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Los rusos

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Los rusos

El caserío, rústico y de siglo y medio pasado y poco más, se encontraba en la ladera de un monte no demasiado alto, cerca de la cima. Desde allí podía divisarse la ciudad difuminada y el mar y los otros montes cercanos y a veces cuando las nieblas otoñales, quedaba envuelto en un manto de confusión y misterio. Quizá por eso, para orientarse en sus excursiones dominicales, los de Acción Católica unos años después, cuando los curas mandaban y mandaban mucho, colocaron una cruz sujeta en la hendidura de dos piedras enormes, y un buzón de hojalata, con disgusto del padrino de Juanicorena que si acudía alguna vez a un funeral procuraba quedarse fuera, fumando en el atrio, no fuera que por exigencias de la plática tuviera encima que perdonar al difunto.

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Este Juanicorena era un tipo ancho, un poco inocente, cansado, de pies grandes, sonrisa torcida, hecho a sí mismo, que olía a vaca desde siempre y a ajo después de comer, con las manos más ásperas que una escofina basta y los ojos tan metidos que la primera vez que lo conoces lamentas no contar a propósito con un sacacorchos para sacárselos a orear.

En la frente unos pliegues dibujaban vaporcitos tristes surcando el mar.

Decían en lo Viejo por donde gustaba merodear cuando bajaba del monte para cruzar las apuestas de septiembre, que aquel día aciago a la vuelta de jugar a los soldados con los hijos de otros pastores escuchó como una estampida de ganado y regresó corriendo para descubrir horrorizado que en la trasera del caserío, usada como paredón, había cambiado de repente y por completo su vida. Tenía entonces once o doce años o menos. La guerra estaba comenzando.

Su padrino, que sabía en castellano los juramentos y alguna otra palabra destrozada arbitrariamente, y que ya no estaba para que le movilizaran por viejo y baboso, le dijo entonces, saliendo del agujero donde se había escondido, mirándole de frente:

–Aguántate los lloros que pronto los rusos vendrán a liberarnos.

El padrino era de ideas firmes. Le dolía una pierna por la reuma y el dedo gordo del pie derecho por la gota y le atacaba la jaqueca cuando descansaba en cama mullida. Entendía de animales, algo de hombres y poco o nada de mujeres. Le sentaba mejor poner los riñones sobre paja de centeno que sobre lana cardada de oveja merina. Para él el mundo se dividía en dos: los otros y los rusos. Los otros eran los burgueses, los capitalistas, los que llevan los hijos a colegios de fraile con babero, los que pueden pasarse una tarde entera en el casino incluso hablando de mujeres, los tipos a los que por santo Tomás hay que pagar la renta, sin que inviten siquiera a un miserable platillo de olivas negras encebolladas.

Los rusos, sin embargo, eran los libertadores, los que había acabado para siempre con el despotismo del zar y su cohorte de sifilíticos y chiflados, y repartida la propiedad de la tierra entre el proletariado hambriento, devolviendo la dignidad usurpada a los desarrapados, cortando el cuello a los capitalistas, a los curas, a los militares, a los sinvergüenzas de pechera de hueso y bigotito almidonado. –¡Viva Rusia! –gritó el padrino saliéndole desde los adentros.

Juanicorena se convirtió por influencias del padrino en ruso de sentimiento. Y su padrino a modo de iniciación política, le regaló un manoseado diccionario, retirado junto algunas monedas a un republicano despeñado en el fondo de un barranco.

Desde entonces ambos leían media docena de entradas como ritual previo al ataque al perol de alubias; aprendieron juntos a decir leche, vaca, adiós, los otros saludos de cortesía obligados, suspirando porque aparecieran de una puñetera vez serpenteando por la carretera las columnas liberadoras encabezadas por los voluntarios rusos. A media tarde, se apostaban con los prismáticos a otear el horizonte, ocultos entre matas espinosas.

Pasaban los días y las noticias recogidas en sus escasas visitas

al pueblo cercano que pronto sería anexionado por la ciudad tampoco presagiaban su inminente venida. Nadie hablaba de los rusos y sí de las moscas y de las chinches y de los piojos y las pulgas. De vez en cuando unos destartalados cacharros volaban por encima del caserío camino sin duda de los otros frentes abiertos y entonces ese día el padrino brincaba de alegría, aunque luego en la cama la pierna le regañara los excesos. ¡Ya estaban ahí! Ya podían volcar en el vaso el culito de anís coloreado por las endrinas. ¡Los ansiados papaítos rusos jamás olvidan el compromiso adquirido con los desheredados y los millones de parias que pueblan la tierra!

Así un mes y otro y hasta un año y otro y algunos otros más. Luego, cuando los de los cánticos gloriosos no hacían gana de enmudecer e incluso se atrevían a desfilar en noviembre con sus banderines y estandartes en pantaloncito corto por la avenida principal de la ciudad al compás de los tambores (pom, pom, pom, maricón), no entendían por qué si todo el país estaba con los sacrificados hermanos rusos, éstos con sus acerías a tope y las fábricas produciendo a destajo, no conseguían acabar con los odiados usurpadores rompiendo de una puñetera vez el frente, devolviendo la ansiada libertad al pueblo machacado y oprimido.

Pasó otro año más. Y luego vinieron otros. Requisas, racionamientos, mercado negro, tabaco de picadura, voces bajas, recelos, alguna epidemia. Apareció un camión antituberculoso donde unos médicos de bata blanca te manejaban como un pelele aplastándote contra una superficie casi de cristal enfriándote la tripa. Y las vacunas infectadas que te dejaban como recuerdo el dibujo de una araña rabiosa en el antebrazo. La reuma de una pierna se contagió a la otra, y a pesar de las friegas de pita y los emplastes de tortilla francesa de una sanadora con pinta de bruja y vello crecido como bigote, el padrino se murió sin ver de cerca ni en pintura a un solo ruso.

Para combatir la soledad del caserío, Juanicorena adquirió en-

tonces una radio de contrabando a un marinero del bacalao. Éste, un redero al que la bebida sólo hacía daño cuando estaba sobrio, le enseñó el manejo de aquella especie de puchero con ojo mágico. Le dijo: –Se pone verde cuando la voz no tartamudea. –¿Y esos números y esos nombres? –Las emisoras. Es que el mundo muy grande y hay muchas.

Pero el marinero que de tonto tenía lo justo, le guiñó un ojo y le dijo: –La que buscas no viene escrita porque es clandestina. O sea, que no existe. Existe pero no existe; igual me entiendes. Es como mi mano. La ves pero si la oculto ya no la ves, pero existe porque no soy manco. Si corres con cuidado la rayita esta por aquí a partir de las once –y señaló un punto concreto cerca donde las letras diminutas decían París– verás cómo aparece. –¿Y por qué a partir de las once? –preguntó Juanicorena ingenuamente. –Por las interferencias –aclaró el marinero–. Esto de las ondas es misterioso. Traspasan hasta las paredes, pero si otra emisora se cruza por medio se tropiezan las dos, riñen entre ellas y no entiendes nada.

Y antes de despedirse le advirtió: –Si te coge la policía ni yo te conozco ni tú me conoces, ¿estamos? –Salud, camarada –dijo Juanicorena. –Salud, y que te deje dormir esa murga por las noches –dijo el marinero, que pasado el Carmen volvería a embarcarse hasta navidad.

Con la manta tapándose la cabeza y el aparato de radio con su ojo chivato metido en la oreja para evitar la delación de algún advenedizo perdido (el país estaba plagado de chivatos y gente de mal vivir, de militares y secretas, de gente que por hacer mérito para ganar plaza en Sindicatos era capaz de vigilar por las noches

los atajos de los montes a la caza de contrabandistas y contrarios al régimen), Juanicorena comenzó a realizarse. Ya no era un elemento pasivo sino activo, convencido de que al escuchar las arengas incendiarias de la emisora contribuía al triunfo de la justicia universal por lo menos. Había un frente internacional, proclamaba la emisora desde sus enclaves clandestinos, una solidaridad de las personas honradas del mundo. La voz desgarrada, pero patriótica, de una mujer enfebrecida le hacía vibrar el corazón. Focos de resistencia brotaban por todo el país allanando el camino definitivo a los rusos. Pronto iban a cambiar las cosas. Millones de voluntarios en todo el mundo se alistaban en los banderines de enganche para echar del país a patadas a los usurpadores y al tirano. Sonaba la Internacional y a Juanicorena la congoja le impedía recoger los platos de la cena.

Un día escuchó lo que quería escuchar. ¡El sur se había levantado! ¡Al fin! Cansados de la opresión de latifundistas y burgueses, miles de jornaleros hambrientos protagonizaban las protestas abandonando las plazas de los pueblos, aunque las fuerzas de la reacción, clero, militares, maestros de escuela actuaban con sus elementos represivos, el proletariado les hacía frente valientemente desde las barricadas y las dehesas arrebatadas a los marqueses. Acaso por el efecto contagio, los obreros de todo el país tomaban también la calle. Incluso mientras el locutor con su voz sentida arengaba a las gentes de buena voluntad para que acudieran a incrementar los focos de resistencia, Juanicorena pudo apreciar de fondo el silbido inútil de las balas de la represión. ¡El pueblo levantado en armas!

Tras repetir durante una semana la dramatización enlatada del asunto la estación clandestina enmudeció; Juanicorena intuyó que la maldita censura contrarrestaba las ondas de la libertad con otras más potentes y negativas, con un efecto colateral preocupante: detectar los aparatos de radio que intentaban sintonizarla. Sintió miedo. Apagó el aparato y lo ocultó bajo una pelliza de piel de oveja.

Al domingo siguiente, después de dejarse pinchar la banderita en su chaqueta desteñida y conseguir sorprendentemente dos o tres bailes en la plaza del pueblo cercano y cruzar una mirada amistosa con alguna de las aburridas muchachas marginadas al pie del quiosco de los músicos, quizá por la euforia del éxito, decidió jugársela encendiendo el aparato, pero en cuanto el ojo mágico tintineó nervioso, lo apagó de nuevo, aguardando temeroso con la respiración contenida que el viento acercara alguna voz lejana. Salió al campo, y con el perro a su lado comprobó que las estrellas continuaban indiferentes su ronda nocturna alrededor de una luna medio rojiza.

Semanas después, sucedió lo ansiado. La radio clandestina proclamaba la inmediata liberación del país. Le costó contenerse. ¡Los rusos estaban a un paso de penetrar definitivamente por el norte! ¡Y en el norte se encontraba precisamente él! Como el boletín de noticias se repetía periódicamente contuvo el aliento cuanto pudo. Lo repitieron cuatro veces en dos horas: las revueltas populares del sur con su triunfo incuestionable habían contribuido a las movilizaciones del norte. Millares de obreros ocupaban ya las calles de la ciudad, las fábricas estaban paradas, los soldados de la guarnición huían como cobardes, se escuchaban los primeros disparos. Los rusos en unas horas liberarían las ciudades.

Arrancó la vieja moto, la que nunca le dejaba tirado. Cogió también un cuchillo de monte. Y se puso a descender como un loco por los caminos de cabras que tan bien conocía. Cuando apareció por la ciudad ya era el día siguiente. Las calles estaban iluminadas por la luz mortecina de siempre. El sereno fumaba un cigarrillo en compañía de los dos guardias de la ronda que habían aparcado sus bicicletas. Hablaban que si no se embarraba el campo jamás el equipo local ganaría el partido. No sucedía nada en especial. Se sorprendió del silencio. Nadie celebraba nada ni nadie esperaba nada. La ciudad dormía plácidamente. Se acercó a la casa de putas, la que estaba a las afueras, la que disimulaba la entrada con un arco de geranios. Los clientes bebían a morro, sin hacer uso del

vaso. Eran ocho o diez, y uno baboso provocando a los demás. Una de las putas, esponjosa y gruesa, con cara de humo y unas enormes tetas de nodriza que hubiera amamantado a varias docenas de trillizos, se le acercó y le dijo: –¿Te has perdido?

Juanicorena la miró sin ninguna emoción. –No sigas buscando que ya me has encontrado. –¿Tú eres rusa? –Sí, hijo –dijo la mujer–. Me llamo Katiuska como la de la zarzuela.

Decepcionado y medio borracho, y con algo menos de dinero en el bolsillo, regresó al caserío.

Tardó igual un mes en volver a enchufar aquel puchero de ojo estrafalario. Pero se conoce que al moverlo ¡había perdido la sintonía! Lamentó que no se le hubiera ocurrido colocar con lápiz un punto negro a la altura del dial para volver a localizarla. Frenéticamente comenzó a hacer girar el mando, lo mismo a derecha que a izquierda. En algún sitio tenía que estar la ansiada emisora. No podía haber desaparecido. Paraba cuando el ojo mágico se encendía plenamente, escuchaba unos segundos y continuaba rastreando. Cerca de París, pero cerca de París también estaba Lisboa. Y cerca de Lisboa, Londres, London. Oslo, Berlín, Roma, Copenhague, Viena. Voces extranjeras, conciertos. Tintineaba el ojo como si estuviera tuerto. Al cabo de veinte minutos, por fin, una voz hablaba de los rusos. Le dio un vuelco el corazón. Igual la voz sonaba menos metálica, distinta a la de otras veces, serena, extraña, amortiguada por el acolchado de un estudio en condiciones, pero alguien, alcalde, comisario político, quien fuera, un jefe, un tipo importante, alentaba a los ciudadanos a que acudieran en masa a la vieja Plaza de la Constitución para rendir homenaje al ejército ruso. ¡Por fin! ¡Los rusos habían conseguido entrar en la ciudad! ¡La ciudad vitoreaba a los vencedores!

Se mojó los ojos, se restregó los sobacos.

Arrancó de nuevo la moto, pero, por si acaso, previendo posibles controles a la entrada de la ciudad, sustituyó el cuchillo de monte por la navaja. Ante cualquier ruido sospechoso o en los recodos ciegos apagaba la luz para confundirse con la noche. Se apartó de la carretera general y avanzó por los caminos secos de barro, levantando un polvo sucio. Tomó un atajo y otro, y accedió por uno de los barrios extremos por donde la ciudad comenzaba a expandirse. Aquello parecía un auténtico desierto. Ni un bar, los portales cerrados, una ciudad fantasma. Nada. ¡Seguro que había toque de queda! Aparcó la moto en un lugar seguro, y se acercó andando al centro con el corazón en vilo.

Efectivamente, le costó un buen rato comprenderlo. Los rusos estaban allí. Vio el desvencijado autobús, vio los baúles medio rotos, los trajes desgastados, el personal recogiendo a prisa los bártulos. Las botas de caña, los gorros de cosaco. El armazón desnudo de las gradas erigidas en la plaza de la Constitución parecía el esqueleto de una ballena muerta. Penetró en el recinto y cuando miró al cielo se encontró que unos inmensos toldos azules y blancos preparados por la organización para combatir la posible lluvia impedían la visión de las estrellas burlonas.

Entonces el celador de la puerta dio dos palmadas sonoras para llamar su atención y le gritó: –Señor, salga ya por favor que voy a apagar las luces.

Y luego de aplastar la colilla del cigarrillo contra el suelo, añadió: –Tendrá que esperar al año que viene para ver actuar de nuevo a los cosacos rusos, señor, porque viajan ahora mismo a Santander para terminar la gira por el norte.

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