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Stronher
Stronher
Estaban sentados los dos en el suelo. Ceberio como un faquir o algo así, las rodillas separadas, la espalda recta, como si el nirvana proviniera de las gotas de sol. Los ojos cerrados, las palmas de las manos vueltas al cielo.
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Cerca del mediodía, apretaba el calor.
Tanita se desquitó la bolsa de tela que habitualmente cruzaba su espalda a modo de mochila. Tenía esa edad insensata en que las mujeres si están sucias parecen viejas, pero si tienen la cara limpia aparentan menos de cuarenta. Las piernas al aire y el cuello larguirucho, como las egipcias de los libros antiguos, y un poco frágil.
Dijo: –A la gente le gusta saber que somos pobres. La gente necesita saber que hay pobres porque si no hubiera pobres, tampoco habría ricos. Y lo que es peor, sin pobres y sin ricos tampoco habría gente. Es terrible. –Sí –dijo Ceberio–. Terrible. –La gente es así. –Sí –dijo Ceberio–. La gente es así. –Necesitan meterse en un túnel negro y no salir hasta el día siguiente. –Eso mismo pienso yo. Necesitan sentirse importantes. –En realidad somos un alivio para los padres. –Lo somos. –Pueden decir a sus hijos cuando pasamos a su lado: “Mirad, unos pobres. ¿Y sabéis por qué son pobres? Pues porque tienen necesidades”. –Muy cierto. Si les dijeran otra cosa igual tampoco era verdad. –Los padres –dijo Tanina– caminan por el pasillo de la casa con un aire de suficiencia insoportable. Explican las cosas con aire cansino, con detenimiento, detalle a detalle, despacio, para
que se entiendan. Los niños necesitan conocer esas cosas precisamente para que cuando se pierdan, sepan que se han perdido. –La vida es tan compleja que quien la hizo descuidó dejar unos prospectos indicativos, por eso a veces parece un laberinto sin salida. Compras una medicina y dentro vienen las contraindicaciones; compras una mesa camilla y viene un folleto para que no te equivoques al atornillar las patas. Pero compras la vida y nadie te explica qué hacer con ella. –Sí, señor, lo acaba de expresar usted con propiedad. Si la vida fuera simple sería irracional. ¿Quién se iba molestar en descubrir por qué los ricos pretenden ser más ricos y los pobres menos pobres? ¿Por qué hay personas inteligentes y otras extravagantes? ¿Por qué hay señores que sueñan y otros que simplemente están tristes? Nadie investigaría nada. –Si a nadie se le hubiera ocurrido inventar la ropa para taparse la desnudez, no habría fabricantes de botones. –Lamentable, algo deprimente –corroboró Tanina–. Si nadie trabajase, todos estaríamos sentados en el atrio sin hacer nada, recibiendo el sol a cambio, contando los minutos para que no se nos perdiese ninguno. Lo malo es que hubiera un señor más gordo que los demás que quisiera quedarse con un poco más de sol. ¿Me comprende? El mundo sería un caos, algo insoportable. Solamente de pensarlo se me pone dolor de cabeza. –Si no hay gordos ¿cómo reprochar su falta de solidaridad a los delgados? –dijo Ceberio con la convicción de haber descubierto una verdad irrefutable. –Efectivamente –dijo Tanina–. ¿Si no hay agua, para qué sirven los vasos de cristal? ¿No es absurdo? –¿Para qué correr los visillos si el día amanece nublado? –¿Se ha dado usted cuenta? ¡Si se abolieran las diferencias tendría que practicarse una eutanasia selectiva con los diferentes! ¡Una eutanasia institucional selectiva! ¿Qué sería entonces de la humanidad? ¡Oh, qué angustia! Nos habrían quitado la posibilidad
de la existencia. ¿Se imagina usted? Usted y yo caminaríamos a ciegas por un pasillo oscuro que no conduce a ninguna puerta, un pasillo infinito donde las palabras están tan vacías que poco a poco van perdiendo sus letras. Usted ya no podría imaginarse las historias de siempre porque las historias de siempre serían igual de aburridas al ser todas iguales y ninguna diferente. –Eso es algo sin sentido, señorita. Permítame que se lo diga.
Se quedaron los dos en silencio intentando acaso poner el orden en sus ideas. Se habían encontrado en un cruce de caminos hacía muy poco. El mojón estaba torcido y el pilón de las ovejas con musgo y hierbajos malos sobrevivientes a los pesticidas. Ella se había colocado la mano a modo de visera, oteando el horizonte, acaso esperando que la reverberación del sol sobre la tierra ocre de los barbechos le orientara sobre dónde habría una fuente de agua potable en condiciones. Pero apareció él con sus botines sucios y su barba incómoda y al volcar la cantimplora descubrió que todavía le quedaban media docena de gotas de agua, que amablemente se las ofreció. Entonces ella dijo “gracias”, simplemente eso, nada más, pero como al mismo tiempo sonrió, Ceberio se obligó a iniciar una conversación despegando los labios: –No tengo donde ir –le dijo. –Ni yo tampoco –le dijo Tanina. –Seguro que si nos quedamos aquí tampoco llegamos a ninguna parte. –Seguro. –Y si vamos a una parte seguro que dejamos de acudir a otra. –Parece evidente. –Entonces tenemos un problema. –Sí que lo tenemos.
Por eso decidieron seguir juntos por el camino hasta resolver el problema.
La gente cuando pasaba a su lado daba un pequeño rodeo para no tropezarse con ellos. Aceleraban el paso.
Ceberio, dijo:
–Reflexiono a menudo sobre las cosas porque busco una respuesta primero y otra segunda después. Pero eso a la gente le desagrada mi compañía porque prefiere personas inflexibles, cargadas de soberbia. Les molesta encontrarse con uno que defienda dos opiniones contrapuestas. Cada uno, dicen, tiene que tener una sola y no dos, y ser consecuente con ella, y no con las dos. Pero yo, pienso, que cuando uno tiene una sola opinión se pasa la vida urdiendo artimañas para defenderla. Por eso en lugar de empecinarse en imponer criterios inadmisibles por los demás, es mejor cambiar de respuesta y si no se puede, de pregunta. Esa es mi forma de pensar y puede usted expresar la suya libremente. –Evidentemente, perdone que lo diga, no parece usted un hombre de acción, señor -dijo Tanina–. Disculpe mis dudas. Gente como usted no hace las guerras. Y si no hay guerras tampoco hay materia para estudiar en la escuela. ¿Qué sería de un país sin Viriato, sin Godofredo el Velloso? ¿Qué me dice usted de la Tizona de El Cid? Los libros de historia quedarían convertidos simplemente en portadas de cartón, como un bocadillo de pan sin nada dentro, porque dentro no habría ni siquiera hojas. –Exacto. –Como una iglesia vacía, sin santos dentro. –Una expresión acertada. –Nadie sabría qué rey fue zurdo y cual diestro. –Evidentemente. –Pero si es zurdo no es diestro –protestó Tanina–. Si es tuerto carece de visión en un ojo. Si es cojo, una pierna la tiene fláccida y descolocada. –Afirmativo. ¿Lo ve usted? ¡Usted misma lo acaba de señalar! La naturaleza es tan curiosa que duplica las cosas. Dos manos, dos brazos, dos piernas, dos ojos. ¡Siempre dos! Uno y su contrario –dijo Ceberio en tono profesoral–. En realidad, la vida es una gran mentira. Todo está montado para que si algo va mal lo contrario se suponga que irá bien. Así uno puede justificarse los erro-
res pensando que los cometen los demás. La gente cuando miente, como la vida es una mentira, en el fondo dice la verdad.
Tanina cerró los ojos y recostó su espalda sobre la columna de piedra del pórtico de aquella ruina que la gente fotografiaba como algo muy valioso. Le gustaba estarse así, quieta, como dormida, bañándose de sol como las ligaternas en las paredes de las casas viejas. Era como si flotase por el espacio mecida por el aire caliente envolvente. Llevaba los brazos desnudos, la camisa algo desabrochada. –¿Ha sido feliz usted alguna vez? –preguntó a Ceberio de repente, sin necesidad de mirarle, como si fuera una pregunta inocente y despreocupada. –¿Se refiere a sentirse bien, sin ninguna angustia? –dijo éste. –Me refiero a viajar despierto sin moverse –aclaró Tanina. –¿Sin ningún dolor? –Asomarte al cielo y comprobar que nadie se lo ha llevado todavía. –¿A poder contar las nubes aborregadas? –A sorber despacio una a una las gotas de lluvia. –¿A no envejecer nunca? –A volar tumbado sobre una cama de plumas –añadió ella.
Ceberio pareció dudar unos segundos. –No –dijo luego de un rato–. No. Confieso que no.
Tanina suspiró profundamente. Se estiró un poquito la falda que no le cubría las rodillas y comenzó a hablar en un tono apagado y melancólico: –Yo era una niña muy triste, señor y desconsolada. Aquella vez en el colegio una señorita mustia, de esas profesoras que se recuerdan como una flor de apariencia marchita pero que con el tiempo recupera el aroma, nos dijo: “Cuando estéis tristes, niñitas del alma, niñitas buenas de corazón manso, dejaos de abismos y tonterías de esas que se les ocurre a las gentes impúdicas. Eso es para quienes se aburren las noches de los domingos. Cuando es-
téis tristes, niñitas dulces y sensatas, poneos delante de un globo terráqueo, cerrad los ojos y dejad que vuestro dedo índice se pose suavemente en un punto del globo, y ya está. Cuando os duela la vida trasladaros en silencio a ese lugar mágico que os haya regalado la fortuna”. Así es, señor, como descubrí que la tierra es redonda, y que si unos estamos aquí con la cabeza alta necesariamente los otros, los de las antípodas, la tienen gacha. Es un juego maravilloso. Señalas a ciegas un punto del mundo y lo que sea ya es para ti. Para siempre. Te puede tocar Riad, en Arabia, con sus muros de barro cocido y sus palacios de adobe o Schedir la estrella más brillante de Casiopea porque el dedo se ha hecho insolidario de los demás y se ha ido corriendo al cielo. Un pedazo de monte, un país embrujado. Una isla desierta, rodeada de flores marinas y tiburones blancos. También un monasterio olvidado en una esquina del mundo. Te puede tocar cualquier cosa, ¿no es extraordinario? Entonces deseas un lugar exótico, misterioso, para ensoñarlo mejor. ¿Me comprende?
Ceberio asintió con la cabeza. –Nos iban a hacer la foto contra la misma fachada del museo –siguió diciendo Tanina, visiblemente emocionada–; todas estábamos nerviosas por descubrir el punto del mundo que podría tocarnos en suerte. La profesora mustia vestía una falda vaporosa de esas que el aire se empecina en convertir en vela, estaba muy guapa. Llevaba una camisa crema, con un lacito negro al cuello. Pusieron un trapo blanco, acaso una sábana, tapando las palabrotas y el musgo y los restos descoloridos de viejos anuncios. Colocaron una mesa, dos sillas. La profesora mustia, entonces, apareció portando el globo con gran respeto. Nos lo mostró con un cariño infinito y dijo: “esto, niñitas, es el mundo”.
Tanina se contuvo unos segundos, respiró profundamente, y añadió: –La directora, como siempre, estaba borracha. Se tambaleaba de aquí para allá. Tenía la cara rojiza y los ojos saltones. A veces
se subía las faldas y era un escándalo. Tenía las piernas gordas y blancas, cubiertas de moratones. "Me los ha hecho él", decía. Él era el celador. La directora buscaba al celador y éste se dejaba encontrar. Tenía también la cara rojiza y los ojos saltones y los labios gruesos, demasiado oscuros. Era un hombre grosero: se rascaba descaradamente a cualquier hora y eructaba. El uniforme se le había quedado pequeño, la camisa estrecha. Los zapatos marrones los llevaba sin cordón. A veces nos perseguía con la navaja o nos asustaba apareciendo de improviso a la vuelta de una esquina.
Hizo una pausa, y añadió entristecida: –A mí me siguió aquella mañana, a la vuelta del recreo. Me dijo: “ven”, y yo no quise ir. Era malo y estaba enfadadísimo. Me persiguió por la calleja. Me introduje en un pasadizo oscuro y aparecí en una calle empedrada. Crucé los jardines, la trasera del museo. Sentía su aliento en mi nuca, sus dedos bastos rozándome. Nadie acudía en mi ayuda como si el mundo se hubiera quedado sin gente de repente. Estaba sola y desamparada. El trapero me vio pero estaba más interesado en espantar a los gatos porque ensuciaban sus cartones que en socorrer a una niña desvalida y no me hizo caso. Temí por un momento que si lograba atraparme aquel hombre insensato, la vida se acabara definitivamente para mí, dejándome quebrada el alma, aturdida y sin esperanza. Que no podría salir ya jamás a la calle. –¡Pobrecita! –exclamó Ceberio realmente compungido– ¿Por qué me cuenta esas cosas? –Porque usted es muy sensible. Y yo le quedo muy agradecida si me escucha. –¡Pobrecita! –repitió Ceberio. –Me alisé la bata y me quité el sofoco como pude. Cuando terminó el acoso, comprendí que ya había pasado todo. Que el hombre llevaba el pantalón puesto y que el trapero contaba de uno en uno los cartones como si nada hubiese ocurrido y el peluquero sanaba con alcohol las cortaduras de su navaja. Nada. Yo no era
nada antes y luego un poco menos. Me lavé la cara y recompuse mi cabello. Cuando vino el señor fotógrafo, le hicimos corro. Tenía un bigotito minúsculo, una gotita gris, y mucha prisa. Yo tenía ganas de llorar, pero me faltaban lágrimas. Delgadito y nervioso, se manejaba el señor con soltura. Abrió la maleta y extrajo los aparatos: el trípode, la máquina, el trapo negro, las lentes, las plaquitas, el misterio. "Tú, aquí; tú, allí; ésta a ese otro lado, coño, venga ya." Hablaba a trompicones, saltándose palabras, rompiéndolas a golpes. Luego, se puso a mirar al cielo. Nosotras, también. Caminó dos o tres pasos para coger distancia; nosotras, también. Para la derecha, pues también nosotras. Se volvía de repente y allí estábamos otra vez. El cielo parecía muy limpio, despejado, nada de ese cielo inquieto y timorato que avanza la próxima tormenta. El monte recortaba su verde áspero sobre el inmenso azul. Cambió varias veces el trípode de sitio. Masculló algo entre dientes y por fin nos hizo la foto.
Ceberio miró la foto que ya amarilleaba. –Seguro que me reconoce –dijo Tanina–. Detrás pone la fecha. Seguro que me reconoce porque no he cambiado apenas. Soy la misma, ¿sabe? Estoy igual, ¿ve? Esta soy yo. Ahora no tengo el pelo así, claro. ¡Qué horror de bata! Tenía las piernas muy delgadas. No era fea, ¿verdad? ¿Verdad, señor, que no era fea? –Tampoco bonita. –Tampoco. Pero no era fea. –Ni fea ni bonita. Suficiente. Un poco rígida, acaso. Una muchacha asustada, yo diría que inteligente.
Tanina le acarició suavemente las mejillas.
Y añadió: –Sucedió ese mismo día mientras la foto emergía de una cubeta con líquido estampada en un papel blanco, ¿sabe? Un par de perros se revolcaban sobre la hierba; corrían, saltaban, brincaban como locos. Me tocaba a mí. Estaba nerviosa. Una señora salió de un portal y comenzó a molestar a los perros. Intentaba que
uno de ellos, el más pequeño, le hiciera caso; pero éste le miraba estúpido, agachaba la cabeza y seguía revolcándose. Yo estaba delante del globo. Nerviosa. Era como un día de fiesta para todas nosotras. Las otras niñas se dieron cuenta de mi excitación. "No debes mirar", me dijeron. "Si miras, no vale." "Si miras, eres una tramposa." "Seguro que miras, pero siempre serás una tramposa.” Cuando llegó mi turno, temblando puse el dedo a ciegas. Era un juego. Sería maravilloso que unos bárbaros o unos piratas de mares lejanos o de la India me secuestraran, confundiéndome con una famosa bailarina oriental. Me exhibirían para subastarme. Podría comprobar entonces si había alguien en este mundo dispuesto a pagar mi rescate. Diría al jefe de los piratas: "Eleve la cifra y respéteme con honor." Pero ¿y si nadie acudiera al rescate? No. Eso no era posible. No podría suceder una cosa así. Yo quería ser para siempre una gatita mimosa. Me dejaría arropar, besar los labios. Me dejaría mecer por unos brazos fuertes. Haría inmensamente feliz a un hombre nada mezquino y en absoluto vulgar. –¿Y puso usted el dedo sin adoptar ninguna precaución? –Efectivamente. –Asumió usted un riesgo inconcebible. –Hágase cargo, señor. Quizá fuese la desesperación del momento. Necesitaba abandonarme a mi suerte. ¿No le ha ocurrido eso a usted alguna vez? Nada podría irme peor. Sentía la vergüenza de la novia primeriza que aguarda ansiosa la hora y el novio no acude a la cita. Tenía mi dedo colgando en el aire, suelto y ligero, dejándose mecer por un viento tibio y modesto. Por fin después de unos segundos de duda, mi dedo se posó sobre un punto del mapa. La directora, dijo: “¡Abra de una puñetera vez los ojos y díganos, señorita cabizbaja, lo que le ha tocado!” Abrí los ojos lentamente conteniéndome la emoción. Mis compañeras se tapaban la boca y me miraban necias. Me hacían gestos de burla. Escuché avergonzada sus grititos estúpidos, sus risitas nerviosas. Y me puse a llorar esta vez con lágrimas. ¡Jamás había te-
nido suerte! ¡Jamás! ¡Ellas suspiraban por París, por pasear por la Quinta Avenida o por la Plaza de Colón, por visitar Londres, Roma, Atenas, la Patagonia, la Tierra de Fuego! Me llamaban tonta y lo soy y lo era. –¿Qué le tocó a usted realmente? –preguntó Ceberio interesado. –Algo terrible, señor. –Pero ¿qué? –¡Mi destino! De repente mi destino se desenrollaba ante mí descubriéndome la agonía del futuro. Igual ya no era preciso que viviera más. –¡Dios santo! ¡No me tenga en ascuas!
Tanina le miró con los ojos acuosos. Y exclamó: –¡Mi dedo se estaba ahogando en medio del océano azul, señor, completamente desvalido y exhausto! Las niñas se reían de mí. Me llamaban pendejo. –¡Oh, qué historia más deprimente! –Yo quería desparecer para siempre.
Tanina contuvo a duras penas su angustia. –Señor, ¡estaba ahogándome sin que nadie acudiese en mi socorro! –¿Qué hizo usted entonces? –inquirió Ceberio. –Nada. Pero a media noche cuando los fantasmas y las tinieblas deambulan desorientados, tomé una decisión. Salté de la cama con el camisón puesto y los pies descalzos. Abandoné con mucho sigilo el dormitorio sin que las otras muchachas, dormidas como estaban, se percataran de mi ausencia. Abrí con cuidado la puerta del aula de la señorita mustia. Giré la falleba conteniéndome la respiración para evitar descubrir mi presencia, y al comprobar que en el aula no había nadie, me acerqué de puntillas a su mesa. La luz macilenta de una luna enferma penetraba sesgadamente, estampando mi silueta y la del globo sobre la pared gris. Cerré entonces los ojos. ¡Y dejé que mi dedo índice cayera de nuevo sobre el globo terráqueo!
–¿Por qué hizo eso, alma bendita? –Necesitaba una segunda oportunidad, ¿no lo comprende? –¿Y acertó esta vez?
Tanina guardó silencio durante unos segundos densos. –¿Acertó? –¿Quiere de verdad saberlo?
Ceberio asintió. –El ruido alertó a la señorita mustia, la señorita mustia gritó presa de un ataque de nervios y la directora apareció desgreñada, con el salto de cama sin abrochar. Y detrás, el señor asqueroso, con una sonrisa tan detestable como cínica, rascándose la entrepierna y eructando. Estreché entonces el globo contra mi pecho. ¡Quería quedarme el mundo! ¡Quería intentarlo otra vez! ¡Seguro que a la tercera lo lograba! Lloraba y mis lágrimas comenzaron a enturbiarme la vista. La señorita mustia se abalanzó sobre mí. Forcejeamos un rato. Me deshice. Entonces, pude besar precipitadamente el globo, lo elevé al cielo y después, ¡después lo estrellé contra el suelo! ¡Quería vaciar los océanos para siempre! ¿Sabe, señor? ¡Quería que al huir el agua impetuosa por los ríos de la tierra jamás volviera a ahogar a nadie!
Los ojos de Tanina con su forma de avellana le parecieron a Ceberio que estaban ahora demasiado abiertos y que asustaban con su intensa luz.
Tanina dijo luego de un rato: –Me expulsaron del colegio. Y después de rezar mis oraciones, esa misma noche, desamparada y en la calle, conocí Stronher. –¿Stronher? –se preguntó Ceberio en voz alta–. ¿Qué es Stronher? –Quizá lo haya oído alguna vez en alguna parte. –Imposible –dijo Tanina. –¿Una ciudad de negocios, una acería, un sitio ruidoso donde no se puede dormir? –Una nada –dijo Tanina–. Stronher es una nada. Una gotita de aire. Nada. Mi dedo había sido incapaz de sobrevivir al confuso
reclamo de las sirenas y se había hundido de nuevo en el agua fría. Por eso me inventé Stronher para evitar avergonzarme de mí misma durante el resto de mi vida.
Ceberio le tomó cariñosamente una mano. –¿Qué sucedió después? –¿Quiere saberlo, de verdad? –Por supuesto.
Tanina, dijo : –Aquella noche en la calle empecé a pensar en construirme Stronher. ¿Para qué depender de los demás? Fue acaso un milagro. ¡Stronher! ¿Por qué no podía ser un lugar donde anidasen las cigüeñas? ¿Por qué no había de tener un puente de piedra, un camino empedrado que conduzca al convento, un castillo derruido en lo alto del cerro? Flores silvestres, parajes exóticos, arbustos, moreras, bandadas de pájaros dibujándose arriba. Millones de flores blancas, pequeñitas como copos de nieve, sacudiendo de vida a los manzanos. Y esos guisantitos verdes, delicados como puntas de alfiler, renaciendo en los cerezos. Un lugar apacible donde se goza la eternidad en silencio, donde uno recobra la libertad de las estrellas en el cielo. Si podía ensoñar Stronher, ¿qué me impedía construirlo? –Stronher –dijo Ceberio–. Es un nombre sonoro. Tiene algo de misterio. Diría que incluso mágico. –Hay una cascada natural donde el agua cae a borbotones. Se lo aseguro. –Un arroyo plateado y prados verdes, también, supongo. –La sombra de los árboles, la puerta del mundo. Las cigarras en verano. –Extraño. Un nombre sugerente. –Le aseguro que allí nadie deforma las palabras. –Parece interesante. –Una cadena de montañas, llanuras enormes. –Resulta atractivo.
–Un lugar apacible, donde a un suspiro sucede otro. –Me conmueve.
Tanina, añadió : –Siempre sueño con Stronher. Todos los días cuando las ilusiones se derrumban, me traslado sin que nadie se entere. Lo hago de puntillas, en silencio. Nadie sabe cuándo emprendo la marcha. Es mi secreto.
A veces la gente se detenía unos segundos a secarse el sudor pegajoso de la frente. El camino quebrado y la fuerza del sol castigan duramente. –Le envidio –dijo luego de un rato Ceberio. –Me lo imaginaba –dijo Tanina. –Le envidio con una envidia sana, no se crea. Por lo menos usted tiene un sitio al que dirigirse. Yo, sin embargo, a veces me detengo en un cruce y como me da lo mismo tomar una dirección que otra me quedo quieto y no avanzo, como un escritor sin pluma o un panadero sin harina. –Como un paquete abandonado en la trasera de una tienda, ¿quiere usted decir? –Exactamente. Reconozco que también tiene su encanto la incertidumbre. Puedo pasarme toda la tarde imaginando ante un cruce que si fuera por aquí llegaría a un sitio y si fuera por el otro a otro. En cualquier caso el sitio no sería nunca mío, no podría quedarme en él, me vería obligado a continuar. En lugar de una moneda como el judío errante, cada vez que introduzco mi mano en el bolsillo, me sale un camino nuevo que debo transitar. A veces los caminos son estrechos, a veces anchos. A veces la hierba verde me acompaña brillante, a veces la hierba amarilla me devuelve el otoño. –Desesperante. –Eso me obliga a convertirme en persona humilde. Al no poseer nada, me poseo a mí mismo. Es una cosa curiosa. –¿Y Stronher? ¿Por casualidad no pasará alguno de sus caminos
por Stronher? –se preguntó Tanina, mirándole con emoción a los ojos. –¿Cómo saberlo? –¿Y no le gustaría buscarlo? ¿No le gustaría detenerse allí para siempre? Imagínese un sitio donde curarse las heridas de las moreras, donde los pájaros no desnuden los misterios.
Ceberio pareció pensarlo. Luego, dijo un poco triste: –Lo siento. Me convertiría en uno de esos tipos que miran sin ver, que disipan las nubes para no perderse en la niebla. Uno de esos tipos que odian la soledad, que no necesitan el silencio.