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Un golpe de fortuna
Un golpe de fortuna
¿Cómo podían haberse encontrado frente a frente en una mesa de póquer el marqués y un tipo silencioso, con la apariencia aburrida de viajante de comercio, de apenas uno sesenta y cinco de estatura, de aspecto vulgar, vestido sin gusto, que encima comenzaba a coronarle una especie de tonsura en la nuca con todas las apariencias de ir a más? Es algo difícil de explicar, salvado el aburrimiento de una noche sin emociones, pero había sucedido. Quizá el maldito orgullo o la vergüenza de sentirse atrapado por quien consideraba un tendero –el tipo aquel evidentemente a sus ojos no podía ser otra cosa, como máximo un carnicero del mercado de abastos– que cada vez que tenía que pensar entornaba los párpados como los niños asustadizos, debió encorajinarle al marqués hasta el punto de trastocarle el sentido de la realidad.
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La conjunción de circunstancias a veces deviene en situaciones estrafalarias y ésta había sido una de ellas.
Lo cierto es que el marqués había perdido de forma increíble la más cómoda y menos interesante partida de su vida y el señor Zumeta -un oscuro jugador sin fortuna, de los que sólo aspiran a comer al día siguiente, que venía malviviendo corriendo detrás de las fiestas locales, como los raterillos, las putas baratas y los borrachos de pueblo–, pegado el golpe más importante de la suya, al aprovecharse de su suficiencia y de su estúpida altanería, para hacerse sorprendentemente con su señorial casa de campo.
El marqués al levantarse de la partida y de firmarle el reconocimiento de deuda, mordiéndose el orgullo por dentro, le dijo: –Es tradición en esta tierra la revancha entre caballeros, y usted no tengo duda de que lo es.
El señor Zumeta debió pensar que caballero es el que posee un caballo y él jamás lo había tenida nunca, ni casa propia, ni estudios, ni mujer, ni hijos, ni una flor olorosa en el ojal, ni siquiera un baúl donde esconder para siempre la habitual mala suerte con
que la naturaleza adorna la existencia de los perdedores –y él lo era o más exactamente lo había sido hasta ese momento–, así que más que caballero se consideraba acaso una chapuza de la vida, un desecho al que el destino para no aburrirse enseña un mal día a jugar a las cartas y que de repente, para encantarle y reírse de él, dota más tarde de alguna importancia. Otro hubiera recogido dinero y prenda y marchado en el primer tren que le llevara lejos de allí, pero el señor Zumeta era un jugador y los jugadores saben que si ganas una vez puedes hacerlo dos. Además, por encima de todo se consideraba un tipo de honor, de los que respetan las reglas. Había conseguido con esfuerzo dominarse tanto la irritación por una mala mano como las emociones generadas por los pequeños golpes de fortuna. Además el marqués tenía un tic imperceptible para los demás, como una arruga revoltosa en el párpado izquierdo cuando ligaba jugada. Era pan comido. Así que con gran aplomo contestó: –Nadie me habló de una posible revancha, señor.
Al marqués le agradó su aparente buena disposición. El tendero era un pobre diablo. “Para ser carnicero no parece mala persona”, debió pensar. De todas formas, no estaba acostumbrado a que alguien y menos un extraño, contraviniese las reglas nunca escritas. Impuso: –Este mismo día, en este mismo lugar, dentro de seis meses.
Entonces el señor Zumeta con un atisbo de humildad, dijo: –¿Eso quiere decir que la finca hasta entonces no será de mi absoluta propiedad, señor? –Exactamente. –Pero eso no es lo convenido, señor –amagó un principio de protesta, sin levantar demasiado la voz.
El señor marqués, entonces dijo: –Esas son las reglas nunca escritas de nuestras partidas de póker, a las que usted sin merecerlo ha sido invitado.
El señor Zumeta encajó la afrenta. Comprobó que el resto de
jugadores estaban atentos a la conversación, por lo que se atrevió a decir: –Lo siento, señor, pero la he ganado en buena lid y mi intención es habitarla desde mañana mismo porque no tengo otra a la que acudir.
El marqués le miró directamente a los ojos. Era una osadía que un tendero desconocido, basto como la lija, aparentemente más torpe que diestro en el manejo de las cartas, al que se había invitado a falta de otro en la partida y al que nunca en sus cabales hubiera permitido acercarse siquiera a su solar de descanso fuera ahora a ocuparlo a pleno derecho, pero eso era mejor que un litigio que pusiera en entredicho su saber perder. Dijo con la voz engolada de los nobles orgullosos y para que se viera su bonhomía y la calidad de su sangre aristocrática: –No puedo impedírselo. Pero bueno es que recuerde que dentro de seis meses volveremos a sentarnos en esta misma mesa. –¿Y si no aparezco? –Aparecerá –dijo secamente el marqués–. La honra de los hombres vale más que el desprecio.
Y añadió con una sonrisa sesgada: –Sólo en ese momento y si fuera el caso, firmaría plenamente la cesión de la propiedad.
El señor Zumeta se tomó unos segundos para contestar. Los jugadores poseen un reloj biológico distinto. Sus segundos pueden ser tan eternos como imprecisos. Todavía no se había bajado de la nube. Por su cerebro no entrenado para delicadezas comenzaron a desfilar las imágenes añoradas por cualquier jugador de escaso renombre en sus momentos de desolación. Mujeres, casinos, coches de enormes cilindradas, viajes en trasatlánticos de lujo. Enseguida un gramo de realidad vino a enfriarle las ensoñaciones. Todo eso es pura bazofia, el canto loco de las sirenas seductoras. Lo importante para un jugador que se precie es codearse con los hombres de pies pequeños que calzan zapatos grandes. Lo im-
portante es participar, aunque sólo sea una única vez en la vida, en una gran partida, en una partida de las que crean historia.
Dijo con una firmeza impensable: –Supongo que me corresponde imponer alguna condición.
Esto de imponer y condición irritó sobremanera al marqués, y así lo reflejó en su gesto áspero perfectamente perceptible. No estaba acostumbrado a perder la iniciativa en sus relaciones con los otros, pero se avino: –Hable.
El señor Zumeta entonces dijo: –Quiero, señor marqués, que la partida de revancha se celebre abierta a las personas de calidad que lo deseen, con juez y crupier. –¿Desconfía usted de mí? –saltó el marqués pensando que aquello era el colmo de la indignidad, rozando el libertinaje. –¡Oh, no, señor, disculpe! Tengo miedo de que con la emoción al repartir se me caigan los naipes al suelo. –De acuerdo -convino el marqués sonriendo para dentro, por primera vez en toda la noche–. Mientras tanto, considérese como un invitado especial en la casa hasta que se resuelva dentro de seis meses la propiedad definitiva.
Se dieron la mano, y se disolvió la reunión.
Que el marqués era un temerario lo sabía todo el mundo. Su desmedida afición a los pasatiempos del demonio (mujeres, casinos, fiestas, partidas ciegas), le obligaba a empeñar cualquier cosa y de vez en cuando hasta alguna de sus propiedades que generalmente no tardaba en recuperar. Tampoco esta vez iba a ser diferente. Lo que el marqués desconocía es que el señor Zumeta cansado de los sabotajes con que el destino sazona la vida, pensaba exprimir al máximo su inesperado golpe de fortuna.
A sus cuarenta y tantos años la señorita Irene destacaba especialmente por sus ojos penetrantes, brillantes como los de un pri-
mer amor, y una figura estilizada de mujer con clase. Caminaba con la elegancia de los cisnes al deslizarse por el estanque, con esa seguridad que otorga la buena educación. Poseía estudios de humanidades y una gran cultura y había ejercido en algún tiempo de institutriz para familias de bien.
Como institutriz había resultado un auténtico fracaso (le gustaba la poesía y recitaba a los clásicos), así que le liquidaron a los pocos años el empleo y al carecer de otras apetencias materiales que las de volar libre, aceptó el trabajo de cuidar la mansión del marqués, sin más obligaciones que las de que las paredes no se vinieran abajo.
Cuando se encontró frente al señor Zumeta, lo examinó con la curiosidad de una entomóloga. Era un hombre vulgar, al que en ninguna otra circunstancia se hubiera dignado molestarse en dirigirse siquiera. Nada en su físico denotaba que fuera distinto a los comerciantes de la plaza mayor; manos ásperas, dedos chatos, descuidados, impropios de un caballero. El marqués, todo el mundo lo sabía, apostaba sin límite en círculos privados para gente de su condición, y el señor Zumeta como jugador no pasaría de timbas de mala muerte en tugurios indecentes o en casinos sin renombre, jugando a suelo mínimo y techo corto. Que el marqués trabara relación con un ser tan insignificante parecía impensable y que encima lo sentara a la mesa y perdiera la señorial casa inconcebible.
En realidad, el señor Zumeta estaba en el juego porque no servía para otra cosa. Le venía de familia. Su abuelo paterno había sido jugador de mala suerte, de los que ganan hoy lo que devuelven mañana; su padre un perdedor nato, y él sobrevivía de la mejor manera posible. Pasaba por las timbas como el cuchillo por el agua: nada cambiaba en su presencia y nada cambiaba al marcharse. Se comportaba igual que uno de esos tipos a los que puedes insultar durante una hora sin que muevan un solo músculo de la cara porque conocen que si lo hacen se la puedes partir. Ca-
recía de vicios, más bien no podía tenerlos; no hacía ascos a pernoctar en pensiones sin licencia, de las de sábana con funda de plástico y bodas de borrachos a media noche. Estaba acostumbrado a acostarse con la luz del día y un vaso de agua por toda comida.
Sin embargo, era un excelente observador; le adornaba la cualidad de saber retirarse a tiempo y la fatalidad de no hacerlo siempre. Si una mano comienza mal no tiene por qué terminar mejor. Generalmente, en cuanto intuía que la poca suerte de la noche acompañaba al clásico inconsciente con ganas de reventar la mesa, recogía sus cosas, saludaba, y se despedía hasta el año siguiente, suspirando por poder encontrar a esas horas una taberna económica antes de emprender viaje a otro sitio. Pero a veces la lucecita que tintinea inquieta en el cerebro te ciega más que el sol y piensas como el pintor bohemio que estás a punto de terminar el cuadro de tus sueños. Sólo que los sueños de porcelana la mayoría de las veces quiebran al alba.
Como jugador le gustaba respetar rigurosamente las reglas establecidas. Así que en cuanto la señorita Irene le enseñó la casa, deshizo el escaso equipaje y se aseó, quedaron en verse en el salón. Algunos de los muebles continuaban cubiertos por una funda blanca. Había un piano, una mesa espaciosa, y unas butacas de apariencia cómoda, y un espejo inclinado para facilitar la visión de cuerpo entero. Irene retiró las fundas, e intentó disculparse: –Ha sido todo tan rápido que no me ha dado tiempo de recibirle con la casa ordenada en condiciones. Le ruego me disculpe.
El señor Zumeta obvió las excusas. Todo aquello desde este momento era temporalmente suyo, y sorprendentemente, se dio cuenta de lo poco que costaba asumirlo. Había dejado de ser en unas pocas horas el miserable bufón de barrio para convertirse en el galán de una película de época. Podía mirar las lámparas del techo sin temor a que se le cayeran encima. Los cortinones carmín filtraban la luz tibia del atardecer transformando la estancia en un
aposento de novela romántica. El olor limpio de la naturaleza le invitaba a respirar profundamente. No entraría por lo menos durante los próximos seis meses por la puerta de servicio. Hasta la voz le cambió de repente, quizá menos aguda, menos fresca, más exigente. Fue directo al grano: –¿Qué piensa hacer usted ahora, señorita?
Irene encajó perfectamente la pregunta. El titubeante y acobardado tendero del saludo inicial se comportaba ahora como el mismísimo marqués, como si los solariegos pilones de la casona tuvieran la propiedad de diluirse en la sangre, confiriendo a su propietario la alcurnia almacenada en sus paredes. Estaba preparada para responderle. Conociendo los prontos del marqués y sus apuestas ciegas, alguna vez tenía que suceder lo que parece había sucedido. Lógicamente, el tendero querría organizar la vida de la casa a su gusto. Normal. –No lo sé, señor. No lo tengo decidido.
El señor Zumeta no se andaba por las ramas. –¿Tiene algún sitio a dónde ir? –De momento, no, señor. Me ha cogido de sorpresa. –Está bien –dijo el señor Zumeta, sintiéndose importante–. Puede continuar aquí si le place. –¿Quiere decir que no tiene intención de prescindir de mis servicios? –preguntó en voz baja la señorita Irene.
Y el señor Zumeta como si no la hubiera escuchado, dijo: –Encárguese como hasta ahora del gobierno de la casa. Yo no puedo dedicarme a los pequeños problemas domésticos. Si se rompe una cañería encárguese de que la arreglen. Y si hace frío ordene que calienten la casa. Soy muy poco exigente para las comidas, pero el silencio y el orden me privan. Le pareceré a usted maniático y acaso lo sea, pero le aseguro que jamás levanto la voz y que cuando algo me molesta lo retiro de mi lado. Va a ser usted mi otro yo, señorita. Necesito tranquilidad. Considéreme un enfermo. Alguien que se pone nervioso por cualquier cosa. Las pequeñas servidumbres me alteran profundamente.
El mismo señor Zumeta se sorprendió de su larga parrafada. Nunca había hablado tanto ni tan seguido. Nunca había sido capaz de enlazar dos frases sin descansar en cada punto. Con prevención se miró otra vez en el espejo. Efectivamente era él y no otro. Jamás se había sentido más seguro de sí mismo. Luego se pondría el batín del marqués, las babuchas del marqués, buscaría en los cajones de las mesas algunas de sus otras pertenencias que le cayeran bien, por ejemplo, la tabaquera de cuero, el encendedor de oro, los gemelos de las camisas, todos esas cosas que en las películas de ricos deslumbran a los pobres. ¡Qué fácil resultaba comportarse como las personas importantes! Todo depende de la altura de la cabeza. Si la portas erguida obligas a los demás a mirarte desde abajo, pero si clavas tu vista en el suelo sólo descubres hormigas desconcertadas. ¡En aquel salón comenzaba a destaparse su auténtica personalidad! Añadió en un tono de voz que le pareció incluso desconocido: –Necesito sosiego para concentrarme. ¿Me comprende, señorita? –Por supuesto, señor. –Por cierto, ¿sabe a qué me dedico?
La señorita Irene mantuvo firmemente la mirada: –El señor marqués jamás hubiera cedido esta casa de no mediar algo importante por medio, como, por ejemplo, una deuda de juego. –Efectivamente –dijo el señor Zumeta, comenzando a pasearse como una persona de calidad por el salón, con las manos en la espalda. ¿Sería capaz de editar un memorando como hacen los ejecutivos a sus secretarias? Necesitaba sincerarse como si la señorita Irene fuera la amanuense encargada de transcribir su, de repente, extraordinaria biografía–. No debo ocultárselo, señorita. Soy un jugador, sin suerte hasta este momento. Malvivo de los naipes, y eso estoy seguro que en el fondo a usted, como a todas las mujeres, le disgusta. Pero es mi vida y no puedo dejarlo. Es lo
único que sé hacer, lo único que aprendí de pequeño. Nunca antes había tenido un golpe de fortuna. Y le confieso que me aterra pensar que usted y todo este mundo que le rodea sea sólo un sueño y que este sueño se desinfle como un globo de colores y al desvanecerse me vea de nuevo en la calle. Tiene usted que ayudarme. –¿Cómo, señor? –La mitad del juego es suerte, señorita, y a la suerte hay que ayudarla. Sólo la mitad de la otra mitad es conocimiento. –¿Y la otra cuarta parte? –preguntó Irene. –Observación, señorita. Todos los jugadores exteriorizamos en algún momento de la partida emoción o pavor en nuestros ojos.
El señor Zumeta se fijó en algunos cuadros de las paredes, y dijo: –No tengo ninguna cultura. Me he educado en la calle, ¡y ahora soy dueño aunque temporal de todo esto! He vivido siempre en hoteluchos de carretera y en pensiones de mala muerte, siempre al límite. ¿Sabe lo que eso significa? Siempre solo, siempre contrarreloj. Siempre vigilante para que nadie te robe la pequeña cantidad que guardas para abrir la partida al día siguiente. ¿Está usted casada, señorita Irene? –No, señor.
El señor Zumeta se apoyó en el piano. Efectivamente, también era suyo aunque no supiera tocarlo. Cambió de posición, dirigiéndose al ventanal que daba al hermoso jardín. –¿Rosas? –Y azucenas y azaleas y camelias de dos colores. Y orquídeas.
Se sentó en el sofá como si fuera a probarlo y se levantó de nuevo. Era una pérdida de tiempo permanecer quieto, la vida cuando se ofrece hay que vivirla intensamente, atrapándola con las dos manos para que diluya su aspereza. Acción. Seis meses pasan rápido. ¿Y luego? ¡Nunca se había preocupado del futuro hasta entonces! El futuro no existe, el futuro es el tiempo huér-
fano que necesita ser adoptado por alguien con esperanza. De repente, se sintió atacado por una ansiedad anteriormente desconocida. ¿Y si fuera a perderlo todo en la revancha? Jamás había tenido nada, pero ahora… Se movió nervioso. Descansó su vista de nuevo en el espejo. La chaqueta oscura le cargaba los hombros (no se había dado cuenta hasta entonces), la camisa de mercadillo denotaba su baja calidad, y los zapatos, ¡ay, los zapatos!, sucios, desgastados, viejos. Parecía un clérigo aburrido en visita pastoral. Necesitaba cambiar su indumentaria, transformarse él por entero. Insistió: –¿Tiene usted alguna relación estable, señorita, comparte su vida con alguien?
Irene se turbó. –¿A qué se refiere? –Quiero saber si se acuesta habitualmente con algún hombre.
Irene se estremeció. ¿Qué podía decir? –No –dijo.
El señor Zumeta respiró profundamente. Dijo: –De acuerdo. Nada me turbaría más que sentirla a usted agitada por algún problema personal. Le participo que esta propiedad la tengo en precario. Será mía si gano la revancha al marqués, ¡y estoy dispuesto que así sea!
El señor Zumeta continuó hablando impostando la voz, como si fuera un ejecutivo exponiendo las cláusulas contractuales: –La necesito, señorita. Usted me acompañará siempre, cuidando de que nada me afecte personalmente. Tengo que prepararme para esa partida a conciencia, igual que un boxeador ante el combate de su vida. La necesito a mi lado. No le consentiré ni miradas indiscretas ni sonrisas seductoras. Le despediré al instante si detecto en usted un comportamiento distinto al de una esposa fiel y recatada. Usted, debe mentalizarse, es ahora mi mujer y se comporta como tal. Quiero que contribuya a devolverme la confianza en mí mismo si en algún momento la pierdo. Estoy en la
cima del éxito. Pero el éxito dura lo que uno pueda mantenerlo. Soy un jugador, señorita Irene. Y acepto que usted me deteste por eso, pero los jugadores estamos obligados a ser herméticos como una caja de caudales. Cuando en una partida a un jugador se le detecta un tic que denote nerviosismo o inseguridad, lamentablemente está perdido. Su misión será controlar que mi rostro, el movimiento de mis manos o una sonrisa equivocada no descubran mis emociones al contrario. Estas son mis condiciones, señorita Irene. Es muy libre de aceptarlas o no. Recuerde que si las acepta trabajará en exclusiva para mí. Dormiremos cerca el uno del otro. Cuando yo la necesite a usted le pediré que pase a mi cama; y cuando usted me necesite a mí bastará con que se acueste desnuda para que yo pase a la suya. ¿Lo comprende? ¿Me expreso con propiedad?
La señorita Irene estaba completamente desbordada: –Sí, sí, señor –se atrevió a decir. –Estupendo –dijo el señor Zumeta.–Ahora vayamos a lo importante. ¿Sabe usted jugar al póquer, señorita Irene?
Esa noche se desplazaron a la capital y cenaron en el club náutico, el más distinguido del puerto. La señorita Irene se encargó de seleccionar mesa y un menú sin demasiadas dificultades. Los veleros fondeados se balanceaban armónicamente. Había una música suave de fondo, que amortiguaba el murmullo de las conversaciones ajenas. El señor Zumeta, dijo: –¿Ha navegado usted alguna vez, señorita Irene? –Adoro el mar. –¿Y qué sensación produce encontrarse uno perdido en medio de una tormenta? –Supongo que la misma del jugador sin recursos que aun con cartas no puede abrir la partida. –Una desolación infinita.
El señor Zumeta pareció reflexionar. Aquel ambiente lo reser-
vaba el destino sólo a determinadas personas, y naturalmente ahora él era una de ellas. Unas parejas bailaban en una discreta pista acondicionada a un lado de la sala, cerca de los ventanales. Gozaban intensamente de unos minutos únicos. Acostumbrado al vino común, la copa parecía retarle con arrogancia. Apenas mojó los labios comprendió al instante que ya jamás podría beber otro vino distinto, y menos el pastoso, teñido, áspero y corriente servido en las tabernas.
Dijo entonces: –Quiero recuperar el tiempo perdido.
La señorita Irene intentó ser comprensiva. Aquel tendero efectivamente no ocultaba nada dentro de sí. Le desbordaba la situación por todos los lados. Parecía tan simple e infantil, que resultaba inconcebible pudiera no sólo haber ganado al marqués sino sobrevivido hasta entonces. Lo miró con cierta condescendencia. Filosofó para salir del paso: –El tiempo nunca se pierde. –¿Lo dice usted en serio? –La vida se desliza por él, simplemente. –¡Oh, qué profundo me parece lo que acaba usted de decir!
La señorita supuso que el tendero estaba ahora viajando literalmente por otro mundo, ensimismado seguramente por la música romántica que sonaba de fondo. Le entró una especie de ternura. Sería como regresar a sus años de institutriz, sólo que ahora en exclusiva para un alumno que se comporta como el adolescente que intenta reponerse tras una pelea. Tendría que enseñarle las claves para convivir en una sociedad donde las palabras desvirtúan los sentimientos que ocultan.
El señor Zumeta pareció de repente salir de su ensoñación. Dijo: –Necesito aprender a comportarme en público, señorita Irene. Si quiero entrar en las grandes partidas tengo que adaptarme a la gente que participa en ellas. Desentonar sería conceder a mis ad-
versarios una ventaja inicial que no puedo permitirme. Pero tampoco quiero dejar constancia de mi escasa educación. ¿Me comprende?
Irene asintió. El señor Zumeta, dijo: –Tenemos seis meses para que todo encaje como un reloj. –Es muy poco tiempo.
El señor Zumeta confesó: –Quedan seis meses para la revancha del marqués. El marqués es un caballero y yo pretendo serlo. Entre caballeros siempre se concede el beneficio de recuperar lo perdido. –¿Y si pierde usted en esa ocasión? –preguntó tímidamente Irene. –Perderé la única oportunidad de mi vida. Perderé mi dinero, perderé la casa, perderé la posibilidad de participar en las grandes partidas y también la perderé a usted.
Al señor Zumeta le costó conciliar esa primera noche el sueño. De la parte principal de la alcoba se pasaba a la auxiliar a través de un arco de madera, revestido con pan de oro. Tres enormes armarios empotrados de cuerpo entero, donde bien pudieran ocultarse una docena de personas, se situaban a la derecha de la enorme cama de matrimonio, con otro, más pequeño, a modo de revistero, al lado izquierdo. Una medio disimulada puerta gris conducía al diminuto servicio.
La zona auxiliar hacía las veces de tocador. Allí se encontraba la consola de mármol con su inmenso espejo empotrado en la pared y la chimenea, que con su rejilla de gris plateado acotaba el estrecho pasillo por el que había que transitarse necesariamente para alcanzar primero la cama auxiliar, y luego el balcón.
Tumbado sobre la colcha, medio desnudo, con la nunca recostada sobre las manos, se dispuso a la contemplación de las imágenes de su nueva vida. ¡La semana había sido pródiga en sensaciones! Estaba desvelado. ¡Nada volvería a ser ya como antes!
Sucediera lo que sucediera, no podría volver a dormir en una pensión con goteras, de cañerías rotas y servicios obstruidos, con las viejas putas aporreando la puerta para ganarse el desayuno del día siguiente. Para la hora había desarrollado el cine mental de su nueva vida. Sacaría el máximo provecho de su situación actual. Nunca había acudido a un museo, y ahora lo haría. Nunca había leído un libro, y ahora lo leería. Nunca había acudido a un concierto e Irene sabría buscarle el más apropiado para no aburrirse.
Irene. Parecía la mujer adecuada para la convivencia durante los próximos seis meses: culta, inteligente, elegante e incluso audaz, sin los mohines estúpidos de las muchachitas malhumoradas, que acepta su papel sin reparos. Igual había sido un poco maleducado al expresarse con tanta franqueza y de repente, como un patán insensible, pero no pudo echarse atrás. ¡Ella lo había asumido sin problemas, sin la menor queja ni disgusto! Era una mujer abierta, adulta, sin prejuicios, acostumbrada a los desmanes de la alta sociedad. Se había cambiado ante él sin ningún reparo, y ahora dormía felizmente en la zona auxiliar. Estuvo tentado de despertarla y pedirle que se viniera junto a él, pero desistió al momento: tenía que comportarse como un caballero.
A medio noche, Irene se despertó, y dijo: –¿No puede usted dormir? –El día ha venido cargado de emociones. –¿Quiere que le prepare una tisana? ¿Prefiere un té? –No, gracias.
Entonces, ella dijo en voz baja, como si se tratara de una confesión obligada: –¿Quiere que me acueste a su lado? –No –rehusó él cortésmente–. Sólo quiero que me dé conversación. Hábleme de usted, señorita Irene. ¿Es usted feliz? –A veces. –¿Se puede ser feliz en un mundo como el del marqués? –Se puede.
–Trío de ases.
Superado el aburrimiento de los primeros días, a la señorita Irene comenzó a interesarle el curioso reto de intuir las emociones del juego a través de las expresiones faciales.
Situados uno enfrente del otro, repartidas, vistas una vez y tapadas después las cartas, concentradas las miradas de uno en otro, el juego consistente en intuir la mano contraria sin descubrir la suya propia comenzaba concluida la cena y duraba hasta que el cansancio les obligaba prudentemente a retirarse, y eso nunca antes de las dos de la mañana.
Agudeza visual, engaños premeditados, equivocaciones fortuitas, maniobras defensivas entre gatos y ratones. El señor Zumeta estaba satisfecho con el rendimiento de la señorita Irene. Se comportaba durante el día como una excelente profesora (le encantaba su cuidada entonación de voz en la lectura de los clásicos), y por la noche en una excelente alumna en el póquer.
En los dos primeros meses, su índice de aciertos, irrisorio comparado con los suyos propios (al mostrarse incapaz de disimular las cartas o al exteriorizar exageradamente su disgusto por la ausencia de suerte en el reparto), dio paso a partir del tercero y especialmente del cuarto, a que el señor Zumeta comenzara a preocuparse: la señorita Irene lograba series similares a las suyas de aciertos, de modo que parecía captar sin problemas las señales en apariencia imperceptibles que se le escapaban a pesar de su intento de controlar férreamente los gestos de su rostro. Este descubrimiento le desequilibró emocionalmente. Si la señorita Irene era capaz de descubrirle la jugada, otro jugador experto podría hacerlo igual. Y también el marqués.
Comenzó entonces a practicar en solitario más horas ante el espejo, intentando alcanzar la inmovilidad absoluta. Estaba obsesionado. Su rostro en apariencia imperturbable se comportaba ante Irene como un libro abierto. Acaso le engañaran los ojos. Acaso el arqueo de cejas. A pesar de tantas horas frente al espejo, la señorita Irene descubría sin dificultad sus cartas.
Suspendió las salidas nocturnas. Se encerró en la casa. Los viejos sueños devuelven calles estrechas, mojadas y sucias, tipos tirados en los arcenes, camiones de reparto con los que tantos veces se había cruzado en los amaneceres enfermos, policías que te vigilan en el cruce de calles por si tienes la estúpida intención de romper la luna de un escaparate.
Cuando faltaba un mes escaso para la revancha, acaso por las horas en vela robadas al descanso, le sobrevino un tic nervioso en las manos.
Se levantó asustado: el vaso de agua brincaba incontrolado derramando parte del líquido sobre la alfombra.
La señorita Irene, le dijo: –Si quiere, me pongo en contacto con el señor marqués para solicitar el aplazamiento de la partida. –Jamás. –No creo que usted se encuentre en condiciones. –Jugaré. –El señor marqués es comprensivo y puede concederle otro mes más. –Nunca.
Los siguientes días fueron una auténtica pesadilla para el señor Zumeta. Ya ni disfrutaba del jardín, ni del sofá mullido del salón, ni de los paseos vespertinos. Aborrecía la comida, el aroma de las flores que inundaba la casa. Su castillo de ensoñaciones se venía bruscamente abajo y él, perfectamente consciente de ello, se sentía invadido por el horror de los perdedores: podría volver a encontrarse en la calle, ciertamente, pero nunca volver a sobrevivir en medio de la pecina porque había alterado las referencias que marcan el pasado. Si un hombre pierde artificialmente las raíces, es arrastrado por los vientos fatídicos que conducen a los miles de túneles negros con que el destino castiga la insolencia.
Respiraba con dificultad: le faltaba aire. Abría la boca como los peces en su agonía. Desvelado, la señorita Irene lo encontraba
asomado al balcón a las horas frías de la noche, persiguiendo la complicidad involuntaria de las estrellas. Caminaba despacio, casi sin doblar las rodillas, como si fuera desplazado sobre un carrito de inválido por una mano traviesa. Miraba sin girar la cabeza, y los ojos abiertos, grandes, buscaban en el infinito una luz que no los apagase. Sus expresiones orales, convertidas ahora en monosílabos, apenas se dibujaban en sus labios.
Intentaba sin éxito superar las espantosas premoniciones fatalistas que le condenaban a regresar al río que le vio nacer tanto como los temores reales de que eso sucediera. El olor húmedo y penetrante de las pensiones de mala muerte parecía de nuevo acompañarle. ¿Qué podía hacer? Necesitaba dormir, relajarse, concentrarse en un punto de la pared. Obstinadamente, los recuerdos rebotaban bruscamente en su cabeza. Nunca había estado tan nervioso ni nunca tan vencido.
La señorita Irene algo asustada decidió esa noche acostarse desnuda.
Sorprendentemente, a falta de dos semanas ocurrió lo imposible: la señorita Irene comenzó a errar en sus apreciaciones, como si al tiempo le hubiera dado por desandarse. ¡Santo cielo, parecía milagroso! ¡Renacía! ¡Comenzó a expulsarse los fantasmas con alivio! ¿Sería verdad que había alcanzado el dominio absoluto de su rostro? ¿Qué nada en él reflejaba emoción alguna? El señor Zumeta se buscaba ahora con más interés en el espejo. Quieto, hierático, con la impavidez absoluta de una estatua en un jardín público.
Recobró la seguridad en sí mismo.
Tenía la sensación de comportarse con su cuerpo exactamente igual que un buzo dentro de su traje. Podía otear el mundo a través del visor, ocultando al exterior todos sus estados de ánimo.
La señorita Irene, confesó avergonzada: –Me doy por vencida. Lo siento. No detecto nada especial en
su rostro. Sólo me queda el azar como recurso. Supongo que póquer ¿de jotas? –Pareja de doses.
El señor Zumeta tampoco exteriorizó en esta ocasión la satisfacción de su triunfo personal.
La noche, espléndida; quedaban algunos resquicios de la huida del sol por el infinito del mar. El señor marqués se presentó con un terno azul impecable, una rosa blanca en el ojal y una corbata clásica. Saludó con cortesía uno a uno a los presentes, y muy amablemente a la señorita Irene, que luego se retiró a esperar el resultado de la partida en el ambigú del hotel.
El croupier colocó la baraja sellada sobre el tapete. Y dijo: –Señores.
Medía cerca del uno noventa, tenía las espaldas cargadas de jugador de rugby y la mirada acerada de un felino en tensión.
El señor Zumeta tomó asiento frente al marqués. Le disgustó la posición de las luces, de modo que una ligera sombra le ocultaba el visaje nervioso. Se levantó, se disculpó y buscó una posición más acertada.
Los jugadores tienen sus propias manías, así que no molestó en absoluto su insistencia en dar con el lugar más adecuado.
El juez se tomó su tiempo para explicar las reglas. Era un hombre de edad respetable, que hablaba despacio como los viejos maestros de escuela. Después, a una de sus indicaciones, el croupier retiró el precinto a la baraja, y aguardó a que el camarero se ausentara después de situar las bebidas en la mesita anexa.
Y comenzó la partida.
Cuando el señor Zumeta abandonó la salita no se extrañó de que la señorita Irene no le estuviera esperando en el ambigú: tres de la mañana, el ambigú estaba a media luz y para el caso de que la partida se demorase hasta muy tarde habían quedado en encontrarse en el náutico, donde disfrutaron de aquella primera noche.
El señor Zumeta necesitaba caminar. Se acercó al puerto despacio, casi arrastrando los pies, con las manos en los bolsillos, pensativo, la solapa de la chaqueta vuelta. Debajo del portalón sobre los adoquines dormían tres o cuatro borrachos, tirados como paquetes de harapos. El olor a vino ahogaba al olor fuerte del pescado viejo. La última de las casitas de pescadores daba paso al acantilado, donde en otro tiempo, en la época romántica de los casinos lujosos y las modas afrancesadas, los perdedores se arrojaban al mar.
Se asomó con cierta prevención. Realmente, impresionaba la colección de rocas mordisqueadas por el ímpetu de las aguas. Una pared vertical, limpia, preparada por la naturaleza a propósito para que rodara el cuerpo conducía directamente a las rocas. Luego, el mar, eterno, negro a esas horas, con sus salivazos fríos humedeciéndote el rostro. Y su música envolvente exigiendo tributo.
Se subió al pretil. Estuvo un buen rato así, cabalgando hacia el infinito sobre la espuma de las olas.
Realmente, acabar con todo era tan fácil. Cierras los ojos o los abres. Un minuto o acaso menos. A sus espaldas, las luces perdidas de la ciudad.
Las revueltas sincronizadas del faro invitaban a la meditación. Igual en algún punto de las aguas oscuras, alguien necesitara de ese temblequeo nervioso de luz para salvarse, alguien sin rostro, un náufrago sin nombre. Cualquiera. Él mismo.
Se bajó del pretil.
Regresó despacio donde los borrachos. Se sentó a su lado. Uno de ellos, dijo: –¿Tienes un cigarrillo? –No. –¿Y algo para beber? –Tampoco. –Muérete. ¿Cómo era posible que el marqués pudiera controlar esa noche de forma tan perfecta su arruga nerviosa? ¿Cómo era posible que
adivinase tan fácilmente sus jugadas? Recordó que no dejaba en ningún momento de mirarle, como si pretendiera someterle a una tensión añadida. Estaba convencido de no haber exteriorizado nada perceptible, pero el marqués una y otra vez tomaba la delantera.
Pensó de repente en Irene. Nadie le había ayudado nunca tanto. Gracias precisamente a su apoyo había resurgido del pozo oscuro. Lo sentía también por ella. ¡Formaban una buena pareja! Seguiría la pobre en el náutico, seguro que impaciente. ¿Qué hacía entonces él allí, entre los indigentes, teniendo a una mujer tan estupenda esperándole?
Dieron las cuatro. Realmente abatido, se levantó con esfuerzo, y casi sin quererlo los pasos perdidos le condujeron al náutico. El ritmo agresivo de un son caribeño navegaba por los ventanales abiertos. Alguien celebraba algo. Eran las cuatro y alguien celebraba algo. Escuchó una risa loca, alegre, de mujer vencida por la noche, el taponazo de un vino espumoso. Levantó la vista y vio tras los ventanales a la señorita Irene echándose el cuerpo hacia atrás, contorneándose delante de alguien oculto en la sombra. Cuando la señorita Irene se volvió, el hombre que la seguía también lo hizo, y entonces el señor Zumeta descubrió a la luz sesgada de las farolas de la calle, que el señor marqués, aparte de jugador, era un bailarín extraordinario.