicidad y lograrla? La culpable fué la sociedad al impedírselo, arrogándose un derecho y un poder que son una de las peores formas de tiranía. Esa sociedad —la de aquella época como la de hoy— movida por intereses inconfesables, y guiada por prejuicios cavernarios habían sacramentado el matrimonio indisoluble, tabú generoso creado en los umbrales de la
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edad moderna, que no conoció ninguna de las civilizaciones anteriores, todas las cuales tuvieron el divorcio por institución religiosa. Es que la cristiandad es teocrática en el fondo y la humanidad no recobrará su salud mientras no termine con el tráfico de alcaloides profanos o místicos. Sarmiento estaba lejos de ser un galán de novela, pero era un varón integral y magno y tenía derecho a buscar en el amor de una mujer digna de él una compensación a los dolores que le infligía la paquidérmica imcomprensión de sus contemporáneos a su obra de liberación y creación. Aurelia tenía la juventud, el amor, el fervor, la inteligencia, la hondura espiritual. ¿La hermosura? Sarmiento sabía que la mujer más y mejor amada es la más hermosa. Siete años de separación, pero nunca de olvido. En 1865 él llega a la tierra de Lincoln, y, como puede suponerse, la primera carta que envía desde allí es para Aurelia y para hablarle de los Estados Unidos. "Glóriome de haber tenido veinte años antes la clara percepción de su definitiva influencia sobre los destinos de la América toda y de haberme consolado de nuestra depresión anunciando a Europa lo que ésta empieza a sentir. Ud, que es joven ha de ver el fin del comienzo que ya presenciamos. "Y a propósito de juventud, ¿por qué deja Ud. disiparse la suya como planta pegada al suelo, Ud. libre de cuidados y obligaciones, y no se resuelve a tomar el vapor que se establecerá en noviembre entre Buenos Aires y Nueva York y en treinta días de viaje cómodo, tocando las costas del Brasil, se encuentra en Nueva York, donde desemboca el Hudson, y remontándolo llega a la cascada del Niágara, desciende el San Lorenzo, y se vuelve a su casa, llena de recuerdos, enriquecida de emociones... ?" Tres meses después, en una nueva carta: "Quiere Ud. un hombre más feliz, si felicidad consiste en no tener goces, en huir de ellos y vivir alimentándose de su propia sustancia?" Y más adelante:
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"No sabe Ud. los tesoros de estilo y composición que posee. Quisiera que ocupase su inteligencia ayudándome en la obra piadosa de tener despierto a San Juan. Acometa la empresa y escriba con el abandono con que me escribe a mí: ése es el gran estilo." Confiado en su capacidad de juicio y seguridad de gusto, dícele en la misma carta, y no por mera galantería: "No tocaré con mi trémula mano de viejo a mi juvenil Facundo por complacer a Ud. cuyo juicio y cariñosa tutela respeto y acepto." Y después, confiado igualmente en su discernimiento político: "Le hablo de todo esto porque Ud. no es hombre ni político. Guardo mi silencio y me gozo de ser olvidado, menos de su tatita, a quien no se lo perdonaría. "Se ha dicho alguna vez que tengo la paciencia y la tenacidad del presidiario. Pero me ha de sorprender la muerte esperando los años necesarios para que una idea madure." La carta de octubre del mismo año es casi toda de las mujeres que más veneró su corazón en la segunda parte de su vida y, sobre todo, de Mary Mann: "Mary Mann es mi ángel viejo! El corazón le arrastra. En medio de tantos desencantos y traiciones, me queda el consuelo de haber sido amado como me amaron Ud., su padre, Aberastain, Posse, Mary Mann y algunos otros. "Esta última es víctima de una fascinación que acaso proviene de un exceso de amor maternal que desborda de su corazón, acaso de encontrar en mi un admirador y un continuador de su esposo. "Vive para mí, para ayudarme y hacerme valer. Su primera pregunta a quien se le acerca es: ¿Conoce usted al ministro argentino?, y principia el panegírico. Ella me ha dado los mejores amigos e introducídome a los más altos ersonaj es." La carta termina, sabiendo que serán bien acogidas, con referencias al eco de su literatura en el mundo Inte-
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lectual yanqui y con una alusión muy ecuánime al origen de su vanidad. "Aquí veo que no son tan difíciles los hombres que llenan el mundo con sus nombres, y me basta mostrarles una página mía para que me tenga en algo. Veo que he vuelto a resollar por la herida, ¿pero qué quiere usted?, es profunda y necesito una persona como Ud. para desahogarme." La última carta norteamericana a Aurelia en 1868, comunica su propósito de consignar las impresiones de su inminente viaje de Nueva York a Buenos Aires y ponerlas bajo la enseña de su nombre amado: "En este viaje, que me propongo describir, el viajero sólo es el protagonista, y dedicado a Ud. sola su lectura, darále la seguridad que, para llevar a cabo la idea, a toda hora ha de estar presente Ud. en mi memoria. Viviré, pues, anticipadamente en su presencia." Pocos días después, en ese Diario de viaje, inscribirá su reconocimiento profundo: "Hay otra que ha dirigido mis actos en política, montado guardia contra la calumnia y el olvido, abierto blandamente puertas para que pase en mi carrera, jefe de Estado Mayor, ministro acaso, y en el momento supremo do la ambición, hecho la seña convenida, para que me presente en la escena en el debido tiempo." En efecto, trocada ya en amiga, y un poco en hermana o madre, es ella la que ha dado el consejo lúcido que él acata: no venir al país, no escribir sobre política, dejarlo todo a cargo de sus partidarios. Y en los días que preceden al de su muerte, su carta última está dirigida a la amiga incomparable: "Díjome Ud. que vendría de buena gana al Paraguay; creílo con placer cuando no fuese más que como las promesas que las madres o de las que cuidan enfermos, es decir que sí, cuando alguna vislumbre de alegría pasa por aquellas cabezas. ¿Por qué no estimar aquellas piadosas y socorridas mentiras que hacen surgir un mundo de ilusiones y alientan al que harto sabe que nada hay de real en los sonidos, si
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no es la armonía, unas veces, o bien lo suave de la lisonja que consiste en hacer creer que somos dignos de tanta molestia? "Bien me dijo de venir. Venga, pues, al Paraguay. ¿Qué falta le hacen treinta días para consagrarle seis a un dolor reumático, cinco a la jaqueca, algunos a algún negocio útil y muchos momentos a contemplar que la vida puede ser mejor? Venga, juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida, con su látigo cuando castiga, con sus laureles cuando premia. ¿Qué? Es de reírsele en las barbas." Tal vez nada arroja una luz más clara sobre el magnetismo espiritual de Sarmiento que la admiración y devoción que su persona y su obra despertaron en una mujer de la jerarquía cultural y moral de Mary Mann. Era, como sabernos, la esposa del gran educador y legislador Horacio Mann, el hombre a quien Sarmiento admirara y quisiera más, acaso, entre todos los hijos de la tierra de Washington. En 1847, Mary había servido de gustosa intérprete entre los dos apostólicos pedagogos. Cuando volvió en 1865, uno de los primeros cuidados del argentino fué visitar a Mary, ya viuda y con hijos hombres. El culto común a la memoria de Mann estrechó su mutua simpatía hasta trocarla en amistad profunda. Mary, cuñada del alto novelista Hawthorne, era mujer cultísima, conocía varios idiomas, el español incluso, y estaba vinculada al alto mundo intelectual yanqui. Aunque la correspondencia entre ella y Sarmiento llegó a ser nutrida, él sólo pudo visitarla muy de tarde en tarde en Concord, aldea de cinco mil habitantes, sin empedrado ni alumbrado, pero que congregaba en su estrecha y humilde área, los más poderosos reflectores cerebrales de la Unión. Emerson, Longfellow, Thoreau, Hawthorne. Mary se trocó no sólo en apasionada admiradora del argentino sino en su traductor y biógrafo. "Su vida desde entonces —cuenta él— se liga a la mía, aunque no nos veamos más que dos o tres días una vez
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cada año. Su correspondencia es numerosa y las ramificaciones de su afecto abrazan a la República Argentina, porque yo la amo; a la Manso, porque me ama a mí, a mi hija porque murió Dominguito, cuyo retrato está sobre su mesa y es adornado con guirnaldas de flores cuando voy a verla." En una de las cartas cruzadas con ella se refiere Sarmiento a la traducción de Facundo al inglés que Mary ha emprendido bajo el título de Lif e in the A rgentine Republic, pero a los pocos párrafos se olvida del tema para hablarle de su empeño en hacer de San Juan una especie de sucursal yanqui, "un centro luminoso en el interior produciendo plata y cereales y educando al pueblo". Pero el reconocimiento de su deuda con Mr. Mann viene de suyo: "...La fotografía de la Escuela Sarmiento, que acabo de recibir y que quiero esté colgada en su salón como un fruto maduro de esa buena semilla que sembró Mr. Mann aquí, y un ave de paso recogió y fué a deponer en países lejanos, en las islas de la Oceanía." Y de pronto la carta salta a un tema inesperado: "Olvidaba aceptar con gratitud el ofrecimiento que por conducto de Ud. me hace ese caballero que se ocupa de las prisiones. . . En mi país estamos en el más deplorable atraso a este respecto." Mary escribe entusiasmada con el prefacio a la V ida de Lincoln, que llama Y our glorivs introduction. Sarmiento contesta: "Mil veces gloriosa por cierto si ha alcanzado la entusiasta aprobación de Ud. por lo que en ella entra su elevado juicio y su ardiente y simpático corazón." Al conversar sobre el tema, Sarmiento habíase resistido al ofrecimiento hecho por ella de traducir sus páginas, a fin de evitarle un trabajo tedioso, pero ahora le dice: "Ahora que me consta lo hará con amor de madre, ni por todo el oro del mundo quisiera que otro que Ud. pasase al inglés mi pensamiento". A medida que va conociendo mejor su persona y su vida, la noble dama del Norte siente crecer su simpatía
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admirativa por el hombre del lejano Sur, a punto que quiere ahora escribir su biografía: "He recibido con gratitud la idea de una biografía escrita por Ud. Esta será mi recomendación allá. Tiene la ventaja de que el biógrafo ama el asunto y la narración será ella misma una enseñanza." Como supone que el aspecto de su vida que única o principalmente puede interesar a Mary es el pedagógico, se empeña en suministrarle un meduloso compendio de su cruzada educacional y de su lucha contra la casi increíble incomprensión y mezquindad de los gobiernos, es decir, la oposición de las clases poseyentes a la educación de los desposeídos: "Hace veinte años que marcho adelante y hallo todos los elementos para la obra; ¡pero detrás de mí viene la colonia española cerrando colegios y escuelas, suspendiendo diarios de educación y borrando mis huellas. "Decretarán caminos, monumentos, palacios, estatuas, paseos públicos para captar la voluntad de los pueblos, pero no escuelas, aunque universidades y colegios (para los ricos) entren en su programa." En política soy siempre maestro de escuela." Mary trabaja con decisión y ahinco y necesita más libros y más datos de la vida de su gran amigo, que contesta: "Como el primer plan de la obra fué una 'Educational biography' no me interesé en darle detalles particulares... " "Le envío los dos primeros capítulos de la V ida del Chacho, para que vea si son de la pluma de la de Quiroga, y mi biografía de Aberastain, mi compañero y amigo adorado. Fué desde joven el único hombre con crédito de sabio que me estimó y comprendió." Le envió V iajes. "Si algún esclarecimiento se necesita, pídamelo, que ya me estoy envaneciendo de y erme retratado por Ud. Temo que se retrate Ud. misma. No importa." En esos días ocurre la mayor tragedia en la vida de este hombre tan esquilianamente probado por la fatalidad. En su carta de los últimos días de 1866 le da a su gran amiga
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la noticia de la muerte heroica de Dominguito, pintando al joven capitán con la idealización ardiente que el corazón hace de los seres queridos que la muerte nos quita por uno de esos golpes traicioneros: "Era el ídolo de todos." "Para mí era todo." "Tengo que conformarme y ya estoy más resignado, aunque el recuerdo de sus gracias infantiles, sus juegos conmigo me haga llorar más que la idea de su trágica y sangrienta muerte. No puedo recordarlo sino alegre y riendo y esto me hace sufrir más." Las distintas reacciones e impresiones que producen en él las sucesivas noticias sobre su candidatura presidencial encuentran en Mary su mejor confidente: "Mi residencia en los Estados Unidos, la estimación que Ud. y otros amigos me manifiestan, mis trabajos reales también, me dan ante mis compatriotas la aureola que tienen las cosas vistas a la distancia como las montañas ásperas y rudas, que de lejos son azuladas y suaves de contornos." Vuelto a su país y no obstante la casi insostenible carga que, pese a sus hombros de gigante, es para él la presidencia, no olvida nunca a su noble y lejana amiga. Su carta de fines de 1872 termina así: "Espero tener noticias suyas, pues sólo careciendo por dos meses de ellas he podido sentir cuánta falta me hacían." En agosto de 1866, Juana Manso, una maestra porteña, había recibido una carta de Mary Mann. Ella tenía por tema principal la educación de los niños dado que la remitente como la destinataria son maestras de apasionada vocación. Pero el nombre del noble amigo de ambas mujeres debía presentarse y la Mann decía: "En lo que hace a cultura intelectual no conozco caso más maravilloso que el del señor Sarmiento que en edad tan temprana se ha trasladado, como la imaginación, a los extremos de la tierra y ha comprendido las políticas de las naciones y la razón veraz de su prosperidad y cultura. "Hay pocas comunidades que cuenten con un hombre tan grande y tan bueno como él, pero sus triunfos han sido de tal naturaleza que asombra cómo sus libros no sean
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leídos con ardor... Es un historiador tan profundo que sus menos cultivados compatriotas deberían aprender de él todo cuanto necesitan saber. Tengo ya esbozada su hermosa vida. . No menos insigne entre las amistades femeninas de Sarmiento, fué la de Juana Manso, de quien llegó a decir que era "el único hombre" que había comprendido y apoyado su misión de empujar las masas hacia la libertad por medio del alfabeto. "Empieza Ud. —le escribe desde Nueva York, en 1866— a realizar mi deseo de llamar a nuestras mujeres de encargarse de educar a nuestros hijos." "Son cientos de miles —en los Estados Unidos— las mujeres que se consagran a la educación, esa segunda maternidad." Sarmiento recuerda a la amiga algunos de sus desencantos y derrotas en su batalla contra la ignorancia con librea y latín de las clases gobernantes: "Continúe Ud. su tarea y no vaya Ud. n vano a tocar las puertas de los que gobiernan. Diríjase al pueblo sin los vicios de la educación y las legañas de los ministros y gobernadores de la clase que se cree ilustrada.. ." ". .Había educación universal costeada por el pueblo. Aprenderán a leer los doctores de Salamanca." Después de recordar a su corresponsal q& fué el desprecio de la capacidad de ella por parte de la selecta sociedad porteña lo que, una década atrás, lo llevó a él a ponerla al frente de la primera escuela de ambos sexos, le recuerda, que, al dirigirle en aquella circunstancia su primera carta sobre educación, no faltaron personas que le señalaran el riesgo de que la humildad del destinatario malograse el efecto del escrito.., como si el talento pudiera ser anulado sólo "por la oscuridad creada en torno suyo". Y llega a ocurrir que la gran simpatía de Sarmiento por la noble y valerosa conducta de ].a maestra de escuela, lo lleva a él —mal juez de versos— a creer en el talento poético de la Manso. Las pobres cuartetas de homenaje a Lincoln que ella le enviara, se las enseñó a Longfellow y
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aun consiguió que el alto poeta honrase una estrofilla de su amiga vertiéndola al idioma de Shakespeare: Dejas a las naciones, por ejemplo como alto funcionario, tu carrera, tu sepulcro de mártir para templo, tu palabra de apóstol por lumbrera.
Tradujo Longfellow: Thou leavest to the nation par example Thyne own career as champion of the right, Thy martir-sepulchre to be a temple, Thyne apostolic word to be a light.
Sarmiento, exaltado y dichoso de dar las albricias celebra la cosa como un triunfo consagratorio: "Una estancia suya hoy le atrae el aplauso y le da el diploma de poetisa refrendado por uno de los laureados del Parnaso." Era un pequeño gran descuento al vejamen —insulto y agresión— sufrido meses atrás por la Manso, de parte de un elegante, mientras leía en público un trabajo sobre los Estados Unidos. Era la fobia colonial de Buenos Aires ante el primer amago de emancipación de la mujer. Sarmiento expresó por la prensa desde Nueva York, su filosa protesta. Y escribióle a ella: 'Le he mandado su fotografía a Mrs. Mann, y está Ud. sentada en su hogar, y colocada en las afecciones y la estimación de Emerson, de Horacio Mann o de Longfellow. Entre los suyos continuará siendo la Juana Manso, una mujer gorda, vieja, pobre.. Quizá su más seductor atisbo del carácter norteamericano —dice un biógrafo yanqui de Sarmiento— sea su retrato de la giri antes y después del desposorio. • Evidentemente, la libertad social de la joven yanqui, por contraste con el sedentarismo carcelario y la servil gazmoñería de la mujer hispanoamericana, le fué largamente simpática. Lo sintió como uno de los tantos avances de
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la nueva sociedad sobre la tradición inglesa, pues acostumbraba decir que la mujer cuáquera era como la hembra de los pájaros tropicales, sin color y sin gracia. Como es sabido, Sarmiento saludó con homérico alborozo las primeras prosas de José Martí que leyó en La Nación. Meses después el cubano se ocupó, en otra de sus correspondencias, de la mujer yanqui: "Crece de un modo singular el influjo de la mujer en oficios y negocios viriles de la República, aunque visiblemente desmayen la salud de la casa y la santidad de la existencia." Naturalmente, no es que Martí rechazara las conquistas económicas y culturales de la mujer yanqui, pero le pareció que absorbida por ellas renunciaba a lo más privilegiado de su naturaleza, poniendo en el mismo plano subalterno de los negocios "la fuente de todas las fuerzas, el cariño entre la mujer y el hombre." Martí, no curado del todo de su romanticismo juvenil, olvidaba la servidumbre de la mujer latina (semiarábiga en la española), cuyo amor, más o menos horro de libertad, reducíase en hartos casos a obediencia anuladora. ¿No era una respuesta merecida al ascetismo lúgubre de ermitaños y monjes de la península —y de cualquier parte— la vida de don Juan de Mañara, o Juan Tenorio, esa especie de santo español de la lujuria y el engaño, verdugo del amor? Olvidaba Martí que en Indoamérica el opio pietista era el único consuelo ofrecido al amor femenil sofocado por la tiranía conjunta de la Iglesia y el marido. Y que allá, entre las mujeres del pueblo, regalábase la vista con espectáculos como el que Tchieffeley, atestiguaría en Quito en 1925: "Mujeres empedrando calles: llevan cargas a la espalda, suspendido el peso con una cinta atada a la frente; vi cargas que muy pocos hombres aguantarían." Con más sentido realista, Sarmiento creía que la igualación de la mujer al hombre en el terreno de la economía y el trabajo era el comienzo del camino de su liberación.
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(Claro es que ninguno de los dos alcanzó a columbrar que la emancipación final de la mujer sólo podrá lograrse a través de la liberación de todas las clases oprimidas de la sociedad.) Sarmiento dijo: "Quisiera que Martí nos diera menos Martí, menos latino, menos español de raza y menos americano del Sur, por un poco más de yanqui, del nuevo tipo de hombre moderno..." "No es que vituperemos que halle mejor la mujer delicada y de instintos finos a aquellos remedos de hombres en aspiraciones y empleos, sino que se levante contra un hecho dominante que viene avanzando y conquistando terreno hasta hacer desaparecer las diferencias que traía consagradas la tradición humana, entre los sexos." Es decir, Sarmiento intuía que, pese a todos los inconvenientes, muchos groseros, del aprendizaje, la liberación económica y social de la mujer era indispensable para que la esencia femenina pudiera expresarse en su plenitud armoniosa. Para él la maestra bostoniana (la mujer educada y educadora según las necesidades de la vida social del siglo) era la antípoda del producto medieval típico: la monja: "Tantas partidas de hermanas 'de caridad, de la Misericordia, del Sacré cceur, des sacrées scetrs.. . ¿no sería hermoso espectáculo, para presenciarlo desde el muelle, ver llegar a Buenos Aires, cuarenta muchachas rubias, modestas, sin gazmoñería, virtuosas, de esa virtud práctica, útil, social. col onas de educación y de republicanismo. . . ?" Ese tipo de mujer no será sólo educadora de niños sino, con ello, formadora de ciudadanos de la república que reemplazará a la monarquía de hecho que persiste entre nosotros: "Setecientas maestras norteamericanas en la República Argentina o en Chile, reparando en diez años el estrago de tres siglos, formando del colono que todavía subsiste en el pueblo, el ciudadano de la república moderna," A la Manso la llama "la única de su sexo que ha com-
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prendido que bajo el humilde empleo de maestra está el sacerdocio de la libertad y la civilización.. No se cansa de insistir sobre el sentido de ascenso que tiene la creciente participación de la mujer en la vida económica y social norteamericana: "Cuatrocientos maestros de posta son señoras; la mitad de los empleados de la Tesorería Nacional son mujeres; el telégrafo lo pulsan sus delicadas manos... " De la enseñanza escolar no hablemos: por un maestro hay tres maestras. Con complacencia contagiosa cita al inglés que vió con ojo sagaz a la Nueva América: 'Para Dixon, cuestiones políticas entre Sur y Norte, libertad de los negros, religión, mormonismo, espiritualismo, todo tiene una sola solución: The women's 'rights, posición social de la mujer, educación, ciencia; dar títulos de suficiencia por igual a la mujer y al hombre..." Naturalmente Sarmiento comprendió, como el mejor, que la batalla en pro del divorcio y de los derechos civiles y políticos de la mujer está entre las primeras a dar por la liberación soñada: "Acaban de publicarse los discursos de mistress Stanton sobre ci Proyecto de ley de divorcio. en pro del sufragio universal (de las mujeres... ) Ya fuera
Ud. a tratar la cuestión del divorçio, diciendo como una escritora norteamericana semejantes palabras a su contendor varón: "Como no me consta que Ud. haya sido varón un solo día, permítame que le cuente cómo sentimos nosotras la mujeres a ese respecto." A propósito no teme confesar que él mismo se mostró alguna vez ridículamente obtuso ante la libertad de la mujer yanqui: "Mi educación sudamericana, a despecho de mis ideas, me hizo cometer una falta. Viendo tan joven y tan bella a miss Williams: 'Vaya Ud. confiando en las excelentes recomendaciones que le daré para personas respetables, vaya, y un año más estará casada'. No le gustó el cumplido, acaso porque aludía al sexo. Ustedes creen, me dijo sonriendo gravemente, que las mujeres sólo pensamos en casarnos."
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En mujeres como mistress Stanton o miss Williams anticipábase la llegada de mujeres como esa de cuerpo y alma griegos y cabeza moderna llamada Isadora Duncan, que escribiría un día: "Consagraría mi vida a luchar contra el matrimonio, absurda institución de esclavitud." Sarmiento era por encima de todo un poeta magno, y presintió como pocos, sin duda, la integral belleza de la mujer y de su amor en una sociedad desengrillada. (,Y no será el amor la cosa más seria de la edad juvenil y también de las otras? ¿Y qué será él, que hasta el dolor y la desesperación que nos da parecen teñirse de su hermosura?) En la maravillosa naturaleza femenina hay algo tan poderoso y delicado —si no más— como la inteligencia viril y ambos tienden sin duda a un mismo fin, pues en cierto modo, el individuo verdadero es la pareja. Una mujer es ella misma y a la vez cifra de todas las mujeres. No hay arpa más profunda que su corazón y su cuerpo cuando se los ama de verdad y en uno. La mujer puede ser para el hombre un clima suficiente de belleza y de dicha. Y el amor verdadero entre mujer y hombre es, sin duda, la más bella albricia de la tierra. Ese sacramento del misterio nupcial se da porque es el único trance en que podemos ser de veras felices si logramos con la nuestra hacer la felicidad de otro ser. Hermoso como la conjunción del día y la noche es la del varón y su compañera. Y ése es el amor que logra arrancar al cuerpo humano el escalofrío más subido del alma. Porque hay eso: por etéreo que parezca nuestro amor no debe hacernos olvidar que tenemos, no un par de alas de ángel, sino dos brazos ardientes y constrictores. Y que sólo en el amor y por el amor completo, el hombre logra su plenitud viril y la mujer su femineidad. Es decir, el cuerpo y su belleza y su deseo son sagrados, y quien intente prescindir de ellos no conocerá ciertamente el amor. Los caballeros medievales podían hacer el amor platónico a sus damas sólo porque podían forzar a las campesinas al amor faunesco. El amor, para existir de verdad, precisa liberarse de la idea .
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del pecado y de la imagen del código como las alas precisan liberarse de la jaula. La pareja humana irá sintiendo cada vez más la necesidad de emanciparse de esa servidumbre milenaria que es la autoridad del Dios hebreo y la del Derecho romano... Y he aquí que como en las novelas o el teatro el destino reservaba a Sarmiento su más extraordinaria albricia de amor para la postre. La aventura exterior es fácil de contar, aunque la profundidad y magia del romance quedan casi por entero a cargo de la imaginación. En 1866 Sarmiento asistió en New Haven a una asamblea de la National Teacliers'A ssociation. "Entre los setecientos maestros reunidos... llamóme uno la atención por la nobleza y dulzura de sus facciones, y por su porte; fué el primero en acercárseme. Encontrámonos en Washington; volvimos a vernos en Indianápolis. Era el profesor Vickersham, hoy intendente de Pensilvania. De allí hicimos viajes juntos a Chicago e introdújome a su hermano y señora. Diez días cenamos y almorzamos los cuatro juntos". Eso le cuenta Sarmiento a Aurelia, aunque quizá no recuerde con precisión el orden de los detalles, ni el alcance de algunos... Según Bunkley, Sarmiento, que llegó a simpatizar tanto con Vickersham como antes con Mann, fué invitado por él, en 1867, a .Harrisburg, capital de Pensilvania, donde era superintendente de Escuelas Comunes y donde el huésped disertó sobre La educación en la A rgentina. Allí el profesor presentó a Sarmiento a su cuñada Ida, quien se ofreció a enseñar inglés al extranjero. Ida era casada, como vimos. "Su marido el doctor Vickersham, es tan lindo y joven como ella y médico de cierta clientela en Chicago", cuenta Sarmiento. Sarmiento, con su prócer fealdad y su calva de cóndor, estaba ya bien avanzado en el camino de la vida. Ella era muy joven y perturbadoramente femenina y hermosa. ("La mujer más femenina que he conocido nunca").
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¿Belleza nórdica? No, de cabellera nocturna, quizá en relación con la sangre francesa que corría por sus venas. Pero con un aire combinado de imperio y gracia tal que en su adolescencia habíanla llamado "la reina de las praderas" (the prairy queen).
No había, pues, al parecer, condiciones predisponentes para el idilio. Pero el Amor sabrá lo que hace. El hecho es que la primaveral profesora terminó enamorándose —y de qué modo!— de su otoñal discípulo. ¿Y él? ('Su queenly beauty —confiesa Mary Mann— me había ganado el afecto desde que la vi".) Sarmiento procedió probablemente con madura prudencia ante el ferviente despertar del corazón de la joven. Le escribió a Aurelia: "Es la mujer más mujer que he conocido y jurara que me amaba en el fondo de su corazón, si no estuviera seguro que mis años y posición le permitían abandonarse, sin las reservas de su sexo, a la confianza que inspira un confidente. How do you Like it?, era la femenil pregunta a cada cosa, sombrerillo picaresco, un collar, una cinta que me mostraba por la primera vez". En carta de diciembre de 1867 Sarmiento le cuenta a su hija Faustina de "una mujer tan hermosa y enamorada que me haría perder la cabeza si ella no viviera a trescientas leguas de distancia. Ni eso me libera de hacer las cosas más absurdas". No era para menos. Goethe, ya en la cima de la vejez, es decir, en el olimpo de su sabiduría y serenidad, llega a perder enteramente la cabeza, hasta proponer casamiento a una jovenzuela que se reduce a coquetear mefistofélicamente con él. Cuando consigue escapar del hermoso súcubo, la euforia de la liberación le inspira el más preclaro de sus poemas, es decir, la Elegía de Marienbad.
Lo de Sarmiento es distinto. El no es propiamente un viejo aún. Y de que Ida, con su juventud, su imperial belleza e irresistible femineidad está integralmente enamorada de él, no hay la menor duda. Y lo más presumible es que no se halla sugestionada por la importancia política del ,....
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hombre, ni siquiera, tal vez, por su prestigio literario. Es la personalidad, en su aspecto más profundo y misterioso, el magnetismo de la personalidad, lo que parece haber obrado decisivamente. El 27 de setiembre de 1867 le escribe: "Ni una carta suya desde el último sábado, y me siento apenada.., no fué capaz de enviarme unas cuantas palabras para decirme que todavía me ama, aunque yo seguiré creyendo que sí. He pensado tantas veces, desde que me vine, en los días que aquí pasamos juntos. Supongo, sin embargo, que no debo gastar demasiadas palabras para decirle cuánto lo extraño y cuánto desearía verlo, porque Ud. diría 'meras palabras'. De que no lo serían, yo estoy segura ¿y Ud.? Pienso que puede hallarse al lado de la señora Mann, y siento celos. Ella no puede ocupar mi lugar. Ud. no permitirá a nadie hacer eso ¿verdad?" En junio de 1868 Ida vuelve a escribirle agradeciéndole el envío de un chal y unos aretes de perlas: "A juzgar por lo que el doctor me ha dicho, él no se preocupa por el envío suyo". Y un tiempo después: "Espero que Ud. tendrá tiempo de escribirme una carta larga —y en francés—, si lo prefiere; puede entonces decirme lo que guste: nadie la leerá en esta casa fuera de mí". Pero la apasionada relación de Ida y Sarmiento no termina con el regreso de él a su patria y su asunción de la presidencia. Así le escribe ella en 1870: "Estoy contenta de que la guerra del Paraguay llegue a su término y que con ello sus preocupaciones disminuyan; quizá pueda escribirme con más extensión ahora". En carta de 1871 le cuenta cómo pudo escapar a duras penas con vida de un incendio en Chicago, y todos los horrores sufridos. Una carta de 1882 revela un paréntesis dramático en esta extraña historia: "Temo que desde hace mucho tiempo me tenga Ud. olvidada, año a año, en los cinco pasados, le he escrito a Ud. sin haber recibido una palabra de respuesta".
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"Le contaré que obtuve el divorcio del doctor y que he estado viviendo en Nueva York durante los últimos cuatro años y medio. Años de prueba y tribulación para mí en el empeño de aprender un oficio para ganarme la vida. He estudiado arte y hago retratos al lápiz, pasteles y acuarelas, pero resultan un trabajo duro para una mujer que se traza su camino en el mundo, especialmente para quien no ha sido preparada a ese objeto." ¿Verdad, lector, que estamos frente al más extraordinario romance de amor? En Booz endormi, uno de los más insignes poemas de Hugo, hay este verso: Et l'on voit de la fiamme aux yeux des jeunes gens mains dans l'ceil du viellard Qn voit de la lumiére.
Quiso el poeta sugerir que en la límpida profundidad de la mirada del patriarca halló la joven Rut mayor atracción que en los ojos turbiamente ardientes de los mozos. Pero en los ojos del Sarmiento de 1867 había fuego y luz al par. Fué, sin duda, el poder espiritual y la poderosa e inmaculada virilidad que emanaban de nuestro hombre lo que atrajo tan vertiginosamente el corazón y la mente y los sentidos de "la más femenina de las mujeres". ¿Y no podemos perdonarle a él un poco que sintiera el vértigo a su vez? ¿Acaso los ojos de una hermosa mujer enamorada no bajan el firmamento a la altura de nuestro corazón? ¿Y acaso el misterio de la voluptuosidad no es sagrado como el de la luz?
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CAPITULO XI
SARMIENTO Y PTO NONO a Juan Molas Terán
Sarmiento nació y se crió en un medio aldeano y de colonia española y en una familia ensombrecida de sotanas. Familia venida a menos (la madre casi indigente, el padre peón de arria) se explica que, como ocurría en casos análogos, la aspiración materna fuese que su hijo único llegara al acerdocio. Todo parecía confabularse para conformar al niño un alma devota y aún santurrona. Para agravar las cosas una fracasada revolución de clérigos contra el gobierno liberal de Del Carril, obligó a su tío, el presbítero José de Oro, a salir desterrado rumbo a la campiña de San Luis y allá se llevó consigo a su sobrino quinceañero. De la mercadería medieval depositada entonces en la cabeza del muchacho es buena muestra la mscripción tallada por él en un tronco de algarrobo hallado muchos años más tarde: Linus deus, una ecclesia, unum baptismo. ¿Qué fué lo que determinó en Sarmiento los primeros desvíos de su fe heredada, mamada e insuflada? El lo ha contado. Fué el haber presenciado y oído en San Juan la prédica mezcla de brujería y apocalipsis de Castro Barros, uno de los tantos farsantes sagrados de la época ("uno de los majaderos que más sangre han hecho derramar en la República Argentina, por fanatismo, por ambición personal, por intolerancia y por hipocresía"): arrojaba el tal una plumilla al aire, e invocando a las potestades celes-
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tes, anticipaba que ella se posaría dulcemente sobre el dueño del alma más tiznada de la feligresía, es decir, destinada al infierno. O algo mejor aún: "Seguíale con avidez en aquellas imprecaciones destilando veneno, sangre, maldiciones y ultrajes contra Rousseau y una retahila de nombres para mí desconocidos, y su bilis se iba exaltando, y la rabia de un poseído se asomaba a sus ojos inyectados de sangre, y a su boca, en cuyos extremos se colectaban babas resecas;' cuando de repente se levanta, y extendiendo los brazos y levantando la voz estentórea, a que respondían los ecos de las bóvedas del templo, invocó al demonio mandándole prescntarse ante él, asegurando en términos positivos y terminantes que tenía potestad del Cielo para hacerlo comparecer y que iba a presentarse en el acto; y sus ojos lo buscaban y sus manos crispadas señalaban los lugares oscuros de la iglesia.. ." Ya lo vemos: toda España y toda la Edad Media refug.iábanse en el curita riojano, más tarde vicario capitular de la catedral de Córdoba. Sarmiento, muchacho en la ocasión, se confesó con él: "Deseoso de acercarme más a aquella fuente de luz, que mi razón de dieciséis años halló vacía, oscura y engañosa. El cura Castro Barros echó en mi espíritu la primera duda. . Por cierto que en el docto teólogo de los Llanos se encarné la lengua de fuego del Espíritu Santo colonial en su cruzada contra la reforma de Rivadavia que había descubierto a curas y frailes "el puñal bajo la sotana y la mancebía tras el confesionario", ( y . F. López) y que sólo aspiraba a frenar un poco la vida de ocio guerrillero y amoríos mahometanos de los conventos. A San Juan venía en la ocasión como ángel anunciador de Facundo Quiroga, a quien sin duda había sugerido el lema español, de restauración fernandina, de su pabellón color sotana: "El general Quiroga tiene la singular gloria de ser el primero que ha declarado guerra pública a esta infernal secta". Sarmiento pensó más tarde que la lectura de la Biblia
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emprendida teniendo como mentor "al cura Albarracín, liberal rivadanista" —otro de sus tíos— debió ayudarle en su proceso de eliminación de la superstición sacra. Aunque creía también que la influencia decisiva debió venirle de una dirección secreta de su espíritu: "Algo misterioso inconcebible ha debido revelarme la verdad". La verificación sobre el terreno de la afinidad nativa y electiva entre la barbarie política y la mistificación religiosa sembró a buen seguro en su espíritu las higiénicas semillas de la duda que un riego fecundante haría fructificar años después: el contacto con el pensamiento moderno de Francia e Inglaterra, a través de la biblioteca de su amigo Quiroga Rosas. Quizá no huelga recordar que su ruptura con el gobierno de Benavídez, causa de su segundo destierro, se originó decisivamente en su choque con el clérigo Maradona, ministro. Lanzado en su carrera de escritor en Chile, Sarmiento (ya en posesión de arsenal de ideas fundamentales, que se enriquecerán con el tiempo, cambiando poco y nada en el fondo) inicia su cruzada contra el espíritu viejo rompiendo su primera lanza contra el absolutismo religioso y su portaestandarte, la Revista Católica. Como iremos viendo a lo largo de su vida la posición de Sarmiento ante el problema religioso, no ultrapasa, en general, la del liberalismo. Lo que rechaza, en principio, de las religiones, es su monolitismo, vale decir, su impermeabilidad absoluta, no sólo para las verdades de las religiones rivales, sino, con mayor razón, para las verdades laicas: "Nosotros sostenemos que es ortodoxo y muy ortodoxo, creer que nadie en la tierra tiene derecho a estorbar que un hombre adore a Dios según su conciencia". ¿Y el derecho a no adorar a ningún dios ni fetiche, es decir, a librarse de toda atadura religiosa? La verdad es que la Revista Católica, tenía como tal, razón en su intolerancia de puercoespín o de gimnoto eléctrico.
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"Quiere ella —decía Sarmiento— y queremos nosotros que se respete la libertad de la inteligencia humana para inquirir la verdad y examinar ella misma los hechos. Estamos pues, ambos en nuestro derecho y ambas causas son grandes y santas, porque del triunfo de alguna de ellas pende el futuro de la humanidad". ¿De cuál de las dos...? La posición circunstancial del polemista revelaba una cortesía jesuítica o un angelical autoengaño. Porque la verdad de luz de la ciencia es la derrota de la verdad de niebla de las religiones. Y porque pedirle a cualquier religión que renuncie a su intolerancia constitucional es como pedirle a la pantera que renuncie a la carne por los berros. La fe que, como Tertuliano, cree en lo absurdo precisamente porque lo es, fué y será siempre la enemiga funcional de la inteligencia. Cuando la usa es para buscar alguna piedra filosofal menos filosófica que la de la magia, o se vale de la ciencia justamente para desviar su curso, como el propio Sarmiento no tardará en advertirlo. Sarmiento llega a creer que la instrucción religiosa no sólo no es incompatible con la otra sino que es su complemento. "Y por lo que hace a la instrucción religiosa, el clero y el gobierno deben difundirla.. ." "Ni un librito sólo hay en castellano, al alcance del pueblo, que trate de religión". (Lo que prueba, decimos nosotros, que España sabía mejor que el resto de Europa que el analfabetismo absoluto es la mejor pedagogía del absolutismo de la fe...) Pero he aquí que cuando Sarmiento —como es frecuente— prescinde de las oblicuidades del liberalismo y se deja guiar por su propio genio, suele dar certera y resplandecientemente en el clavo. Así ocurrió con el comentario que le sugirió en la ocasión el reciente incendio de la iglesia jesuítica de Santiago. "En las mañanas de todos los días del año las mujeres se visten de clérigo". "Las mujeres viven en Santiago para asistir a las iglesias. Los deberes ordinarios de la
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vida son allí un accidente. El fondo, la ocupación principal, es asistir a la iglesia". Si esa era la carrera social y la educación intelectual quc España daba a las mujeres, he aquí el cebo bendito. "La gala de los devotos está en acumular luces, flores y relumbrones de mal gusto para fascinar los sentidos, pues ese es el secreto. . ." "La sensualidad elevada al rango de una religión, he aquí la mecha puesta a la mina. ¿Por qué diez mil luces en la iglesia? ¿Por qué esa música que la Opera envidiaría? Para atraer mujeres". Pero si en el siniestro perecieron miles de mujeres debióse principalmente a que los dirigentes del barco —decimos, del templo— sólo atinaron a salvar sus sacramentadas personas al primer amago de naufragio... "Aquellos abandonaron su puesto en el primer asomo del peligro y dejaron a dos mil quinientas mujeres, el ser sensible, impresionable, irritable, nervioso por excelencia, abandonadas a sí mismas en el peligro, y perecieron todas". " , Por qué no perecieron sacerdotes como hubieran de seguro perecido a centenares los hombres de Valparaíso y que arrostran a toda hora la muerte sin saber siquiera por quién exponen sus vidas?" Sarmiento responde a esta pregunta atreviéndose a señalar que la sotana convierte al disfrazado en un ex hombre: "Es que el fanático, el supersticioso, el sacerdote embaucador no es hombre sino una depravación del hombre". En un trabajo anterior el joven Sarmiento había hecho esta pregunta a sus contrincantes tonsurados: "Si los curas católicos alemanes se casan, ¿por qué no se casarán ustedes? ¡Vamos!.. Escarbando las raíces señaló hechos altamente significativos: que la doctrina de la continencia absoluta o imitación de los ángeles había sido predicada por los apóstoles —"que el cristianismo apareció en la época más espantosa que ha cabido a la especie humana y en la que la mayor de las desgracias para el hombre era la de haber
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nacido"— , que las mujeres de algunos salvajes americanos
exhaustivamente oprimidas "evitan por todos los medios imaginables la reproducción". La conclusión general era más o menos clara. "No sería difícil hallar el hilo que una todos estos hechos con la doctrina de la contención absoluta". El corolario histórico era visiblemente lúgubre: España tenía diez a doce millones de habitantes; Francia, con menos territorio, treintiséis. ¿Tenía algo que ver con esto el celibato sacro? "En 1628 el tercio de la población viril de España llevaba sotana". ¿Y cuántas eran las esposas de Cristo, el sultán sublime e infecundo? Desde luego Sarmiento había columbrado ya el papel decisivo asignado por la historia a la mujer en la civilización moderna, para lo cual su emancipación intelectual es indispensable. "No hace cincuenta años que nuestras matronas no sabían leer, y hoy la inmensa mayoría de esas madres de familia que preparan esas masas populares de que dependen la industria y la moralidad de la Nación vive en la más completa ignorancia". Sarmiento pensaba que la nueva enseñanza escolar debía llevar preferentemente enaguas. Pero seguía creyendo que el cultivo del sentimiento religioso era necesario a su formación moral y que ésta era la misión de un clero ilustrado y tolerante. Seguía creyendo que "la discusión social de las verdades filosóficas, no se ha hecho para las mujeres, que siendo las que forman las costumbres y las mantienen, deben recibir las ideas que han sido ya traducidas en hechos. La mujer ha nacido para creer y no para dudar e investigar. . ." Tratábase de un error fundamental que nunca debía corregir del todo: si el sacerdote seguía en su papel de mentor de conciencias en el hogar, la mujer no se emanciparía intelectualmente nunca. La religión —lo advertiría más tarde— sólo cambia de estrategia y táctica. Seguirá la tradicional servidumbre de la que era un simple caso el recordado por él respecto a una monja chilena: ",Está por ventura en la mano de una pobre niña arrojada dentro de un monasterio a llevar una vida monótona con-
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trariando todos los instintos de la naturaleza humana, el triunfar siempre de sí misma y de sus propias limitaciones?" Pero he aquí que ya en esa temprana época el argentino acertó a entrever genialmente el quid de la parálisis histórica de España: la exaltación católica (para enfrentar a los moros españoles que representaban la avanzada de la civilización en esos días) de los valores bárbaros del godo medieval. "La lucha de setecientos años termina con la conquista de Granada. La España, hasta entonces subdividida en varias monarquías por el vínculo de la religión, se funde en una sola bajo los reyes de Castilla y Aragón. La regeneración social principiada ya en toda Europa viene a estrellarse en España a ese tiempo con la tirantez y la exaltación católica que acababa de expulsar a los moros.
La mirada del ' historiador verá muy poco si no es capaz de calar a fondo esto: "Ese momento en que la España reposa de su larga lucha con los moros, enciende una hoguera para quemar a todo el que intente perturbar el sueño a que va a abandonarse y manda al océano tres carabelas a que le traigan de qué vivir en la indolencia y en la ociosidad del espíritu y del cuerpo que se prepara bajo la sombra de todos los despotismos mancomunados". ¿Así nació la España moderna? También nosotros: "Porque el espíritu hispanoamericano está allí todo entero". Ni decir que Sarmiento vió desde el comienzo —con ayuda de Diderot o sin ella— ese matrimonio de conveniencia entre la Iglesia y el poder político, raíz y flor de la servidumbre. "En una palabra, los intereses materiales del sacerdocio apoyados en los intereses de la política, enconan los espíritus y se conjuran contra las libertades públicas". Y si percib i ó los logros progresivos pero no el interno sentido regresivo de la Reforma, si caló a fondo el espíritu de la Contrarreforma hasta lograr su cabal radiografía: "Lutero había aconsejado educar a los pueblos para hacerlos fuertes en los pleitos' de disidencias, y los católicos sen-
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tían necesidad de oponer a esta mina una contramina, educar también para corroborar la fe". Es decir, él entrevió lo que Nietzsche vería después: que si los godos del Norte no hubieran engendrado a Lutero y Calvino, los godos del Sur no hubieran engendrado a Loyola, cuya cabezuda mula vasca esterilizó mucho más la hierba que el corcel del rey de los hunos. "Pero se necesitaba además un sacerdote que estuviese a la altura de las luces y conocimientos de sus formidables antecesores, que conociese la sociedad, los hombres del sglo [...]. Necesitábase, en fin, un poderoso instrumento de acción, compacto, unido, dilatable, dúctil, sabio, insinuante, diligente; en una palabra, que se prestase a todas las circunstancias, que diese salida a todas las dificultades, que fuese superior a todas las resistencias". Es decir, se trataba de crear una falange sacerdotal más beligerante que las falanges aladas de Milton, más que la de 105 bracmanes, ya que conseguiría prorrogar el Medioevo feudal en uno de profundidad, más congelante que el otro. "Una asociación montada bajo el principio de la unidad que hace de millones de hombres un solo individuo, un solo pensamiento, es la palanca más poderosa que pueda ponerse en juego para llevar a través de las vicisitudes de 'os tiempos a producir un resultado dado". Sarmiento, ya lo vemos, midió toda la dimensión terrible de una hazaña realizada sobre la base de atomizar lo que el hombre lleva en sí de más sagrado: su autonomía en el pensar y el querer, su individualidad y personalidad. "Lo que hay de cierto es que, cuando se hubo desenvuelto esa vasta red que cubría la sociedad entera, los soberanos se creyeron como cogidos en ella y aprisionados en sus tronos, en los que no podían moverse ya sin el permiso de la orden cuyos progresos habían ellos mismos fomentado; y los reyes, los déspotas absolutos, los dueños de vidas y haciendas, se vieron forzados a conspirar y concertarse en medio de las tinieblas y rodeados de misterio, como los débiles y los oprimidos, para romper de un golpe
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y en todos los puntos las cadenas que los oprimían. La historia no presenta un fenómeno igual.. Vale decir, como en las épocas más sombrías de la historia —la India de los bracmanes, la Judea de los levitas o los saduceos, el Medievo del papa Hildebrando— el poder sacerdotal montaba a horcajadas sobre el poder civil y político sometiéndolo a freno, espuela y látigo. Naturalmente, Sarmiento cayó sobre la actividad protagónica de la compañía y la que más podía interesarle a él: la pedagógica: "Nada tampoco puede dar a una corporación que en todas partes es extranjera un poder más bien cimentado que esta invasión hecha sobre el corazón y las ideas de las generaciones que se crían." ¿Qué la Compañía de Jesús era una institución militar y política con vastas actividades económicas? Bien, pero su arma de mayor alcance era otra: los jesuitas se trocaron en los pedagogos de Occidente. Y quien pone las manos sobre los niños —decía Martí— tiene el porvenir del mundo. Esta antítesis entre la herencia helénica —razón, filosofía, arte— y la fe siríaca produjo la lucha más profunda y acérrima de los tiempos modernos y está hoy viva como en sus mejores días. "Siempre han sido (los jesuítas) los más liberales, los que menos oposición ofrecían a las ideas del siglo, no obstante que su objeto era contrarrestarlas."
La cuña del mismo palo. Como en tantos casos, Sarmiento calló aquí a fondo: Los jesuítas, más hábiles que todos sus congéneres, entregaban lo menos —o simulaban hacerlo— para salvar lo más. "El fin justifica los medios", la obediencia absoluta, la hipocresía con sonrisa de ángel, la negación de la persona, la ciencia usada homeopáticamente para volverse invulnerable a ella como Mitrídates al tóxico: todo ello indica que el jesuitismo es el Judas de la sabiduría. Qué mucho, si comenzaba siendo la negación del carozo del hombre: su personalidad. Sarmiento, con sus claros ojos de griego lo vió bien.
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Bajo su mundanismo, su erudición y todos sus alardes de modernidad, los Jesuitas —el sacerdote cristiano elevado a la enésima potencia!— conservaban la entraña tribal, paleolítica de las religiones. Nunca tuvo la libertad humana enemigos más sutiles e implacables, nunca hubo carceleros más sabios. Al enjuiciar en Facundo las luchas civiles de la época, Sarmiento se preguntó: ",Hubo cuestión religiosa en la República Argentina? Yo lo negaría redondamente si no supiese que cuanto más bárbaro y por tanto más religioso es un pueblo, tanto más susceptible es de preocuparse y fanatizarse. Pero las masas no se movieron espontáneamente, y los que adoptaron aquel lema, Facundo, López, Bustos, etc., eran completamente indiferentes." Es decir, Sarmiento vió con certeza que esta vez, como casi siempre en la historia la psicosis religiosa fué provocada y esgrimida con fines de medro político y económico —de persona o casta— por gentes descreídas. Sus viajes por Europa en 1846 no hicieron más que confirmar sus ideas ya formadas en sus observaciones y en sus hondas y voraces horas de estudio y meditación. ¿Y qué no vió en las "herederas de las costumbres patriarcales de las primeras edades del mundo", las tribus árabes? "Para el árabe todo es religioso, desde la venganza que ejerce hasta el pillaje que forma el fondo de la industria nacional. Y mientras tanto, ¿cuál es la moralidad de estos pueblos que viven en presencia de Dios.. .? Es imposible imaginar depravación moral más profunda ni hábitos más arraigados". Y no era eso todo. La incuria moral iba del bracete de la externa: desaseo, holganza, pobreza, desolación, en una zona que fuera la despensa de Cartago y el granero de Roma. .. . , Pero dónde, Dios mío, se han ido tantos millones de hombres? Preguntádselo a la cimitarra y al Corán". "Oh, Mahoma, Mahoma!, de cuántos estragos puede ser causa un solo hombre cuando apoya y desenvuelve
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los instintos perversos de la especie humana o bien cuando encuentra masas brutales que creen porque no son capaces de pensar?"
Pero he aquí que lo que pudo atestiguar en la Meca de la Cristiandad, no fué mejor sino perfectamente equivalente: superstición devota, analfabetismo, holganza, desaseo, indigencia, pompa parasitaria, delincuencia, mendicidad industrial.. . Una ley parecía formularse con letras de fuego: a mayor riego religioso mayor esterilidad es-
piritual y material. "Roma admira y aflige y su campaña
emponzoña... Llegando a Florencia créese salir de la mansión de los muertos a un rico oasis de verdura". Llegado a Roma, el viajero argentino que había hecho a bordo amistad con un obispo, un misionero y un abate, se alojó con este último en un albergue reservado para gentes de sotana y cuyas habitaciones se designaban con nombres de vírgenes o santos. Oraciones antes y después de comer, letanías los sábados, ayuno en la Cuaresma: Sarmiento, "aunque poco dado a las prácticas del culto", se sometió al ritual con la misma soltura que en Africa se vistiera de jeque. Timoneado por el corresponsal del obispo de San Juan ante la Santa Sede, e invocando su condición de sobrino de éste y el recuerdo de que el Papa, siendo secretario de nuncio, había molido sus benditas nalgas un cuarto siglo atrás cruzando a lomo de mula la Pampa y los Andes, Sarmiento fué recibido en audiencia particular por Pío IX cuya sacra pata hubo de besar después de "cumplir de buena voluntad con el ceremonial que prescribe hacer tres genuflexiones". La larga carta que sobre su visita a Roma dirigió a su episcopal tío Eufrasio, hubo de resultar, quiérase o no, una presentación en cueros vivos de los misterios sacros y profanos del papado y del reinículo pontificio, por lo menos lo que fueran bajo el cetro del predecesor Gregorio XVI (lo que mutatis mutancli había sido siempre!) "Los empleados públicos, los jueces, gobernadores de
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provincia y algunas veces hasta los generales de los ejércitos son. . . sacerdotes"; ni caminos, ni agricultura, ni industrias dignos de tal nombre; de alfabeto popular o ferrocarriles, no hablemos; pastores vestidos con faunescos cueros de chivo; el tribunal de la Inquisición corno en su edad de oro; la libertad de palabra más repugnada que la lepra; confiscaciones filibusteras; "el monopolio del pan y la carne"; la guardia papal a cargo de suizos y alemanes que no entienden la lengua ni el dolor italianos; la venalidad burocrática en su pila bautismal; el Gólgota por delitos políticos; "persecuciones por opiniones, por parentesco, amistad o simpatía, mezclándose la religión y la política para castigar con actos reconocidamente malos, ideas, opiniones y juicios reconocidamente buenos". Vemos ya —por esta breve antología— que los gobiernos pontificios —elegidos por la tenebrosa política de Austria como antes por la de Francia o España— con los de la devota Rusia y la devota Turquía, formaban la trinidad de los gobiernos más criminalmente anacrónicos e ineptos de Europa. A la llegada de Pío IX, que se inició con algunas medidas de aparente comprensión de la época y hasta llegó a reflotar algunos de los presos hundidos en las cárceles desde décadas atrás, era tal la angurria de alivio que los súbditos pontificios celebraron la entrada del noveno Pío al poder sobre su trono como los galileos la entrada de Jesús a Jerusalén sobre la burra. Sarmiento era entonces —más de lo que fué después— un impenitente liberal no exento de creer que la inteligencia y voluntad individuales de un gobernante podían cambiar los privilegios secularmente afirmados sobre intereses económicos y sociales de clase, y hasta llegó a pensar que entre el espíritu religioso y la libertad —es decir, el aceite y el agua— había componenda posible. Se atrevió a confiar, con la más buena fe aldeana, que Pío IX podría ser en su pequeño reino terrenal, un apóstol armado de las ideas modernas; ¡un San Pablo liberal! 1
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Pero el último Pío se mostró, como debía ser, digno de todos sus predecesores, hasta infligir al mundo moderno de Copérnico, Descartes, Diderot, Lamark, Goethe y casi en las barbas de Darwin y Marx, espantosas niñerías (los dogmas de la Inmaculada Concepción y la Infalibilidad del Papa) que hubieran hecho reír homéricamente, hasta las lágrimas, a los griegos del Atica y de Jonia: y en los tres lustros de gobierno santamente paternal del que "enjugaba las lágrimas de su pueblo" —palabras de Sarmiento— se pronunciaron apenas trescientas sesenta y seis penas de muerte... Naturalmente la multisecular y sacra roña de los gobiernos pontificios (o teocráticos o faraónicos) terminó cuando las ideas progresivas de la época se impusieron a filo de espada por agencia de aquel Garibaldi de cabellera nazarena que él conociera en Montevideo. Sarmiento había tomado angélicamente a Pío IX por un Mazzini tonsurado capaz de bordar las ideas modernas en el cañamazo católico. Pero el árbol dió el fruto que debía dar: aquel Syllabus que Sarmiento, desde la presidencia, debió combatir a fondo. La primera fricción de Sarmiento con la oligarquía porteña, tuvo en cierto modo, carácter religioso. Dimanó, en efecto, de su porfiado empeño —nunca amenguado— de sustraer a la mujer de la tutela intelectual del sacerdote por la difusión de las escuelas de maestras y entregando principalmente a éstas la educación de las generaciones nuevas. En sus movidas escaramuzas con la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires, el año 1855 y siguientes, su adversario fué una coalición femenino-sacerdotal. Las obesas damas de la oligarquía se asentaban pesadamente en el privilegio de que las escuelas de niñas —nada de contubernios de sexos!— debían ser regenteadas exclusivamente por ellas, que a su vez, naturalmente, estaban regenteadas por el arte suasorio del sacerdote. Sarmiento desde El Nacional embistió filosamente con-
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tra la antañona pretensión, Sifl Consideraciones muy versallescas para las damas que eran la espuma y flor de la respetabilidad y el trogloditismo. Su primera victoria fué la fundación de la Escuela Primaria N' 1, para niñas y varones, confiada a maestras. Después de Cepeda, Sarmiento fué elegido miembro de la Convención de Buenos Aires que debía discutir las propuestas de enmienda a la Constitución Nacional del 53. A lo largo de todas las sesiones un grupo piloteado por Frías permaneció al margen, en ci más devoto silencid. Recién el último día, antes del ¡te missa est, Frías destapó lo que llevaba bajo el capisayo: ¿La Constitución Nacional hablaba de "sostener" el culto católico?
Debía enmendarse: la religión católica apostólica romana, "es" la religión oficial de la República A rgentina.
Sarmiento escuchó la beatífica propuesta y sintió vibrar, sin duda, toda la historia de su vida y su pensamiento presintiendo el peligro. La oposición, quiéralo o no, contestó por su boca. ¿Frías hablaba del catolicismo y su impoluta moralidad y sus virtudes como de alguien recién llegado de Italia o España a este suelo? ¿No lo habíamos tenido ya más de tres siglos de huésped en América? ¿Qué le había impedido producir aquellos edénicos frutos? "Si usted piensa que la religión es la causa de esos resultados, ¿por qué no hizo de aquellos países un modelo que nosotros seguiríamos ansiosos? ¿Por qué esas naciones no progresan si la base de la libertad y el progreso es el predominio exclusivo de una religión?" Lo que los constituyentes buscaban evitar era justamente que la religión tuviese armas en la mano... que el catolicismo, empuñando una tea, volviese a las andadas y se entretuviese otra vez en chamuscar o incinerar el pensamiento... "Por qué el catolicismo, en dieciocho siglos de concesionario exclusivo no había educado al mundo?" "Donde no hay libertad de conciencia, señor presidente,
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donde la religión ha sido un tirano, como en España o aquí, el sacerdote dice: es insólito para los niños estudiar su religión. Los niños nacen y mueren católicos. En caso contrario se los quema vivos." Como en otras ocasiones históricas, el intento tenebroso salía de la culta Buenos Aires... de los tenderos, estancieros, curas ítalo-castizos y matronas desocupadas. Una vez más, de tantas, el hijo del villorio cuyano, traía un poco de luz. En 1862 Sarmiento entró con buen pie en el gobierno de San Juan. El comienzo de la tirria opositora se originó en la absurda pretensión del gobernador de querer engrosar las ahiladas rentas públicas poniendo a contribución la bolsa de los pudientes y de la curia... Y sobre eso instalar una escuela laica en el propio convento de San Clemente. (Verdad que se trataba de un matusalénico edificio en ruinas que había servido un tiempo de cuartel sin fricción alguna con los cánones ni la sacristía.) Poco después una ley que destinó la renta de unos fondos eclesiásticos confiscados a educación popular y obras públicas hizo correr un calofrío apocalíptico por el espinazo de los curas y oligarcas aldeanos. Sarmiento fué visto de golpe en su verdadera figura: se trataba de un ateo, un descomulgado, un avatar cuyano de Lucifer. Los curas, nictálopes de suyo, descubrieron que el gobernador y su cortejo de masones celebraban tenidas nocturnas con el diablo en el santo convento. Bajo la presidencia de Sarmiento, en 1870, se fundó la Escuela de Profesores del Paraná. La exclusión de toda enseñanza religiosa en sus aulas bastó para que la beatería de la época sospechase medievalmente que aquel instituto tenía "el diablo en el cuerpo". Todo ello pese a que, con la plañidera inconsecuencia masónica, Sarmiento llegase a concesiones que cuarenta años después al liberal Lugones de entonces siguieron pareciéndole buenas. "Las ideas liberales de Sarmiento comprendían también al clero. Entre los institutos docentes que fundó u organi-
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zó figuran los seminarios conciliares. La circunstancia de ser sacerdote el ciudadano, nada le quita de su derecho a la educación. Todo lo contrario. La suya requiere el mayor interés puesto que es un director de espíritus." (Corno se ve, el fariseísmo liberal, no por inconsciente es menos trágicomico, dado que la pedagogía laica para la liberación es el Anticristo de la pedagogía piadosa para la servidumbre.) Durante su presidencia, justamente, fué cuando Sarmiento tuvo la ocasión mamut de experimentar en carne viva que las religiones están santa e indisolublemente aliadas a la estupidez y la bellaquería del tipo más arcaico. Aquel Pío IX, a quien él, en 1847, supuso una especie de arcángel liberal y cuyo sacrosanto orteil besó de hinojos. acababa de proclamar el Syllabus, es decir, la condena deuteronómica de la democracia y la ciencia cuyo avance ponía en capilla su poder cesáreo a la romana. Más: con su decreto de infalibilidad se colocaba muy por encima de los Augustos y Nerones... Dice el inadjetivable Rojas que los choques de Sarmiento con los católicos fueron "no motivados por disidencias heterodoxas atañentes al dogma, sino por divergencias en la acción política". ¡Como si una cosa no fuera consanguínea de la otra, como si la pantera pudiera renunciar a sus manchas y sus garras! Al dejar la presidencia, Sarmiento puso el dedo sobre la haga: "La libertad de conciencia es, no sólo declarada piedra angular de nuestra Constitución, sino que es una de las más grandes conquistas de la especie humana. Digo más: la grande conquista por excelencia, pues de ella emana la emancipación del pensamiento, que ha sometido las leyes de la creación al dominio del hombre." "Hay más todavía. El gobierno civil se ha instituído para asegurar el libre desarrollo de las facultades humanas, para dar tiempo a que la razón pública se desenvuelva y corrija sus errores a fin de que la utopía de hoy sea la realidad de mañana. Si por tanto hay una minoría de
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población, y digo así, un solo hombre que difiera honrada y sinceramente del sentimiento de la mayoría, el derecho lo proteje. . "El SyUabus es una constitución que echa abajo nuestra Constitución y nuestro deber es sostener ésta. No dejemos al Syllabus poder alguno; que siga su camino si puede, en la opinión de los que lo sostienen." Bien, pero eso significaba el desencuentro más fúnebre del Sarmiento político con el Sarmiento pensador. Confesar que el SyUabus estaba contra el pensamiento libre, padre del hombre histórico, era reconocer la más obvia de las verdades: que ahora, como en todos los siglos, la Iglesia trabajaba fervorosamente contra la cultura, que significa emancipación integral del hombre o no significa nada. Además, si el Papa era ya infalible ningún católico tenía derecho a rever sus resoluciones. Y dejar que el Syllabus siguiera su camino, ¿no era dejar que el león sacro diera cuenta de los canes liberales? Al poco tiempo de dejar el sillón presidencial, con modestia contraria a nuestras tradiciones virreinales, aceptó gustoso el cargo de director general de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires. Salvo un breve abandono, desempeñólo durante cinco años, y cuando en 1831, federalizada la ciudad porteña, ese cargo se transformó en el de superintendente de Escuelas de la Nación. Sólo que Roca, con su vulpina artería, le agregó un consejo consultivo, simple dependencia del ministro de Educación, un aguerrido santurrón cordobés. La vieja conexión entre la sacristía y la pedagogía, nunca rota del todo, reforzábase de nuevo. Sarmiento denunció la chicana y abandonó el cargo. Y así el primer educador de nuestra América fué suplantado por un cónclave de pequeños burócratas más o menos ineptos y coloniales. Sólo que la renuncia de Sarmiento a la dirección educacional no podía significar una renuncia al derecho de defender al país del peligro de la infección beata. La lucha k..
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remozábale de golpe como un chapuzón en la Fuente que buscaba Ponce de León. El arma polémica volvió a sus manos con la eficaz esgrima de sus días juveniles y su primera consecuencia fué la caída del ministro de las sacristías y cofradías. Pero el desencuentro de Sarmiento con su medio y su época estaba destinado a ser más o menos redondo y permanente. Avellaneda, su gran amigo y el gran instrumento de civilización pedagógica de su presidencia, era ahora quien acababa de publicar un trabajo de turibularia inspiración clerical intitulado: La escuela sin religión, plagado de piadosas paradojas y eufónicas insulseces. "En los Estados Unidos el sentimiento religioso está esparcido en todas las clases"; "Washington fué encontrado orando de rodillas"; "La religión y la filosofía nacieron el mismo día." En línea general Avellaneda validaba su tesis partien do del punto de que el catolicismo era la religión oficial de la República. Sarmiento se apresuró a poner las cosas en su lugar en La escuela sin la religión de mi mujer, trabajo que registraba todos los aciertos y contradicciones de la posición liberal. P Lo de declarar a la católica religión oficial de la República fué propuesta de Frías derrotada en la Convención del 60. Del Carril, Gutiérrez y Alberdi en la Convención del 53, y Vélez Sarsfield, Sarmiento, Mármol, Gutiérrez, Pérez en la del 60: "todos sostenedores de la supresión de la religión de Estado". 2 "El Estado sostiene el culta católico" de nuestra Constitución es una mera transcripción del artículo de la francesa del 49: "El Estado sostiene con salarios todos los cultos reconocidos." ("Sólo que no habiendo aquí israelitas y los protestantes siendo poquísimos e insuficientes para formar Iglesia, la Nación declaró que sostendría los gastos del culto católico y sin darle ventaja alguna a la religión que es cosa distinta del culto.")
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3° "No habiendo una Iglesia dominante, un credo legal, no hay enseñanza religiosa que impartir en las escuelas." 4° La Constitución norteamericana "prohibe al Congreso declarar la preferencia o supremacía de una religión o prohibir alguna otra." El dogma de la pedagogía con aureola y sin rivales fué cosa de un rey cristianísimo entendido con el Papa para arreglar un conflicto de creencias: "No hallándole más salida al aprieto que matar a todos los hugonotes en la San Bartolomé y educarles los hijos en la religión católica romana." Naturalmente el polemista sabía mejor que nadie quiénes eran los ángeles de sombra que estaban detrás del apostolado católico de las mujeres de pro, quiénes los verdaderos autores de "los manejos tenebrosos que producen a toda hora una reunión de señoras que creen que el dinero y la posición social ("respetabilísimas y distinguidas damas", dice La unión) o la moda son autoridades que deben consultarse cuando se trata de lo que menos entienden, que es educación escolar. .. A mí no me vengan con zonceras: las conozco a todas." Sólo que para ponerse a cubierto de cualquier imprecación de irreligión o ateísmo, Sarmiento creyó conveniente recordar que antes de Facundo y los libros que le dieron renombre, había escrito dos obras religiosas (La conciencia de un niño y V ida de Jesucristo), con rezos y todo, en que habían aprendido a leer millares de niños chilenos y argentinos... Ya vimos que el terror a la reivindicación social de las masas trabajadoras (aparición de la Primera Internacional y de la Comuna de París) había producido el consabido recrudecimiento del culto religioso en Francia y el resto de Europa, acreciendo la resistencia a la implantación de la enseñanza laica. Aquí, aunque con algún retardo, acusamos el impacto. El Congreso Pedagógico de 1882, tuvo por inmediata .
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réplica la fundación de La Unión, diario clerical, y el comienzo de una cruzada de recauchutamiento religioso. El país asistió a la insurgencia de su primera legión sacra, es decir, de intelectuales católicos. Como jefe indiscutido traía a José M. Estrada, que no era un historiador ni un parlamentario, sino más bien un Cicerón de púlpito, es decir, un eufónico y solemne declamador de centones sacros y profanos. De su responsabilidad intelectual fué buena prueba la respuesta que dió al ministro Wilde que sostenía, con elemental e irónica sensatez, que probablemente la organización jerárquica de la Iglesia era muy posterior a la actuación real o supuesta del fundador del cristianismo: "En el cenáculo, el día de la Ascensión del Señor había obispos, presbíteros, diáconos y subdiáconos!" Estrada había evolucionado del catolicismo liberal al catolicismo ultramontano que significaba imitar el itinerario evolutivo que llevó a la lombriz solitaria a su última morada... El más encumbrado remonte filosófico en pro de su causa lo expresó así: "Los liberales insisten en el error de tomar la apostasía como si fuera la emancipación. Creen que desechando la fe entran en la plenitud de la libertad". El rabino católico, claro es, no hacía más que exhumar las ñoñeces de sarcófago de la beatería. ¿Cómo devendría apóstata aquél en quien nunca prendió la fe vaticana o no se la dejó inyectar? No se entra en la plenitud de la libertad con sólo sacarse de los ojos la venda religiosa, pero sí es el primer paso en el camino liberador. La abdicación de la fe irracional en los fantasmas del más allá es indispensable para lograr la fe racional en el hombre y en el mundo. ¿Que —como dice Groussac— "la causa clerical estaba tan irremisiblemente perdida ante la razón como triunfante siempre ante la insipiencia"? Puede ser, pero en cualquier caso nadie se tomó el trabajo de combatirla con todas las armas y hasta en su última trinchera. Sarmiento lo hizo y por eso la oligarquía y la masa popular, ambas inspiradas por los apóstoles de las rentas de la Iglesia, ce-
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rraron en uno contra él como las dos piernas de una tenaza. Se ganó en buena ley el privilegio de ser el argentino más fervorosamente insultado y denigrado de todos los tiempos. Sarmiento, como era justo, no tomó demasiado en serio a los gonfalonieros de la cruzada pía. Además, su vital buen humor debía contrastar con la funeraria solemnidad de sus contrincantes. ("A la guerra hay que hacerla alegremente.") Se conformó con clavar a Estrada con una sola frase como el entomólogo clava con un alfiler un insecto de su colección: "Estrada tiene las llaves del cielo para negarlas a los que no piensan como Estrada cree que piensa, lo cual es una ilusión óptica, puesto que piensa como sus padres, pensamiento vegetal, atavismo." Sarmiento, ni qué decirlo, conocía tan bien la historia universal como la casera. Mostró así, en paños menores, el tráfico comercial y político que significaba la intromisión —en hereje burla a las disposiciones constitucionales— de congregaciones religiosas españolas, italianas, irlandesas, francesas, que venían a hacer la América, pero no como los demás inmigrantes, con su trabajo, sino con la venta de su propia ignorancia: "a tanto la vara de educación"... levítica. Más: curas y frailes importados eran agentes corresponsales del Papa, y así teníamos la succión de dos parásitos sacros en uno. Se vió obligado, otro día, a refrescar la memoria de los devotos y sus cómplices, narrando los orígenes gloriosamente herejes de nuestro 9 de Julio. "El Sumo Pontífice, Pío VII —dice Mitre— lanzó entonces su famosa bula del 30 de enero de 1816, dirigida a los prelados americanos, para que se pusiesen al servicio de la causa del rey de España y excitó su celo contra la revolución y la independencia en nombre de la religión. El jefe supremo de la cristiandad empuñaba la espada espiritual contra la revolución y los revolucionarios argentinos les respondían con la Declaración de la Independencia."
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¿Exageración? De ningún modo. "No dudamos —decía el gran visir de Dios a sus agentes— que en las Conmociones de estos países... no habréis cesado de inspirar a vuestra grey el justo odio con que debe mirarlas." ¿Y el modo de terminar con la sedición? "Fácilmente lograréis tan santo objeto si cada uno de vosotros demuestra a sus ovejas, con todo el celo que se pueda, los terribles y gravísimos perjuicios de la rebelión, si presenta las singulares virtudes de nuestro carísimo hijo en Jesucristo, Fernando VII, nuestro rey católico. . ." (Ni decir que el Santo Padre mentía como un perro, pues era sabidísimo que amén de su baquía torera, las virtudes más computables de Fernandito eran: traición a su padre y a su patria, servilismo alebronado ante Napoleón, inepcia y sevicia espeluznantes.) No faltaba, pues, un adarme a la verdad cuando Sarmiento decía luciferinaniente a nuestros católicos en coro: "La cuestión religiosa os lleva a renegar de la Independencia. Son gemelos el altar y la corona. Un roy, une ioy, une foy (sic)." O sea, que pedir igualdad democrática y libertad política a la Iglesia es como pedir música de alondra a una corneja de campanario. A lo largo de su vida y su literatura Sarmiento favoreció a la Iglesia y a la religión con algunas de sus más certeras e iluminadoras insolencias, es decir, mostró en traje de Eva a la verdad. "Es en el sepulcro donde comienzan las religiones." "Los dos grandes actos de la creación genésica traen estas dos condenaciones: la serpiente tienta a Eva que lega a sus hijos la pobreza y la ignorancia; el zumo de la vid embriaga a Noé, el segundo Adán, y Cam, por haberse burlado del ebrio, es maldito esclavo en su descendencia." "Cuando en los primeros siglos de la Iglesia se ensayó piadosamente el comunismo o desprendimiento de los bienes terrenos poco se hizo ni hace por la abolición de la esclavitud. . ." "Los padres peregrinos que desembarcaron
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en Plymouth . nada dicen ni hacen por borrar de la historia humana esta mancha original, porque la creen caída de la pluma de Jehová en la Biblia." "Fué práctica inveterada de las religiones extirpar a sus disidentes en nombre de la justicia de Dios." "Los primeros establecimientos en las colonias inglesas principiaron por las mismas exclusiones ahorcándose devotamente en Boston a los cuáqueros de Pensilvania o azotando señoritas en las calles por no practicar los ritos, pues seguían la moral de los hebreos en el desierto, cuando bajo la dirección de Jehová venían santamente a despojar de sus tierras a los filisteos, robarles sus vacas a los amorreos, o disponer de las hijas de los amalecistas." "Los templos están en la tradición de los pueblos católicos y por consiguiente no hay que ayudarlos [ ... ]. Estos edificios no están nunca en relación con la riqueza, y son el abismo en que se han hundido los caudales." "El Rosario presenta ya en sus edificios y monumentos el espíritu de la época: en lugar de cúpulas y torres que fatigan al cielo con sus plegarias, que según Isaías "el cielo no quiere oír porque lo tienen fastidiado" (son las propias palabras de Jehová) graneros colosales...; en lugar de fortalezas se arma de muelles que tienden la mano al vapor de Europa... Las colonias, el puerto de Rosario, las lenguas y las creencias diversas, todo os toca de cerca y todo ello es vuestra propia esencia. Hacéis poco consumo de iglesias y mucho de trilladoras, graneros y vagones." "La que me hace reír debajo del poncho es ver a jesuitas, judíos, nuncios y gazmoños echando los cimientos de la división y la discordia en lugar de dar educación a los niños." "Los días feriados privan del trabajo necesario y del alimento de ese día al que para vivir depende de su trabajo. No pidáis el pan nuestro de cada día. Hoy no hay pan porque un millar de haraganes repletos, hartos, gordos como cerdos, cebados con las rentas públicas, temporalidades, capellanías, dicen: Hoy no se come, hoy no habrá pan porque San Panerazio está en la tierra regodeándose y nosotros los bienaventurados de la tierra tam-
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bién con esas perdices y aquel vinillo que decoran la mesa de S. S. I. monseñor arzobispo de (Qué sé yo de dónde ni él tampoco!) que firmará el concordato". "Pero el Estado argentino no es una iglesia católica sino una reunión de hombres bajo leyes en que no entran las creencias religiosas." Sarmiento trabajaba en sus últimos años en un libro (Conflicto y A rmonías de las razas en A mérica) que llamaba "el Facundo maduro" y que no llegaría a publicar. Sin cambiar fundamentalmente sus concepciones de los años de la mocedad y madurez, habíalas ampliado y ahondado. Quizá sus aportes capitales eran, por un lado, la dilucidación a fondo de un pensamiento esbozado cuarenta años atrás: la historia de España como algo aparte en la historia de Europa debíase, no sólo a la larga presencia en su seno de los árabes y su superior cultura, como a la necesidad bien lograda —para expulsarlos— de exaltar y canonizar los valores bárbaros del godo medieval. El otro aporte, supeditado al primero, consistía en mostrar la causa del incremento tardío y soberano de la Inquisición en la Península. Todo lo cual —agregado a las rentas puramente parasitarias de América— había acarreado el letargo del alma y el cuerpo de España. En un capítulo anterior adelantamos aquellas páginas de Sarmiento que constituyen sin duda la presentación más fehaciente hecha de la Inquisición hasta ahora. ¿Horror de la carne humana —que no conoce la ovina ni la vacuna— de ser asada viva? ¿Agonía morosa de las mazmorras? ¿Vía crucis del proceso en que el reo no conoce a su acusador ni puede soñar siquiera en escapar al infierno moral y corporal que le espera? ¿Legado de su infamia a sus descendientes hasta la cuarta generación? ¿Que de ser desenterrado, juzgado y condenado sin escucharle una palabra? Pero faltan dos detalles complementarios: cuarenta años de cementerio no libran a un presunto reo a) sus jueces —el altar y la corona— heredan los bienes del
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sentenciado; b) la ejecución de la condena tiene un sentido de edificación mística, y los feligreses, obligados a asistir, pueden arrimar leña a la hoguera si quieren ganar algunas indulgencias. En sus páginas inquisitoriales Sarmiento ha dejado las huellas más poderosas de su pensamiento y de su estilo. "Torquemada... quemó todo lo que encontró en forma inteligente, lo cual reconoce de lejos el fanatismo como el detective reconoce al bandido, y durante tres siglos, sobre cuarenta mil leguas cuadradas de país, en España, en Flandes, en Nápoles, en Méjico, en Lima, chirrié la carne humana, desperdiciándola, pues los maoríes matan al enemigo para comerlo, lo que es disculpable. Pero Torquemada es una fisonomía del pensamiento. El asegurar la salvación del alma quemando el cuerpo es una pobre idea de vieja solterona, cuyo sentimiento de la maternidad tomaría la forma del amor celeste. Pero Torquemada es como los Papas que lo preceden, un hombre de Estado. Es la sociedad la que salvan del contagio de las ideas, por el exterminio, como en la San Bartolomé, por el destierro, con los judíos y hugonotes." Pese a todo lo que la exposición anterior expresa, Sarmiento no ultrapasé —sino en ciertos momentos geniales— la pilatuna posición liberal ante las religiones. Creyó, por lo pronto, que una distancia abismal separaba al cristianismo del mosaísmo y el mahometismo. "Los árabes y los hebreos se parecen en que todas sus instituciones son religiosas... " "Una es la fuente de donde parten estos dos raudales... *' "Del mismo tronco han salido el Evangelio y el Corán; el primero preparando los progresos de la especie humana y continuando las puras tradiciones primitivas; el segundo como una protesta de las razas pastoras, inmovilizando la inteligencia y estereotipando las costumbres bárbaras de las primeras edades del mundo". La verdad de la historia es bien distinta. Los pueblos dominados por la conquista musulmana llegaron a una in-
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signe civilización —Bagdad, Córdoba, Sevilla— sólo cuando lograron superar el islamismo. La civilización occidental surgió en Europa sólo cuando ésta, en el Renacimiento, logró romper los dogmas sinaíticos y jordánicos del cristianismo. Sarmiento parece haber creído a pie juntillas que la moral de los Evangelios era la más alta expresión de moralidad, pero bien sabemos que no superaba en una línea la de Isaías, Confucio, Buda, Zoroastro y los estoicos, y que era en el fondo, como todas las morales religiosas, enemiga del ascenso social y espiritual del hombre. Sarmiento creyó, como pocos, que sólo las verdades de la experiencia y el raciocinio del hombre podían lograr su emancipación intelectual y luchó como nadie por evitar que los dogmas paleolíticos y petrificantes de la religión entraran en las aulas escolares. Pero no sólo aceptó que la enseñanza religiosa en el hogar moldeara el alma del niño, sino que cooperé en ello: lo cual significaba confiar angelicalmente que el codo del maestro pueda borrar lo que la mano del sacerdote ha escrito en el palimpsesto intacto... En parte por las limitaciones de la crítica histórica de su tiempo o su insuficiencia de información, en parte por su propia idiosincrasia liberal, Sarmiento —pese a sus vislumbres geniales de muchas ocasiones— no logró, sin duda, llegar a una visión desnuda de las religiones. Que el hombre, históricamente hablando, no nació con instinto religioso, según lo prueba la antropología. Que la magia, la religión y la ciencia son tres métodos sucesivos de conocimiento y ascenso del espíritu humano. Que la religión nació de las fallas iniciales de la experiencia mental del hombre, de la neurosis engendrada por su sentimiento de impotencia para luchar contra el frío, el hambre, las fieras, la enfermedad, el terror a lo desconocido. Y así tendió a ver dioses en los astros, el árbol, la fiera y a ganarse su protección o su neutralidad doblándose ante ellos cargado con su humillación y sus ofrendas. Que terminó creyendo que la divinidad se encarnaba en la forma
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humana y que sacrificando a ésta remozaba a la divinidad y comiendo su carne asimilaba sus virtudes divinas, y así nació el misterio magno común a casi todas las religiones: la eucaristía. La idea del Dios único y universal nació tardíamente y llegaron primero a ella pueblos frondosamente bárbaros —árabes, hebreos— y por sugestión evidente de la aridez, monotonía y aspereza del desierto. Y el secreto de tal concepción lo aclaró Feuerbach completando al viejo Jenófanes: es la proyección de la propia conciencia humana en el infinito. ¿El Dios cristiano? El Dios que comienza condenando a Adán y Eva hasta en su prole por haber probado del árbol del conocimiento (la noción racional es el cuco de la noción sacerdotal); el Dios como la contranatura misma; el Dios que ayuda a un pueblo a destruir a otro; que gusta de templos capitolinos, badajos, humaredas, tedéums de gala, arrepentimientos, rezos, confesiones; que se ingiere en todo asunto humano, sin excluir chismes de alcoba o alcancía; que condena a la miseria a millones de trabajadores, a los que visten y alimentan al mundo, y envía a la cárcel o la tumba a los pocos hombres que han limpiado de nieblas su mente, y permite la explotación y el hambre de mujeres y niños: todo eso mientras la canalla más zángana, vestida de honorable (príncipes de corona o tonsura, mariscales de la bolsa, la guerra o la política) triunfa en toda la línea y liba el fruto del mundo dejando a los demás las cáscaras con sus deyecciones: ese Dios de teólogos y sacristanes, si existiera, sería el argumento más irrebatible contra la existencia de un Ser infinitamente inteligente y benevolente. Nadie ha tenido en los últimos tiempos el ojo y el corazón de Nietzsche hasta advertir a Dios como lo que es —"el más estúpido de todos los azares"— y columbrar la luminosa trascendencia de su destierro definitivo. La religión es el más viejo de los paraísos artificiales. Todas las religiones son la religión de la obediencia, es decir, el Anticristo de toda libertad.
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"La perpetuidad de la religión —dijo ya Guyau— no está demostrada de manera alguna. Del hecho de que las religiones hayan existido siempre no puede deducirse el que seguirán existiendo." Exacto; los dinosaurios y plesiosaurios existieron, no por miles sino por millones de años, y terminaron yéndose cuando el mundo cambió tanto que se les tomó inhabitable. La religión se irá simplemente porque su horizonte ha quedado ya muy por debajo del horizonte del hombre moderno y mucho más del de la humanidad futura. Está sobreviviéndose debido sólo a una razón bicorne como la testa del dia. blo: el terror del hombre a jubilar sus huecas ilusiones (¡sigue creyendo en la perfidia del día martes y en la bonhomía de la herradura!) y sobre todo al no muy seráfico interés de las clases explotadoras en volverla imputrefactible por embalsamamiento egipcio, pues la religión es el mejor ingrediente de la servidumbre milenaria. La religión se irá definitivamente porque es un residuo del pasado ya mortalmente dañino para la salud humana, como esa otra supervivencia que es el apéndice cecal. La religión comienza petrificando el cerebelo del feligrés y termina petrificando su corazón. El más aciago de los mitos es ése de que la religión es coadyuvante —imprescindible!— de la moral. Los criminólogos modernos revelan que la fe más evangélica va con harta frecuencia unida a la criminalidad más exquisitamente infame. ¿Y qué moral es ésa que se sostiene sólo gracias a la demagogia y la policía, es decir, a la sobornadora promesa del paraíso y a la amenaza de ese Torquemada inmortal que es Satanás? ¿Preferiremos la ceguera sacra de la fe a la videncia profana de la razón? ¿Renunciaremos a caminar sobre nuestros pies porque no son alas, es decir, renunciaremos a nuestra razón porque no es omnividente? La idea de la inmortalidad personal, o salto sobre el foso de la tumba, es el más tramposo e interesado de los sueños cultivados por las religiones.
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El hombre digno de hoy, desnudo de supersticiones piadosas, pero sentidor y generador de la vida como un misterio y una hermosura sagrados, se siente como lo que es: el universal heredero del trabajo, el pensamiento y el ensueño de todas las generaciones idas: las células y las almas de los hombres pretéritos resucitan en nosotros como las nuestras resucitarán a su modo en las generaciones del porvenir. Sarmiento, como la casi unanimidad de los hombres de su tiempo, tampoco vió en su verdadera luz la "buena nueva" de los Evangelios. Como dice Brandes, "el cristianismo no contiene en sí el principio de la cultura." 19 Es la condena de todo esfuerzo e industria (Mateo C. VI, vers. 25; Lucas C. XII, 29) y la beatificación de la mendicidad y el parasitismo; 29 Predica el rechazo del cuerpo como fuente del pecado (Marcos IX, 43, 47; Mateo XIX, 12) y aun de la higiene (Marcos VII, 2; Mateo X, 10). 39 Es una oposición funcional a los instintos afirmativos y expansivos del hombre: el del amor, la belleza, la lucha, el conocimiento, la alegría de vivir; 4 9 Significa la excomunión del sexo, como ya lo indica el misterio de la maternidad virginal y el tenebroso encomio del cuniquismo (Mateo XIX, 12); 59 La fe o amor absoluto a Dios es la negación misma del amor humano (Lucas XIV, 26); 6 La razón, incapaz de bucear los misterios insondables de la fe, es la enemiga del hombre; 79 La idea del pecado universal o herencia milenaria de una culpa ajena horra como esponja empapada en vinagre toda idea de responsabilidad y justicia; 8 La renuncia al testimonio de la razón - "creo porque es absurdo"— es la renuncia a la libertad esencial del hombre; 9' Al trocar al hombre en parroquiano del cielo, se niega la tierra y la historia; 10 ? "El que no está conmigo contra mí está", es la semilla cuyos frutos cosechó Torquemada; 11 El "Dad al César lo que es del César", es la renuncia a la lucha social, el mejor servicio a los exigidores de tributo y servidumbre.
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¿Es necesario agregar que la crítica histórica moderna (B. Smith, J. M. Robertson, Ch. Guignebert, Kaithoff, Drews, Brandes) ha demostrado positivamente la inexistencia personal de Jesús? Sarmiento no llegó a sospechar siquiera esto. En cambio percibió bastante bien el papel político jugado por la Iglesia y a ratos —según lo vimos— con genial acierto. Mas no logró ver, sin duda, su total incompatibilidad con la vida moderna. Su edad de oro, es decir la teocrática, fué la Edad Media. Surgido del vasto pantano de la disgregación de Roma —producida por la explotación exacerbada y la tumefacción de la esclavitud, por la invasión de los bárbaros y la otra aún más dañina de las sacras supersticiones orientales—, el Medievo fué algo peor que la barbarie: fué la barbarie degenerada. La humanidad medieval abdicó no sólo su razón sino sus instintos más nobles para entregar su alma a Dios y su cuerpo al Diablo, es decir, para entregarse al sacerdote, "la especie más dañina de parásito", como dice Nietzsche. Dando la espalda a las luminosas revelaciones de la experiencia y el pensamiento griegos —después de siglos de calumniarlos tenebrosamente— el hombre se dejó invadir por el temor al mundo y a sí mismo. Fué la época del terror nocturno, la época nocturna por excelencia, en que el bandidaje vivió en luna de miel con la mística. Que la sublimidad de la mística era la sublimidad de la absurdidad y el terrorismo, fué el secreto que la esfinge medieval no reveló nunca. Miedo a la luz. Miedo al cuerpo humano: flagelos, cilicios, ayunos para derrotarlo. Miedo al agua si no está bendecida; el Medievo no se baña y los piojos se llaman "perlas de Dios" y el olor de la roña se confunde con el olor de santidad. Miedo a la salud: la pústula y el muñón devienen sagrados. El miedo a los colores obliga a llevar luto y el alma se refugia en selvas de artificio, las selvas
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de piedras de las catedrales. El miedo vuelve al hombre no sólo golosamente cruel consigo mismo, sino con el prójimo; la réplica al cilicio es el potro de tortura. Y sobre todo el miedo a la mujer, la gran tentación de belleza y de vida, es decir, la mejor herramienta de Satanás... Nadie levanta la voz en la claridad de las ágoras o los teatros. Se susurra en la penumbra de los conventos y los confesonarios y sobre todo se calla para que hablen las campanas, y sobre todo para que hable el sacerdote en un idioma terriblemente venerable porque nadie lo entiende. La fe es emparedada entre dogmas, los sexos emparedados en conventos, los hombres en el absolutismo del Papa, rey-dios como en remotos antaños. ¿Que el cinismo fabuloso de la Iglesia llega a atribuirse la eliminación de la esclavitud? No sólo la toleró sino que la canonizó: "Si alguno, bajo pretexto de piedad religiosa, enseñase al esclavo a no estimar a su señor, a sustraerse a su servicio, o a no servir de buena gana y con toda voluntad, caiga sobre él anatema" (Concilio de Gangra, año 324). La biografía secular de la Iglesia cristiana es la del más apocalíptico de los bandidos de la historia. Con decir que los Papas —como sugiere Ranque y ya lo dijo Sarmiento— fueron los verdaderos sucesores de los Césares, está todo dicho. La Iglesia, que llegó a quedarse con un tercio de las tierras de la cristiandad y a intervenir en la conciencia, la voluntad y la bolsa de todos los feligreses, fué el vampiro sacro que produjo por un milenio la letargia de Europa. (El matrimonio del siglo iv entre la desposeída absoluta —la Iglesia cristiana— y el potentado absoluto —el Imperio Romano— había fijado desde el comienzo y para siempre, el destino de aquélla.) Sarmiento estimó que la Reforma, que difundió el alfabeto para que el feligrés pudiera leer la Biblia, fué muy superior al catolicismo. Pero olvidó que la Biblia es el
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testamento del pueblo más atrasado y supersticioso de la antigüedad y que Lutero se alió a los barones alemanes y les aconsejó tratar como a simples jumentos a los campesinos alzados contra la doble exacción laica y devota. ¿Que en la conquista y colonización de las dos Américas católicos y protestantes rivalizaron en brutalidad y codicia piadosas? Ya vimos que Sarmiento lo sabía y lo dijo. Los del Norte, Biblia en mano y cantando salmos, se merendaron a casi todos los pieles rojas que hubieron a mano y cazaron en Africa negros por centenares de miles para venderlos o someterlos a una esclavitud de tipo asirio, y el pirata Drake, cruel como un tifón, incendiaba por devoción iglesias con mujeres adentro o ahorcaba a gordos y sensuales curas católicos. Ello no es ningún secreto, como tampoco lo es el que los católicos del Sur apenas se quedaron atrás y que sus héroes conquistadores fueron hombres como Cortés, Pizarro o Jiménez de Quesada —codiciosos como la peste, putañeros, cruelísimos y devotísimos—, y que entre los héroes de la colonización los de tonsura fueron los de mejores tentáculos, según noticias de Ulloa y Juan, informantes secretos del rey. Ni decir que nuestras repúblicas conservan más o menos intacta esa herencia colonial. Léase esta pastoral del obispo mejicano de Guadalajara, Orozco y Jiménez, como buena muestra de esa demagogia sacra, tan superior a la otra, pues una vez que logra insuflar al feligrés el amor al cielo, lo convence fácilmente que debe aceptar con fervor el hambre, las patadas y los piojos de este mundo: "Toda autoridad proviene de Dios. El trabajador cristiano debe santificar y hacer sublime esta obediencia sirviendo a Dios en la persona de sus patrones. En esta forma la obediencia no es difícil ni humillante... Pobre, ama tu miseria y tu trabajo, vuelve tu mirada hacia el Paraíso, allí está la verdadera riqueza". ¿Se jurará que jamás se dijo nada más sublimemente cínico? Sin duda. No sabemos si con ingenuidad de profesor euríndico o
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con astucia de bonzo del yrigoyenismo, Ricardo Rojas se empeña en demostrar, con buen acopio de citas auténticas, que Sarmiento "no se aparté del Divino Maestro" y "creía en el Padre, en el Hijo y el Espíritu Santo". Ya hemos dicho que, buen liberal y masón, cayó en muchas de las contradicciones a que llevan esos credos pilatunos. No olvidemos que un político militante, por honrado que sea, se ve obligado a concesiones inevitables si no quiere anularse como hombre de acción. En cualquier caso, apoyándonos en hechos y datos no menos fehacientes que los manejados por Rojas, podemos llegar, y con más derecho, sin duda, a conclusiones polarmente opuestas. Recordemos el diálogo con el obispo Achával: — , Y cómo se halla con Dios, don Domingo? —Bien, no más. Como no estoy ni con el oficialismo, ni con la oposición, ha de ser fácil entenderse, llegado el caso. Cuando preguntaban a Jesús si Salomón se había salvado, como la causa había sido juzgada en sesión secreta por tener cosas muy feas, respondió: "Me ha edificado un templo". Mire S. S. 1., todos los templos que he edificado en América, y diga si cultivar la inteligencia, no es acercar a su Creador la criatura. Por lo pronto, sin mayor respeto pío Sarmiento se da el lujo de colgarle una anécdota a la Biblia. En segundo término, las religiones se han preocupado de dejar la inteligencia en estado de virginidad, como lo dice la historia profana y la historia sacra de la pareja maldecida por haber alzado su mano hasta el árbol del conocimiento. ¿No se tiene más bien la impresión de que Sarmiento se burlaba en las barbas rapadas de su venerable interlocutor? Lo que es una calumnia de seminarista es sostener, como Rojas, que Sarmiento "leyó en su madurez a Darwin sobre transformismo, a Taine sobre psicología positiva.. pero esos autores no lo hicieron cambiar de creencias". En efecto, el vasto discurso en homenaje de Darwin es una especie de canto homérico a las conclusiones de la ciencia
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moderna. Y por si alguien reservara alguna duda sobre lo que eso significaba, él se encargó de despejarla limpiamente: "Y yo, señores, adhiero a la doctrina de la evolución. . . ", confesando sin rubor, de paso, su pedigree zoológico, su peludo parentesco con los antropomorfos: "Tenemos ya creado al hombre, variedad de un mono.. Y todo eso se da de santas patadas con la Santísima Trinidad. Y tampoco es modelo de ortodoxia católica la recomendación para su hora final: "Yo les he respetado sus creencias sin violentarlos jamás. Que no haya sacerdotes junto a mi lecho de muerte. No quiero que una debilidad pueda comprometer la integridad de mi vida". Su amigo Posse, que lo conocía como nadie le escribió en una ocasión: "Tus enemigos preséntante como hereje. Insisto en que debes, en alguna ocasión solemne, hacer saber que crees en Dios y las p... de la Iglesia". Un día de 1867 escribió a su hija: "Sé mi hija en eso, en sufrir, en trabajar, en esperar para mañana o para más allá del sepulcro, tú en otra vida mejor que esperas, yo, en la justicia de la posteridad, que es el cielo de los hombres públicos". ¿No es la confesión explícita de un hombre que para obrar bien y en grande no necesitó, como el egoísmo beato, del temor al infierno ni de la promesa de una jubilación con música de ángeles, de las religiones?
CAPITULO XII
EL ANTIOLIGARCA
El Dogma Socialista de la "Asociación de Mayo" tuvo por principal aspiración dar un sentido social a nuestro ensayo de democracia política, evidentemente fracasado. Su punto de partida fué la crítica a fondo de los partidos políticos tradicionales. No eran veniales los errores imputados a los unitarios: libre cambio indiscriminado —fomento exclusivo del comercio porteño—, fundación de un Banco "nacional" sólo de nombre —descuido de los intereses y la policía de la campaña—, prurito extranjerizante. El yerro fundamental de Rivadavia había consistido "no en las instituciones inadecuadas que dió a la Provincia, sino en que empezó por atribuirle los poderes y rentas de la Nación" (Alberdi). La crítica del sedicente federalismo fué no menos severa: representaba el quietismo y el atraso coloniales, el caudillo inamovible o indefinidamente reelecto significaba de hecho la antidemocracia misma, es decir, la monarquía. Sólo que socialismo, o no significa nada o significa la abolición de los privilegios económicos de clase implicando de suyo la abolición de la propiedad privada. ¿Llegaba a tanto el Dogma o estaba madura nuestra semibárbara sociedad para ensayo de esa laya? De ningún modo. Básicamente nuestro sistema de propiedad seguía siendo una caricatura de feudalismo aunque su explotación fuese ya de tipo capitalista. Cualesquiera fueran los acier-
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tos del análisis del Dog?na, era obvio que tratándose intrínsecamente de un eco del socialismo utópico de su época, su eficacia debía ser más o menos nula. Agréguese a ello que ninguno de sus principales fautores —Echeverría, Alberdi— era hombre de acción y de gobierno. Sarmiento —muy joven entonces— escuchó en San Juan el mensaje de los jóvenes reformistas, y lo entendió y aceptó como un programa de libertad política realizable sobre la base de aclimatar entre nosotros los elementos primos de la civilización. En tal sentido ya él y sus jóvenes amigos estaban haciendo esos días lo que les permitía el medio: regencia del primer colegio de mujeres, crítica de las costumbres coloniales, prédica en pro de la sericultura, la agricultura y la minería. Sarmiento comenzaba a ser ya y lo sería cada vez más en su vida, un hombre urgido por la comezón de despertar a su pueblo del marasmo colonial, de sacarlo de su pantanoso quietismo, de empujarlo hacia adelante. ¿Un profeta? No, como lo decían su sentido agudo de la realidad y su idiosincrasia de realizador, de hombre de acción nato. Apenas pasados unos meses de su llegada a Chile en su segundo destierro y ya conquistada una sólida posición en el periodismo, de golpe, un día se resuelve a abandonarlo todo para repasar los Andes e incorporarse a las tropas de Lamadrid en Cuyo. Recibida, en eso, la noticia de su derrota, lánzase con igual brío a una campaña de socorro a los prófugos, evidenciando sus extraordinarias condiciones de organizador. En Chile su larga cruzada de crítica y prédica a través de la prensa comprende: política, educación, colonización, agricultura, cultivo del gusano de seda, mejora de las costumbres, ennoblecimiento de las diversiones populares, revisión de la historia, anticlericalismo, todo en intenso contacto simultáneo con las ideas y los hechos. Su viaje por el Viejo Mundo y Norteamérica, diéronle el conocimiento directo y vivo de los más diversos problemas sociales: gobierno, leyes, parlamento, industrias, educa-7-
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ción, hábitos, grandezas y menguas. Vuelto a Chile pudo poner allí en práctica, luchando como un Cid Campeador, con la resistencia ambiente, una parte mínima de su programa educativo. Después de su Facundo, prosiguió por la prensa y por sus nuevos libros — V iajes, Educación Popular, A rgiró polis— , la prédica de su programa de civilización y su pugna contra la supervivencia de la colonia encarnada en Rosas y su sistema. Sarmiento, como Echeverría y demás jóvenes de la "Asociación de Mayo" no fué un unitario, según vimos, pese al empeño de Rosas de poner bajo ese rubro a todos sus enemigos políticos. O eran unitarios sólo en el sentido de que, aun reconociendo los yerros de Rivadavia, recogieron su herencia aprovechable, aunque también recogieran algunas de sus limitaciones. Ni decir que la designación de unitarios y federales no respondía al ideal de ambos partidos ni al sentido de sus luchas y ésta tuvo el básico carácter de un choque de intereses entre dos sectores de la pequeña clase dirigente, con escaso interés real para las masas populares que fueron obligadas a ingerirse en tales contiendas. "Los pobres no tienen partido", decía cínicamente Rosas. Los yerros y crímenes de ambos partidos tenderían al equilibrio en la balanza del juicio histórico. Las menguas unitarias eran visibles: unidad nacional sobre la base del centralismo autocrático de Buenos Aires —ingerencia sin trabas de Inglaterra en nuestro comercio y nuestra banca—, alianza con el extranjero para eliminar la tiranía local —oferta del desmembramiento de Entre Ríos, Corrientes, Magallanes, Mendoza, San Juan—, descuido de los intereses y policía de la campaña —proyectos quijotescos—, empréstitos o Bancos que significaban la subordinación tributaria a Inglaterra. Las menguas de la federación rosista fueron más obvias aún: localismo aldeano y de estilo feudal so pretexto de defensa de la autonomía de cada provincia —dictadura económica y política de Buenos Aires—, ríos engrillados ---.--
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—amistad servil con la diplomacia y el comercio ingleses—, prolongación de la colonia con todas sus lástimas: aislamiento, analfabetismo, atraso económico, hipnosis clerical. Sarmiento no estuvo libre de algunas de las más negras culpas de los emigrados: desesperado y acegado por su lúcido horror a la tiranía llegó a defender las pretensiones chilenas de dominio sobre la costa magallánica y aún sobre Mendoza y San Juan. Exculparlo de tan aciago error es tan inocente o rabulesco como pretender librar a Rosas de la ciclópea cadena de sus inepcias y crímenes. Sólo que es de toda justicia consignar en alivio suyo: 1) que los títulos de nuestra soberanía territorial sobre el sector en pleito eran desconocidos entonces; 2) que nuestro gobierno no podía ejercerla de hecho facilitando con tal falla el peligro de ocupación por los colonizadores europeos; 3) que el fúnebre error de Sarmiento no fué sólo suyo, ya que lo apoyó y se solidarizó con él lo más , representativo de la emigración argentina en Chile: desde Las Heras, el glorioso salvador de Chile en Cancha Rayada y el patriota del año 10, Rodríguez Peña, a Domingo de Oro y Bartolomé Mitre. De igual criminal error —el intento de desmembrar Entre Ríos y Corrientes— fué pasible la Comisión A rgentina de Montevideo. La sublevación de Urquiza en defensa de la economía y el comercio de Entre Ríos y en contra del aherrojamiento porteño de los ríos nacionales, y la Legislatura entrerriana intitulando al tentacular dueño del país "el salvaje unitario D. Juan Manuel de Rosas", son la prueba plena de que la "santa" Federación con bandera de matarife era un poder tan centrípeto como un gobierno turco o como el un¡cato paraguayo del doctor Francia. Desde luego el juicio histórico tampoco está obligado a definirse redondamente en contra o en pro de ninguno de los dos contendores en el pleito, largo de una década, entre la Confederación de ljrquiza y la Buenos Aires de los sedicentes liberales. Diez años de gobierno discrecional de Entre Ríos sin
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más obligación que dar cuenta a Rosas de sus éxitos contra los unitarios, habían hecho de Urquiza un tiranuelo mahometano, más o menos empurpurado de sangre, dueño general de vidas, tierras y ganados sin omitir algunas docenas de corazones femeninos... ¿Que pese a ello y en garrafal contraste con los otros procónsules del régimen, su gobierno había sido progresivo a punto de incluir hasta un comienzo de instrucción pública? Eso también era cierto, pero en síntesis no era para inspirar plena confianza en su novísimo papel de redentor político. En 1851, cuando lJrquiza abre su campaña contra Rosas, el hombre de acción que hay en Sarmiento, fragua el plan de reclutar voluntarios argentinos en Chile e invadir Cuyo. Pero no encuentra eco entre los codesterrados. Poco después, junto con Aquino, Mitre y otros se incorpora al ejército de lJrquiza, quien, con emponchada soma gaucha, lo nombra boletinero. El cumple a conciencia su tarea y de eso sale la crítica militar de la guerra y uno de los libros más guapos de nuestra literatura. En Caseros se bate tan bien como el mejor. "Nuestro Sarmiento —escribe Mitre— se portó como un héroe". Urquiza no ha abandonado del todo sus voluptuosidades de déspota, como acaba de probarlo, al otro día de Caseros, la ejecución caribe de Chilavert. Por lo demás necesitado de desmentir su "traición" ante los rosistas cuyo concurso quiere propiciarse, el general, no se cuida mucho de ahorrar desaires a los unitarios, llegando hasta exigirles el uso de la infame e infamante divisa color degüello de la tiranía... Los proscriptos liberales lo sobrellevan todo al comienzo, o ganosos de no desbaratar el plan reorganizativo, o esperando hacerse fuertes para frenar al desbocado y porteñizar de nuevo al país... Sarmiento piensa que la resistencia a Urquiza debió hacerse desde el primer momento, reeducando democráticamente al autócrata, a fin de adecuarlo a sus nuevas funciones. El había esperado un verdadero cambio de frente en la política nacional. Para ello venía bregando desde tan-
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tos años. El mantenimiento en los gobiernos provinciales de todos los seicles de la derrocada dictadura, tenía un sentido único: detrás del biombo constitucional Urquiza dejaría intacto el viejo orden virreinal. "Yo luché por principios, no por personas". Nada se hacía con reorganización y legalidad si sus soportes lo constituían cosas como ese concilio de poncho de San Nicolás integrado por gobernadores cuyos veinte años de seráfica obediencia a Rosas y su "santo sistema" era la mejor prueba de su esterilidad de mulos para el gobierno libre. "Como si una fórmula escrita tuviese el poder de regenerar una sociedad. Cambiando la forma no se cambiaba por eso el fondo; alterando la Constitución escrita no se modificaba en manera alguna la constitución íntima de un pueblo". Sarmiento resuelve volver al destierro no sin antes escribir a Urquiza, por intermedio de Hornos, una carta comedida y aun respetuosa, pero enérgica. "El general no recibió a nadie y amaneció con jaqueca" (Mitre). En vísperas de Caseros, cuando Alberdi publicó sus Bases en Chile, Sarmiento no sólo lo celebró de todo corazón ("el Decálogo Argentino", "la bandera de todos los hombres de corazón"), sino que llegó a organizar un club para propagar la idea alberdiana, lo que prueba su absoluta falta de envidia y su preocupación monomaníaca por la causa de todos. La ruptura, no podía darse, y no se dió, en el plano ideológico puro. El primer ataque partió de Alberdi, rebatiendo —sin duda, con razón— lo que constituía el lado flojo de la ideología de Sarmiento: su ecuación de campobarbarie y ciudad-civilización, pero exagerando cuando menos, y muy abogadilmente, al pretender justificar a todo Urquiza. Y algo peor: presentaba un Sarmiento deformado adrede: un romántico del desconformisrno y la violencia, un nihilista semirresponsable, "el gaucho malo de la prensa". Sarmiento, exageró a su turno, presentando a Alberdi
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como un rábula hábil, como un oportunista más o menos servil, cobarde y alquilón. Desde su destierro en Yungay, Sarmiento escribe cartas a sus amigos de Tucumán, Salta, San Juan, Mendoza, Santiago, La Rioja. Aconseja apoyar a Buenos Aires o por lo menos no oponérsele frontalmente, todo según un pian de terminar con las rutinas y aduanas lugareñas, creando costumbres y aspiraciones nacionales. "Sino, tendremos diez años más de caudillismo" (Cartas a José Posse). Su ambición personal es obvia: "Buenos Aires no tiene una figura nacional que pueda oponerse a TJrquiza, excepto el general Paz y yo, quizás". (Carta a Posse). Sarmiento exageró, sin duda, en su empeño de ver en TJrquiza un mero avatar de Rosas, pues sus métodos de gobierno —tolerancia política, fomento agrícola, industrial y educacional—, eran distintos. Además admitía la asesoría ilustrada y aspiraba a su modo, a la organización del país. Sólo que usando los pivotes de Rosas: esos gobernadores dispuestos a apoyar a quien los apoyase en la eternización de sus bajalatos. Ui'quiza había nombrado gobernador provisorio de Buenos Aires al muy honorable y muy invertebrado Dr. López y Planes, argumentando que esa era la voluntad del ejército.., que estaba bajo la suya. Buenos Aires rechazó el pacto confederal de las trece provincias argumentando —no sin visos de razón— que era obra exclusiva de esos gobernadores sin cuya criminal obsecuencia Rosas no hubiera podido mantener dos décadas al país en el pantano. Pero no menos cierto es que Buenos A ires le hurtaba el cuerpo a integrar la federación en paridad de condiciones con el resto de las provincias, ya que ello signifcaba perder el goce exclusivo de las rentas aduaneras. Por lo demás, como lo decían bien los saldos escla-
vistas de la Nueva Constitución bonaerense y los saldos mazorqueros de los gobiernos de Alsina y Obligado, esa libertad de los liberales —pese a su barniz progresista y
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cultural— era tan retórica como el federalismo de don Juan Manuel. Las fallas eran bilaterales, por cierto: Urquiza no se avenía a reconocer la verdadera gravitación económica y política del Buenos Aires en la vida económica y política del país; los porteños, a su vez, con tal de salvar su poseSión leonina de una aduana que era de todos, no trepidaban en poner en peligro de muerte la unidad de la nación, según lo testimonia el panfleto de Mitre intitulado La República del Plata. Recordemos finalmente que si la flamante Constitución bonaerense "aceptaba la esclavitud limitándose a proclamar la libertad de vientres" (V era y González), la Constitución de la Confederación establecía que por el mero hecho de pisar tierra argentina un esclavo era libre: pero al firmar un tratado con el Brasil el gobierno se obligó a devolver los esclavos brasileños que se asilaban en nuestro territorio... Paulatinamente el pensamiento de Sarmiento experimenté un viraje. Terminó por advertir que aquella no era una lucha entre la tiranía y la libertad, o entre la barbarie y la civilización, sino, básicamente, entre dos intereses desencontrados. No 1C era fácil, pues, tomar partido, pero la inacción lo devoraba. "Rasguño la silla en que estoy sentado —le escribía a Mitre en julio del 52—; tallo la mesa con el cortaplumas y me sorprendo rasgándome las uñas". Y en octubre del año siguiente: "Jamás he sufrido como en esta época! He vivido diez años en la lucha; pero había par mí consolaciones próximas que me alentaban. La aprobación de los amigos aquí; la aceptación de los pueblos allá; la visión cierta del éxito en el porvenir. Ahora no tengo esto. Vivo solo, como un presidiario que guardan Alberdi y el club; gimo bajo su látigo { ... ]. Estoy lleno de canas; mi pecho cede hace dos meses, y mi salud, conmovida sin quebrantarse, me quita aquella bestial seguridad que hacía toda la fuerza de mi carácter" [ ... ]. "Ustedes viven en las agitaciones del foro, de la tribuna, de la prensa y del cam-
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po de batalla, viven, que eso es vivir. Yo muero aquí, corroído en la inacción por los tormentos del espíritu.. ." En 1852 había declinado su elección de diputado por San Juan, en razón de su descoincidencia con la política de lJrquiza. En 1854 Tucumán lo elige diputado al Congreso de la Confederación y Buenos Aires a su Legislatura. Dadina ambos nombramientos. No quiere precipitarse, no se siente identificado con ninguno de ambos bandos. Su lema de hoy en adelante será: "Porteño en las provincias, provinciano en Buenos Aires". La verdad es que, pese a la desfiguración de Alberdi, Sarmiento, profundo catador de la realidad, era el revés de un iluso, más era también un alguien necesitado de mover esa realidad si estaba inmovilizada por la tradición y la barbarie. A la inversa de Alberdi, él era un hombre de acción nato. Tres o cuatro años de inacción política, empezaron a corroerlo hasta la médula, según vimos por sus cartas. La prueba de que no se trataba de un mero ideólogo o un sectario, es que Sarmiento no desdeñaba ningún medio para intervenir en la realidad. En efecto, siempre tuvo esperanza de demostrarle a Benavídez que los tiempos habían cambiado y convencerlo de que él debía cambiar de estilo de gobierno, y le escribió una larga y amistosa carta, olvidando sólo que era más fácil labrar con las manos el basalto que modificar a un gobernante fosilizado por la tradición colonial y la de Rosas. Con iguales no escarmentadas miras tramontó un día los Andes y llegó a Mendoza; mas apenas apeado, recibió una lección viva del alcance de las garantías constitucionales de Urquiza: fué detenido por la policía mientras almorzaba, si bien poco después, magnánimamente, se le otorgó la libertad de volver a Chile.. . En el año siguiente repitió su experiencia en San Juan, con igual resultado. Sólo que esta vez siguió hacia el este. Después de haberse mantenido prescindente tres largos años en el pleito que separó a Buenos Aires del resto de
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las provincias y justamente por parecerle que ambos bandos conspiraban sacrílegamente contra la unidad nacional ¿qué fué lo que lo decidió a incorporarse a Buenos Aires? Por un lado puede suponerse una ya incontenible necesidad de actuar; por el otro, sin duda, su confianza en que desde Buenos Aires podía luchar mejor para integrar a nacionalidad. Ya en la prueba vió que había mucho de ilusión en ello. Más ya era tarde para volver atrás. Buenos Aires —Jauja de estancieros y tenderos— era tan colonialmente- provinciana corno las provincias, con más de un agravamiento: SU orgullo de ex virreina y de ricacha, su suficiencia autonomista, agregados a lo de fondo: su interés fenicio —declinado sólo ante la derrota dci 80— de conservar en sus manos las rentas del puerto que daba entrada y salida a todo el país. La vuelta de Sarmiento a Buenos Aires en 1855 significó, a poco andar, la revelación múltiple del hombre de gobierno y realizaciones que él era. Ya vimos la dimensión de su lucha en pro de la educación popular, librada en cuatro frentes: el Departamento de Escuelas, la Municipalidad, el Senado y la prensa. Fué en efecto, edil, un tiempo, y campeó como tal por su aguda eficiencia. Bregó principalmente contra la prepotencia oficial, por devolver al Concejo Deliberante su autonomía, abolida desde la dictadura. Más aún: de su intensa capacidad de servicio y de la modestia real que ocultábase bajo su tan reprochada egolatría, dió la mejor prueba el día que dijo a sus colegas Alsina, Mármol y demás, que los ediles estaban encargados menos de la emisión de copiosas peroratas, por elocuentes que fueran, que de otra función menos sonora, poro más útil: vigilar el cuidado de las calles y la recolección de las basuras A mediados de 1856 una carta a Posse trasunta su real estado de espíritu: "Estoy desilusionado de todo, de Buenos Aires tanto corno del Paraná. Aquí son ignorantes y egoístas; allá hombres sabios y perversos; aquí anarquía y
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desgobierno; allá gobierno de una minoría y explotación". Denunciaba por la prensa: "Curioso hecho: el ejército reside en las propiedades del general Urquiza [ ... ]. Las rentas de las provincias pagan 150 mil duros anuales para sostener esos mil soldados ociosos... " "El general Urquiza como proveedor de carne, tabaco, naipes, azúcar, pañuelos, etc., para el consumo de mil hombres... Gana 50 mil pesos al año, objeto principal de la residencia de mil soldados en su casa". En 1857 Sarmiento fué elegido senador y fué en el Senado porteño donde la figura del sanjuanino comenzó a mostrar sobre el fondo un tanto remansado y neutro que formaban sus colegas, su múltiple energía de realizador e innovador en desacuerdo más o menos agudo con sus contemporáneos: ensanchamiento de calles preparando la futura metrópoli, arborización de calles y fundos, colonización de tierras fiscales, sistema métrico decimal, fundación de ciudades, establecimiento de fuertes en el Sur, adopción de un código comercial moderno, fundación de escuelas, jubilación de maestros, rentas escolares propias, voto secreto, libertad de prensa, abolición de pasaportes, nacionalización de extranjeros, exposición agrícola e industrial, exportación de ganado vivo, sustracción de la policía al manejo político, ferrocarriles, instalación de gas. He aquí algunos de los proyectos por cuya aprobación luchó con éxito algunas veces, derrotado otras por la miopía irritada o burlona de sus colegas, todo ello mientras libraba refriegas no menos jadeantes en el frente educacional, municipal o periodístico. Fué famosa la acogida a su proyecto de inversión de 800.000 pesos en el ferrocarril a San Fernando. La oposición la juzga más que excesiva. Sarmiento cree lo contrario y opina que pronto los ferrocarriles valdrán ocho millones de pesos. (Desganadas risas opositoras). ";Ochenta millones!" (Risas desbordadas). "Ochenta millones!" (Un Iguazú de risas). "Pido a los taquígrafos que hagan constar esta hilaridad en el acta. Quie-
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ro que las generaciones venideras aprecien mi inquebrantable confianza en el progreso de mi país. Y al mismo tiempo (señalando a la bancada carcajeante) ¡con qué clase de hombres he tenido que luchar!" Ya vimos que no fué menos frontal su choque con las matronas de la Sociedad de Beneficencia empeñadas en mantener bajo su miriñaque colonial la instrucción y educación de la mujer. El criterio burgués de hoy, cada vez más sensible a la intangibilidad romano-cesárea de la propiedad privada, nos enseña que el juicio político a Rosas y el embargo de sus bienes fueron un abuso más o menos irresponsable, como entonces lo sostuvo el católico Frías. Sarmiento demostró entonces —para siempre— el perfecto derecho que asiste a los pueblos de juzgar a sus gobernantes, cuya responsabilidad no puede concluir con su mandato. Rosas había financiado en parte su presupuesto oficial y el suyo propio y el de sus parientes y amigos, con el producto de las expropiaciones y abusos del poder público. ¿Que muchos de los que se arrogaban el derecho de condenar al dictador imitaban algunos de sus métodos? Eso es otra cosa. ¿Por qué ha de constituir tabú el expropiar a los expropiadores? Cuando los pueblos comiencen a poner de moda el juzgar a sus gobernantes cleptómanos, los calabozos no darán abasto y la política dejará de ser la más fructífera de las industrias. Conforme a lo que exponía en A rgirópolis y sostendría toda su vida, Sarmiento debió trocarse en el campeón de la colonización agrícola, demostrando la absoluta y urgente necesidad de fraccionar el latifundio —caldo de cultivo del caudillaje— con la doble ventaja de facilitar el cultivo y la población del agro, la domesticación de la tierra cimarrona. De su vasto programa logró sólo hacer aprobar la ley de colonización agrícola de Chiviicoy, sobre la base de la división y venta de la tierra a bajo precio, otorgando título de propiedad a sus ocupantes, todo bajo el contra-
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br y ayuda del gobierno. A los ocho años, el ausente Chivilcoy de antes figuraba entre los partidos más pingües de la provincia y el afortunado ensayo sirvió de incentivo y modelo para lo poco que en esa vía se haría después en el país, pues ni decir que en el edén estanciero, el latifundismo se mantuvo triunfante y cuando cedió cuadras en un lado fué para ganar leguas en otro. De su proyecto de reforma electoral rechazado y de las recientes elecciones, decía en 1856: "Así se falsifica la conciencia páblica.. . Si vosotros aprobáis estas elecciones se declara que el fraude y la violencia fueron practicados siempre y lo serán en el futuro; las cabezas de vuestros hijos pagarán mañana él crimen político cometido por la inmoralidad de sus padres". Sarmiento no se llamó a engaño con los gobiernos de Alsina y de Mitre, que le parecieron tradicionales e inoperantes. Lo dijo en carta y lo calló en público, habiendo aprendido que un político está obligado, so pena de anularse, a algunas concesiones, siquiera mínimas, a los compromisos y circunstancias. En el fondo, Sarmiento no podía identificarse con ninguno de los bandos en riña. "Urquiza ostenta 150 mil vacas, con 170 mil leguas de país y ocho soldados... Carril mandó 10 mil libras de onzas de oro a colocar en este mercado, mientras los empleados no se pagan, y Bushental se los sorbe en empréstitos usurarios. "No hablemos de Buenos Aires. Nada hay que esperar de él precisamente porque tiene todo, si no es inteligencia y previsión. . . Peña, viejo representante del partido federalista, es el que dirige con Obligado y los suyos la política local, porteña. Mitre y Alsina no son el alma de esta administración y ellos mismos ceden a la presión de la opinión común... Mi situación es la más precaria. No represento nada. No estoy con la opinión ni me atrevo a contrariarla, porque al día siguiente me quedaría sin un suscriptor". -.
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En 1858 el gobernador sanjuanino que IJrquiza había heredado de Rosas, el insumergible Benavídez, perdió pie, al fin. Su sustituto, dispuesto a hacer un gobierno de acción e innovación, lo hospedó en la cárcel, para evitar que conspirase. Los partidarios del preso atacaron la cárcel y el jefe de la misma fusiló a Benavídez. Sarmiento, en uno de sus no escasos raptos de reacción incontrolada contra el caudillismo y ligado con tiránicos vínculos a la política porteña, se empeñó en dar una explicación justificatoria de aquel crimen político. El Paraná hizo algo peor: indignándose en nombre de la Constitución y en tren de vengar la legalidad pisoteada envió a Virasoro, hombre totalmente ajeno a San Juan, que tras pulverizar las fuerzas que defendían la autonomía de la provincia, comenzó a gobernarla a la musulmana, depurándola previamente de elementos herejes o liberales. Mitre y los suyos —que años atrás habían hecho lo mismo con la rebelión del coronel Costa ahogándola en la sangre de los vencidos— se escandalizaron a su vez. Buenos Aires y la Confederación terminaron yéndose a las manos. Mitre, destinado por el dios de las batallas a perder todas las que le tocase dirigir, perdió la de Cepeda aunque se hizo otorgar medallas de triunfo. lJrquiza, escarmentado con el 11 de septiembre y deseoso de ahorrar hemorragias para hacerse perdonar las pasadas, llegó a un pacto con el vencido sobre la base de su reingreso a la unidad nacional, previas algunas abstracciones a la Constitución del 53. Urquiza no era, o mejor, había dejado de ser una amenaza. Tal vez, en este proceso, la resistencia de Buenos Aires no fué inútil del todo para frenar a Urquiza, pero lo quebró del todo, sometiéndolo a la dictadura económica y política de la aduana porteña. Conforme a esa evolución, Sarmiento había evolucionado a su vez, y creía que ahora lo fundamental era salvar la unidad de la nación: a tal efecto propuso la admisión lisa y llana de la Constitución del 53; la propuesta fué rechazada, porque los libera-
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les porteños aspiraban a gobernar al país como virreyes y Para imponer su propósito, es decir, para financiarlo, precisaban tener en sus manos el instrumento indispensable, la aduana: la conservarían en su poder y pasarían a la nación una pensioncita anual de dieciocho millones de pesos. Así se hizo y Buenos Aires sola —como en tiempos de la Primera Junta, Rivadavia o Rosas— siguió encarnando la voluntad nacional. La segunda jugada de mala fe de los porteños fué elegir sus diputados al Congreso, no por la ley de la nación, sino por la de la provincia. Los sanjuaninos, por esos mismos días, hartos del bajalato correntino de Virasoro, le aplicaron la del talión. Fué elegido gobernador Aberastain, hombre excepcionalmente capaz y digno. El gobierno del Paraná, siempre deseoso de volver por la legalidad, envió a Saa, un milico con mentalidad y genio de jabalí que derrotó a Aberastain y lo fusiló sobre el tambor. Sarmiento, gran compañero y admirador de la víctima, la lloró con la fiera elocuencia del amigo de Patroclo. Buenos Aires y la Confederación volvieron a medir sus fuerzas, esta vez en Pavón, y Urquiza ya derrotado económicamente y políticamente por Buenos Aires, y desconfiado del presidente Derqui, abandonó el campo, y Mitre, sin quien dijese no, triunfó napoleónicamente por primera y última vez. Y así de nuevo, el poder político nacional volvió a quien detentaba el poder económico. Buenos Aires, ni que decirlo, se apresuró a enviar un ejército al interior a fin de facilitar la evolución coincidente con el cambio de política nacional. ¿Fué deseable para las provincias el trueque de la oligarquía analfabeta de la Federación y la Confederación por otra con dos o tres ideas en la cabeza? Sólo que éso se hacía ahora, como en tiempos del Restaurador, por agencia de jefes uruguayos —Rivas, Paunero, Arredondo, Iseas, Sandes— tal vez para que pudieran obrar como en tierra de infieles..
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(Era verdad que fuerzas opositoras controlaban Cuyo para evitar que se reconociese el nuevo y ya único centro de poder nacional y que sometido aquél, varios procónsules urquicistas siguieron conspirando desde Chile, en combinación con el Chacho, y algunos, corno Saa, en alianza con los indios.) La otra verdad es que la derrota de la Confederación significaría un nuevo y definitivo sometimiento de las provincias a los intereses de la política porteña. Sarmiento marchó con la expedición de marras en carácter de auditor de guerra. Llegado a San Juan, fué elegido gobernador por la Legislatura que le expresó por intermedio de Godoy Cruz: "Don Domingo, tendrá que ser nuestro gobernador. Nosotros nos hemos sacrificado durante muchos años por sus ideas. El menor sacrificio que usted puede hacer es gobernarnos" (Nicanor Larrain). Sarmiento le escribió a Posse: "Por veinte años yo he desempeñado un rol que era contrario a mi naturaleza, escribir, hablar, pero constreñido, viviendo en un medio adverso. Al fin puedo actuar, en pequeña escala, es verdad, pero actuar, y en tres años de gobierno mostrarles los dones que Dios me ha concedido". Sarmiento había conocido hasta entonces la resistencia sorda o abierta de los pequeños oligarcas o plutócratas a toda idea de innovación progresiva, pero un poco indirectamente. Ahora tendría que tomar al toro por las astas. Los biógrafos de Sarmiento acostumbran decir que el error de su gobierno fué no admitir lo limitado del espacio físico y social en que debía moverse. Ya veremos que ésa es sólo una verdad a medias, si lo es. Su visión, su experiencia y su energía eran desmesuradas, es cierto. Alejandro es obligado a moverse en un distrito de Macedonia. El plan concebido para una buena tajada del mundo, era difícilmente reductible a las proporciones liliputienses de la aldeana San Juan y a la mentalidad y hábitos cangrejiles de un pueblo hispano-indio.
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Sarmiento no era ningún Quijote sino, al contrario, un hombre hecho a nutrirse con la médula de león de la realidad, y de la más larga, variada y rica experiencia. Sólo que si había algo más exiguo que la irrigación y la economía sanjuaninas era el espíritu de la gente. ¿Que la opaca y sorda realidad colonial eran aguas cenagosas para una nave de mucho calado y mucho velamen, el dinamismo y el filoneísmo de Sarmiento? Algo de eso hubo, pero es capitalísimo advertir que la contracorriente no vino de los pobres sino de la clase rica y sedicente culta. "Con él comenzó un verdadero florecimiento de la educación pública" (Larrain). Eso ya lo sabemos. Pero Sarmiento, que penetraba de algún modo la fraudulencia inconsciente del teólogo o el mero idealista, sabía o adivinaba que el hombre no es un puro ente moral y que quien quiere transformarlo por dentro debe comenzar transformando su medio ambiente, sus condiciones externas de vida. El hizo en San Juan, en dos años, todo lo que un gobernante moderno, que gobierna para su pueblo, pese a las trabas de la clase privilegiada, debía o podía hacer. Creó la justicia de paz y la defensoría de menores, el departamento topográfico, una guardia de caballería e infantería modernizada, organizó la policía urbana y la rural, levantó el primer mapa de la provincia y la ciudad y su aledaño de tierras cultivadas, fundó poblaciones agrícolas y el primer cementerio civil, estableció un servicio regular de correos con Mendoza y San Juan, la inspección agrícola, baños públicos, un matadero, jardines modelos, una casa correccional de mujeres, fondos para hospitales, pavimentos, ensanchó y alumbró calles, abrió caminos rurales, intentó la fundación de colonias agrícolas europeas a fin de civilizar la hirsuta agricultura de caciques y encomenderos. ¿Que el presupuesto de gastos de tamañas innovaciones dejaba ya atrás las ventas de la provincia? Sarmiento con-
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taba —sin incurrir en utopía— con los factores tiempo y tranquilidad, o más concretamente, con los resultados esperables, y a plazo corto, de sus mayores empresas: el fomento minero y agrícola. Escribía al presidente Mitre que con las minas esperaba crear una industria y sanear la política: "Ayúdeme en esto y habrá satisfecho la ambición de mi vida que es tener poder para crear, transformar, realizar". En cuanto a su entrañable amigo Posse, hablábale con algo del subterráneo fuego de los rastreadores de Eldorados y Potosíes: "Mi plataforma es la minera. Si ella produce los resultados que promete, todo lo que yo emprendo se trocará en realidad. Sino, sería mejor despoblar esta provincia. ¿Para qué vivir sin sentido ni objeto?" El hecho es que Sarmiento trató de fomentar por todos los medios a su alcance el desarrollo de la minería. Los informes del ingeniero Rickard que exploró la zona fueron muy favorables, se buscaron los fondos en San Juan, Buenos Aires y Chile y la explotación comenzó con resultados promisorios. "Lenoir va a Chile conduciendo 13 cargas que contienen como 600 marcos de plata. Esta muestra va a impresionar a los mineros de Chile". De éxito menos aleatorio y más inmediato fué sin duda su programa de reforma agraria, cuya ejecución comprendió: la fundación de la quinta normal de agricultura para mejorar los métodos y técnicas agrícolas, la promulgación de leyes para el establecimiento de colonias agrícolas, y, principalmente, la ejecución de un vasto plan de riego según un sistema de canales y represas para controlar los ríos y arroyos en época de crecientes por lluvias o deshielos. "La irrigación —decía el mensaje oficial de junio del 62— es para San Juan lo que la sangre para el cuerpo; la subsistencia depende de ella, y los disturbios en su equitativo reparto, acarrean malestares semejantes a los suscitados en política por la anarquía". El saldo líquido fué que ingresaron en la Canaán de la
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fecundidad y la belleza nativas, zonas estériles como lava hasta entonces por falta de riego. El plan de Sarmiento —ambicioso y revolucionario, pero ajustado a las posibilidades de lo real como la doma del caballo a la baquía del jinete— precisaba para su cumplimiento el tiempo y la paz indispensables. ¿Que culpa pudo tener él que el año 63 llegase cargado de negaciones para su próvido programa caminero, minero, agrícola, hidráulico y educativo de regeneración? ¿Que el tesoro de la provincia, escaso de suyo para cooperar en toda la línea con aquel fecundo plan de mejoras concretas e inmediatas, sufriese el drástico drenaje de gastos exigidos por la guerra que le traía la montonera encarnada en el Chacho, contra la más desesperada voluntad de Sarmiento? Que el peor saldo de la colonia no era la montonera, es lo que Sarmiento iba viendo cada vez con mayor claridad. Pese a las bellas realizaciones a la vista y a las mejores perspectivas entreabiertas sobre el futuro, los primeros en malhumorarse contra el gobernador, alegando el exceso de impuestos y cargas, fueron los que estaban habituados a no pagarlos: los terratenientes, héroes del quietismo colonial, y los curas, apóstoles del pasado. "Manos muertas, mayorazgos y capillanías convertidos en recursos para la educación". (Belín Sarmiento). Esta era la piedra Caaba del escándalo. ¿Que el gobernador dispusiera de un convento arruinado y abandonado, y ex cuartel de un batallón, para albergar una populosa escuela laica, e hiciera "de una antigua capellanía una quinta normal", y hubiera "tomado a un convento unas cuantas varas de tierra para ensanchar una calle?" Eso probaba no sólo su herejía y descreímiento, sino su satanismo... Ya vimos cómo un párroco anoticié a la feligresía, desde el púlpito, que el gobernador masón, que tenía rabo como el diablo, se reunía con él en tenidas nocturnas celebradas adrede, para colmar el sacrilegio, en el convento de Santo Domingo. Es sabido también que el gobernador encontró un día en la calle al
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curita zahorí, lo saludó estrechándole la santa mano, se la llevó poco a poco hasta el lugar en que debía comenzar la cola adjudicada y le descerrajó: "Toque, padre, y cerciórese bien para que después predique su nuevo evangelio". ¿Cuál es la moralidad de la conseja? ¿Que de preferir un gobierno moderado, según se lo aconsejaba Mitre y según la tradición huarpe-hispánica de Benavídez, Sarmiento hubiera terminado su período gubernamental? Esa es la sensatez de nuestros ideólogos de museo, de nuestros liberales aquejados de ataraxia locomotriz. Sarmiento hizo lo que debía hacer y su caída fué una nueva piedra para, su pedestal. Entre retirarse lejos a vivir mucho y gordo en la oscuridad, o quedarse a luc'nar y morir gloriosamente, el hijo de Peleo prefirió lo último. Pero en nuestro caso se trata mucho menos del lustre personal que de la lección que dejó el héroe: válida más que por la obra, que sólo pudo realizar a medias, por la que harán sus émulos del porvenir, movidos y alertados por el propulsor ejemplo. Insistimos en que la obstrucción a la voluntad de Sarmiento de sacar a San Juan de su nicho colonial no vino de los descalzos y analfabetos de abajo sino de la trinidad de arriba: curas, terratenientes y tenderos. En la situación de falencia rentística y de oposición a su gobierno, si algo podía temer Sarmiento más que al diablo, era un casus beUi, es decir, una camorra con la montonera, ya que significaría un golpe más o menos anonadante para su cruzada civilizadora. Y él vino, por agencia del Chacho, sin que Sarmiento, pese a su mejor buena voluntad, puchera evitarlo. El bajo interés o la alta miopía de los adversarios políticos de su tiempo o la demagogia reaccionaria de hoy han tendido y tienden a elevar al Chacho a la jerarquía de héroe popular y asignar a Sarmiento el papel de verdugo. Se trata de una especie de beatería de lo canallesco. Angel Peñaloza, jefe militar riojano, era un ejemplar
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típico de la casta de caudillos o caciques de la época. Habíase formado bajo el mando y el ejemplo de Facundo Quiroga, ese hijo de estanciero, que empobrecido por el juego se aprovechó de las revueltas civiles, para explotar a todos, llegar a general y morir fabulosamente rico ("uno de los hombres más ricos de la América del Sur", dice Zinny). El Chacho se batió como bueno, lanza y lazo en la mano, en todos los combates en que se halló su jefe, hasta llegar a Comandante de los Llanos. Asesinado Facundo por orden de Rosas, según lo creyó el Chacho, éste se volvió contra el tirano, que lo clasificó como "forajido salvaje unitario". Derrotado junto a Lamadrid en 1841, escapó a Chile de donde regresó en 1845, guareciéndose en los Llanos bajo la protección de Benavídez. Allí lo halló la caída de Rosas y desde entonces comenzó a movilizar sus huestes y luchar por... nada, por mantener su jefatura y su prestigio dando en gaje a sus secuaces la contribución forzosa sustraída a los propietarios y pudientes. Es verdad que no practicó ni soñó siquiera otro tipo de reivindicación, si es que imaginé tal cosa. Pero expresaba de algún modo el descontento y la miseria de las clases desposeídas, y eso ya era algo. Por otra parte la contribución de sangre exigida por las guerras civiles y sobre todo por la inadjetivable del Paraguay cayó principalmente, como siempre, sobre los desvalidos, y no era extraño que se defendiesen a su modo. Sarmiento no advirtió sin duda que el chafamiento de las resistencias provinciales —cualesquiera que fuesen— por mano de Buenos Aires, reforzaba el dictatorialismo porteño sobre el país, como en tiempo de Rosas y más antes. Ya vería él mismo cómo, por agencia de Rawson, el presidente porteño le negaría al gobernador de San Juan el derecho de aplicar las leyes de su propia provincia. La primera mala nueva que Sarmiento recibió fué que gente del Chacho había arreado ganado de Valle Fértil (provincia de San Juan) y que él estaba congregando a sus
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hombres de acción en su estancia. Más tarde recibió noticias más inquietantes y fué tal su temor de que la revuelta montonera viniera a esterilizar su obra de gobierno, que extremó la previsión y la cautela para evitarlo: "Hay algo más serio en la frontera —le escribe a Mitre—. El Chacho es ci Chacho. He enviado al capitán Fuensalida con orden de hablar a Peñaloza cuando no esté borracho. Fuensalida es moderado, es su pariente y amigo y puede hacerlo entrar en razón". Por otra parte se dirigió, reclamando en los mejores términos, al gobierno de La Rioja. El Chacho contestó en términos más comedidos aún: "Por mi parte no esquivaré la ocasión de serle útil, tanto más cuanto es un deber para mí con uno'de los más valerosos campeones de la causa que en otro tiempo sostuve con ci malogrado ilustre general Lavalle y de la que no he desertado". Carta escrita sin duda con el sólo objeto de amodorrar al adversario, pues lo cierto es que el campeador de la montonera clió muestras crecientes de actividad. Los vecinos de Chilecito (La Rioja) por nota del 22 de octubre de 1862, se dirigen al gobernador sanjuanino pidiéndole protección contra las hordas del Chacho que acaban de asaltar la villa. A fines del 62 bandas del Chacho saquean zonas sanjuaninas próximas a la frontera. En marzo dei 63, en su meca de Guaja, el caudillo reúne hombres y armas y se declara en rebeldía abierta contra el gobierno y sus bandas comienzan a invadir y pillar las provincias vecinas. Sarmiento escribe al presidente argumentando la necesidad de la guerra represiva y preventiva: "Sino, estos pueblos sucumbirán política y comercialmente". Mitre responde expresando su voluntad de dar a la acción bélica un carácter policial: "La Rioja es una cueva de bandoleros, que amenaza a sus vecinos y donde no hay un gobierno que ejerza la policía de la provincia". Sarmiento no coincide con tal criterio, pues, a su modo de ver, no se trata de bandolerismo mondo y lirondo sino de una rebelión
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social y política, apoyada sin duda por Urquiza y los caudillos urquicistas —Saa, Nazar, Díaz, Clavero— que cooperaban desde Chile. El gobernador proclamó a los sanjuaninos: "Peñaloza se ha quitado la máscara. Desde su estancia de Guaja, secundado por media docena de bárbaros oscuros, que han hecho su aprendizaje en las encrucijadas de los caminos, se propone reconstruir la República sobre un plan que él ha ideado por el modelo de Los Llanos". Sarmiento fué nombrado Director de la guerra. En setiembre el coronel Arredonclo informó: "Peñaloza, Puebla, Carrizo y otros tienen una fuerza de más de mil hombres." Ni decir que se trataba de bandas sueltas y militarmente flojas. Sólo que su elástica movilidad las volvía casi intangibles. El problema estratégico y táctico era el lograr darles batalla. En octubre las hordas del Chacho entraron en acción. El primer día de noviembre algunas de ellas, con el Chacho a la cabeza, cayeron sobre Caucete, a cuatro leguas de la ciudad de San Juan. El peligro era severo y su desenlace inminente. En cuanto al riesgo que corría su propia persona, Sarmiento no podía olvidar sin duda que los tres predecesores en la silla del gobierno la habían teñido con su sangre. Desde meses atrás los partidarios del gobierno depuesto, en connivencia con el estanciero de Guaja, conspiraban dentro de la misma ciudad y era fácil adivinar su primer objetivo. "Me tomo la libertad de suplicar a Y. E. —escribíale uno de sus informantes—, que no se fíe de nadie y ponga cuidado en la gente que lo rodea." El comandante Irrazábal contramarchó a toda máquina sobre Caucete. La pausa de la espera fué intensa hasta lo agonioso. La noticia vino junto con el saludo de los gallos al alba. Los 140 soldados de caballería de Irrazábal habían dado cuenta de los 1400 llaneros del Chacho sorprendidos en las callejas de Caucete, que huían ya a la desbandada.
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Era aquel un triunfo feliz, pero de poca monta. La montonera se recuperaría sobre la marcha para recomenzar como si nada hubiera pasado. Sarmiento, buen conocedor de la acción de Paz contra los guerrilleros de la Sierra de Córdoba en 1830 y de la técnica del general Bugeaud contra las kabilas, lo tenía previsto y por eso había organizado sus escasas tropas dotándolas de la máxima movilidad. Caballos bien nutridos, herrados y entrenados. A la baquía bárbara oponer la baquía civilizada. Se lanzó, pues, a Irrazábal, de inmediato, a la zaga de los prófugos. El Chacho fué sorprendido en Olta e Irrazábal por su cuenta (nunca intentó echar la cul p a a nadie) ordenó su ejecución. ¿Que la medida fué doblemente condenable por bestial e inútil? Desde luego. Pero acusar de ello a Sarmiento no pasó nunca de un antojo de comadre irritada. ("Such an accusation is infounded", dice su último biógrafo, el norteamericano Bunkley.) Sarmiento escribió en la ocasión: 'El coronel Arredondo ... mandó a Irrazábal y al comandante Vera al mando de 400 hombres montados a mula y con caballos de diestro y en 6 días, salvando el desierto y atravesando tres montañas cayeron en Olta sobre el cuartel general del Chacho y lo ultimaron por acto espontáneo y orden que ignoro." El triunfo rápido sobre la montonera se debió muy principalmente a las previsiones de Sarmiento. Entre ellas estuvo la de decretar el estado de sitio, necesidad exigida por la de moverse a tiempo y certeramente. De lo contrario la montonera se les hubiera reído en las barbas. El ministro Rawson creyó lo contrario: la medida de marras era facultad privativa del gobierno de la Nación. Sarmiento sostuvo la tesis opuesta, en nombre de la autonomía de la provincia. Coincidió con él Vélez Sársfield, el más autorizado jurisconsulto de la época, que llegó a escribir a Sarmiento: "Ud. me ha enseñado mucho en un asunto que era nuevo entre nosotros y que no había sido discutido nunca."
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Los antecedentes concretos eran estos: en 1853 las Constituciones de San Juan, Mendoza, La Rioja y Corrientes habían fijado lo de declarar estado de sitio entre los derechos de la provincia. Los autores de la Constitución Nacional no habían discutido el tema. Si desde Rawson adelante siguió admitiéndose esa facultad como privativa del poder central debióse a que en el hecho no iban quedando ni asomos de autonomía federativa. Lo cierto es que Mitre, después de haber indicado a Sarmiento una campaña punitiva contra el Chacho, lo desautorizó —vía Rawson— porque el gobernador apeló a los recursos que la ley provincial ponía en sus manos y cuya aplicación era de necesidad imprescindible. La obstrucción interna, la desautorización del gobierno nacional, el desastre económico traído por la guerra, la tragedia doméstica, la acusación de antropofagia política, pusieron a Sarmiento en una de las peores encrucijadas de su ya largo itinerario. "Creo haber penetrado en el fondo de tus sentimientos —escribíale Posse— y veo el infierno de tu vida entera. Cualquiera otro que tú hubiera caído postrado bajo el peso de los mil contratiempos de tu existencia." Puede creerse que menos por amistad personal o política que por alejarlo del escenario nacional, el presidente Mitre ofreció a Sarmiento el cargo de ministro ante el gobierno de Washington con misión pasajera ante los de Chile y el Perú; el mismo cargo para el que cuatro años antes lo nombrara el gobierno de la Confederación y que él se viera obligado a declinar. Sarmiento llegó a Chile en momentos en que la ocupación de las islas Chinchas por barcos españoles alarmaba a todos los pueblos del Pacífico. Que la cosa no era humo de pajas lo indicaba la sensata sospecha que España procedía por emulación o incitación del gobierno imperial de Francia que acababa de favorecer a Méjico con un emperador austríaco.
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Si alguna pasión primaba sobre otra en Sarmiento era la de liberar a nuestra América del espíritu monárquico y clerical heredado de España. Frente al peligro de una recidiva, su discurso ante el gobierno chileno fué el que debía ser, el que las circunstancias imponían. ¿Que los filisteos esperaban que hablase como cualquier ventrílocuo de la diplomacia? "Este es el Sarmiento que nosotros hemos conocido", decían los chilenos y la más alta autoridad en derecho internacional de esa época, el viejo y sabio don Andrés Bello lo felicitó sin reatos. Pero su gobierno lo desautorizó y Mitre en amistosa carta privada le advertía que su discurso había frisado en el borde del ridículo. "Me complazco en felicitar a Ud. y creo que podría hacerlo en nombre de todo el país, por su brillante discurso de recepción, tan digno de un representante de la Federación Argentina" —decía Bello. ("Esta escapada de colegial —decía Sarmiento— es muy disculpable en un joven tan entusiasta y poco versado en formas y cuestiones de derecho internacional. . Sarmiento pasó a Lima donde sesionaba ya el Congreso Americano cuyos objetivos concretos eran: reafirmar la unidad de familia de las naciones americanas, llegar a una convención para establecer o mejorar sus relaciones mutuas, y arbitrar medidas tendientes a solucionar los conflictos de fronteras. Naturalmente pasó a encabezar el temario del Congreso la violación de la soberanía del Perú contra la que protestaron los gobiernos americanos considerándola una amenaza para todos. El gobierno argentino no sólo adhirió a tal protesta, sino que protestó directamente ante el gobierno español notificándole que la amenaza implícita en el atropello "lo obligaba a preparar todos sus recursos de defensa y concurrir decisivamente en auxilio del Perú." Las instrucciones al ministro Sarmiento le prescribían obrar en todo de acuerdo con el ministro chileno y expresar a los gobiernos de Chile y el Perú el deseo del nuestro de
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concordar criterio y proceder respecto al motivo principal del Congreso. En nota del 28 de mayo de 1864 se le decía: "El gobierno ha resuelto que V. E. haga saber al de Chile que ha recibido orden de proceder a celebrar los acuerdos y convenios necesarios a fin de proveer a la seguridad común de las nacionalidades de América... con motivo de los procedimientos usados por los agentes de S. M. Católica." Y bien, fijada así clara y rotundamente la política de nuestro gobierno en el sentido que consignamos, un día comienzan las vacilaciones, manifestando entre otros, el temor de que se llegase a un arreglo sobre arbitraje "que suprime el derecho de hacer la guerra" y al fin dando marcha atrás, se le ordena a Sarmiento abstenerse de tomar parte en el Congreso —recuerda Belín Sarmiento—, "para no comprometer a la Argentina en una política en la que ya estaba solemnemente comprometida." ¿Debíase semejante actitud, en parte al menos, a una dosis de celos ante la actuación demasiado señera del flamante diplomático? Tal vez, pero cabe una pregunta terrible: ¿clebíase decisivamente al temor de que un posible convenio sobre arbitraje evitase la guerra contra el Paraguay, quizás ya acordada tácitamente con el Brasil?
Sarmiento trató de cumplir al pie de la letra las instrucciones de su gobierno, pero simultáneamente, dada la frontal contradicción de las mismas, hizo lo posible por salvar de una desairada situación a su gobierno y su persona. "Instado por los plenipotenciarios para que individualmente los ayudase con sus luces, tomó parte en las deliberaciones del Congreso, sin carácter oficial". No pudo hacer menos a trueque de dejar sospechar que su gobierno se había dejado ganar por la simpatía a la monarquía española... Ese fué todo su criminal error. "Pero esta nota —decía Sarmiento años después— como los dos tomos que componen las que he elevado al gobierno desde Chile, Perú y Estados Unidos, no verán jamás la luz
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porque son mi gloria y probablemente no contribuyan a la de elilos cuando hayan de compararse con las que contesto. En Chile y el Perú siguieron el mismo plan que en San Juan, de molestarme, desaprobando lo mismo que me ordenaban hacer, sin más intento que mostrarme su superioridad.. En efecto, la cancillería de Mitre echó a pique esa correspondencia. Apenas si ha quedado esa carta en que contestando otra de Mitre pedantescamente descomedida, Sarmiento puso los puntos sobre las íes: "En otra anterior... atribuía Ud. mis actos al deseo de obtener aplausos de plaza pública, y esto en nombre de la amistad. Ahora son los de las mujeres de Lima, cosa que Ud. observa en nombre de unas pocas canas que le han salido. Guárdese de la fascinación del poder, que nos hace creer que crecemos en años, prudencia y saber, mientras los demás descienden en la misma proporción, hasta producirse aquel fenómeno óptico de ver a los hombres desde tales alturas como granos de mostaza. . ." "Yo he hecho pocos discursos, y esto contrariando siempre a las limeñas. Ud. que es hombre de letras ha de haber notado esta particularidad, que me ha hecho siempre impopular." Y sobre el punto capital: "Con la determinación decidida que ahora toman de que no tome parte en las deliberaciones de éste (el Congreso) se olvidan que en las primeras instrucciones lejos de negarse al Congreso Americano, me encargaban decir al presidente que estaban dispuestos a obrar de acuerdo con Chile. . Conforme a las órdenes recibidas Sarmiento se negó a firmar —ni ad referéudurn.— este tratado de alianza americana cuyo borrador él había redactado como persona privada a pedido del Congreso. "Desde que la República Argentina no tomaba parte en un tratado que debía servir de base a un derecho público americano, el tratado caía de por sí.. No podía ser de otro modo; pues la segunda tesis de la
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cancillería de Mitre y su actitud fueron trascendentalmente infelices. ¡La Argentina debía interesarse mucho menos por América que por Europa! "Ud. sabe que es una de las bases fundamentales de la política argentina no tomar parte en congresos americanos." (Mitre). Vale decir, mantener aisladas entre sí las partes integrantes de Latinoamérica, como en tiempos del coloniaje español, para no provocar el desagrado de Londres o Washington. Como consecuencia de ello viene ocurriendo hasta hoy que nuestros países, como cuentas de un rosario sin hilo, han sido presa tentadora y fácil de los amos de la libra, el marco y el dólar. ¿Cómo ha ocurrido que hasta hoy encuentre oídos la versión que presenta la actitud del gobierno de Mitre como espejo de sabiduría diplomática y patriótica, y la conducta de Sarmiento como la de un impetuoso irresponsable? Porque es la que dió La Nación, en 1874, al enjuiciar la presidencia de Sarmiento, y porque la han seguido servilmente nuestros escritores —Groussac, Lugones, Rojas, etc.— todos atados al ronzal del diario de Mitre. ¿Cómo extrañarse que todos los piadosos aspirantes a sepultureros de Sarmiento sigan hablando del diplomático antidiplomático? "Mirada retrospectivamente esa actitud parece implicar más visión y más sentido de estadística que la de su gobierno." Tal el juicio, totalmente insospechable de parcialidad, de Allisson Bunkley. Sarmiento representó a su gobierno ante el de Washington, desde 1865 a 1868. ¿Que muchos desde entonces han tendido a negar su idoneidad diplomática? Es, en el fondo, hacerle uno de los elogios que más se merece. En efecto, nada tuvo él de común con el consabido tipo de diplomático, con ese soplón de gala, ese parásito perfecto y superoneroso que encarna, mejor que cualquier otro botón de la burocracia, el negro desprecio de los gobiernos por la cándida confianza de los gobernados... Desaforada y me-
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ticulosamente ocupado en estudiar y aprender el gran país del Norte y en acopiar y trasmitir todos los conocimientos y experiencias que pudieran servir al nuestro (desde la técnica del reparto de la tierra, los ensayos pedagógicos o los inventos industriales hasta el moderno aprovechamiento del maíz y la vaca o la biografía del cortador de leña y de cadenas que fué Lincoln) apenas si tuvo tiempo de poner sus pies en la Casa Blanca. En efecto, Sarmiento se estableció, no en Washington, sino en Nueva York. El embajador más antidiplomático del mundo ignoró adrede las recepciones, ceremonias y demás musarañas de la vida diplomática. Su misión fué —así la entendió y practicó— connaturalizarse con las novedosas y enérgicas formas de vida, con la innovadora y creadora actitud de la gente yanqui en su gran hora de ascenso y sacar lecciones aplicables a los pueblos del Sur, estancados en la semibarbarie hispano-indígena. "Mi deseo —escribía a Mitre— habría sido realizar un antiguo pensamiento mío con respecto a las embajadas, que es convertir a estos planteles de ociosos en oficinas de trabajo, para transmitir datos útiles, y establecer, más que con los gobiernos, con los pueblos, relaciones." Embajador del pueblo argentino y del sudamericano ante el pueblo yanqui, mucho más que de la Casa Rosada ante la Blanca.
Sólo que, junto con ésa, Sarmiento debió cumplir otra tarea, no tanto ardua, con serlo mucho, cuanto aciaga, aunque él no llegó a advertirlo: justificar la injustificable guerra del Paraguay, tan rabiosamente impopular en la Argentina y en ambas Américas, como la fiebre amarilla que ella trajo. Sarmiento emprendió su cometido de buena gana y con su fervor y talento habituales. "Los López recibieron cerrado al Paraguay, tomando la llave que yacía al lado del cadáver del anciano doctor Francia, quien a su turno lo había recibido también cerrado al contacto de las ideas nuevas en el país que colonizaron
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los padres jesuítas ahora dos siglos. Esta es la historia del Paraguay. En lo moral, como Australia en lo físico, un fragmento del mundo antiguo." "El jesuíta reunía en torno suyo, en las floridas campiñas de sus misiones, una grey en el sentido recto y figurado de la frase [ ... ]. El jesuita era el PADRE, es decir, el alma, el centro, el maestro, el tutor de esta grey sin derechos, sin tierra, sin casa, sin gobierno propio. Obedecer. . . era todo el código de este pueblo en vía de formacié-n... Trabajar era obedecer, existir era obedecer [ ... . El comercio fué derecho extraño al indio. .. El espionaje recíproco, la delación virtuosa y ordenada, hacían por el confesonario la policía moral, religiosa y política a su vez de estas sociedades rebaños. Nada introducían los jesuitas que no estuviese ordenado contra herejes por la Inquisición en España. El rasgo distintivo de la organización guaraní, es, pues, deificación del jefe del Estado, llámese Padre, Dictador o Presidente." "Así preparado el espíritu público, en hora menguada para el Paraguay y sus vecinos, Solano López, imberbe, fué enviado por su padre Dictador, Ministro Plenipotenciario a Francia [ ... ]. Trajo consigo, o supo dónde pedirlos después, ingenieros, mecánicos, artífices, y en diez años su padre, que fué el Filipo de este Alejandro, estuvo colectando sigilosamente cañones y levantando fortalezas, mientras se proyectaban y ponían en construcción tramos de ferrocarriles y redes do telégrafos [. . .]. Fortificado Humaitá, reconocidas las ventajas de la Angostura por ingenieros ingleses, declarado inexpugnable el Paraguay por el húngaro Visnev, un pensamiento grandioso brilló como una revelación en el ánimo de López hijo." Estas páginas verdaderamente magistrales sobre las consecuencias políticas de la pedagogía de Ignacio de Loyola son sin réplica. Sólo que Sarmiento se dejó en el tintero otro de los factores magnos del misterio: el despotismo portuario de Buenos Aires que obligara al Para-
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guay, para evitarlo, a recogerse sobre sí mismo desde 1810. Ni menos supo ver o quiso señalar la causa ocasional de la guerra: la infausta política de la oligarquía porteña, sometida a los intereses y a la vanidad de Mitre, a los intereses de sus aliados políticos del Uruguay, y sobre todo a la geografía imperialista del Brasil. Sarmiento no quiso advertir que su actitud en esta emergencia fué el lunar de su gestión diplomática y el borrón de su gestión presidencial. La elección de Sarmiento para la presidencia de la República era un azar más o menos improbable. Partamos de que no contaba con una base electoral mínima y segura. El pueblo porteño se bifurcaba en pro del presidente Mitre (es decir, de su candidato) y del gobernador Alsina. El resto de las provincias respondía a Urquiza y a otros caudillos —algunos de levita— sometidos en general a la influencia de los personajes nombrados. Sarmiento sólo contaba con su nombre, con simpatías y admiraciones dispersas en todo el país. Nada concreto y seguro en resumen. De pronto un grupo de oficiales, inducidos por Mansilla, un sobrino de Rosas, lanzó la candidatura del enemigo político más implacable de la dictadura. Eso sí, mediaban dos factores que sin duda fueron decisivos. La candidatura de Elizalde (el "candidato brasileño", yerno del embajador imperial) apadrinada por Mitre era populosamente impopular, como consecuencia de la impopularidad de la guerra. Por otra parte, las candidaturas de Urquiza y Alsina, amenazaban revivir el viejo y temido pleito entre provincianos y porteños. La del porteño en las provincias y provinciano en Buenos A ires apareció a muchos, sin duda, como la llamada a evitar el peligro. Pero amén de esto, mediaban otros motivos, y de tal envergadura, que al último y más piadoso de los detractores de Sarmiento se le escapan por las costuras del capisayo: "Con Rawson o con Elizalde el país seguirá vegetando. ., son distinguidos y cultísimos caballeros, pero flO hombres de acción, y el país necesita hombres de poderosa
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energía y de múltiple actividad, como lo es Sarmiento. Rawson y Elizalde representan la cultura universitaria, la instrucción para los hijos de los ricos. Sarmiento representa la instrucción popular, la posibilidad, para los hijos de familias modestas y aun ínfimas, de cambiar de situación. Será Sarmiento loco, peleador, poco serio y hasta ridículo, pero se mueve prodigiosamente, tiene proyectos a millares, ideas prácticas para prestarlas a los Rawson y a los El¡zalde y piensa en la instrucción y en el mejoramiento del pueblo. Y en fin, tiene más experiencia que sus rivales. Ha sido ministro, gobernador, senador y diplomático. Ha viajado por medio mundo, y no como turista divertido, sino observando y estudiando las instituciones útiles. Sabe lo que necesita el país para crecer y engrandecerse, y en todos los órdenes... " (Manuel Gálvez) En su carta enviada desde su cuartel paraguayo, llamada después su testamento político, Mitre expresó su voluntad de prescindencia ante la elección de su sucesor, indicando como una simple preferencia personal suya los nombres de Elizalde y Sarmiento. El segundo nombre venía sólo para ocultar los de los únicos apadrinados que eran Elizalde y Rawson. Sarmiento no podía llamarse a engaño. Poco después a raíz de ciertas apreciaciones que consideró impertinentes, Mitre hizo expulsar a Sarmiento de las filas del partido liberal. Todo sin perjuicio de que, cuando la candidatura del sanjuanino comenzara a tomar cuerpo se eliminara la de Rawson para reforzar la de Ehzalde, y a fin de anular la de Sarmiento se le ofreciera un ministerio nacional... Ni decir que el agraciado declinó el inesperado honor. Sarmiento llegó a la presidencia, pero muy pocas veces en la historia un gobernante se encontró con una situación más impeorable. Por lo pronto, el vicepresidente Alsina, que respaldado por un capital electoral propio se creyó con derecho a gobernar más que el presidente, le volvió la espalda no bien vió fallido su brioso antojo. Mitre y La
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Nación., y el senado mitrista, y las masas mitristas, y las
alsinistas se trocaron en el más fervoroso opositor. (Con lo anterior huelga decir que el público porteño, desde el sombrero de pelo a la alpargata, vió en Sarmiento su hazmerreír y su hazmellorar.) Las provincias ofrecían apenas perspectiva más risueña: muchas respondían a Mitre, las de la Mesopotamia a Urquiza. Los demás detalles del cuadro, conjunta o sucesivamente, fueron ensombreciéndolo hasta lo lúgubre. La economía y las finanzas acribilladas, tanto como el Paraguay mismo, por la guerra catastrófica, La fiebre amarilla, flagelo con que los dioses castigaban el hecho bélico por absurdamente criminal y bobo. Los indios que a raíz de la impotencia de un gobierno acogotado por la guerra, se sentían —y con razón— más vencedores que el barón de Río Branco. Las montoneras de Varela y Guayama, por Catamarca y Cuyo, ganando prestigio con sólo predicar la verdad sobre la guerra paraguaya. Caudillos como los Taboada, antiguos procónsules de Rosas en Santiago y hoy admiradores del latín y la estrategia de Mitre, desacatando abiertamente al nuevo presidente. Este no hubiera podido gobernar, sin duda, si viéndolo aislado por los porteños como un leproso, Urquiza no le hubiera ofrecido su acatamiento y su apoyo. Sarmiento significaba políticamente la superación del caudillismo rural —tJrquiza, Taboada— y del caudillismo ciudadano —Mitre, Alsina. Representaba al sector progresivo de la clase dirigente, pero superaba largamente su estrechez y su miopía de espíritu. Sobre eso traía, como novedad, su profundo sentido de los intereses populares. Preguntado sobre su programa de gobierno había contestado: "Está en mis treinta años de vida, acciones y escritos." Refiriéndose, al llegar al país, a su voluntad de democratizar la propiedad de la tierra y modernizar su cultivo, dijo que Chivilcoy —la colonia agrícola fundada por él— era el programa del presidente.
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En verdad él no representaba un cambio de clases en el poder (terratenientes, comerciantes), sino un cambio en el modo de entender la gestión de sus intereses y de la cosa pública. La mayor novedad que traía Sarmiento era su aspiración a que los beneficios sociales —tierra, educación— llegasen también a la masa. Y ocurriría poco a poco que la inmigración, fomentada por él como por nadie, iba a crear una populosa clase media, desconocida hasta entonces, dando la base indispensable para un verdadero cambio de política. Sarmiento pensaba que si su candidatura había triunfado sin apoyo del gobierno y sin que él se hubiera ingerido para nada en la campaña electoral, era claro que lo había elegido el pueblo en general y que él tenía obligaciones sólo con él y no con determinados sectores sociales o políticos ni con amigos. Se sentía con entera libertad de acción y olvidando un poco que quienes elegían eran los gobiernos y los caudillos, no la ciudadanía. ¿Que la tarea a realizar era inmensa y eran múltiples y encrestados los obstáculos a vencer, empezando por el de una oposición inspirada sólo en intereses de partido o persona? El sabría luchar y para eso necesitaba fatalmente un gobierno fuerte. Eligió, cuidadoso, su ministerio, con absoluta prescindencia de compromisos amistosos o partidistas. Aspiraba a gobernar como estadista, no como jefe de partido. A esto es en el fondo a lo que los filisteos llamarían falta de tacto para obviar dificultades y obstáculos. Ya vimos y veremos que la imputación es infundada. El sabía tan bien como cualquiera que la capacidad de un gobernante no se prueba llevándose a todo el mundo por delante, esgrimiendo la coacción o el soborno. El intentaba primero desatar prolijamente el nudo: su tajo de Alejandro reservábalo sólo para los nudos indesatables. Así lo decían los pasos que diera para tratar de entenderse con Ramírez, Benavídez y el Chacho. El presidente Sarmiento comenzó ofreciendo a Mitre el
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ministerio de guerra y el mando de nuestras tropas en el Paraguay, y Mitre declinó el ofrecimiento, pese a su obligación moral de aceptarlo. La guerra contra el Paraguay fué la herencia fúnebre que la presidencia anterior legara al país y a Sarmiento. La verdad va a terminar por imponerse a todas las desfiguraciones tradicionales. La responsabilidad de Mitre y todos los suyos en uno de los crímenes más épicos de la historia moderna, en la mayor calamidad que ha gravitado sobre nuestro país, es ilevantable e intransferible, porque esa guerra fué provocada por el gobierno del Brasil y por el nuestro con su directa ingerencia en la política uruguaya. La guerra contra una ex provincia argentina y en alianza con nuestro enemigo histórico fué tan repugnada que el gobierno debió echar a la cárcel a los jefes de la oposición. Del argumento para justificarla —el libertar al Paraguay de la tiranía de López— basta recordar que el Brasil era un imperio esclavista y que muchos prisioneros
paraguayos fueron vendidos corno esclavos.
Así fué, y Sarmiento no estuvo libre de culpa ni mucho menos, no sólo por su propaganda en pro de la actitud de la Triple Alianza, sino, y sobre todo, por el empeño de su gobierno en imitar al de Mitre, substrayéndose a toda tratativa de paz con el de López, corriendo el albur de masacrar a un pueblo entero y arruinar al nuestro. No se trata aquí de confeccionar el ditirambo del héroe de la patria paraguaya, según la versión melodramática de muchos revisionistas. López, un mediocre hinchado de vanidad y poder incontrolados, gobernaba el Paraguay como un pirata su barco negrero. Pero su belicismo era sólo peligroso en su casa, y si se atrevía sin provocación a materializar sus sueños napoleónicos su rival a la mano era el Brasil, que cojeaba del mismo pie. Las más elementales razones diplomáticas (sin contar la extenuación económica y social del país y la voraz frontera con los indios y nuestra justificable tradición antibrasileña) aconsejaban no inge-
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rirse en lo que comenzó siendo un pleito brasileño-paraguayo. La vanidad y la inepcia heroicas de Mitre y las simpatías de nuestro canciller (yerno del embajador imperial) no lo creyeron así. Sarmiento pudo ver mejor, pero no lo vió, llevado acaso por el exceso de sus prevenciones contra el caudillismo indio-español de nuestra América. El saldo de la guerra fué redondamente trágico ya que no salvamos ni el honor (¿no exigimos un sector del Chaco paraguayo?): 1° nuestra derrota diplomática por el Brasil que exigió al Paraguay una indemnización gigantesca y manejó al gobierno paraguayo en contra de nosotros; 2 9 los 20 mil soldados y los 50 millones de dólares que quedaron gravitando sobre las espaldas de la nación; 30 las consecuencias esquilmantes de la guerra que duraron medio siglo; 49 la fiebre amarilla, el recrudecimiento de los malones, las insurgencias de Varela y Guayama, y las rebeliones de López Jordán, hechos todos que tienen su mejor, si no única explicación, en la inepcia e impopularidad de aquella guerra. Pero si la guerra de Mitre trajo la fiebre amarilla como epidemia, la obstrucción política capitaneada por Mitre trajo la fiebre amarilla como endemia. Con el argumento de defender la legalidad y combatir el autoritarismo de Sarmiento —provocado por esa obstrucción sistemática— Mitre y su Senado (¡ellos que habrían llevado a un pueblo, contra su más clara voluntad, a la más fúnebre de las guerras!) hicieron oposición, con tozudez de mulo viejo. a las más levantadas y progresivas medidas del Poder Ejecutivo: así su proyecto de ley para dotar a Buenos Aires del imprescindible puerto de que aún carecía, y el otro de colonización para dividir las tierras próximas a los grandes centros y a las costas fluviales y marítimas y ofrecerlas a la inmigración viniente. "Calumnias por la prensa —escribíale Sarmiento a Mrs. Mann—, tumultos en la cámara, insultos al ministro, amenazas de guerra civil.., todo para -..---.-
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trocar en una cuestión política lo que era sólo de interés público". La estrechez localista y partidaria los llevaba así a oponerse, no a Sarmiento, sino al porvenir del país. De la decidida inclinación de Sarmiento por la persuasión y conciliación en su trato político, dió un nuevo testimonio en el entredicho con los Taboada, caudillos que habían heredado el gobierno de Santiago de manos de Ibarra como un inmueble de familia, y ejercían una decisiva hegemonía sobre Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy. Sarmiento envió a Régulo Martínez, amigo suyo y de Mitre a la vez, a invitar a los Taboada —en virtud del cambio de situación y las nuevas perspectivas— a superar su tradición localista y regional y trabajar juntos en pro de la nación y su futuro. Ni decir que los ex súbditos de Rosas y compinches políticos de Mitre se negaron en redondo. Rechazada la mano del corazón, Sarmiento alargó la derecha: envió al coronel Rivas con un cuerpo de ejército a radicarse en Tucumán y al teniente coronel Roca con un regimiento de caballería a Salta. El gobernador de Santiago se dió por aludido y elevó una incendiaria protesta al presidente. Sarmiento contestó con una nota muy suya poniendo las cosas en su lugar. Más tarde decía, bromeando a medias, que esa carta suya "había matado en su agujero una alimaña que durante 20 años había estado labrándose un ParaguayMini". Sarmiento habíase apresurado a agradecer la congratulación y el mensaje de buena voluntad que le enviara Urquiza. Cambiaron cartas sinceras de ambas partes. El viejo caudillo rosista poníase, en comprensión política y patriótica, a varios jemes por encima de los liberales porteños y sus aliados. El presidente envió a Mansilla primero y a su ministro Vélez Sársfield después, a solicitar la cooperación de Urquiza para evitar la guerra civil en la convulsa Corrientes, adherida al mitrismo. El entrerriano dió seguridades y las cumplió lealmente. Un día el presidente
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se apeó en el palacio de San José a estrecharse en un abrazo con su viejo y terrible ex enemigo. Sarmiento acudió al mismo método cuando la sublevación del caudillo López Jordán y su ignominioso asesinato de Urquiza y su familia. Ecuánime a pesar de su ímpetu, no creyó suficiente su criterio para escogitar el mayor arbitrio y convocó una asamblea de dirigentes políticos, adversarios los más: Mitre, Alsina, Tejedor, Mármol, Quintana. Eso sí, ya resuelto a actuar, procedió con la máxima energía, y cuando López Jordán intentó negociar, dióle la espalda. Cuando la segunda sublevación del mismo caudillo, Sarmiento se trasladó al Paraná a controlar directamente las operaciones y dar jaque mate a una jugada que venía prolongándose demasiado. López Jordán, que en el ínterin había intentado librarse de Sarmiento con el mismo método con que se había librado de Urquiza, comprendió que lo mejor era invernar definitivamente en el Brasil. La oposición (no siempre sin motivo) se la pasó clamando a voz en cuello contra el autoritarismo o presidencialismo de Sarmiento. Se escandalizaba de que de las cinco intervenciones en las provincias tres lo hubieran sido por mero decreto, olvidando que Mitre había decretado seis en la misma forma y Derqui siete... Sarmiento había enviado un inaudito proyecto de ley al congreso —aunque casi adivinando que lo vetarían— poniendo a precio la lombrosiana cabeza de López Jordán... Pero Mitre había fusilado en Villamayor al coronel Costa y veinticinco jefes y oficiales revolucionarios por simple acuerdo de ministros... ¡Y de los débitos de vidas de Urquiza no hablemos! Sarmiento había pecado, pues, mucho menos que sus impugnadores. Y apremiado por situaciones mucho más agudas que las de ellos. En todo caso, su mayor pecado estaba en haber incurrido más de una vez en flagrante contradicción consigo mismo, es decir, con su prédica de respeto a la ley, de supresión de todo personalismo o caudillismo, de democracia fundamental. ¿Puede asegurarse
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que tomó el poder en sus manos para derrotar sus propias doctrinas? Sería decir demasiado. El podía argüir que entre anularse ante la ley, interpretada por la oposición, o prescindir a veces de ella y obrar según su ciencia y su conciencia, prefirió lo segundo. Podía esgrimir también, como justificación o explicación, la conducta similar del gran Lincoln, obligado más de una vez a usar métodos dictatoriales para salvar la democracia y quebrantar la servidumbre, para empujar a su pueblo hacia adelante. Cualquiera haya sido su abuso político del poder, su honradez de gobernante no registró una mancha. Su gabinete careció totalmente de filiación partidaria. Jamás la prensa argentina gozó de mayor libertad que bajo el presidente "autoritario" y jamás prensa alguna si no es la que denigró a Lincoln, descendió a escarbaduras de chacal cotejables. "El presidente —dijo después, hablando de sí mismo— dejó a sus enemigos el derecho de serlo con toda libertad, con más libertad de la que gozan los adversarios en parte alguna: el derecho de abusar de la libertad". Pudiendo intervenir en el gobierno de Taboada incurso en delito de desacato al gobierno federal, lo evita, prefiriendo otra medida. Cuando los vecinos de Río IV piden el generalato para Mansilla, el hombre que había lanzado su candidatura presidencial en 1868, lo rehusa en nombre de la ley. Su hija, tan amada, continúa bajo su gobierno, de maestra de escuela en San Juan. La pompa de la carroza presidencial y su escolta provocan las burlas, pero eso no reza con su persona, sino con la investidura. "Jamás tendrá república este pueblo mientras no se respete en quienes lo representan". El, como persona, suele extremar la sencillez: un día invita a su mesa a un albañil que trabaja en la casa de gobierno; otro día, el francés Ebelot ve al presidente Sarmiento en un coche de Carnaval defendiéndose risueñamente, con su poncho de vicuña, del agua que le arroja la gente. Para retribuir la atención convival de un diplomá.--
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tico, sus ministros deben prestarle vajilla y muebles. Para gastos de oficina, el presupuesto le asigna 20 pesos mensuales, de modo que él tiene que copiarse sus mensajes y discursos. La elección del nuevo presidente se hizo, hasta donde fué posible, sin presión del gobierno, aunque éste no ocultó su preferencia por la candidatura de Avellaneda, su gran ministro de educación. "Sé de muy buena fuente —informó el ministro norteamericano— que las autoridades han subsanado los fraudes cometidos por ambos partidos". La oposición creyó o simuló creer lo contrario y apeló a las armas. La cosa era propicia, pues Sarmiento había dejado en su puesto a varios de los principales jefes del ejército, que eran parientes o copartidarios de Mitre, su fervoroso opositor: los generales Vedia, Rivas, Arredondo, Taboada, Emilio Mitre. Capitaneada por Mitre, la sublevación llevaba de antemano las de perder, y así ocurrió, no sin mancharse antes con el asesinato del general Ivanoski. El presidente se dirigió al Congreso: "A mi juicio, la rebelión y sus causas son las mismas de los Estados confederales de Norteamérica. Allí como aquí, ciertos individuos se han acostumbrado a gobernar el país considerando ello como un derecho exclusivo. Cuando Lincoln fué elegido presidente, ellos rehusaron admitirlo. Desgraciado el país donde cualquier coronel al frente de un batallón asume el derecho de decir a qué autoridades va a obedecer". Como Lincoln, Sarmiento capeó todos los temporales y logró llegar a puerto. Queremos significar que gran parte de lo que se había propuesto realizar estaba hecho. Contra viento y marea había sembrado de escuelas el país, sobrepasando lo hecho en cualquier otro país sudamericano. Hazaña pareja había realizado en su sueño de fomentar la civilización agraria, si el Senado no hubiera vetado su ley de colonización. Ya conocemos su acción en los demás sectores de la vida nacional. Elijamos adrede un juicio insospechable de parcialidad: His was the most active
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and progressive administration in A rgentine ¡-tistory
(Bunkley). El teórico que en "Civilización y barbarie" había impugnado a los demagogos de la montonera, a los caudillos de poncho, tuvo que rendirse ante una edición corregida de los mismos: los caudillos de levita y latín, los demagogos que se sabían todas las de la ley y el derecho justamente para poder transgredirlos sin inconveniente. Los primeros entre todos ellos eran el doctor Quintana, el mejor cliente de las sastrerías de lujo y el más elocuente de los abogados de compañías inglesas, y sobre todo su ex amigo Mitre que había dirigido durante seis años la oposición del Senado. Durante dos mil ciento noventa días, su diario, La Nación, había criticado y desprestigiado su administración en todos los terrenos con la misma heroica pertinacia con que Mitre la emprendiera contra los tercetos de La Divina Comedia.
"Mitre da el ejemplo que deben imitar —contábale Sarmiento a su amigo Posse, quien reíase de la debilidad de estómago de los porteños y de su afición a la leche de burra de los discursos de Mitre—. En doscientas votaciones ha votado en contra. Una vez, él solo". "Mitre, después de mi discurso de Chivilcoy, tan sin pretensiones, fué a deshacer la obra.., decidiéndose por la carreta tucumana contra los ferrocarriles y demás zarandajas. No es delicado de medios este zonzo, que toda su vida ha vivido de ideas ajenas, sin vergüenza de tomar todos los roles. Esta vez ha dejado ver toda la inmoralidad de su alma... Aquí, como allá, ha caído en el concepto de sus clientes, que se ríen por lo bajo de la nulidad del figurón de banquetes". Pese a sus infalibles derrotas, Mitre se creía un estratega; pese a lo inescuchable de sus Rimas se creía un ' Su administración fué la más activa y progresista en la historia argentina" (Bunkley).
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poeta. Al autor de Recuerdos de Provincia le advirtió que era un libro mal aconsejado y creía sin duda que al lado de su orográfica Historia de Belgrano el Facundo apenas llegaba a guijarrillo. Si de algo estaba seguro es de que Sarmiento no era un político ni mucho menos un estadista. Mucha gente encopetada y leída, creía lo mismo. En cuanto al público municipal y submunicipal de Buenos Aires había sido enseñado a ver en Sarmiento un mero loco lindo. Sarmiento salió de la huracanada presidencia quebrantado, envejecido y ensordecido. Sólo que no se sentía derrotado —mucho menos desposeído de su fuerza— y había aprendido de memoria lo que venía deletreando desde su regreso de Europa: Que las gentes ricas y sedicentes cuitas eran no sólo los peores enemigos de la educación popular, sino de todo intento de sacar a las masas de su miseria y atraso tradicionales, de toda medida que amenazase lesionar sus privilegios. Por eso habían obstruido sabiamente
su vasta campaña en pro de la difusión del alfabeto entre las masas y de la fragmentación y distribución de la tierra entre los desposeídos como lo había ensayado en Chivilcoy e intentara realizarlo en grande mediante su proyecto de ley de colonización vetada por el Congreso. Y esa mínima y ventripotente oligarquía tenía su mejor aliado en la Iglesia, por eso los polizontes tonsurados y sus émulos habían intentado convertirlo en una especie de chivo emisario. Sarmiento, en sus últimos veinte años se ganó el mérito indiscutible de echarse en contra suya a la oligarquía ultramontana y a la masona. Dijo: "Yo estoy hace tiempo divorciado de las oligarquías, de las aristocracias, de la gente decente... a cuyo número y corporación tengo el honor de pertenecer, salvo que no tengo estancia". "Los otros tienen la tierra y el colegio, el paisano, su destitución y su facón". "Las clases cultas. . . son el enemigo capital de la educación popular en América". De una probable hipertrofia del ejército: "Sería contribuir a echarle la
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soga al cuello a las libertades civiles". De la educación en manos religiosas: "Es la filoxera de la educación, el cardo negro de la Pampa que es preciso extirpar". Del hombre rico: "Es el animal más cobarde". De la democracia de los terratenientes: "Las vacas dirigen la política argentina". No se sintió deprimido porque sus resortes vitales eran largamente potentes y elásticos, y porque la indignación y la cólera constituían los acicates de su fuerza. Sintió casi como un honor logrado en buena ley, ser el argentino más odiado y excomulgado por la coalición de todos los concesionarios de la respetabilidad social. No podía equivocarse. Cuando por puro milagro escapó a los asesinos alquilados por López Jordán, que le dispararon en las narices sus trabucos cargados de balas sopadas en sublimado corrosivo, ni una sola vez se alzó en el Congreso, no digamos para congratularlo, sino ni para condenar el atentado. Cuando recién dejado el sillón presidencial se opuso en el Senado a la amnistía de los que querían instituir el cuartelazo como muelle real de gobierno, una falange formada por jóvenes dorados le formó calle para darse el gusto de insultarlo a quemarropa y a mansalva: él, rehuyendo la compañía de su adversario el senador Quintana, avanzó solo, midiendo a paso lento la vía crucis, el ligero bastón de caña en una mano, casi irresistible el fulgor de los ojos bajo la greña de las cejas, soberano de desprecio el mohín de la boca. Cuando años más tarde, en nombre del mero respeto al mandamiento constitucional, luchó a fondo por liberar a las escuelas públicas del catecismo y de la pedagogía con escapulario de las congregaciones, los levitas criollos hicieron llover sobre él un diluvio de bíblicos improperios y calumnias. Sarmiento escribió un día: "Las sociedades antiguas estaban divididas en dos clases, clases que mandaban como el sacerdocio y la nobleza, y clases que obedecían y pagaban, como el pueblo. De menos de cien años a esta parte se ha abierto paso en la conciencia de todos los pueblos que todos los hombres son iguales".
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En otra ocasión aludió al origen sagrado del privilegio social entre nosotros: "No hay una sola persona que tenga casa, finca, estancia, lote de tierra de cualquiera clase que a sus padres no les haya sido regalado". "No se quiere dar ahora (a los ferrocarriles) esas miserables cuadras de terrenos que se han estado dando años enteros por veinte, treinta, sesenta leguas. Preguntad a los grandes propietarios cuánto les ha costado. Nada, absolutamente nada". ¿Que aquí y allá, de pronto, asume criterios y actitudes de reformista pacato, cuando no cae en negaciones de la mejor miopía reaccionaria? Es verdad, pero la línea general de avance se impone de nuevo y uno de sus pruritos es denunciar el espíritu de regresión doquier se presente: "Colón soñaba cuando descubriese la ruta de la India encontrar recursos para reconquistar el Santo Sepulcro y establecer la monarquía universal de Cristo. El corso Napoleón Bonaparte no tiene papel en la historia sino para reconstruir el Imperio Romano. Es emperador hasta la médula de los huesos, por su inmoralidad, su ambición, su lenguaje. Es romano en la grandeza de su anacronismo" Su criterio desenvainado y lúcido se aplica con igual penetración a los procesos que se desarrollan ante sus ojos. Así puede dar de pronto, su versión de abogado del diablo de la política oligárquico-liberal de su país en sus últimos días. "Los proclamadores de libertad, defensores de los derechos del hombre, abogados de las garantías, y, en fin, esos liberales furibundos... parece a primera vista que representan en sus ideas y pensamientos alguna cosa grande. . "Luego que baja el telón de los primeros actos y que terminaron los discursos, arengas o brindis, o canciones, o papeluchos de mala pluma, peor estilo y sucia imprenta, los caporales.. y sus allegados entran a solas en el patriótico debate de la partija. Diez piden ministerios, no siendo más que tres o cuatro los puestos, cuarenta reclaman las
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prefecturas o intendencias, trescientos los gobiernos, aduanas, u otros empleos para servir a la patria. . "Luego el teatro representa un salón bien confortable en que están los padres conscriptos elegidos libremente por la voluntad de las bayonetas y la coacción; la que se llama Sala o Congreso; un cuartel de policía con todas los menesteres para espiar, seducir y después triturar, y un andar de frailes en él, clérigos, damas honestísimas, comerciantes honradísimos, militares de largos servicios con muchas heridas... Y por último un salonazo, perfectamente adornado, de la justicia (cloaca de corrupción...)" En efecto, habíamos llegado a la época de Roca y el cuadro político que presenciaron sus ojos confirmó con exceso las sospechas que comenzaron a nacer en él desde los años de sus priméros viajes: que el esplendor y los atavíos externos de la civilización podían ir aliados fraternal,m ente a la miseria física y moral de las masas populares.
¿No era eso Europa? Los caudillos de levita diferían de los de poncho en que aceptaban y fomentaban el progreso externo, pero sólo en el sentido y medida que ello aprovechase a los privilegiados. ¿Caminos, ferrocarriles, telégrafos, modernización de la ganadería y la agricultura, importación de labriegos europeos? Perfectamente, porque todo eso venía a valorizar la tierra patria que ya estaba toda en sus manos. ¿Educación popular? Eso les interesaba poco y nada, y en cuanto a la segunda gran manía de Sarmiento, la de colonizar y repartir las tierras, les era tan agradable como un dolor de barriga. El era tal vez el único que creía de veras en la posibilidad de modificar el medio y educar al pueblo para cambiar su destino. "Yo —decíale a Mitre que le aconsejaba un gobierno prudente, es decir, sin innovaciones, en San Juan— no practico la doctrina floja de usted, que repite que es preciso tomar a la República Argentina como es, con sus hábitos y sus hombres. Dando un poco a las circunstancias, yo tomo el barro para modelarlo". Ricardo Rojas sostiene que Mitre superó a Sarmiento
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en lo político porque unía el sentido práctico de Urquiza al pensamiento de Sarmiento. Anoticia igualmente que los hombres que gobernaron el país después del ochenta, realizaron todo lo que él había preconizado, pero que en vez de celebrarlo, combatió a los estadistas nuevos que fueron en cierto modo sus discípulos: Roca, Juárez, Pellegrini, Wilde... Naturalmente, no por ingenuo, el error prof esoral de Rojas es menos aciago. A menos que se trate de una simple cortesía al gran diario de los Mitre que le sirve de tribuna. En 1883, Sarmiento hizo una especie de balance del proceso social y político del país. Se confesó que mucho de aquello por lo que habían luchado la generación de los proscriptos y la que vino después estaba conseguido. Instrucción popular, inmigración europea, comunicaciones, fomento agropecuario e industrial, prensa libre, institutos científicos... Y se preguntó: "j,Pero estamos mejor?" Y esta fué su respuesta a la angustiosa pregunta: "Más bien parece que volvemos atrás". Naturalmente al confesarse eso se refirió al ascenso de su pueblo, siquiera a los primeros escalones, en el em pinado camino de gobernarse a sí mismo y de una más humana distribución de tierra y justicia, cíe pan y luz. Y de eso, bajo Roca y Juárez, pare-
cíamos estar más lejos que el día anterior. Hizo lo único que podía por entonces: puso la mano sobre la haga y apretó sin asco. "Guardia pretoriana. No sabemos efectivamente con qué derecho se puede hacer que el ejército argentino no tenga otra misión ni otro objeto que el de avasallar las libertades públicas. Pero el hecho es innegable. El ejército no ha servido, durante la administración de Roca, sino para avasallar las libertades públicas. Desde el primer año del gobierno del general Roca, se hizo manifiesto el propósito de formar un ejército formidable, doblando su efectivo, precisamente cuando desaparecía por completo toda amenaza de complicación exterior, cuando las fronteras no exigían sino fuerzas muy limitadas, y cuando la paz interna misma no podía ser perturbada... El
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ejército argentino, tiene otra misión que la de avasallar las libertades públicas; pero sólo sirve hoy para asegurar el gobierno en la familia de los Roca y pasarla a la de Juárez. "Veamos los hechos. "Rudecindo Roca está de guarnición en Corrientes con un batallón fijo hace cinco años sin frontera que guardar. Alejandro Roca tiene guarnición fija en San Luis con un batallón de línea. Agustín Roca es el jefe del arsenal de Zárate, donde están los grandes depósitos de armas y municiones que se mandan a las provincias clandestinamente. Cuenca, hermano político de Juárez Celman, guarnece con un batallón fijo a la ciudad de Córdoba, hace cinco años. Ataliva Roca es el proveedor, hace muchos años, de los enormes ejércitos y de la armada, a más de las expediciones, guarniciones que se hacen en plena paz, lo que pone el tesoro en los conflictos que han llevado el oro a 155. "Póngase una cruz negra en el mapa de la República en cada uno de los puntos ocupados militarmente por un miembro de la familia Roca, ligados entre sí por los tentáculos viscosos de Ataliva, y saltará a la vista si el ejército tiene otra misión en este momento que la de asegurar el mando y la disposición de los caudales públicos a la familia Roca-Juárez. "Agréguese a este plan siniestro, el afán tenaz y constante del general Roca de colocar jefes del ejército en los gobiernos de las provincias. "El coronel Ortega sobre Mendoza, San Luis y San Juan; el teniente coronel Daza sobre Catamarca; el general Racedo sobre Entre Ríos; el coronel Solá, sobre Salta, si no aseguran con las fuerzas nacionales a su mando las libertades públicas que nadie puede amenazar sino ellos, garantizan por lo menos la dominación de la familia cuyo jefe es el comandante general de las fuerzas de mar y tierra, y dispone hasta de los sueldos de dichos militares, como se ha visto en el caso de Solá, cuyo sueldo le fué .
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suprimido en presencia de una elección contraria a Juárez.. "Entró Roca al gobierno y entregó la policía de Buenos Aires a su primo, quien pidió en el acto un aumento de 700 plazas. De civil que era y es en todo país civilizado, la policía de Buenos Aires se ha hecho militar y ha sido dotada de armas de guerra y al acercarse la época electoral ha pasado a un jefe de fuerzas de línea que conserva el mando de su batallón, de manera de agregar un batallón de línea a la policía... El ejército de línea no ha tenido otra misión ni otro objeto que el de avasallar las libertades públicas, y cuando ha sido menos ofensivo, se le ha usado corno el gaucho que pone el facón sobre la plata al tirar sus naipes marcados". En 1886, el último año de la presidencia de Roca y en vísperas de la de Juárez, Sarmiento, después de medio siglo de pugna, conservaba su espíritu y su voluntad tan poderosos como el ingenio y el arco de Ulises. Pero nunca había pasado por un trance igual, nunca había soportado semejante prueba: el espectáculo del más dañino tipo de barbarie disfrazado con los arreos de la civilización. "Podéis creerme que este es el peor pedazo de vida que he atravesado en tan largos tiempos y lugares tan varios; más triste con el espectáculo de la generación de las ideas de honor, de libertad y de patria en que nos criamos allá, en tiempos de entonces". En sus últimos días Sarmiento no sólo comprendió a fondo la anatomía del capitalismo, sino que alcanzó a columbrar las contradicciones mortales de su funcionamiento. "La industria está montada hoy en base tan gigantesca que los pueblos pequeños no pueden ejercerla. Tiene por objeto proveer al mundo... Para producir un cuchillo se fabrica de una sola sentada un millón de cuchillos, con martillos de cien toneladas para batir el hierro y capitales de millones para invadir la tierra entera con el artículo. "Aun así pueden experimentar contrastes. Inglaterra, que era el principal fabricante hace veinte años, ha creado
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necesariamente una herramienta suficiente para proveer a toda la tierra de artefactos baratos; pero ha sucedido que en estos veinte años han estado progresando en la industria fabril Alemania, Holanda, Bélgica y sobre todo los Estados Unidos, que son una unión de máquinas prodigiosas, y se encuentra Inglaterra con que necesita otro globo más para vestir, como el andaluz que, yéndole la montura por la cabeza de su cabalgadura, exclamaba: "Arriero, agregue usted más mula, que lo que es ésta ya se va acabando! ". Apenas sospechó a los explotadores como tales, pero alcanzó a advertir el origen defensivo de su filantropía: "La filantropía se ha alarmado al ver aparecer señales de mayor pobreza y destitución a medida que la población se aumenta y se enriquece y... ha echado una mirada de compasión y solicitud sobre los niños al parecer desvalidos que pululan en las calles y amenazan proveer al crimen de su terrible falange". A observador perspicaz y alerta siempre ni siquiera se le escapa el comienzo de socialización obligada e inconsciente de la sociedad capitalista. "Señores, esto en las ciencias político-económicas se llama simplemente ¡socialismo! El ministro aquél, los filántropos y las damas caritativas hacen, como el inmortal monsieur Jourdain, prosa sin saberlo, hacen socialismo infantil... Nuestros niños menesterosos tienen el mismo derecho a ser educados artesanos, como los artesanos ya educados tienen derecho al trabajo, es decir, a que se les dé trabajo cuando los particulares no lo suministran. ¡Pan y trabajo!" Pero Sarmiento, pese a sus previdencias geniales de a ratos, era hijo de su medio y su época y no podía ir y no fué más allá. "El Estado no ha de hacer de mejor condición al pobre, por serlo de solemnidad, al vago, al delincuente o al abandonado, dándole educación industrial, que a los millares
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de hijos de gente honrada, que no reciben tal educación por carecer sus padres de recursos o de inteligencia". En último extremo Sarmiento compartía el reformismo que la aridez de miras y la fertilidad de codicia e hipocresía cuáqueras postulaban: no la redención de los esclavos del trabajo sino la contención policíaco-pedagógica de los esclavos rebeldes o delincuentes. Esto es, en el fondo, la negación de la lucha de clases y de la sujeción y explotación cíe los que trabajan por los que no trabajan. Es que pese a su genio, Sarmiento, hijo del liberalismo, no vió el fondo último del problema social. El advirtió, como Napoleón, que la política era el destino, pero tampoco sospechó que la democracia de verdad o realización política de la razón, sólo puede iniciarse terminando con el secuestro de los bienes de la vasta comunidad trabajadora por una ínfima minoría parásita. No hay otro camino.
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CAPITULO XIII
EL OLIMPO DE LA PERSONALIDAD A Bernardo V erbitsky "El espectáculo más bello queda en la penumbra: es el de la fuerza que el genio emplea, no en obras, sino en el desenvolvimiento de si mismo como tal obra". Eso dijo el
hombre que en Sus María tuvo oráculo. El desencuentro de Sarmiento con dos o tres generaciones de argentinos e hispanoamericanos dimana quizá menos del sacudimiento que trajo la novedad de sus ideas y su acción que de la inquietante magnitud de su personalidad. Que tal desencuentro es el destino común del genio en cualquier medio y época, ya lo sabemos. Algunos fueron honrados con el cadalso. Para otros se consideró suficiente la cárcel, la persecución, la miseria o el aislamiento. No olvidemos que Don Quijote fué escrito en el calabozo, y que si Cervantes concibió medio loco a su héroe, fué sin duda para que sus dichos y hechos no inquietasen al Santo Oficio, y por algo Shakespeare prefirió a los bufones para el expendio de sus más filosas impertinencias. Y tode eso pese a que ni España ni Inglaterra en sus días advirtieron que el oscuro soldado era Cervantes en persona y el oscuro actor era el mismísimo Shakespeare. En verdad, nunca se trata de mera incomprensión, sino también —y principalmente— de la comprensión o sospecha de que las sísmicas verdades del genio conmueven los cimientos del orden establecido, es decir, los privilegios
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tradicionales y sacramentados de las castas. Pues ni decir que si la religión y la moral son declaradas intangibles es porque resguardan la intangibilidad de los latifundios y las cajas fuertes. Todo pensamiento que altere o interrumpa la tradición sacra equivale a un comienzo de peste y contra él son buenos todos los cordones sanitarios. Cuando Galileo se dejó decir que la Tierra se movía más que el cerebro de un teólogo, sólo pudo salvarse de la chamusquina desdiciéndose como un chismoso —y Newton pudo hacer pasar su teoría disfrazándola con paramentos sacerdotales tomados de la Biblia: una de las mejores hazañas de la diplomacia inglesa, dice alguien. Para venir ya casi a nuestro tiempo, bastará como ilustración el caso de Nietzsche, que por haberse atrevido a proyectar su linterna de minero sobre la tiniebla y los gases subterráneos del cristianismo, se vió deportado a la más siberiana soledad, por la crítica, la universidad y el público y también por sus amigos. "Parecía que viniera de un país en el que nadie habitara" —dijo uno de ellos. Y él a su hermana: "Dame unos cuantos hombres que puedan escucharme y me sentiré sano y salvo". Acaso basten esos breves antecedentes, y la obstrucción que la España de sus días opuso a Carlos III, y el agregar que Sarmiento asumió la triple función de pensador, legislador y ejecutor en una sociedad no menos enclaustrada ideológicamente, para calcular el grado de resistencia de la materia al operador en el caso suyo. Justo es reconocer, que en parte al menos, no contribuyó a paliar la aspereza de ese desencuentro la idiosincracia de nuestro hombre, con su explosiva carga de pasión por la justicia de su causa, su temperamento alterable como el del mar, sus modos excesivos, su beligerante buen humor. Eso sí, pertenece a la caricatura y a la calumnia el presentar a Sarmiento como un hombre de escasísimo contralor propio, yerro en el que, ganosos de sentar plaza de ecuánimes, suelen incurrir hasta sus panegiristas. "Estoy
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en el secreto —dice oracularmente Ricardo Rojas—, nadie se parecía más a Facundo que Sarmiento, gauchos los dos, de origen igualmente hidalgo y eximios peleadores ambos, aunque el plano del uno fuese el instinto y el del otro el ideal". "Semejante hombre se entró en la quietud chilena como un montonero, golpeándose la boca, reboleando la lanza y haciendo sonar los guardamontes. . Bien, tal semblanza obedece a un mero recurso retórico y no de los mejores. En efecto, con su cojuda temeridad y todo su atuendo épico, el buen Facundo era una antología de las peores lástimas humanas: oportunista, amoral, tahur fanático, cavernariamente grosero, asesino frondosamente reincidente y tan hacendoso acopiador de la hacienda ajena (murió millonario y prestamista) que el peor insulto que pueda inferírsele al autor de Facundo es ponerle semejante ladero. Sarmiento no era el santón de la beatería liberalota o patriotera: era un hombre con varios y no chicos defectos, como todos, pero se trataba a la vez de una montaña cuyas dos vertientes eran una inteligencia genial y una desmesurada capacidad de servicio humano. El primero y más mortificante de sus entredichos personales en Chile fué el ocurrido con los hermanos Godoy —"en gran parte por su culpa", dice Rojas, dando en la herradura y no en el clavo. En efecto, el pleito tuvo su origen en un trabajo de Sarmiento en que abogando contra la servidumbre de la mujer recordaba el caso conocidísimo de una monja reclusa contra su voluntad y muerta asfixiada por la castidad y el encierro. Godoy, sedicente emparentado con la monja, se sintió aludido y repelió por la prensa lo que consideraba un agravio gratuito a su honor. .. Sarmiento negó a los deudos el derecho de censura en hechos históricos. El origen de este litigio da la pauta de lo que sucederá en los años venideros. Los pleitos personales de Sarmiento nunca tendrán su origen sino en cosas de interés público, aunque dada la frecuente mala fe o bizquera de sus adver-
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sanos y el vulcanismo de Sarmiento, abortarán en lances privados. La raíz invisible de todos ellos estará, pues, en el desacuerdo ideológico y psíquico con su medio. Toda la imputación que puede o pudo hacérsele es haberse rehusado a las concesiones y a la vaselina diplomática. Con su perspicacia y sinceridad geniales Sarmiento fué el primero en ver y confesar sus limitaciones: "Ha dicho don Domingo Godoy, que recién me estoy civilizando aquí, y es la pura verdad. Mis amigos y los que me tratan de cerca se ríen de mi torpeza de modales, de mi falta de elegancia y de aliños, de mis descuidos y desatenciones, y yo no soy de los últimos en acompañarlos en sus bromas". Por civilizarse —ya lo vemos— Sarmiento entiende adquirir los modales y dengues de la sociedad elegante que lo deslumbran poco, pues presume que se trata del decorado y blasonado biombo que esconde el feroz egoísmo de clase y la canonización del atraso. Por eso le cuenta a un amigo: "Soy muy detestado por todo lo que hay de bárbaro aquí: tú sabes que me curo poco de la opinión de los demás y que soy siempre el mejor testigo que pueda citarse contra mí". Cuidarse poco que la fosilizada opinión pública pueda romperse al choque de sus dinámicas verdades propias, ese será defecto que lo acompañará hasta el fin de sus días. Provocado su genio arrojadizo por los peores dicterios y calumnias, más de una vez la polémica hubo de rematar en dos argumentos cerrados y nudosos. En 1843, un día va a pedir explicaciones a su calumniador de El. Siglo y al no recibir ninguna escúpele el rostro, y ambos se suben hasta la greña y se bajan hasta los puños... Cosa semejante ocúrrele más de dos lustros después en Buenos Aires, con José Soto, periodista contrincante: chocan corporalmente en la calle Rivadavia y ambos van a parar a la policía por alteración del orden. Por esos mismos días Sarmiento no rehuye una discusión pugilística con el periodista Nicolás Calvo, quien busca un lance en regla, pues maneja la pistola y el sable con más elegancia que el escarbadiente: -..------.
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rétalo al fin a duelo, sin enviar padrinos, enarbolando un cartel de desafío en su diario y Sarmiento contesta en el suyo: "Acepto duelo. Hora: doce del día. Lugar: Plaza 25 de Mayo. Padrinos: Jefe de Policía y Arzobispo. ¡No sea zonzo!" Es el inevitable lastre de grosería o vulgaridad de un hombre que hasta el final de su vida, solo o casi solo, lucha sin pausa ni medida y en todos los terrenos por causas sagradas: la unidad nacional, la alfabetización de las masas, el reparto y poblamiento de las tierras, la eliminación de la marihuana religiosa, la argentinización de la ciencia, la comprensión amistosa de los animales. ¿Que Sarmiento puede llegar y llega fácilmente a la cólera o la indignación desmelenada, a la injusticia ocasional misma? Sí, y vuelta a vuelta. Pero eso va mucho menos a cuenta suya que a la de la resistencia taimada o miope que le opone el medio. Su prédica de civilización frente a Rosas no le impidió un día aconsejar la guerra de talión contra él: ojo por ojo. Parece ser que en uno de sus últimos años de destierro un coronel Mur llegó hasta su casa de Yungay con la oferta en bandeja, en nombre de Rosas, de un ministerio de la dictadura. Sarmiento lo invitó a dar la media vuelta sobre la marcha, y como el otro insistiese en entrar en explicaciones, le prometió cruzarle la cara de un latigazo, dentro de dos años en alguna calle de Buenos Aires, y así lo hizo poco después de Caseros. Cuando la derrota del Chacho, condenó a algunos prisioneros de sus huestes llevados a San Juan a barrer las calles. "Los que sean sanjuaninos den un paso adelante. ¡A ustedes, cincuenta azotes!" Cuando la guerra del Paraguay le envía un revólver de regalo a su amigo el comandante Giuffra con esta recomendación: "Meta sus seis balas en mi nombre al primer paraguayo que halle a mano". Cuando la última campaña contra López Jordán el presidente Sarmiento se traslada al Paraná a dirigir personal---
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mente las operaciones. Lleva consigo dos ametralladoras, arma desconocida aún, y so pretexto de probar su funcionamiento, acribilla a balazos un edificio público en construcción: todo ello en son de advertencia a los rebeldes. Pese a todo lo anterior, nunca tuvo la beatería vikinga de la fuerza. "Nuestros pueblos no respetan sino la fuerza", fué siempre uno de sus más apasionados reproches. Pero creyó, claro está, que en determinadas ocasiones, la violencia bruta sólo puede ser detenida por la violencia razonada y humanizada. La dureza y la fiereza combatiente de Sarmiento tienen una contraparte oculta: el caudaloso río subterráneo de su capacidad de compasión y ternura. Ya vimos el amor activo e inexhausto por su madre, sus hermanas, su hija. Para Sarmiento, eso sí, la ternura o la amistad privada es sólo como un detalle o un símbolo de su amor por los hombres y el esplendor futuro de su suerte. Dicen que Roca dijo: Sarmiento no ama a los hombres, sino al hombre. De cualquier modo, tuvo muchas y apasionadas amistades y algunas, tan largas como los ríos que llegan al mar, llegaron al final de su vida: Aberastain, Domingo de Oro, Montt, Posse, Sarratea, Vélez Sársfield, Juana Manso, Aurelia Vélez, Mary Mann, Gould, Mantilla. La ruptura de sus amistades reconocía siempre por causa, diferencias ideológicas o políticas, nunca liliputienses intereses privados. Los cordialísimos odios que suscitaba, desde el de los católicos, que esperaban para él la más cálida recepción en el infierno, hasta el de López Jordán, que intentó evitarle los dolores de la vejez dándole el viático con un trabuco y un puñal emponzoñados, todos tenían el mismo Origen. "He vivido algunos años bajo la impresión de que cada vez que cumplo con el deber tal como yo lo entiendo veo alejarse de mí a los amigos que más estimé". La ruptura con Alberdi, Gutiérrez y López tuvo su origen en la disparidad de criterios frente a la actitud política
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de Urquiza, y no fué Sarmiento quién tiró la primera piedra. La enemistad con Mitre nació el -día en que Sarmiento, un quidam sin generalato, ni clientela política, ni habilidades de comité tuvo la ocurrencia de aceptar su candidatura a presidente. De hecho Sarmiento sólo sentía como amigos de verdad a los capaces de valorar la alta justicia de su causa y el desinterés heroico con que la servía. Nunca cultivó la amistad ni la fidelidad por sólo sus ventajas privadas. Goyena, con ese apego de ostra de los beatos a la tradición externa, le enrostró alguna vez su deslealtad. "Le prevendremos —contestó el acusado— que Sarmiento no ha sido fiel a nadie porque nunca ha estado al servicio de nadie". ¿Paradoja? ¿Jactancia de egoísmo insular? No: sin duda quiso significar que su lealtad estaba ligada a causas, no a personas. Tampoco cultivó el rencor, ese hermano adulterino de la cólera. Confesó en ocasión de reconciliarse con Miguel Cané, padre: "El día que me devuelve a uno de mis amigos alejado por disidencia de opiniones, me saco el gran premio de la lotería". Cuando Alberdi, el más memorioso y avezado de sus contrincantes, regresa al país en 1879, el primer saludo oficial que recibe es el del ministro Sarmiento, y cuando concurre al despacho oficial, es Sarmiento quien se adelanta con los brazos abiertos. ¿Que Urquiza, el más rancio y pudiente de sus enemigos, acata su elección de presidente? El primer mandatario se apea un día en el palacio de San José con el único objeto de estrechar la mano a aquél que acaba de dar un ejemplo a la República. Como es frecuente en los que no están deshumanizados por el culto al Dios retribuidor o castigador, Sarmiento rindió culto al Hombre a través del culto a la prensiva y sin tapujos. Una de sus debilidades era ligar la honra de su nombre a su amistad con muchos magnates del mérito: Lesseps, Merimée, Agassiz, Burmeister. Su
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nuevo trato con Mary Mann en 1865, significó el amanecer de la más espléndida y espiritual amistad. La cuñada del gran novelista Hawthorne puso en sus manos una llave de oro: la que le franqueó el contacto con los espíritus próceres de la cultura yanqui. Conoció y se ganó la amistad del poeta Longfellow. Y del astrónomo Gould. Y de Ticknor, el mayor hispanista de lengua inglesa, que advirtió de entrada la maestría de Recuerdos de Provincia. Y de Emerson, que leyó el Facundo, y le ofreció su amistad y su mesa, lo que significó para el voraz americano del Sur el mayor banquete espiritual de su vida. Su amistad con Gould le sirvió para convencerlo de correrse hasta nuestras tierras a poner la luminosa marca de la ciencia en los orejanos cielos del Sur. Cuando en 1885 el astrónomo se volvió a su patria, el instituto geográfico encargó a Sarmiento de darle la palabra de despedida, y él, interpretando a sus comitentes, expresó su gratitud no sólo en nombre de su país sino de la humanidad civilizada: "Me honran demasiado con esto último; pero, en cuanto a sentimientos personales, me dan lo que reclamo como mío. ¿Quién creéis que os estima en el país, más que yo, míster Gould?" El sabio contestó: "Cuando tuve el privilegio, veinte años hace, de entrar en relación con usted, y se principió en la compañía de Emerson, Longféllow, Lowell, Agassiz, Pierce y la señora Mann, la amistad con la cual me ha honrado desde entonces, usted ha sabido lo que era el colmo de mi ambición: conseguir la ocasión de estudiar el cielo austral. Es usted quien me proporcionó la ocasión anhelada." El conocimiento más grande que Sarmiento hizo en Francia fué el de San Martín. Pudo llegar hasta él a pie llano porque llevaba en el bolsillo dos pasaportes sin precio: una carta de recomendación y encomio de Las Heras, el brazo derecho de San Martín en Chile y salvador de su independencia en Cancha Rayada, y el hecho inolvidable de que un lustro atrás el trabajo que incorporó al anóni-
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mo escritor Sarmiento a la literatura, incorporó también a San Martín a la lista militar de Chile, reivindicando, para la gloria, su nombre casi vedado y olvidado. (La primera hazaña de la pluma libertadora de Sarmiento había sido, pues, salvar de la miseria al dueño de la espada libertadora de medio continente). El glorioso viejo trató a su joven compatriota casi como a un compañero de armas y un albacea, rompiendo su silencio de un cuarto de siglo para confiarle nada menos que el secreto de la conferencia gigantesca de Guayaquil. Bueno es recordar, de paso, que Sarmiento guardó la misma apasionada lealtad a sus amigos más humildes: Juana Manso, o su maestro de primeras letras, Ignacio Rodríguez a quien, después de treinta años, enviaba un ejemplar de su Educación Popular, con palabras llenas de humildad, pidiéndole considerarlo "como un ensayo en que su ejemplo ha tenido la mejor parte". "Quiera usted aceptar la eterna gratitud y el invariable y profundo respeto de su discípulo". Su gratitud tenía memoria de elefante. Favor recibido por él fué semilla que echaba raíz y flor y fruto en su alma para siempre. Así con el coronel Ramírez, que le salvó la vida adolescente en el Pilar, aunque después lo delató a Rosas, —con el doctor Aberastain, su ex condiscípulo que cuando regresara de su primer destierro con la salud y los bolsillos rotos, lo salvó del hambre con un empleucho de ocasión—, con don Manuel Montt, que fué el primero en sospechar lo que él era y sería y se trocó en su Mecenas—, con Quiroga Rosas, cuya biblioteca le abrió el horizonte del pensamiento moderno y cuya agonía de horas sostuvo en sus brazos porque el doliente no aguantaba ya la cama. Es que en Sarmiento la ternura era una de las fuentes del caudal de su ser, y su apostolado pedagógico, iniciado a los quince años y terminado con su vida, no podría explicarse sin ella. Nada de extraño, pues, que el amor a su hijo Dominguito
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fuese de padre y madre a la vez y que él le procurase la única felicidad y la más densa angustia de su vida. Murió en aquel desastre que Mitre infirió a sus tropas y sobre el que Posse escribía a Sarmiento: "El abominable error de Curupaity, esa derrota sin explicación posible". Murió ofrendado, como otras diez mil vidas más, al dios de la guerra por la diosa de la inepcia. Ante su noticia sufrió Sarmiento el más insufrible dolor de su vida. Meses después, la herida seguía abierta y ante la brusca presencia de un alegre muchacho prusiano que había sido herido en la guerra, Sarmiento no pudo atajar los sollozos. Le escribió a Mitre: "Qué cadena de desencantos.. Habría vivido en él, mientras que ahora no sé dónde tirar este pedazo de vida que me queda... " De veras: era amor de padre y madre y maestro en uno, y su gloria más cierta y su mejor consuelo en las adversidades hubiera sido sentirse revivir y reflorecer en aquel magnífico muchacho. No tuvo esa suerte, la más codiciada de todas. El recuerdo alado de su hijo fué en adelante una especie de ángel custodio de su corazón. Veinte años después del día de la tenebrosa noticia, el viejo sintió, con urgencia impostergable, la necesidad de rescatar —para que sobreviviesen a su ya próxima muerte—, aquellos días sagrados de dulzura y hermosura: los de la niñez de su hijo. Empujábalo, también, como siempre, la codicia de ser útil. Y se puso a escribir la V ida de Domin guito) el más íntimamente hermoso de sus libros, el más rico de ternura de nuestras letras, y donde el pedagogo impar debía dar la mejor de sus lecciones: sin vida, es decir, sin alegría y amor, no hay aprendizaje válido. "Con tales ideas se presiente que teniendo un hijo, vivo, alegre, despierto, inteligente, este padre y maestro de lectura, va a ensayar sus métodos de enseñar y realizar su idea de que los niños aprendan lo mismo que juegan, corren y gritan". Y así aprendió a leer Dominguito "sin libros, sin silabario, sólo conversando, jugando a leer, como se juega a correr carreras o encumbrar la pandorga."
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¿Cómo? "El discípulo tiene tres años y medio. Es invierno.., y el maestro está sentado al lado. Vamos a conocer estas letras. ¿Cómo se llama esto en que está sentado? Silla. Pues bien, esa letra se llama o, ¿cómo es la o? Redondita. Hágala con los dedos.., esa es la o. ¿Qué tiene este palito encima? un puntito. Esa es i, y señálela con el dedito chico pegándole en la cabeza con la punta de otro dedito. Esta es u, dos dedos de la mano parados para arriba y separados entre sí... Basta de lección. Vamos a buscarlas en un libro a ver si las reconoces y las pescas en aquel mar de letras.. "El libro es monótono... Nuestro silabario era un librito en blanco". Y el viejo removiendo dolorosamente dichosos recuerdos, escribe, hojeando a ratos el cuaderno en que su hijo garabateó con un carbón de la chimenea sus primeras letras cuarenta años ha. "Ahí está, lo tengo a la vista, fresco aún. Me parece que al abrirlo esta memoria sagrada exhala el perfume lechoso del niño de tres años. . Y el pobre grande hombre, con ternura ya más de abuelo que de padre, vuelta como celeste por la profundidad del recuerdo, se pone a narrar las travesuras de su niño como un niño sigue los revoloteos y gritos juguetones de un pájaro... Al fundar la Sociedad Protectora de Animales, Sarmiento no cedió sólo al móvil de dar carta de ciudadanía argentina a una bella novedad extranjera. Obedeció ante todo a una profunda vocación de ayuda a los seres injustamente desfavorecidos que lo llevara a sacar a los pueblos de su marasmo y a los niños del analfabetismo. Las religiones sólo se interesan por la salvación del alma del hombre... en el otro mundo, no de su cuerpo y su espíritu en ésto, y menos por la suerte del animal, cuerpo sin alma... No hay para él, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento una palabra de simpatía. No, porque ella es una conquista de la dilatación progresiva del cerebro y el alma humana, herejía enteramente profana que ha descu-
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bierto que el animal tiene alma, como antes descubriera, contra los teólogos, que la mujer también la tenía. Cuando fué a España, Sarmiento creyó ver en la tau romaquia un sustituto profano de los autos de fe "que eran las corridas de toros que a su modo daba la Inquisición". En sus últimos años, entre la creciente apretura de sus lachas, tuvo que librar una de ellas contra el más puro conato de exhumar la colonia: el regreso a la corrida de toros. "Cuando las ciencias han demostrado que los animales tienen una chispa de razón, de la misma calidad de la nuestra, pero una sensibilidad idéntica, las personas cultas tratan a los animales como quisieran ser tratadas ellas, no dando en espectáculo al pueblo el dolor, la sangre, la muerte, con sus agonías tan parecidas a la nuestra". "Creyósc por siglos que el espectáculo del suplicio escarmentaba al espectador. La estadística ha probado que excita al crimen". "Es larga la lista de juegos y espectáculos bárbaros que han sido suprimidos. Falta sólo el de los toros muertos a traición. . En Rosario, en 1883, Sarmiento recordó que el pueblo soberano, por agencia de Pueyrredón, había mandado en 1818 arrasar la plaza de toros. "Tuvimos, pues la demolición de la Bastilla española, ¡la plaza de toros!" "La proscripción de los toros figuraba entre los artículos de la exposición de agravios hecha para fundar la Independencia, declarada en 1816". "La verdad es que el pueblo gusta de los espectáculos que están a su altura; pero los gobiernos deben procurar elevarlo a la altura de la civilización moderna.. Sarmiento se interesó porque los caballos de carreros y cocheros tuvieran derecho a bebederos públicos y desde luego a no dejarse sacar las tripas a astazos para diversión de los fieles de Cristo. La abundancia de su corazón llegó, pues, hasta los animales. Ya vimos cómo quiso a los pájaros hasta constituir uno de sus goces casi infantiles el criarlos y aun amaestrarlos en su casa. El artista vid en el vuelo y el canto y el
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fervor de vida del pájaro el más límpido mensaje de la naturaleza a nuestra alma, él, que sabe burlarse gloriosamente del memento mor¡ y cuya pedagogía transparente enseña la obligación de ser feliz. Siendo presidente un día pasó un mal rato a causa de que habían destrozado el nido de una pareja de cardenales hospedada en un balcón de la Casa de Gobierno, y que el amigo de los pájaros, en algún escaso instante libre, contemplaba risueñamente, desde su despacho. Tenía en su aviarum pájaros traídos de las islas o regalados por sus amigos. Una chuña que solía acurrucarse junto o sobre el escritorio, era su favorita quizá por su sensibilidad a la alegría y a los cambios de tiempo. Disputábale el favor del amo un gato de Angora, a quien solía él hablar como a un niño. Como una noche se pusiese a revolverle las cuartillas que Sarmiento escribía, oyéronle decirle: "Hombre, déjeme trabajar, que le estoy confeccionando un sinapismo al pícaro de tal.. No es por casualidad que la más vívida y libre de las criaturas, el pájaro, sea la más alegre, ni que hubiera ocurrido lo mismo con el más libre de los pueblos de la historia, el griego, cuyos dioses fueron los únicos que supieron reír dichosa y matinalmente. (Ya se sabe que jovial viene de Jove). Temperamento colosalmente vital y afirmativo, Sarmiento tuvo en la alegría —como hombre y escritor— una de sus musas. En familia, o, entre amigos, o cuando escribía o ante el público, gustábale estar de broma. Instintiva o reflexivamente acudía al detalle o al rasgo risueño, tal vez por una razón triple: espantar la tristeza o el tedio, heraldos fúnebres; apearse de lo solemne (tan privativo de altares y tronos) a la cordial sencillez humana, dejar en paños menores a la maldad o la hipocresía. Con sentido pedagógico o no, su alegría era tan caudalosa y fertilizante como la de Rabelais o Shakespeare. Aun en la vejez gustábale gastar un rato de alegre tertulia con los muchachuelos que alborotaban el cuarto de
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su nieto Augusto, y allá iba a golpearles la puerta, y al ¿quién es? de adentro respondía con voz más solemne que un Tedéum: ¡el general Sarmiento! Al revés de lo que insinúan los credos místicos, creyó en el valor ético de la alegría. Si pese a todas sus lástimas el mundo es tan dichosamente hermoso, según lo expresa la aurora de cada día, ¿por qué ha de ser pecado el estar alegre y no el estar triste? El tedio no está en la línea del dolor y de la pena: es el tiempo empantanado, es la negación sacrílega del deseo sagrado de vivir. En el hueco del bostezo ya está, en cierto modo, el de la tumba. Desde sus años mozos pensó que el pueblo tenía derecho no sólo al pan y la educación, sino también a la diversión como los privilegiados y aún más que ellos, ya que su vida era tan dura. En el programa de los gobiernos dignos de tal nombre debía entrar el civilizar los jolgorios populares desviándolos de la borrachera y la torpeza. Cuando vió en París que las diversiones Públicas no estaban reñidas con el sentido estético y la decencia, pensó de inmediato que las chinganas de Chile debían ser elevadas a esa dignidad. Su genio se inclina más a la sátira que a la ironía, pero en su registro existen las dos. Si se trata de desinflar un globo, ¿por qué usar la lanza si basta con el alfiler? Taine dejó dicho que Francia había necesitado siglos para aprender a hablar y sonreír. Sarmiento está siempre más por los dioses matinales que por los dioses nocturnos del hombre. Su alegría tiene algo de la inocencia de luz del amanecer. Es como un riego de feracidad sagrada. Su espíritu es ubérrimo y jovial como los sarmientos de la vid sanjuanina que él reputa sin par. Aun sus momentos de más encendida indignación o de más sombría cólera están atravesados casi siempre por un chisporroteo de hilaridad. Sarmiento tiene un modo de desprecio que puede llamarse soberano y aun coronado contra todo lo que rebaja al hombre colectivo o individual, y prefiere .,
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contra ello usar la risa. Contra los adelantados de la regresión. Contra los que usan su inteligencia para defender la virginidad de su estupidez. Contra los bribones ascendidos por sí mismos o moralistas y aun a redentores. Contra los patricios o dignatarios hepáticos de sumisión al poder o a los prejuicios... Tiene el don de la alegría, don coronado de salvia, es decir, saludable por antonomasia. Nadie como él para dar con el talón de Aquiles de las más fornidas ridiculeces. Como en Shakespeare, en el momento más dramático, un bufón vuelve por lo jocundo o lo cómico de la verdad. Como Shakespeare o Moliére, es actor a ratos y se mueve a veces como tal en la tribuna, y en ocasión famosa lo hizo en la vía pública. Cuando llegaron rumores de la probable insurrección de ljrquiza, algunos desterrados argentinos —Paunero, Crisóstomo Alvarez, Sarmiento— proyectaron una invasión armada a Cuyo, y solicitaron al efecto la ayuda de los codesterrados pudientes, con resultado negativo, Sarmiento dijo entonces: "El patriotismo está en razón inversa de la fortuna, y cuando más puede un individuo, menos hay que esperar de él. Publiquemos que no se aceptan limosnas para libertar la patria sino de los pobres... " Y fué eso, acaso, lo que lo llevó a echarse a las calles de Santiago, disfrazado, a solicitar el óbolo popular para la acción armada contra la tiranía. El barón de HoIemberg, que actuó con Belgrano, y por esos años desterrado en Chile, oyó un día una algazara frente al zaguán de su casa: asomóse un hombre disfrazado de turco que bajaba de un carro de Carnaval con un plato en que recogía limosna para la República Argentina. El turco entró en la casa, se quitó la máscara y el barón reconoció al más aguerrido y certero de los enemigos de Rosas. Mucho después Holemberg decía a su hijo que nunca Sarmiento habiale parecido más grande. La lista de sus anécdotas godibles y sus humoradas es numerosa como la pajarería de un amanecer.
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Al emperador del Brasil que se interesa por sus títulos universitarios: "Soy doctor montonero como son generales nuestros caudillos". Al legislador bonaerense que alude a los fueros aristocráticos irresistibles de la sociedad porteña: "Sí, aristocracia con olor a bosta de vaca". A otro que da fe de que si a uno de esos mozos liberales se lo pusiese cabeza abajo no le caería una chirola de los bolsillos: "Patas abajo o patas arriba a usted no se le caerá jamás una idea. Toda su respetabilidad la debe a la procreación espontánea de los toros alzados de sus estancias". En un atrio electoral bonaerense rodeado de jinetes armados: "Los caballos no votan". A ciertos legisladores casi imberbes que extreman su antirrosismo póstumo invocando la pureza de sus principios: "Puros como el agua de esta copa que nunca sirvió de nada". De Rosas: Héroe del Desierto, porque ha sabido en efecto despoblar a su patria". Del impetuoso comandante Ordoñez: "Es un potro con un cuero en la cola". De Buenos Aires: "La mitad de sus habitantes son extranjeros; los demás, empleados". De la lengua española: "Es un idioma desconocido en París donde creen los sabios que se lo habló en tiempos de Lope de Vega y Calderón y después ha degenerado en un dialecto impracticable para la expresión de las ideas". Del barón Mackaw, ministro: "Tiene una colosal reputación de ser un animal en dos patas". A un pinche de oficina que renuncia a su puesto por no estar de acuerdo con la orientación que el presidente imprime al gobierno: "Supongo que al menos me permitirá seguir gobernando". A una señora ingenuamente amable que declara un día al Sarmiento de los años últimos hallarle de buen semblante y buen mozo: "Hace años que trabajo para ser buen mozo. Parece que recién lo consigo". Del director de A mbos Mundos: "Es un respetable tuerto. Tiene dos ojos esta vez, el uno que mira dulce y respetuosamente y el otro que no mira, pero pestañea y se agazapa como perrito que menea la cola". De la defensa argentina de la tauromaquia: "Mazorca literaria pura". De Lesseps, el que de un tajo unió el mar Rojo que
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Moisés cruzó sin mojarse las sandalias al mar violeta que remó Ulises: "El Ministro de Obras Públicas del Creador". De la democracia cristiana y cornúpeta de los terratenientes: "Las vacas dirigen la política argentina". De Urquiza, carcelero de pueblos devenido sepulturero de la tiranía: "Y después emprende en grande el negocio de hacerle un hijo macho a la historia, llamándose restaurador, director... " De Porfirio Díaz: "Lleva en su enorme sombrero de majo azteca un cintillo de diamantes: ¡A hí es náa la gauchada" De la burocracia militar: "Que me vengan a contar las hazañas de los ocho coronelitos que van a ser generales aun con el babero de cadetes al cuello..." Ni decir que el repudio del sufrimiento y la tristeza inútiles traicionaba en Sarmiento un sentido antirreligioso: "Cuán cierto es que el hombre es un animal que se complace en su propio dolor y se lo administra como ornato, como consuelo, como castigo y como virtud! ¿Qué son los santones de la India y los ascetas cristianos? Fanáticos adoradores del dolor por él mismo, por la gloria de sufrirlo. . Su valoración de la alegría estaba enraizada en la concepción de una moral laica, es decir, fundada en las modalidades expansivas no depresivas del ser. Así lo expresa su elogio homérico o democritiano de la risa: "Los grandes maestros han sido inmortalmente risueños. El buen reír educa y forma el gusto". Sarmiento fué reiteradamente tratado de aparatoso y vanidoso, y aun autólatra. Sus enemigos, quizá inconscientemente, procedían en esto como aquel bandido andaluz que decía al pasajero: "Suerta la plata, ladrón!". O como don Juan Manuel que ganándose de mano llamaba salvajes a los adversarios que no se dejaban degollar. Sea lo que fuere, es difícil encontrar entre nuestros re-públicos y publicistas un hombre de más fundamental sencillez de carácter, más despreciador de plumas postizas, si no son quizá San Martín y Paz. Ello, digámoslo de paso, estaba en relación orgánica con su honradez, o sea,
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con su altivo y natural desprecio de lo que desvela a los demás: la acumulación fenicia de bienes. Nunca creyó que la sencillez y la familiaridad y la jovialidad estuvieran reñidas con la verdadera grandeza. Al contrario, sabía él mejor que nadie, cuán inclinados son a la pompa fúnebre, a la solemnidad monumental, los tahures de la capacidad o la dignidad. En 1843, el chileno Godoy, que conocía San Juan, dijo que se trataba de una pobre aldea y que Sarmiento había nacido en San Pantaleón, caserío de cholos y mulatos. El aludido, en Mi Defensa, lo corrigió advirtiéndole que él no había nacido en ese barrio, sino en otro más pobre y plebeyo todavía, el Carrascal. En Recuerdos de Provincia narró la lucha cotidiana y casi heroica de su madre contra la pobreza terciada de miseria, sin ocultar que su padre no había pasado de peón de tropa de la estancia paterna. "Mi tío Francisco —dijo de los Albarracín— se ganaba la vida curando caballos. De los otros ocho hermanos y hermanas de mi madre, varios de sus hijos andan ya de poncho, con el pie en ci suelo, ganando de peones real y medio por día". No les iba mejor a los Sarmiento. "Llegaba de Europa y tomaba yo asiento en Valparaíso en una mesa de huéspedes. Estaba allí un personaje chileno, de espíritu travieso, y que no había hecho muy buenas migas con el recién llegado. Comían poco menos que en silencio, cuando el taimado, con voz autoritaria y afectando superioridad, dijo: "Domingo Sarmiento, páseme un plato". El al parecer aludido tuvo, sin embargo, la presencia de ánimo de no mover un músculo, y como si nada hubiera pasado, volvió la vista maquinalmente cuando vió, en efecto, un sirviente traer un plato. —"Mozo! ¿Es usted de San Juan?" "Sí, señor". "¿Hijo de don Rafael o de don Domingo?" "De don Rafael, señor". "Vengan acá esos cinco, que es usted mi primo; y alcance aquella botella de tinto". El chileno Lastarria conoció a Sarmiento en el co-
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mienzo de su segundo destierro, en Santiago, "en un tabuco del Portal con dos sillas y dos cajones que le servían de cama por todo mueble". Los pocos libros, en el piso. Otro chileno, Vicuña Mackenna, lo vió en 1855 en Buenos Aires, donde comenzaba a ser figura espectable: "Cierto día visitamos al señor Sarmiento en su casa y le encontramos en un cuarto desnudo, sin enlucir, sin más muebles que un catre de campaña y una mesa llena de papeles separada del catre por un biombo de lienzo, y sin más adorno en la pared que el retrato del señor Sarmiento con el blanco albornoz de los argelinos, sus grandes amigos, porque el señor Sarmiento ("salvaje de las Pampas" como se hacia llamar en Europa delante de todos los hombres eminentes que vinieron a cumplimentarlo, llenos de curiosidad y de respeto... ) tiene muchas analogías con el beduíno del desierto, así como el viento zonda de su provincia nativa se parece al simoun de la Arabia. . Cuando en 1868 el nuevo presidente se atrevió a cruzar las calles en carroza y con escolta, Buenos Aires tuvo risa para seis años, como si la Vanidad y la Pompa en persona se pasearan en coche. ¿Era sólo la rebosante guaranguería porteña? Desde luego, pero era igualmente que los dos mayores gerentes de la opinión pública —Mitre y Alsina junior— querían poner al nuevo mandatario entre la espada y la pared. Entre tanto, con aquella simbólica exteriorización de poder, Sarmiento, que era maestro de escuela, sólo se proponía dar a su pueblo una sencilla lección: que aprendiese a respetarse a sí mismo en la persona de los gobernantes que elegía. En efecto, en privado, el presidente ostentoso viajaba en un coche cualquiera o a pie firme, sin más guardaespalda o edecán que su bastón de caña. Ese primer mandatario no tiene casa ni siquiera muebies o vajilla, que debe pedir a sus ministros en caso de compromisos protocolares. Duerme en una vulgar cama ...
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de madera, cuyo único adorno, ya que no lujo, es una colcha de lana hilada y tejida por su madre (en el telar celebrado en Recuerdos de Provincia) con una leyenda en letras negras: "Paula Albarracín a su hijo Domingo F. Sarmiento, trabajo de sus manos a los 84 años de edad". Le escribe a su amigo Posse: "Más lastimosa cuenta tengo que darte de tu pedido cariñoso, tan de amigo, de venir unos días a pasarlo conmigo en mi cuarto, para hablar de cama a cama. Ven si quieres aceptar esta precisa condición, pues en la casa en que vivo no hay una sola pieza de qué disponer. Mi sirviente sale a dormir a la calle. ¡He aquí un Presidente en condiciones bien estrechas!" Desmintiendo el desborde de charreteras y entorchados que le atribuye la caricatura, no tiene uniforme de general, cuando ya lo es, ni usa el napoleónico tricornio. Alguna vez hizo esta alusión al desprecio de las dragonas por.. la inteligencia y la libertad: "Porque en la tierra no hay otro prestigio contra los déspotas que el talento y las virtudes cívicas". Ya promediada la vejez, le escribe a una sobrina suya: "Por la miseria de unos cuantos miles que me faltan no realizo el único deseo que pudiera abrigar, como novela, y es reunir aquí los fragmentos de la familia y consagrarles mis últimos días a su felicidad". Y en otra ocasión a otro pariente: "No es mi suerte envidiable, pues la vejez se acerca y me siento impotente para ayudar a los otros en la medida de mi deseo. Hay tanto que no se dice que es más bien el fondo de la existencia lo que queda en el tintero". Lugones cuenta: "Solicita el nombramiento de Juez de Paz de Junín cuatro años antes de su muerte cuando ya era el Gran Sarmiento y la misma presidencia le hubiera resultado horma estrecha de su zapato, para cuidar personalmente de las aves lacustres entregadas a insensata destrucción La honradez constituye por cierto la otra cara de la
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medalla de su pobreza. La honradez que es simplemente la muestra más hermosa y difícil del valor humano. Tan lo siente así Sarmiento que subordina a ella la función literaria misma, que es para él, ante todo, obra de beneficencia y mejora espiritual. "Es preciso ser honrado el que habla y las demás virtudes le vienen por añadidura si tiene dilatable el corazón". (Y el cerebro). Su concepto de la austeridad gubernativa es la que debe ser. Bajo su mandato presidencial, su hija, tan amada, sigue de maestra de escuela en San Juan, y otro pariente íntimo suyo no puede ocupar un puesto en la diplomacia porque él se opone. "Todo el personal de la aparatosa presidencia —recuerda su mejor biógrafo— componíase de un secretario privado, un escribiente y un ordenanza". Por naturaleza y en parte también por simple reacción contra una raza de torrentosos hablistas y madreselvosos versificadores, y alertado por el ejemplo de los yanquis, Sarmiento fué un fanático de la acción, a punto que llegó a acuñar su panegírico en la más transparente de sus paradojas: "Las cosas, hacerlas mal, pero hacerlas". Con todo, tal vez la explicación principal está en que era un cabal representante de un país y una época en que era indispensable y posible un gran ascenso social y cultural como en los mejores ratos de la historia (la Jonia de Tales, la Florencia de Leonardo) que exigen el esfuerzo humano integral y coordinado, porque la especulación intelectual pura resulta un devaneo estéril y porque se vuelve clarísima la sospecha de que Anaxágoras no exageraba al advertir que la mano había sido instrumento principal en la creación de la intel i gencia. ¿No han hecho Esquilo en su Prometeo y Sófocles en su A ntígona, en el momento más creador de la historia humana, el elogio de la actividad industriosa y manufacturera del hombre, de las manos como guías y secuaces de la inteligencia? Según Franklin el hombre se distinguió de los otros animales por ser aquel que fabricó herramientas: "tool making animal". Ha-
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go, luego existo' —dijo el hombre inicial, que es sin duda lo que quiso significar el verso del Fausto: "En el princi-
pio fué la acción". Sarmiento adivinaba, pues, que la acción, constructora y manejadora de instrumentos, era lo que había permitido superar al animal e inaugurar al hombre y era "aun el mejor recurso contra las tribulaciones del alma". Su precoz inclinación a las cosas de la inteligencia y tal vez su temprana gravedad lo llevaron a pasar como de un salto sobre las cosas infantiles, si se exceptúan aquellas pedreas a estilo huarpe con que amojonó su infancia. A los sesenta años, un día, y ya presidente, aprendió el único juego de puro ocio y emoción baldía que conoció —la malilla— y eso p or prescripción médica y como dieta intelectual. Era en esto, como en tantas cosas, el avatar masculino de la indomable laboriosidad materna. Hasta en vísperas de su muerte y pudiendo apenas, ya, con la carga de SU corazón hipertrofiado, no bien llega a la Asunción acomete una serie de trabajos sobre el renacimiento industrial del Paraguay, el fomento agrícola y la comercialización de la fruta, la creación de la Biblioteca Nacional y —detalle menor, pero simbólico—, muere a raíz de un golpe de alegría causado por el hallazgo de agua en un pozo que mandaba excavar con el empeño alumbrador y dadivoso de siempre. La tradición criolla del trabajo no era honorable. El español que conquistó y colonizó América, sabía combatir y rezar, pero no había trabajado nunca, ni con su razón autónoma ni con sus manos. Necesitábamos redimirnos de la secular herencia. De ahí la vasta prédica de Sarmiento por limpiar al trabajo de su tizne de villanía, repartir y cultivar las tierras, transplantar industrias e inventos nuevos y gente con disciplinados y modernos hábitos de labor. O el hombre se emancipará por el trabajo o no se emancipará nunca. Su superioridad sobre el salvaje radica precisamente en el arte "de ejecutar sus propias ideas", de "ejercitar su inteligencia como instrumento de
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trabajo". Es decir, el revés perfecto de la tradición sacerdotal y militar de las aristocracias. Por eso en Lima llamó a la Escuela de Artes y Oficios que se inauguraba: "el corolario de Ayacucho". El alfabeto y la hoz libertan más que la espada, que no es en el fondo más que la clava del hombre de las cavernas. Sarmiento fué toda la vida un trabajador sin tregua ni fatiga. En las minas de Copiapó, en plena mocedad, había esforzado tanto su cuerpo y su cerebro al mismo tiempo, que llegó al zaguán de la locura. Tan sostenido y tenaz era su brío que en sus grandes trabajos de pluma solía olvidarse por veinte horas del reloj y aun del apetito que era en él acreedor urgente. Sólo que llegado el caso, él es capaz de arrojar la pluma y saltar a la acción a pie juntillas. En la primavera de 1841 los unitarios se preparan a librar en Cuyo la acción decisiva de su larga campaña contra la dictadura. Sin pestañear mucho, Sarmiento resuelve ir a juntarse con ellos. Vestido con traje cordillerano se presenta a despedirse del ministro Montt, quien, sin ocultar su asombro, intenta disuadirlo con el argumento de que la situación de Lamadrid es crítica: "Es por eso, señor, que quiero ir a prestarle la ayuda de mis esfuerzos en Cuyo". Y se va. Días después, él y tres compañeros asoman sus cabezas sobre la arista mayor de la Cordillera después de un día de ascenso a pie hundiéndose en la nieve. Descenso a los primeros valles argentinos y de pronto allá lejos, bultitos negruzcos moviéndose en la inmaculada soledad de la nieve... ¡Los primeros prófugos de la derrota de Lamadrid! Sarmiento vuelve sobre sus pasos, y en un tiempo como de relámpago, solicitando la ayuda del gobierno, de los desterrados argentinos y sacudiendo el sentimiento chileno por la prensa, mientras él opera en la Cordillera, organiza la expediciónde los auxilios (carbón, pieles de carnero, ponchos, charqui, azúcar, yerba, velas) que salva centenas de vidas, la del Chacho entre ellas. Diez años más tarde, sin abandonar la pluma de la pro-
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paganda revolucionaria, Sarmiento, de acuerdo con un puñado de desterrados, proyecta una invasión armada a Cuyo. La cosa se suspende porque Urquiza precipita su acción en el Litoral. Por esos días, cruzando Sarmiento a caballo frente a la casa del presidente Montt, éste lo hace parar empeñado en disuadirlo de lo que considera una calaverada. "Por qué no se resuelve a naturalizarse chileno?" 'Excepto Presidente, usted será en Chile lo que quiera ser". Sarmiento agradece el amistoso y generoso empeño y responde que el pronunciamiento de Tjrquiza es inminente. Montt mueve la cabeza con bonhomía risueña: "Un hombre maduro ya, cargado de hijos, que no se resuelve a asentar el juicio". Esos días ocurre también que Rawson, que hasta entonces ha estado al servicio de Rosas, cruza la Cordillera, sensible como la chuña a las mudanzas de la atmósfera. Lle g a a Yungay y se interesa por saber qué hará Sarmiento si Urquiza se subleva. El interrogado contesta, que entrar en Cuyo como beligerante. Rawson llama a aquéllo una sublime locura. Sarmiento se levanta y lo toma de las sangraduras: 'Doctor, tiene usted la inteligencia de un sabio alemán, el corazón sano, pero rotos los brazos. Usted no hará nada en su vida". Sarmiento, escritor, es siempre un hombre que actúa, y con intensidad inusual. De ahí que con frecuencia su prosa tenga algo de la línea irregular y convulsa que registra el sismógrafo. Tanto es así, que a veces no tiene tiempo de rematar la frase y así envía su original a la imprenta, y que allí lo completen o enmienden. "Como el pensamiento va más lejos que la pluma al pasar de una hoja a otra, se queda en el aire o en el tintero una sílaba o una palabra, y vaya usted a coordinar la ilación y el sentido. . Es que su escritura tiene por finalidad inmediata encarnar la idea en hechos. Sólo se trata de un artista nato, y por ende, aunque opera sobre la realidad escueta o las ideas
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abstractas, el numen de la belleza y de la imaginación sopla siempre sobre él. Su virtud de moción e iniciativa se mantiene incólume hasta sus últimos días. Cuando en vísperas de su muerte llega al Paraguay, insiste en privado y por la prensa sobre el tema de la explotación de aquella selva casi virgen, edén del tanino, la ebanistería y la fruta. Y del cultivo y aprovechamiento más eficaces del algodón, la yerba mate, el maíz, el azúcar. Introduce el cultivo del mimbre. Y se empeña en convencer a los paraguayos, que el cultivo previo y sagrado es el de las mentes, desbrozándolas de la rastrera maleza guaraníjesuítica.
"A un avaro —recordó alguna vez— se le convertía en oro todo lo que tocaba. A mí se me vuelven hechos públicos hasta los más simples actos de la vida privada". En Sarmiento la línea del valor extiende su arco cabal desde el extremo llamado coraje físico al otro, mucho más arduo, que lleva a defender la verdad de nuestro ser o de nuestras ideas contra las coaliciones más temibles y que constituye el resorte maestro del carácter. El que, mocoso, hacía diversión de las pedreas en los arrabales de San Juan, y el que muchacho de bozo ya se entreveró en los filosos lances de la guerra civil salvando la vida de changüi, era el mismo que se batió en Caseros como el mejor. "Sarmiento avanzó espontáneamente (informe del teniente coronel Dillon) hasta colocarse en el punto más peligroso. . ." Según el coronel Mitre, el teniente coronel Sarmiento recibió orden de hacer avanzar hacia El Palomar una división de caballería y "cumplida la orden, atacó él mismo, sable en mano, hasta rendir por asalto las posiciones enemigas". En 1854, pese a su terrible disensión con el presidente TJrquiza, Sarmiento, con familia y todo, cruza la Cordillera, llega a Mendoza, donde, pese a las garantías de la flamante Constitución, me lo pasan directamente a la cárcel: "de la mula a la jaula". En marzo del año siguiente se aparece de sopetón en
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su San Juan nativo de donde escapara con el adiós en el bolsillo el año cuarenta. Nada había cambiado: las calles calcinadas y desarboladas, las casas color in pulvis reverteris, los perros ascéticos y famélicos, y el gobernador de quince años atrás, todos eran los mismos. Conseguida, vía Rawson, una audiencia oficial, le habló larga y minuciosamente a Benavídez, buscando despertarle la comprensión y la ambición, incitándole a sacudir tutelas y modorras y a erigirse en líder de la unidad nacional ("Qué don Domingo —decía el gobernador, moviendo la cabeza—, siempre el mismo") integrando su gobierno con los hombres más capaces de la provincia, Carril, Aberastain, Rawson, en vez de vegetar en su rincón oprimiendo mujeres y niños. "Sarmiento, ¿cómo se atreve?" —le dijo Rawson al salir. "Cá... y de miedo, pues". Por la noche baleaban la ventana de su casa. ¿Qué mucho? Era el mismo que durante una década, solo y por su cuenta y sin más sostén que la aprobación de algunos amigos, había desafiado el poder de Rosas que era como atreverse a cruzar el océano en una chalupa. Pero la tarea, desmesurándole hacia la luz, lo elevó sobre su propia estatura. A pesar de la latitud de la Pampa y la altitud de la Cordillera, las piedras de su catapulta, lanzadas por elevación, dieron en el blanco. Rosas se había hallado con un enemigo a su medida, el cabal anti-Rosas, y acusó el impacto. Ya vimos cómo, rebatiendo la opinión de sus palaciegos, ponderó la eficacia beligerante del Facundo. Hubo una larga pausa de dos años en que el hondero estuvo ausente. Pero volvió a la brecha con vigor acrecido y pulso más certero. Aquello se le volvió a Rosas como humo en los ojos o arena en los dientes. Con pretexto del asunto del estrecho de Magallanes, envió una embajada solicitando su extradición. Por cierto que el lenguaje diplomático de Rosas, inspirado por los hablistas de la Mazorca, no era de mucha virtud convincente: "La criminal, abominable furia con que el traidor Domingo F. Sarmiento, perteneciente a una logia sanguinaria e infame... " Sen-
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sible a la influencia del estilo de don Juan Manuel, Sarmiento contestó por la prensa: "El puñal que alcanzó a Varela, el veneno que empleasteis con tantos, he aquí los pobres recursos que os quedan. Pero conviene más que os calléis como en la cuestión del Magallanes en que os impuse silencio. Mordeos... No intentéis asesinarme, porque ya está prevenido el mundo. No querráis intimidarme, porque os desprecio. . La verdad es que Sarmiento había conseguido sacar de quico a su rival, ya que en 1845 habíc enviado a Mendoza y Chile la misión García-Irigoyen con el objeto de combatirlo y anularlo ante el gobierno chileno, y en su mensaje a la legislatura de 1849 dedicaba seis renglones a la cuestión Magallanes y ocho páginas a la cuestión Sarmiento... Entre burlas y veras, Sarmiento ensayó un paralelo entre Rosas y él. "Ambos son escritores. Rosas produce volúmenes de notas oficiales dirigidas a diez gobiernos sobre veinte pleitos pendientes; el otro produce volúmenes sobre educación popular. . ., que es su manía favorita. Ambos aman las vías ejecutivas. Rosas proclama el exterminio de sus enemigos... mientras que el otro, que no ha muerto una pulga, sostiene que las vías ejecutivas se han de poner en activar la inmigración, en permitir la navegación de los ríos, en establecer correos, en dictar grandes medidas que conviertan en diez años aquel desierto que se llama Confederación Argentina en un estado rico y poderoso. Ambos son testarudos... Ambos hacen poco caso de la opinión y de la crítica. . En 1, 815 había llamado a Rosas "grande, para gloria y vergüenza de la patria". En 1850 descúbrele una condición nueva: "Alguien cree que D. Juan Manuel es loco. Nada de eso. Es tonto y tonto rematado; lo que hay es que es un tonto malo y peligroso". La hombría inmaculada consiste ante todo en no transigir con ningún ocultamiento —ni ante los de arriba ni ante los de abajo—, con ningún lugar común desmonetizado, con ninguna fraudulenta convención piadosa, moral o
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patriotera. Sarmiento podía haber hecho suya la confesión del hombre de Sus María: "Me dedico a la caza de hombres, no para venderlos como esclavos, sino para llevarlos conmigo a la libertad". El valor y la honradez insobornables están en la base del gran carácter, que es la expresión más alta de la varonía, una hermosura que ni los mismos dioses conocieron. El fenómeno es tan alto como el del genio mismo, y es raro en cualquier lugar y época, con cuánta más razón en nuestro pueblo, de formación e índole rechonchamente mercantiles.
San Martín, Beigrano, Paz, habían sido caracteres enteros. Tal vez no había otros ni para contar con los dedos de la mano. De los caudillos no hablemos. Quiroga, como sus congéneres, había sido, por encima de todo, un desplumador universal, y ascendido a general y a millonario se mostró, ccmo prestamista, más temible que como lancero. Urquiza había tascado durante años el freno de mula que Rosas imponía a los suyos, y Rosas había aceptado fervientemente agradecido la limosna ultrajante de Tjrquiza y se había arrastrado vermicularmente a los pies de Palmerston. En los próceres de levita los ejemplos de esa laya eran moneda corriente. En vísperas de Caseros, Elizalde había escrito un folleto para demostrar que Rosas tenía organizado el país sobre las bases de una perfecta federación... Después se plegó al federalismo de Mitre. No menos ejemplar era la biografía de Rawson. Prest6 juramento de fidelidad a Rosas al recibirse de médico. Fué diputado rosista en San Juan, Adhirió a Rosas contra Urquiza, en momentos en que Sarmiento y Mitre se dirigían hacia Caseros, Caído Rosas, vino como secretario de Benavídez al acuerdo urquicista de San Nicolás. Después de Pavón.., adhirió a Mitre, como los Anchorena, Vélez Sórsfield, Lorenzo Torres y la mar de ex rosistas fervientes, no bien caído su amo, adhirieron farvientomente al grupo unitario de Alsina o al del traidor Urquiza.
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¿Que Bernardo de Irigoyen, servil instrumento rosista y que propiciara en Mendoza la reelección del que ya llevaba veinte años de mando, murió después cargado de riquezas y honores como patricio democrático? En cuanto a los prohombres que acompañaron a Roca, traicionan con ese detalle sólo su austeridad republicana. Hay un estilo de desprecio que puede llamarse soberano, y aun coronado. Era el suyo por las ambiciones de alcancía y caja fuerte y por toda clase de claras y valientes habilidades para escamotear lo turbio y cobarde. ¿Qué mucho que en un ambiente tradicional de componenda y viraje y vista gorda, un hombre con ideas propias y transformadoras y capaz de jugarse entero por ellas, apareciera como un excéntrico? Fué el único que en 1852 se atreviera a oponerse al decreto de Tjrquiza imponiendo el uso de la divisa color. degüello de unitario que obedecía al propósito de disimular su defección del rosismo, atraer a los federales y hacer sentir a los unitarios quién era el amo ahora. Los llamados unitarios por Rosas, que habían luchado durante veinte años contra esa divisa que simbolizaba, no el federalismo de las provincias, sino el unitarismo porteño de Rosas, no podían usar ese colgajo punzó sin que el rubor les volviera punzó la cara. Que la usara el que quisiera, pero ¿qué necesidad había de imitar servilmente a Rosas y seguir marcando ganaderilmente con esa especie de señal de oreja a los arrebañados ciudadanos? Sarmiento fué también el único que en 1875 se opuso en el Senado el proyecto de amnistía liso y llano a los democráticos militares que unidos al democrático cacique Catriel habíanse sublevado contra los resultados de la última elección presidencial. Por ello Rawson, el invertebrado servidor de Rosas, Benavídez, tJrquiza y Mitre, atacó los "actos irregulares" de la vida de Sarmiento, que en la ocasión estaba solo, es decir, con la mayoría del Senado y toda la barra en contra. El ataque fué una declamación catilinaria y con histerismo insultante de suegra. El se-
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nador Sarmiento habló en la sesión siguiente para dar una lección a sus co1e:as sobre la inconsciencia de un Senado que no sabía volver por su propio respeto. Después habló de sí mismo para mostrar a las nuevas generaciones lo que no conocían: su homérica figura de viejo luchador y fundador, tan opuesta, no digamos a las mantecosas de El¡zalde y Rawson, sino a las opacas y prudentes de los Alsina, Alberdi, López, Mitre, Gutiérrez y demás proscriptos. Dijo: 'Si las voces de reprobación, si los gritos que se dan, si la fuerza del número que pesa sobre mí principalmente son medios de coacción para hacerme pensar como desean los que piensan en contra de mis ideas, yo diré a los que tengan la posibilidad de hablar con esos jóvenes que no conocen la historia. Y o soy Don Y o, como dicen, pero este don yo ha peleado a brazo partido veinte años con don Juan Manuel de Rosas, y lo ha puesto bajo sus plantas, y ha podido contener los desórdenes de Urquiza, luchando con él y dominándolo; todos los caudillos llevan mi marca. Y no son los chiquillos de hoy los que me han de vencer, viejo como soy, aunque dentro de muy pocos años la naturaleza hará su oficio". La frase final quizá se ciñó corno una corona sagrada a la frente que hospedó más luz en la América mestiza. En cualquier caso el Senado calló. La barra aplaudió, pero el orador desprecié sus aplausos como había despreciado sus rechiflas e injurias. Al terminar dijo: "He querido, señor presidente, que la barra me oiga una vez.., que vea toda la libertad de que soy capaz. Y es una pena para el país que ustedes encadenen, humillen y vejen este espíritu que ha vivido sesenta años duro contra todas las adversidades de la vida, que ha sufrido la tiranía y la pobreza que ustedes no conocen. . Cuando al salir del Congreso la barra quiso aplaudirlo el viejo saltó de la vereda al primer tranvía trotón que cruzó a mano. Ya vimos que al año : uiente volvió a desafiar a todos, combatiendo hasta hacerlo abortar, el proyecto che recons-
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trucción con dinero oficial del templo de los jesuítas incendiado por el pueblo. Su enemigo más sin tregua fué ese Senado oligárquico, capitaneado por Mitre, sanatus perpetuo mala bestia, como decía el romano. En 1877 Sarmiento desaprobó el pacto de Avellaneda con Mitre, el sublevado de dos años atrás, llamado conciliación de los partidos: "Las conciliaciones alrededor del poder público no tienen más resultado que suprimir la voluntad del pueblo para sustituirla por la voluntad de los que mandan". En 1879, llamado al Ministerio del Interior, lo dejó al cabo de dos meses, porque el gobierno toleraba que su ministro de guerra, Roca, comenzase a tramar su liga de gobernadores, origen del mejor espécimen de neocaudillismo. Dijo en el Congreso: "Creo que esta será la última vez que hable delante de una asamblea... y quiero que los jóvenes.., oigan la palabra y crean a un hombre sincero, que no ha tenido ambiciones nunca, que nunca ha aspirado a nada, sino a la gloria de ser en la historia de su país, si puede, un nombre, Sarmiento, que valdrá mucho más que ser presidente o juez de paz en una aldea". Le escribió a su amigo Sarratea: "Del presidente puede decirse, sin temor a equivocarse, que no responde a los altos deberes de su posición". Lo cierto es que Mitre y los suyos, a quienes Avellaneda extendió el perdón en 1875 y la "conciliación" en 1877, volvieron, poco después a levantar las armas contra el gobierno de la Nación. También le tocó estar solo a Sarmiento en 1883, cuando la más resplandeciente de sus peleas: la que dió por librar a la enseñanza pública de las verdades de Torquemada y de la pedagogía de Ignacio de Loyola. Llegado a la presidencia gracias a la liga do gobernadores (reedición de la liga de caudillos federales, de Rosas, y de la liga de San Nicolás, de Urquiza) Roca se empeñó en poner de su parte, o silenciar al menos, al hombre cuya crítica más podía desprestigiarlo o molestarlo: Sarmiento.
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Comenzó ofreciéndole el cargo de instructor del ejército, que el beneficiado declinó por no estar creado por ley, según dijo en público, y, según dijo en privado, por ser puesto con sueldo y sin efectividad, como el de maestro de banda que se daba a algunos músicos italianos. . . y él, aunque ya estaba sordo, quería hacer oír su propia música. La propuesta de ascenderlo a teniente general, que sobrevino, también fué declinada, fundándose en que no había vacantes. La tercera oferta, consistente en la comisión de proyectar las leyes orgánicas del ejército que debía ser aumentado a 8 mil hombres, fué rchuída con un argumento frontal: "el no querer prestarse a tenerle una pata a la República mientras la desuellan". Roca, acreditado como buen táctico en sus escaramuzas con caciques y gobernadores, se resolvió a un ataque envolvente y decisivo: hizo aprobar una ley disponiendo la edición completa de las obras del publicista Domingo F. Sarmiento. El viejo mordió el hueso, pero evitó el bozal de oro, es decir, no renunció al ladrido ni a la mordida. A la prohibición oficial a los militares de criticar actos gubernativos, el general Sarmiento respondió fundando El Censor, agente de la última y más asoladora de sus campañas de prensa. Resulta más o menos explicable que un hombre de personalidad demiúrgica y entregado con vasta e insobornable voluntad a una prédica y una acción contra los prejuicios y hábitos heredados de un pueblo y contra los intereses sacramentados de los dos grupos de la oligarquía —el tonsurado y el intonso-- fuese declarado más o menos loco. El agraviado se encargó de esbozar la genealogía de su presunto achaque. "El coronel Ramírez, federal de Mendoza, mandándole una carta original a Rosas, le decía (consta en documentos diplomáticos de la época) que era del loco salvaje unitario D. F. Sarmiento... "Gustóle a Rosas y le llamó a Urquiza el loco traidor salvaje unitario Urquiza.
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"Gustóle a Urquiza, y le llamó a Sarmiento el loco boletinero Sarmiento. "Gustóle a Calvo y le llamó el loco Dulcamara Sarmiento. "Gustóle a Arredondo más tarde, y decía a un amigo suyo sobre cierto preventivo: ¡Sí, está loco, lo estoy dejando no más!... El loco era presidente y comandante general de armas. "Gustóle al público, tan espiritual.., y loco me fecit". Ya se sabe que hombre excéntrico es todo aquel cuyo centro no coincide con el de maese Perogrullo. La verdad es que en Sarmiento se daba esa coordinación, típica de las naturalezas geniales, de cualidades al parecer discordes. La inquietante rareza de sus ideas y su estilo, su energía y tesón desmesurados, su contundente franqueza, el desborde de su alegría o su cólera, todo eso era sospechoso. La verdad es que en 1836, extenuado por el exceso de trabajo corporal y mental y por la deficiencia alimenticia en los socavones mineros de Copiapó, había llegado hasta el zaguán de la locura. Se asomó al abismo interior de Pascal. Pero nunca pasó de allí. Lo que llegó a parecer locura en él fué más bien una especie de insomnio de luz. Una desmesura del intelecto, de la sensibilidad y la voluntad. Parecía llevar en sí —como dones de su hada madrina— la enormidad y la tragedia de su desencuentro con el medio. El fué uno de esos hombres hondos y ardientes en quienes la especie parece fundirse y purificarse como en un crisol. "Fué mi cuerda desde niño —confesó en viejo— el entusiasmo exuberante y todavía se derrama en mi alma, no obstante los años, esta generosa espuma de la vieja cerveza". ¿Entusiasmo por qué? Este es el quid: por lo más que puede aspirarse en este mundo: la derrota del miedo al futuro, el aumento de la eficiencia e independencia del cuerpo y el espíritu del hombre. ¿Qué le .?chaban en cara a fin de cuentas? No ser un
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mero jardín de municipio y tener rudezas y excesos de bosque. ¿Que hablaba a veces consigo mismo? Olvidaban que en él había mucho de su montaña nativa, que a veces conversa a solas con sus ecos. Tan bien trabajaron sus sensatísimos adversarios, que su fama de loco llegó al manicomio. El mismo contó alguna vez que visitándolo un día, prodújose una regular algazara entre los huéspedes, hasta que uno de ellos, probable embajador de la asamblea, se adelantó con los brazos abiertos: "¡Al fin, señor Sarmiento, entre nosotros!" ¿Se simulaba el loco a ratos como los bufones de Shakespeare, para poder hacer pasar su contrabando de ideas prohibidas? No, sin duda. Bastaban el largo alcance de su vista y el fervor generoso de su acción para granjearle el doctorado honoris causa de loco entre los Tartufos del egoísmo solapado y los Sanchos del lugar común. Escribió en 1868 a la Mann: "No teniendo muy claras tachas que oponerme, mis oponentes discuten seriamente mi título recibido de loco. Urquiza, que ha sido bastante cuerdo para sacar veinte millones de su vida pública, me lo dió. No carece de apropósito". El secreto lo era a voces: "Todo lo de educación popular era nuevo y yo estaba solo como un visionario". ¿Ensayar el reparto de tierras en Chivilcoy y extender ese programa al país entero? ¿Hacer un huerto de las islas del Tigre y un parque de los fangales de Palermo? ¿Arborizar la Pampa? ¿Enjaular en alambres las estancias? ¿Bibliotecas para la chusma y peces para las lagunas? ¿Industrias de la seda, del papel, del queso? ¿Importación de maestras bostonianas y otras muestras de cerebro cultivado? ¿Escuelas para hombres de barba? ¿Un observatorio para meterse hasta con las estrellas? ¿Bajar de allí a proteger toros bravíos y matungos achacosos, perros callejeros y aves lacustres? ¿Pasar por los más pingües cargos y salir con las manos vacías y sin casa propia?. . . "Loco de atar para todos los ignorantes a quienes no he ahorrado las burlas y los sarcasmos".
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Si los incrédulos precisaban una prueba de Juicio Final estaba ese corso carnavalesco en que se viera al Presidente a pie entre el gentío aceptar que lo proclamaran con medalia y todo: "Sarmiento, emperador de las máscaras". Ya vimos que en su rabelesiano buen humor, Sarmiento tomaba a broma aquella calumnia, boba o malignamente defensiva de sus enemigos. Pero le dolía en secreto. "Decidme ahora —escribió en sus últimos años— oh, joven juez de viejas reputaciones, ¿conocíais el apodo de loco con que habéis escarnecido, martirizado a un hombre público, acaso dudando del acierto de sus observaciones, hijas de grande estudio y experiencia, atribuyéndolas a un espíritu desordenado? Erais el eco de un pobre diablo y de Rosas". Pero el dolor de su sambenito de loco lo expresaba mejor burlándose de la yunta con que lidiara toda su vida: la estupidez y la malignidad. Nunca lo hizo más aladamente que en su charla con las alumnas de la Escuela Normal de Montevideo. "He estado loco durante cuarenta años. Dos reinados me tuvieron por tal, dos generaciones se pasaron la palabra, que sirvió de disculpa hasta a los asesinos. Como todo cuanto he escrito, hecho, pensado o dicho, corre impreso o en documentos, esas dos generaciones y esos dos gobiernos rendirán estrecha cuenta de su propia capacidad para juzgar, los unos, de su moralidad, los otros. "Debo a la presente administración de mi país haber sido reintegrado en mis títulos de hombre cuerdo ¡Tardía reparación! De la pasada afección queda un poco de extravagancia, eso se comprende. . A la busca de defectos, los adversarios de Sarmiento cucontráronie también el de agringado o apóstol de extranjería. La verdad es que hablando en plata tal vez no hubo nunca un argentino a un sudamericano de fondo y perfil más criollos. Una personalidad como la suya sólo pudo nacer y estructurarse en una sociedad informe y convulsa como la de Sudamérica en su época. Sarmiento era tan raigal y potentemente americano como los desmelenados
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hicsos que él combatió, sólo que con un signo de universalidad y ascenso de que ellos eran los antípodas. Su figura tal como la fueron forjando golpe a golpe y faceta a faceta el curso y los azares de su lucha, no pudo darse en Europa ni siquiera en Norteamérica. Ya vimos en El criollo a'inericano que lo era en su índole profunda y en sus preocupaciones fundamentales. Pero lo era también hasta en sus gustos y hábitos caseros. Después de las aceitunas de Cuyo y las truchas de Guanacache su plato preferido constituíalo la mazamorra. Sus cariños familiares expresábanse en la limpieza de la pajarera, la poda del parral o el cuidado del aljibe puesto al servicio del barrio donde alguna vez encontráronlo ayudando a una criadita de la vecindad que no podía con el cubo. Ya vimos que el cacareado extranjerizante fué el primero de dar carta de ciudadanía a su tierra en la literatura: su Pampa, sus gauchos, sus caballos, su río Paraná, sus islas. Lo sindicaron como enemigo de los gauchos, calumniándolo, según costumbre, a base de tal cual expresión equívoca o desbocada. Pero él, como lo confesó alguna vez, llevaba también el gaucho adentro, y no pudo menos que ponderar sus cualidades positivas: su bastarse a sí mismo, su vocación de independencia, su sensibilidad poética, su desinterés altivo y su comedimiento. Pero él miraba hacia adelante y vió además los rasgos negativos que el criollo debía superar si aspiraba a liberarse de las taras medievales de la colonia y alzarse social e individualmente al rango de la libertad moderna: analfabetismo, falta de preparación para el trabajo de nuestra época y de hábitos para la convivencia social y política. Y sobre todo vió su desposesión, motor de su vagancia, y aspiró a redimirlo de esa falla básica, dándole algo que valía más que su caballo: la propiedad de la tierra. Si no lo consiguió fué por la emperrada oposición de los futuros fundadores del Jockey Club. Dijo al hacerse cargo del gobierno de la República: .-.
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"El Presidente seré el caudillo de los gauchos convertidos en pacíficos ciudadanos." El verdadero pueblo, llegó a sospechar qué hombre era aquél, los últimos años de su vida. Para los niños pobres de la República su nombre llegó a ser como el de Cadmo, el héroe fenicio que importó el alfabeto a Grecia. Cuando en 1876, llegado a Tucumán por primera vez, paseábase por los suburbios, sentóse a descansar en los raigones de un árbol, cuando lo rodearon los niños de la escuelita próxima. "jUstedes saben quién soy yo?" "El padre de los niños argentinos: Sarmiento." Y él no supo evitar una lágrima. Y cuando deambulando por las calles solitarias, con su nieto, éste advirtiese que las gentes salían a mirarlo o seguían, dijo: "Como el Dante para las gentes de Florencia, soy el hombre que ha pasado por el infierno.. Cuando traídos desde el Paraguay, sus restos mortales pasaron frente a Las Palmas, obraje chaqueño, vióse sobre la barranca del río un grupo de gauchos a caballo y sin sombrero, de niños de rodillas y de indios que arrojaban al Paraná coronas de flores. Nadie le rindió homenaje más profundo en escenario más digno. Provincias encarceladas, ríos encarcelados, mentes encarceladas, dignidad encarcelada. Eso fué la tiranía de Rosas, y por eso tuvo una colosal virtud homeopática: la de hacer amar épica e idílicamente la libertad, esa atmósfera de edén verdadero sin la cual no hay hombres. Zinny recuerda que todavía en vísperas de su caída, Manuelita, después de una representación teatral, fué arrastrada a tracción de sangre humana en una carroza blasonada con la imagen del divo Restaurador, pues la vileza infrahumana, abonada desde arriba, rendía su cosecha ubérrima. Sarmiento, el anti-Rosas, buscó el origen del mal en lo subterráneo, es decir en la raíz. .. Dijo un día: "No luchamos en vano tantos años contra el tirano hasta hundirlo bajo la masa de materiales que el estudio, los viajes, el valor, la ciencia, la literatura acumulaban en torno suyo, como se amontona paja para hacer humo al
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lado de las vizcaeheras hasta hacer salir al animal dañino si no se lo puede ahogar en su guarida." Con ello está sugerido que el actor de fondo estaba detrás de las bambalinas, ello es, que el llamado tirano era sólo un as pecto político y más o menos personal y transitorio, de una vasta tiranía social y permanente. La caída
de la tiranía significaba poco y nada si no se buscaba anular las causas determinantes. Contra ellas libré su profunda batalla de décadas en medio continente. Y por ello fué un libertador de la misma categoría, pero de más alcance, que los de espada. "Durante cincuenta años —reconoció alguien cuando él murió— se escuchó la voz persuasiva de este Pedro el Ermitaño de la educación clamando por ciudades y desiertos, levantando a las muchedumbres para la conquista de la Jerusalén ideal, para la gran cruzada de la educación popular." Quien dijo eso, dijo bien, sólo que olvidó recordar que para Sarmiento el reparto de la tierra y la siembra de les demás factores económicos de la civilización eran el vasto presupuesto de la pedagogía. El libertador trabajaba sobre hechos básicos y vivos no sólo sobre códigos y palabras. Sin embargo Sarmiento fué calificado de autoritario y aun de despótico, no sólo por sus turbios adversarios, sino por los diáfanos Arieles idealistas, los inocuos románticos de la libertad. Olvidaban y olvidan que la libertad se funda sobre hechos materiales vivos y se conquista no sólo con buenas razones, sino oponiendo la violencia racional a la violencia bruta. Y que los liberales de la oliçjar quia se valieron de todos los recursos legales para invalidar la acción del que aparecía como el A nticristo de sus privilegios de casta. Olvidaban también el derecho mayor, no escrito
del que ve más y quiere mejor que los otros. "Hase dicho en son de crítica —advirtió Groussac cuando Sarmiento murió— que su espíritu era esencialmente dominante; ¡sin duda alguna tenía que serlo, puesto que nos dominaba! Esos caracteres dictatoriales son necesarios en ciertas horas de la historia: como el destino antiguo, el genio soberano
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cumple su misión entre los pueblos conduciendo a los unos y arrastrando a los otros. . En sus años últimos escribió las palabras más lúcidas y belicosas contra la tradición inmaculada de todos los gobiernos que en nombre del orden tradicional (que resguarda las rentas de la casta) ponen la libertad verdadera en cuarentena. "Las Constituciones pretenderán en vano economizar estas lecciones coartando esas mismas libertades que se proponen garantir. Cuando se dice que un pueblo es capaz de abusar de ellas, se olvidan que los que ejercen el poder siendo parte de ese mismo público imperfecto, están aun más expuestos a los abusos que provocan las resistencias." "Asegurar la libertad, es pues, asegurar el derecho a todas las disidencias políticas, a todas las opiniones, a todos los errores mismos, cuando no se traducen en actos violentos." Y practicó lo que dijo. Se mostró respetuoso como nadie con las ideas ajenas, siempre que fuesen respetables. Es famoso hasta hoy el caso del arduo desacuerdo del presidente Sarmiento sobre un pleito institucional, con su ministro del interior, que terminó ofreciendo su renuncia: "A la noche, cuando el doctor Vélez terminaba de comer se apareció el presidente seguido de un lacayo con una valija. " , Qué, está de viaje, Sarmiento?" "Traigo dos mudas de ropa y vengo a instalarme aquí para discutir la cuestión de San Juan, y no me voy hasta que usted me haya convencido o yo a usted". "Estudiaron esa noche y parte del día siguiente, hasta que el doctor Vélez se dió por convencido, y fué el más sólido sostenedor del gobierno en el gran debate." Eso sí: para él, el pensamiento era integralmente libre o no era tal pensamiento como el águila cautiva es sólo un ex-águila. "Un sabio error de nuestra Constitución ha puesto a la prensa fuera de la jurisdicción federal. No tiene juez competente ni para sus delitos." Conforme a ello ningún gobernante permitió entre nosotros a la prensa una libertad igual a la que permitió su
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gobierno, libertad íntegramente aprovechada en vomitar insultos, calumnias y sarcasmos, sólo comparables a los que Lincoln recogió de la prensa esclavista. Y así, pese a todo, y a ratos, al parecer, contra todos, fué estructurándose y creciendo esa personalidad de dimensión desconocida en Sudamérica y que sólo pudo aparecer en ella y en su época. Misteriosa e inconscientemente se encarnaron en ella los anhelos y sueños de un pueblo que quería librarse de su pasado carcelario como un río cordillerano busca librarse de sus hielos. Sarmiento no fué el último en sospechar que llevaba varios Sarmientos en ardua convivencia dentro de sí: "El señor Sarmiento, el general Sarmiento, el doctor Faustino, que no es el Fausto, y otros personajes que trata de conciliar". ¿Maestro de escuela, tendero, minero, pedagogo, diarista, militar, literato, legislador, pionero, estadista, humorista, Robinson de Carapachay, vidente? Sarmiento no fué nada de eso, es decir, lo fué todo en uno, cada parte como miembro indesmembrable de una personalidad fraguada en una milicia épica: la de sacar a un pueblo de la servidumbre. Era un hombre desbordado de humanidad. Muchos hombres moraban en él sin estorbarse. El combatiente más acerado e intenso, y el hijo, padre, amigo o amante capaz de la más caudal ternura. El fanático de la naturaleza y el fanático de la humanidad. El numen de la cólera y de la risa. Lo más varonil, lo maternal y lo infantil. El cariño casero y el sentido universal de la vida y del hombre. Orgulloso como un relámpago, a veces, pero en cualquier momento capaz de la mayor sencillez y modestia y de la más espléndida estima del mérito ajeno. ¿Quién hizo mayor y mejor justicia a San Martín, Paz, Oro, Muñiz, Ameghino, o a Mann, Gould, Lincoln, Martí? ¿O a seres humildes como la Manso o a principiantes anónimos como Wilde, Lucio López, Cané, Ramos Mejía? Sintió toda la lira de la mujer, como madre, amiga o
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amante, y sintió que no hay hombre de verdad si no es capaz de trocar a la mujer en musa que le revele el misterio gozoso de poesía que lleva en sí, la belleza sensual y espiritual de la vida. Al otro extremo de esos bosquimanos de biblioteca o museo, capaces de cursar años sin darse vuelta a mirar el rostro profundo de lo que vive, sintió que nuestro barro es cósmico y que el espíritu del hombre es sólo una parte, por noble que sea, del indimenso espíritu de la Naturaleza. ¿Que Goethe dijo que la personalidad es una dicha para quien la posee y para los otros? Sarmiento vivió hondamente ese doble misterio y supo que sólo el denuedo cotidiano y pertinaz puede llevar al hombre a ese Olimpo que es la personalidad, y nos dejó esa lección de alpinismo mayor: a las cimas humanas sólo se llega por caminos quebrados, arduos y pacientes. Gran lección esa del aprendizaje de sí mismo. Porque el hombre en general prefiere seguir siendo una mera reedición de su padre o su tatarabuelo, a ser él mismo. No siente que si la naturaleza lo ha hecho distinto de todos, tiene el deber sagrado de salvar y potenciar su vera efigie contra la borratina rebañega. La meditación y el estudio asiduos, los viajes avizores, la convivencia pánica con la naturaleza, los diversos oficios, la curiosidad hidrópica, la práctica intensa de los hombres, su intuición del misterio y el futuro y la colaboración intermitente de su propio genio, todo eso había dado a Sarmiento una sabiduría innumerable, que desbordaba sobre los hombres como las aguas de un gran río sobre tierras resecas. Su enorme obra escrita es nuestra verdadera Constitución Nacional: escritura que es como la biografía de un gigante y la historia resumida de los hombres, sin excluir sus días cavernarios ni los que vendrán. Porque si él escribió siempre para incitar a los hombres a erguirse sobre sus propios pies y caminar hacia adelante, por su cuenta, fué ofreciendo como ejemplo su persona y su vida. .-'..
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Porque aun admitido el que pecara de amor propio, no fué el menor de sus servicios el dejar para alerta de los hombres las líneas y el movimiento de su figura impar. ¿Y cómo quejarse del egoísmo sagrado del que lucha por salvar lo más elevado que lleva en sí? Sarmiento realizó a su modo algo como las hazañas de Hércules, y venido él también para sanear la tierra de sus monstruos y ayudar a los hombres, emprendió sus trabajos echando mano de todos los recursos que reputé manuables: prensa, pedagogía, legislación, ciencia, agricultura, arte, navegación, biografías ejemplares. Sarmiento se mostró a ratos como un reportero dantesco del infierno y el purgatorio sudamericanos. Es que fué una edad heroica en que un pueblo semibárbaro, rota la cadena externa que lo sometía a España se debatía inconscientemente por librarse de la que aherrojaba sus costumbres y su espíritu, edad en que la prensa era un poco cátedra, salón literario, trinchera, púlpito, libro y libelo. El dijo: "En política y gobierno no hay nada argentino entre nosotros si no es la tendencia al despotismo y la prensa libre." Por cierto que nada tiene que ver con ello nuestra prensa moderna, trocada en simple empresa capitalista —como una fábrica de ametralladoras o de preservativos— o en correveidile de gobiernos y mercaderes. El se refirió —ya lo vemos— a la herramienta sagrada que inventó Gútenberg, capaz, según Hugo, de volar como aquel querubín que tenía mil alas y derribar catedrales: "Para ser escritor en la prensa es preciso haber ceñido la espada del guerrero, conservar toda su vida el cilicio del monje, no aspirar a comer sino el pan seco del soldado y no recibir mendrugos del poder que suelen contener estricnina." La oratoria de Sarmiento, como su escritura, no fué, en sus mejores momentos, más que su conversación elevada al plano del pensamiento y el arte, pero sin perder espontaneidad familiar. Sarmiento había escuchado a los oradores parlamenta-
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nos de Francia y sentido lo que allí quedaba de gola ciceroniana o de cavatina de púlpito. .. Pero conversó también con Cobden en Barcelona y ponderó "aquellas baterías de lógica y de convencimiento" y la sencilla estrategia de espantar con un cuento el tedio del público, y se dijo: "el verbo vuelve a hacerse carne". Sólo que a eso él pudo agregar más tarde lo que Cobden no tenía: la belleza del arte, tan vivificante a veces como un cambio atmosférico. El que mejor tradujo lo que experimentó escuchándolo, dijo: Cuando él habla se siente olor a ozono...
Sarmiento no fué, pues, un elocuente del tipo consuetudinario, un virtuoso de la oratoria clásica o romántica, y por eso fué orador impar: por la autoridad y magnetismo del hombre, por la profundidad iluminadora del mensaje, por la presencia personalísima del estilo. A veces podía dar la impresión de que la tribuna era un escenario en que se movía un actor sin antecesores conocidos, un Aristófanes interpretando él mismo a su Cleón o un Esquilo personificando a su Prometeo. Un joven francés de cuantioso talento (que entonces no estaba ofuscado por el despotismo de su erudición) ha dejado para la posteridad este maravillado y maravilloso apunte de Sarmiento y su público, en un día de 1884: "Era un improvisado monólogo —dice Groussac— sobre cuánto puede ocurrírsele a un hombre de inmenso talento, completa posesión de sí mismo y absoluta despreocupación de toda regla u orden de antemano trazado... una flanerie oratoria llevada con indescriptible donaire y desenvoltura, con acompañamiento de mímicas, muecas, golpes y risas comunicativas. "Derramaba a manos llenas ideas suficientes para diez discursos oficiales; lanzaba a la cabeza de quien pudiera recibirlas sus verdades de a quintal; felicitaba al director de orquesta estudiantil por haber elegido a un sordo para juzgar de sonidos..., sacudía la mesa con el puño o el palo; se reía de sus propios chistes —creo que se hubiera aplaudido él mismo si el público no le quitara ese afán.
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Y en medio de esas exuberancias, se escapaban y cruzaban el espacio los grandes pensamientos, los gritos de vibrante elocuencia, las novedades de concepción y expresión que pasaban sobre nuestra frente como llamas acariciadoras, ¡Qué acento potente y cordial, qué manto de regia púrpura tirado como al azar sobre las trivialidades e incongruencias de la improvisación! Momentos había en que ese reventar de elocuencia nos sacudía como un soplo de tormenta. Figuraos una caja llena de monedas de oro y vellón, una mezcla de libras esterlinas y maravedíes que arrojan a la calle apedreando al público con un tesoro. Tal es la elocuencia de Sarmiento cuando ruge la inspiración. Referir su discurso sería una traición: es menester, como decía Esquines, haber oído al mismo monstruo." Es que, por encima de todo, era un artista y, como ya lo sugerimos, el mayor poeta del idioma es su época. Poeta fundamental por su capacidad de comunicación con la naturaleza humana y con la cósmica, por su insigne registro sensorial y emocional de la belleza, el dolor y el gozo de vivir, por su intuición de lo desconocido y su vocación de futuro, por la soberanía de su verbo. Poeta de la palabra, es cierto, pero no menos poeta de la acción como lo probara —un ejemplo entre cientos— cuando de los bajíos y fangales del Palermo de Rosas, ralamente moteados de sauces indígenas y naranjitos de raíz putrefascente, hizo surgir frente a la Buenos Aires glabira y yacente como su Pampa, contra la burla y resistencia de todos —hasta de los higienistas!— aquel Parque Tres de Febrero, poderoso como una tajada de selva virgen, hermoso como un jardín árabe de la realidad o del cuento... Ya sabemos que lo inauguró con palabras no menos prestigiosas recordando que su proyecto, "contra toda verosimilitud, encontró oposición en el Congreso, a nombre de la hi giene... " , aquello que se hacía precisamente para "la higiene del cuerpo y del alma y, sobre todo, del pueblo trabajador", es decir, del que no tiene jardines ni parques
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particulares. La definición del Parque era esa: "Un monumento al pueblo". "Sólo en un vasto, artístico y accesible parque, el pueblo será pueblo; sólo aquí no habrá extranjeros, ni nacionales, ni plebeyos". "El pueblo argentino puede desde hoy considerarse iniciado en todos los esplendores de la civilización". Y el inmigrante se sentirá en su casa: "No llorará a la sombra de los sauces del Eufrates la antigua patria ausente, sino que, recorriendo estos mullidos caminos, vagando a la sombra de las plantas de todas las floras del mundo, se sentirá por asociación de ideas y plácidas reminiscencias, en su propia patria". Ese vasto acontecimiento humano resumido en un hombre, que fué Sarmiento, ¿pudo no ser visto como tal en sus días? Lo fué, por las mentes más lúcidas. Ya vimos el ditirambo de un hombre de tan restricto entusiasmo como Groussac. "Desde entonces hasta el día de su muerte —dijo Aristóbulo del Valle— ha sido la primera figura en el vasto escenario de cuatro naciones, que lo cubren con sus banderas". Y Magnasco: "Este coloso que aquí yace, y al que la imaginación helénica habría consagrado hoy mismo uno de sus semidioses predilectos". ¿Cómo puede ocurrir que en nuestros días la figura de Sarmiento se haya tornado en un torneo para las declamaciones denigratorias de los heraldos de la oligarquía y la beatería? La explicación no es costosa. Nuestra clase parasitaria, en el extremo de su curva declinante, siente el horror del abismo que basteza junto a sus pies, se abraza a la Iglesia y la Iglesia se abraza a ella, y ambas llenas de sinaítica indignación, señalan como chivo emisario de nuestros males al hombre que predicó —oh, sacrilegio!— la educación laica de las masas y el reparto canónico de los latifundios... y que a pesar de todas las excomuniones sigue gigantescamente presente entre nosotros. El señor Manuel Gálvez —para citar uno de tantos— se ha encargado de desfigurar piadosamente la figura impar como los Padres de la Iglesia lo hicieron durante siglos con Epicuro y toda la luz de la Hélade, mientras la juven-
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tud dorada y elegante se encarga de tachar COfl alquitrán —la tinta del jibión para esconder su miedo a la claridad!— las estatuas del hombre feo o inelegante. Pero poco o nada importa esa coalición de todos los enanos adinerados y piadosos alzados de puntas de pie contra las rodillas jamás dobladas del gigante. Lo malo no es esto; lo peor, en efecto, es la versión de Sarmiento que da nuestra democracia pequeño burguesa, en la última fase de su parálisis progresiva, a través de algunos de sus delegados. Don Ricardo Rojas —para citar el caso más voluminoso— ha escrito ochocientas páginas de panegírico para llegar a la demostración que el Sarmiento de los últimos tiempos fué como el desmentido de sí mismo. "Aunque poseía títulos para sobrevivirse con gloria, cuando su misión política hubiera concluído, él prefirió crearse renombre de luchador, siendo otra tan distinta lapredestinación póstuma de su genio. Sarmiento, desde 1880, no supo envejecer y prefirió dedicarse a reñir con toda la gente y llamar la atención pública con actos extravagantes". Pero esta acusación, con ser ella sola un capolavoro de necedad profesional, es sólo una letra del abecedario de menguas que Rojas señala a Sarmiento. Su visión de España pecó, en general, de antojadiza y somera, aunque alguna rarísima vez le hiciera justicia. Cristiano y católico a macha martillo, no llegó ni siquiera a anticlerical y "creía en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo". "No distinguió muy claramente la diferencia entre cultura y civilización". "Militar, odia a Napoleón, contra quien ha escrito insistentes injurias". "Leyó a Darwin. pero estos autores no le hicieron cambiar de creencia". No tuvo razón contra Mitre ni contra Avellaneda, Roca, Juárez Celman, Wilde, que estaban realizando lo que él había predicado. Sus fracasos políticos y sus riñas con la gente decente, fruto en gran parte de su propios yerros fueron "el triste origen senil" de "aquel resentimiento que lo ile-
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vó a escribir Conflicto y A rmonías de las razas en A mérica", obra antiespañola, "libro contradictorio y pesimista, caótico y lamentable". Lo único caótico y lamentable aquí es la opinión del señor Rojas, negadora justamente del mejor Sarmiento, el que en sus últimos años, como un viejo león acorralado, se batió mejor que nunca con los podencos de la oligarquía y los chacales del confesonario. Sarmiento estuvo toda su vida —en la buena compañía de Buckle, Macaulay, Larra y Joaquín Costa— contra la anquilosada España del siglo xix, y no fué el menor de sus aciertos, y nadie señaló mejor que él las causas de la trisecular dolencia. Sarmiento es verdad, se dijo cristiano y católico y favoreció a la Iglesia en el hogar, pero podemos defenderlo de estos eclipses —recordando sus apostólicos combates para evitar que la pedagogía sacra eclipsara la razón infantil—, y su postrer recomendación: "Que no haya sacerdotes junto a mi lecho de muerte" —su adhesión profunda y explícita al darvinismo en su grandioso discurso sobre Darwin—, su fe y espera puestas sólo "en la justicia de la posteridad, que es el cielo de los hombres públicos", todo ello si su pensamiento, su obra y su vida no bastaran a presentarlo como lo que fué: un hijo de la cultura y el espíritu helénicos. De militar, Sarmiento no tuvo más que el kepí, pues si existe algo antitético del espíritu de férrea coerción arriba y de obediencia ciega abajo que significa la organización militar (eso que castró a Esparta de todo poder creador) fué Sarmiento, con su fe en la virtud emancipadora de la razón y su seguridad de que el doblegamiento al dogma de obediencia milite-religioso es la gimnasia de la servidumbre. Su visión de Napoleón fué radiográfica: "Enfrentando la Revolución, restauró el mundo antiguo: en religión, por el concordato; en gobierno, por el arbitrio imperial... volviendo al tipo romano". ¿Que no distinguió entre cultura y técnica? Pero esa civilización bifronte, con una cara para lo espiritual y otra
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para lo económico que postulan todos los Platones con ombligo burgués es un mero trasunto del cavernario dualismo de cuerpo y alma que el espíritu moderno ha superado. Hoy sabemos que la abolición de la miseria material y la roña será el más grandioso servicio hecho al espíritu. Contra Mitre, caudillo de charreteras y latín, y contra Frías y Avellaneda, aquejados de anquilosis católica, y contra Roca, fundador de nuestra monarquía presidencial, y contra todos los gerentes de la oligarquía, tuvo razón plena. Llamarle pesimista a Sarmiento es tan ocurrente como sospecharlo marciano, de tal modo su fe prometeana en el ascenso del hombre y sus hercúleos trabajos para facilitar su logro, son la más vertical negación de todo pesimismo. Su último libro, llamado contradictorio y lamentable, es sólo saludablemente amargo como la verdad. Presume, en efecto, la visión y el coraje más difíciles: haber atestiguado y denunciado a tiempo lo que hemos demorado ochenta años en advertir: que el relativo progreso externo logrado sobre un fondo de soberana injusticia social y de moralidad farisea en nuestra política no coinciden con el camino de liberación del hombre sudamericano. ¿Qué es, pues, a fin de cuentas, lo que la claudicante burguesía de hoy, por agencia de Rojas, imputa al Sarmiento de los últimos años? El haber ejercido, mejor que antes, la milicia innovadora y libertadora de la inteligencia, pegando de cuando en cuando un certero puntapié en el trasero de la estupidez, de la hipocresía o de la maldad disfrazada de honorable. Mejor que nunca el acero de su pluma se mostró más guerrero que el de las espadas, más honrado y feraz que el de las hoces. Sarmiento, anticipando el futuro en medio de sus obesos e impotentes contemporáneos, fué como un toro padre sembrando tribus mugientes en el vientre de las vacas.
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CAPITULO XIV
LOS HEROES PARA USO DEL DELFIN
Es fácil advertir que la historia en general, y más la biografía, y muy especialmente en nuestras tierras, siguen teniendo un sentido de impugnación o defensa abogadil, que se interesa, no por evidenciar la verdad, cuanto por ganar el pleito a toda costa, pues hay intereses más o menos inconfesables de por medio. Así las biografías de nuestros personajes de más bulto, si alguna vez incurren en pintorescas perrerías de pasquín, más frecuentemente devienen pura hagiografía. Todo esto tiende sólo a recordar que las figuras de Martí y Sarmiento se han trocado en sus respectivos países y en América en general en dos de los blancos más reiteradamente agredidos por la alabanza oficial, prof esoral y escolar. Así, pues, en lo que hace a Martí, mi tarea de hoy podría estar principalmente abocada a defender al pobrecito grande hombre de la desfiguración y traición bonafide de sus canonizadores, y aunque alguien sonría, mi intención no es de chanza. Trataré de explicarme. Puede creerse que el espíritu medio, diré así, de la humanidad, sigue siendo linajudamente primitivo. Y advirtamos que lo que signa al hombre del bosque, no son tanto sus lujos de violencia y de crueldad, como su infantilismo, esto es, su visión y concepción deformadoramente simplista de las cosas, unidas a su falta de confianza en sí mismo y su adhesión a lo que opinan otros: los viejos, la
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tribu, la tradición, las autoridades: en una palabra, su apego de ostra a lo conocido y consabido, y su temor irracional —como de niño al cuarto oscuro— a lo desconocido o a lo nuevo: a lo que rompe la costumbre. ¿Y qué significa moral, sino costumbre? Y bien; el espíritu medio de la humanidad se parece demasiado todavía al de las hordas o tribus. Y así es cómo ella tiende hoy, como antes, a ejercer sobre sus héroes un sutil trabajo de adecuación —de deformación traidora— a sus propios gustos y aspiraciones. Podemos descontar que la figura que algunos sectores del pueblo soviético (los menos rescatados por el gran proceso revolucionario) veneran bajo el nombre de Lenin, no coincide exactamente con la del hombre que tuvo acaso la conciencia más europea de su época, con el humanísimo dueño de una de las más genuinas inteligencias modernas, que rió un día hasta apretarse el abdomen, de los prejuicios insulares de Mr. Wells, el más nombrado y remunerado literato de Inglaterra. Ahora bien, en esta ladina obra de transfiguración que el pueblo acepta y adopta con simpatía beata, el mérito corresponde en última instancia, a la clase que controla y moldea las entendederas y los gustos de las clases populares. Todo esto hecho con el más sagaz sentido de autodefensa, frente a todo lo que de un modo u otro puede atentar contra sus intereses canonizados.
CAPITULO XV
MARTI O EL SANTO FRACASADO
Una de las tareas más valerosas a realizar en torno a la figura de José Martí es la enderezada a demostrar que los sobrenombres con que vienen designándole sus biógrafos no dan exactamente en el blanco. Nos referimos al Maestro con mayúscula, de los más; el A póstol, de Jorge Manach, el Místico del deber, de Félix Lisazo, el Santo de A mérica, de Rodríguez Embil, el Santo a caballo, de García Calderón. Nos permitimos opinar, pues, que tales apellidos de leyenda piadosa pueden corresponder en apariencia pero jamás en esencia al hombre que Martí fué. Desde su adolescencia heroicamente responsable hasta sus días últimos, la conducta y la literatura de José Martí dan las más límpidas muestras de ausencia de todo credo confesional. Pero hay mucho más que eso: en todo momento Martí sintió las promesas de liberación celestial como consuelo falso a la necesidad de lo que él amó más que nadie: la liberación del hombre sobre la tierra. Esa esperanza de un premio post mortem significaba la evasión del sacro deber y la obligada lucha del hombre por realizarse como tal en este mundo. "Cuando había muchas opresiones en la tierra —escribe en 1876, en Méjico—, el espíritu volaba más a las imágenes del cielo: hoy que las libertades vencen, las vírgenes católicas se van." Y por esos mismos días, es decir, a los 23 años de edad,
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opinaba del poeta Acuña, suicida de la víspera: "Aspirador poderoso, aspiró al cielo, no tuvo el gran valor de buscarlo en la tierra: aquí se halla." Ya lo sabemos: para buscar el cielo aquí abajo se necesita el gran valor. Y es eso mismo lo que Dostoiewski, pese a la tradición cristiana de su espíritu, se atrevió a expresar, refiriéndose a las aspiraciones del proletariado moderno: "Porque el socialismo no es solamente la cuestión obrera o del cuarto Estado: es sobre todo, en su forma de hoy, la cuestión de la torre de Babel, construida a espaldas de Dios, no para subir de la tierra al cielo, sino para bajar del cielo a la tierra." Más tarde, cuando Martí considera el afán de emancipación de nuestra América morena, lo ve menos como una lucha contra el poder temporal que contra el otro, del libre albedrío contra el dogma: "El continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de la razón". A la gran lucha iniciada el año 10 la define así: "La pelea del libro con el cirial". Y la consabida imagen vuelve cuando en el gran panegírico de Bolívar, alude a la hora más vívida de América: " , Qué sucede de pronto —exclama— que el mundo se para a oír, a maravillarse, a venerar? ¡De debajo de la capucha de Torquemada sale, ensangrentado y acero en mano, el continente redimido!" ¿Cree Martí en el destino celeste del hombre? Oigamos: "Sea libre el espíritu del hombre y ponga directamente el oído sobre la tierra, que si no hubiera debido ser así no habría sido puesto en contacto con la tierra el hombre." ¿Era, pues, Martí un hombre sin sentido trascendente de la vida y del mundo, uno de esos "clérigos materialistas de ojos de murciélago", que decía el poeta de Hojas de hierba?
Lo sabremos oyendo esto: "La misma aspiración humana a hallar en el amor durante la vida y en lo ignorado después de la muerte un tipo de gracia y hermosura, demuestra que en la vida total han de agitarse con gozo los
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elementos que en la porción actual de vida que atravesamos, parecen desunidos y hostiles." Su concepción mística, es, pues, la vida total — armonía del hombre consigo mismo y con los otros y con la Naturaleza— , cuando superando la anarquía milenaria logre
sinfonizar todos sus elementos en discordia. Ese es el gran advenimiento, el evangelio de hoy, no el de hace dos mil años, el "que proveerá, dice, a la humanidad ansiosa de poesía y maravilla con la religión que confusamente aguar-
da desde que conoció la oquedad e insuficiencia de los antiguos credos."
Ya lo sabemos ahora. Su fe es la del ateísmo religioso de Espinoza y Goethe, de Shelley y Whitman y tantos otros. ¿En qué está puesta su visión del más allá? En el crecimiento paulatino, en la adultez espiritual del hombre. Para él los viejos dogmas revelados significan siempre el pasado muerto conspirando contra la redención del mundo vivo. Oigamos: "El hombre se rebela contra los que sujetan el noble, fructífero y majestuoso empleo de su albedrío, por hacer de sus rodillas pavimento de templo, y de su cerebro alimento de los dioses antiguos desmayados". Y si alguna duda queda de que la religión de este hombre de gran fe como pocos, no es divina sino humana, leamos finalmente: "La diosa permanente que da luz de sí, que ilumina los altares nuevos: la persona humana." Es de rigurosa y honrada necesidad reconocer que las palabras en general, pero algunas más que otras, no pueden ser usadas de modo antojadizo y ambivalente. Todos sabemos lo que para la Iglesia se entiende por santidad, referida esta palabra al espíritu y la conducta de un hombre. El santo renuncia a la razón tambaleante e ilusa: y por ello puede creer hasta en lo absurdo y con preferencia en ello. Sólo la fe es fuente de sabiduría sin engaño. El santo no busca la felicidad para sí o para los otros aquí abajo porque la suya tiene forma de ángel. El cuerpo con su sexo y demás apetitos impíos es una cárcel, y el mundo es
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otra, con su hermosura que es sólo apariencia y mentira. No hay más verdad que la del mundo venidero. ¿Cómo ha de preocuparse el santo por nuestros ajetreos sociales y políticos, por nuestras batallas de justicia y de liberación? "Mi reino no es de este mundo", dice él. En efecto, celestemente armado de renuncia a todo ideal mundano, perdona toda ofensa, y para él el amor de la mujer y el pensamiento y las luchas del hombre son impuros. Es, según la definición de Nietzsche, "el capón ideal". Los espíritus realmente evangélicos que niegan a Martí su jerarquía de santo, llevan razón. El no fué ni soñó ser eso, como lo veremos pronto. ¿Que pareció haber extirpado en sí hasta las últimas raíces del egoísmo y la vanidad? ¿Que el caudal de su ternura, pareció como el del Amazonas, incalculable e inagotable? ¿Que su voluntad de servir, su dación al bien ajeno, fué total? Sí, todo eso es cierto, pero no fué un santo; porque fué lo polarmente opuesto, tanto al menos como el mártir del Cáucaso está en el polo opuesto al del Calvario. Ni siquiera, como algunos lo han ensayado, puede colocársele en la línea de los Tolstoi y los Ghandi. No, él fué, en lo fundamental, un hijo de Prometeo, un rebelde y un combatiente nato por la liberación y el crecimiento de los hombres sobre la tierra. Miró la tierra como el pedestal del hombre y creyó que el hombre era o sería digno de ocuparlo. No es mucho, pues, que su confianza en la razón, en su virtud promotora y emancipadora, fuese plena. "En la tierra, dijo, no hay más poder definitivo que la inteligencia humana". Sí, su escalofrío religioso, digamos así, ante el gran misterio, no tenía ningún compromiso con los dogmas revelados. "Morir, dijo, es volver de lo finito a lo infinito". Y lo infinito era para él la totalidad e inmortalidad de lo que vive. ¿Pero, qué era vivir? No era por cierto un ensayo supliciario para ganar la verdadera vida después de la muerte, ni tampoco un puro agitarse según la biología a compás del péndulo de la carne: no, vivir, era armonizar
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lo más ardiente de la sangre con lo más luminoso del espíritu. Su sentido y concepto de la inmortalidad fué el de la consonancia del ego y de la especie, algo mucho más poético y político que metafísico, esto es, algo de trascendental servicio humano: "Quien vive para todos, advirtió, continúa viviendo en todos." Nada menos búdico o ascético, nada menos santón o santurrón que Martí. Artista nato, si los hubo, creía en la claridad y santidad de los sentidos, es decir, en las del cuerpo. Sentía como pocos la sacra belleza del mundo, y la inocente y resplandeciente alegría de vivir. Era uno de aquellos para quienes el mundo exterior existe. Sintió y comprendió la pintura y la amó toda su vida como pocos, hasta llegar, en carta a un amigo pintor, a definirse a sí mismo de este modo: "Un hermano que se está muriendo del ansia de colores." De Delacroix, dijo: "Pinta tigres como si lo fuese". Con pura beatitud pagana, amó la belleza y la bondad de todas las cosas de la tierra: Busca el obispo de España Pilares para su altar. En mi templo, en la montaña, El álamo es el pilar.
Para él no hay sacramento como ese que pueden hallar el cuerpo y el alma en la comunión restauradora y dilatadora de la Naturaleza: Duermo en mi cama de roca Un sueño dulce y profundo: Roza una abeja mi boca Y crece en mi cuerpo el mundo.
A igual saludable distancia de los Platones y los Tenorios —digo, del amor sin sexo y del sexo sin amor—, amó con indivisible ardor y elevación la belleza y el misterio femeninos. ¿No llegó a advertir que "no hay triunfo verdadero de hombre sin sonrisa de mujer"? Grandísimo ama-
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dor fué y tanto que cada una de las tierras que él visitó podría llevar nombre de mujer: España es Blanca de Montalvo; Méjico es Rosario de la Peña y Conchita Padilla; Cuba es Carmen Zayas, su esposa; Guatemala es una edénica indiecilla sin nombre a la orilla de un río, y su casi alada discípula, María Granados; Caracas y Nueva York, son el amor con que llegó a la tumba: el de Carmita Mantilla. Y en cuanto a su arte preferido, ¿cuántos sintieron y practicaron como él la dignidad del pensamiento y el poderío del verbo humano? No despreció los placeres del mundo, desde los más veniales hasta el placer angélico de la ternura y el homérico del combate. Y cómo no, si él era, ante todo, un irresistible catador de belleza, esa alegría para siempre, de Keats, esa promesa de felicidad de Stendhal. "Fortalecer y agradar vías es la tarea del que escribe." "Tengo odio a las cosas que entristecen y acobardan."
Que no fué un hedonista o un epicúreo en el sentido convencional del término, claro está; aceptó plenamente la necesidad del dolor y su acción purificadora y engrandecedora. Pero nunca renunció a la felicidad terrena. Sólo que la suya, en los últimos años, perdió todo color de idilio, para tornarse escuetamente heroica. Sí, pese a su cadena de dolores, que llegó a ser titánica, él gozó de la vida tan intensamente como el que más: de la ternura de hijo y de padre, de la glorificación viril de la amistad, del amor de carne y de música de la mujer, de la belleza innúmera de la tierra con su aureola de cielo, de la iluminada gracia del pensamiento y la palabra y todavía —todavía— conoció lo que tan pocos alcanzan y que el comparó a la luz: el gozo de sacrificarse para que los hombres, aquí sobre la tierra, asciendan del fango de la servidumbre a su único cielo: el de la libertad..
Martí quería la paz y la concordia entre los hombres como tales, es decir, no para una igualación y unificación rebañega, sino para la más egregia dilatación de sus espí-
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ritus. Sí, la piedad y la ternura fueron suyas, pero no como compasión abajadora, sino como colaboración relevante. Su simpatía humana fué sagazmente moderna: fué amor a la majestad que todo hombre lleva dormida en sí y que sólo despertará cuando las noventa atmósferas de la opresión social no graviten sobre él. Su amor, activo como la primavera, fué una luminosa pelea por la dignidad de sus semejantes.
Su reino fué, pues, de este mundo, no del otro. Lejos de renunciar al torbellino político, de abdicar la lucha y la violencia siempre que no fuesen ciegas, sino brujuleadas por el pensamiento lúcido, las aceptó como camino inevitable para llegar a la única cultura digna de tal nombre: la redención del hombre sobre la tierra.
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CAPITULO XVI
LA HONRADEZ CON GORRO DE DORMIR
Hemos llegado a la encrucijada más decisiva en el pensamiento y en la vida de José Martí. ¿Qué fué, qué preciso sentido y alcance tuvo eso que él llamó el decoro del hombre, eso por lo cuál él vivió y murió? Sin duda el de ¿a más pura libertad para la realización de todas las posibilidades externas e internas de la criatura humana. Es lo que va-
mos a ver. "Cuando hay muchos hombres sin decoro hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es como robarles a los hombres su decoro." ¿Se quiere todavía algo más decisivo, un grito de alerta más hondo? Oigamos: "Hay hombres que son peores que las bestias, porque las bestias necesitan ser libres para vivir dichosas: el elefante no quiere tener hijos cuando vive preso; la llama del Perú se echa en tierra y se muere si el indio le habla con rudeza o le pone más carga de la que puede soportar."
Bien. Este como preámbulo de la constitución del espíritu de Martí, no deja lugar a equivocarse. Para él libertad y dignidad son sinónimas. Algo más, y es ese castigo peor que todos los consignados por el Dante en los siete círculos de su Gestapo infernal: el hombre que renuncia a ¿a libertad se coloca lisa y sencillamente por debajo de la zoología.
(Que es más o menos lo que advertían los griegos libres
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cuando al triste caído en esclavitud lo consideraban no ya un hombre, sino un objeto.) Un día, desde Nueva York, Martí quiso anoticiar al telarañaclo mundo hispano-parlante de la presencia de Whitman, el mayor poeta moderno, tal vez el único intrínsecamente moderno: el espíritu más delantero nacido en América. Y ni decir que el mensaje resultó tan alto como la noticia. ¿Y es mucho que Martí eligiese tamaña ocasión para consignar su profesión de fe moderna, desafiando el escándalo de la asacristanada feligresía que habla español? Así fué. "La libertad —dijo allí inmortalmente— es la religión definitiva. Y la poesía de la libertad, el culto nuevo." Y es bueno advertir que la riqueza del rico se hace siempre a costa de la pobreza del pobre, y que si la mayor miseria del pobre consiste en que debe poner toda su alma en la sudorosa búsqueda de dinero, es peor espiritualmente hablando, la del rico que desciende a las más nauseabundas bajezas para guardar su tesoro o aumentarlo. Como todo grande de verdad, José Martí fué vitaliciamente pobre, esto es, comenzó y terminó haáiendo de la pobreza su pedestal de diamante. No podía ser de otro modo, pues toda acumulación de riqueza individual está manchada de fraude y crimen, aunque no lo sepa su poseedor. Ya podrá irse escribiendo en el evangelio del hombre moderno: Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el cielo de la dignidad humana.
Uno de los aspectos de Martí que menos pueden soslayarse es su soberano don de simpatía humana. Para él el hombre que carecía del sentido de fraternidad, por muy lavado en perfumes que estuviese, olía siem pre a sepulcro. Mas, eso sí —preciso es vocearlo—, su piedad no fué la de Cristo o Francisco de Asís, no fué la de los santos, esas almas que se evaden de la tierra y sus luchas y cuya sabiduría final se llama resignación. La insuficiencia de información, y más aún, la de en-
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teno histórico, han llevado a ver en el cristianismo la doctrina del amor al prójimo por antonomasia. No es esa propiamente la verdad histórica. Cierto, el amor del hombre al hombre es la consigna de la filosofía estoica y de todas las éticas religiosas anteriores y posteriores al Evangelio, desde Zoroastro y los Profetas, a Buda, Confucio y Mahoma. Pero no menos importante que todo ello, es consignar que todas esas morales idealistas fueron incapaces de realizar la fraternidad humana precisamente por negarse a ver en el hombre lo que él es antes que todo: un ente económico y político. ¿Humanización del hom-
bre? Ocurrió más bien lo contrario: y si no basta a probarlo el ejemplo de las guerras y persecuciones religiosas, ahí está la concepción del infierno, esa sublimación de la crueldad humana que el Dante cantó con inspiración apostólica. No pasa igualmente de retórica jesuíta lo de la Mistral y tantos otros de exaltar a Martí por haber combatido sin odio... En efecto, combaten sin odio —y sólo por terror, por interés o miope vanidad de dominio— los forzados o los mercenarios y quienes los mandan. El hombre libre combate por odio a la servidumbre y sus próceres. Repetimos que Martí no fué un redentorista a la siríaca, sino un libertador del estilo más moderno: la única caridad digna del hombre es romperle las cadenas sociales y espirituales que lo atan. Pero si Martí nada tuvo que ver con el estilo del Ejército de Salvación, estuvo de igual modo estelarmente lejos del tipo de político y de literato que todos conocemos. Hay una carta de Sarmiento a un amigo de Europa: "Algo más querría y es que la moral fuese también parte de la política." Martí, como pocos, vivió y obró según ese lema. Que la palabra política es, hasta hoy, la más desacreditada de los diccionarios, es secreto a voces. Y bien, de lo político, tan infaliblemente concurrido de verborrea tramposa y de veloces juegos de manos, Martí hizo una cosa de esencial
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desinterés y de servicio humano, es decir, una tarea del espíritu. En cuanto a Martí artista, por cierto que él no fué un ente desnaturalizado por su oficio, como ocurre casi siempre, que imagina que el arte es un fin en sí y el fin supremo de la especie, pues aquí abajo, y para nosotros, no hay más fin supremo que la realización ' y la expresión integral de la persona humana. Ya sabemos que para casi todos los literatos la literatura es un mundo dentro del mundo, es decir, que caen en el más mofletudo de los pecados: en creer que se bastan a sí mismos y pueden prescindir de la vida, que los sueños pueden bastar sin la sangre, que el pensamiento puede autorizarnos a cortar las raíces que nos ligan a la tierra y a la vida del prójimo. No decimos nosotros que el arte
sea una flor de papel de seda, pero sí que es como una flor de invernáculo, criada bajo una campana de vidrio, con tierra y aire acondicionados — vale decir, una criatura asaz precaria junto a las flores infinitamente vivaces del bosque o la pradera o de la sangre del hombre.
Mas, aunque el intelectual o el asceta religioso lleguen a creerse criaturas archiespirituales, se equivocan y en grande: el espíritu vivo sólo alienta allí donde no ha sido
alterado ese equilibrio insondable de las fuerzas que crearon y crean la vida: el espíritu humano es sólo un aspecto
del grande espíritu del Todo. Y ella, la Naturaleza, sabe conjugar lo terrenal y lo celeste, y por eso, para la veraz expresión espiritual del hombre, importa que su sangre y su alma comulguen con el universo vivo y su corazón y su mente con el cosmos de los hombres.
De veras: una especie de insondable escalofrío nos recorre la espalda cuando pensamos que hay sapientes muñecos regenteando oficinas o máquinas; intelectualísimas ratas de museo o biblioteca que pasan días, meses y años sin mirar siquiera el rostro de la Naturaleza viva, y sin hacer coincidir un sólo latido suyo con el latido de la batalla humana.
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Y bien: para Martí, la literatura fué por encima de todo, un instrumento de liberación, digo, una levadura para suscitar hombres verdaderos. ¿Qué tenía y qué tiene eso que ver con los literatos al uso en nuestra América tri g ueña, los Juan de Dios Peza, los Justo Sierra, los Miguel Cané, los Darío, los Gómez Carrillo, los Nervo, los Larreta, los Chocano, los Rodríguez Embil, los Ricardos Rojas, los Mistral, los Arciniegas: burócratas del Estado o la gran prensa, enfeudados vital y vitaliciamente a su cátedra, su biblioteca, su corresponsalía, su magistratura, su representación legislativa o diplomática, o al favor del gran público consumidor de opio literario, todos más o menos comprometidos con los intereses o directivas de la clase poseyente o de sus patrones, haciendo de bonzos o sacristanes de las mentiras con aureola, cuando no sirviendo de ático ornamento a las dictaduras más estabulares? Una anécdota, un detalle de la vida de Martí ocurrido pocos meses antes de su muerte inmortal en Dos Ríos, y que es difícil no recordar sin que se enturbien los ojos. Martí, domando sin duda a duras penas las náuseas de su alma, fué a mendigar al gobierno liberticida de Porfirio Díaz un óbolo destinado a la obra de redimir de su esclavitud a Cuba, óbolo, que no otra cosa fué la tacaña ayuda del amo de Mójico ante quien fué introducido por sus amigos de allí. El Martí de esos días estaba ya transfigurado: la calvicie había hecho de su frente un calvario; la fiebre del cuerpo (la llaga inguinal del presidio los pulmones rotos), y la fiebre del espíritu le iban robando en tal forma la carne que la faz estaba como esculpiéndose directamente en el hueso. En los ojos, más hundidos que nunca, había un fulgor de visión y pasión tan inquietante, que la fugaz dulzura de la mirada apenas disimulaba un poco. El negror del bigote y la mosca acentuaba la expresión austera hasta el escalofrío. La camisa y el cuello, si, eran los inmaculados del caballero, pero, ¡ay, el traje negro tenía ya el viso verdoso y todas las huellas que ocho o diez años de --
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uso dejan en las ropas de los mendigos vergonzantes! Los Sierra, los Tjrbina, los Mercado y demás amigos, con entrañable buena voluntad que pudo creerse honrada, le p r opusieron.... ¿qué...? Que se quedara a escribir libros y a vivir en paz: digo yo, a escribir y a engordar en la estabulada paz que pueden ofrecer los propietarios oficiales de nuestra América... ¿Logró disimular Martí en su negativa la tristeza y el asombro? ¿Sospecharon aquellos impecables intelectuales el abismo que separaba de ellos y sus congéneres a semejante hombre?
CAPITULO XVII
EL LIBERTADOR
Apenas queremos aludir de paso al copioso trabajo de revaloración crítica o de mera exaltación (con aplastante prevalencia de éste sobre aquél) que en torno a la figura de José Martí viene haciéndose en Cuba y en los demás países del continente. Puede decirse que, en general, el elogio es cosa difícil de hacer, más que la denigración, desde luego: elogiar significa sólo proyectar honradamente la luz indispensable sobre la circunstancia histórica y el desempeño del personaje para que el mérito resalte de suyo. Es lo que casi nunca se hace. En efecto, cuesta más alumbrar el oro auténtico que el personaje lleva en sí —cuando tal cosa ocurre— que cubrirlo de oropeles. Con adelantar que el mérito en grado heroico se da sólo como terrible excepción en cualquier tiempo y lugar, dicho está que en el mundo, y en la América hispana sobre todo, el crecimiento demográfico en bronce o mármol, es decir, el de las estatuas, que amenaza rivalizar con el de la población andante, no se justifica ni lejanamente. Por lo demás, aun en el caso de la real estatura heroica, la estatua tiene algo o mucho de embalsamamiento. Responde a una idealización deformadora de ciertos rasgos del personaje con desmedro de otros y sobre todo de su integridad viviente y humana. Resulta así que aquél se parece entonces menos a un hombre que a un ídolo o un fetiche. Al perder su aspecto y calor humanos, pierde más o menos decisiva-
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mente su fecundidad educadora, su virtud de alerta y ejemplo contagioso. Nosotros, hombres modernos, sospechamos que el héroe de veras no precisa estatua yerta, pues ya la tiene, y muy viva, en la conciencia de los hombres. Y que se impone, decisivamente, la humanización del héroe. Otra advertencia, aunque casi sobra: el individuo extraordinario debe tanto a su medio social como éste le debe a él, y es conductor sólo en la medida que columbra con acierto el camino de avance del conjunto social y sabe conducirse y conducir según eso. (El héroe falso se denuncia justamente en su adulona adaptación a los instintos quietistas o retrógrados de las masas, y por ello, más que conductor, es conducido). El héroe no es superhombre, ni ángel, ni santón. No está del todo exento de cualquiera de las debilidades humanas: sólo que alguna o muchas de las excelencias humanas (magnanimidad, talento, amor, valor, esfuerzo) se destacan en él con entereza y esplendor inusual. Lo heroico es sólo una manera más intensa o total de ser hombre. Hombre total, como pocas veces se vió, fué Martí. Y esto va referido menos a la altura y variedad de sus capacidades, que a la creadora conjunción, que en él se da, de los más claros valores del hombre. Ahí están su pensamiento enorme y multiforme, cargado de limo y de cielo, como los ríos padres de su América; ahí su estilo literario, uno de los más poderosos del castellano de cualquier tiempo; ahí su desinterés, que no era virtud labrada por la disciplina, sino impulso inatajable; ahí su amor incorruptible como el diamante, activo como el azogue; ahí, como arma de dos filos, su voluntad organizadora, y su voluntad combatiente. Y bien, ninguno de esos aspectos parciales cobra verdadero sentido y categoría sino en relación con la totalidad: su oficio sagrado de hombre: su vida, una de las más luminosas trazadas sobre las sombrías patrias de los hombres. Ya habrá ocasión de señalar las coincidencias de fondo entre Martí y Sarmiento, el otro caso sospechable de ge-
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nialidad entre los caudillos de la inteligencia latinoamericana. Por ahora sólo queremos adelantar que el sobrenombre de libertador usado para San Martín y Bolívar corresponde con no menor derecho a Sarmiento y Martí. Todo lo cual no quiere significar que estén exentos de limitaciones y errores, de superficie y calado, y que nosotros debemos renunciar al derecho, y más aún, a la obligación de señalarlos. Y estemos seguros que este honrado esfuerzo de comprensión y justicia implica, a su modo, el más subido homenaje: viene a decir que si nos atrevemos a demoramos es porque nuestra cOflViCCiófl de su grandeza es muy firme. El mirar los huecos y sombras de la montaña no impide ver, sino que ayuda a ver mejor, la elevación y limpieza de luz de sus cimas. Nunca se llamará suficientemente la atención sobre lo que constituye, sin duda, el pensamiento más revelador de San Martín: "Para defender la causa de la independencia no se necesita más que cierto orgullo nacional (que lo tienen hasta los más estúpidos salvajes), pero para defender la libertad y sus derechos se necesitan ciudadanos, no de café, sino de instrucción, de elevación y de alma". Referido a nosotros eso significaba que la tarea de quebrar el monopolio comercial y político de España no era, ni con mucho, tan ardua como la otra: quebrar la herencia de servidumbre que quedaba dentro de nosotros: "Llevamos a España en la sangre", decía Sarmiento. Y Martí: "No basta sacar a España de Cuba: tenemos que sacarla de nuestras costumbres". Por eso, como el de los proscritos argentinos, el programa revolucionario de Martí consistía en hacer, corrigiendo en años los siglos, todo aquello que España, tomada de quietismo medieval, no supo hacer: esforzarse en recobrar el ritmo histórico perdido en el siglo xvi, abriendo las fronteras a todas las mercaderías y las gentes, sin excluir a esos embajadores sin librea, los libros, que suelen traer el contrabando más temido, el de la luz; organizando la educación para todos, sin distinción de clases ni
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sexos, sólo que excluyendo al dogma de las aulas; introduciendo los ganados y semillas próceres de Europa; instaurando las más variadas formas de trabajo moderno, Y aclimatando todas las ideas y las prácticas sociales tenidas por delanteras en su época. Todo eso significaba una suerte de batallar tan profundo por la liberación del hombre americano, que su victoria aún no está lograda, ni mucho menos. Decía Heme que tenía a menos honra su renombre de hombre de letras que su condición de combatiente oscuro en la guerra de la i ndependencia del espíritu. Y Esquilo tenía en más el haber sido simple soldado de la libertad griega —lo más hermoso conocido hasta hoy— en Salamina, que su fama de poeta: la de uno de los dos o tres poetas mayores del mundo. Quien ha trajinado con algún tacto en la vida y el pensamiento de Martí sabe que se trata de uno de los atletas más completos que la lucha contra la servidumbre humana haya tenido nunca. La palabra libertad es el vocativo favorito de la retórica, uno de los vocablos más llenos de fraude de las lenguas. "Hecho como estoy a saber —dijo Martí— que lo más santo se toma por instrumento del interés por los triunfadores audaces de este mundo". El procedió exactamente al revés: de lo político —tan concurrido siempre de falaces asertos y rapaces bajezas— él hizo la cosa esencialmente desinteresada y heroica, es decir, de puro espíritu. Concibió la libertad como la justificación misma de la cultura, en su esencia no en su ornamento: la realización de las posibilidades externas e internas del hombre, su empleo íntegro y sagrado como tal. Es columna vertebral y médula sin la cual no hay hombre. En La Edad de Oro escribió esto para los niños de todos los tiempos: "Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y hablar sin hipocresía... Un hombre que oculta lo que piensa, no es un hombre honrado". Y después, co-
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mo si temiese ser mal entendido: "Hay hombres que viven contentos aunque vivan sin decoro. Hay otros que padecen como en agonía cuando ven que los hombres viven sin decoro a su alrededor... Esos hombres son sagrados, Bolívar, de Venezuela; San Martín, del Río de la Plata; Hidalgo, de Méjico". Su idea primera y última, por la que combatió y murió, es ésa: el hombre sin tutores terrenos o extraterrenos, el hombre como criatura soberana. Ya puede verse que su pensamiento iba mucho más allá de o que podía suponerse en un mero patriota en acción, en un mero combatiente por la soberanía de Cuba. Ante los versos escritos para su epitafio: Y o quiero cuando me muera sin patria, pero sin amo...
una sola interpretación cabe: patria con amo no es patria; sin patria se puede vivir; sin libertad, no. "O la República tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás: la pasión, en fin, por el decoro del hombre, o la República no vale una lágrima de nuestras mujeres.. Parece sencillo, pese a su grandiosidad, tamaño programa. Pero Martí, que estaba tan lejos del romanticismo como del sentido práctico con anteojeras, sabia o presentía qué abismo tapado de tramposas convicciones se abre entre el ideal y la realidad. Estaba homéricamente armado contra la miopía llamada prudencia y la cobardía llamada sensatez; pero no lo estaba menos contra las utopías. En efecto, pese a todas las limitaciones de su pensamiento social y político —que no es del caso examinar aquí—, Martí, lejos de ser una especie de Quijote antillano, como supone el angélico Juan Ramón Jiménez, era, como prócer de la acción, un hombre esencialmente mo-
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derno, esto es, dotado del más agudo sentido de las realidades objetivas. Como nuestro cóndor, aun cuando estaba volando hasta tener por alfombra las nubes, sabía que siempre volaba sobre la tierra y no más allá. Sí, la libertad es un impulso, el más venerable del hombre, pero su realización social e individual, imperativo del hombre moderno, si quiere serlo de veras exige una ciencia profunda y minuciosa y un heroísmo cotidja no. Martí tenía en grado prócer las cualidades que permiten el arrimo, peligroso como es fuerza, a las verdades fu ndamentales . el pensamiento no comprometido, la voluntad y el valor. Así, pues, percibió que el problema de de la libertad es básicamente un problema de justicia y que la causa madre de nuestra servidumbre es el inadjetivable privilegio económico: "Quién no ha meditado en los visibles afligentes dolores de los hombres, en las d e sigualdades injustas de su condición, no fundadas en d esigualdades análogas de sus aptitudes, en el contraste ilícito, que quema los ojos, de esas existencias de quirites romanos y esas otras bestiales existencias torcidas de manera que las cabezas de los hombres son en ellos meras cabezas de martillo?" Así como esta terrible figura, que tiene la diáfana profundidad del símbolo, presenta Martí el destino de los hombres apeados de su condición por el trabajo engrillado, vía de agua que amenaza con el hundimiento al suntuoso barco de la civi lización moderna. Muy pocos pueden parangonarse a José Martí en su amor a los hombres. Corazón sobrehumano de humanidad fué el suyo. Mas, eso sí, su piedad fué enteramente varonil. ¿De qué sirve la compasión que no es justicia y ayuda dignificadora2 Repito que la piedad de Martí fué prometeica. ¿Cómo se ha de querer al hombre sino en y para la libertad? El único modo de amar al esclavo es quebrarle la cadena. Así el derramado fervor apostólico de Martí no se traduce en plegarias y consuelos sino en una suerte de potente
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393 hélice para la acción y el pensamiento libertadores. "Cuan do otros lloran sangre, ¿qué derecho tengo yo para llorar lágrimas?" ¿Que Martí luchó como nadie por la liberación de Cuba? Pero ése fué sólo un camino. Su meta era otra: libertad a los cubanos y al resto de sus hermanos de América. "La colonia no dejará de venírsenos disfrazada con el guante de la República". Sí, él vio, mejor que nadie, que Hidalgo había trabajado para Porfirio Díaz y Bolívar para Guzmán Blanco. "Para ajustar en la paz y en la equidad los intereses y los derechos de los habitantes leales trabaja mos y no para erigir, a la boca del continente de la República, la mayordomía espantada de Veintimilla, la hacienda sangrienta de Rosas, el Paraguay lúgubre de Francia". El caudillismo o monarquía s udamericana, o un pulpo de cabeza mínima absorbiendo el pensamiento y la voluntad de todos, significaba una amenaza tan mortal para la realización de su programa que en 1884, cuando creyó ver un asomo de ese peligro en los generales Gómez y Maceo, peleadores heroicos y totalmente indispensables para la revolución, no trepidó en romper con ellos, prefiriendo una derrota promisoria a un triunfo estéril. Como su mirada era de largo alcance, le era difícil caer en el autoengaño. Así se atrevió a decir: "Una revolución es necesaria todavía, la que no haga Presidente a su caudillo, la revolución contra las revoluciones, el levantamiento de todos los pueblos pacíficos, una vez soldados, para que ni ellos ni nadie vuelvan a serlo jamás". Por encima de Cuba y América, Martí se dirigió al mundo. Su vida fué un perpetuo alertar y convocar a los hombres para inaugurar la libertad dentro y fuera de sí, como el alba convoca a todos los pájaros para inaugurar la luz.
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CA PITULO X V III
EL ESCRITOR
El más importante escritor de la España de este siglo, Unamuno, no pareció haber coincidido con sus colegas de la península en su indiferencia o desdén hacia la vida y las letras de la América hispana. Al contrario, se refirió muy frecuentemente, con entusiasmo a veces, a muchas muestras de nuestra literatura, aun a las más doradamente mediocres. De que tal conducta no estaba exenta de cortesanía y diplomacia podía suponerse, vistas la sagacidad y responsabilidad de su juicio. Pero hay más. En declaraciones hechas para Revista de Oriente, de Santiago de Cuba, en 1929, Unamuno parece contradecirse a sí mismo. Seguramente no hay tal, sino que en un ex abrupto hace a un lado las amables convenciones y deja ver el fondo: "En cuanto a Martí, fuí de los primeros en hablar de él en España. Lo que me lo reveló un hombre, todo un hombre, y un maravilloso escritor, fueron sobre todo sus cartas. Yo lo prefiero a Rodó. La lengua de Rodó es falsa. Vea usted, con Martí me ocurre lo que con Sarmiento, otro gran escritor porque es incorrecto... Montalvo no me gusta. Es mentira. Lo que vale en literatura es lo que está vivo". Pero no era fácil que Unamuno, una de las encarnaciones más canónicas del espíritu de España, calase raigal e íntegramente en Sarmiento y Martí. "Español, dice Unamuno, es para no pocos eruditos y críticos, castellano de tiempos de Felipe II y Felipe IV.
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Apenas quieren darse cuenta del espíritu de otras castas no castellanas de la península y del espíritu de esta casta misma en cuanto no comprimido y en buena parte falseado por el proceso histórico que arranca del reinado de los Reyes Católicos. Tal vez el oro de aquella Edad de Oro no fué nativo ni puro.. Es que para Unamuno había algo anterior y más entrañable que el catolicismo y el protestantismo: era la concepción cristiana de la vida, como algo a trasmano no sólo de lo puramente intelectual, sino también de lo social y político: "Para un verdadero cristiano, toda cuestión política o lo que sea debe concebirse, tratarse y resolverse en su relación con el interés individual de la salvación eterna, de la eternidad". (La agonía del cristianismo).
Ahora bien: por encima y por debajo de toda su herencia española, Sarmiento y Martí eran hijos de una tierra poderosamente distinta, y en gran parte al menos y en función de su rebeldía de criollos, se sentían refractarios a la tradición externa e interna de España, descubriendo y validando la afinidad que había en ellos con el espíritu de la Europa más moderna y de la tierra de Paine y Lincoln, espíritu que afloró en el Renacimiento aunque tenía sus raíces en la Hélade. Su diferencia con la concepción agustiniana de Unamuno es absoluta . : mientras ésta lo niega, el pensamiento griego recuperado por Occidente, afirma que la razón humana es poder suficiente de conocimiento y autonomía. La vida es don sagrado, y el cometido del hombre, su dignidad y felicidad sobre la tierra, es ser auténtica y profundamente un hombre, pues el querer salir de sí mismo, el sueño de angelización, implica un peligro de descenso a la zoología, como advirtió luminosamente Montaigne. Además, el hombre os un ser esencialmente social (el animal político de Aristóteles) y sólo a través de los otros puede realizarse como individuo: de la sociedad y ae la naturaleza modificadas por su constante esfuerzo. ¿No fué ése el credo de . ,...-.
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397 Prometeo? Martí y Sarmiento sintieron y se movieron según éso como pocos hombres en su siglo. Unamuno —no lo olvidemos_ tuvo a Sarmiento por el escritor mayor de nuestra América, "el criollo que en el campo de la literatura marcó la mayor genialidad, el escritor americano de lengua española que hasta hoy se nos ha mostrado con más robusto y poderoso ingenio y más fecunda originalidad". "Sarmiento, agrega, habló mal de España siempre que tuvo ocasión de hacerlo.. . Y sin embargo Sarmiento era profunda y radicalmente español". Y como la contradicción era contundente, Unamuno se apresuró a salvarla: "Sarmiento hablaba mal de España en español y como los españoles lo hacemos". Y reforzó el a rgumento con un verso de Bartrina: Y si habla mal de España, es español.
¿Es sorprendente? Por lo pronto, no más que en otros asertos suyos como éste: "El jacobinismo es el catolicismo hecho incrédulo". (No nos asombremos demasiado: Ganivet halló que Kempis y el anarquista Proudhon eran "psicológicamente idénticos"). Sea lo que fuere y vistos los antecesores arriba consignados, la tesis de Unamuno sobre la absoluta hispanidad de Sarmiento no pasa, para nosotros, de una paradoja risueñamente detonante. Juan Ramón Jiménez, confesando la impresión que Martí le produjo tempranamente, y que por él tuvo la primera noticia de Whitman (alude de paso a la influencia que del Casal y Darío ejercieron en los poetas españoles) reconoce: "Darío le debe mucho, Unamuno bastante". Pero agrega: "A no dudarlo, Martí era tan moderno como los otros modernistas hispanoamericanos" Con cesión endeble, si no tuerta, a quien había advertido a tiempo —en carta a su amigo Estrázulas__ que la fuente para calmar las más altas inquietudes de los sudamericanos ya no estaba en París. En verdad, sentidor y expresa-
LUIS FRANCO 398 dar real de su hombre, Martí, al igual de Sarmiento, marchaba adelante de aquéllos y del mismo "preciosismo interior" que se atribuye Jiménez. Y es otro español, Onís, el primero en verlo: "Su modernidad apuntaba más lejos que la de los modernistas y es hoy más válida y potente que entonces". (Ya veremos a tiempo cómo el gran nicaragüense conservó mucho de "castellano viejo" pese a que literariamente renunciara a lo colonial de España para proponernos en gran parte lo colonial de París fin de siécle). Jiménez formula otra sentencia más convencional aún: "Quijote cubano, compendia lo espiritual eterno, y lo ideal español". No, con Don Quijote, Martí sólo tiene de común el ensueño justiciero y la generosidad combatiente; ya veremos que con un sentido asaz lúcido de la realidad —de que careció siempre "lo ideal español"— Martí jamás confundió un ejército con un rebaño, por parecidos que fueran, ni enderezó jamás su lanza contra molinos de viento. Tal vez no es aventurado sospechar que ni la gente más avizora de su época ni de la que vino —sin excluir al mismo Darío, y acaso con la sola excepción de Sarmiento— vieron a Martí en la integridad de su genio y figura. Parece que ahora mismo sigue ocurriendo algo de eso. "No olvidemos que este hombre —dice la Mistral— es sobre todo un poeta; que puesto en el mundo en una hora de necesidades angustiosas, él aceptaría ser conductor de hombres, periodista y conferenciante, pero que si hubiese nacido en una Cuba adulta, sin urgencia de problemas, tal vez se hubiese quedado en hombre exclusivo de canto menor y mayor, de canto absoluto". Y Alfonso Reyes; "Gran parte de su obra, y su vida misma, fueron sacrificadas a su apostolado de libertad". ¡Cómo! —pueden vocear los que sienten la hora de hoy, más que la de fines del siglo pasado, como "de necesidades angustiosas"—, ¿acaso la mayor potencia y originalidad de Martí no le vienen justamente de su pasión y acción liberatrices, en
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399 la vida y en el arte, que fueron una sola cosa para él? ¿Podemos imaginar siquiera un Martí apacible profesor académico o un Martí con los áureos arreos y las áureas habilidades de un diplomático? ¿Es que así, sin su intensa y trágica experiencia vital de revolucionario, es decir, de luchador prometeico, su arte, pese a lo fragmentario o inconcluso, hubiera alcanzado esa persuasión eléctrica y esa serenidad en la borrasca que tiene? El malentendido radica, sin duda, en la persistencia en considerar a Martí como un hombre de letras. Al igual de Sarmiento, otra vez, no fué eso, sino un hombre total, en extensión y hondura, como se ven pocas veces. (No un burócrata de las bellas letras, sino un entero hombre que "escribe con estilo de hombre", como dice el profeta Isaías). Ahora bien, todo grande hombre de veras y en la medida en que lo es, siente más que los otros la tenebrosa servidumbre que padece el mundo y se trueca de hecho en "apóstol de la libertad", en cruzado de la independencia del espíritu humano. ¿Qué fueron Isaías, Múnzer, Moro, Bruno, Galileo, Espinosa, Voltaire, y Esquilo y Shelley cantando a Prometeo y todos los empresarios de liberación del siglo pasado y del nuestro? ¿Qué tienen que ver los puros hombres de letras, aun siendo excelsos, con la hombría de Sarmiento o Martí? Esta es un prodigio indivisible y la literatura entra en ella como un mero ingrediente. El esplendor de su estilo escrito, la magia envolvente de su oratoria o de su conversación, la bondad y cordialidad geniales, la limpieza de mente y de conducta, la eficacia organizadora, la voluntad tendida sin tregua para el trabajo, para la lucha y el sacrificio por aumentar la escasa ración de independencia y decoro que hay en el mundo: todo eso eran meras fases de la personalidad de Martí a cuyo influjo magnético —todo el magnetismo de la sangre y la mente humanas— no resistían ni las piedras. La estrella de la mañana es lo más sensible de la her-
i.Uis FRANCO 400 mosura del cielo. Sólo que es demasiado lejana y fría para nosotros. Hay otra que está más cerca y tiene latidos calientes, y su luz es lo más claro y profundo que hay aquí abajo: es la frente del hombre que piensa con fervor y grandeza. El hombrecito de corazón crucificado por los sufrimientos propios y ajenos, de pulmones exhaustos por la montañosa carga de trabajos y miserias, de cerebro con fiebre, de carne con tumores, José Martí, dió el gran salto hacia la altura y se convirtió en estrella de los hombres para siempre. Insistamos: la literatura fué para Martí, por encima de todo, un instrumento de liberación social, es decir, finalmente espiritual: ¡una levadura para levantar hombres verdaderos! Para él, como para Whitman y todo grande artista, no hubo tal arte por el arte. "La función esencial del arte es moral", recuerda Lawrence, a propósito de Whitman. "Pero una moralidad apasionada e implícita, no didáctica". ¿Poesía pura o desvitalizada, o de pasatiempo, poesía con cerradura hermética, poesía de torres de marfil o academias de hueso mineralizado? Martí no podía entender eso: " 1 Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos? La poesía, que congrega o disgrega, que apuntala o derriba las armas, que da o quita a los hombres la fe o el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues ésta les proporciona el medio de subsistencia, mientras que aquélla les da el deseo y la fuerza de la vida". Siendo, pues, esencialmente vital, esto es, enraizado a fondo en el paisaje cósmico y en el paisaje humano de América, el arte de Martí debía divergir fundamentalmente del español, pese a la influencia más o menos epidérmica del Siglo de Oro sobre su estilo. ¿Cómo podía ser de otro modo? El alma de nuestra América no es española por la simple razón de que es.. americana. Ya no éramos ni somos puros hijos de españoles sino un producto de la combinación de sabios cultivos
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indígenas y europeos en el crisol geográfico de América. No median aquí la presunción o la aspiración, sino razones desafiantes: a) la influencia de las tierras nuevas, tan desmesuradas y únicas que llegaban a cambiar el alma de los mismos peninsulares radicados en ellas; b) la mezcla de la sangre española con la india y la negra, en proporción ventajosa para las últimas; e) el aporte creciente de las sangres europeas no hispanas; d) el influjo preponderante de otras culturas: francesa, inglesa, yanqui. Quiérase o no, la plasmadura de lo humano por lo telúrico en cualquier grado que sea, existe. No se incurre en un mero tropo literario al afirmar que los Andes y la Pampa están de algún modo en Sarmiento —con sus abruptos contrastes y sus desaforadas fugas a lo alto o a lo ancho, y sus violencias de zondas o pamperos—, así como el trópico está en Martí, con su naturaleza intrincada, afiebrada y convulsa y su fecundidad monstruosa, entre el susurro de alma encantada de la palma real y el silbido celeste del sinsonte. Pero manda aquí algo no menos importante, y es que América comienza a ser alguien cuando al quietismo de la madre patria prefiere el movimiento de los pueblos delanteros del mundo. Si Martí llegó a ser un buen intérprete de la voluntad y los sueños de nuestra América, lo debe menos a la ayuda de Gracián o Santa Teresa que a la del pensamiento y el estilo más modernos de Europa y de Norteamérica sobre todo, que conoció e hizo conocer antes que nadie y como nadie a los hispanoparlantes. Que no hubo de su parte, en la ocasión, sólo un acierto instintivo sino también una ccnciencia lúcida, podemos verlo: "No somos aún bastante americanos; todo continente debe tener su expresión propia; tenemos una vieja vida legada y una literatura balbuceante". (Lo contrario justamente pasaba en Norteamérica y por eso ni Inglaterra ni Europa llegaron a ofrecer nada que pudiera hombrearse con la poe-
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oía del mar de Mob' Dick o la poesía del hombre nuevo de Leaves of grass).
Ya se ve: para él, repitémoslo, la literatura es cosa respirante y pulsante, de los bosques y las calles y el alma, no de las librerías y academias. La nuestra es balbuceante porque nuestra vida lo es. El imperativo de originalidad es un imperativo de vida nueva y propia. Una nueva y más noble relación del hombre con el hombre y con la naturaleza es lo único que puede engendrar un arte propio. Pero ése es el problema de toda la cultura. Ir conscientemente en contra de su propio espíritu, es algo más que un desacierto y debe llevar el nombre que le corresponde: traición. Por eso, aludiendo a la devolución que nuestro primer humanista hizo de su diploma de miembro de la Real Academia Española, Martí escribió: "Gutiérrez por no ser traidor, no quiso ser académico". Y aludió, como a una innovación creadora, al castellano ríopiatense. Casi huelga advertir que en esta referencia al castellano argentino Martí aludió indudablemente al autor de Facundo, el único que hasta entonces creara propiamente en estas tierras un estilo nuevo. Mas sí cabe destacar que Sarmiento, tildado en su medio de no admirar más que su obra, apenas leyó las primeras correspondencias del cubano, se levantó para señalar ('la estupenda celebración de Sarmiento", dirá el propio Martí) que en el castellano de la época, tan manso y melifluo imitador de los clásicos inimitables, no había nada cotejable a esa insurgencia sudamericana: "la salida de bramidos de Martí". Palabras de Sarmiento y Martí, los mayores caudillos de nuestro espíritu: nada ha tenido Sudamérica hasta hoy que creara más espacio.
CAPITULO XIX
LA LECHE DE LA TERNURA HUMANA
Muchas grandezas congregó Martí en la integridad de su indivisible grandeza: la del pensamiento, la de la palabra, la del valor, la del amor. De ellas, la última es la fundamental y las resume a todas. No se sabía de qué color eran sus ojos, pero sí que su mirada era celeste. Sus trabajos políticos, sus trabajos literarios y sus mismos trabajos de guerra, fueron ante todo batallas de amor. El amor era para él, como el sol mismo, un indivisible misterio de calor y de luz. Su ideal literario no era sino la otra cara de su amor a los hombres, las mujeres y los niños. Democracia, educación, justicia, inteligencia, belleza, parecían ser sólo modos de su caridad combatiente. Consideraba en la liga de cada hombre ante todo el metal noble, mirando el trasfondo de inmensa humanidad que hay en él, de modo que podía advertirle una aureola invisible para los demás. Tanta voluntad de combate y tanta largueza de amor pudieron confluir en un solo hombre porque eran dos raudales de una misma fuente. Sin duda había nacido signado para que su camino por el mundo fuera el del amor a los hombres, que no es precisamente el del amor a Dios. Mas, Feuerbach ha demostrado que el volcarse totalmente hacia el amor de Dios no se da sin el agotamiento del amor al hombre. El anacoreta o el místico que ama a los hombres por amor a
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Dios oculta un egoísmo sacramentado: se ama a sí mismo, su propa virtud y su propia salvación. Martí dijo: "Mi hostia es el alma humana". La bondad es la primera sabiduría: "Ser un hombre bueno es la primera condición para ser inteligente de veras". Apenas hay la menor duda que la tempranísima y formidable experiencia del presidio al no lograr derrotarlo como a otros, purificó y enalteció su amor. A los dieciséis años, antes del encarcelamiento, Martí era ya casi un hombre. No olvidemos que la Cuba de la niñez de Martí reunía en un haz las menguas vulgares de la factoría con las legendarias de la esclavitud. Como eso era lo tradicional y cotidiano, parecía ya lo natural y casi a nadie molestaban ni menos repugnaban sus cárdenas ignominias, o mejor, las veían apenas. Entre las pocas excepciones, la más preclara era aquel José de la Luz y Caballero que habíase empeñado en enseñar a deletrear la cartilla de la libertad a los cubanos. Y aquel maestro suyo, Mendive, que le enseñé, con el ejemplo, que para poder llamarse cubano sin enrojecer de vergüenza, era de total obligación el luchar por sacar a Cuba de su pudridero. La inteligencia, la bondad y el coraje de tal hombre atizaron sin duda en su discípulo las virtudes paralelas que en él yacían. El padre de Martí era militar, ignorante y español en colonia española, lo que es casi como decir que era alguien obligatoria y policialmente duro. Castigó policialmente a su hijo, alguna vez hasta lastimarlo. A través de ese padre —que en el fondo eran un buen hombre— hablaba la brutalidad medieval y cristianísima de España. Antes de cumplir los 17 años —y casi al mismo tiempo que Dostoiewski— vino la lección abismal del presidio. Nuestro adolescente no era, por cierto, un mero futuro dandy del ingenio. Era, como lo probaría, un alma vocacionalmente heroica, pese a su ternura, o por ello mismo. Como el ruso —aunque tan distinto de él— la prueba dan-
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tesca no logró mimbrarlo. No, de la acción del fuego y del yunque, el hierro saldrá más hierro. La ocasión de la condena fué una carta enviada a un condiscípulo cubano improbándole su adhesión a España. Ante la hendiente pregunta del fiscal, Martí compitió con su compañero Valdés en atribuirse la patrnnidad de las letras de perdición. Al adolescente —un niño casi, dadas su escasez y endeblez corporales— la cárcel lo Satura de horror, de amor y de amargura como el mar satura una esponja. Pero no lo ahoga. Sobrenada, sobrevive, infinitamente enriquecido, es decir, profundizado en claridad y fervor. Mas, al revés del ruso, advierte a tiempo que en la compasión y resignación cristianas hay un fondo de desprecio y cobardía: su amor sale mejor armado que nunca para el combate liberador. La realidad supera sin esfuerzo a la imaginación más pudiente, a la del Dante incluso, Decimos que su infierno es mediocre y neblinoso frente a las ergástulas, las galeras, la Torre del Hambre, la Inquisición, las cárceles de Venecia, de Siberia o de Cuba, o de cualquiera otra parte, donde el hombre oprime al hombre, no por inspiración demoníaca, como creen los teólogos, sino por angurria de explotación y medro. La cabeza depilada, el uniforme y el número truecan al preso, no ya en un animal, sino casi en un objeto. Nada digamos del peso y el ruido (el ruido más infernal del mundo) de la cadena y el grillo, ese lujo de iniquidad de que está libre la fiera domada o enrejada. Todo está luciferinamente previsto para lograr la santa trinidad del horror, el dolor y la infamia y poner a la criatura humana por debajo de las cuatro patas del bruto. ¿El tormento del aislamiento celular? No es inferior el de la comunidad forzada (el no poder estar solo ni siquiera un minuto) con seres apeados de sí mismos a lo más bajo de la impotencia y el rencor. Todo amago de personalidad allí es un pecado. El castigo físico mortifica
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y humilla sin lograr nada corno no sea la insensibilidad moral absoluta o el sueño de placeres y desquites abyectos. Pero hay algo peor que la inhumanidad de los presos y es la del carcelero, más perfecto ex hombre que el otro: ambos víctimas de un régimen social que esconde su voraz ignominia cartaginesa bajo arreos piadosos o patrióticos. 'Cuando más se ha envilecido el hombre, más se yergue y aplica a sembrar el espanto". Eso dijo el ruso que vivió añcs en la ciudad de hombres inhumados en vida. La experiencia del cubano fué no menos copiosa de horror: "Allí el palo suelto, que por costumbre deja caer el cabo de vara... y los golpes del brigada que de vez en cuando pasa para cerciorarse de la justeza del desmayo, y se convence a puntapiés. Esto y la carrera vertiginosa de cincuenta hombres pálidos, demacrados, rápidos a pesar de su demacración, hostigados por los palos, aturdidos por los gritos; y el ruido de cincuenta cadenas, cruzando alg unas de ellas tres veces el cuerpo del penado; y el continuo chasquido del palo en las carnes, las blasfemias de los apaleadores, y el silencio terrible de los apaleados, y todo repetido incansablemente un día y otro día, y una hora y otra hora, y doce horas cada día... Ninguna pluma que se inspire en el bien puede pintar en todo su horror el frenesí del mal". Martí vió al "pobre negro Juan de Dios", idiotizado de sufrimiento, que reía del horror corno de una cencatura. Y al negrito Tomás, de once años, en presidio "como sentenciado político". Y vió a don Nicolás del Castillo, presunto jefe de los insurrectos, bianeo pci- antico pelo, blanco debajo de sus canas como las canteras de cal bajo el sol, pero cuya espalda era una panoplia de llagas, el viejo que un día, desollados los pies cayera exámine bajo el triple peso de la carga, el dolor y la nieve de sus 76 años, y fuera invitado a golpes a ponerse en pie, y corno no obedeciera, fué dejado un día entero yacente, un día entero al solo cuidado de las moscas y el sol, que le maduraron de consuno las heridas. Martí, grabó para siem-
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pre en su corazón —milagro más real que el de la Verónica— la imagen del espantoso anciano; 'Vi una haga que con escasos vacíos cubría casi todas las espaldas... que destilaban sangre en unas partes y materia pútrida y verdinegra en otras". Pero la escala de la ignominia no tiene fin. Vió un niño de doce años, Lino Figueredo, —"su estatura apenas pasaba el codo de un hombre regular"— cargado de cadenas y de una sentencia de diez años de presidio; y lo vió otro día en que el chico dijo no poder andar por sentirse enfermo y recibió un varazo por respuesta; y lo vió una última vez, cuando lo sacaron para evitar el conta gio de la viruela negra que el niño llevaba en sí; "Lino, que venía apoyado en otro enfermo, caída la cabeza, convertida en negra llaga la cara, en negras llagas las manos y los pies. Lino, rodando al suelo si lo dejaban solo... Lino, en fin, que venía sacudido a cada movimientopor un ataque de vómito que parecía el esfuerzo postrimero de su vida". Junto a eso que las castas vampiras de la cristiandad —avaladas por el crucifijo— hicieron siempre y lo siguen haciendo en la España franquista y en todas partes, ¿quees la pasión del Calvario exaltada por los curas cronométricamente todas las semanas santas; los sufrimientos de un hombre en la fuerza de sus años, aunque nunca existió, y sostenido por algo más fuerte que la fuerza; ¿La idea de su condición divina y su inmortalidad? La España de la segunda mitad del siglo xix seguía siendo, pues, tan religiosamente fascinerosa y arcaica como la del siglo xv. Martí no fué tratado mejor que los otros, en las canteras de San Lázaro, sino quizá peor, dada su acendrada sensibilidad. Su padre, que fué un día con unas almohadillas enviadas por la madre para evitar el roce lijador de los grillos, vió sus pies "mezcla de sangre y polvo, de materia y fango sobre que me hacían apoyar el cuerpo y correr y correr". "Prendido a aquella masa informe me miraba con espanto, envolvía a hurtadillas el vendaje,
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me volvía a mirar, y al fin, estrechando febrilmente mi pierna triturada, rompió a llorar. Sus lágrimas caían sobre mis llagas; yo luchaba por secar su llanto... y en esto sonó la hora del trabajo, y un brazo rudo me arrancó de allí y él quedó de rodillas en la tierra mojada con mi sangre.. Envió un día a su madre su retrato de presidiario con la dedicatoria al dorso, estrofilla ingenua, que al literato podrá parecer pobre y aun cursi, pero que constituye uno de los testimonios más veraces de amor, de dolor y de valor escuchados alguna vez: Mírame, madre y por tu amor no llores. Si esclavo de mi edad y mis doctrinas Tu mártir corazón llené de espinas Mira que nacen, entre espinas, flores.
Ante la sombra de ese muchachuelo, casi infantil por la poquedad física y la manantial vivacidad de su imaginación y su sentimiento, ahí, rapado y con su uniforme rayado como sus rejas, y cargadas de hierro la cintura y las canillas de pájaro, hoy mismo el corazón de uno retrocede negándose a imaginar con qué deletreo de agonía debió tatuarse aquello en el corazón de la madre. Y todo eso Martí no lo vió y lo sufrió sólo desde afuera ni sólo desde adentro de la cárcel y la carne, sino también desde adentro de lo más hondo de sí mismo, porque él allí se sintió un mero jirón de la populosa carne del presidio, se sintió uno de los sumergidos por la injusticia de las castas opresoras, se reconoció uno de ellos, y en vez de recostarse en la almohada de la resignación y el perdón, trocó el hierro del presidio en acero para la batalla liberadora. Por un azar providencial, los seis años de presidio en la calera se cambiaron en seis meses y en confinamiento a una isla caribe, y en deportación a España. Pero no salió ileso. Se llevó como recuerdo de su grillo un tumor en la ingle que fué uno de los clavos de su cruz hasta el
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día en que una bala, también de origen español, vino a rematar la obra, terminando con el alma que quizá más sol hospedó en nuestras tierras indias. Martí vió en la mujer lo que un hombre como él podía ver: la otra ala para el vuelo del hombre. Más aún: sintió que el varón más hondo es sin duda el que conserva más gotas de leche de mujer en sí. Dijo de alguien: "Tenía aquella ternura femenil de todas las almas verdaderamente grandes". Tuvo un amorío de estudiante en España. Se dejó hechizar infaustamente, es decir, sin correspondencia, en Méjico. Se enamoró de verdad de la que fué su esposa. Se casó y viajó con ella a Guatemala, en un áspero viaje por tierra y escribió a sus amigos de Méjico: "Carmen va muy bella y muy conversadora de ustedes. Nos querrían más si nos oyeran". Así juntaba el amor y la amistad como la flor y el fruto en. la misma rama. "Aquí estamos; Carmen con aureola; yo con amor y penas... Esta luna de miel, errantes, vagabundos, era conveniente a nuestra boda". "...Duerme entre salvajes y bajo el cielo azotado por los vientos, alumbrada por antorchas fúnebres de ocote ¡y me sonríe! Ya no hablaré de valor romano. Diré: valor de Carmen". Cree profundamente, porque lo necesita, que su mujer será la compañera armoniosa de su vida, que él presiente dura y riesgosa y de alto sacrificio. "Veo a Carmen amante y serena, frente a problemas que no tienen muy fácil solución... Aunque tuviera que huir por los montes ella me acompañaría. Y yo lloraría". Hay, pues, el comienzo de un gran amor. Lo que viene después es mucho menos una tragedia individual que social. La causa está ahí, visible: no se trata de que Carmen no esté a la altura de la mente luminosa de su esposo, que eso fuera lo de menos; lo trágico se inicia cuando el instinto de conservación y protección de la esposa y la madre le veda seguir a Martí en su camino de dación
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heroica, de presunto sacrificio. ¿Quién puede tirarle la primera piedra? Es fácil opinar de afuera y desde lejos. Pero si el gran valor —el de la lUcha por quebrar el yugo de los hombres, desafiando la miseria, la soledad, la enfermedad, la calumnia, la persecución y tal vez la muerte— se da entre los hombres como excepción solitaria, ¿cómo exigírselo a una esposa y madre armada sólo de un amor humano referido más o menos estrechamente a los prójimos de su sangre y su corazón? "Las penas sólo son para ella cuando yo sufro. ¡Y pensar, como temo, que me iré de la vida sin poderle premiar tantos dolores!" Sólo que si ella comparte sus penas, no las justifica. La oculta disparidad trágica entre ambas almas y ambos destinos comienza a asomar. Un día Carmen, que vino a juntarse en Nueva York con su marido, resuelve retornar a Cuba, a su hogar, su familia, la cuna de su hijo por nacer. A Martí la sola evocación de su patria aherrojada le ahoga como una cárcel y acrece en él, hasta el vértigo, la necesidad de luchar para lograr su incorporación a la América liberada. El quiere engañarse aún respecto a su mujer, pero ya no es posible. Escribe desde Nueva York en 1830: "Carmen no comparte mi devoción a mis tareas de hoy". Pero compensa "estas pequeñas injusticias" con el afecto por él y "la exquisita consagración" a su hijo. Mas el desacuerdo se agrava y tanto que Carmen, a fin de obligarlo a regresar a Cuba, proyecta irse con su hijo a Camagüey. Y lo hace. "Ciega, ciega para mí!" Presintió él que era cosa de muerte. "El corazón muy bien —muy en lo hondo— herido por la mano más blanca que he calentado con la mía". En efecto, Carmen, enceguecida por el instinto y por el mal consejo ha dado el paso que equivale a la traición y a la ruptura definitiva. El dolor y despecho son tales, que surge para el parangón trágico, la imagen de María Granados, la mujer de naturaleza como ariélica, que lo amó tal vez hasta de-
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jarse morir por él, cuando él no podía amarla porque su corazón estaba ya entregado a otra: El volvió, volvió casado. Ella se murió de amor.
Gonzalo de Quesada, su amigo entrañable lo oyó decir: "Y pensar que sacrifiqué a la pobrecita, a María, por Carmen, que ha subido las escaleras del consulado español a pedir protección de mí". Escribió después: "De mujer, o alabanza o silencio". Y en otra ocasión: "Leí con ira de la infame o infortunada Tecuichpo que con Guatemoc en la piragüa real defendió el águila... y luego, la que había dormido bajo los besos indios del mártir, se acostó a dormir de mujer del español. La vileza de nuestra mujer nos duele más y humilla más y punza más que la de nuestro hombre". Y dijo en verso: Y o he visto vivir e. un hombre Con el pv.ñai al costado Sin decir jamás el nombre De aquella que lo ha matado.
Pero el destino le deparaba una compañera no indigna de él, por el claror y fervor de espíritu, en Carmita Mantilla, que lo amó en los años más trágicos y gloriosos de su vida y le fué leal hasta la muerte y más allá. Como es sabido, la literatura i nfantil hasta hoy, en general, se ha empeñado en apelar, en el niño, a los rasgos típicamente adquiridos y convencionales, y, lo que es más, se ha empeñado en presentar el mundo como un mero jardín de infantes o un arbolito de Navidad agachándose de colgajos religiosos. Por semejante plano inciindo, se ha ido a dar en los más encantadores extremos de lo absurdo o lo ñoño. Pero Martí tuvo por los niños la misma preocupación apostólica de Sarmiento, sin olvidar nunca que podrían ser los hombres de un futuro más libre. Y por tanto, que la literatura infantil podía y debía referirse
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también de algún modo a los problemas de fuego de este mundo siquiera para variar un poco la ya bostezable tradición de ángeles bobalicones, cañones de bolsillo o ci güeñas dedicadas al contrabando celestial de bebés. En el infierno de San Lázaro —bastante más satánico, es decir, más inhumano que el del Dante— Martí vió dos niños, de once y doce años, inocentes como cervatillos, Sujetos con cadena por causas políticas —obra de la España real y católica. No pudo olvidarlo jamás. Dijo más tarde: "Quien pone las manos sobre los niños tiene el porvenir del mundo." Por eso en Nueva York, en lo más candente de la agitación y organización revolucionarias habíase dado tiempo y modo de publicar una revista dedicada a los niños de América. "A los niños no debe decírseles más que la verdad. La Edad de Oro se publica para insuflar dos cosas a los niños: el amor fraternal al prójimo, especialmente al humilde o caído y el sentimiento del decoro humano, esto es, el de defender contra todos los yugos y bajezas, la libertad, corona del hombre." Mayor que el dolor de la ausencia de su hijo fué el que le infirió la noticia de que la madre se proponía educarlo en un colegio religioso. Martí sintió maduro su corazón de ladre de los niños de América —como Sarmiento un cuarto de siglo antes— y quiso contarles los cuentos que entre combate y combate le iban brotando para ellos del alma inmensa. No son, por cierto, los consabidos cuentos de príncipes y pastoras, de ogros o de ángeles... Sí, su voz y su lenguaje, su simplicidad y su ternura son los del que puede ser entendido por los niños, pero sus temas y personajes son otros: Bolívar y San Martín que trajinaron como un camino vecinal medio continente hasta echar al mar a encuentro de caballo, la servidumbre hispánica, y el padre De las Casas, que con el temblor de su corazón y de su pluma sacudió a toda la cristiandad en defensa de los indios.
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"A nuestros niños los hemos de criar para hombres de su tiempo y hombres de América." Es decir, hombres modernos, criollos y universales y no para invertebrados siervos de iglesias y reyes. No fué mucho, pues, que como A mbas A méricas, la revista predecesora de Sarmiento, ésta muriese de muerte prematura. En efecto, el Mecenas de la misma exigía que en ella se hablase "del temor de Dios". A Martí le quedó como único pago, una satisfacción hermosa: haber demostrado a los pesimistas con su beatería de lo peor o a los escépticos de sonrisa de conejo "que se puede publicar un periódico de niños sin caer de la majestad a que debe procurar alzarse el hombre". Digamos, sin caer en la ñoñez de los diminutivos ni en el tartufismo con aureola. Sus versos más simples y hondos se los arrancó de las entrañas su hijo. Escribió a un amigo: "Carmen buena; mi hijo, una copa de nácar". Y en el prólogo del pequeño gran libro: "Hijo, espantado de todo, me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud y en ti." Cree en el hombre principalmente porque el niño puro y genial puede ser o es la semilla de un hombre más claro que el de hoy si sabemos cultivarla. Martí conservó siempre el candor, la frescura, la capacidad de asombro y entusiasmo, el don inaugurador del mundo que hay en el niño. Había en él niño que sabía más que los muchos doctores que también había en él: era el Amor. Su hijo lleva su propio nombre, pero en el verso lo llama Ismaelillo, como el hijo de Agar la sierva refugiada en el desierto. Aquí el desterrado es él, su corazón, lejos de su hijo idolatrado. Ya dijimos cómo en los primeros tiempos neoyorquinos, Carmen había venido a reunírsele trayendo a su hijo de dos años. Y si bien desde el comienzo sintió sin duda que la distancia interior que ya lo separaba de Carmen no haría más que crecer, presintió igualmente que el alejamiento de su hijo iba a significar su expulsión
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del edén. Su sed de pureza y fe fué la que él buscó apagar en sus versos infantiles, pues, sin esa fuente todo decaía y agonizaba: Hete aquí hueso pálido, vivo y durable Hijo soy de mi hito, él me rehace.
Fueron como canciones de cuna sin que faltaran las divagaciones, los bullicios y delirios, pero cantados, no por una madre, sino por un padre y para un niño que ya medía el suelo con sus pasos y abría el delicioso asombro inteligente de sus ojos ante el mundo e intentaba dialogar con él. Canciones infantiles, pero para el hombre sembrado en el niño. Tal vez nadie sintiera corno Martí el dolor de los negros esclavos, tan oscuro e implacable como el hambre de los lobos sobre la nieve. Por eso nadie habló de ellos con más iluminada comprensión y fraternidad más convincente. "Tiene el negro una gran bondad nativa que ni el martirio ni la esclavitud pervierten ni se oscurecen con su varonil bravura. Tiene, más que raza alguna, tan íntima comunión con la Naturaleza, que parece más apto que los otros hombres para estremecerse y regocijarse con sus cambios. Así, en su espanto y su alegría hay algo de sobrenatural y maravilloso que no existe en las demás razas primitivas y recuerda en sus movimientos y miradas la majestad del león: hay en su afecto una lealtad tan dulce que no hace pensar en los perros sino en las palomas." Dejó en esbozo un libro que pensaba titular Mis negros. "Tomás era para mí, el Señor Tomás, El Exmo. Sr. D. T., Su Majestad Tomás, lo era todo, era mi amigo." "Isidoro, el batabano. Esperando mis versos sentado a mis pies. Yo escribiendo sobre sus rodillas, y él tendido por tierra sobre sus codos, me cubría con sus mimos sencillos."
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"El negro hermoso de la casa de Manuel: la mano cortada." Y Neftalí, el negro fondero de Haití, quien al preguntarle Martí por el precio del hospedaje, lo ase por los brazos, mirándole con reproche: Comment, frére? Qn ne parle pas d'a'rgertt avec un frére, le dice con munificencia de príncipe.
Y cuando el viajero monta. le tiene el estribo con sus manos. Una imagen se había grabado en su alma de niño, para siempre, como a punta de navaja marinera: la esclava espalda de ébano cebrada de blanco primero, de rojo después, por el látigo. Mas él supo superar a tiempo la compasión abajadora. Aprendió a amar al negro como a hombre, a medida que fué comprobando hasta el hartazgo su ilimitada capacidad de ternura y lealtad, y, lo que no es menos, su don de señorío, esto es, el denuedo de su lucha por llamarse hombre. Uno de los pocos premios de su vida fué la conducta de la negrada tabaquera de Tampa y Cayo Hueso, conquistada por él, menos a golpes de elocuencia inatajable, que con el contagio de su total entrega a la causa reivindicadora de los desheredados. Esa fe de los obreros de color en él, fué el elemento aglutinante que permitió la constitución del Partido Revolucionario Cubano. Sentidor y veedor sin miedos ni legañas, Martí vió sin estorbos desde el comienzo lo que había en la pretendida jerarquía de las llamadas razas: "En este mundo no hay más que una raza inferior: la de los que consultan, antes que nada, su propio interés, bien sea el de su vanidad, el de su soberbia o el de su peculio." Nadie, que nosotros sepamos, en América —del Norte o del Sur— ha hablado de los indios, según él lo hace, como de hombres amables y admirables. "Por el poder de resistencia del indio se calcula cuál puede ser su poder de originalidad, y por tanto, de iniciación, en cuanto lo encariñen, lo muevan a fe justa, y emancipen y deshielen su naturaleza."
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Vió, pues, al indio no sólo como una raza explotada, sino congelada por el frío de sus grilletes históricos. Vió el peligro y el camino de salvación. "O se hace andar al indio o su peso impedirá la rviarcha. Y hasta que no se haga andar al indio, no comenzará a andar bien la América." Por eso creyó conveniente recordar con frecuencia, y lo hizo, el crimen magno de la más católica de las monarquías: "En diez años ya no quedaba indio vivo de los tres millones o más que hubo en la Española". Y se complugo en recordar también los detalles técnicos del trato a los hombres convertidos a la fe de Cristo para salvarlos del infierno: cacería de tales paganos con perros católicos, azotes hasta desmayarlos, frentes o píes grabados a hierro candente, manos u orejas amputadas, y sobre todo, trabajo en dosis y estilo adecuados para librarlos cuánto antes de este valle de lágrimas. Y por eso conté, en la página suya quizá más ungida de ternura y hermosura humanas, la vida del único espaáol que defendió a los indios, aquel Bartolomé de las Casas, cuyo espíritu en el paisaje edénico de América vieron los indios crecer por encima de la copa de la palmera o el vuelo de la torcaza. Y escribió Las ruinas indias una especie de enumeración homérica de los fértiles trabajos y bellezas de los terrígenas de América. "Ellos imaginaron su gobierno, su religión, su arte, su guerra, su arquitectura, su industria, su poesía: todo lo suyo es interesante, atrevido, nuevo. Se leen como una novela las historias de nahuales y mayas de Méjico, de los chibchas de Colombia, los q uechuas del Perú, los aymaraes de Bolivia, los charrúas del Uruguay, las araucanos de Chile." ¡Qué hermosa era Tenochtitlán, la capital de los aztecas. Era como una mañana todo el día, y la ciudad parecía siempre como en feria. . ." Por los canales andaban las canoas tan veloces y diestras como si tuviesen entendimiento. Y las ruinas mayas de Chitchen Utzá, cuyos artistas profundos dejaron escrita en jeroglíficos y pinturas
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"la historia del pueblo que echó sus barcos por las costas y los ríos de toda Centroamérica y supo de Asia por el Pacífico y de Africa por el Atlántico". Martí gustaba repetir las inmortales palabras de De las Casas: "No somos nosotros quien, con todos nuestros cañones y nuestra avaricia, para compararnos con ellos en tiernos y amigables, ni es para tratado como a fiera un pueblo que tuvo virtudes, poetas, oficios, gobierno y arte." El culto religioso de la amistad en Martí es el de alguien que ha retirado su fe en los dioses para ponerla en lOS hombres. De ahí que nada o casi nada se encuentre en literaturas o religiones cotejable a las apelaciones de Martí a la amistad como al mejor remedio para la soledad o el dolor, como a un sortilegio del confortamiento o la felicidad. Llevó él la doble carga de su genio y de su corazón en desborde. Fué amigo apostólico. La amistad tiene raíz de instinto: el del compañerismo de la bestia que busca defenderse del aislamiento. Pero la amistad del hombre es también apetencia de conocimiento a través del prójimo, y alborozo de ser comprendido y amado por él, y felicidad de servirlo. En un momento de desengaño amoroso que lo hiriera sin remedio, llegó a escribir: "Querer a mujer es bueno; pero acaso es mejor querer a hombre." "Los amigos son mejores que los amores." Por lo que hace a él, nunca hubo imán más pudiente que su dulzura. Si algunos lo rechazaron alguna vez, volvieron a él después de conocerlo de veras. Mas lo corriente era que quienes lo trataran se le apegasen de entrada y entrañablemente como las abejas a las flores. Su padre se Lrocó en vcnciador de su hijo después de ser su tirano. Y el coronel Collazo, después de injuriarlo hondamente, sintió necesidad de arrepentirse y confesarlo. Los obreros tabaqueros comenzaron mirándolo con frialdad y casi hostilidad para terminar creyendo en él más que sus abuelos en sus fetiches.
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La lista de sus amigos es como la escala que vió Jacob en sueños, como los peldaños de ascenso a lo más noble. Rafael Mendive, el que apresuró el amanecer de su inteligencia y cuya ea rta paternal impidió que se suicidase; y Fermín Valdés, el estudiante que intentó con su propio encarcelamiento, evitar el del condiscípulo; y Sauvalle, que lo asistió con generosidad de oro en sus crujías de enfermo indigente; y Manuel Mercado, que hizo de su amistad como una corona de laurel y rosas; y Juan Gualberto Gómez, el mulato que se hermanó con él en su pelea de aurora contra la servidumbre de blancos y negros; y Enrique Estrázulas, cuya lealtad parecía más pura y hermosa con la lejanía como las montañas; y Fernando de Quesada que lo quiso como pocos hijos quieren a su padre; y Federico Enríquez y Carvajal, a quien eligió para que trasmitiese a Cuba y a los siglos su testamento equilibre de grandeza y belleza. Se ha señalado con razón que los momentos más hermosos de su literatura transcurren en su cartas, mas no parecen haberse interesado en averiguar sus causas, que nos parecen transparentes: es allí donde Martí se halla mejor situado para dar libre curso al río caudal de su corazón, aunque en él, como en Sarmiento, apenas exista la línea fronteriza entre el hombre público y lo más casero de su intimidad. Donde otros sólo son sinceros en su odio, su envidia o su ambición, él es terrible de sinceridad en su ternura. Con los trémulos fervores que Martí gasta en sus cartas de gracia y novedad inéditas e irrepetidas, podría formarse la más hermosa antología de la amistad. Copia para uno de sus corresponsales un pensamiento de Eurípides (La vida no tiene un tesoro mejor que un amigo sincero), y agrega: "Pensé en usted". Dice a otro:
"Déjeine callar, contento de haber depuesto ante usted la arrogancia con que oculto mis desfallecimientos hasta de mí mismo." Y a un tercero: ,.;.,_...
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Qué sino el grato recuerdo De su alma noble pudiera Calmar un poco la hoguera Que me come el lado izquierdo.
"Yo vivo sin día ni noche, dando por escritas las cartas que pienso y muy creído que el aire le ha de llevar mis mejores cariños que son los que no pongo en el papel." En otra ocasión: "Escríbame siempre, que cuando leo sus cartas me parece que me quejo sin razón y que todavía puedo vivir." Y generalizando: "Mi única ventura, y lo preví desde niño, está en que unas cuantas almas nobles me conozcan y me quieran." Y a su amigo de estudiantina y cárcel lo llama Ferminón, hermano te. Y describe así a David, el de las islas Turcas, el cocinero de la goleta en que hizo su último viaje: "Con sus ojos sinceros y grandes", "su cabeza seca", SUS calzones en tiras, sus pies roídos: "era la goleta él solo": cocinando, fregando, remando, poniendo su chaquetón de almohada al hombre que sin duda, por haberlo tratado como nadie lo tratara hasta entonces, le ganó entero el corazón: "Al decirnos adiós se le hundió el rostro, y el pecho, y se echó de bruces llorando contra la vela atada a la botavara." Tampoco —como ocurre siempre o casi siempre— su madre pudo entender la astral parábola de la vida de su hijo, y al igual que su esposa, se le quejó y regañó con frecuencia. El le escribió a uno de sus amigos doliéndose: "Lo que yo tengo de mejor es lo que es juzgado por más malo." "Carmen me perdona. En mi casa no han querido perdonarme." Pero Carmen, ya lo vimos, terminó cerrándose en la incomprensión como todos. Escribió de su madre: "Yo no tengo que pedirle cuenta de sus errores respecto a mí sino acariciarla y perdonárselos." Y dirá más tarde: "Mamá, que me llena de injurias cada tres o cuatro semanas, cuando de pura pena no le escribo." Y en una ocasión posterior: "Sólo una palabra y por rareza, feliz. Mamá está conmigo. Ha venido a hacerme una visita de
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dos meses, que procuré en cuanto tuve un peso libre... Está hermosa y con el alma ya entrada en majestad." Su padre fué el primero en recibir la justicia de su ternura. "Mi padre, el menos penetrante de todos, es quien más justicia ha hecho a mi corazón. La verdad es que yo he cometido un gran delito: no haber nacido con alma de tendero." Y esto, dicho no por oropelesca vanidad de aristócrata —que éste, aunque no lo crea, suele tener alma de hortera irremediable— ya que Martí cumplió menesteres humildísimos, sino aludiendo, claro está, a su vocación de desinterés y de servicio heroico. Y éste fué el último recuerdo de su padre: "Cuanto tengo de bueno trae raíz de él. Me agobia ver que muere sin que yo pueda servirlo y honrarlo." 1.886 fué una encrucijada aciaga. El desacuerdo con Gómez y Maceo surgió porque él no podía "emprender sin fe y sin amor y punto menos que con horror la campaña que de años atrás venía preparando tiernamente, con todo acto y palabra mía, como una obra de arte." Han llegado entonces los días de la más alta desolación. Maceo y Gómez lo han puesto fuera de la tarea revolucionaria, alfa y omega de su vida. Su mujer se ha pasado hace rato a la Cuba encadenada llevando a su hijo en rehenes. Sus padres y hermanas también allí, sin que él pueda hacer nada por ellos, ni siquiera hacerse comprender. De todo esto guarda secreto pudoroso y sólo lo confía al amigo mayor el día que se asigna a sí mismo, para no hundirse, la tarea apostólica de escribir y difundir libros para los niños de su América: "Estoy, mire que así me siento, como un ciervo acorralado por los cazadores en el último hueco de la caverna. Si no cae sobre mi alma algún gran quehacer que me ocupe y redima, y alguna gran lluvia de amor, yo me veo por dentro y sé que me muero." Es el año en que parece haber llegado a su colmo más trágico la suma de sus dolores y miserias de la carne y el espíritu. Trabajos de galeote, indígena, enfermedades, empantanamiento o fracaso en la cruzada emancipadora.
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Sí, pero todo eso podría quizá aguantarse, todo, menos un corazón desierto de amores: "Ni en prosa ni en verso lo digo, porque no se ha de escribir sino lo que pueda fortalecer. A usted se lo puedo decir. Perdí, no por mi culpa, la llave de mi vida. Me voy acabandd de hambre de ternura.. Y llegan las cárdenas vísperas de la corona de su vida, el vuelo sobre Cuba, que son también las vísperas de su muerte. Entonces escribe aquella carta final a su madre que debe ser tenida por texto sagrado, en reemplazo de tantos apócrifos, pues pocas veces la belleza y el heroísmo humanos se han desposado así. Se trata del último mensaje de una de las criaturas más integralmente humanas de cualquier país y tiempo, en que la antinomia entre el restringido amor de familia —filial o materno— y el desaforado amor de humanidad y futuro está expresada en toda su trágica hermosura. Como en el Evangelio, los hermanos según la carne se confunden y eclipsan u olvidan fatalmente ante los innúmeros hermanos según el espíritu que también en última instancia lo son según la sangre. Las madres y esposas llorarán siempre al hijo o al esposo inmenso que ya es hijo de todas las madres y padre de todos los hombres: "Madre mía... Ud. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida. ¿Y por qué nací de Ud. con una vida que ama el sacrificio? Palabras no puedo. El deber del hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre." Pregunta y respuesta que abrumarán siempre a todas las madres ungidas con el trágico privilegio de echar al mundo hijos de comprensión y corazón geniales, cuya "creciente y necesaria agonía" les sumirá en la incomprensión y el dolor insondablemente. "Bendígame y créame que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza." No salió, es claro, porque eso no podía ocurrir con él, como no ocurriera en veinticinco años de lucha. Y Martí hablaba ya con impávida
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conciencia como iluminado por una luz futura —la de su muerte ya casi a la vista y como adrede en Dos Ríos— y jamás nada más lúcido y varonil fué dicho con voz más íntima: "No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca". Nunca, tal vez, se escribió carta alguna con palabras más desnudas y calientes de sangre, más saladas de ahogadas lágrimas y de sal de inmortalidad. Martí fué una de las mayores condensaciones de calor humano. Peleé gigantescamente la pelea más grande que puede librarse sobre la tierra: la de alivianes el yugo a los hombres. Pero su dulzura, como la del Amazonas, pudo haber contagiado largamente al mismo Océano.
CAPITULO XX LA ACCION ANTES QUE EL VERBO
Sólo es libre quien lucha por la libertad de todos —que es también la propia— arriesgando todas las comodidades y seguridades. Luchar con ideas, pero más con hechos. Dijo Martí a propósito de Juárez: "Otros hombres famosos, todo palabra y hoja, se evaporan. Quedan los hombres de acto, sobre todo los de actos de amor. El acto es la dignidad de la grandeza." En Martí esa evocación y decisión asomaron desde el comienzo. Temperamento santa y lúcidamente irreligioso, la cárcel, en vez de doblarlo hacia la pasividad y la resignación —a lo mártir cristiano o a lo Tolstoi y Gandhi—, lo levantó hacia la rebeldía y la lucha precisamente porque su amor no era amor a Dios sino a los hombres. Ya sabemos que casi todos sus panegiristas devienen hagiógrafos, pero la suya no fué santidad o nada tuvo que ver con revelaciones e inciensos. Ya vimos que su piedad no fué compadeciente, como la de los beatos de cualquier religión —todas las religiones son una sola— sino combatiente. Un combate por la justicia definitiva y el aumento del hombre sobre la tierra. Al revés de los místicos, creyó serenamente en el poder conductor e iluminador de la inteligencia humana, en su capacidad para organizar y conducir el conjunto de sus dotes. Y quien cree en la inteligencia y la voluntad operantes del hombre es de suyo un antípoda de los Tertulianos y Agustinos.
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Creyó, pese a sus caminos dolorosos, en la belleza y el gozo sagrados de vivir. Como gran artista que era, y pese a su austero vivir, estuvo más cerca del huerto de Epicuro que de la celda de Séneca. Tuvo la fe prometeica del revolucionario puesta en que el hombre, ayudándose a sí mismo ayudando a la naturaleza que hay en él, puede llegar a lo mejor, sin necesidad de tutores estelares. Vale la pena, pues, combatir. "Golpear la vida es más hermoso que abatirse y tenderse en tierra por sus golpes." "Aspirador poderoso —dijo en su juventud del 'poeta Acuña— aspiró al cielo; no tuvo el gran valor de buscarlo en la tierra; aquí se halla." Es bien claro: para buscar el cielo aquí abajo, es preciso el gran valor. 'Los hombres somos como el león del mundo o el caballo de pelear que no está contento ni se pone hermoso sino cuando huele batalla." Martí no fué exactamente el tipo de héroe mimado por la tradición. Morir como un paladín es más fácil que vivir como un hombre. El fué un hombre total, que pareció haber hecho de lo sublime un menester de cada día. Se puso casi con dulzura a su tarea aspérrima, virtiéndose en abundancia fecundadora por sus heridas como un río por los numerosos canales que le infieren los hombres. Martí comprendió, como el que más, que hay que redimir al hombre de su pecado original —su obediencia a los mitos del paleolítico—, de su pecado histórico de servidumbre, para que sea capaz, no de volar al cielo de los ángeles, sino de crear su propio cielo. Martí vió y sintió en profundidad la agonía de su Cuba bajo los tentáculos profanos y sacros del pulpo español. Pero su deportación y su obligada errancia lo llevaron a España, Méjico, Guatemala, Venezuela. Y entonces vió que en nuestra América el sueño de Bolívar y San Martín no estaba realizado, ni mucho menos. Todos los pueblos nuevos gemían bajo la opresión y absorción de tiranuelos grotescos y fúnebres como vampiros. Así había tenido él que abandonar Méjico por causa de Porfirio; Guatemala,
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por Barrios; Venezuela, por Guzmán Blanco. Un hombre libre, es decir, meramente honrado, no podía cobijarse en tales patrias. Martí advirtió y dijo que habíamos echado a España de nuestras fronteras, pero no de nosotros mismos. Hidalgo y Juárez habían trabajado para Porfirio Díaz, Bolívar para Guzmán, San Martín para Rosas. Lo que apenas pudo sospechar es que lo que había venido o vendría detrás de los dictadores —la oligarquía, el patriciado— no era o sería mucho mejor que ellos, pues salvadas levemente las formas externas, la servidumbre seguiría intacta dado que las relaciones de propiedad eran las mismas. Es verdad que hecho el encendido y resplandeciente elogio de los libertadores, Martí había tenido el ojo y el valor de ver y señalar sus menoscabos. De San Martín, "el que el mismo día de la jura del estatuto creó la orden de nobles, la Orden del Sol"; el que mandó inscribir en la banda de las damas limeñas "al patriotismo de las más sensibles", "el rey José" de quien reían, en el cuarto de banderas, sus compañeros de la Logia Lautaro, "corrido de la Sociedad Patriótica cuando aplaudió el discurso del fraile que pedía rey". Y de Bolívar: "Su error estuvo acaso en contar más para la seguridad de los pueblos con el ejército ambicioso y los letrados comadreos que con la moderación y la defensa de la masa agradecida y natural." Todavía faltaba decir que nuestros Libertadores, como todos nuestros jefes revolucionarios y como los caudillos y dictadores que vinieron después, eran miembros de la casta propietaria y dirigente, e identificados en carne y alma con ella, y que si algo no les pasó por la cabeza fué la idea de la liberación de lar masas desposeídas y explotadas, el pueblo del trabajo, el verdadero pueblo.
Antes de Martí, los conatos por libertar a Cuba habían sido de tipo casi puramente militar, esto es, con poca intervención —como no fuera de mera obediencia— de los -
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elementos civiles y populares, y en gran parte por ello habían fracasado, aunque el fracaso no era el único peligro, porque había otro y no inferior: el que, logrado el triunfo, todo se redujera al reemplazo del despotismo español por el criollo. La Guerra de los diez años, termina en 1878 con la Paz del Zanjón, que Maceo y otros no aceptan. Martí, que conspira en Cuba, sale deportado a España, pasa por París y recala en Nueva York. Allí entra a integrar el Comité Revolucionario como delegado de Cuba, mirado con no disimulada frialdad por Calixto García, el tempestuoso caudillo militar que intentara suicidarse antes de caer en manos españolas, y jefe acatado por todos ahora. Martí habla por primera vez ante el público de los emigrados y ello constituye para muchos una revelación súbita del poderío y belleza que puede alcanzar la palabra humana cuando un alma de vuelo caudal está detrás, y la sospecha de que ella sola equivaldría al coraje junto de muchos hombres en el servicio de Cuba. Al redactar la proclama de la expedición de García, Martí carga el acento sobre la indispensable colaboración de la masa para hacer coincidir "con el triunfo que autoriza, el espíritu de la voluntad popular que enfrena al triunfador." García es derrotado mientras Maceo, en Haití dama por refuerzos que nadie puede enviarle. Martí ha percibido de una ojeada las causas del fracaso: falta de organización y coherencia; confianza en la caridad de los potentados; insuficiencia de catequesis; apelación a los caudillos y olvido de la masa. Martí es más hombre de acción que los hombres de espada. La fe naufraga y el Comité se disuelve. Martí se trueca en llevador de libros de comercio y periodista anónimo. Su esposa, desesperada de curarlo de su pasión política, se ausenta a Cuba. En busca de trabajo menos idiota y asfixiante Martí parte a Venezuela, pero allí se repite su experiencia de
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Méjico y Guatemala. Su primer error es no elogiar a Guzmán Blanco y el segundo elogiar a Cecilio Acosta, enjuiciador de dictadores. El cubano tiene que salir de la tierra de Bolívar sin tiempo ni para despedirse de su estatua, diciendo: "Ño hay para labios dulces copa amarga. Déme Venezuela en qué servirla. Ella tiene en mí un hijo." Vuelto a Nueva York, busca en sus V ersos libres algún alivio a su esterilidad de contador comercial y a su combatividad envainada. Le suspenden su colaboración en un diario caraqueño a tiempo que se la ofrecen en La Nación de Buenos Aires. Sólo que Mitre, siempre el mismo, pone pihuelas al halcón: muy comedidamente se le advierte que tendrá libertad para todo, hasta para tratar de los vuelos del águila del Norte, pero no para aludir siquiera al trabajo de sus garras... En 1882, una de las buenas espadas de la Guerra Grande, Flor Crombet, llega a Nueva York con favorables noticias de la Isla y aconsejando la lucha. Martí escribe a Gómez y a Maceo. Gómez contesta a la larga, exigiendo, entre otras condiciones, Ufl fondo de doscientos mil pesos, que es corno pedir el Eldorado. Pero un ricachón —,es posible?— ofrece con torrencial filantropía la suma exigida. Sólo que, llegado el momento, se advierte que se trata de un amago extorsivo al gobierno español de Cuba. Pero Maceo y Gómez están en Nueva York y deciden iniciar la lucha; pese a todo Martí advierte lo inmaturo de las circunstancias, pero acata la voluntad y el criterio de los jefes gloriosos. Lo que al fin un día no puede acatar es el caudillismo militar que se oculta mal en la vaina. En carta a Gómez, y con todo el respeto que los servicios del jefe le merecen, le expresa su ningún entusiasmo en colaborar en un cambio de "el despotismo político actual en Cuba por el despotismo personal mil veces peor". Todo ello pese a sentir en carne viva la necesidad de la acción y confesar que "la mano, ganosa de armas más eficaces y de
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tareas más viriles y difíciles, rechaza, como una acusación, la pluma." En Cayo Hueso, en Filadelfia, en Tampa no faltan voces y voluntades cubanas que claman por la lucha. Pero apenas parece haber un solo hombre capaz de medir la magnitud y las dificultades de la empresa, es decir, la necesidad de una vasta tarea previa para dar conciencia revolucionaria a la masa emigrada y a los cubanos de la Isla y sumarios a todos en una sola palanca de acción y de victoria. Más que de una meteórica empresa militar, se trata por el momento de una profunda tarea educacional y política. Como había frenado a Maceo y Gómez, frena más tarde las urgencias arojadizas de Ruz y Flor Crombet. "Nosotros somos el freno del despotismo futuro." En tal terreno, la lucha es ostentosamente desventajosa para Martí, pues al prestigio fulgurante de los caudillos de charreteras él sólo puede oponer su honradez transparente y sus fervorosos y sagaces trabajos por la causa, para no contar su aporte de belleza iluminadora: el de su palabra. Maceo intenta una nueva aventura caudillesca en el Oriente de Cuba. Antes pasa por Nueva York. Martí, que se halla circunstanc i almente en el campo, tratando de remendar su salud, no lo ve; tal vez en buena hora para no comprometerse en una empresa de fracaso más o menos seguro o de éxito amenazante. El "Cristo inútil", como lo bautizara un compatriota, se entrega con más fervor, lucidez y tacto que nunca a su tarea procurando ahincadamente la comprensión y colaboración de los de abajo, las masas laboriosas del Sur. En 1891 los obreros tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso lo reciben con frialdad al principio, pero termina ganándoselos del todo para su corazón y la causa liberadora. Con los dirigentes políticos o militares de la emigración o de la Isla, es otra cosa. Aquí debe enfrentarse con los celos, la ambición, la imprevisión, la envidia bizca o el denuedo miope. Lucha y triunfa aquí también, a la larga, pero a costa de agrios sudores y rasgaduras de la carne y el ánimo.
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Ni su aguerrida pobreza, ni su salud averiada, ni su sabiduría luminosa, ni el caudal de su dulzura, ni sus trabajos de Hércules y de hormiga por la causa, lo liberan de la insidia, la injuria o la calumnia siempre renacientes. Visionario, loco, accionador de palabras, suscitador y evitador de peligros, succionador de óbolos obreros, decapitador de opiniones ajenas, no es todo lo que le han dicho o le dicen: "Martí quiere imponerse a todos", "el demagogo". Un día que sube a la tribuna debe cederla de inmediato a otro porque alguien grita: "No, que hable X, que es un patriota". Otro día intentan envenenarlo con una copa de licor. La acusación infamante y el descrédito corren, a veces, por cuenta de los alquilones del consulado español. Un día en Tampa, entre un grupo de cubanos, alguien dice: "Ya viene el bandido". De todo lo que eso va dejando en su alma y en su carne, sólo lo sabe alguno de sus íntimos: "No hay nervio en mí que no sea cuerda de dolor". "Como un perro infeliz vivo y no me quejo". En efecto, es preciso no desmayar o superar todos los desmayos. "A las alturas no se sube a saltos". La cruzada sigue adelante y el prop5sito se logra. Sin duda menos por los profundos vuelos de su palabra que por la estrategia de su dulzura, los obreros cubanos de Tampa, Cayo Hueso, Key West, Filadelfia, Jacksonville, Thomasville y Ocala se han vuelto martinianos decididos. Aprovechando las organizaciones incipientes o aisladas, la cubanidad insurgente se une en una vasta red, y aparece, con base predominantemente popular y obrera, el Partido Revolucionario Cubano, caballo de batalla de la revolución futura. "Ahora, a formar filas. Con esperar en lo hondo del alma no se fundan pueblos". El Partido no sólo es el mejor proveedor de la caja de guerra sino por él el movimiento será obra colectiva y no de grupos aislados por respetables que parezcan, y constituirá de suyo el contrapeso de las ambiciones caudillescas. Martí siente cada vez mejor la inminencia del gran mo-
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mento. Para evitar compromisos y disponer de más tiempo para la tarea magna, renuncia a casi todos los cargos: cónsul argentino, presidente de la Sociedad Literaria Hispanoamericana, colaborador de La Nación. Su pobreza deviene indigencia. En un acto público de Ocala debe usar la levita de un compañero, pues la suya, asaz raída, puede impresionar mal a la gente. Su labor crece gigantescamente, al par que su salud se apoca. Duerme más en los trenes que en su casa. Come cualquier cosa, casi siempre de prisa, cuando no de pie. Lee o escribe en cualquier parte y a cualquier hora. Dieta a veces a tres secretarios a un tiempo. Gómez le escribe a Serafín Sánchez que se entienda secretamente con Martí. Opina sobre él con la más resplandeciente justicia y la más severa imputación: "En materia de intereses, su pureza es inmaculada; puede ir a batirse a los campos de Cuba por la redención de su patria con igual denuedo que los Lauces y los Agramonte; todo eso es Martí, pero carece de abnegación". A propósito de tal carta, Martí escribe a Figueredo: "¿Pero Ud. no sabe que no hay en mi persona una partícula de egoísmo, ni de soberbia, ni de pensamiento y culto de mí mismo?" Martí, como tantos, cree que Máximo Gómez, por su capacidad y su crédito, es el irreemplazable conductor militar de la revolución. Echa a la espalda su desacuerdo con él y un día llega a su finca lejana de Montecristi, y en signo de respeto descabalga antes de llegar a la casa y avanza con el caballo de la rienda. El viejo resquemor ha sido eliminado y el general y el animador terminan entendiéndose. Martí viaja después a Jamaica, a visitar a la madre y a la esposa de Maceo. Más tarde visita al propio Maceo en Costa Rica y lima sus recelos contra Gómez hablándole de "la hermandad en la gloria". Vuela después a Méjico, sofiando con conseguir ayuda oficial a través de sus amigos literatos, que son simples sirvientes de la monarquía pre-
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siclencial de Porfirio, que es a su vez mero mandadero del capitalismo yanqui: no consigue más que una limosna doblemente despreciable. Martí vuelve a Nueva York, epicentro de la lucha y de las dificultades. Es preciso ser tan flexible como inflexible a un tiempo, conciliar los respetos y garantías democráticos con la autoridad concentrada y ejecutiva de la acción guerrera, y volver lo mejor de su atención y su voluntad a tomar contacto con los grupos insurgentes de la Isla, despertar y encauzar el ímpetu insurreccional de Cuba. A un recién venido de allí que dice no haber advertido síntomas revolucionarios: "Pero Ud. me está hablando de la atmósfera y yo le hablo del subsuelo". Su consigna a uno de sus enviados clandestinos a Cuba es, ante todo, tener el mayor cuidado con los seudorrevolucionarios, los improvisadores y aventureros de antigua o nueva data. No menos alerta tiene que ser su lucha con las inagotables añagazas del caudillismo. Lo principal no es ganar la guerra sino ganar la revolución democrática. Y salvar a la patria de los patriotas... El general Gómez, con su prestigio y su destreza es factor de necesidad indispensable; pero no lo es menos evitar que se repita lo del 84. "Todo debe sacrificarlo a Cuba un patriota sincero, hasta la gloria de caer defendiéndola ante el enemigo". Que lo sepan bien todos los cubanos: aun el sacrificio heroico, a destiempo o en desconcierto con un plan viable, puede resultar inútil cuando no dañino. A un magnífico bandolero de los campos de Cuba que ofrece diez mil pesos para la causa revolucionaria, Martí no le contesta: con elementos de esa laya en su seno, la gran cruzada devendrá fatalmente una aventura de bucaneros. Sobreviene un gran infortunio. Un comienzo de depresión económica acaba de servir de pretexto para que los tabaqueros yanquis reemplacen por españoles a ochocientos cubanos que quedan en la vía. ¿Que la libertad
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norteamericana tiene dos caras, una de las cuales se burla de la otra? Mayor razón para buscarla en Cuba. Collazo, el militar que le infiriera la atroz sospecha de predicar la guerra sin exponer la piel a ella, lo encuentra en una estación de Filadelfia: "Martí, usted no ha tenido quién lo atacara con mayor rudeza e injusticia que yo, pero ahora no tiene quien lo quiera ni admire más que yo. . ." ';Pero, Collazo! ¿De qué me está hablando usted? ¡Con tantas cosas como tenemos que tratar!" Sólo que el destino quiere someter a Martí a la prueba de las pruebas. Los tres barcos cargados secretamente con armas y listos para zarpar con rumbo a Cuba, acaban de ser confiscados por el gobierno norteamericano, gracias a la infidencia de un traidor en quien confiara por indicación de los otros jefes revolucionarios. Martí estaha en sollozos mordiéndose las manos. Pero es preciso sobreponerse y lo hace. Y de todo el naufragio no sobrenada más que un resto y es éste: la revelación de que aquel hombrecito endeble y ya malamente enfermo, aquel poeta o visionario, aquel malabarista de palabras, había sido capaz de preparar la lucha sobre hechos y realizaciones suficientes a agotar a una falange de hombres de acción. ¿Cómo pudo ocurrir Eso? No había dicho en vano, pues, a un amigo íntimo en uno de sus mcmentos de más redondo acorralamiento: "Aunque se echen a comerme las entrañas, yo las sacaré triunfantes en un puño',. Martí resurge una vez más del fondo de sí mismo y ve que para Cuba, para él, ha llegado la hora definitiva: "Caer sobre la Isla, antes que el gobierno pueda caer sobre la revolución". Y después: "Mi único deseo... pegarme allá al último tronco, al último peleador, morir callado. Para mí ya es hora". Y se va con Collazo y otros a reunirse con Gómez en Montecristi, a recorrer los campos y corazones dominicanos, y llegar —escapando a duras apenas de una nueva traición— a las costas de Cuba, una noche de tormenta,
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en un bote semináufrago, apretando a escondidas las llagas de su cuerpo y la otra que le dejara el sarcasmo de Collazo: "Un pueblo no se deja servir sin desdén y despego, por quien predicó la necesidad de morir y no empezó por poner en riesgo su vida". Hasta que Gómez y demás jefes de las maniguas lo proclaman general del ejército. ("Con un abrazo igualaban mi pobre vida a la de sus diez años de guerra"). "Hasta hoy no me he sentido hombre. He vivido.., arrastrando la cadena de mi patria toda la vida". ¿Feliz? Sí, por primera vez en sus convulsos días, con una felicidad que él comparé a la luz. "A las 5, abiertos los ojos, Colt al costado, machete al cinto, espuela a la alpargata y ¡a caballo!" Y en los campamentos nómades de la campaña en marcha, el jefe civil de la revolución y mayor general del ejército vela casi hasta el alba de enfermero de los primeros heridos: "Sin más que saber cómo está hecho el cuerpo humano y haber traído conmigo el milagro del yodo. Y el cariño, que es otro milagro". Y un día ocurre la confluencia y la tempestuosa disputa con Maceo ("me habla cortándome la palabra") que está celoso de Crombet y sobre todo de Martí que se mantiene en sus trece ("el país como país y con toda su dignidad representado"), Maceo que quiere que el gobierno civil sea un simple secretario del ejército, y "gentes que no me las pueda enredar el sabio Martí", pues como Gómez y todos los generales de la historia, el heroico general mulato no llega a sospechar siquiera que el arte de mandar soldados es la negación del arte de gobernar hombres. La consignación de la escena en el Diario de Martí debe
ser, de juro, tan poco tierna para los dos ases de espada, que Gómez cree indispensable abolir las páginas correspondientes. Hasta que llega el día del primer encuentro con el enemigo, y Martí y su compañero, Angel de la Guarda, pese a la orden terminante de Gómez, se lanzan al combate, a la redención de fuego. Los dos jinetes caen. Uno
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está salvo y se alza; el otro yace en tierra, como un cóndor baleado, con las alas en cruz y toda la palidez del mundo en el rostro. Ese tiene, no una, sino dos balas en el corazón. Es el ex presidiario de San Lázaro. Que la España católica y regia remata así su obra comenzada veinticinco años atrás. La España de los Fernandos, Felipes, Cisneros y Torquemada sabe apuntar bien cuando del espíritu o de la libertad se trata. Guatemoc murió asado en parrillas como un cordero pascual; Atahualpa estrangulado como un perro rabioso; Tupac Amaru con sus cuatro miembros atados a sendos potros divergentes. Grande era la frente de Martí, pero sin duda que su corazón lo era más: por eso España lo hirió en pleno pecho. El abrió los dos brazos, como dos alas; y voló hacia la muerte. Nunca se vió ascensión más real. Su vida había sido de relámpago, pero su muerte fué de luz; quedó como una estrella para la conciencia cubana y la de toda nuestra América hasta hoy.
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Apenas puede dudarse que las de Sarmiento y Martí son las das personalidades mayores —en calado y horizonte— que ha producido Latinoamérica hasta hoy. Son las más representativas desde luego y sus puntos de contacto tan numerosos como fundamentales. Por razones de tiempo y espacio, el conocimiento entre ambos fué apenas tangencial, pero, como tenía que ser, de tipo eléctrico. Sabemos que entre los variados reconocimientos con que sus contemporáneos favorecieron a Sarmiento estaba el de su autolatría. Que el imputado hubiera dado a porrillo muestras de modestia y aun de humildad, exaltando el mérito ajeno doquier lo hallare, según vimos, no alteraba la leyenda, aunque él iba a desmentirla una vez más. En efecto, a poco más de un año antes de su muerte, Sarmiento leyó una correspondencia en La Nación que narraba con pulso y arrojo de himno, el día inaugural de la Estatua de la Libertad en el estuario de Nueva York. No se conformó con ponderar el calofrío que significaba aquella prosa: quiso publicar su admiración y aún más: que el acontecimiento traspasase las fronteras del idioma. En efecto, tomó la pluma y sobre el tambor le escribió a Paul Groussac: "Ahora pídole su concurso para llevar a todas partes con el francés, que es la lengua universal del espíritu humano, la palabra americana genuina, sintiendo a selva virgen, a cascada del Niágara, a cadena de los An-
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des, a corrientes de agua como el Misisipí o el Plata, a Pampa, en fin, que deja ver la curvatura de la tierra sin obstáculo humano que oponerle, aunque fuera el puente de Brooklyn, o alguna pirámide tlascalteca.., que deja enana a las de Egipto". "La estatua debería tener la cascada del Niágara a sus pies. No pudiendo reunirla, tuvo al pueblo americano, que no es otra cosa que salto de las corrientes históricas, la historia misma de la libertad humana hecha nación, gobierno, república. . "Tuvo la inauguración de la estatua que es la del advenimiento de la libertad por los hechos, por los millones de hombres en lenguas y en dinero sonante, por historiógrafo a Martí, un cubano, creo, y Ud. verá que sus emociones son las del que se asoma a la caverna de los cíclopes, u oye la algazara de los titanes o ve rebullirse el mundo futuro". "Y bien, todas las grandezas que Martí, nuestro representante de la lengua castellana, ha sentido, acogido y descripto, van a quedar en Buenos Aires, y pasar como ráfaga perfumada de una hora, para dar lugar a nuestro aire de saladero, de pantano, de mugre política y de cólera morbus; y aquí viene el objeto de esta carta, y es pedirle que traduzca al francés el artículo de Martí, para que el teléfono de las letras lo lleve a Europa y haga conocer esta elocuencia sudamericana áspera, capitosa, relampagueante, que se cierne en las alturas sobre nuestras cabezas... En español nada hay que se parezca a la salida de bramidos de Martí, y después de Víctor Hugo, nada presenta la Francia de esta resonancia de metal. "Deseo que le llegue a Martí este homenaje de mi admiración por su talento descriptivo y su estilo de Goya, el pintor español de los grandes borrones con que habría descrito el caos." Martí, a su vez, conocía, en parte al menos, la obra de Sarmiento y sabía bien quién era. Dijo de él: "Sarmiento sentó a la mesa universal a su país y lo puso a jugar con
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modelos de escuelas, de máquinas norteamericanas, de ferrocarriles". Había reconocido en Sarmiento al gran iniciador latinoamericano en la tarea de conocer mejor nuestra América, y conocer lo mejor del mundo, para eliminar alguna vez el coloniaje residual: "Lo que Sarmiento, el primero, hizo en la Argentina con su libro fundador, el famoso Civilización y Barbarie, lo hacía Justo Sierra hace un año en Méjico. Es necesario conocernos para gobernarnos. Es necesario estudiar la potencia de nuestra virtud para no fiar de ella, ni desconfiar, más de lo justo. Martí había sido el primer sorprendido por el ditirambo de Sarmiento, hecho de igual a igual. Esa satisfacción, tan plena y alta —por ser la que era y venir de quién venía— fué una de las pocas que recibió en su vida. Y él estaba recorriendo uno de SUS peores lapsos, después del rompimiento con Gómez y Maceo. Se explica, pues, su empeño de que del soberbio espaldarazo llegase algún eco a Méjico a través del Partido Liberal cuyo corresponsal era. Escribió a un amigo: "Le mando una carta que acaba de publicar, a propósito de mí, en Buenos Aires, el glorioso anciano ex presidente Sarmiento. Ya verá qué enormidades dice. Pero yo se la envío con placer para que vea que su amigo no lo deshonra". Mayor quizá fué su prurito en que la carta llegase a Cuba donde su nombre —gracias al celo inquisitorial español— era, más que semiignorado, peyorativamente conocido. Pensó que tal vez un poco de ese bien logrado resplandor en torno a su nombre, podía ayudar, indirectamente, a la causa emancipadora de Cuba. Escribió a su más íntimo amigo de allí: "Olvidaba decirte lo que un hombre famoso de la América del Sur, Sarmiento, el verdadero fundador de la República Argentina y hombre de reputación europea, sobre ser innovador pujante, acaba de escribir sobre mí". (Quería, ante todo, transferir a su patria el honor que recibía, aunque nada se logró en la emergencia). En otras ocasiones hizo suyo realzándolo con
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ello sólo, el epíteto que muchos anteponían al nombre del argentino: "el gran Sarmiento". Ambos se hicieron, pues, justicia plena, midiéndose con varas iguales la estatura de monte. Si algo le dolió a Martí fué no poderle hacer llegar a Sarmiento su gratitud por aquel señalamiento magno, él, que no dejaba sin pago sobrado ni las atenciones menores. Le escribió a Estrázulas, su gran amigo uruguayo: "Para Sarmiento no puede ser. Se fué del mundo sin que le llegara la noticia de mi agradecimiento. Pero contestarle sobre su estupenda celebración, ¿no era parecer como que me creía merecedor de ella? Y entre vano e ingrato, preferí parecer ingrato, aunque no hay para mí cosa que haga más feo el mundo. No es verdad que las religiones se acaban porque además de la constante y armoniosa que enseña la hermosura del mundo, siempre queda la de estas cosas dulces del alma". Dijimos que pese a algunos desaparecidos de apariencia y detalle, la identidad entre ambas figuras es fundamental, a punto de parecer a ratos el hombre del Norte una réplica del Sur. Ambos son como concentraciones del paisaje paradisíaco de nuestra América y de las tendencias y necesidades más íntimas de su cuerpo y de su espíritu en su hora. Corno tales, acusaron desde el principio un perfil lo menos español posible, y nada tuvo España ni Europa ni la otra América que se les pareciese. Tenemos que considerarlos en la integridad y magnitud imperiales de sus virtudes y trabajos para advertir bien su potencia y su fisonomía. Considerar aisladamente en ellos al pensador y al artista, al profeta y al político, al combatiente y al realizador, es traicionarlos. Sólo el agregado de todos los sumandos nos da, no sólo la suma, sino la unidad integral; ese tipo de personalidad impar cuyo parangón sólo podría hallárselo en algunos hombres del Renacimiento o de la Jonia de Tales. Ya vimos que Unamuno, después de recordar que Sarmiento había hablado mal de España siempre que tuvo
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ocasión de hacerlo, agregó, sin poder con su imperialismo castizo: "Y, sin embargo, Sarmiento es profunda y radicalmente español". Paradoja frailunamente ingenua que Fernando de los Ríos completó de modo angélico al definir a Martí como "la más admirable personalidad que el alma hispánica produjo en América". Ambas afirmaciones son admirables y sin más estorbo para su aceptación que el hecho obvio de que el alma de nuestra América no es hispánica porque es... americana. Gabriela Mistral, nunca escasa de melodiosas vaciedades, llamó a Martí "el hombre más puro de la raza". ¿De la raza hispánica? ¿Y de qué raza eran Montalvo y Darío, mulatos, Juárez, indio puro, Altamirano, mestizo? Que Latinoamérica no constituye una mera prolongación racial y cultural de España es verdad tan espectable como los Andes, como que la abonan, no presunciones o antojos, sino razones irresistibles: a) la mezcla de sangre negra e india con la española en proporción ventajosa para aquéllas; b) el aporte creciente de sangres europeas no hispánicas; c) el influjo preponderante de las culturas francesa, inglesa y yanqui, entre otras; c) la influencia de las desmesuradas tierras nuevas, tan tiránica, que llega a alterarles la fe, es decir, la médula de los mismos peninsulares recién llegados. ("Y en llegando al Río de la Plata —dijo Osorio, segundo de la expedición de Mendoza—, no creo en Dios aunque don Pedro me lo mande"). Unamuno, como la casi unanimidad de los españoles, sí era españolísimo, es decir con mucho de oriental, siríaco y contemporáneo de Constantino, una especie de San Agustín con boina vasca. "Habría que ver qué es esto del hombre libre. El hombre libre de la suprema congoja, libre de la angustia eterna, libre de la mirada de la Esfinge, es decir, el hombre que no es hombre, el ideal del europeo moderno." Con decir, en vez de Esfinge, paloma del Espíritu Santo, vemos al teólogo de Bizancio con cátedra en Salamanca,
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sustentándose en Kierkegaard y horrorizándose del hombre librado del mito de su alma celestial, esperando angustiado su eternidad de premio o de castigo. Pero el idioma de la verdadera Esfinge de hoy, llamada Economía, va a ser.descifrado al fin, y el hombre dejará de ser carcelero del hombre. Devorando los dioses y demonios que inventara un día, sacramentará su propia fuerza y hallará aquí abajo, su nuevo infinito: el hombre encontrará su eternidad en su propio devenir sobre la tierra, es decir, en su propio ascenso, ya que lleva la escala de Jacob dentro de sí mismo. "Libre de la angustia eterna?" Sí, libre de la Eternidad, la vieja bruja que desterró a un mundo yerto y sin primavera los solares y crecientes días del hombre. "Y estamos en otro concepto que nos es tan poco simpático como el de vida y ciencia y es el de libertad. No hay más libertad verdadera que la de la muerte". (Ya lo vemos: la fresquísima novedad que trae Unamuno es el pesimismo fúnebre de los sacerdotes de Egipto y la India, numen de todos los credos religiosos). "Qué buscan y persiguen los que se agarran a la ciencia y a la vida y la libertad, volviendo la espalda, sépanlo o no, a la sabiduría y la muerte?" "Es la felicidad para sí y para los demás... Y he aquí un supuesto al que no puedo hacerme". (Y he aquí, decimos nosotros, más viejo, que las Pirámides y que la antropofagia, el nihilismo religioso —egipcio, brahamánico, siríaco— en toda su arcaica pureza. ¿Que todas las verdades con aureola son tránsfugas y cortan las raíces que nos unen al mundo y la vida, como dice Lawrence? Sí, eso, y que el hombre, nacido para esclavo de los dioses del más allá y la muerte no tiene para qué buscar su libertad y felicidad sobre la tierra). "La verdadera y honda espiritualidad es la religiosidad". (La legaña sacra nublando el ojo: "La cosa última, la más tenue, la más vacía ocupando el primer lugar, como causa en sí, como ens realissimum, dice Nietzsche: ¡Que haya tenido la humanidad que tomar en serio los dolores de cabeza de
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estos enfermos urdidores de telas de araña!") "El catolicismo es apolítico". (Es decir, el de la letra o de las nubes, pues el otro, el histórico y terreno, fué y será siempre una suculenta institución económica y política). Sarmiento y Martí creyeron y practicaron precisamente todo lo contrario de esta sabiduría de buho e hipogeo de Felipe II, Valdés Leal y Unamuno, tan de la España tradicional. Por eso fueron y se sintieron herejemente antiespañoles, sin ocultarlo nunca. Como Montaigne, Bruno. Goethe y todo espíritu realmente moderno, creyeron que la razón y la voluntad humanas son poder suficiente, si no total, de conocimiento y creación, y que la belleza es la primera realidad del mundo, y que el placer noble educa, y que el cometido del hombre sobre la tierra son su libertad y felicidad —buscadas a través del dolor, según la norma de Beethoven—, y que su mayor decoro está en ser auténtica e integralmente un hombre y no un asexuado aprendiz de ángel. Ya vimos que desde los días de su iniciación literaria, Sarmiento sintió la necesidad de descongelar el castellano tradicional y colonial y trocarlo en instrumento capaz de las necesidades de la época y del alma latinoamericana que ya no era la de Castilla la Vieja. Y Martí reconoció esa justicia y la aplaudió. Ambos crearon su propio estilo e inauguraron la literatura de nuestra América. Comienza, en efecto, con ellos, el auténtico estilo iberoamericano —no con Montalvo ni con Palma, que huelen de lejos a colonia española, ni siquiera con Darío y Rodó, que huelen a pomadas y perfumería francesas. Los estilos de Sarmiento y Martí están, como productos de la tierra nueva, en la misma línea del colibrí, la patata, el Orinoco, el pampero y la palma real. Martí puso a su elogio de Pombo este reparo: "Su mal ha sido el de limitarse a ceñir en formas estrechas el rebosante espíritu de América". ¿La batalla de Sarmiento en pro de la necesidad de americanizar el castellano, es decir, de modernizarlo, de
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sacarlo de la Edad Media y del Siglo de Oro? El mismo Unamuno reconoce que ese siglo era un tanto provinciano, muy de la mediterránea Castilla con poco y nada de los otros pueblos españoles: "Tal vez el oro de aquella Edad de Oro no era nativo ni puro; tal vez nos fijamos más en el cuño que en el oro mismo". Riva Agüero, coincidiendo con Lugones, denunció: "Gran número de las obras netamente castizas y tanto antiguas como modernas presentan caracteres muy contrarios: pesadez, estilo perezoso, difuso e incoloro, monotonía abrumadora, semejante a las pardas llanuras de Castilla, señales todas de sensaciones lentas. . Es decir, de la modorra histórica de España. Y Antonio Machado, por boca de Abel Martín, hizo el elogio de Manrique, Lope y Cervantes, pero llamó a los místicos "frailecillos y monjucas tan inquietos como ignorantes", a Góngora "cura provinciano", y a Calderón, "el gran barroco", le señaló su "culto a lo difícil artificial y desdeño de lo natural". Y Unamuno dice a su vez: "Es indudable; la pesadez y la modorra son las cualidades más clásicamente castizas de nuestra literatura clásica". Y agrega: "Si algún criollo ha cultivado la manía de atribuir las deficiencias de su casta... a la herencia española, fué el que en el campo de la literatura marcó la mayor genialidad.., el argentino Domingo F. Sarmiento". Pero a esa verdad, Unamuno, siempre ganoso de éxito paradojal, agrega: "Su censura era la de un hombre de poderosísima inteligencia, que sentía en sí mismo lo que en nosotros veía y que penetraba con amor fraternal en nuestro espíritu". ¿Amor fraternal? No, precisamente, sino lo contrario: Sarmiento fraternizaba espiritualmente, porque las sentía mucho más afines consigo y su pueblo, con la cultura francesa y la civilización yanqui, pues en ellas veía un comienzo de realización siquiera de aquello cuya ausencia en América y España le dolería siempre: las ventajas políticas e intelectuales del uso, aun relativo, de la libertad, los
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logros del trabajo moderno, todo lo que eran promesas de liberación futura: el ascenso del triste cliente de las monocracias constrictoras a la dignidad de hombre. El cristianismo agustiniano de Unamuno, es decir, su odio religioso a toda libertad, lo lleva a hablar sin la menor simpatía de los dos escritores más significativos de España en el siglo xix, Larra y Costa, a causa de su heterodoxia. Es visible que prefiere las luces de los altares a todas las del siglo xix. "Los indios precisan una religión que los obligue a leer y no los obligue a gastar sus ahorros en cirios para los santos". Esa sencilla e irrebatible previsión de Benito Juárez, Unamuno la enmienda con ésta: "No creo que sea un movimiento anticlerical lo que ha de salvar la fuente íntima de aquellas sociedades sino un movimiento cristiano". Es decir, a Unamuno le importa un ardite la ignorancia, el hambre y servidumbre del indio mejicano —temporalidades despreciables—; sólo le importa que la sociedad "salve su fuente íntima", o, como él lo sugiere, la recuperación plenaria de la soberanía religiosa.. Si nos hemos detenido tan largamente en Unamuno es porque se trata del escritor más importante y más español de los últimos tiempos y convenía poner en claro la distancia interplanetaria que lo separa de los sudamericanos más representativos, Sarmiento y Martí. En el fondo sigue creyendo en la inmaculada virginidad del habla castellana tanto como en la Inmaculada Concepción de María: "La lengua es la sangre del espíritu y todo aquel que piense en español desde niño pensará a la española. . ." Ya vemos de que para esta teología idiomática no cabe ni la sospecha de que un medio telúrico y un medio social distintos, influencias culturales distintas pueden encarnar en el castellano sentimientos, ideas y gustos distintos, y aun opuestos a los de la tradición hispánica. De ahí su empeño ferviente en desconocer la fisonomía americana de Martí y Sarmiento y declararlos radicalmente españoles, como los de la conquista declaraban católicos a quichuas y aztecas con sólo ponerles una hostia en la
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lengua. "Nosotros —dijo Sarmiento— no somos españoles en esto y no consideramos ni a Dickens, Goethe, Max Muller o Thicrs extraños a nuestro ser, pues ellos indiferentemente forman nuestra razón, nuestro espíritu y nuestro gusto". Según eso, el espíritu de un pueblo se va formando —y transformando— a medida que vive históricamente. Según el concepto teológico de Unamuno, ese espíritu se mama junto con la lengua de una vez et per secuja seculorum).
Casi está de más decir que la actitud de Martí frente a la tradición de España coincidió con la de Sarmiento. Ya conocemos bien la del argentino. El cubano enjuició así a la colonia española: "El continente descoyuntado durante siglos por un mando que negaba todo el derecho del hombre al ejercicio de su razón". Lo que era la definición de la teocracia. Y de la reacción hispanoamericana de su tiempo, regeneradora del espíritu de los días de la independencia dijo: "Y ahora está aconteciendo que los hijos de aquellos próceres gloriosos no hallan otra manera de honrarlos que de ingerir de nuevo en sus patrias los serviles respetos y vergonzosas doctrinas que echaron abajo, acompañadas de sus cabezas, sus progenitores". Denunció la permanente conspiración monárquico-vaticana contra nosotros: "El clero por quien España prospera en América". Señaló como no el menor de los crímenes que España llevaba sobre la conciencia el de haber abolido de raíz las culturas americanas: "Con tan bárbaro rastrillo nivelaron la tierra india a las voces de Valverdes y Zumarragas, los conquistadores, y tan bien se juntaron el afán de éstos extinguir a los vencidos y el encono fiero de los clérigos vulgares contra la gente hereje, que no es maravilla que tan poco se sepa ahora de lo que expresaron y escribieron en Yucatán los imetis, en el Perú los amautas y en Nicaragua los nahuates sabios". Si España parece a ratos un pantano lleno de mal olor y fuegos fatuos es porque siempre está volviendo hacia atrás —más que ningún país— para anular el natural pro-
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ceso impelente de la historia y actualizar el pasado nutriéndose de cementerios. La España que él conoció de visu era la mera prolongación de la España fernandina y pontificia que gritara ¡V ivan las cadenas! Sus figuras próceres la expresaban bien: Lagartijo y demás tauricidas de espectabilidad y glorificación nacionales —sus Núñez de Arce y Campoamor con sus bostezables lugares comunes en rima—, y con sus archimanoseados naipes de tahur, Cánovas, rabadán de caciques, y Sagasta con sus vivezas de fraile bigardo o de buscón de Quevedo, y Castelar, cascada de floripones literarios y políticos— todos sin fe en su pueblo y de espaldas a la modernidad y a sus anchas en la Jauja de la sotana y la dragona. Esa era la España que amadrinara el espeluznante presidio de San Lázaro, la que en la sola Guerra de los diez años en Cuba había consumido doscientos mil hombres y setecientos millones de dólares. La misma España de Fernando e Isabel, inmovilizada por el que la embalsamó a la egipcia: "Felipe II —dice Martí— que se gastó un reino para procurarse otro y lo dejó a su muerte envenenado y frío como el agujero en que ha dormido la víbora". La visión martiana de España no era diferente de la de Sarmiento, pese al empeño trabucador de los hispanófilos citando tal cual estrofilla de anecdotario sentimental: Para A ragón, en España, Tengo 130 en mi corazón Un lugar todo A ragón.
Como Sarmiento, Martí vió en la tauromaquia —tan de España que parece invento suyo— una supervivencia de la más diáfana barbarie: "Es hermoso lo de capear... y gusta siempre el valor; pero lo de herir por herir y habituar ojos y alma de niños que serán hombres y de mujeres que serán madres a este inútil espectáculo sangriento, ni arrogante ni hermoso es".
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Ni decir que el analfabetismo hispanoamericano le dolió a Martí tan en la entraña como a Sarmiento y Juárez, y bien sabía que era una herencia hispánica: "Las culpas que tan injustamente se echan sobre la América Latina. las culpas del esclavo caen íntegra y exclusivamente sobre el dueño". "Saber leer es saber andar. Saber escribir es saber ascender". "Hombres recogerá quien siembre escuelas". (Sarmiento había denunciado en 1866: "El censo de España da trece millones de habitantes sobre quince que no saben leer".) Fué suya en el Caribe la idea de las escuelas volantes por la campiña, que alguien llevó a la práctica en Santo Domingo. Pero sabía mejor que nadie que, manejada por las castas parásitas de siempre, la enseñanza, como la autoridad paterna en China, podía ser pihuelo y no ala. "La escuela y el hogar son las dos formidables cárceles del hombre". Por eso escribió La Edad. de Oro para los niños de la América india que, cuando por suerte sabían leer, no tenían qué leer, porque la cleromonarquía tradicional ocultaba sabiamente el analfabetismo o hacía del alfabeto un mero guardaespaldas del crucifijo. Martí, gran sentidor del futuro como Sarmiento, tenía un agudo sentido de la realidad y de las promesas liberadoras del trabajo moderno. Llegó a pensar que el único hombre realmente práctico era "aquel cuyo sueño de hoy será ley de mañana". Pensamiento coincidente con el del argentino: "No hay utopistas más osados que los ignorantes con poder, porque no están en antecedentes". Martí, como el meridional, se interesó intensa y lúcidamente, por todos los usos y prácticas —como tanto adelanto o invento yanqui— que podían ayudar a la otra América a salir del pantano. "He sabido algo nuevo sobre petróleo. . . La destilación, que he visto yo mismo (la nafta primero, luego la bencina, y a los 50 el aceite water white y a los 46° el aceite fino) es de lo más simple del mundo". "De ovejas no sé mucho, pero de toros sí. El mejor perió-
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dico de agricultura y ganadería de Buenos Aires prohijó un estudio mío sobre ellos. Como belleza y brío y perfección de puntos no he visto cosa más linda que un toro Jersey". Habla de la planta del tabaco: "Para la siembra todo esmero es poco. Se la arranca de hondo para que las raíces no se dañen, se la lleva como en palmas al surco, de nueve pulgadas de ancho y seis de hondo; se la pone en la cresta de él para que no la arrastren las lluvias, que correrán sin daño a su lado; se la pone bajo una casilla, como si cada planta fuera delicada dama... Singular cosa que no sean diferentes sino idénticos los modos de sacar provecho de una planta y de una inteligencia". De nuestro atraso agrícola opinó: "Urge conquistar las tierras del modo con que cultivan las suyas nuestros rivales". Ya vimos que el desencuentro de Martí con los demás jefes cubanos tuvo por causa fundamental en libertar a Cuba, no sólo de los peninsulares, sino también de las previsibles barrabasadas de los libertadores. Sabía lo ocurrido en el resto de la América emancipada: "Todo cuanto Bolívar dejó por hacer, aún no se ha hecho". La colonia había esculpido a látigo en cada súbdito la estatua viviente de la ignominia. Jubilada España, las cosas no habían cambiado nada para el verdadero pueblo. La casta privilegiada criolla, con mejor conocimiento del terreno, se mostró más apta que SU antecesora para el monopolio económico y político. Los llamados tiranos o dictadores eran delegados suyos. Martí vió que el yugo social sólo había cambiado de nombre, y, para quebrarlo, confió en las mismas ayudas que Sarmiento: educación popular y política, civilización agrícola e industrial moderna, participación de las masas en los bienes y derechos de las clases privilegiadas: "Poseer: he aquí la garantía de la República. Un país pobre vivirá siempre atormentado". Martí, no menos que Sarmiento, advirtió tempranamente que, para Sudamérica, al menos, el meridiano de la
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modernidad no pasaba por París, sino por Nueva York, y que allí estaba nuestra Meca de aprendizaje y peligro. "París es grato, pero a la corta, no más. No es allí, aunque usted no lo crea, donde se calmará su inquietud; en cuanto en las condiciones rudimentarias en que a los de nuestros pueblos nos ha tocado vivir puede calmarse un espíritu que sólo en empleos superiores hallará fuerza bastante para echar a un lado los engaños y fealdades de la vida". Ni decir que Martí fué tan hondo catador del fenómeno yanqui como Sarmiento y sin duda como ningún otro espíritu de su tiempo. Sólo que, llegado más tarde, es decir, cuando las menguas del hercúleo crecimiento norteamericano estaban más a la vista, pudo advertirlas mejor. Martí, como su antecesor, halló en los Estados Unidos —o creyó hallarlo— lo que más veneraba sobre la tierra: el sentido y la práctica de la libertad. Así pues, ese pueblo le pareció tal que no temió, en lo político, compararlo al de Grecia, como el mismo Sarmiento, que había dicho: 'Esta Atica que ocupa medio continente". Observador clarividente y sin miedo, descubrió al gran pueblo sus dos lacias mayores: su búsqueda profesional y final de la riqueza externa —peligro mortal para sí mismo— y su expansionismo a la romana, peligro no menos temible para los pueblos del Sur. Escribió: "De este pueblo del Norte hay mucho que temer y mucho que parece virtud y no lo es, y mucha forma de grandeza que está hueca por dentro corno las esculturas de azúcar, pero es muy de admirar, como que cada hombre se debe aquí a sí mismo, el magnífico concepto de la libertad y decoro del hombre, en que todos se mantienen y juntan y producen espectáculos de civil y gigantesca indulgencia, que en nada ceden al brío épico y al resplandor marmóreo de Grecia". Nadie celebró mejor que Martí los logros más preclaros del Norte —desde la como regia autonomía del individuo común a grandezas personales de un tipo inédito aún en Europa como las de Emerson, Lincoln, Whitman—, pero
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escribió un día: "He vivido dentro del monstruo y le conozco las entrañas". Y en otra ocasión: ". . .Ahora que estoy fuera de mí por lo que desde hace años vengo temiendo y apuntando, que es la política conquistadora de los Estados Unidos se nos viene encima, que ya anuncian oficialmente.., su deseo de tratar de mano alta a todos nuestros países como dependencias de éste y de comprar a Cuba". Es que, aunque sin llegar a la raíz misma del mal, le vió el bulto: "La república se hace cesárea... y sus métodos, de gobierno, con el espíritu de clase de la monarquía, vuelven a la norma monárquica". Tanto o más que Sarmiento, Martí vió que la primera necesidad de Latinoamérica era superar todas las menguas del coloniaje hispanoportugués, empezando por el aislamiento económico y político entre los distintos países dentro del conjunto. Vió como Sarmiento cuál había sido nuestra desventaja inicial: "Del arado nació la América del Norte, y la española del perro de presa". Es decir, advirtió que nuestra falla no era racial sino insuficiencia de crianza histórica que era lo mismo que en última instancia pensara Sarmiento: "Qué le queda a esta América para seguir los destinos libres y prósperos de la otra? Nivelarse, y ya lo hace, con las otras razas europeas, corrigiendo la sangre indígena con las ideas modernas, acabando con la Edad Media". Cuando la ocupación de unas islas peruanas por España en 1864, Sarmiento —contra la opinión de su gobierno— alzó su gran voz en la costa del Pacífico para exaltar la necesidad de la unión americana contra las pretensiones cavernarias de Francia y España en América, y después fundó su revista A mbas A méricas para los pueblos del Sur, él que en Chile, Uruguay y Paraguay llegaría a sentirse tan hijo como en su propia patria. Y Martí escribía a un amigo: "De Santo Domingo ¿por qué le he de hablar? ¿Es eso cosa distinta de Cuba? ¿Usted no es cubano? ¿Y yo, qué soy, quién me fija suelo?"
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Como la de Bolívar y San Martín, la patria de Sarmiento y Martí fue toda la América Latina. Sarmiento y Martí fueron grandes, pero más grande es la libertad. Sus figuras quedarán para siempre como dos montañosos desafíos a nuestras posibilidades y anhelos mejores, pero gran parte de su mensaje ha caducado. Podemos, en efecto, aludir siquiera a vuelo de pájaro a las imprevisiones u omisiones generales de su pensamiento —menos suyas que de su época— que la doctrina o los hechos de hoy vienen salvando. Adviértese que dichas fallas pueden reducirse a un común denominador: su falta de verdadera visión del proceso capitalista. Sarmiento dijo de la democracia yanqui: "Un pueblo sin reyes, sin nobles, sin clases privilegiadas". Y Martí: "La república popular se va trocando en una república cia clase". No vieron, pues, que la norteamericana fué siempre una sociedad de clases. Una sociedad sin clases privilegiadas es un suceso que va a partir en dos la historia humana, de tal modo significa el acabóse de las servidumbres milenarias, esto es, el cumplimiento de esa esperanza que los griegos expresaron en la figura de Prometeo: La emancipación integral p final del hombre.
Pese a todos los disfraces, escamoteos y eufemismos, el eje de la historia no pasa hoy por las fronteras patrias: pasa por el centro de cada nación y divide en dos frentes irreconciliables la humanidad entera: el del capital y el del trabajo: éste puramente esclavo, "sin boca y todo
manos", como dijo Lincoln, y aquél puramente parásito, esto es, "todo boca" y por eso condenado a desaparecer. Lo malo, pues, no es la lucha de clases, sino la existencia de las ciases. Y cuando éstas hayan desaparecido será porque habrá muerto su raíz: la propiedad privada. Porque he
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nidad por una ínfima minoría engendró los ricos y los pobres, esto es, engendró las clases: y la clase poseyente inventó el Estado para inveterar y proteger sus privilegios. Bajo el capitalismo, que ha multiplicado el poder de extracción y producción del hombre, los antagonismos de clase mantuviéronse intactos, para llegar a su grado de ebullición bajo la decadencia del sistema trabajado a muerte por sus contradicciones internas. A sí, el conflicto de intereses puramente económicos entre dos grandes grupos rivales de la clase capitalista mundial, ha producido eL. nazifascismo y las dos panguerras, esto es, la regresión vertical a la barbarie del continente mimado de la civilización.
Bien en Norteamérica, la declinación del capitalismo, esto es, del más sabio sistema de explotación conocido, ha dado ya en tierra con las grandiosas ventajas que Sarmiento y Martí vieron con sagacidad y alabaron con gracia homérica. Concretémonos a tres detalles. Ambos vieron que el hambre había sido suprimido en los Estados Unidos. Y era tal como ellos dijeron en su tiempo y mucho después: pero nosotros sabemos que en la crisis de 1930 hubo hambre allá y ejércitos hambrientos y rotosos avanzaron, corno los lobos de los bosques con nieve, sobre no pocas villas y ciudades —y eso fué precisamente en momentos en que el trigo y el algodón se acumulaban en balumbas orográficas por falta de compradores. No basta destruir el caudillismo en la guerra o en las ideas, no basta la educación escolar ni la industrial, no basta todo el progreso material o cultural; es indispensable y previo a todo eso, la destrucción del mal que engendran los otros: la injusticia fundamental de la desigualdad de bienes. Los caudillos y demagogos, con su cuantioso prestigio ante las masas y su eficiencia para lo pintoresco y lo f únebre no se engendran solos: los engendran los entrañables resentimientos de las clases trabajadoras ante la fastuosa iniquidad de las piutocracias, .. ..
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Es verdad que tanto el cubano como el argentino tuvieron la claridad y el valor para ver y denunciar lo que otros no quisieron o pudieron advertir siquiera. Sarmiento testimonió en 1883 que las esperanzas de la Revolución de Mayo o de la victoria de Caseros no estaban cumplidas ni en vías de estarlo: esto es, que la educación popular, las letras, las buenas leyes, las buenas instituciones, el progreso de la agricultura, del comercio y la industria, el tráfico de los caminos y los ríos, todo eso, no nos estaban llevando a la cultura y la liberación sino a la servidumbre vestida de democracia. Martí a su vez luchó desesperadamente por evitar que Cuba, al otro día de su liberación, cayese en poder de una oligarquía de generales, ricohomes y curas. Pero ambos cayeron en miopías e ilusiones que, si pudieron explicarse entonces, no resultan hoy por eso menos deplorables. Ambos, como es natural, pensaron y proclamaron que la admisión de la enseñanza tonsurada en las escuelas significaba la intromisión del caballo de Troya contra la pedagogía moderna, es decir, contra uno de los presupuestos de la liberación social y espiritual, pero admitieron que ella podía ser admitida sin peligro y aun con ventaja en el hogar y en la calle. No se atrevieron, pues, a ver que los dioses son los socios industriales de los amos en la explotación del material hombre. No vieron a fondo e integralmente, corno no lo vió ningún pensador liberal, que la oposición de las religiones al proceso ascendente de la historia humana no se resolverá jamás pidiéndoles tolerancia y democracia, porque eso es como imponerle la adopción del régimen vegetariano a la pantera negra. Sarmiento reaccionó umbilicalmente como cualquiera de sus más barrigudos contrincantes burgueses contra las primeras huelgas argentinas, sin la menor sospecha de que ellas significaban un ensayo progresivo de la futura batalla emancipadora. Y aunque vislumbró certeramente, según vimos, la mecánica y las contradicciones del capitalis-
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mo, fué más o menos ciego para el nuevo y más avieso coloniaje del mundo, llamado expansión imperialista. Martí, por su parte, cayó en parejos errores de óptica. Opinó de la Argentina que si los enemigos de Rosas lucharon con calor después de la victoria "fué menos para mantener sus privilegios que para abrir de par en par las puertas de su patria a los necesitados, a los creadores, a los enérgicos del mundo". "Los campos les entregaron y no las libertades". (Sabemos que aquí, como en toda Latinoamérica, ocurrió lo contrario: les dieron libertades de papel y tinta y echaron en la bolsa todas las tierras y las vacas). "Maestros, ingenieros, negociantes, artesanos, artistas, todo vino a barcadas a donde se vive en libertad en tierra virgen, a donde los cruzados no van en busca de un sepulcro y los hombres se forjan por sí propios sus coronas". (Hoy todos sabemos que la oligarquía argentina fué y es tan arcaicamente avara y carcelaria como la de Cicerón o la de Nicolás). Martí asistió personalmente a uno de los más vomitables asesinatos legales de cualquier época y país: el de los siete obreros anarquistas de Chicago, y escribió sobre el caso una de las páginas más encendidas de indignación justiciera y de belleza que se conozca, pero dejó en el tintero la clave del problema. En efecto, nunca exento del todo de sosería evangelista, condenó en ellos y Marx la violencia revolucionaria, es decir, justa —pues no hay otro ariete contra la muralla china de la servidumbre social—, olvidando honrada, pero trágicamente, que era la misma violencia que él se preparaba a usar contra la opresión en Cuba. Pensó angelicalmente que los Shylocks de la peseta eran más ex humanos que los del dólar. Sarmiento y Martí vieron que el reparto de la tierra en Norteamérica, por millares de millas cuadradas en parcelas de 40 acres a cada uno de los que quisieran trabajarla con sus manos, era de "una simétrica belleza" de que "sólo Dios puede darse de antemano cuenta". Pero nosotros conocemos lo que John Steinbeck de-
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nunció para siempre en V iñas de Ira: que millares y millares de farmers (granjeros) insolventes fueron arrojados a la calle y la mendicidad por los dueños de los Bancos, esto es, por el capital financiero, amo del mundo, que terminará por tragarse todo el agro yanqui. Y Sarmiento vió también, y voceé proféticamente, otra verdad sin precedentes: que el pueblo más rico y libre, no tuviese ejército. Pero hoy sabemos que ese pueblo ha ganado las dos mayores guerras de la historia y que sus tanques, aviones y SUS barcos pueden cerrar todos los caminos de la tierra y del mar... del cielo... y del porvenir.
¡Y qué mucho si Sarmiento y otros grandes veedores de su época no pudiesen anticipar el hecho horriblemente lógico de que en el país donde el capitalismo estaba diciendo su última palabra, las contradicciones del sistema debían asumir caracteres sobreagudos; si hoy mismo son tan pocos los que se atreven a mirar el hecho y deducir sin miedo todas sus consecuencias profundas! Enyugada por los monopolios la democracia yanqui se ha trocado en la mayor amenaza que ha conocido el futuro humano y del mundo hasta hoy. Pese a sus dones mentales y morales de excepción, Sarmiento y Martí fueron hijos de su época y de la clase social en que se educaron y actuaron, es decir, padecieron hasta el fin ese infantilismo político que no se resigna a ver que la realización efectiva de la democracia —o realización política de la inteligencia— implica la abolición de sociedad de clases o propiedad privada que hoy quiere volver hacia atrás la rueda de la historia, justamente cuando la economía humana, en su apogeo de creación, vuelv2 inútiles los privilegios excluyentes. Nuestros hombres, por ende, estaban inhibidos para ver que ninguna apelación filantrópica o cultural, ningún aparato legal o técnico logrará siquiera limar los dientes, y mucho menos tronchar las muñecas de los detentores —cada vez más pocos y archipotentes— del privilegio antisocial.
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Pese a la grandeza de su mente y su coraje, ni Martí ni Sarmiento lograron superar el filisteísmo pequeñoburgués, la beatería jurídica, y así no pudieron advertir que el remanso de la democracia burguesa fué posible sólo gracias al torrente jacobino, y que hoy corno ayer, lo creado por la violencia ciega sólo cederá el paso a la violencia capitaneada por la luz. Sarmiento y Martí scn hasta hoy la mejor representación, la mejor justificación de nuestra América mestiza. Libertadores no inferiores en rango a San Martín y Bolívar, aunque de más profundidad y modernidad, por cierto. Varones solares, es decir, ardientes enemigos de toda tibieza. Con dulzura de arroyo de égloga, pese al pulso amazónico. Con el pensamiento y la acción como la mano y el martillo. Su cólera corno impaciencia de su amor. Una vocación desmesurada de servicio humano. La pobreza aceptada como la higiene del heroísmo. Una inmaculada voluntad de victoria, es decir, la invulnerabilidad a la derrota y al miedo. Lo inesperado vuelto casi una costumbre. Creadores de un nuevo escalofrío humano. Eso fueron Martí y Sarmiento. Pero las ideas y el estilo de lucha de un hombre, cualquiera sea su estatura, responden en grado mayor o menor a su medio y su época y a sus necesidades externas e internas. Aunque parezca que sí, la historia no se repite. Quien se entrega del todo a la historia pasada, no hace historia actual. La historia puede y debe proveemos de estímulos y ejemplos para el presente y el futuro, pero no llevarnos a dar la espalda a éstos, sojuzgados por los encantos de ella. Cada generación de hombres debe hacer su propia historia, no repetir la pretérita. No podemos ir hacia adelante sin escombrar lo que ha muerto del pasado. Estamos obligados a actualizar en nosotros la historia viva y empujarla hacia el futuro. Con Sarmiento y Martí siempre, pero más allá de ellos. Cumplir las tareas de nuestro tiempo como ellos las del suyo. Continuarlos, no repetirlos, trocándolos en fetiches
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de papel o bronce. Y sobre todo, no deformar sus figuras y mensajes hasta convertirlos en bandera de todo lo que ellos repugnaron y combatieron (oh, martianos y sarmientianos sirviendo de lacayos a los lacayos del imperialismo!), o autorizarse en su pensamiento para detener el pensamiento nuevo que los prolonga en nuestros días.
PRIMERA PA RTE
SA RMIENTO PÁG.
CAPÍTULO
Justificación ...........................................
7
I.
Mocedades ...................................
15
II.
La batalla por el idioma ......................
29
III.
Facundo .....................................
49
IV.
Viaje a la civilización ........................
69
V. VI. VII. VIII.
Pedagogía y liberación ....................... Naturaleza y arte ............................ El criollo sudamericano ......................
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IX. X. XI. XII. XIII.
El letargo de España ......................... Epimeteo y Prometeo ........................ Las mujeres de Sarmiento ................... Sarmiento y Pío Nono ........................ El antioligarca ............................... El olimpo de la personalidad .................
133 151 169 219 235 269 321
SEGUNDA PA RTE
MA R Ti XIV. XV. XVI.
Los héroes para uso del delfín ..............371 Martí o el santo fracasado ...................373 La honradez con gorro de dormir ............381
PÁG.
CAPÍTULO
XVII. XVIII. XIX. XX.
El libertador ................................387 El escritor ..................................395 La leche de la ternura humana ...............403 La acción antes que el verbo .................423
TERCERA PA RTE
SA RMIENTO Y MA R TI XXI.
Sarmiento y Martí ...........................437