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Pierdemisa

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Pierdemisa

Los pueblos de Castilla, denominada antiguamente la Vieja, cuentan con una fría iglesia de piedra que amenaza caerse, una ermita a las afueras que ya se ha caído, un cura a reparto, un alcalde hijo y nieto de alcalde, el juez de paz, unos cuantos vagos poco madrugadores, los puntuales vendedores ambulantes y por lo menos un personaje singular que da pábulo a los sucedidos, y al que se conoce por su apodo.

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Pierdemisa siempre llegaba tarde a la iglesia. Tarde y sucio.

Según se escuchaba la campanilla de la collera, el cura detenía la plática o lo que fuera, y aguardaba su entrada para increparle desde lo alto del púlpito: –Ya te has perdido otra vez media misa. –No se preocupe, don Marcial –respondía Pierdemisa sin perder la compostura y buscando un hueco donde aposentarse cerca de la pila bautismal–, que cuando me condene sólo medio cuerpo se me quemará en el infierno, y ya me aguantaré en el cielo con el otro medio porque soy de buen conformar.

Tenía su mérito llegar al oficio aunque fuera tarde, porque vivía en el páramo, en una borda de piedra algo más grande que un chozo, en estado semisalvaje, cuidando caballos cojos y unas ovejas y unas gallinas sueltas y unos cerdos y una docena de perros, algunos lisiados. Se obligaba a salir hora y pico antes del ángelus, para que los repiques le cogieran vadeando el río.

Bajaba cada semana cabalgando sobre un percherón blanco, vago de andares, que según los viejos era el animal más independiente y listo del mundo porque siempre iba al paso y por su cuenta, lloviera, hiciera sol o atronara, se le mandara detener o se le espoleara. Durante el tiempo de la misa, permanecía espantando tábanos hasta que a la salida acompañaba a su dueño a la puerta de la taberna; luego retornaba al río, retozaba sobre la hierba verde, peleándose con el cielo, y como si supiera contar las

campanadas del reloj, aguardaba a las cuatro para recuperar a su amo.

Cuando alguien le preguntaba por esa extraña cualidad del equino por conocer la hora, Pierdemisa aclaraba: –Cosa de familia. La yegua que lo parió incluso daba cuerda al reloj.

Y si alguien le recordaba el peligro que supone dejarse conducir por un animal irracional por laderas tan esquivas y cerradas, repetía cansinamente: –Nunca se equivoca. Es demasiado inteligente para volverse humano.

La dueña de la taberna, Marisa, viuda todavía con algún destello de alegría en su rostro, le reservaba el domingo la mesa de la cocina, la más escondida, la que daba a una ventana para que se ventilaran los malditos olores de sus sudores. Y mientras los demás parroquianos, incluido el cura, tomaban el vermú y las olivas, Pierdemisa atacaba la jarra de vino negro, la hogaza de pan, las sopas, las legumbres y las hebras recias de una vaca muerta de parto, antes que nadie y sin mediar una palabra.

Esta deferencia singular molestaba al cura, que no comprendía a santo de qué él no podía comer nunca en un reservado como la cocina, que era, según su criterio, un símbolo de deferencia y de buena amistad.

La tabernera ante sus insinuaciones se lo dijo claramente un día: –Señor cura, esa mesa los domingos es para Pierdemisa, porque me recuerda a mi difunto marido.

Y esa respuesta resultaba cuando menos enigmática, porque lo cierto es que Pierdemisa y el difunto sólo se asemejaban en su forma de comer con la boca llena y en rasgar la carne a dentelladas. Si uno había sido alto, fuerte y fatigado en vida, el otro era enjuto, aunque con el nervio que se le supone a quienes viven a la intemperie en los páramos. Y si el tabernero era amigo de las

chanzas y los sucedidos, Pierdemisa hablaba siempre de menos como un filósofo oscuro.

A la tabernera lo que de verdad le privaba más que servir vinos era foguear las especias por ella misma recogidas del campo. Le gustaba experimentar salsas. Si hubiera nacido en otros tiempos tendría la escoba metida en el caldero y el vasar, como las boticas, repleto de pócimas. Dejaba a la hija, una muchacha algo regordeta con los veinte cumplidos, al servicio en la barra y se perdía avanzada la tarde por detrás del camposanto hasta que la nube de mosquitos comenzaba a perseguirla. Tomillo, orégano, manzanilla, perejil silvestre, hierbabuena, laurel, semillas de tilo, alguna sapa de guisante maduro, raíces, lo propio del tiempo, insectos de los que engordan también, alguna hierba extraña, lo maceraba todo con su gotita de vinagre, su puñado de sal y su chorrete de aceite, antes de volcarlo en los guisotes, según las enseñanzas recibidas de su madre y de la madre de su madre, todas ellas también en su día viudas jóvenes y maravillosas cocineras.

Tenía bien presente la conseja de aquellas venerables mujeres: –Hay que casarse para que alguien nos pruebe gratis las comidas.

Precisamente ese punto exótico de las especias, que alguno de los parroquianos vueltos de la emigración lo tildaba cuando menos de francés por la sobrecarga de sabores, había sorprendido tanto al cura que prefirió ajustarse en la taberna que acoger en su casa a una vieja desdentada únicamente experta en sopas de ajo y huevos revueltos.

Pero el cura, como todos los curas aburridos de pueblo, hacia sus cábalas, porque la viuda en confesión jamás exteriorizaba ni el más mínimo desliz en su comportamiento. Ni hombres ni mujeres. ¿Qué grado de relación había pues entre Pierdemisa y ella para concederle la distinción de la cocina? ¿Por qué prefería los domingos a un tipo sucio, maloliente y maleducado antes que a él, por ejemplo, que sabía de latines y que tras el afeitado se sua-

vizaba la piel con una piedra cicatrizante, transparente como el hielo?

Empeñado en descubrir tan terrible secreto, se puso a indagar preguntando sutilmente en los momentos de arrepentimiento de los fieles, sin conseguir sacar nada en claro. Marisa no sólo había guardado el año de ausencia sino que ya iban más de dos de propina, y aunque chanceaba con los hombres, que para eso tenía remango y estómago, se comportaba respetuosa con la memoria de su marido. Ni toleraba bromas ni provocaciones. Cuando se le acercaba un mozo viejo, le soltaba: –Con mi marido delante ¿hubieras osado galantearme? –Hombre, Marisa, es distinto. –Para mí es igual. –Él ya no está para calentarte la cama. –Ni tú tampoco.

Y si el mozo se ponía baboso, se plantaba ante él y le decía: –¿Cuánto tienes ahorrado en la cartilla? –Coño –decía asustado el mozo viejo–, así no se comienzan las relaciones. –Claro que no. Así sólo se terminan.

Lo que nunca había confesado al cura, y ni siquiera a su propia hija, es su profunda sospecha de que las especias volcadas en su guisote por error de medida podrían haber sido la causa repentina de quedarse viuda. Y esto le remordía la conciencia. Porque a su marido, a las pocas horas después del postre de aquel domingo aciago, le dio por ponerse amarillo y luego morado y luego morirse. Certificaron ataque al corazón, pero no se le podía ir de la cabeza que aquella semana había macerado unas bayas más carnosas y gruesas, más rojas que las habituales, y dadas a probar precisamente en el almuerzo del domingo a su marido, antes de componer una receta definitiva para servir durante la semana al resto de comensales.

Desconociendo esta circunstancia, el cura se desquiciaba dando

vueltas a lo que entendía como un desprecio a su categoría. ¿Por qué no podía comer él en la cocina? ¿Qué encerraba de especial Pierdemisa para la tabernera? ¿Qué oculta relación? ¿Cómo un despropósito de hombre puede tener prelacía sobre un cura? ¿Dónde se ha visto eso? Un cura es un cura, tiene una autoridad moral y un respeto social, y más importancia que un tipo más tiznado que un rastrojo quemado, más sucio que la cernada acumulada en la choranca.

Como ninguna de las comadres le aventó una pista sobre tan extraña deferencia, el cura cada vez más superado se dio en espiar los movimientos de la tabernera. Algo tenía que existir que se le ocultaba. Comenzó de paso a fijarse especialmente en sus formas proporcionadas, en los coloretes de sus mejillas, en la hechura de sus caderas. Decidió vigilarla cuando cerrara la taberna, porque desde su ventana de la casa curial, oculto en la sombra de su habitación, podía comprobar sin temor a ser descubierto los garbosos andares de la mujer.

Efectivamente, Marisa bajaba la persiana metálica nunca más tarde de las doce, se enfundaba el echarpe y se perdía por el empedrado en compañía de su hija.

Como don Marcial estaba todavía en esa edad en que muchas noches te despiertas deseando volverte a dormir para que tenga continuidad el sueño, en la preparación cuaresmal, al resguardo de la rejilla del confesionario, decidió atacarla de frente. Dijo: –Hija mía, igual te convendría en estos momentos de contrición, realizar una confesión general de toda tu vida. –Los pecados antes confesados –dijo Marisa sin rubor–ya están perdonados, don Marcial, máxime si la penitencia ya ha sido cumplida y hubo propósito de enmienda. –¿Y si se te hubiera olvidado alguno? –Los olvidados si están olvidados no se pueden recordar. –Algún pecadillo de moza, ya sabes –dijo el cura con la voz meliflua de investigador con ganas de participar en aventuras ajenas.

–¿Se refiere usted a si hubo o hay más hombres en mi vida, aparte de mi marido? –Por ejemplo. –Pues, sí, don Marcial. Tantos como mujeres en la suya.

Y ahí concluyó la confesión.

Esa noche, a la sopa le faltaba, como protesta evidente de la tabernera por la impertinencia del cura, la clara del huevo, y las patatas del bistec estaban reblandecidas y una miaja más aceitosas.

La hija al servirle el café, le dijo: -¿Se encuentra usted bien, don Marcial? –¡Oh, sí! –se sorprendió el cura–¿Por qué? –Dice mi madre que hace usted preguntas extrañas en el confesionario. ¿No sufrirá mareos ni alucinaciones de tanto como trabaja?

El cura se ruborizó como una amapola. Y se puso nervioso. Y tosió y se le cayó la cucharilla al suelo. ¿Acaso comenzaba a comportarse como los obsesos que se acodan en el mostrador pidiendo quitar el aire al vaso exclusivamente para mirar de reojo el escote de la tabernera? ¿Y las piernas?

Al descubrirse una mañana en el espejo unas profundas ojeras se preguntó si no le comenzaban a atacar celos extraños, parecidos a los de los pretendientes que en las novelas decimonónicas cometen actos perversos. Y se asustó.

La borda de Pierdemisa acotaba una vieja tenada, a la que había colocado una techumbre a base de troncos liados con cuerdas de empacar. Por encima, unas uralitas, y tejas, y pizarras recogidas de alguna escombrera. Tenía muy cerca un riachuelo de agua fría donde a veces se mojaba los pies.

Pierdemisa había aprendido de niño a silbar, y silbaba feliz sentado en la falda del páramo, desde donde divisaba en la lejanía las luces amarillas del pueblo, mientras que los mastines se enredaban

en medio de las ovejas, y los perros sin raza, con los caninos al aire, husmeaban la posible presencia del raposo.

Vivía en las mismas condiciones en invierno que en verano, y lo mismo un año que otro. Cuidaba una huertita para su sustento. La leche de las ovejas, al finalizar la ruta, se la retiraba el panadero que abastecía al pueblo desde el más próximo del otro lado del páramo.

Éste, un tipo guasón, perezoso y gordo, de los que cuando se ríen mueven tripa y mofletes, se había casado mayor por obligación y bailaba en las fiestas dando saltitos como un mono travieso. Sabía los chascarrillos de media mancomunidad.

Ese jueves después de cargar la marmita se sentó en la mesa de piedra a fumarse un cigarrillo, y abordó a Pierdemisa. –¿Tú no has oído nada de lo que se dice por ahí? -le dijo.

Pierdemisa dejó de cavar, levantó la cabeza, y dijo: –¿Eh? –El cura que bebe por los aires de la tabernera.

Pierdemisa metió la azadilla para catar la patata nueva. Miró luego al panadero como si acabara de saber de su presencia. Y dijo después de limpiarse el morro con el dorso de la mano: –¿Eh? –Y que a ella tampoco le desagrada. –¡Ah!

Entre las muchas cualidades de Pierdemisa sobresalía su conocimiento de las variedades de setas desperdigadas por el páramo. Por ejemplo, las de garduña, las de cardo, las de chopo, las azules. No hacía asco a ninguna. Cuando venía la primavera loca o el otoño lluvioso llenaba hasta dos sacos completos en menos de una hora. El sábado llenó uno y decidió regalárselos a la tabernera el domingo.

Ésta según vio la calidad, le dijo: –Pues muchas gracias, hombre. Es un detalle. Como agradecimiento te voy a preparar para la próxima semana un guisote especial.

–Bueno -dijo Pierdemisa. –Uno de esos fuertes, picantones, que agradaban a mi marido y que seguro también son de tu gusto. –Bueno –dijo Pierdemisa. –Para que te bebas un cuartillo tras otro y regreses achispado canturreando al páramo.

Al domingo siguiente, después de mojarse los dedos de las manos, se sentó a comer como siempre en la mesa de la cocina.

Comió, bebió, tomó café, se echó una cabezadita, y a las cuatro en punto el percherón reclamó su presencia relinchando en la puerta. Curiosamente al despertarse se sentía eufórico, más feliz que nunca.

Nada más vadear el río, en el atajo angosto que ya hasta las cabras desconocen, comenzó a sentirse indispuesto. Al principio como un cambio lento de temperatura; luego, le atacó un golpe frío peor que una ventisca de invierno. Aquello era más fuerte que el veneno de las culebras o el espumajeo de las setas venenosas. Le fallaron las fuerzas, le temblaban las piernas. Intentó asirse al cuello del animal, cerró los ojos y sintiéndose más muerto que vivo se desequilibró cayendo finalmente al suelo, mientras el percherón con su andar aburrido proseguía lentamente su camino.

El lunes sin viento amaneció limpio. La tabernera al sentir el claxon salió presurosa y muy interesada preguntó al panadero al acercarse a su furgoneta roja: –¿Has visto hoy a Pierdemisa? –Por allá se andaba. –¿Pero lo has visto o no? –No, pero tenía el percherón ensillado a la puerta de la borda como siempre que sale al lobo.

Entonces la tabernera aliviada de la sospecha de una posible indigestión, decidió celebrarlo. Retiró de la fresquera el resto del guisote servido la víspera a Pierdemisa y preparó con esmero unos ajitos tiernos para adornarlo un poco más. Seguro que iba a ser un día grande.

El cura al verla tan atractiva se sorprendió. Con un jersey ceñido y un collar de dos vueltas, y una sortija de oro, Marisa estaba como para irse de compras a la capital. Se salió de la barra y al acercarse al cura se congratuló de comprobar cómo éste se fijaba en lo que habitualmente no debe fijarse un cura. Entonces con toda familiaridad, le dijo: –Hoy voy a servir un guisote especial, don Marcial, y fíjese, que me he atrevido a pensar que a lo mejor desea usted compartirlo conmigo en la mesa de la cocina.

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