19 minute read
En el frente
En el frente
Y seguía nevando.
Advertisement
Hermano salió a desperezarse fuera de la trinchera, gritó más para hacerse oír su propia voz que por espantar las parejas de cuervos que todas las mañanas merodeaban por las alturas y se puso a auscultar el horizonte con sus sucios prismáticos de campaña. Dijo: –Esa maldita montaña donde se resguarda el enemigo.
Y compadre García, que por pastorear rastrojos de civil conocía de escarchas y menguantes, dijo: –Otro día turbio. ¿Será cierto que existe el sol en alguna parte del mundo?
Atrincherados en un punto sin retorno, en una tierra desconocida y hostil, un extenso mar marrón de barro y nieve sucia, sin más límite que la montaña levantada en medio como un decorado de cartón, los soldados tenían el convencimiento de participar en un operativo importante.
Su última orden recibida antes de quedarse a la intemperie había sido: –Me guarden la posición.
Y la guardaban.
Vieron después de aceptar la orden, cómo el capitán se dejaba ensalivar las botas antes de iniciar la marcha. Era un tipo singular, capitán de academia, que jamás pisaba un charco sin que antes otro se lo hubiera vaciado. Decían que iba para general, el más joven del mundo, una gloria nacional, de los que duran en el pedestal lo que aguanten los lameculos sujetando sus estatuas.
Vieron también cómo sus compadres de compañía, con los pesados mosquetones sobre el hombro y las cartucheras medio vacías, y la última colilla apagada colgando de la costra reseca de sus labios cuarteados, enfilaban en silencio con los mulos famélicos atrás y los oficiales delante, no la previsible línea recta para la con-
quista de la montaña y el maldito norte de los fríos más terribles, sino sorprendentemente, dirección oeste, donde ni siquiera se divisaba otra arruga que alterara el horizonte plano y donde presumiblemente la primavera llegase alguna vez.
Dos semanas hacían ya de la marcha o acaso treinta días. O dos meses. O seis meses. O acaso más. ¿Qué importa? Estaban allí, una retaguardia vigilante, con los suministros enlatados a la espera de calentarlos con meados, los dedos rojos.
La despedida ni fue triste ni gozosa. Los que se fueron les envidiaban porque se quedaran allí sin disciplina, en tareas de vigilancia, como espectadores de una comedia de la que dejaban de ser actores principales; y los que se quedaban envidiaban a los que se iban porque de venir mal las cosas siempre podrían comerse los mulos sin temor de perder demasiados dientes. El avance del capitán era poco menos que a la desesperada. Tardarían en volverse a encontrar, porque las expediciones hacia lo desconocido nunca concluyen como comienzan.
El capitán llamó a Hermano antes de principiar la marcha, y con la solemnidad de su rango, le dijo: –Le pongo a usted al mando de esta retaguardia de vigilancia porque sabe ser mandado. Y la superioridad admira a los que saben ser mandados. Porque los que saben ser mandados saben mandar si se tercia la oportunidad de hacerlo. Y no me dispare sin necesidad, porque a lo mejor el enemigo carece también de balas. –Lo que usted ordene, señor –dijo Hermano visiblemente emocionado por el honor conferido y más tieso que una camisa congelada.
Y el teniente, apuntilló: –No ceda usted jamás ni un palmo de terreno. Antes la muerte que el deshonor y el oprobio. Ni aunque las cosas pinten mal, ni aunque las cosas pinten bien. –Nunca cederé, señor.
–Y vigile la montaña. –La vigilaré de día y de noche, señor.
Y el capitán apostilló: –Si tienen que morirse ustedes por la patria, se me mueren. ¿He hablado claro? Ni un palmo de retroceso. ¡Que no les cite en el cuadro por cobardes! –¡No nos citará nunca, señor! –gritó Hermano sublimado. –Pues demandado por la patria queda.
Y allí, en una trinchera estrecha y larga como una lombriz dormida, se quedaron sin bandera ni corneta ni insignias de identificación, anónimos como la misma tundra. Cinco y Hermano: el compadre Perales, el compadre García, el compadre Lucas, el compadre Silverio y el cojo Ramón, convaleciente todavía de las malas pulgas de un animal encabritado. Hermano, para distinguirse, a falta de galones, portaba una pistola al cinto, que era como un trabuco antiguo de los que llegan a la rodilla y que de poderse disparar agujerearía hasta el mismísimo centro de la tierra.
Apelmazaron la nieve hasta formar un montículo de metro y medio donde a modo de despensa ocultaron las latas de provisiones.
Reunió Hermano a los cinco, y dijo: –Nuestra misión es trascendente.
Y compadre Silverio, con su grano grueso en los labios que parecía una muela enferma salida a tomar aire, dijo ingenuamente: –Igual la supervivencia del mundo depende de nosotros. –Igual –dijo Hermano. –Igual también la revolución pendiente –dijo compadre Lucas. –Igual –dijo Hermano.
Y compadre Perales, en nada visionario, que era de todos ellos el único cazador y trampero, que había sobrevivido a otras nieves, expresó sin ninguna emoción: –Igual nuestra misión no sirve para nada.
Para vencer el ulular de los lobos blancos, Hermano dictó como
primera providencia la obligación de que los compadres cantaran cualquier cosa al despertarse, lo mismo canciones viejas de cabarets capitalistas que canciones marciales de soldados que regresan de los brazos de mujeres patriotas que levantan el ánimo y el precio de la penicilina. Todo menos nanas enfermizas que recordaran que ellos, antes de reclutarles para el ejército, habían sido algo de provecho.
Uno de los compadres, el llamado Lucas, de civil amanuense, para no aburrirse y por mantener una cierta referencia del calendario, se dio en contar los días por la menos luz de sus noches, colocando una piedra en un hueco abierto en la trinchera horadando el barro con el cañón del fusil. Cuando llevaba siete pequeñas las sustituía por una intermedia y a cuatro intermedias por una más grande, iniciando el mes de la luna, aunque ésta rara vez se exhibiera. El problema es que cuando amarilleaba pálidamente algún día, el deshielo ablandaba de tal modo la tierra que la trituraba haciéndola caer, arrastrando las piedras de la cuenta.
Fue el primero en darse cuenta (acostumbrado a estadillos y balances) que los habían dejado al desamparo, casi sin munición, y que parte de las latas contenían unas grageas caquis enormes, de fusil dibujado en el anverso para impedir su trueque, y que lo mismo servían para combatir inexistentes plagas de mosquitos que enfermedades venéreas. Les sobraba agua, pero podría faltarles en semanas algo de morder. Así que Hermano para la tercera semana dio en organizarse, y dijo: –Resistiremos.
Como hombre de acción, Perales se tomaba las cosas demasiado en serio como para permitirse el lujo de sonreír, así que anunció: –Me encargo del abastecimiento de comida hasta que las fuentes naturales se agoten.
Sabía cómo lacear a los conejos en sus madrigueras colocando unas trampas afines. Se tumbaba en el suelo confundiéndose con
la nieve esponjosa y era capaz de aguantarse la respiración hasta que el conejo confiado extendía sus orejas fuera de la madriguera. En ese momento, lo atrapaba por las patas, le asestaba el golpe mortal, y lo aireaba en la dirección del viento como reclamando ante otros posibles carnívoros (zorros, lobos) su victoria. Cazador experto no le asustaba el lobo (como en los tiempos de furtivo los guardas de los terratenientes), al que no se molestaba en espantarlo sino que dejaba se acercase para tenerlo a mano para cuando llegara la extrema necesidad.Otra vez que regresó herido, dijo simplemente: –Mejor que huela mi sangre fresca para que sirva de reclamo y venga a mi encuentro.
Y el día que se cansó de la carne de mulo viejo de las latas meadas, salió de noche y al amanecer despellejó y destazó y desayunó lobo, mientras los otros preferían continuar con los menús oxidados.
Hermano había asumido el mando, primero por ser el de más edad, luego por ser el más sumiso, luego por ser el que más guardias se había tragado vendiéndose en el cuartel y luego por ser el que más tiempo arrastraba en la milicia. Reflexivo y silencioso, sabía como todo compadre pobre que el único mérito de la vida es saber perderla y como esa enseñanza no se presta en ninguna escuela mejor procuraba no aprenderla por su cuenta. Así que meditaba los pasos a dar no fueran equivocados, porque para pensar ya estaba el capitán, que aunque no era compadre como ellos provenía de academia. Y si el capitán había ordenado quedarse, se quedaban.
Pero cuando el viento rastrero rompió la nieve de la montaña creyó intuir el movimiento táctico del enemigo, de modo que ordenó cuerpo a tierra, con la cabeza asomando por encima de la trinchera como un guisante fuera de la vaina. Sólo permitió que Perales por su importante misión especial, abandonara la trinchera en calidad de abastecedor para adentrarse por aquella tierra donde
los escasos arbustos de ramas roñosas no superaban la altura de un hombre.
La guerra había comenzado hacía muchos años atrás, tantos que podía decirse que existía desde siempre. Era como el pecado natural de un pueblo venido a menos que mantenía una hidalguía ya inmerecida. En las escuelas siempre se enseñaban los gloriosos hechos pasados para obviar los desencantos del presente. Todos recordaban de niños la entrada de soldados en el pueblo. Entraban, se revolcaban por los pajares, requisaban la comida, se emborrachaban y se marchaban. Nunca se quedaban mucho tiempo para no tener que reparar los puentes por ellos mismos rotos ni levantar las escuelas por ellos mismos derruidas o dar nombres extraños a los niños nacidos meses después.
Lo mejor de la guerra (se consolaba por ejemplo el cojo Ramón por las noches para darse calor a base de buenos pensamientos) es que forma excelentes médicos, cirujanos especialmente, que por dedicarse exclusivamente al hilvanado de soldados terminan aprendiendo a enderezar cuerpos torcidos. Estaba convencido que su pierna astillada volvería a caminar con la frescura anterior si dieran por salir de allí algún día. Gracias a este pensamiento y otros afines podía dormirse plácidamente incluso en su turno de guardia.
Que aquel era un país pobre, lo sabía todo el mundo. Que era un país orgulloso, también. Que en aquel país pobre había muchas haciendas ajenas a defender con la vida, también y ese servicio a los demás engrandecía su moral de combatientes: luchaban por algo concreto, nada de ideales inalcanzables ni de lisonjas poéticas. Hermano supo expresarlo en el mismo momento de asumir el mando temporal: –Por encima de todas las cosas está el servicio a la patria.
Y esa sí que es una frase impactante y muy real, de las que gustan citar los enseñantes antes del recreo en las escuelas.
La montaña estaba en el mismo sitio todos los días al levan-
tarse. Nadie la cambiaba de noche. Un grano perverso erigido por la esquiva naturaleza para ocultar las divisiones enemigas. Algunas veces a través de los prismáticos de campaña, Hermano creía descubrir desplazamientos extraños, y sentía la arrogancia de atacar de improviso, cogiendo al enemigo posiblemente descompuesto en las letrinas.
Pero la realidad es tozuda: contaba sólo con cinco hombres, porque él por ser mando dejaba de inmediato por ley natural de ser tropa. ¡Y con cinco hombres, y uno además cojo, no puede nadie lanzarse a conquistas épicas dejando la trinchera vacía!
Las órdenes del capitán además no admitían interpretaciones sesgadas. Formaban una retaguardia de observación y no una línea de choque.
Así que decidido a aguantar la posición dedicaba el día a desplazarse por la trinchera con las manos en la espalda, como un pensador angustiado por el futuro.
Pero un día, a la vuelta con otro lobo sobre el hombro, Perales anunció: –En la montaña no hay nadie. Y detrás, tampoco.
Hermano se sobresaltó. –¿Cómo lo sabes? –inquirió ansioso–. Hay una legua de distancia. –La que he caminado a la ida y desandado a la vuelta.
Y dejando caer al animal abatido sobre el fondo de la trinchera para destazarlo sin prisa, anunció: –Te comunico que por terminar con los últimos conejos y las últimas urracas la última hembra vaga desnutrida con la camada hambrienta. Se me va a acabar también a mí pronto la comida. –¿No hay más conejos? –No los hay. –¿Y córvidos? –Ya no vuelan. –Aún conservamos las latas.
–Para quince días –dijo compadre Lucas–. Y eso si los gusanos no habitan en alguna de ellas.
Dijo entonces Perales: –Os obligará el hambre a compartir lobo conmigo. –Eso nunca –dijo compadre Silverio, y corroboraron los demás. –¡Quince días! –suspiró Hermano–. Quince días pasan rápido, pero para entonces ya habrá regresado el capitán –añadió con tan poca convicción que nadie se molestó en rebatirle.
Si algo se inculca en la milicia es que los mandos nunca abandonan a la tropa. Está escrito en los anales de todos los regimientos del mundo. Por eso, y por la evidencia de los meses transcurridos, compadre Lucas se atrevió a sugerir: –¿Y si la guerra se hubiera acabado ya? –¿Qué quieres decir? –peguntó muy molesto Hermano. –Que al capitán le haya cogido la noticia acuartelado y en otro destino y no pueda regresar a por nosotros. –Tonterías. Volverá. El mando es el mando, deberías saberlo –sentenció secamente Hermano, y montaron sin más hablar el turno de esa noche.
Cenaron sopa de hierbas y raíces. Compadre Silverio, como mancebo de un tipo al que en su pueblo le habían cedido el nombre de una plaza por su habilidad con emplastes y sanguijuelas, tenía conocimiento de la preparación de brebajes ásperos, que lo mismo servían para fumar que para convertirse en el caldo oscuro que calentaba los cuerpos fríos.
Pero raíces tampoco quedaban y lombrices escaseaban. Pronto la sopa de la cena sería exclusivamente de agua de nieve manchada.
Decidieron desde entonces hablar justo lo preciso, para no gastar saliva, porque las palabras que se dicen a veces por el frío ni se escuchan. Tenían los ojos habituados a la noche, cada vez más grandes, cada vez más oscuros como los ansiados tazones de chocolate.
Compadre García para espantar sus silencios silbaba quedamente. Era como un siseo, algo casi imperceptible. Como había pastoreado siempre, desde su juventud conocía el juego de estrellas del firmamento y su posición exacta. Sólo que por aquel telón oscuro ninguna se asomaba para orientarle. Esta vez silbó con la fuerza del pastor que reclama al perro organice las ovejas, y el silbido inesperado heló el ánimo al compadre Silverio, que por estar de guardia pensó lo peor y volviéndose rápidamente le apuntó temeroso de que fuera atacado por la horda asesina. –¿Quién va? –gritó–. Santo y seña. –Soy tu compadre García. Ni sé el santo y se me ha olvidado la seña. –¿Qué buscas? –preguntó nervioso. –A Perales –dijo García. –Está por ahí, afuera. –Por eso he silbado.
Perales prendió la especie de colilla, recostó la cabeza sobre el brazo izquierdo y expulsó el humo asociado más a manzanilla que a miel. García, le preguntó: –¿Es verdad que te has acercado a la montaña? –La he subido. –¿Y qué hay arriba? –Lo mismo que aquí abajo. –¿Y más allá? –Lo mismo. –Más allá de la montaña ¿tampoco cambia el color de la tierra? –Tampoco. Es una llanura triste, igual que un mar quieto. –Entonces, ¿nada? –Nada. –¿Has visto alguna estrella? –Ninguna. –¿Una pequeña, un punto de luz para orientarnos? –Olvídate.
–¿Ni siquiera la Polar? –Ya no hay estrellas. Se fueron. –¿Y luna? –Ya no hay luna. Se fue también. –Entonces, ¿estamos condenados? –Lo estamos. –¿Y esto es el infierno? –Lo es. –¿Y el cielo no existe? –Nunca ha existido.
Compadre García pareció meditar unos segundos. Luego, dijo: –¿Qué nos espera a nosotros? – La locura. –¡No quiero morir! –¿Merece la pena ser inmortal? –Eso, tampoco. –Entonces, mejor duerme y descansa. –¿Y el capitán? ¿Crees que alguna vez vendrá a rescatarnos? –Ya conoces la respuesta. –¿Por qué no guardáis silencio de una vez? –gritó entonces Hermano. Y su gritó sonó a desgarro y a sufrimiento.
El cojo Ramón tenía una muchacha bonita en un pueblo del sur, que seguramente respetaría su ausencia. Dieciocho años, grácil como una mariposa, dulce como un pastel de crema, elegante como un largo vestido rosa que deja asomar un cuello aristocrático y limpio. Pensamientos verdaderos. ¿Dieciocho años? Igual veintitrés ahora. O más. De tanto pensar en ella, notaba que se le iban difuminando los rasgos de su rostro. Aquel cutis suave, aquellos ojos avellanados igual realmente eran ya redondos, y las mejillas saludables igual se iban encogiendo poco a poco, enfermándose de ausencia. En la distancia (y en el tiempo) los recuerdos se funden como el hierro en el horno, y las cosas se transforman y se complican. En el frente, como en el amor, no hay
dudas pero tampoco certezas absolutas, confías porque necesitas hacerlo, pero sólo cuando la vida de tus compañeros depende de tu fortaleza, comprendes que si el turno de imaginaria corresponde a otro, mejor, por si acaso, es que no te duermas.
Esperó a que el compadre García concluyera su confesión para abordar a Perales. Le dijo: –Yo no he nacido para hacer reverencias. –¿Qué pretendes decirme? –Que me ahogo.
Perales le miró indiferente.
El cojo Ramón, dijo: –Un tipo como tú seguro que tiene futuro. Eres el único entre nosotros que lo tiene. Nada te ata. Ni siquiera la esperanza. Seguro que en cuanto puedas te largas. Pero yo ya no puedo ir a ninguna parte.
Perales se dio la vuelta para adoptar una mejor postura. El cojo Ramón, se cambió también a la otra pared de la trinchera. –Tengo una novia bonita que me espera. La más guapa del mundo. No quiero que se haga vieja esperando. Quiero que si alguien sale de este barro le diga que su novio cojo sueña que cuando está con ella se le cura la cojera. Sólo eso.
Perales se tomó unos segundos para contestar, luego dijo: –¿Dónde reside? –Siempre guardo su dirección en mi bolsillo.
Y añadió lúgubremente: –El día que te vayas busca en mi bolsillo, lo mismo si estoy dormido que muerto. –Lo haré –dijo Perales. –Y yo donde quiera que esté juro que te lo agradeceré, compadre.
Hermano se despertó un amanecer sin luz con una congoja que casi le impedía respirar. Dijo que había soñado con un destello, una especie de relámpago en un cielo sin estrellas. Oteó el uni-
forme horizonte con sus prismáticos de campaña, y no vio nada en absoluto. Podían estar sumergidos en una noche de seis meses como de seis días. Oscuridad. Y punto. Perales ni se inmutó. Fue el único que ni se molestó en hacer ademán de amolar la bayoneta. –Es la fiebre del mando –comentó–. Sucede cuando asalta la duda. –El capitán está al llegar –dijo Hermano impetuoso, como si necesitara rebatirle al momento–. Aseguro por mi honor que es así. Doy fe de su palabra. El capitán ha tenido contratiempos. Seguro que ha sido sorprendido por el enemigo y ahora se está rehaciendo. ¿No escucháis sus pasos?
Compadre Silverio, confesó en voz baja: –Tengo mujer e hijo. ¿Alguno de vosotros tiene mujer e hijo? –El capitán está al llegar –dijo Hermano–. Siento que se aproxima.
Compadre Lucas retiró el trozo de tocón con el que cerraba la oquedad abierta en el barro y contó por curiosidad las piedras de los meses, sumó con los dedos y contó las de las semanas, volvió a sumar con los dedos y ya contó las de los días. Como las cuentas se empeñaban en no cuadrarle, repitió por dos y tres veces la operación. Al final, dijo: –Creo que hemos cambiado otra vez de año.
Y entonces, compadre García sin pensárselo dos veces comenzó a cantar una canción vibrante, de las que contienen mucha rima, y menos letra que ritmo, nada semejante a las bucólicas que acompañan la soledad de los pastores en los rastrojos. Y cuando comenzó a saltar, como saltan los borrachos, es decir, poseído de un extraño frenesí, dándose una palmada violenta en las pantorras hasta dolerse, todos también comenzaron a saltar, dándose palmadas menos Hermano y Perales, que miraban taciturnos su desenfreno sobre el barro helado, olvidándose de la guerra y de sus obligaciones.
Perales, confesó entonces en privado a Hermano:
–Se ha acabado el suministro de comida. –A ti, no. Creo haber escuchado esta tarde un lobo cercano –dijo Hermano con los ojos bien abiertos. –Imposible. A la hembra hambrienta la cené ayer. –No debes preocuparte –dijo entonces Hermano–, el capitán está a punto de aparecer. Cuestión de horas. Está buscando el paso del río helado, porque hay un río helado, ¿lo sabes, verdad? –Sí. –Está al llegar. –Seguramente –dijo Perales. –¿Ves? Sólo hay que esperar con ansiedad. Lo que alguien espera con ansiedad termina sucediendo. ¿No lo crees así? –No –dijo Perales.
Siguieron en silencio el baile, hasta que, por fin, el cansancio se adueñó de las voluntades de los compadres. Se sentaron de nuevo en la trinchera y Silverio repartió los últimos cigarrillos elaborados con pelo de lobo y hojas de arbustos y los restos aplastados de las grageas. Fumaron despacio, cada uno envuelto en sus ensoñaciones. El humo se escapaba perezosamente hacia la mancha que en algún tiempo había sido cielo, como si estuviera despidiéndose para siempre de los compadres.
Compadre García fue el primero en romper la melancolía. Dijo: –Cuando acabe la guerra volveré a un sitio donde el silencio no exista. Con silencio creo que jamás podré volver a vivir.
Compadre Lucas, dijo: –El día que me licencien me olvidaré para siempre de los números. ¿Para qué sirven? ¿Alguno de vosotros sabe para qué sirven los números?
Compadre Silverio, dijo: –Ya no soy de ningún sitio. Odio la sangría de las sanguijuelas. Estaré demasiado consumido por la amargura como para aguantar los problemas de las gentes.
El cojo Ramón, dijo:
–Lo misterioso de los futuros maravillosos es que terminan convirtiéndose en pasado sin haber sido nunca presente. Entonces te entran ganas de llorar y si no lo haces es simplemente por vergüenza.
Compadre Perales, dijo sin ninguna emoción: –Yo sólo aspiro en estos momentos a comer mañana y si hay días siguientes también los días siguientes.
Se levantó, escupió la hebra, fue mirando lentamente uno a uno a los ojos como si quisiera despedirse de ellos, y se sentó algo alejado, donde nadie fuera a estropear sus pensamientos.
Hermano entonces, dijo: –Cuando termine esta maldita guerra buscaré una ladera abandonada para llenarla de árboles. Plantaré manzanos y almendros, media docena de cerezos. También nogales, altos, rectos, fuertes. Y castaños.
Hizo una pausa, miró al suelo, y añadió: –Para recordaros pondré nombre a cada uno de mis árboles: Silverio, Lucas, Ramón, García, Perales.
Les llevó un tiempo localizar los cuerpos sepultados bajo la espesa capa de nieve. El capitán dejó que le ensalivaran de nuevo las botas humedecidas, antes de acercarse a la trinchera. Allí se llevó el pañuelo a la boca al descubrir horrorizado las mutilaciones sufridas por los cinco cuerpos.
Dijo: –Pobres desgraciados. Los lobos se han ensañado con ellos.
El teniente se cuadró como solía hacerlo, y dijo: –Creo que dejamos seis de vigilancia. Falta un sexto cuerpo. –Ni se molesten en buscarlo –ordenó el capitán–. Los lobos lo habrán arrastrado lejos. ¡Mejor si hubiera muerto al lado de sus compadres!
Se medio santiguó antes de añadir: –Además, no tenemos tiempo que perder, no podemos retrasar la marcha.
–¿Qué hacemos, señor, con los muertos? –Que recojan su identificación, que se comunique a sus familiares los actos heroicos por los que han sucumbido, concluya el oficio con los vivas reglamentarios, el honor a la patria y todo eso, y no se entretenga en darles sepultura, porque los carroñeros antes o más tarde con el deshielo los desenterrarán para darse un último festín con lo que queda de ellos.