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El viejo político
El viejo político
EL VIEJO POLÍTICO DE FRASE ENCENDIDA SE REFIERE POR FIN A LA GENÉTICA Y A LA RANURA DIGÁSTRICA DE LOS CRÁNEOS NATIVOS. SOMOS DIFERENTES, PROCLAMA.
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3.
Al abrir la puerta se encontró con el punto de mira de la pistola.
No tuvo tiempo de reaccionar.
Acaso una mueca de asombro.
Abrió estúpidamente la boca.
El vestíbulo se tiñó de sangre.
Esparcidos por las paredes, los trozos húmedos de cerebro comenzaron a descender lentamente hacia el suelo. Las cejas se incrustaron violentamente en la puerta.
Tres días más tarde continuaban todavía allí.
1.
Aunque el autobús viajara repleto, bastaron dos encapuchados para desalojarlo. Vamos, hostia, deprisa. Unos momentos de desconcierto. Algunas mujeres protestaron. No hay derecho, dijeron. Ya está bien. Los encapuchados insistieron: vamos, deprisa. Aparentemente, no portaban armas. Pantalones vaqueros, camisa negra. Una botella de gasolina en la mano derecha. Alguien amagó un forcejeo suave. No me toques. El encapuchado le dijo: déjate de hostias, que vamos en serio.
Esto no es un juego.
El conductor apenas opuso resistencia. Siguió estrictamente las normas de la compañía. Le quedaban un par de años para jubilarse. Ya tenía bastantes sustos encima. Avisó primero a la central. Luego, atravesó en la calzada el autobús sin brusquedades, como si fuera de rutina. Guardó con cuidado la recaudación en la cartera de cuero y retiró el cuadernillo que contenía el control estadístico de viajeros. Dijo: ¿sois los mismos del otro día? Tranquilos, ¿eh?
Yo soy un trabajador más. Yo no me juego el pellejo por la empresa, no voy de valiente, ¿eh? La primera vez ya me disteis un susto de muerte que me tuvo un mes de baja.
Vamos, hostia, deprisa.
El conductor se alejó silbando: pura rutina. Se hizo paso entre la gente que contemplaba expectante la escena desde la acera.
Al doblar la esquina, volvió unos segundos la vista atrás. Pasarían todavía diez minutos o veinte o media hora hasta que apareciera la policía con su parafernalia de sirenas, a pesar de que la casa consistorial, con sus municipales de guardia, se encontrara a menos de setenta metros. Tenía tiempo de sobra para fumarse un cigarrillo.
Lamentó que el autobús fuera de los nuevos, porque se conducen mejor que los antiguos.
Al encapuchado le costó asimilar aquella circunstancia imprevista. Un viejo de rostro apergaminado se aferraba al asiento como si en ello le fuera la vida. Idos a tomar por culo, les espetó el viejo con rabia. Venga, abuelo, lárguese. Yo he hecho la guerra y a mí no me movéis de aquí. Idiotas. A ver si tenéis cojones para quemar el autobús conmigo dentro. Vamos, abuelo, bájese de una puta vez. No nos haga perder el tiempo. Que os den por culo, niñatos de mierda. ¿Qué hacemos? preguntó uno de los encapuchados al otro. Entre los dos intentaron mover al viejo del asiento. Dejadme en paz, cabrones. Un tercero apareció de repente. Subió por la puerta delantera. Estaba irritado. ¿Qué coño pasa? Venga, dijo. Ya hemos perdido bastante tiempo. Hay que terminar enseguida. Esto es ridículo. Esta momia, que se niega a bajar. Venga, moveos, rápido. ¿Qué hacemos con el viejo? Dadle dos hostias, sacadlo fuera como sea. Vamos, vamos. Prended fuego al autobús. Hostia, rápido. Venga, apremia el tiempo.
Venga, viejo, hágase el héroe en el asilo.
Dejadme en paz, cabrones.
A José Bienzobas le vino el pronto difícil. La vida le había estampado demasiadas gotas de mierda en la cara para aguantar aquello. El rostro del viejo se dibujaba perfectamente tras el acristalado ventanal del autobús. El viejo permanecía allí, impasible, agarrado a su orgullo, sentado en el asiento, con una solemnidad provocativa. Sin dudarlo un instante, José Bienzobas salió corriendo de la marquesina, atravesó la barrera de gente y alcanzó a sujetar en el momento oportuno el brazo del encapuchado. Éste se volvió sorprendido. ¿Qué haces, tío? Suéltame. Al encapuchado le costó reaccionar todavía unos cuantos segundos. No estaba preparado para eso: nunca nadie se les había enfrentado hasta ahora. Intentó desasirse sin acierto. José Bienzobas le zarandeó como a un pellejo. El encapuchado sintió como un fogonazo de vergüenza en la sangre. Logró pasarse a duras penas la botella de gasolina a la mano libre y amenazó con estrellársela en la cabeza.
No debió hacerlo.
José Bienzobas le asestó la patada donde más duele.
Luego le arrancó la capucha.
A José Bienzobas se le encogió el alma. Aquello era jugar con ventaja. Apenas dieciocho años o diecisiete o dieciséis. O quince. O menos. O todavía menos. El muchacho le miraba confundido desde la impotencia, como si no comprendiese nada. ¡Le habían desnudado la cabeza y con ello acaso la vida! Quizá esperaba la descarga final sobre su rostro desnudo de una de aquellas manos grandes, ásperas, pobladas de vello negro, cansadas de acarrear sacos de cemento.
Pero José Bienzobas se limitó a aflojar la presión y a decirle: lárgate y que no te vea más, gilipollas.
Gilipollas.
Vete al colegio a estudiar, niñato, imbécil.
José Bienzobas sintió entonces un golpe duro en la espalda y otro seco en la nuca, que sonó como si alguien le rompiera una
nuez sobre la cabeza. No perdió en ningún momento el conocimiento pero le temblaron las piernas y el mundo le vio arrodillarse humillado sobre el asfalto. Un nuevo golpe le alcanzó el hígado. La punzada salvaje de las botas martilleó varias veces su cuerpo.
Un tipo de mirada huidiza y rostro crispado salió de la oscuridad de un portal y ordenó a los encapuchados: dejadlo, hostia, ya le daremos más tarde lo suyo, terminad ahora pronto con esto.
La cortina de espeso humo negro comenzó a confundir de noche al cielo. Desde las esquinas próximas la gente asistía impasible al trepidar de las llamas. Tardaban en aparecer los bomberos. José Bienzobas intentó sin fortuna ponerse de nuevo en pie. Un dolor sordo y salvaje le consumía por dentro. Escupió un cuajarón de sangre. Quería alcanzar el autobús. Tenía que salvar al viejo. Comenzó a arrastrarse por el suelo. Uno de los encapuchados le frenó en seco, aplastándole la cabeza contra el asfalto. Entonces fue, minutos antes de emprender la huida, cuando el muchacho al que había desnudado el rostro se le acercó un instante para decirle cargado de odio: ponte a rezar, hijo de puta, que en seguida iremos a por ti.
Iremos a buscarte.
Cabrón.
Iremos a buscarte.
José Bienzobas jamás podría olvidar ya durante el resto de su vida el rostro apergaminado de aquel viejo ardiendo como un sello de correos.
2.
La joven periodista estaba aturdida. Le costó encontrar la pequeña cámara entre los objetos de su bolso de mano. Algo se le cayó al suelo. Hizo una, dos, cuatro fotografías. Las hizo recostada contra la pared, sin usar el flash. Intentó otra más. Como medida de precaución se ocultó en seguida. Los sucesos ocurren tan rápidamente que es imposible participar en ellos. Dudó que todas
salieran bien. Tenía la respiración entrecortada. Miró a un lado y al otro. Ocultó la cámara.
Tuvo muy cerca a uno de los encapuchados. Y sintió miedo.
Un reportaje excepcional.
Había conseguido que le admitieran en prácticas. Una compañera de carrera trabajaba de dependienta en una panadería; otra, de camarera en un restaurante. De no haber conseguido aquellos tres meses, se habría apuntado a una oenegé.
Está segura que no ha entendido bien. Le cuesta comprenderlo. El director le ha dicho: claro que estamos obligados, pero este tipo de noticias las damos siempre por el resumen de agencia. Nada de reportajes ni grandes titulares. Hay que evitar la crispación y el efecto contagio. ¿A quién quiere convertir en héroe? ¿A un desgraciado? Es usted demasiado joven para entenderlo, señorita. Y demasiado joven para hacer tonterías y arriesgar su vida. No vuelva a hacerlo.
La joven periodista intenta una pequeña protesta. ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí? Dos semanas, dice la joven periodista. ¿Cuánto le queda? Dos meses y medio. Recuerde jovencita que cada día que pasa, desgraciadamente no vuelve. Limítese a entrevistar a cocineros y cantantes para coger soltura y mejorar estilo.
Dentro de dos meses y medio podríamos incluso plantearnos la renovación de su período de prácticas.
Una de las fotografías está algo velada. Las otras, no.
En una de las fotografías, la joven periodista descubre el rostro deformado y sufriente del viejo dentro del autobús.
El director le dice: tómese mañana el día libre, y descanse. Y olvídese de lo sucedido. Y si no puede dormir acuda al ambulatorio a por un somnífero.
3. Un silbido repentino, penetrante. Un ruido seco. Sólo eso. Apenas unos segundos.
La mujer dijo: eran tres. Cálmese, señora. Una pinta de carmín en los labios. Dos chicos muy majos, muy educados subieron hasta el piso. Se había cruzado con ellos en la escalera. Seguro que eran dos. Se estira la falda que la gordura empuja por encima de la rodilla. Otro estaba abajo, en el portal. Sí que me pareció muy joven y algo intranquilo. ¿Cómo iba a suponerlo? ¡Dios mío, qué horror! Tres jóvenes seguro que de buena familia, señor. Muy educados, de muy buena pinta. Quiero decir que no iban sucios ni nada por el estilo. Tampoco vestidos como esos que van hablando de Dios por las escaleras. ¡Santo cielo! ¿Sabe usted lo que le digo? Claro que escuché el sonido del timbre, y luego un silbido y un ruido seco. Quise enterarme de lo que sucedía pero el chico del portal me dijo que saliera y me empujó fuera. No puedo decirles más. Me puse muy nerviosa y casi me tropiezo y por poco me caigo.
Es posible que ni siquiera fueran ellos. ¿Cómo voy a saberlo? Yo no sé nada. Quiero decir que no he visto nada.
No, no, seguro que si los veo de nuevo ni siquiera los reconozco.
Tocaron dos veces el timbre, como el aviso convenido de alguien que te conoce. Bastián a veces curioseaba por la mirilla, pero esta vez no lo hizo. Sería el vecino, que vivía solo como él, o acaso alguno de los vendedores de enciclopedias que se aprovechan del automático del portal. Las cosas que van a suceder nunca le suceden a uno. A veces ni siquiera le salpican. Suceden, simplemente. Los noticiarios siempre hablan de otros. Las noticias siempre se refieren a otros.
Otros son los otros.
La edad convierte la vida en hábito.
Los periódicos están siempre llenos de otros.
Abrió la puerta confiadamente. Humeaba todavía la colilla dentro del cenicero de la salita. Aunque vivía solo desde hacía algunos meses, la casa mantenía un cierto orden. Fue una ruptura amistosa. Su mujer un día le dijo: me voy al pueblo. Sobraron el resto
de palabras. Bastián lo achacó a la ausencia de hijos; ella, al agobio de una ciudad cada vez más extraña y más revuelta. Aquí tengo el trabajo, dijo él intentando retenerla. Allí también puedes buscarlo, contestó ella.
El periódico extendido por las páginas de deportes.
Uno era más alto. Quizás un poco desgarbado. Sí, un poco desgarbado.
Bastián cayó lentamente. En sus uñas quedaban restos del papel pintado de la pared, como si hubiera buscado un último apoyo antes de que se le nublara para siempre la vida. Todavía sus ojos abiertos denunciaban al mundo su tremenda sorpresa.
Sólo puedo decirle que eran jóvenes, dijo la mujer que se había topado con los presuntos en la escalera. El del portal más que los otros dos.
Y que no podría reconocerlos. ¿Quién iba a suponerlo? Era muy abierto. Nunca le notamos malas compañías Un hombre normal, fíjense ustedes. Hablaba con todos. Es inexplicable. Me lo encontraba a menudo en el supermercado y en la carnicería. Estaba separado. Viudo, no; separado. Nos dio mucha pena que se separaran. La mujer, un encanto. Creo que se marchó a su pueblo.
El policía movió un palmo el cuerpo con la punta del zapato. Y se puso a describir el escenario. Estaba avisado el juez de guardia. En la escuela inculcan la importancia de no omitir detalles. Ese cuadro torcido, esa mancha en la pared. Su compañera le dijo: está claro. Ha abierto la puerta sin ninguna precaución. Y le han cazado. Sabían lo que se hacían. Son profesionales estos tipos. El policía dijo: A bocajarro y con una frialdad insultante. Su compañera tenía el pelo rubio. Era bonita de verdad. Ese cuadro torcido, esa mancha de sangre. Desde luego, no se lo esperaba, dijo el policía.
Dejen libre la escalera.
Un poco de aserrín.
Tardaría tiempo en disiparse el olor de la pólvora. La sangre huele al mezclarse con la pólvora. Aunque se desvanezcan las imágenes queda el olor atrapado muy dentro.
El policía insistió. Requería datos para rellenar el atestado. El jersey rojo remarcaba todavía más los pechos redonditos de su compañera. Alguien tenía que haber escuchado algo, porque aquel cuerpo pesado necesariamente habría hecho ruido al caer.
Anotó una vez más las respuestas en el cuadernillo.
Preguntó señalando la puerta de al lado: ¿quién vive ahí?
Una vecina dijo: se llama José, vive solo, es un hombre muy amable, y es extraño porque a estas horas siempre se encuentra en casa. Igual está fuera. No, no creo que se encuentre enfermo.
Pulsó el timbre para corroborar sus palabras.
A José Bienzobas se le encogió el ánimo. Contuvo cuanto pudo la respiración. Todavía le dolían las múltiples heridas de su cuerpo. El policía estaba cosido materialmente a la puerta. Podía escucharle. El timbre sonó renqueante durante toda una eternidad. El rostro del policía deformado por la mirilla se le antojó cuanto menos fantasmagórico y casi cruel.
Arqueó un poco el cuerpo buscando el ángulo preciso para descubrir el resto del rellano.
El cuerpo de Bastián estaba allí.
Alcanzó a ver sus pies y el charco de sangre. No tuvo ninguna duda: era su vecino, le habían confundido con él. Con la amargura reflejada en los labios, comprendió entonces que lo único que le quedaba por hacer era emborracharse.
4.
Pronto se formó un grupo de gente en la acera de la casa. Circulen, circulen. ¿Qué ha pasado?, preguntó una mujer a otra. A uno que han matado.
Sería chivato.
O traficante de drogas. Ya se sabe que estos no pasan una, que no perdonan a los que corrompen a la juventud.
Le han dado su merecido. Sería chivato. Uno de esos empresarios que roban. Le han dado su merecido. Que se joda. El muy cabrón algo habrá hecho.
EL VIEJO POLÍTICO GUARDIÁN INMACULADO DE LA ORTODOXIA DICE: NADIE DE FUERA PUEDE VENIR A DAR LECCIONES DE HONESTIDAD A NUESTRO PUEBLO.