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Fiesta de cumpleaños
Fiesta de cumpleaños
El bueno de Aguirre dice que no recuerda muy bien a sus progenitores, aunque está seguro de su naturaleza humana: hombre y mujer. Por si acaso, dice. Recuerda muy bien a un ancestro: “Un palo seco con boina comiendo pollo el día de Navidad.” Lo que sí reconoce sin problemas es el color del cheque mensual repleto de ceros. Dice que sus viejos están en Venezuela o por ahí, en cosa del petróleo, y que se fueron al poco de acabar la guerra, aunque no sabe cuál. Ha decidido que ya que estoy estos días por aquí celebremos mi cumpleaños, además del primero de mes, la depreciación de la moneda, los buenos resultados de la penicilina, la fórmula = E es igual a emecedos, y la deriva continental. Le digo que cumplo dentro de un par de meses, que por lo menos así era cuando no me saludaba nadie e insiste en que es una deferencia especial hacia mi persona porque igual no regreso más (me reducen la cabeza los jíbaros o terminan mis huesos en un penal de cualquier puerto marinero o sirvo de entretenimiento a un chamán salvaje) o lo hago dentro de otros veinte años y entonces seremos ya un poco más viejos. Ordena a Baqué que diserte durante diez minutos acerca de la toga virilis y todas esas tonterías de los romanos y sus acueductos y caminos. –Ya lo dijo Solón –dice Baqué, con su voz atiplada de profesor de instituto– hay que envejecer aprendiendo muchas cosas.
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Es un tipo interesante este Baqué. Se sujeta los pantalones con tirantes. Sentimental, suspendido en el aire, alma ingrávida, conciencia de la sociedad. Le recuerdo de la fiesta anterior. Iba para anarquista, con el pelo revuelto y la bragueta abierta, y se quedó de profesor torpe, de los que se tropiezan en la tarima. Doctor en filosofía, de los que dominan los latines y el viejo griego, su presencia enriquece mucho este ambiente desnaturalizado, aburrido y ególatra, y sugiere ensoñaciones tontas a las muchachas reclutadas por el Tuerto en las cafeterías de la avenida antes de
emborracharlas con sus licores de menta favoritos. Delgado, poca cosa, aparcado en una esquina, es el tipo clásico que pretende seducir a base de pena a las mujeres (siempre mayores en edad, en conocimiento de la vida y en estatura), que ven en él al intelectual que nunca soportarían en la cama. –Soy más sabio desnudo –confiesa a una muchachita de apenas los veinte, que se acerca a pedirle fuego. –Yo también –responde la chica–. Pero soy tan decadente que prefiero dormir vestida. –¡Oh! –declama entonces Baqué, simulando arrancarse el corazón–. Me siento en estos momentos más desgraciado que el eunuco Potino conspirando contra César.
La muchacha se vuelve a mí. –¿Qué quiere decir?
Me encojo de hombros, pero Baqué no está dispuesto a ceder la presa: –Que todo lo del vencido pasa al vencedor. Lo dijo Alejandro. –¿Tú eres ese Alejandro? –me interroga de nuevo la muchacha. –No. Todavía, no. –¿Y a qué esperas? –No lo sé. –¿Y cuándo lo vas a saber? –me pregunta demasiado arrogante. Es como una muñequita pintada por un escolar que acabara de robar su primer estuche de lápices de colores. –Igual mañana. –No sé si podré esperar tanto. –Seguro que sí. –No sé si te das cuenta, pero te estoy pidiendo fuego. –Me hago cargo. –¿Y eso te ocasiona algún problema? –Ninguno. –¿Entonces? –Los problemas me los soluciono yo mismo –le digo–. Evito dejárselos a los demás. Conozco el camino de los servicios.
–¿Y qué coño quieres decirme con eso? –presiento que la chica está algo confusa. –Que te laves la cara y no estropees a la naturaleza. –Si serás imbécil –dice la muñequita, y se va.
He alquilado para la ocasión un frac y el Tuerto, que es el propio de Aguirre y solucionador de sus rotos y descosidos, me condecora en la misma entrada del palacete (más que villa) que da al mar, con medallas adquiridas en los soportales de la Plaza Mayor, de Madrid, auténticas, de un coronel despechado o algo así por no alcanzar el ascenso. Llevo la Laureada y doce más pensionadas, que no impresionan a nadie, ni siquiera a la sirvienta portuguesa que recoge las suciedades del suelo para que no se esparzan al pisarlas.
El bueno de Aguirre viste smoking blanco. Parece el guardián del paraíso, un angelito de escayola. Doy un taconazo, agacho con servilismo la cabeza y le gusta. Nos conocemos de niños, de cuando robábamos sardinas en el puerto y veíamos bailar a los habituales borrachos de los soportales el día del Carmen, y el de Santa Rita y Santa Quiteria, la pobre santa que nació en el mismo parto con otros ocho hermanos. También pescábamos pulpos, y buceábamos en busca de estrellas de mar a las que sajábamos un apéndice para investigar, si como a las lagartijas la cola, la naturaleza lo repone de nuevo. Sus padres emigraron famélicos para hacerse ricos, y yo antes de los catorce ya me hice a la mar, ocultándome en el bote de babor de un cementero para que no me devolvieran a los frailes del reformatorio. Una camisa de chorreras, de cantante folklórico mejicano. Un reloj espectacular, como para cortarle el brazo, y un solitario rojo. Todo de estreno, auténtico, máxima calidad. Tiene una veintena de smokings en el ropero y treinta o cuarenta camisas más, pero no son de mi talla. Y una colección de bolitas de alcanfor esparcidas por si las polillas se confunden de armario. Parece un camarero de película muda. Se ha peinado para atrás, con una peineta andaluza, estirándose
el pelo antes de encolarlo con brillantina y una dosis reforzada de fijador verde. –Gracias por organizarme esta fiesta –le digo. –¿Cuántos años hace de la última? –pregunta. –Diez. –¿Y cómo terminó? –En comisaría. –Eres incorregible. ¿Todavía pretendes cambiar el mundo?
Me muestra el solitario. –Lo retiré de la casa de empeños. Debió de pertenecer a un zarevitz de esos que eyaculan en los cabarets de París. –Impresionante. –Me encanta inventarme la historia, ya lo sabes. –Lo sé confieso. –Al fin y al cabo la historia es una convención, ¿o no? ¿De verdad crees que existieron todos esos conquistadores que en los paseos tienen una estatua?
Se ríe. La depreciación le anima a comprarse un yatecito, de veinte o treinta metros de eslora. Lo atracará junto a la cabria, cerca de la fábrica de hielo. Me dice: –Estoy buscando un capitán que me lo hunda al salir de puntas. –¿Cómo lo quieres? ¿Manco, con garfio, o cojo con una pata de palo? –¡Coño! ¿Por qué te resulta tan deplorable que sea rico?
Es curioso. Mutamos nuestras vidas hace casi veinticinco años. No ha trabajado nunca, incluso para manejar sus inversiones precisa de un amanuense de manguito, un tipo pequeño y gris, que dejó el banco para llevarle las cuentas. Socialmente goza de una reputación intachable. Tiene las puertas abiertas de todas las habitaciones que se cierran a los demás. Nadie me queda más para compartir esta ciudad donde ambos nacimos. Mi futuro lo voy escribiendo en otras partes. A pesar de su insistencia en cederme la casita de la guardesa para mis días de descanso, prefiero el viejo
hotelito abierto al mar del paseo marítimo. Necesito sentir las embestidas violentas contra las rocas, cómo tiemblan las paredes entonces, cómo el suelo se convulsiona, más que el trino molesto de unos pájaros que se confabulan para confundirme la soledad. El mar es el mejor antídoto contra la estupidez. Lo que no comprendo de Aguirre es que si a mí a veces me cansa mi vida, que no es precisamente insulsa y carente de riesgo, no comprendo cómo a él puede seducirle algo tan exento de emoción como descubrir el sol todos los días del año pasado el mediodía.
Su amistad es sincera, de las que nunca quiebran, acaso porque yo sea su único amigo de verdad, el de toda la vida, el menos interesado en perjudicarle, el único que puede atestiguar en público su pasado sin brillo. Esto priva a los favorecidos por el destino: comentar que han sido pobres, que comían en los aledaños del puerto jureles crudos. No le producen ningún interés las ciudades donde arribo ni la mercancía que transporto ni los peligros a los que me enfrento. Soy la imagen que quiere él que sea. Incluso una de las veces que fui abordado por un grupo de piratas y tuve que hacer de nuevo uso de mi pistola (la noticia creo que salió en los periódicos un verano en que faltaban otras), se negó a escucharme. Me dijo: –Vosotros los estudiantes de teología sois demasiado pusilánimes y un poco sinvergüenzas. No estáis comprometidos con la vida moderna. –Aguirre –le dije– he navegado por todos los mares del mundo. Tengo diez hombres permanentemente a mi cargo, todos con el cuchillo en la boca, que igual que hoy me defienden mañana me degüellan, me cansan tus estupideces –¿Y qué diferencia hay entre las tuyas y las mías?
Sus fiestas son famosas en la ciudad. Corre el dinero. Whisky, licores, champán, mujeres, hombres, horas perdidas sin sentido, más mujeres, más whisky. Las bebidas se sirven en cubetas (realmente palanganas) para evitar que los invitados se lleven escon-
didas las botellas sin abrir para revenderlas en el mercado negro. Hay que tener en cuenta que acuden jueces, comisarios, médicos, procuradores de todos los tercios, abogados, empresarios, otros maleantes, lo más granado de la sociedad. Mi presencia resulta simplemente exótica: hago gala intencionadamente de unos modales bastos cuando no obscenos y de una pésima educación.
No soporto las banalidades.
Soy un tipo directo que termina siempre con magulladuras en las peleas.
Aguirre me exhibe para mostrar sus orígenes. Quiere que todo el mundo sepa que fue pobre como una rata. Esto se lleva mucho en su círculo: hay que vender la idea que gracias a la superación personal (y a la fortaleza moral del régimen, etc., etc.) un ratón puede ascender a rata y una rata a sentarse en el consejo de administración de las eléctricas.
Incluso un gato si se lo propone puede llegar a conejo. Y un sargento de primera a capitán de fragata.
Dice señalándome: –Aquí tenéis el mejor ejemplo vivo. Alguien que robaba sardinas conmigo, que se escapó del reformatorio, sin educación ni cultura, mal hablado y fullero, que casi le atrapan los guardias un día de niebla cerrada, es hoy capitán, nada menos que capitán, el jefe de estado de su barco.
Me aplauden. Saludo humildemente, con la mirada sincera de los pordioseros que mendigan a la puerta de las iglesias.
Sonrío otra vez más, agradezco sus deferencias, y compruebo que algunas mujeres se transmiten confidencias ocultándose los labios tras sus manos enguantadas. A los marinos nos precede la fama. Y a los marinos aventureros, más. El fango confunde las vergüenzas. Lo importante es la fama. Todos somos sifilíticos, tenemos la viruela estampada en un rostro curtido, mujeres y mancebos en los puertos, y cuando nos emborrachamos relucen las navajas o las seguras de los carniceros. He rajado a unos cuantos,
digo, mientras estrecho manos y agradezco las felicitaciones. Sí, señora. Igual a veinte. Cuente, cuente. Y es verdad. Se forma un círculo de muchachas insensatas (las que se presentan en sociedad este verano, en el tenis o en el náutico) a mi alrededor. De arriba abajo, digo como un autómata desagradable. No importa. La mar vuelve aventureros a las personas sin conciencia; además, somos tan románticos que la luna de las noches gaseosas nos inspira unos versos preciosos, sobre todo a los hambrientos asustadizos de ojos blancos que se cuelan como lo hice yo de polizones por toldilla.
Toda esta parafernalia me molesta pero en absoluto me humilla, al contrario, porque ¿qué más puede aspirar uno en su fiesta de cumpleaños que celebrarla en compañía de gente elegante, sabiendo que la resaca de mañana no le despertará en un burdel?
El Tuerto se me acerca, y me dice: –Hay un tipo que quiere conocerle. –¿Y yo a él?
El Tuerto se descentra. –No lo sé, señor. Yo soy un mandado. –Yo, también. –¡Oh, no señor! Usted en alta mar puede emborracharse con el único riesgo de caerse por babor, pero yo si me emborracho el señorito me pone en la calle.
El señorito es Aguirre.
El tipo en cuestión ha estado en Rusia, codo a codo con los nazis; le faltan el anular de la mano izquierda y los meñiques de abajo. Cosas de Sebastopol o de la nieve. Es un funcionario importante que no piensa jubilarse nunca. Se conoce todos los decretos de zonas devastadas todavía no derogados. Tiene la cara reseca. Me pide que le acompañe un momento fuera, al jardín, donde la brisa del mar refresca los atardeceres de la avanzada primavera.
Saca una pitillera de oro y me ofrece un cigarrillo turco.
–Fúmelo sin problemas de conciencia. Procede de un decomiso.
Expulsa el humo pastoso por encima de mi cabeza. Dice: –Estoy reclutando un grupo de acción.
Le miro directamente a los ojos. Le veo agitarse nervioso. Le saco la cabeza. Lleva una corbata italiana, y ese bigotito inmaduro que parece una calcomanía repetida en militares y especímenes del régimen. –¿Sabe usar un arma? –me pregunta en voz muy baja, casi en un susurro. Mira con recelo los setos del jardín, como si se hubiera dado cuenta en ese momento que por allí pudieran encontrarse parejas intentando adelantar la noche. –Por supuesto –le digo. –¿Y la posee en propiedad? –Me ofended usted. –¿Me lo garantiza? –Le doy mi palabra. –¿Ha disparado recientemente? –Afirmativo. –¿De verdad? –Es parte de mi trabajo. –¿Y ha matado a alguien? –Nunca detengo el barco para comprobarlo –contesto secamente. –¡Santo cielo! ¡Usted es el hombre que necesitamos! –Posiblemente –digo e intento separarme para regresar a la fiesta.
El hombrecillo me sujeta por el brazo, y me conduce a la esquina más alejada de la terraza. Gira la cabeza, como un conspirador que tuviera miedo de encontrarse con un enemigo de la causa. Tose o carraspea. Se asegura que no hay nadie más. Quiere hablarme al oído. Algunas voces de la sala llegan nítidamente, rotas por el tubo de escape de los pocos automóviles que transitan
a esas horas por las cercanías de la bahía. Los de la orquestina están probando el micrófono. Pretenden dejarnos sordos.
Dice: –¿Estaría usted dispuesto a participar en una misión especial?
Como a Aguirre le priva recuperar las emociones perdidas de la juventud en sus reuniones mezcla a individuos esquizofrénicos e incalificables (inventores estrafalarios, por ejemplo, o pintores cubistas de barba hasta las rodillas o delineantes acostumbrados a viajar a las ferias europeas a copiar a mano alzada la silueta de las máquinas herramientas) que dotan de un aire de locura a la fiesta, con auténticas fuerzas vivas de la ciudad. Hay que andarse con cuidado, porque lo mismo confundes al fiscal general con un descerebrado crecido en autoestima o con el interventor del ayuntamiento. Así que conviene no abrirse demasiado. Digo: –¿Oficial? –¡Oh, no! –dice el hombrecillo rápidamente–. Bueno, digamos que no y que sí. Ya sabe. –Explíquese –le digo, confiando que en su respuesta encuentre la posibilidad de emprender la fuga hacia el interior del salón.
El hombrecillo no está dispuesto a soltarme. –Es oficial, pero no es oficial. ¿Me comprende? –No. –Es que sí y es que no. –Sigo sin entenderlo. –¡Coño! –estalla el hombrecillo– ¡Pues está muy claro! ¡Hay que inundar la ciudad con proclamas contra el vicario! –¿Y por qué? –¡Porque no es de los nuestros! –Y si no es de los nuestros ¿de quién es? –¡Pues de los otros! –¿Y quiénes son los otros?
El hombrecillo tiene los ojos como platos. Grita confundido: –¡Lo otros son los otros! ¡Parece usted idiota!
Y se aleja verdaderamente enfadado.
Me doy un par de vueltas por el salón de baile que es más grande que una chaza de torpedos. Me cuesta imaginar que el Tuerto se suba a una escalera para limpiar los lagrimones de las cuatro lámparas del techo. Los cuadros de las paredes retratan a tipos despeluzados, muy serios y rígidos, que miran de frente sin ningún disimulo. Lo más sorprendente de todos estos fósiles son sus ojos escrutadores, vivos, aguileños, metálicos, duros, terribles, que aguardas con impaciencia parpadeen para retirarte rápidamente de su ángulo de visión.
Al solista de los mulatos no le impresionan en absoluto: se está enjuagando su enorme boca sonrosada. Rondará los cincuenta y el rojizo de su iris descubre los cientos de horas entregadas a las oscuridades. Tiene ese aire desgarbado de los caídos de culo y cortos de piernas difícil de olvidar, y más si han sido apaleados de jóvenes en la caña de azúcar. Viste como los otros, camisa de lentejuelas con volantes verdes, atada con un nudo, que deja el pecho al descubierto. Me acerco al altillo donde han colocado los instrumentos. Me saluda amistosamente y me dice: –He oído que usted es marino. –Sí, señor. –¿Marino de los primitivos? Ya me entiende usted, de los capaces de maniobrar una goleta. De los que determinan la hora de paso de la luna por el meridiano. De los que todavía creen que hay mundos nuevos por descubrir. –Me gusta tentar a la suerte, si a eso se refiere. –¿Aventurero? –Dejémoslo así. –Y sin escrúpulos. –¿Quién los tiene hoy en día? –Entonces ¿conocerá al capitán Leturia? –A furore Leturiorum, libéranos –digo. –¡Dios santo! ¡Sí que lo conoce! ¡Un auténtico cabronazo ese Leturia! Sí, señor. Hicimos algunas navegaciones bajo su mando.
¡Un hijo de perra! ¡Un maldito hijo de perra! ¡Nunca lo pasamos peor! ¡Un insensato y un loco! Creo que por aquí nació, que esta es su tierra. –Efectivamente. Nació en el interior. Marino de tierra profunda. –¡Un canalla, un miserable! –Diga usted más bien disciplinado. –¡Y una mierda! ¡Una escoria!
Se vuelve a los otros mulatos, y les dice: –Aquí, el compadre es amigo del capitán Leturia. El muy mal nacido gustaba enrolar paisanos que no le abrieran el vientre. Seguro que fue usted de segundo o de tercero. ¿Digo bien? –Dice bien. –¡Otro de su calaña! –Peor –digo–. Los de esta tierra si mandamos somos insoportables, y si somos mandados, más. –¡Madre mía! ¿Qué hacemos nosotros aquí?
El de la sordina me enseña sus dientes amarillos que destacan bajo su bigote más tiznado que su piel. –Dicen que ese Leturia pilló una enfermedad que le taladró el pene –comenta. –Eso ocurrió en Valparaíso, amigo –digo. –Pena que nos dio –dice–. Pero si se muere, se murió. –Se murió –digo. –Que guarden su pene en formol, amén.
Se lleva la trompeta a los labios. Y anuncia: –Va por él. Un homenaje, pero no un recuerdo.
Y emite un quejido con la trompeta.
El solista canta entonces en voz baja: se lo llevó la vergüenza ¡ay, mamita, que se lo llevó! sin atisbo de compasión disfrazado de mantequilla
¡ay, mamita, qué alegría! ¡por fin el cabrón se murió!
El solista termina el zurracapote, eructa sin ponerse la mano delante. –¡Por Leturia, y que se joda! –brinda. –¡Que se joda! –gritan todos.
Se santiguan, beben y les noto más contentos.
Soy el agasajado, aunque eso importa poco; me canso de estrechar manos y sonreír como un imbécil. Es una sensación extraña comportarse como un desconocido en tu propia ciudad. Lo cierto es que permanezco más tiempo fuera, que me bandeo en los arrabales de mil puertos mejor que en los propios de mi ciudad, así que a veces me sugestiono pensando que debo actuar como si hubiera arribado a una localidad distinta, y que las muchachas de cuello pálido y sonrisa misteriosa son en realidad caribeñas complacientes que no envejecen nunca. Luego, de un rato, noto una mano posándose en mi hombro: –Te nombro mi timonel señalero –me dice Aguirre. –Y ¿por qué? –Porque me da la gana. –Me ofendes –le digo–. Reconóceme capacidad para el mando, por lo menos. –Bueno, digamos que admiro tu esfuerzo por ascender en la escala social más allá de donde te corresponde. –Gracias –digo. –Es gratificante gozar de la amistad de un inferior, que encima me odia a muerte. –Reitero mi agradecimiento. –Además, un pobre dignifica a los ricos. Y yo soy rico. –Lo sé. –Muy rico. Que no se te olvide nunca.
Ha dispuesto, según los bailes tradicionales de la caballería Usa, una fiesta cuartelera en la que los licores se sirven en palanganas.
Dos preciosas muchachas disfrazadas de indias, con las piernas desnudas, falda marrón entreabierta hasta donde el pudor del régimen autoriza, con puntillas y una pluma en la cabeza, actúan de camareras encargadas de llenar continuamente las copas. La ilusión de Aguirre es vernos babeando, vomitando sobre la madera encerada. La palangana de ponche, la de coñac, la de whisky original, la de sangría a base de Rioja, la de agua para limpiarse las yemitas de los dedos. Todo como muy gilipollas.
Me acerco a una de las indias. –Hola –digo.
Me mira con cierta displicencia no exenta de curiosidad. Insisto: –¿Somos de la misma tribu? –pregunto. –Es posible. –¿Arapahoe? –¿Por qué no? –¿Comanche? –Demasiado salvaje. –¿Apache? –Quizás. –¿Sioux? –¿Qué le parece si le llamo Toro Sentado y me deja en paz? –Llámame Nube Roja. –Está bien, Caballo Loco. Rostro pálido que roba y miente, ¿qué desea tomar? –¿Entonces nos conocemos? –Depende de si está usted borracho o no. ¿Está usted borracho? –me pregunta de golpe con una sonrisa cautivadora. –Todavía, no. –Entonces no nos conocemos. –¿Y si lo estuviera? –Le diría: “¡Oh, señor! ¡No sabe usted lo que disfruté ayer en su compañía!”
–¿Y disfrutaste? –Estoy convencida de ello. –¿Qué te parece si repetimos? –Bueno, si no hay más hombres en el tipi para elegir no me queda otro remedio.
Un tipo tieso, medio enfermo, de chaqueta y corbata, con unos pantalones estrechos que acentúan la delgadez de sus piernas, se acerca despacio a la palangana de whisky. Controla que nadie le vigile desde los grupos formados en el salón. –Lo quiero de Malta –dice.
Se vuelve, y me informa: –Todo lo que se sirve en esta casa es de primerísima calidad. Puede beberse sin miedo. Yo prefiero el de Malta al de Kentucky. El de Kentucky sabe unos días a cañería oxidada y otros a vigas viejas de cuadra. ¿Qué opina usted? –Que tiene usted razón –digo. –El de Malta es más suave y destroza menos el hígado. –Lo mejor, que todo es auténtico –digo. –Es que ese Aguirre es un anfitrión excepcional. Nada de mezclas explosivas de frasquitos de esencia con alcoholes de baja calidad. –Lo sé, lo sé. –¿Y cómo lo sabe usted? –Porque yo también tengo algo que ver en el asunto.
Me mira un poco asustado. –¿No será usted el que ha introducido toda esta mercancía de contrabando, verdad? –me interroga luego directamente. –Lo soy –digo. –¿Y lo confiesa así, por las buenas? ¡Qué descaro! ¿Confiesa que no la ha declarado en aduana? ¿Que ha eludido el pago de impuestos? ¿Pero sabe con quién está usted hablando?
Se me presenta entonces como inspector de hacienda. No reflejo sorpresa en absoluto: estoy curado de espanto. Soy también
el encargado de suministrar a la fiesta el tabaco rubio auténtico americano, el que no se adquiere en los estancos. Lo noto alicaído, triste, seguramente ha tenido un día aciago. Necesita beber para aparcarse la melancolía. Los dedos amarillos por la nicotina. –Por supuesto que no lo he declarado –le digo con firmeza–. ¿Cuál sería entonces mi mérito? Eso lo hace cualquiera. –¡Santo cielo! –exclama– ¡Qué desvergüenza la suya! Siempre he imaginado que ustedes los marinos respetan un código de honor. ¡No me imaginaba que fuera además de aventurero, contrabandista! –Vivimos tiempos difíciles y en los tiempos de penuria los hombres de bien nos dedicarnos a todo tipo de negocios. –¡Qué desfachatez! ¡Es usted un auténtico sinvergüenza! –¿Qué hay de malo en ello, señor? –digo, como quitándole importancia al asunto. –¿Me lo pregunta usted en serio? –¿Hay otra forma de hacerlo? –¡El contrabando es ilegal! –Lo sé. –Está prohibido por el régimen. –Naturalmente. –¿Lo reconoce y no le importa confesármelo? –Quien formula la pregunta es cómplice de la respuesta. –Cagüenlaputa –me dice entonces algo desolado–. Un tío me la ha pegado esta misma mañana. Estoy convencido que me ha ocultado el stock en un doble fondo para que no pudiese valorarlo. ¿Pero cómo probarlo? Si me hago con una taladradora, le exprimo hasta los huevos. Cagüenlaputa, no sabe usted cómo me fastidia recordar su sonrisa de oreja a oreja. ¿Usted nunca se ha sentido engañado mientras le engañan? –Muchas veces. –¿Qué una mujer le niega la mayor cuando sabe usted que lo está deseando?
–Es lo habitual. –¿Y cómo reacciona un marino en esos momentos? –¿En tierra o en mar? –Comprendo. Usted quiere impresionarme. Quiere hacerse pasar por un hombre de acción capaz de abandonar al contramaestre en una isla desierta. –Mantener la disciplina en alta mar es imprescindible. –Dicen que en la mercante portuguesa azotan a la tripulación desleal. –Dicen –digo. –¿Y qué me cuenta usted del pase por la quilla? ¿Todavía se ejecuta en esos países primitivos de Asia y por ahí? –Y el abandono en una isla desierta. –¿Lo ve usted? –se le iluminan los ojillos– Algo así debería permitirnos el régimen para acabar con tanto defraudador camuflado de empresario.
Baqué aparece después de tropezarse con tres o cuatro señoras. Ya ha bebido lo que aguanta. Le falta una gota más para desabrocharse de nuevo la bragueta. Ha escuchado la conversación y no puede reprimirse. Engola la voz como un lector en el cenobio. Dice: –Lo dijo Bias de Priene: siendo pobre no censures a los ricos, a no ser que saques provecho. Y corrijo yo: siendo inspector de hacienda no machaques a los empresarios que son los que te dan de comer.
Se niega el inspector a beber el whisky en taza. –Me parece muy bien –aprueba su actitud Baqué–. La educación es lo que nos diferencia de los animales –sentencia que para eso es un pedagogo de prestigio–. Los animales beben en cualquier recipiente, hasta de las charcas embarradas. No tienen clase. Por eso siguen siendo animales. ¿Sabe alguien de un animal que haya inventado la radio galena? ¿Y qué me dicen ustedes del tenedor de cuatro púas?
–¿Sabe usted lo que es la hacienda pública? –dice entonces el inspector en voz alta para que se enteren todos los del corro. –¿Claro que lo sé! –grita Baqué– ¡La oficina donde ustedes se reparten el dinero o se lo juegan a las cartas! ¡Pero este señor seguro que lo desconoce! –Soy marino –intento disculparme–. Sólo me manejo con portulanos y cartas náuticas. –¿Lo ve usted? –Eso le salva de verse empapelado –se encuentra el inspector fuera de lugar, me parece que próximo a perder el equilibrio–. ¿Quién va a exigirle a usted una paralela? ¿Eh? ¿Cómo? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Me mira con cierta irritación. Añade gritando como un poseído por el demonio: –¿Quién coño va a remitirle a usted un requerimiento si carece de domicilio fijo? ¡Dígamelo!
Bebe el tercer trago. Y a continuación el cuarto. Levanta la copa y contempla su transparencia. Pide que se la llenen de nuevo. Los ojos ahora parece que le chispean algo más agradecidos. Hace ademán de ponerse a cantar la clásica canción de apagar la luz que se aprende en los colegios, pero una mujer alta, rubia, con las mejillas encendidas, demasiado ceñida para disimularse las gorduras, aparece presurosa para retirarle del corro. Dice: –Discúlpenle. Se está medicando. El pobre tiene una dolencia hepática que le consume. Fuma mucho, la bebida la encaja mal.
Se dirige a mí apesadumbrada: –Casi le amarga su fiesta. Lo siento. –No me ha molestado en absoluto –digo–. Al contrario, me resulta una persona muy educada y de convicciones, con un punto de vista muy interesante acerca de los recursos del estado. –¡Ah! Gracias –dice la señora visiblemente agradecida–. Eso es un elogio viniendo de un hombre de mundo como usted.
Le retira sin miramientos la copa de la mano, y dice:
–Vamos, cariño, a bailar. ¡Tocan la nuestra! –¿Y cuál es la nuestra? –protesta el inspector, guiñándonos el ojo antes de dejarse llevar.
El corro lo formamos en ese momento Baqué, un tal Pisón, un juez llamado Juaristi y yo. A veces entra el camisero –una bolita graciosa de carne blanda– que le confecciona las chorreras al bueno de Aguirre, también el de la tienda de ultramarinos de la esquina invitado como agradecimiento a su detalle de suministrar a las criadas el kilo corrido, el capitán de navío jefe de la comandancia de marina, un coronel, un funcionario de correos y gente de esa calidad. Pican un poco de la conversación y se van. Hay muchas cosas trascendentes en el mundo que deben resolverse sin demora. Por ejemplo, acabar con los rusos sin lanzar la bomba atómica, porque si no acabamos con los rusos los rusos acabarán con nosotros lanzándola ellos.
Uno que se me presenta como general en la reserva, me dice: –Joven ¿ha recalado usted en algún puerto soviético?
Para hablarme se pinga unos centímetros. Compruebo que un general sin uniforme es más bien poca cosa, un par de bofetadas y poco más. El día que se supriman los uniformes como consecuencia desaparecerá también la escala de mando. Sería bueno empezar por ahí. El hombre va muy estirado, preso en su americana de jefe de sección de esos grandes almacenes de escaleras mecánicas. –Muy a menudo. –Sepa usted joven que eso está rigurosamente prohibido por el régimen. –Navego bajo bandera de conveniencia. –¿También bajo esa maldita hoz y martillo? –Donde me mandan, voy, señor. Mañana estoy con un consignatario y pasado con otro. Griego o panameño, es igual. Las banderas de los barcos en tiempos de paz son para mí simplemente trapos rotos si los ha rasgado la tormenta.
–¡Cómo se atreve usted, joven! –grita algo sofocado el general– ¡La bandera es lo más sagrado de la patria!
Bebe un buen trago de brandy, y cuando parece que va a escupirme toda su furia contenida, baja la voz, se pega a mi lado, y me dice: –Cuénteme algo de las ucranianas, ¿eh? ¿Son tan macizas y campesinas como nos las pintan? ¿Más hembras que nuestras mujeres? –Más –le digo–. Dulces y enamoradizas, se vuelven locas por los latinos. –Cuente, cuente. Buenos colchones, supongo. –Y muy necesitadas. –¡No me diga! –está visiblemente emocionado– ¡Muy necesitadas! ¡Qué bueno! Es que los latinos jugamos con ventaja, ¡estamos muy bien preparados! Ya sabe a qué me refiero. Somos la reserva de occidente; fogosos, pero la reserva de occidente. Impetuosos también, ¡pero la reserva de occidente! Me atraen especialmente las de la pañoleta en la cabeza. –Es que allí hace mucho frío. –Claro, lo comprendo. ¿Usted habrá experimentado con muchas, verdad? –Lo que yo le diga. –Igual hasta cien. –Es difícil llevar la cuenta. –Ya me parecía a mí que unas hembras tan rollizas necesitan hombres ardientes. Y si piden guerra ¡los latinos vamos a la guerra olvidándonos de armisticios y tonterías de esas!
El llamado Pisón es un tipo despierto, un diplomático de los que miran de reojo el culo a las camareras cuando lo que quieren ellas es que les mire las tetas. Hemos coincidido en el tiempo en alguna de las ciudades donde ha sido cónsul. Sugiere un nuevo tema de conversación:
–Me permito recordarles que el matrimonio como estado es insuperable. Por eso no me he casado nunca.
El juez Juaristi escupe la hebra de tabaco, y dice: –¡Ya estamos los solteros dando envidia a los casados!
Juaristi domina también seis o siete idiomas y tiene memoria fotográfica. Es un hombre mayor propenso a escorarse a un lado, aunque siempre recobra la vertical. Sus considerandos los redacta en un café del centro a las tantas, a la hora del cierre, con un camarero que sabe de leyes como ayudante.
Pisón me hace un aparte: –No se fíe usted de él. Parece un menesteroso pero es de buena familia. Si coge un hilo no se detiene hasta desmadejar el ovillo. Barre los rincones. Tenga cuidado, que hoy comparte con usted en la calle los cánticos de madrugada y mañana le encierra por alterar el orden público. ¿Sabe usted por qué es peligroso? Porque no tiene precio. Y lo peor en esta vida es toparse con alguien que no se pueda comprar. Encima es un sibarita que desprecia a la humanidad entera. Le gustaría vivir en una isla como un aborigen, desayunando langosta y cenando angulas. Creo que tampoco hace ascos a los centollos y las cigalas. –Incalificable –digo yo. –Algo así. –Burgués. –No lo sabe usted bien. –Me parece que ustedes hablan de alguien que conozco muy bien –dice el juez volviéndose a nosotros. Luego se dirige a mí en concreto–. Jovencito, lo que usted hizo con aquellos piratas en Malasia no fue conforme a derecho. –También lo creo yo así -digo. –¿Y por qué lo hizo? –¿Es un interrogatorio? –Un intercambio de pareceres. –¿Prefiere conocer el móvil o el motivo?
–Hay un derecho marítimo y un derecho universal, jovencito. –Intentaron abordarme. Fue en defensa propia. –Siendo así, tenía que haber acabado con todos. –Eso hice, señoría. Hundí también su bote. –Coño –se sorprende–. Eso no fue lo que publicaron los periódicos. –No había ningún periodista allí. –¿Entonces me asegura que no hubo supervivientes? –De haberlos los tendría ahora enrolados como marinos en mi tripulación. –¡Dios santo! ¡Usted sí que es un hombre de principios! Le admiro, jovencito. ¡Liquida a las hormigas y aplasta el hormiguero!
Pisón ha encontrado la vena para disfrutar un rato. Dice: –Aquí, el señor juez, una vez se puso a hablar en tagalo a unas sudamericanas y como aquello no funcionaba lo hizo luego en alemán. ¡Las pobres estaban asustadas! Ellas sólo querían lo que querían, expresar los jadeos en castellano, pero el juez estaba empeñado en alcanzar los matices de aquel idioma extraño que hablaban las chicas para practicarlo esa misma noche. –¡Qué chispa le saca usted a la vida! –dice el juez– Lo que no le exime, por supuesto, de considerarle sin atenuantes un desviado melancólico. –¿Un borracho, quiere decir? –Esa es la expresión correcta. –Además –dice Pisón guiñándome un ojo– lo hace con preservativo. –Sepan ustedes que me los traen expresamente de Francia, caballeros, porque aquí está prohibida su venta. ¡Y un juez debe ser el primero en acatar las prohibiciones!
Se adhiere don Donato. El hombre está de vuelta de las cosas. Cuesta reconocerle. Ha menguado como las uvas que se dejan secar en los desvanes. Le saludo afectuoso. Sigue viviendo en el barrio donde el bueno de Aguirre y yo nos criamos, el que des-
emboca en el puerto. Siempre abierta la puerta de su casa (sólo la cerraba entonces para dormir), atendía a cualquier hora, de día y de noche, lo mismo fueran paperas como una infección en la punta del pie. Un cestito de mimbre en el hall, lejos de su cuarto de trabajo (el dinero parecía molestarle), recogía lo que buenamente entregaba cada uno como precio de la consulta. Aguirre y yo más que dar cogíamos: tanta caballa y tanta sardina basta y barbada necesita alternarse con algo de picadillo, aunque fuera de verraco meado. Le digo: –En mis navegaciones le recuerdo a usted a menudo. –¿Eso es bueno o malo? –Hay tantas estrellas en el firmamento que en las guardias me entretengo poniéndoles el nombre de las personas buenas que he conocido. –Seguro que te faltan estrellas –dice tímidamente. –Me sobran todas, menos una.
Parece ruborizarse. –Quizá sea ese recuerdo tuyo mi único equipaje cuando pronto me vaya de aquí –me dice con ese aire humilde que en absoluto han alterado los años. –¿Sabe usted que Aguirre y yo acudíamos a su consulta para robarle las monedas del cestito? –Lo supongo. Dos muchachos sanos, hambrientos y sucios ¿qué pintan en una consulta de viejos tosiendo? –Lo mismo que usted aquí ahora. –¿Nada, verdad?
Mariluz, o como se llame ahora, se cuelga de mi brazo. Me ha reconocido y yo a ella también. Lleva unos ligueros importados de Berlín. Dice que el periodista que la mantiene está en las últimas, que no cree que pase del próximo invierno. –No lo siento lo más mínimo. Simulo que disfruto, pero es como fumarse un cigarrillo húmedo. Es un vividor al que sólo le gusta comer gratis y echar champán por el escote a las de dieciocho años.
Le digo que lo deje antes, que evite andarse con disimulos. Que lo devuelva al mar como al pescado sobrante que carece de venta. –Prefiero aguantarle estos pocos meses que le quedan, ¿sabes? Las viudas tienen un gancho especial, aunque sólo sea porque a los tíos os gustan las comparaciones.
Lleva el pelo corto, las pestañas y las cejas entintadas que acentúan una mirada lánguida de visitante de cementerio, los pechos aplastados como si quisiera pasar por un garçon de conquista por los barrios bajos. Como siempre.
He oído que te vas cura. –Eso te confesé cuando teníamos doce años. –¿Te vas o no te vas? –Sí –digo–. Me vino el pronto interpretando al sepulturero en Hamlet : "El agua, caballero, es el gran destructor de estos trastos de cuerpos muertos." –¡Caray con el puto ese! ¿No ha escrito algo más alegre?
Le digo que Hamlet escribió un montón de obras. Abre la boca para mostrarme el engarce de oro.
Y dice: –¿No será de él eso de la cantante calva que se está peinando? –No, esa es de otro. –Pues me gusta más ese otro, qué quieres que te diga. ¿Me lo vas a presentar?
Me besa en la mejilla. –¿Cuando llegues a papa te casarás conmigo? –Sí. –Porque llegarás a papa, ¿verdad? –Claro. –¿No me engañas? –Sabes que no. –¿Y si te quedas en obispo? –También en ese caso. –Sabes que soy muy, muy, ¿cómo decirlo?
–Puta. –Bueno, también, pero eso es lo de menos. –Lo sé. –Jodé, tío. ¿Tanto te gusto? –Mucho. –¡Qué bueno! –dice ilusionada–. Si te metes cura ¿te importa que me meta yo monja?
El bueno de Aguirre se acerca, ha escuchado parte de la conversación, la pellizca en el culo, y dice: –Este verano si encuentro un capitán en condiciones invitaré al clero a mi yate.
Me da una palmadita en la espalda, y añade exento de petulancia: –En tiempos de Julio II mi familia compraba cardenales. –¿Y ahora? –Ahora, también, no te jode. Pero sólo a los que manejan los dineros.
Me guiña maliciosamente un ojo, y añade: –A Julio II le gustaban también las sardinas.
Un tal Mendívil (que no conozco de nada) introduce por sí mismo, a pesar de las protestas de la india, la cazoleta en la escudilla del coñac y se sirve una taza. –Es francés –dice nada más mojar los labios–. Un Napoleón con muchos huevos.
Dice luego que ha renunciado a los campos de trabajo de Jóvenes Cristianos, que ya no se va a Bélgica. –¿Sabes? –se dirige a mí con la mayor confianza, como si nos conociéramos desde antes de haber nacido–. Querían que retejara un castillo medio derruido. Para un marqués o un conde, un desgraciado de esos. Pierden una guerra y los que hemos perdido otra tenemos que ponerles el tejado gratis y comernos su estiércol. Yo, que soy republicano. Si serán cabrones estos europeos.
Se tira en un sofá y bebe con deleitación.
Aparece de repente Zubeldia. Se acerca al grupo donde de nuevo me he incorporado. Pisón me anuncia: –Es un genio loco. Más genio con la lengua que con los pinceles. En cualquier caso un genio. Loco, pero genio.
Pequeño, la barba blanca en la medida de lo posible y sucia, la chaqueta desgastada, huele a cuadra, los zapatos sin cordones lo que induce a pensar que en cualquier momento terminará rodando por el suelo. Su voz es profunda, cortante; suelta las palabras como si realmente le escocieran. –¿Dónde cojones está ese miserable de Martínez? –nos grita a los del corro.
Pisón le detiene: –Te presento al homenajeado –dice por mí.
Me mira el genio como si viera por primera vez a una persona normal en su vida. –¿Te han dado ya el dinero? –me pregunta de forma inquisitorial. –¿Qué dinero? –Cojones –dice molesto– a casa de Aguirre se viene a por dinero. ¿Has traído la hucha? Si no tienes hucha, pasa la bolsa. Todos los que estamos aquí venimos a pedir. Lo importante es poner la mano a tiempo.
Se vuelve a la sala. Y grita: –¿Dónde se esconde ese mal nacido de Martínez?
Abre una puerta y cierra otra. Luego que lo descubre se lanza a su cuello poseído de una extraña fiereza. –Los del régimen me habéis puesto un tío pegado a mi sombra –grita el genio desaforadamente. Se mueve como un muñeco del guiñol. Sólo le falta un bastón en la mano derecha para asestar el golpe definitivo, ahora que la tiene levantada–. ¿Qué pasa? ¿Habéis recuperado la maldita Inquisición? Ni que fuera yo importante. No puedo ir a mear porque lo tengo clavado a mi espalda; no puedo salir de noche porque me confundo de sombra. ¡Me
censura hasta los sueños! Los del régimen pretendéis penetrar en mi cerebro para haceros con mis geniales ideas. ¡Cabrones!
El comisario Martínez parece tranquilo, como si aquello no fuera con él. La barriga pronunciada de burgués bien alimentado denota su enorme satisfacción. Alguien del corro dice que vive bien porque su mujer se ha hecho vieja y ya no le molesta. No puede ascender más, así que tampoco necesita emplearse a fondo para descerebrar advenedizos. –¡Estoy hasta los cojones del régimen! –protesta de nuevo Zubeldia. –Yo también –confiesa tranquilamente el comisario, desarmándole. –¡Sois un atajo de indocumentados! ¡Unos ilustrados sin estudios! –Estás fichado, Zubeldia –el comisario lo anuncia sin acritud, está cansado de tantos gritos e insultos–. Tienes un expediente abierto por vago, maleante y disidente político. Cosa fina. –¿Y quién no? –Mi obligación es detenerte, pasearte un ratito por comisaría para que se te ablanden los dientes. Y fusilarte. Ya me entiendes. ¡Regalarte la posteridad! Un mal pintor fusilado es un artista sublime sujeto a interpretaciones metafísicas cuando cambia el régimen. Todos los pintores mierda queréis que os fusilemos, pero no puede ser. Soy muchos y no hay balas para todos. Así que agradécemelo que lo haga contigo. Es un detalle de amigo. Para celebrarlo, emborráchate de champagne francés, del bueno, del que quita los venenos de la cabeza. Te acompaño en la primera copa. –Prométeme antes que me retiras la sombra. Ya tengo una y no necesito dos. –Prometido.
Me dice Zubeldia con los ojillos picarones: –Soy como el pejesapo, atraigo a las presas curiosas a mis cuadros con mi luz incandescente.
Luego de un rato el comisario se dirige al corro, espera a que el bueno de Aguirre nos presente y me dice: –Así que usted es el que sabe eso de las leyes de la dialéctica aplicadas a la materia y lo del salto cualitativo. –Brusco –añado. –Un comunista, vamos. –En la mar hay mucho tiempo para estudiar, y yo estudio. –Entre abordaje y abordaje, supongo. Se oye decir por ahí que usted es un pirata, un pirata comunista, pero pirata, alguien profundamente desagradable. –Todos en el fondo somos piratas y profundamente desagradables. –Coño, coño, esa idea parece merecedora de discusión. Hábleme algo de Marx, hombre. –¿Qué quiere que le diga que usted no sepa?
Baqué interviene, echándome una mano: –El hombre reducido a la función de una máquina; entre el poder y los ciudadanos debe establecerse un contrato. –Vale, ya –dice el comisario, algo asustado–. Nos salió el profesor de derivadas. Bebamos y celebremos el feliz acontecimiento de que ya tengo otro individuo a quien llevar a comisaría en la próxima revuelta.
El camarero vacía los ceniceros. –¿Se va a dejar usted fichar? –me pregunta Pisón. –Por supuesto –digo–. Soy un hombre de conciencia. –¿Y qué va alegar usted, si me es dado saberlo? –Que soy el resultado de un coito equivocado. –Eso, le advierto, no constituye ninguna novedad. Todos de alguna forma lo somos. –Entonces, simplemente, que soy carlista e isabelino. –Alegue también que no puede ser republicano porque todos los republicanos están en Méjico con Zapata. –Zapata murió en 1919 –le corrige Baqué. –¿Y qué? –replica Pisón–. Eso la policía no lo sabe.
Adosadas a un lateral del salón hay dos consolas de mármol con adornos dorados. Como si asistiera de espectador a una película miro las figuras reflejadas en el enorme espejo, también de marco dorado, que casi alcanza el techo. Creo descubrirme allí, en un ángulo perdido. Parezco Velázquez entre meninas algo más creciditas.
Me asomo de nuevo a la balconada de la terraza. El mar se deja morir en la arena. Es esta pasividad maliciosa del mar la que me seduce. O la que me conmueve. Podría romperse con el pronto violento de un hombre pacífico y recuperar lo que le han robado. Sin embargo, retorna de la arena dominado y vencido.
La vista es estupenda. La villa (mejor palacete) del bueno de Aguirre está rodeada de jardines, perfectamente cuidados, en la mejor zona de la ciudad. Al pie de los jardines, la calle, y luego la playa. Desde el sótano de la villa puede accederse a la playa a través de un pasadizo secreto, cerrado con una verja convenientemente disimulada. Se siente la humedad en la boca del pasadizo.
No nos conocemos, pero un hombre solitario en la terraza mirando a la incipiente luna resulta algo seductor para las mujeres sin pareja. Se acoda a mi lado. Le calculo los treinta. –Me gustaría pasar a la posteridad por inventarme una frase rotunda, salvaje -me susurra al oído–. La historia está llena de citas impresionantes. –Todas las frases son importantes si sirven para algo -digo. –Jodé. Me temo que acabas de pasar a la posteridad.
Nos reímos. Me agrada su compañía. Igual consigo permanecer a su lado unas cuantas horas. Lleva un vestido negro, largo, precioso, que deja los brazos al aire. Descubro su espalda desnuda. Se baja uno de los tirantes y me muestra sin recato y para no perder el tiempo con sutilezas, un pecho redondito, duro, moreno. Le beso el pezón, se lo muerdo con delicadeza. –Dime otra frase rotunda. Y así descansas –me dice. –Si dejas para mañana lo de hoy nunca llegas al día siguiente.
–Oye, majo, ¿te crees tú que yo necesito pensar esas excentricidades con este cuerpo que tengo? –y se ciñe las caderas, alejándose al momento perdiéndose entre la gente. –Has hecho llorar a la nena –me dice una de labios muy pintados y de ojos excesivamente negros, que está sentada en un banco de piedra. Seguro que ha salido para aliviarse del mareo. –Me sorprende –digo–. Parece una mujer independiente. –Quizá le hayas pedido algo que ella no te pueda dar. Y yo sí. –¿El qué? –Vamos, ven.
La villa del bueno de Aguirre es enorme. Tiene un pasillo largo y un sin fin de habitaciones a ambos lados. Doce o trece. Igual alguna más. Eso en la segunda planta, que luego hay una tercera.
La escalera es de mármol. El techo está pintado al óleo, con alusiones mitológicas. Una colección de cuadros figurativos se exhibe en las paredes. Luego, en el segundo de los descansillos, una muestra de fotografías en blanco y negro recoge a parientes más o menos próximos de los anteriores propietarios que Aguirre hace pasar por suyos.
Abrimos una puerta y encontramos la cama ocupada. Abrimos otra y lo mismo. Protestan con razón porque les molesta la luz del pasillo. Abrimos otra más y nos disculpamos. Y otra. Y. Tras la última de las puertas, descubrimos a la abuela del bueno de Aguirre postrada de rodillas a los pies de la cama rezando sus oraciones. Tiene cara de alabastro y está como en trance, algo encogida, con los brazos en cruz. Parece como si hubiera mermado de repente. Me da miedo que nos tome por una visión y empiece a proclamar las bondades del cielo en plan histérico y todo eso.
Unas cuantas velitas encendidas encharcadas en aceite confieren a la habitación un aire entre fantasmal y surrealista. –¿Te atreves ahí? -dice mi recién conocida compañera señalándome la cama. –¿Y qué hacemos con la vieja?
–¿No te parece una experiencia existencial?
Comienza a soltarse el vestido. –Déjalo –le digo–. Me da corte. –¿Por qué? –me dice ella, comenzando a retirar la colcha–. En peores lugares lo habremos hecho, ¿no? El llamado Mendívil aparece de improviso. Dice que acaba de abandonar a su mujer por sexta vez esta semana, y que está necesitado. Me da una palmada de colegas en la espalda. –Podemos llegar a un acuerdo. Si no la quieres tú, me la quedo yo -dice. –No sé qué decir. –Y si no, yo –dice el juez que anda por allí husmeando. –¿Vienes o no vienes? –insiste la muchacha. –La vieja –intento disculparme. –Anda, ya. Lo harás mejor sentado en el retrete. Y solo. Pero baja la tapa para que no te cueles dentro.
La pelirroja que ha seguido a Mendívil hasta el piso de arriba, me confiesa al sentirse despechada: –¿Por qué los hombres tenéis derecho a elegir y no las mujeres? –Por los tercios de Flandes –digo yo. –¿Y eso? –Un derecho de conquista. Es cosa de la historia. –Entonces, ¿qué hago yo aquí?
Pelirroja de mirada extraña y labios provocativos, me dice que es escultora. Que hace unas cosas guapas que nadie entiende. Le han prometido la compra de una especie de cubo cuadrado algo esférico para un ministerio o una casa de esas que siempre están cerradas. –Ya sabes –me dice sonriendo–, hay gente muy entendida en arte. –Y a la que le sobra el dinero. –Bueno, eso no está mal.
Tiene un proyecto a base de muelles de colchón, que el bueno de Aguirre igual se lo promociona ante una marchante catalana, que es la que maneja todo el cotarro del arte y sus derivados. –¿Vienes mucho por aquí?
Le digo que soy como de la familia.
Me pregunta qué hago en la fiesta y le digo que celebro mi cumpleaños. ¿Cuántos? –A partir de los treinta cuenta los que quieras. –¿De dos en dos? –Qué más da. Ya tengo uso de razón.
Hablamos de su infancia, que por supuesto es muy triste. Como me disgustan las competiciones de tristuras nos arrimamos para no parecer estúpidos. Nos besamos, y llegamos a la conclusión de que tenemos tantas lecturas en común y tantas ansias de superación que estamos hechos el uno para el otro.Así que a partir de esa misma noche viviremos juntos los pocos días que me quede en la ciudad. Me dice: –Si te parece, nos perdemos un rato por ahí. –¿Y qué harás luego cuando me vaya? –Terminaré con todos los jergones de la ciudad.
Se ríe y me cautiva su risa franca y abierta. Cuando terminemos la copa jugaremos al escondite.
Luego de un rato, Mendívil aparece corriendo. Está algo asustado. Me dice: –Cacho cabrón. Esa que me has cedido es un tío con un buen armamento cargado de matices. –No es posible. –Ahí lo he dejado con la vieja cantando rancheras. –¿Y el juez? –Creo que está tocando el contrabajo.
Una de las muchachas, de menos de dieciocho, se introduce en la cocina y pide que le sirvan un vaso de leche. Ha cogido casqueta. Se pone a llorar. Quiere fregar las escaleras para sentirse
útil. Quiere quitar una telaraña que ha descubierto, tender las cortinas.
Definitivamente pasamos a la playa, que al fin y al cabo está al otro lado de la calle. Estoy interesado en la vivencia del pasadizo, pero el bueno de Aguirre me dice: –La última vez que fue usado ocurrió cuando lo de los franceses, Goya y toda esa mierda. –Vale –digo–. Imagínate que soy Fernando VII. –Y yo, Godoy, no te jode.
Nos bañamos desnudos.
El agua está apacible, aunque fría. Pero sólo es la primera reacción. Luego, el rumor de las olas en el silencio de la noche te sobrecoge el ánimo. El faro del acantilado nos envuelve de luz cada veinte segundos.
La escultora pelirroja, me dice: –¿Nos alejamos de la orilla? –¿Hasta dónde? –Hasta donde me alcances. –¿Y si no te alcanzo? –Vamos, tonto, que me dejo coger.
Comienza un largo en crol. Es una excelente nadadora. La sigo a distancia. Cuando llego a la isla me dice riéndose: –¿Te quedan fuerzas? ¿Te atreves ahora?
Me atrevo.
La orquestina de mulatos suena dulcemente en las aguas dormidas.
Regresamos al salón. Me fijo que uno de los mulatos tiene la nariz chata de boxeador y la cara más tiznada que los otros. Descubro que apenas sabe manejar las maracas. Se mueve bien en la sombra, con cierto aire afeminado, pero con las maracas no se luce. Además, es canijo, poca cosa, peso pluma o welter, qué sé yo. Pienso que en esto de la degeneración de la raza gran parte de culpa la tienen nuestros abuelos por haber permitido el mestizaje
a tantos sementales sin control de calidad. Pero entonces me busco de nuevo en el espejo y me asusto: yo tampoco sé tocar las maracas. Pero no soy mulato. O creo no serlo. El cantante solista ataca una nueva canción: el neguito y la neguita se prometieron para siempre, para siempre, para siempre como si siempre fuera eternidad el neguito y la neguita descubrieron, ¡ay! que siempre el siempre tiene un comienzo y ganas de terminar
Suplico a la india que mezcle una pizca del contenido de cada palangana; que dance a Manitú o a quien sea para que se me vaya el dolor de cabeza. Tengo que recobrar las fuerzas gastadas. Unas gotas de pipermín.
Cuando la luna llena decide esconderse, los bomberos alertados por los primeros paseantes de la mañana, nos bajan con esfuerzo del árbol a la escultora y a mí, que todavía permanecemos abrazados, como si fuéramos un par de gatos perdidos.
Uno de los paseantes comenta que a estos degenerados hijos de rico, de vida fácil, habría que fusilarlos.
Creo que no le falta razón.