LUIS Mª ALFARO
Stronher Estaban sentados los dos en el suelo. Ceberio como un faquir o algo así, las rodillas separadas, la espalda recta, como si el nirvana proviniera de las gotas de sol. Los ojos cerrados, las palmas de las manos vueltas al cielo. Cerca del mediodía, apretaba el calor. Tanita se desquitó la bolsa de tela que habitualmente cruzaba su espalda a modo de mochila. Tenía esa edad insensata en que las mujeres si están sucias parecen viejas, pero si tienen la cara limpia aparentan menos de cuarenta. Las piernas al aire y el cuello larguirucho, como las egipcias de los libros antiguos, y un poco frágil. Dijo: –A la gente le gusta saber que somos pobres. La gente necesita saber que hay pobres porque si no hubiera pobres, tampoco habría ricos. Y lo que es peor, sin pobres y sin ricos tampoco habría gente. Es terrible. –Sí –dijo Ceberio–. Terrible. –La gente es así. –Sí –dijo Ceberio–. La gente es así. –Necesitan meterse en un túnel negro y no salir hasta el día siguiente. –Eso mismo pienso yo. Necesitan sentirse importantes. –En realidad somos un alivio para los padres. –Lo somos. –Pueden decir a sus hijos cuando pasamos a su lado: “Mirad, unos pobres. ¿Y sabéis por qué son pobres? Pues porque tienen necesidades”. –Muy cierto. Si les dijeran otra cosa igual tampoco era verdad. –Los padres –dijo Tanina– caminan por el pasillo de la casa con un aire de suficiencia insoportable. Explican las cosas con aire cansino, con detenimiento, detalle a detalle, despacio, para 158