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Polvo blanco
Polvo blanco
La jueza calzaba zapatos de tacón alto, para compensar su baja estatura. Desentonaba entre los dos guardias civiles de paisano y el secretario del juzgado que la acompañaban. Caminaba resuelta, con firmeza, con un bolso en bandolera. Se sabía importante y necesitaba parecerlo. Muy seria. Los cuarenta, sin alianza, demasiado tensa. Un indicio de amargura se adivinaba en sus labios asimétricos. Entró y se hizo enseguida con el centro de la estancia. Mandaba ella y necesitaba hacerlo notar.
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El delegado de Sanidad la saludó efusivamente. Apenas habría cumplido los treinta años. Chaqueta entallada, camisa malva, corbata de seda, reloj exagerado, de oro, tan grande como su muñeca. Un cargo político.
Martín lo miró con desprecio.
La jueza y el delegado hicieron un aparte y se pusieron a conversar animadamente como si se conocieran de toda la vida. La jueza movía las manos con cierta vehemencia: pretendía explicar algo de suma importancia al delegado. Este asentía con la cabeza. Llevaba poco tiempo en el cargo, precisamente desde el cambio de gobierno. Era un figurín de zapatos brillantes y pantalón con raya, con la piel del color sano de los deportistas. No había trabajado nunca antes y posiblemente tampoco lo haría después. Martín pensó que a la jueza también le hubiera venido bien colocarse en su momento un corrector bucal que le enderezara los dientes. Sonaba su voz a ratita herida.
Uno de los guardias civiles se acercó a Martín en tono desafiante. Se le quedó mirando un rato y le dijo: –Usted y yo ya nos conocemos. –¿Seguro? –dijo Martín. –Yo diría que sí. Nos hemos topado en otra ocasión. Usted participaba en un operativo nocturno, y yo en tareas de vigilancia. –¿Dónde? –preguntó interesado Martín.
–Allá arriba. Ya sabe. Yo también he estado allí. –Allí lo pasamos muy mal. –Tiene usted razón. Fueron años muy duros. –Y ahora ¿cómo le va? –preguntó Martín por cortesía. –Bueno, no me puedo quejar. Aquí la vida es más grata. No hay que mirar tantas veces debajo del automóvil ni echar la vista atrás ni pegarte a las paredes cuando caminas por la acera. Usted estaba aquella noche con un compañero que era hijo de guardia civil. Gritaba: “¡Soy hijo de guardia civil, soy hijo de guardia civil!” ¿Lo recuerda? Hijo, nieto y sobrino de guardias civiles. –Morales –dijo Martín–. No puede ser más que Morales. –Seguro que sí. Ese igual es su nombre. Un cagón, si me lo permite. No encajaron ustedes muy bien que los emboscáramos. ¡Aparecimos por detrás y por sorpresa! Menos mal que no opusieron resistencia: eso les salvó la vida. Los conduje encañonados, con los brazos en alto por entre las calles y la plaza. Eso igual sí lo recuerda. Estaba usted pálido. No se me ofenda. Más bien asustado. –¿De veras? –dijo Martín un poco con prevención. –Sí, sí. –Así que fue usted –dijo Martín. –El mismo. No les pegué un tiro porque Dios me iluminó. Dios y el sargento, que prefirió cazarlos vivos. No me faltaron ganas, la verdad. Poco faltó para que lo hiciera. Allá no solíamos hacer demasiadas preguntas. Ya me entiende. Pero esa noche el sargento se empeñó en escucharlos. –Gracias –dijo Martín totalmente tranquilo. –Le aseguro que rara vez nos refrenamos. –Hubiéramos respondido entonces. No lo dude. –Es posible. Aunque también es posible que no hubieran tenido tiempo para hacerlo.
Martín intentó una sonrisa moderada. Recordaba perfectamente la situación. Morales y él con los brazos en alto, encaño-
nados por la espalda, atravesando la plaza a los doce de la noche con la gente alertada por los gritos mirando escondida a través de las ventanas. Un espectáculo circense: dos policías de servicio cazados por la guardia civil, y conducidos como delincuentes al cuartelillo.
Se contuvo. –Ya sabe usted –dijo luego despacio, masticando las palabras, con serenidad– que por su imprudencia nos abortaron un operativo importante. –No me diga –repuso burlón el guardia civil. –Se metieron ustedes por medio cuando nadie los había llamado. –Excusas. Usted y su compañero tuvieron un comportamiento sospechoso, de principiantes. No me extraña. Estaban acojonados. –¿Está usted seguro de que estaba yo realmente acojonado? –dijo Martín, un poco burlón. –Por supuesto –dijo el guardia civil, con ganas de humillarlo–. Esas cosas se notan en la nariz –y se puso a reír de una manera artificial y muy exagerada que no pudo dejar de molestarle.
La jueza miró el reloj.
El delegado, dio una palmada y dijo: –¿Falta alguien?
El secretario del juzgado, contestó sumando los presentes: –Estamos todos. –De acuerdo –dijo el delegado–. Cuando disponga su señoría.
La jueza se acercó a la mesa, miró la bolsita transparente de plástico, y dijo: – Parece harina. –Máxima pureza –dijo el guardia civil interlocutor de Martín y que parecía desenvolverse con más soltura–. ¿Me autoriza a probarla? –Hágalo –ordenó la jueza.
El guardia civil abrió la bolsita, introdujo un dedo y lamió con su lengua el polvillo blanco. Aguardó unos segundos mirando al techo, como si necesitara un tiempo de reflexión. Puso luego los ojos en blanco y se acercó a la ventana.
Cuando se supo centro de la máxima expectación, afirmó: –Caballo blanco. –Péselo, señor Secretario –ordenó la jueza.
El Secretario, extrajo de su maletín de cuero, una diminuta balanza de precisión. Colocó la bolsita encima del platillo. –Doscientos dos gramos. Exactos. –¿Conforme todos? –preguntó entonces la jueza, indagando uno a uno los ojos de todos los presentes.
Cuando se detuvo en los ojos de Martín, este dijo: –¿Puedo probarla yo también, señoría? –¿Quién es usted?
Martín se identificó.
La jueza, dijo: –¿Alguna objeción entre los presentes?
El guardia civil, dijo: –No procede, señoría. La droga ha estado custodiada permanentemente y a este colega no se le reconoce cualidad alguna de experto en la materia. –¿Es usted experto, inspector? –le preguntó la jueza a Martín. –Lo suficiente para determinar su pureza. –¿Y está aquí para eso? –No, señora. Vengo de testigo. –Entonces, no nos haga perder más el tiempo. Procedan. –Perdone, señoría –dijo Martín con una firmeza que no admitía dudas de su resolución– si tengo que firmar como testigo, prefiero estar seguro de lo que firmo. –Queda usted eximido de esa responsabilidad si así lo prefiere –repuso la jueza con un tono autoritario no exento de desprecio en sus palabras–. Procedan.
El guardia civil tomó con sumo cuidado la bolsita transparente; volcó su contenido sobre el lavabo y abrió el grifo.
Martín, protestó: –Pero, bueno, ¿ya no se quema en este país la droga incautada?
El guardia civil respondió de mala manera: –A veces quemamos la droga en las cocinas del Hospital, lo que obliga a los enfermos a permanecer un par de horas con las ventanas cerradas. Pero eso nos acarrea protestas de los médicos y de los ecologistas.
El guardia civil dejó la bolsita de plástico ya vacía a un lado, junto a la jabonera, hizo cuenco con las manos para extender el agua sobre el lavabo. Luego, una vez cerrado el grifo, tomó de nuevo la bolsita, en la que se apreciaba todavía restos del polvo blanco, la envolvió en un pañuelo y se la fue a guardar en el bolsillo.
Martín le cogió violentamente la mano. –¿Qué hace usted? –protestó airadamente el guardia civil. –Todavía no se guarde usted la bolsa. –Me la llevo –respondió el guardia civil–. No puede quedarse aquí. Es parte de la prueba. –Llénela antes de agua –le conminó Martín sin la menor vacilación.
Sorprendido, el guardia miró a la jueza. –Hágalo –dijo ésta.
El guardia civil se vio obligado a deshacer el pañuelo y a llenar la bolsa con agua. –Vacíela ahora –le ordenó Martín–. Y repítalo tres veces.
A la salida, el guardia civil se separó unos segundos de la jueza, se acercó a Martín y le dijo en voz muy baja: –Eso no se hace a un colega.
Martín contestó: –Te he jodido el sueldo de dos meses. –Serás desgraciado.
–Y no te detengo para evitar un escándalo. Pero eso que has echado por ahí estaba más adulterado que el culo de tu padre. –Cabrón –dijo el guardia civil, y ya se iba a montar en el ascensor, cuando Martín le dijo: –Aquella noche volviste a nacer, gilipollas, porque si hubiera tenido la convicción de que eras de los otros hubiera vaciado todo el cargador en tus huevos.
La jueza se volvió molesta hacia Martín: –¿Qué ha dicho, señor? –Nada que le afecte a usted, señoría. El colega y yo discrepamos acerca de la película que rodamos juntos hace algunos años.